ESQUEMA DEL MENSAJE CRISTICO

ESQUEMA DEL MENSAJE CRISTICO

FRITHJOF SCHUON

Si partimos de la idea indiscutible de que la esencia de toda religión es la verdad de lo Absoluto con sus consecuencias humanas, tanto místicas como sociales, podemos plantear la cuestión de establecer de qué modo la religión cristiana satisface esta definición; pues su contenido central parece ser, no Dios como tal, sino Cristo; es decir no tanto la naturaleza del Ser divino sino su manifestación humana. Asimismo una voz patrística proclamó con justicia: “Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios”, lo cual es la forma cristiana de decir que “Brahma es real, el mundo es apariencia”. El cristianismo, en lugar de yuxtaponer simplemente lo Absoluto y lo contingente, lo Real y lo ilusorio, propone directamente la reciprocidad entre uno y otro: ve lo Absoluto a priori con relación al hombre, y define a éste –correlativamente- de acuerdo con esa reciprocidad, no sólo metafísica sino también dinámica, voluntaria y escatológica. Es cierto que el judaísmo procede de una manera análoga, pero en un grado menor: no define a Dios en función del drama humano, es decir partiendo de la contingencia, sino que establece la relación casi absoluta entre Dios y su pueblo: Dios es “Dios de Israel”, la simbiosis es inmutable; ello no impide que Dios siga siendo Dios y que el hombre siga siendo el hombre; no hay un “Dios humano” ni un “hombre divino”.

Sea como sea, la reciprocidad que plantea el cristianismo es metafísicamente transparente, y lo es necesariamente, so pena de convertirse en un error; sin duda, desde el momento que comprobamos la existencia de la contingencia o de la relatividad, debemos saber que lo Absoluto se encuentra incluido en ella de un modo o de otro, es decir que, en principio, la contingencia debe encontrarse prefigurada dentro de lo Absoluto, y que, luego, éste debe reflejarse en la contingencia; tal es el esquema ontológico de los misterios de la Encarnación y de la Redención. El resto es cuestión de modalidad: el cristianismo propone por un lado la oposición abrupta entre la “carne” y el “espíritu”, y por otro lado –y éste es su lado esotérico- su opción por la “interioridad” contra la exterioridad de las prescripciones legales y contra la “letra que mata”. Además, actúa con ese sacramento central y profundamente característico que es la Eucaristía: Dios no se limita a promulgar una Ley, Él desciende a la tierra y se convierte en Pan de vida y Bebida de inmortalidad.

Con relación al judaísmo, el cristianismo comporta un aspecto de esoterismo por tres elementos: la interioridad, la caridad casi incondicional y los sacramentos. El primer elemento consiste en desdeñar más o menos las prácticas exteriores y en acentuar la actitud interior, se trata de adorar a Dios “en espíritu y en verdad”; el segundo elemento corresponde a la ahimsa hindú, la “no-violencia”, que puede llevarnos hasta a renunciar a nuestro derecho, y por lo tanto a salir deliberadamente del engranaje de los intereses humanos y de la justicia social; consiste en ofrecer la mejilla izquierda a aquel que nos ha abofeteado la derecha, y en dar siempre más de lo debido. El Islam marca un retorno al “realismo” mosaico, integrando a Jesús en su perspectiva a título de profeta de la “pobreza” sufí; sea como sea, con el fin de poder asumir la función de una religión mundial, el cristianismo mismo ha debido atenuar su rigor original y presentarse como un legalismo socialmente realista, al menos en cierto grado.

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Si “Dios se hizo hombre”, o si lo Absoluto se hizo contingencia, o si el Ser necesario se hizo ser posible, entonces se puede concebir la significación de un Dios que se hizo pan y vino y que hizo de la comunión una condición sine qua non para la salvación; por supuesto no la única condición, pues la comunión exige la práctica casi permanente de la oración, que Cristo ordena en su parábola del juicio inicuo y cuya importancia destaca san Pablo al ordenar a los fieles que “recen sin fatigarse”. Se puede concebir que un hombre, aunque sea vea impedido de comulgar, se salve por la oración, pero no se puede concebir que un hombre no pueda rezar y se salve solamente con la comunión; de hecho, algunos de los más grandes santos, al principio del cristianismo, vivían en la soledad sin poder comulgar, al menos durante algunos años. Ello se explica por el hecho de que la oración prevalece ante todo, que por lo tanto contiene a su manera la comunión, y necesariamente, puesto que en principio nosotros llevamos en nosotros mismos todo lo que podemos obtener de fuera; “El reino de Dios está dentro de vosotros”. Los medios son relativos; nuestra relación profunda con lo Absoluto no puede serlo.

Con respecto al rito eucarístico, nos sentimos autorizados a formular la precisión siguiente: el pan parece significar que “Dios entra en nosotros”, y el vino que “nosotros entramos en Dios”; presencia de gracia por un lado, y extinción unitiva por el otro. Dios es el Sujeto absoluto y perfecto que, o bien entra en el sujeto contingente e imperfecto, o bien se asimila a éste liberándolo de las trabas de la subjetividad objetivada y exteriorizada, y por ello mismo hecha paradójicamente múltiple. También se podría decir que el pan se refiere más particularmente a la salvación y el vino a la unión, lo cual evoca la distinción antigua entre los pequeños y los grandes misterios (1).

En la Eucaristía, lo Absoluto –o el Sí-mismo divino (2)- se convierte en Alimento; en otros casos, se convierte en Imagen o Icono, y en otros casos también en Palabra o Fórmula; éste es todo el misterio de la asimilación concreta de la Divinidad que utiliza como medio un símbolo propiamente sacramental: visual, auditivo o de otro tipo. Uno de estos símbolos, incluso el más central, es el Nombre mismo de Dios, quintaesencia de toda oración, ya se trate de un Nombre de Dios en sí mismo o de un Nombre de Dios hecho hombre (3). Los hesicastas consideran que “el corazón bebe el Nombre para que el Nombre beba el corazón”; por lo tanto se trata del corazón “licuificado” que, por el efecto de la “caída”, se había “endurecido”, y de ello surge la comparación frecuente del corazón profano con una piedra. “Es a causa de la dureza de vuestro corazón que él (Moisés) ha escrito para vosotros este precepto”; Cristo consideraba que creaba un hombre nuevo, poniendo como intermediario su cuerpo sacrificial de Hombre-Dios y a partir de una antropología moral particular. Cabe señalar que la posibilidad de salvación no se manifiesta porque sea necesariamente mejor que otra sino porque, siendo posible precisamente, no puede dejar de manifestarse; tal como dijo Platón, y después de él san Agustín, está dentro de la naturaleza del Bien el querer comunicarse.

No sin relación con el misterio de la Eucaristía se encuentra el misterio del Icono; también en este caso se trata de una materialización de lo celestial y por lo tanto de una asimilación sensible de lo espiritual. Quintaesencialmente, el cristianismo comporta dos Iconos, el Santo Rostro y la Virgen con el Niño, el prototipo del primer icono es el Santo Sudario y el del segundo es el retrato de donde brotan, simbólicamente hablando, todas las otras imágenes sagradas, para llegar a esas cristalizaciones litúrgicas que son la iconostasia bizantina y el retablo gótico; asimismo debemos mencionar el crucifijo –pintado o esculpido- en el cual un símbolo primordial se combina con una imagen más tardía. Agreguemos que la estatuaria –ajena a la Iglesia del Oriente- está más cerca de la arquitectura que de la iconografía propiamente dicha (4).

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“Dios hecho hombre”: éste es el misterio de Jesús, pero también es, y por ello mismo, el de María; pues humanamente Jesús no tiene nada que no haya heredado de su Madre, a quien llamó con justa razón “Corredentora” y “la divina María”. Asimismo el Nombre de María es como una prolongación del de Jesús; por supuesto, la realidad espiritual de María está contenida en Jesús –la inversa también es válida–, pero la distinción de los dos aspectos tiene su razón de ser; la síntesis no excluye el análisis. Así como Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”, la Santa Virgen, que está hecha de la misma sustancia, posee gracias que facilitan el acceso a esos misterios, y es ella a quien se aplican en primer término estas palabras de Cristo: “Mi yugo es dulce, y mi carga ligera”.

Se podría decir que el cristianismo no es a priori tal verdad metafísica, sino que es Cristo; y es la participación en Cristo por medio de los sacramentos y de la santidad. En ese caso, no se escapa a la Realidad divina quintaesencial: tanto en el cristianismo como en toda religión, hay que tomar en cuenta fundamentalmente dos cosas, abstracta y concretamente: lo Absoluto, o lo absolutamente Real, que es el Bien Soberano y que da un sentido a todo; y nuestra conciencia de lo Absoluto, que debe convertirse para nosotros en una segunda naturaleza, y que nos libera de los meandros, de los callejones sin salida y de los abismos de la contingencia. El resto es asunto de adaptación a las necesidades de tales almas y de tales sociedades; pero las formas también tienen su valor intrínseco, pues la Verdad quiere a la Belleza, tanto en los velamientos como en la última Beatitud.

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La metafísica intrínsecamente cristiana, no helenizada, se expresa por las sentencias iniciales del Evangelio según san Juan. “En el comienzo era el Verbo”: evidentemente se trata no de un origen temporal sino de una prioridad de principios, la del Orden divino, al cual pertenece el Intelecto universal –el Verbo- al surgir de la Manifestación cósmica, de la cual es el centro a la vez trascendente e inmanente. “Y el Verbo era junto a Dios”: precisamente bajo el aspecto de la Manifestación, el Logos se distingue del Principio; la distinción entre las dos naturalezas de Cristo refleja la inevitable ambigüedad de la relación Atma-Maya. “Por Él todo fue hecho”: no hay nada de lo creado que no haya sido concebido y prefigurado en el Intelecto divino. “Y la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron”: está en la naturaleza de Atma penetrar en Maya, y está en la naturaleza de cierta Maya resistirse (5), y sin ello el mundo dejaría de ser el mundo; y “el escándalo debe llegar”. La victoria de Cristo sobre el mundo y la muerte retrasa o anticipa la victoria en sí misma intemporal del Bien sobre el Mal, o de Ormuz sobre Arriman; victoria ontológicamente necesaria porque resulta de la naturaleza misma del Ser, a pesar de las apariencias iniciales contrarias. Las tinieblas, aun ganando, pierden; y la luz, aun perdiendo, gana; Pasión, Resurrección, Redención.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––-

1.- En un sentido más general, diremos que los sacramentos cristianos son exotéricos para los exoteristas y esotéricos o iniciáticos para los esoteristas; en el primer caso apuntan hacia la salvación, y en el segundo hacia la unión mística.

2.- El Principio Supremo, desde que se hace interlocutor hacia el hombre, entra en la relatividad cósmica a causa de su personificación; ya no sigue siendo lo Absoluto en relación al hombre, excepto desde el punto de vista del Intelecto puro.

3.- Citemos a san Bernardino de Siena, gran promotor –hoy olvidado– de la invocación del Nombre de Jesús: «Introducid el Nombre de Jesús en vuestras casas, en vuestras habitaciones, y conservadlo en vuestros corazones». «La mejor inscripción del Nombre de Jesús es en el corazón, luego en la palabra y por último en el símbolo pintado o esculpido». «Todo lo que Dios ha creado para la salvación del mundo está oculto dentro del Nombre de Jesús: toda la Biblia, desde el Génesis hasta el último Libro. La razón es que el Nombre es origen sin origen… El Nombre de Jesús es tan digno de alabanza como el mismo Dios».

4.- El judaismo y el islamismo, que proscriben las imágenes, las reemplazan en cierto modo por la caligrafía, expresión visual del discurso divino. Una página iluminada del Corán, una pequeña plegaria adornada con arabescos, son «Iconos abstractos».

5.- Aquí se trata de la dimensión negativa propia de la Maya infracelestial, hecha de oscuridad en tanto que se aleja del Principio, y de luz en tanto que manifiesta aspectos de éste. Es el dominio de la imperfección y de la impermanencia, pero también del teomorfismo potencialmente liberador, mientras que la Maya celestial es el dominio de los arquetipos y de las hipóstasis.

( Frithjof Schuon, extracto de “Raíces de la Condición Humana”, ed. Grupo Libro

DE LA UNIDAD TRANSCENDENTE

DE LA UNIDAD TRANSCENDENTE
DE LAS RELIGIONES

Prefacio del libro

FRITHJOF SCHUON

Las consideraciones de este libro proceden de una doctrina que no es en absoluto filosófica, sino propiamente metafísica. Esta distinción puede parecer ilegítima a quienes tienen la costumbre de englobar la metafísica en la filosofía, pero, si se encuentra ya una tal asimilación en Aristóteles y en sus continuadores escolásticos, esto prueba precisamente que toda filosofía tiene limitaciones que, inclusive en los casos más favorables, toda filosofía tiene limitaciones que, inclusive en los casos más favorables, como los que acabamos de citar, excluyen una apreciación perfectamente adecuada a la metafísica. En realidad, ésta posee un carácter trascendente que la hace independiente de un pensamiento puramente humano, cualquiera que sea. Para definir bien la diferencia que existe entre uno y otro modo de pensamiento, diremos que la filosofía procede de la razón, facultad enteramente individual, mientras que la metafísica surge exclusivamente del Intelecto. Este último era definido de la siguiente manera, con pleno conocimiento de causa, por el maestro Eckhart: “En el alma hay algo que es increado e increable, y esto es el Intelecto”. En el esoterismo musulmán se encuentra una definición análoga, aunque más concisa aún y más rica en valor simbólico: “El Sufí (es decir, el hombre identificado con el Intelecto) no es creado.”

Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inteligencia pura, es decir, directa y no discursiva, hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el sentido ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embargo, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, racionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hombre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la Palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una participación directa y activa en el Conocimiento divino, y no una participación indirecta y pasiva como es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identidad entre el conocedor y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejemplo de orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos “esotérico” cuando se manifieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, queremos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda, en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesible a cada uno –cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana- confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un “punto de vista” más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda verdad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina “el ojo del corazón”.

Acabamos de decir que la religión traduce las verdades metafísicas o universales en lenguaje dogmático; ahora bien, si el dogma no es accesible a todos en su Verdad intrínseca, que sólo el Intelecto puede alcanzar directamente, el mismo dogma no es menos accesible por la fe, único modo de participación posible, para la gran mayoría de los hombres, en las verdades divinas. En cuanto al conocimiento intelectual que, lo hemos visto, no procede de una creencia ni de un razonamiento, sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su “dimensión interna”, que es la verdad infinita que domina todas las formas.

A fin de ser absolutamente claros, insistiremos todavía sobre que el modo racional de conocimiento no sobrepasa el dominio de las generalidades ni alcanza por sí solo ninguna verdad trascendente; puede, sin embargo, servir de modo de expresión a un conocimiento suprarracional –es el caso de la ontología aristotélica y escolástico-, pero esto será siempre en detrimento de la integridad intelectual de la doctrina. Algunos objetarán quizá que la metafísica más pura se distingue a veces muy poco de la filosofía; que ella utiliza, como ésta, argumentaciones y, como ésta, parece llegar a conclusiones; pero esta semejanza se debe al hecho de que toda concepción, en cuanto se expresa, se reviste forzosamente de los modos el pensamiento humano, que es racional y dialéctico; lo que distingue aquí esencialmente la proposición metafísica de la proposición filosófica es que la primera es simbólica y descriptiva, en el sentido de que ella se sirve de los modos racionales como de símbolos para describir o traducir conocimientos que comportan más certidumbre que cualquier conocimiento de orden sensible, mientras que la filosofía –que por algo ha sido llamada ancilla theologiae- nunca es más que lo que ella expresa; cuando razona para resolver una duda, esto prueba precisamente que su punto de partida es una duda que quiere llegar a remontar, en tanto que, como hemos dicho ya, el punto de partida de la enunciación metafísica es siempre esencialmente una evidencia o una certidumbre, que se tratará de comunicar a aquellos que sean capaces de recibirla, por medios simbólicos o dialécticos adecuados para actualizar en ellos el conocimiento latente que portan inconscientemente, diremos también “eternamente”, en sí mismos.

Tomemos, a título de ejemplo de los tres modos de pensamiento que hemos considerado, la idea de Dios. El punto de vista filosófico, cuando no niega a Dios pura y simplemente -lo que no hará sino dando a esta palabra un sentido que no tiene- intenta “probar” a Dios mediante toda clase de argumentaciones; en otros términos, este punto de vista trata de “probar” ya sea la “existencia”, ya la “inexistencia” de Dios, como si la razón, que no es más que un intermediario y en modo alguno una fuente de conocimiento trascendente, pudiera “probar” cualquier cosa; por otra parte, esta pretensión de autonomía de la razón en dominios donde sólo la intuición intelectual, de una parte, y la revelación, por otra, pueden comunicar conocimientos, caracteriza el punto de vista filosófico y revela su insuficiencia. En cuanto al punto de vista teológico, no se preocupa de probar a Dios –él permite inclusive admitir que ello es imposible- sino que se funda sobre la creencia; añadamos que la fe no se reduce en absoluto a la simple creencia porque, de ser así, Cristo no hubiese hablado de la “fe que mueve montañas”, pues ni qué decir tiene que la creencia religiosa no posee esta virtud. Metafísicamente, en fin, no se tratará ya ni de una “prueba” ni de “creencia”, sino exclusivamente de evidencia directa, de evidencia intelectual que implica certidumbre absoluta, pero que, en el estado actual de la humanidad, no es accesible más que a una élite espiritual cada vez más restringida; ahora bien, la religión, por su naturaleza e independientemente de las veleidades de sus representantes, que pueden no tener conciencia de ellas, contiene y transmite, bajo el velo de sus símbolos dogmáticos y rituales, el Conocimiento puramente intelectual, como hemos hecho notar anteriormente.

Sin embargo, tendría uno perfecto derecho a preguntarse por qué razones humanas y cósmicas, determinadas verdades, que podemos calificar de “esotéricas” en un sentido muy general, son expuestas y explicitadas precisamente en nuestra época tan poco inclinada a las especulaciones; hay en esto, efectivamente, algo de anormal; no en el hecho de exponer estas verdades, sino en las condiciones generales de nuestra época que, marcando el fin de un gran período cíclico de la humanidad terrestre –el fin de un maha-yuga, según la terminología hindú- debe recapitular o remanifestar de una u otra manera todo lo que se encuentra incluido en el ciclo entero, de acuerdo con el adagio que dice que “los extremos se tocan”, de suerte que cosas que son anormales en sí mismas pueden hacerse necesarias en razón de las condiciones apuntadas. Desde un punto de vista más individual, el de la simple oportunidad, hay que convenir que la confusión espiritual de nuestra época ha alcanzado un grado tal que los inconvenientes que, en principio, pueden resultar para algunos del contacto con las verdades de que se trata, se encuentran compensados por las ventajas que otros obtendrán de dichas verdades; por otro lado, el término “esoterismo” es muy a menudo usurpado para enmascarar ideas tan poco espirituales y tan peligrosas como es posible, y lo que se conoce de las doctrinas esotéricas es tan a menudo plagiado y deformado –aparte de que la incompatibilidad exterior y voluntariamente amplificada de las diferentes formas tradicionales arroja el más grande descrédito, en el espíritu de un gran número de nuestros contemporáneos, sobre toda tradición, sea religiosa o de cualquier otra índole- que no hay solamente ventaja, sino inclusive obligación de hacer entrever, de una parte, lo que es el esoterismo verdadero y lo que no lo es y, de otra parte, lo que constituye la solidaridad profunda y eterna de todas las formas del espíritu.

Para volver al tema principal que nos hemos propuesto tratar en este libro, insistiremos en que la unidad de las religiones no solamente no es realizable en el plano exterior, en el plano de las formas, sino que no debe siquiera ser realizada, suponiendo que fuese posible, sobre este plano, sin que las formas reveladas fuesen desprovistas de razón suficiente; y decir que son reveladas es como decir que son queridas por el Verbo divino. Al hablar de “unidad trascendente” queremos decir que la unidad de las formas religiosas debe ser realizada de una manera puramente interior y espiritual, sin ser traicionada por ninguna forma particular. Los antagonismos de estas formas no perjudican más a la Verdad una y universal que los antagonismos entre los colores opuestos o a la transmisión de la luz una e incolora, por utilizar la misma imagen que antes; y de la misma manera que todo color, por su negación de la oscuridad y su afirmación de la luz, permite encontrar el rayo que la hace visible y remontar este rayo hasta su fuente luminosa, de la misma manera toda forma, todo símbolo, toda religión, todo dogma, por su negación del error y afirmación de la Verdad, permite remontar el rayo de la Revelación, que no es otro que el del Intelecto, hasta su Manantial divino.

( Prefacio del libro del mismo título, traducido por Manuel García Yiñó, Ed. Heliodoro )

EL SENTIDO DE LO SAGRADO

EL SENTIDO DE LO SAGRADO

FRITHJOF SCHUON

EL JARDIN

Un hombre ve un jardín florido, pero él sabe: él no verá siempre esas flores y esos arbustos porque él morirá un día; y él sabe también: ese jardín no estará siempre ahí, porque el mundo desaparecerá en su momento. Y él sabe igualmente: esa relación con ese bello jardín ha sido dada por el destino, porque si el hombre se encontrase en medio del desierto, no vería el jardín, él lo ve solamente porque el destino le ha colocado a él, al hombre, aquí y no en otro lugar.

Pero en la región más interior de nuestra alma reside el Espíritu, y en él el jardín está contenido como un germen; y si nosotros amamos ese jardín -¿y como no podríamos amarlo puesto que es de una belleza paradisíaca?- haremos bien en buscarlo ahí donde siempre ha estado y donde estará siempre, a saber en el Espíritu; manténte en el Espíritu, en tu propio centro, y tendrás el jardín y por añadidura todos los jardines posibles. Y por lo mismo: en el Espíritu no hay muerte, porque aquí tú eres inmortal; y en el Espíritu la relación entre contemplante y lo contemplado no es solamente una frágil posibilidad, sino que reside por el contrario en la naturaleza misma del Espíritu y es eterna como él.

El Espíritu es consciencia y voluntad: Consciencia de si-mismo y voluntad hacia si-mismo. Manténte en el Espíritu por la consciencia, y aproxímate al Espíritu por la voluntad o el amor, y ni la muerte ni el fin del mundo no pueden quitarte el jardín ni aniquilar tu visión. Lo que tu eres ahora en el Espíritu, tu lo serás después de la muerte; y lo que tu posees ahora en el Espíritu, tu lo poseerás tras la muerte. Ante Dios, no hay ni ser ni propiedad mas que en el Espíritu; lo que era exterior debe llegar a ser interior, y lo que era interior será exterior: busca el jardín en ti mismo, en tu indestructible Substancia divina, entonces esta te dará un jardín nuevo e imperecedero.

LA PRUEBA

Hay un momento en la vida en el cual el hombre toma la decisión de aproximarse a Dios; de realizar una relación permanente con su Creador; de llegar a ser aquello que él debía ser – por la vocación innata del estado humano- a partir de la edad de la razón; en una palabra, de llegar a la inocencia primordial y de gozar de la proximidad del Soberano Bien; poco importa si nosotros llamamos a ese privilegio “Salvación” o “Unión”.

Está en la naturaleza de las cosas que el hombre tenga consciencia de la felicidad que implica su elección y que al comienzo de la Vía está lleno de entusiasmo; en numerosos casos, el aspirante ignora que tendrá que atravesar dificultades que él mismo lleva en si y que el contacto con un elemento celeste despierta y muestra. Estas posibilidades síquicas inferiores -de toda evidencia incompatibles con la perfección- deben ser consumidas y disueltas; esto es a lo que se ha llamado la “prueba iniciática”, la “bajada a los infiernos”, la “tentación de los héroes” o la “gran guerra santa”. Estos elementos síquicos pueden ser o bien hereditarios, o bien personales; además, podemos nosotros ser responsables de ellos o por el contrario estar afectados por ellos bajo la presión de un ambiente; pueden tomar la forma de un desánimo, de una duda, de una revuelta, y lo que importa mas que nunca es no escuchar la voz del ego profano abriéndose así a la influencia del demonio y enganchándose en la pendiente bien de la desesperación, bien de la subversión. Por tanto la condición sine que non de la salvación espiritual y de la ascensión es un implacable discernimiento hacia uno mismo, además de esa cualidad fundamental que es el respeto de lo Divino, y por lo tanto del sentido de lo sagrado, del sentido de las proporciones, y también -se debe comprender- del sentido de la grandeza y de la belleza.

Según un simbolismo hindú y budista, la situación del hombre terrestre es la de una tortuga nadando en el océano, en cuya superficie flota un anillo de madera; entonces la tortuga debe intentar pasar la cabeza a través de ese anillo, y es así como el hombre debe buscar y encontrar la Vía liberadora; la inmensidad del océano es la del universo, del samsara, de nuestro espacio existencial. “¡Dichoso el hombre que a vencido la prueba!”

CERTEZAS

Yo se con certeza que hay fenómenos, y que yo mismo soy uno de esos fenómenos.

Yo se con certeza que hay en el fondo de los fenómenos, o mas allá de ellos, la Esencia una, que los fenómenos no hacen mas que manifestar en función de una cualidad de esa Esencia, la de Infinitud, y por tanto de Irradiación.

Yo se con certeza que la Esencia es buena, y que toda bondad o belleza en los fenómenos manifiesta esa bondad.

Yo se con certeza que los fenómenos retornan a la Esencia, de la cual no están realmente separados puesto que, en el fondo, no existe nada más que ella; que ellos retornaran allí porque nada es absoluto ni por consecuencia eterno; que la Manifestación está necesariamente sometida a un ritmo como está sometida necesariamente a una jerarquía.

Yo se con certeza que el alma es inmortal, porque la indestructibilidad resulta necesariamente de la naturaleza misma de la inteligencia.

Yo se con certeza que en el fondo de las consciencias diversas no hay mas que un solo Sujeto: el Sí a la vez transcendente e inmanente; accesible a través del Intelecto, sede u órgano de la religión del Corazón; porque las consciencias diversas se excluyen y se contradicen mutuamente, mientras que el Sí incluye todo y no es contradicho por nadie.

Yo se con certeza que la Esencia, Dios, se afirma en los fenómenos, el mundo, como Potencia de Atracción y Voluntad de Equilibrio; que nosotros estamos hechos para seguir, verticalmente, esa Atracción, algo que no podemos hacer sin adecuarnos, horizontalmente, al Equilibrio, del cuál dan cuenta las Leyes sagradas y naturales.

DE LA SANTIDAD

La Santidad, es el sueño del ego y la vigilia del alma inmortal. La superficie móvil de nuestro ser debe dormir y en consecuencia retirarse de las imágenes y de los instintos, mientras que el fondo de nuestro ser debe velar en la consciencia de lo Divino e iluminar así, como una llama inmóvil, el silencio del santo sueño.

Este sueño implica esencialmente el reposo en la Voluntad Divina, y este reposo equivale al retorno a la raíz de nuestra existencia, de nuestro ser querido por Dios. El reposo en el Ser es la conformidad mas profunda con la voluntad celeste; ahora bien este Ser es a la vez Consciencia y Bondad, y no es mas que en la consciencia de lo Absoluto y en la bondad -o la belleza- del alma que nosotros podemos esperar el Ser, Deo volente.

El sueño habitual del hombre vive del pasado y del futuro, el corazón está como encadenado por el futuro, en lugar de reposar en el “Ahora” del Ser; en este Eterno Presente que es Paz, Consciencia de Si e Irradiación de Vida.

GRATITUD

Hay arquetipos, que son eternos puesto que están contenidos en el Intelecto Divino, y existen también sus reflejos terrestres, que son temporales y efímeros puesto que están proyectados en esa substancia móvil que es la relatividad o la contingencia. La sabiduría es, no solamente desligarse de los reflejos, sino igualmente saber y sentir que los arquetipos se encuentran en nosotros mismos y son accesibles en el fondo de nuestros corazones; nosotros poseemos lo que amamos, en la medida en la que eso que amamos es digno de ser amado.

En lugar de tener siempre los ojos fijados en las imperfecciones del mundo y las vicisitudes de la vida, el hombre nunca debería perder de vista la bondad de haber nacido en el estado humano, el cual es la vía de acceso hacia el Cielo. Se alaba a Dios, no solamente por que El es el Soberano Bien, sino también porque El nos ha hecho nacer en la puerta del Paraíso; es decir que el hombre está hecho para todo lo que lleva ahí: para la Verdad, para la Vía y para la Virtud.

EL SENTIDO DE LO SAGRADO

El sentido de lo sagrado, o el amor de las cosas santas -tanto si se trata de símbolos como de modos de Presencia divina- es una condición sine qua non del Conocimiento, la cual compromete no solamente a la inteligencia, sino a todas las potencias del alma; porque el Todo divino exige el todo humano.

El sentido de lo sagrado -que no es otro que la predisposición casi natural al amor de Dios y la sensibilidad para las manifestaciones teofánicas o para los perfumes celestes- este sentido de lo sagrado implica esencialmente el sentido de la belleza y la tendencia a la virtud; la belleza siendo por decirlo así la virtud exterior, y la virtud, la belleza interior. Este sentido implica igualmente el sentido de la transparencia metafísica de los fenómenos, es decir la capacidad de captar el principio en lo manifestado, lo increado en lo creado; o de percibir el rayo vertical, mensajero del Arquetipo, independientemente del plano de refracción horizontal, el cual determina el grado existencial pero no el contenido divino.

EL PRECIO DEL YO

Quien dice individuo, dice destino. Si yo soy yo, debo necesariamente vivir en tal época, en tal momento, en tal mundo, en tal lugar; debo vivir tal experiencia y tal felicidad; no tengo plenamente acceso a la Felicidad como tal.

El individuo está por definición, suspendido entre tal forma de felicidad y la Felicidad en si; él puede sentir lo que hay de arbitrario en la particularidad terrestre, pero no puede escapar a esta particularidad, así como no puede escapar a su individualidad. Hay aquí una especie de “ilogismo” que puede turbarle, pero debe resignarse a ello, y mas aún; debe atenuarlo, o incluso sobrepasarlo acercándose al Arquetipo, al En-Si celeste y divino; no de tal bien, sino del Bien como tal.

Se podría objetar aquí que en el Cielo la individualidad subsiste, y que por consecuencia no se escapa a la antinomia de la que tratamos aquí; lo cual es a la vez verdadero y falso. Es verdadero en el sentido en que la felicidad paradisiaca vivida por tal individuo es a la fuerza tal felicidad; pero eso es falso en el sentido de que toda felicidad paradisiaca es transparente en dirección a Dios, es decir que esa felicidad está tan penetrada de la Felicidad como tal, que no subsiste ya más en ella ninguna ambigüedad. Por una parte, “hay muchas moradas en la Casa de mi padre”; por otra parte, la Beatitud es una porque la Salvación es una, y porque Dios es uno.

(Frithjof Schuon. LA TRANSFIGURATION DE L’HOMME. Ed. L´Âge d’Homme)

MARIA Y EL MISTERIO MARIAL

MARIA Y EL MISTERIO MARIAL

FRITHJOF SCHUON

La Santa Virgen personifica la Substancia universal; personifica también la Virtud global e indiferenciada: el alma identificada al amor de Dios, a la Contemplatividad.

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La Santa Virgen es inseparable del Verbo encarnado, como el Loto es inseparable de Buda, y como el corazón es la sede predestinada de la sabiduría inmanente. Hay, en el Budismo, toda una mística del Loto, la cual comunica una imagen celeste de una belleza y de una elocuencia insuperables; una belleza análoga a la custodia conteniendo la Presencia real, y análoga sobretodo a esa encarnación de la Feminidad divina que es la Virgen María. La Virgen, Rosa mystica, es como la personificación del Loto celeste; en un cierto sentido, ella personifica el sentido de lo sagrado, el cual es la introducción indispensable a la recepción del sacramento.

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María personifica la Esencia informal de todos los Mensajes, ella es en consecuencia la “Madre de todos los Profetas”; ella se identifica a la Sabiduría primordial y universal, la Religio Perennis.

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Una palabra presupone el silencio; no se puede escuchar en medio de un alboroto. El silencio debe de ser perfecto en la medida que la palabra es noble.

Cuando hay extinción del alma, hay virtud. El alma es virtuosa cuando ella es como Dios la ha creado; los vicios o son privaciones o son defectos superpuestos. El alma primordial, iluminada, silenciosa, es el “loto” (padma) que contiene la “joya” (mani); es este loto el que personifica la Santa Virgen. Ella es la “Paz” que vehicula la “Bendición”. O ella es el “Santo Silencio” que contiene la divina Palabra (logos).

Pero este silencio, en realidad, es vida: “Soy negra, pero hermosa”. Que el alma caída calle -vacare Deo- y las Cualidades divinas se miran en ella; estas Cualidades divinas de las cuales ella lleva las guías en su substancia misma.

La verdad y la belleza son vías hacia el santo silencio: ellas efectúan el recuerdo de nuestra substancia paradisíaca. Porque el silencio está hecho de verdad y de belleza; es un vacío que en realidad es plenitud.

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La Santidad en si, coincide con la Plenitud de Gracia (gratia plena), la cual llama a la Presencia de Dios (Dominus tecum)

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Los recipientes sagrados deben de ser nobles; por ejemplo el cáliz eucarístico debe de ser dorado en el interior para poder recibir el vino consagrado; la Virgen llevando al Niño divino no podría ser una mujer ordinaria; un templo debe de ser digno de la Presencia divina conforme a la irradiación espiritual.

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La figuración en las imágenes de los Nacimientos, del buey, animal dócil, la mula, animal obstinado, son susceptibles de la interpretación siguiente: el buey, que además era sagrado en los antiguos Semitas, está armado de cornamenta y une en él la suavidad y la fuerza; representa al «guardián del santuario»; es el espíritu de sumisión, de fidelidad, de perseverancia; la mula, animal «profano» cuyo relincho ha sido llamado «la invocación de Satán», es el espíritu de insumisión y de disipación.

En esta misma figuración, la Virgen se identifica con el alma en estado de oración; San José, padre adoptivo de Cristo, representa la presencia del maestro espiritual; los visitantes, resumidos de alguna manera en los Reyes Magos, representan lo que se podría llamar “el homenaje cósmico” que afluye hacia el hombre santificado, y del cual hablan las escrituras hindúes diciendo que «los Cielos resplandecen por la gloria de un Mukta (liberado)»; finalmente, la noche que envuelve la escena de la Natividad, pero que está iluminada por la estrella, el testimonio divino, representa la muerte iniciática o la soledad, o también la extinción de lo mental.

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La Virgen negra de Czestochowa. El color oscuro de algunas Vírgenes (por el cual la Virgen negra se asemeja, así como por su maternidad, al simbolismo hindú de Kali “la Madre”), se refiere a la No-Manifestación divina, de la cual la Virgen es el soporte en su calidad de Madre del Verbo; Este es el “descendimiento” o la encarnación, o la manifestación de eso No-manifestado.

La Virgen madre representa la condición substancial de la manifestación hipostática, es decir su base que, debiendo soportar “lo Unico”, no debe de ser manchada por “lo múltiple”, identificado simbólicamente por “la carne” que en efecto es el ámbito de la cantidad, de la diferenciación y del hecho bruto.

El alma del contemplativo que, por su acto espiritual y por el soporte ritual de este, realiza en nacimiento universal del Verbo en su corazón, debe de ser “virgen” y “pura”, o en otros términos; “pobre” y “vacía”, con el fin de poder servir de soporte al nacimiento de la “Presencia real”; el alma debe por lo tanto llevar, como la imagen sacra de la Virgen, la huella de la divina No-Manifestación, es decir la oscuridad. Esta huella es por una parte, a título transitorio y secundario, la nox profunda y el “descenso a los infiernos”, en otras palabras, la muerte iniciática en la cual se opera el fiat lux, y por otra parte, a título permanente, lo indiferenciado o la extinción con relación al mundo, de la ilusión o de la corriente de las formas; este estado de muerte es idéntico a la pobreza en el espíritu y a la humildad. El color sombrío de la Virgen negra (como el de ciertas pratîkas hindúes, la de Kâlî particularmente, o incluso como la negrura de la piedra encerrada en la Kaabah) significa así el silencio o la ausencia de manifestaciones en el alma del contemplativo, mientras que en el Niño Jesús de la misma imagen, ese color significa la Indeterminación divina.

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Como todo ser celeste, María manifiesta el Velo universal en su función de transmisión: ella es Velo porque es forma, pero es Esencia por su contenido y en consecuencia por su mensaje. María está a la vez cerrada y abierta, inviolable y generosa; ella está “vestida de sol” porque está vestida por la Belleza, “esplendor de lo Verdadero”, y ella es “negra pero hermosa” porque el Velo está a la vez cerrado y transparente, o porque, tras haber estado cerrado en virtud de la inviolabilidad, se abre en virtud de la misericordia.

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En los simbolismos tradicionales más diversos, el complemento del héroe es la Mujer celeste. La vía espiritual tiene un aspecto de heroísmo -es la mayor Guerra Santa- puesto que se trata de vencer al dragón del “alma incitando al mal” es decir el mundo y el ego.

María indica la Vía y personifica al mismo tiempo la Beatitud final, la Recompensa suprema.

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La Virgen Madre personifica la Sabiduría supra-formal, todos los Profetas han bebido de su leche; desde este punto de vista, ella es más que el Hijo, que representa entonces la sabiduría formal, es decir la revelación particular. Al lado del Jesús adulto, por el contrario, María es, no la esencia informal y primordial, sino la prolongación femenina, la shakti: ella es entonces, no el Logos bajo su aspecto femenino y maternal, sino el complemento virginal y pasivo del Logos masculino y activo, su espejo hecho de pureza y de misericordia.

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María es Virgen, Madre, Esposa: Belleza, Bondad, Amor; siendo su suma la Beatitud. María es Virgen con relación a José, el Hombre; Madre con relación a Jesús, el Hombre-Dios; Esposa con relación al Espíritu Santo, Dios. José personifica la humanidad; María encarna, o bien el Espíritu visto bajo su aspecto de feminidad, o bien el complemento femenino del Espíritu.

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El misterio de la encarnación tiene dos aspectos: el Verbo por una parte y su receptáculo humano por otra; Cristo y la Virgen-Madre. Con el fin de poder realizar en ella misma este misterio, el alma debe de ser como la Virgen, ya que por lo mismo que el sol no puede reflejarse en el agua más que cuando está en calma, por lo mismo el alma no puede recibir al Cristo más que en la pureza virginal, en la simplicidad original, y no en el pecado, que es perturbación y desequilibrio.

Por «misterio» no entendemos algo incomprensible en principio -a menos que no lo sea en el plano puramente racional- sino algo que desemboca en el Infinito, o que es visto en relación con ello, de manera que la inteligibilidad se vuelve ilimitada y humanamente inagotable. Un misterio es siempre «algo de Dios».

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Las perfecciones virginales son la pureza, la belleza, la bondad y la humildad; son estas cualidades las que debe de tener el alma en busca de Dios.

La pureza: el alma está vacía de todo deseo. Todo movimiento natural que se afirma en ella es entonces considerado con relación de su cualidad pasional, bajo su aspecto de concupiscencia, de seducción. Esta perfección es fría, dura y transparente como el diamante. Es la inmortalidad que excluye toda corrupción.

La belleza: la belleza de la Virgen expresa la divina Paz. Es en el perfecto equilibrio de sus posibilidades que la Substancia universal realiza su belleza. En esta perfección, el alma deja toda disipación para descansar en su propia perfección substancial, primordial y ontológica. Hemos dicho más arriba que el alma debe de ser como un agua perfectamente calma; todo movimiento natural del alma aparecerá entonces como una agitación, una disipación, una crispación, por lo tanto una dejadez.

La bondad: la misericordia de la Substancia cósmica consiste en aquello que, virgen con relación a sus producciones, ella conlleva una potencia inagotable de equilibrio, de rectificación, de curación, de absorción del mal y de manifestación del bien, y que, maternal hacia los seres que se dirigen a ella, ella no les niega su asistencia. Igualmente, el alma debe desviar su amor del ego endurecido, para dirigirlo hacia el prójimo y la creación entera; la distinción entre el «yo» y el «otro» es como abolida, el «yo» se vuelve «otro» y el «otro» se vuelve «yo». La distinción pasional entre el «yo» y el «tu» es una muerte, comparable a la separación entre el alma y Dios.

La humildad: la Virgen, a pesar de su santidad suprema, permanece mujer y no aspira a ningún otro papel; y el alma humilde tiene consciencia de su rango y se desdibuja ante lo que la sobrepasa. Es así que la Materia Prima del Universo permanece en su nivel y no tiende nunca a apropiarse de la transcendencia del Principio.

Los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos de María son otros tantos aspectos de la realidad cósmica de una parte, y de la vida mística de otra.

Como María -y como la Substancia universal- el alma santificada es «virgen», «esposa» y «madre».

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La Oración dominical es la plegaria más excelente de todas, puesto que ella tiene como autor a Cristo; ella es, por consiguiente, más excelente en tanto que oración, que el Ave, y es por esto que ella es la primera plegaria del Rosario. Pero el Ave es más excelente que la Oración dominical en tanto que contiene el Nombre de Cristo, que se identifica misteriosamente con Cristo mismo, ya que «Dios y su Nombre son idénticos»; ahora bien Cristo es más que la Oración que él ha enseñado, el Ave, conteniendo a Cristo por su Nombre, será entonces más que esta Oración; es por esta razón que las recitaciones del Ave son mucho más numerosas que las del Pater, y que el Ave constituye, con el Nombre del Verbo que ella contiene, la substancia misma del Rosario. Lo que acabamos de enunciar viene a decir que la plegaria del «servidor» dirigida al «Señor» corresponde a los «Pequeños Misterios», -y recordamos que estos conciernen a la realización del estado edénico o primordial, y por lo tanto a la plenitud del estado humano,- mientras que el Nombre mismo de Dios corresponde a los «Grandes Misterios», cuya finalidad está más allá de todo estado individual.

Desde el punto de vista microcósmico, «María» es el alma en estado de «gracia santificante», cualificada para recibir la «Presencia real»; «Jesús» es el germen divino, la «Presencia real» que debe operar la transmutación del alma, a saber la universalización de ésta, o su reintegración en lo Eterno. «María» -como el «Loto»- es «superficie» o también «horizontal»; «Jesús» – como la «Joya»- es «centro» y «vertical». «Jesús» es Dios en nosotros, Dios que nos penetra y nos transfigura.

Entre las meditaciones del Rosario, los «Misterios gozosos» conciernen al punto de vista en el que nosotros nos situamos, y en conexión con las oraciones jaculatorias, la «Presencia real» de lo Divino en lo humano; en cuanto a los «Misterios dolorosos», ellos describen el «encarcelamiento» redentor de lo Divino en lo humano, la profanación inevitable de la «Presencia real» por las limitaciones humanas; los «Misterios gloriosos» finalmente se relacionan con la victoria de lo Divino sobre lo humano, con la liberación del alma por el Espíritu.

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Uno de los nombres que la letanía de Lorette atribuye a la Santa Virgen es Sedes Sapientiae, «Trono de la Sabiduría»; en efecto, como san Pedro Damian (siglo XI) lo ha señalado, la Santa Virgen «es ella misma ese Trono admirable del que trata el libro de los Reyes», a saber, el Trono de Salomon; este Rey-Profeta que según la Biblia y las tradiciones rabínicas fue el sabio por excelencia. Si María es Sedes Sapientiae, es antes que nada porque ella es la Madre de Cristo, que siendo el «Verbo» es la «Sabiduría de Dios», pero evidentemente lo es también a causa de su propia naturaleza, la cual resulta de su cualidad de «Esposa del Espíritu Santo» y de «Corredentora»; es decir que ella misma es un aspecto del Espíritu Santo, su complemento femenino si se quiere, o su aspecto de feminidad, de ahí la feminización del divino Pneuma para los gnosticos. Siendo el «Trono de la Sabiduría» -el «Trono animado del Todopoderoso» según un himno bizantino- María se identifica ipso facto con la divina Sophia, como lo atestigua la interpretación marial del elogio bíblico de la Sabiduría. (Proverbios VII 22-24 ). María no habría podido ser el lugar de la Encarnación si ella no tuviera en su naturaleza misma la Sabiduría a encarnar.

La sabiduría de Salomon -conviene recordarlo aquí- es a la vez enciclopédica, cosmológica, metafísica y simplemente práctica; bajo este último aspecto es política tanto como moral y escatológica, siendo al mismo tiempo bastante más que eso (…).

En cuanto a la sabiduría de la «Divina María», es menos diversa que la de Salomon porque no engloba ciertos ordenes contingentes: su sabiduría no podría ser ni enciclopédica ni «aristotélica», por así decirlo. La Santa Virgen no conoce, y no quiere conocer, más que aquello que concierne a la naturaleza de Dios y la condición del hombre; su ciencia es necesariamente metafísica, mística y escatológica, y por ese hecho mismo contiene virtualmente toda ciencia posible, como la luz una e incolora contiene las luces diversificadas y coloreadas del arco iris (…)

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«Temor», «amor» y «conocimiento», o rigor, dulzura y substancia; por lo tanto perfecciones «activa» y «pasiva», o dinámica y estática; está ahí, lo hemos visto, el mensaje espiritual elemental del numero-principio seis. Este esquema expresa, no solamente las modalidades de la ascensión humana, sino también, e incluso antes que nada, las modalidades del Descendimiento divino: es por los seis pies del Trono que la Gracia salvadora desciende hacia el hombre, como es por estos seis pies como el hombre sube hacia la Gracia. La Sabiduría, es prácticamente el «arte» de salir de la ilusión que seduce y encadena, de salir de ahí en primer lugar por la inteligencia y a continuación por la voluntad, por vía de consecuencia, la adaptación de la voluntad a este conocimiento; las dos cosas siendo inseparables de la Gracia.

La divina Mâya -la Feminidad in divinis- no es solamente aquello que proyecta y crea, ella es también aquello que atrae y libera. La Santa Virgen en tanto que Sedes Sapientiae personifica esta Sabiduría misericordiosa que desciende sobre nosotros, y que nosotros, lo sepamos o no, llevamos en nuestra propia esencia; y es precisamente en virtud de esta potencialidad o de esta virtualidad que la Sabiduría desciende sobre nosotros. La sede inmanente de la Sabiduría es el corazón del hombre.

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Ave Maria gratia plena, dominus tecum; benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus venris tui, Jesus.

AVE MARIA – María es la pureza, la belleza, la bondad y la humildad de la Substancia eterna; el reflejo microcósmico de esta Substancia es el alma en estado de gracia. El alma en el estado de gracia bautismal corresponde a la Virgen María; la bendición de la Virgen se posa en aquel que purifica su alma por Dios. Esta pureza -el estado marial- es la condición esencial, no solamente para la recepción sacramental, sino también para la actualización espiritual de la Presencia real del Verbo. Por la palabra ave, el alma expresa que, adecuándose a la perfección de la Substancia Eterna, se pone al mismo tiempo en relación con ella, además lo hace implorando la ayuda de la Virgen María que personifica esta perfección.

GRATIA PLENA – La Substancia primordial, en razón de su pureza, su bondad y su belleza, está colmada de la Presencia divina. Ella es pura, porque ella no contiene otra cosa que Dios; ella es buena porque compensa y absorbe todos los desequilibrios cósmicos, ella que es la totalidad y por lo tanto el equilibrio; ella es bella, porque está totalmente sometida a Dios. Es así como el alma, su reflejo microcósmico -corrompido por la caída- debe de volverse pura, buena y bella.

DOMINUS TECUM – Esta Substancia está, no solamente colmada de la Presencia divina de una manera ontológica o existencial, en el sentido de que ella está colmada por definición, es decir por su naturaleza misma, sino que ella está también constantemente en comunicación con el Verbo en tanto que tal. Por lo tanto, si gratia plena quiere decir que el Misterio divino es inmanente a la Substancia como tal, Dominus tecum significará que Dios, en su transcendencia metacósmica, se revela a la Substancia, lo mismo que el ojo, que está lleno de luz, ve al sol como tal. El alma colmada de gracia verá a Dios.

BENEDICTA TU IN MULIERIBUS – Comparada con todas las substancias secundarias, solo la Substancia tal es perfecta, y totalmente bajo la Gracia divina. Todas las substancias derivan de ella por ruptura de equilibrio; por lo mismo, todas las almas caídas derivan del alma primordial por la caída. El alma en estado de gracia, el alma pura, buena y bella, reencuentra la perfección primordial; ella es por eso «bendita entre todas» las substancias microcósmicas.

ET BENEDICTUS FRUCTUS VENTRIS TUI – Aquello que en principio es Dominus tecum, se vuelve en la manifestación, fructus ventris tui, Jesus; es decir que el Verbo que comunica con la Substancia siempre virgen de la Creación total, se refleja en sentido inverso hacia el interior de esta Creación: él aparecerá ahí como el fruto, el resultado, no como la raíz, la causa. Y por lo mismo: el alma sumisa a Dios por su pureza, su bondad, y su belleza, parece dar nacimiento a Dios, según las apariencias; ahora bien, este Dios naciendo en ella la transmutará y la absorberá, como Cristo transmuta y absorbe su cuerpo místico, la Iglesia, que de militante y sufriente llega a ser triunfante. Pero en realidad, el Verbo no nace en la Substancia, ya que él es inmutable; es la Substancia la que muere en el Verbo. Por lo mismo, cuando Dios parece germinar en el alma, es en realidad el alma la que muere en Dios. Benedictus: el Verbo que se encarna es él mismo la Bendición, sin embargo, como él es, según las apariencias, manifestación como la Substancia, como el alma, él es llamado bendito; porque él es visto entonces, no con relación a su transcendencia -que volvería a la Substancia irreal- sino bajo su apariencia, su Encarnación: fructus.

JESUS – es el Verbo que determina la Substancia, que se revela a ella. Macrocósmicamente, es el Verbo que se manifiesta en el Universo como Espíritu divino; microcósmicamente, es la Presencia real que se afirma en el centro del alma, se extiende ahí y finalmente la transmuta y la absorbe.

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Entendemos por «Doctrina Virginal» la enseñanza de la Santa Virgen tal como aparece, no solo en el Magníficat, sino también en diversos pasajes del Corán; esto quiere decir que no consideramos aquí a María únicamente en su aspecto cristiano, sino también en cuanto Profetisa (1) de toda la descendencia abrahámica.

El Magníficat (Lucas I, 46-55) contiene las enseñanzas siguientes: el santo gozo en Dios; la humildad -la «pobreza» o la «infancia»- como condición de la Gracia; la santidad del Nombre divino; la Misericordia que no se agota y su relación con el temor; la Justicia inmanente y universal; el auxilio misericordioso concedido a Israel, nombre que se debe extender a la Iglesia puesto que, según san Pablo, ella es la prolongación supra-racial del Pueblo Elegido (2); este nombre debe extenderse igualmente, en virtud del mismo principio, a la Comunidad islámica, ya que ésta pertenece asimismo al linaje abrahamico. Pues el Magnificat habla del favor otorgado a «Abraham y a su raza», y no a Isaac y a su raza exclusivamente, luego también más allá de las razas corporales.

La relación -enunciada por el Magníficat- entre el temor y la Misericordia es de una importancia capital; esta doctrina corta de golpe la ilusión de una religiosidad superficial y fácil -muy en boga entre los «creyentes» de hoy- que confunde la Bondad divina con las flaquezas del humanismo y del psicologismo, y hasta de la democracia, lo que entra de lleno en la línea del narcisismo moderno y de la desacralización que resulta de él. Es muy significativo que en las doctrinas tradicionales que más insisten en la Misericordia -el Amidismo, por ejemplo- el punto de partida es la convicción de merecer el infierno y de ser salvado sólo por la Bondad del Cielo; la vía no consiste entonces en salvarse por los propios méritos, puesto que es algo considerado imposible, sino en conformarse moral, intelectual y ritualmente a las exigencias de una Misericordia, que desea salvarnos y a la que sólo tenemos que abrirnos. El cántico de María está todo él impregnado de elementos de Misericordia y elementos de Cólera, y ser refiere así tanto al amor como al temor; impide por siempre jamás engañarse sobre las leyes de la Bondad divina. La dulzura de la Virgen se acompaña de una pureza implacable, hay en ella algo de poderoso que recuerda los cantos triunfales de las profetisas Miryam y Débora; de hecho, el Magnificat canta una gran victoria del Cielo y un desbordamiento de «Israel» más allá de las antiguas fronteras.

Las severidades del cántico mariano con respecto a los orgullosos, los potentados y los ricos, y las consolaciones dirigidas a los humildes, los oprimidos y los pobres, se refieren -aparte de su sentido literal- al poder equilibrador del más allá; y esta insistencia en las alternancias cósmicas se explica fácilmente si recordamos que la propia Virgen personifica el Equilibrio, puesto que se identifica con la Substancia cósmica a la vez maternal y virginal, Substancia de Armonía y Belleza, pero por ello mismo opuesta a los desequilibrios. Estos desequilibrios son esencialmente, en la enseñanza mariana, el orgullo, la injusticia y el apego a las riquezas (3); podríamos precisar: el amor a sí mismo, el desprecio del prójimo, y el deseo de poseer, el cual comprende la insaciabilidad y la avaricia.

En cuanto al gozo del que habla el cántico de la Virgen, corre parejo con la humildad -la conciencia de nuestra nada ontológica frente al Absoluto- o más exactamente: con la respuesta divina a esta humildad; lo que está vacío por Dios, por ello mismo será colmado, como lo explica el Maestro Eckhart utilizando el ejemplo de la mano bajada y abierta hacia arriba. Y el mensaje virginal según el Corán, ya lo veremos, es un mensaje de generosidad divina.

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Escuchamos a veces plantear la cuestión de saber como la aparición sensible o la actividad en la tierra de un ser que posee la santidad suprema -la Santa Virgen por ejemplo- es compatible con su estado póstumo que, siendo divino, está por lo tanto más allá de toda determinación individual y por consiguiente más allá de toda forma; a esto es necesario responder ante todo que la santidad es el eclipsamiento en un Prototipo universal: la Virgen, puesto que es santa, no puede dejar de identificarse a un Modelo divino del que ella será como el reflejo en la tierra. Este Modelo divino es antes que nada un aspecto o un Nombre de Dios, y se puede decir por lo tanto que la Virgen es, en su realidad o su conocimiento supremo, este aspecto divino mismo; pero este aspecto tiene forzosamente un primer reflejo en el orden cósmico o creado: es el «Espíritu», el Metatron de la cábala, Er-Rûh o los ángeles supremos en la doctrina islámica, y también la Trimûrti hindú, o más particularmente, puesto que se trata de la Virgen, el aspecto femenino y benéfico de la Trimûrti, es decir Lakshmî que es, en la cumbre de todos los mundos, la huella inmediata de la Bondad y Belleza divinas; de esta huella derivan todas las bellezas y bondades creadas, o en otros términos, es a través de esta huella como Dios comunica al mundo su Belleza y su Bondad.

La Virgen María es por lo tanto -en lo que podríamos llamar, refiriéndonos a su existencia humana, su estado póstumo- creada e increada a la vez, cualesquiera que puedan ser las limitaciones que la teología exotérica debe imponerse a si misma aquí por razones de oportunidad, y las cuales limitaciones no podemos tener en cuenta aquí puesto que nuestro punto de vista es esotérico; sea como sea, cuando el exoterismo no puede reconocer, sin entrar en contradicciones insolubles, la realidad divina de María, -y el exoterismo la reconoce al menos implícitamente, por ejemplo cuando define a la Virgen como «Corredentora», «Madre de Dios», «Esposa del Espíritu Santo»- le es al menos posible, sin correr el riesgo de formulaciones malsonantes, reconocer que la Virgen ha sido creada antes de la Creación, lo que lleva de nuevo a identificarla al Espíritu universal visto más particularmente en su función femenina, maternal, benéfica.

Esta huella divina en la manifestación supra-formal o luminosa conlleva además, por repercusión cósmica, una huella síquica, -o más bien sico-física, puesto que lo corporal puede siempre surgir y reabsorberse en lo síquico de lo cual no es, en último análisis, más que un modo- y es esta huella síquica lo que es María en su forma humana; es por eso que los Prototipos universales, cuando se manifiestan en la parte de la humanidad para la cual María a vivido en la tierra, lo harán a través de la forma síquica (4), y por tanto individual y humana, de la Virgen; esta forma puede siempre reabsorberse en sus Prototipos (5), como el cuerpo puede reabsorberse en el alma, y como el Prototipo creado -el «Espíritu» en su función de misericordia- puede reabsorberse en el Prototipo increado, que es la infinita Belleza, Beatitud y Misericordia de Dios.

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Las Escrituras mantienen secreta la Soberanía de la Virgen; porque del Hijo solo querían loar la grandeza.

María dice: «Ya no les queda vino». Así habló el Espíritu Santo, la irradiación del Altísimo.

El espíritu, decimos, penetró en su cuerpo; ambos devinieron Uno. Y es maravilloso: de todo el Universo, Maria es la Madre. La irradiación de lo Divino que fue en el comienzo.

Vacare Deo: ella es luminosa y pura, y además colmada de la presencia de Dios. En ella se encuentra la perfección de la nieve combinada con la beatitud solar.

La Santa Virgen es el Recuerdo de Dios; es por eso que el Angel dice: «Llena de Gracia». El Nombre de Dios, que regocija el corazón: ese es el Vino que ella quiso ofrecernos; y no su palabra únicamente –que vosotros conocéis– su belleza también, sacramento irradiante.

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«Ya no tienen más vino» ¿Cómo pudo la Santa Virgen decir tal cosa, si ella no fuera favorable al vino ni al matrimonio?. Ella vio la profundidad de las cosas, maravillosa.

La naturaleza de las cosas, el divino En-Si-Mismo, no el rebajamiento humano de los placeres; es necesario vivir lo Bello en vuestro interior, es necesario evitar la vana superficialidad.

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NOTAS __________________________

(1) – Profetisa no legisladora y fundadora, sino iluminadora. Entre los musulmanes existe una divergencia de opiniones sobre la cuestión de saber si María -Sayyidatnâ Maryam- fue Profetisa (nabiyah) o simplemente santa (waliyah); la primera opinión se basa en la eminencia espiritual de la Virgen, es decir, en su categoría dentro de la jerarquía de las eminencias espirituales, mientras que la segunda opinión, nacida de una teología puntillosa y temerosa, sólo tiene en cuenta el hecho de que María no tenía función legisladora, punto de vista «administrativo» que pasa por alto la naturaleza de las cosas.

(2) – «Israel, su servidor», dice el Cántico de la Virgen, precisando así que la servidumbre sagrada entra en la definición misma de Israel, de modo que un Israel sin esta servidumbre deja de ser el Pueblo Elegido y que, inversamente, una comunidad monoteísta de espíritu abrahámico se identifica con Israel -«en espíritu y en verdad»- por el hecho de que realiza la servidumbre para con Dios.

(3) – Y no el solo hecho de ser rico, pues una situación exterior no es nada en sí misma; un monarca es forzosamente rico, y ha habido santos monarcas. El condenar a los «ricos» se justifica, no obstante, por el hecho de que el común de los poseedores se apegan a lo que poseen; inversamente solo es «pobre» el que se contenta con poco.

(4) – En otras partes de la humanidad terrestre, el mismo Prototipo -divino y angélico a la vez- tomará las formas apropiadas al ambiente respectivo; aparecerá lo más a menudo con los rasgos de una bella mujer, como es el caso de las apariciones de la Shekhînah en el Judaísmo, de Durgâ «la Madre», en el Hinduismo, de Kwan-Yin o de Tara en Extremo Oriente; de la misma manera, en las tradiciones de los Indios Siux, el Calumet -instrumento sagrado por excelencia- fue traído del Cielo por Ptesan-Win, una joven celeste maravillosamente bella, y vestida de blanco.

Pero el Principio misericordioso puede tomar también -cuando hay analogía inversa, no paralela- una forma masculina, por ejemplo la de Krishna, o la del Bodhisattwa Avalokitêshwara, –asimilado además a Kwan-Yin, «Diosa de la Gracia», en el Budismo chino– o también, en el Islam, la forma del Profeta del que uno de los Nombres es precisamente «Misericordia» (Rahmah).

No nos olvidemos de añadir que estas manifestaciones de la Misericordia tienen a veces también un aspecto terrible, conexo del de pureza.

Para volver a la Santa Virgen, podemos decir esto: ella está coeternamente en Dios, de otra manera existirían en el mundo perfecciones que faltarían al Creador; ella está aquí de dos maneras: primeramente en tanto que «Substancia existencial» o Materia Prima (la divina Prakriti de la doctrina hindú), y en segundo lugar en tanto que «Cualidad divina» (el aspecto de Purusha, principio masculino del acto creador) o de «Nombre divino»; es así la Belleza, la Pureza, la Misericordia de Dios; pero ella está también, por lo mismo y a fortiori, presente en el Espíritu divino manifestado o creado, del cual es la Belleza misericordiosa, pero también la Pureza severa; en fin, ella está encarnada en María -y en otras formas humanas, lo Unico volviéndose forzosamente múltiple desde el momento que se manifiesta en el plano formal, sin lo cual aniquilaría este plano- y puede aparecer, gracias a su forma individual y síquica, incluso en el plano corporal.

(5) – Lo ponemos en plural porque toda perfección deriva de los dos principales Prototipos, uno, cósmico o angélico, y otro, divino.

APARICIONES SENSIBLES

APARICIONES SENSIBLES

FRITHJOF SCHUON

Escuchamos a veces plantear la cuestión de saber como la aparición sensible o la actividad en la tierra de un ser que posee la santidad suprema –la Santa Virgen por ejemplo– es compatible con su estado póstumo que, siendo divino, está por lo tanto más allá de toda determinación individual y por consiguiente más allá de toda forma; a esto es necesario responder ante todo que la santidad es el eclipsamiento en un Prototipo universal: la Virgen, puesto que es santa, no puede dejar de identificarse a un Modelo divino del que ella será como el reflejo en la tierra. Este Modelo divino es antes que nada un aspecto o un Nombre de Dios, y se puede decir por lo tanto que la Virgen es, en su realidad o su conocimiento supremo, este aspecto divino mismo; pero este aspecto tiene forzosamente un primer reflejo en el orden cósmico o creado: es el «Espíritu», el Metatron de la cábala, Er-Rûh o los ángeles supremos en la doctrina islámica, y también la Trimûrti hindú, o más particularmente, puesto que se trata de la Virgen, el aspecto femenino y benéfico de la Trimûrti, es decir Lakshmî que es, en la cumbre de todos los mundos, la huella inmediata de la Bondad y Belleza divinas; de esta huella derivan todas las bellezas y bondades creadas, o en otros términos, es a través de esta huella como Dios comunica al mundo su Belleza y su Bondad.

La Virgen María es por lo tanto –en lo que podríamos llamar, refiriéndonos a su existencia humana, su estado póstumo– creada e increada a la vez, cualesquiera que puedan ser las limitaciones que la teología exotérica debe imponerse a si misma aquí por razones de oportunidad, y las cuales limitaciones no podemos tener en cuenta aquí puesto que nuestro punto de vista es esotérico; sea como sea, cuando el exoterismo no puede reconocer, sin entrar en contradicciones insolubles, la realidad divina de María, –y el exoterismo la reconoce al menos implícitamente, por ejemplo cuando define a la Virgen como «Corredentora», «Madre de Dios», «Esposa del Espíritu Santo»– le es al menos posible, sin correr el riesgo de formulaciones malsonantes, reconocer que la Virgen ha sido creada antes de la Creación, lo que lleva de nuevo a identificarla al Espíritu universal visto más particularmente en su función femenina, maternal, benéfica.

Esta huella divina en la manifestación supra-formal o luminosa conlleva además, por repercusión cósmica, una huella síquica, –o más bien sico-física, puesto que lo corporal puede siempre surgir y reabsorberse en lo síquico de lo cual no es, en último análisis, más que un modo– y es esta huella síquica lo que es María en su forma humana; es por eso que los Prototipos universales, cuando se manifiestan en la parte de la humanidad para la cual María a vivido en la tierra, lo harán a través de la forma síquica (1), y por tanto individual y humana, de la Virgen; esta forma puede siempre reabsorberse en sus Prototipos (2), como el cuerpo puede reabsorberse en el alma, y como el Prototipo creado –el «Espíritu» en su función de Misericordia– puede reabsorberse en el Prototipo increado, que es la infinita Belleza, Beatitud y Misericordia de Dios.

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(1) – En otras partes de la humanidad terrestre, el mismo Prototipo –divino y angélico a la vez– tomará las formas apropiadas al ambiente respectivo; aparecerá lo más a menudo con los rasgos de una bella mujer, como es el caso de las apariciones de la Shekhînah en el Judaísmo, de Durgâ «la Madre», en el Hinduismo, de Kwan Yin o de Tara en Extremo Oriente; de la misma manera, en las tradiciones de los Indios Siux, el Calumet –instrumento sagrado por excelencia– fue traído del Cielo por Ptesan-Win, una joven celeste maravillosamente bella, y vestida de blanco.

Pero el Principio misericordioso puede tomar también –cuando hay analogía inversa, no paralela– una forma masculina, por ejemplo la de Krishna, o la del Bodhisattwa Avalokitêshwara, –asimilado además a Kwan-Yin, «Diosa de la Gracia», en el Budismo chino– o también, en el Islam, la forma del Profeta del que uno de los Nombres es precisamente «Misericordia» (Rahmah).

No nos olvidemos de añadir que estas manifestaciones de la Misericordia tienen a veces también un aspecto terrible, conexo del de pureza.

Para volver a la Santa Virgen, podemos decir esto: ella está coeternamente en Dios, de otra manera existirían en el mundo perfecciones que faltarían al Creador; ella está aquí de dos maneras: primeramente en tanto que «Substancia existencial» o Materia Prima (la divina Prakriti de la doctrina hindú), y en segundo lugar en tanto que «Cualidad divina» (el aspecto de Purusha, Principio masculino del acto creador) o de «Nombre divino»; ella es así la Belleza, la Pureza, la Misericordia de Dios; pero ella está también, por lo mismo y a fortiori, presente en el Espíritu divino manifestado o creado, del cual es la Belleza misericordiosa, pero también la Pureza severa; en fin, ella está encarnada en María –y en otras formas humanas, lo Unico volviéndose forzosamente múltiple desde el momento que se manifiesta en el plano formal, sin lo cual aniquilaría este plano– y puede aparecer, gracias a su forma individual y síquica, incluso en el plano corporal.

(2) – Lo ponemos en plural porque toda perfección deriva de los dos principales Prototipos, uno, cósmico o angélico, y otro, divino

CRITERIOLOGIA ELEMENTAL

CRITERIOLOGIA ELEMENTAL
DE LAS APARICIONES CELESTIALES

FRITHJOF SCHUON

Según un hadith, el diablo no puede adoptar la apariencia del Profeta; esto es en sí perfectamente plausible, pero cabe sin embargo preguntarse cuál es la utilidad de esta información, dado que después de la desaparición de los Compañeros, no había ya, y no hay, testigos de esta apariencia. El alcance práctico del hadith es el siguiente: si el diablo tomase la apariencia de un hombre deificado o de un ángel, se traicionaría necesariamente por algún detalle disonante; esto pasaría sin duda inadvertido para aquellos cuya intención carece de desinterés y de virtud y que, poniendo sus deseos por encima de la verdad, desean en el fondo ser engañados, pero no para aquellos cuya inteligencia es serena y cuya intención es pura. El demonio no puede objetivamente tomar la apariencia perfectamente adecuada de un «ángel de luz», pero lo puede subjetivamente, halagando, luego corrompiendo, al espectador abierto a la ilusión; esto explica por qué en un clima de mística individualista y pasional, se rechaza a veces toda aparición celestial, medida de prudencia que no tendría ningún sentido fuera de tal clima y que en sí misma es por lo menos excesiva y problemática.

La mejor actitud ante una aparición –u otro tipo de gracia– que Dios no impone con una certeza irresistible, es una deferente neutralidad; eventualmente, una piadosa expectativa. Pero incluso cuando una gracia presenta un carácter de certidumbre, es importante no fundarse exclusivamente en ella, por miedo a caer en el error que han cometido muchos falsos místicos al principio de su carrera; porque el fundamento decisivo de la vía espiritual es siempre un valor objetivo, sin el cual no se trataría de una «vía» en el sentido propio del término. Esto equivale a decir que, ante gracias o visiones, no hay que ser ni descortés ni crédulo, y que basta con fundarse en los elementos inconmovibles de la vía, a saber, los elementos de Doctrina y de Método cuya certidumbre es absoluta a priori y que no serán jamás contradichos por las gracias auténticas (1).

Los ilusionados ignoran, y quieren ignorar, que el diablo puede suministrarles inspiraciones justas con el solo objeto de ganar su confianza, a fin de poder hacerles caer, a fin de cuentas, en el error; que puede decirles nueve veces la verdad para poder engañarles tanto más fácilmente la décima vez; y que engaña ante todo a quienes esperan la confirmación o el cumplimiento de las ilusiones a las que están aferrados (2). Esto concierne tanto a las visiones como a las audiciones o a otro tipo de mensajes.

Un género particular de gracia es el éxtasis. También aquí conviene distinguir entre lo verdadero y lo falso, o entre lo sobrenatural y lo mórbido, e incluso lo demoníaco. Una excepción muy rara, al mismo tiempo que muy paradójica, es el éxtasis accidental, que no podemos silenciar en este contexto: sucede que una persona completamente profana pasa por una verdadera experiencia de éxtasis, sin saber por qué ni cómo; dicha experiencia es inolvidable e influye más o menos profundamente sobre el carácter de la persona. Se trata de un accidente cósmico cuya causa es muy lejana, es decir, que está en el destino del individuo, o en el karma –los méritos pasados anteterrenales–, como dirían los hindúes y los budistas ; pero sería una grave ilusión ver en una tal experiencia una adquisición espiritual de carácter consciente y activo, mientras que el sentido del acontecimiento no puede ser más que una llamada a una vía auténtica en la cual se empezará a partir de cero; quaerite et invenietis.

Nada de esto tiene relación directa con las apariciones celestiales, pero el éxtasis no deja de ser una forma de «ver a Dios», a través de un velo, sea tejido de símbolos, sea hecho de luz inefable; el éxtasis puede por lo demás coincidir con una visión, y en este caso será la condición subjetiva de un modo de percepción objetiva sobrenatural –como puede serlo el sueño–, es decir , que será el lugar de encuentro, ya celestial, con vistas a un contacto entre la tierra y el Cielo.

Entre las gracias reales o aparentes se encuentran igualmente los «poderes», por ejemplo de curación, de previsión, de sugestión, de telepatía, de adivinación, de prodigios menores; estos poderes pueden, sin duda, ser dones directos del Cielo, pero en tal caso dependen de un grado de santidad, si no son simplemente naturales, aunque raros y extraordinarios. Ahora bien, según la opinión de todas las autoridades espirituales, conviene desconfiar y no prestarles atención, tanto más cuanto que el diablo puede entremezclarse y tiene incluso interés en hacerlo. Los poderes gratuitos, si a priori pueden ser indicios de una elección por parte de Dios, pueden causar la perdición de los que se apegan a ellos en detrimento de la ascesis purgativa que exige toda espiritualidad; muchos herejes o falsos maestros han comenzado por ser víctimas de algún poder del que la naturaleza los había dotado. Para el verdadero espiritual, el poder se presenta en principio como una tentación no como un favor; no se detendrá en él, y ello por la simple razón de que ningún santo hará un axioma de su santidad. El hombre no dispone de las medidas de Dios –salvo de una manera abstracta o por una gracia perteneciente a una dignidad ya profética–, porque nadie puede ser juez y parte en su propia causa.

Es pues evidente que los poderes pueden ser tan aleatorios como las visiones, y tan auténticos como éstas, según la predisposición del hombre y la voluntad de Dios. El criterio del poder sobrenatural está en el carácter del hombre, y la nobleza del carácter es al mismo tiempo, y esencialmente, uno de los criterios de la santidad; lo que equivale a decir que los poderes no pueden ser por sí solos criterios de elección espiritual (3).

Según un principio bien conocido, los ángeles hablan siempre el lenguaje doctrinal o místico de aquéllos a quienes se dirigen, si este lenguaje es intrínsecamente ortodoxo: ahora bien, hay dos elementos de contradicción posible, a saber, las diferencias de religión y las diferencias de nivel. Por consiguiente, un ser celestial puede manifestarse en función, no solamente de una determinada religión o confesión, sino también de un determinado grado de universalidad; y de la misma manera que el esoterismo por una parte prolonga y por otra contradice al exoterismo –refiriéndose la primera actitud a la verdad salvadora y la segunda al formalismo limitativo–, de la misma manera las manifestaciones celestiales pueden en principio contradecirse en el marco de una misma religión, según den cuenta de este cosmos particular o, por el contrario, de la Verdad una y universal.

Dicho esto, es importante saber que los portavoces del cielo no dan nunca lecciones de erudición universalista; en un clima semítico, no hablarán nunca ni de Vedánta ni de Zen, como tampoco hablarán de mística española o de hesicasmo en un clima hindú o budista. Pero no hay nada de anormal, repetimos, en que el Cielo favorezca mediante signos sobrenaturales tal o cual perspectiva espiritual a la vez que favorece de la misma manera tal o cual otra que la supera, si las dos perspectivas son intrínsecamente legítimas y aunque se sitúen ambas en el mismo cosmos religioso.

La cuestión de la aparición de un hombre deificado –de un Avatára, si se quiere- evoca otro problema: el de la diferencia entre un ensueño y un sueño ordinario. Los seres celestiales se manifiestan siempre en los ensueños no en los sueños, lo que no significa que toda aparición celestial en un sueño sea diabólica, puesto que puede ser simplemente natural, de la misma manera que podemos soñar con una cosa cualquiera que nos preocupa y de la misma manera, también, que podemos soñar inocentemente con un santo, sin que la ausencia de una causa sobrenatural implique una causa maléfica. El caso es completamente diferente cuando la aparición es contradictoria en sí misma, o cuando el contexto es disonante, porque entonces se mezcla con la causa simplemente natural un elemento satánico, a menos que éste sea la causa propiamente dicha del engaño; si ello es así, el sueño puede incluso presentar la apariencia de un ensueño, pero su contenido revelará precisamente su procedencia.

Contrariamente a lo que ocurre en los sueños, los ensueños son absolutamente homogéneos y de una precisión cristalina; al despertar dejan una impresión de frescor, de luminosidad, de dicha, a menos que su contenido sea divinamente amenazante, y no consolador o animador como sucede la mayoría de las veces. Conforme a su carácter sobrenatural, los ensueños son más o menos raros, porque el Cielo no es prolijo y tampoco hay razones para que el hombre reciba frecuencia mensajes celestiales (4.)

Aquí se imponen algunas consideraciones sobre la relación entre estado de sueño y el estado de vigilia, porque algunos pondrán duda que la visión del sueño concierna al ego del estado de vigilia. Ciertos vedantistas modernos sostienen en efecto que los dos estados de que se trata no tienen ninguna relación el uno con el otro, que el ego del sueño no es enteramente el ego de la vigilia, que los dos sistemas constituyen sistemas cerrados y que resulta abusivo tomar la conciencia despierta como punto de referencia en relación con la conciencia onírica (5); y que, por consiguiente, ésta no es en modo alguno inferior o menos real que aquélla (6).

Esta opinión extravagante y pseudometafísica se contradice, en primer lugar, por el hecho de que, al despertarnos, nos acordamos de nuestro sueño y no del sueño de otra persona; en segundo lugar, por el hecho de que el carácter inconsistente y fluido de los sueños por una parte prueba su subjetividad, su pasividad y su accidentalidad; en tercer lugar, por el hecho de que podemos darnos perfectamente cuenta, en el sueño, de que soñamos y de que somos nosotros quienes soñamos y no otra persona. La prueba de esto es que ocurre que nos despertamos por nuestra propia voluntad cuando el desarrollo del sueño nos inquieta; por el contrario, a nadie se le ocurrirá hacer un esfuerzo para salir del estado de vigilia –por desagradable que sea la situación– para despertarse en un estado paradisíaco en que uno se persuadiría de que ha salido de un accidente de la imaginación personal, mientras que en realidad el mundo terrenal continúa siendo lo que es. El universo es una especie de ilusión en relación con el Principio, ciertamente, pero en el plano de la relatividad el mundo objetivo no es una ilusión en relación con una determinada subjetividad (7).

«He aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños diciendo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María. .. Despierto de su sueño, José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado.» E igualmente: «He aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños a José, diciendo: levántate, toma al niño ya su madre y huye a Egipto. ..El, pues, se levantó, tomó al niño ya su madre durante la noche y huyó a Egipto.» Estos pasajes del Evangelio muestran con toda claridad la continuidad –de por sí evidente– entre el estado de sueño y el de vigilia o entre el ego del durmiente y el ego del hombre despierto; que aquí se trate de un ensueño, luego de un fenómeno intrínsecamente objetivo, y no de un simple sueño, no quita nada al argumento, desde el momento en que el marco del fenómeno es la conciencia onírica y no la con- ciencia despierta. El ángel, en lugar de hacerse físicamente visible, se introduce, por decirlo así, en la sustancia psíquica del durmiente; esto es precisamente lo que caracteriza a los ensueños, que combinan de este modo un fenómeno objetivo con un estado de conciencia eminentemente subjetivo, es decir, separado del mundo externo (8); lo real objetivo se introduce aquí en el mundo del sueño, bien sin velo, bien adoptando un simbolismo.

La cuestión de saber qué detalle es contrario a la autenticidad de una aparición celestial depende, bien de la naturaleza de las cosas, bien de determinada perspectiva religiosa o de determinado nivel de esa perspectiva. Es decir, que hay elementos que por sí mismos, y desde cualquier punto de vista religioso o espiritual, son incompatibles con las apariencias celestiales, mientras que hay otros que lo son en el marco de talo cual perspectiva o desde talo cual punto de vista espiritual; por ejemplo, según la criteriología católica, la desnudez total está excluida para los mensajeros del Cielo (9), mientras que en el hinduismo tiene un carácter, bien indiferente, bien positivo. La razón de la actitud católica es que el Cielo no puede querer ni excitar la concupiscencia ni atentar contra el pudor –aunque hay, incluso en el ambiente cristiano, un cierto margen– mientras que la actitud hindú se explica por el carácter sacral de la desnudez, fundada en el teomorfismo del cuerpo, luego en cierta medida en su «humana divinidad» ; la transparencia metafísica compensa aquí la ambigüedad carnal, la cual es por otra parte considerada, tanto por los hindúes como por los musulmanes, como algo natural y no pecaminoso(10). En cuanto a las disonancias intrínsecas incompatibles con una manifestación celestial, están primeramente –y con toda evidencia– los elementos de fealdad y los detalles grotescos, y esto no solamente en la forma de la aparición, sino también en sus movimientos e incluso simplemente en el ambiente; están después los discursos desde el doble punto de vista del contenido y del estilo, porque el Cielo no miente ni parlotea (11). «Dios es bello y ama la belleza» dijo el Profeta; al amar la belleza, Dios ama igualmente la dignidad, El, que combina la belleza (jamâl) con la majestad (jalâl). «Dios es amor», y el amor excluye, si no la santa cólera, al menos ciertamente la fealdad y la mezquindad.

Un criterio decisivo de autenticidad es, sobre la base de los criterios extrínsecos necesarios, la eficacia espiritual o milagrosa de la aparición: si de la visión no resulta nada espiritualmente positivo, es dudosa en la misma medida en que el visionario es imperfecto, sin ser forzosamente falsa aun en este caso, porque los motivos del Cielo pueden escapar a los hombres; si, por el contrario, el visionario extrae de la visión una gracia permanente hasta el punto de hacerse mejor (12), o si la visión es fuente de milagros sin ir acompañada de ninguna disonancia, no hay duda de que se trata de una verdadera visión celestial. A fructibus eorum cognoscetis eos.

Nuestra actitud con respecto a las manifestaciones celestiales depende sobre todo de nuestra comprensión de la relación entre la trascendencia y la inmanencia, y también entre la necesidad y la contingencia, lo que nos lleva al misterio del Velo. Por una parte, al percibir el signo celestial, no debemos perder de vista que, aun siendo luminoso, es un velo; por otra parte, sabiendo que es un velo, no debemos olvidar, a fortiori, que su razón de ser es una transmisión de verdad y de presencia, y que en este aspecto el signo está como transubstanciado, que él mismo es pues verdad y presencia. Por una parte, la Virgen personifica y manifiesta la Misericordia de Dios; por otra, la divina Misericordia se personifica en la Virgen y se manifiesta a través de ella; no en el sentido de que todo fenómeno positivo manifiesta necesariamente a Dios porque en realidad no hay más que El, sino en el sentido de que Dios se manifiesta de una manera eminentemente directa en medio de sus manifestaciones indirectas u ordinarias, las cuales proceden de lo natural y no de lo sobrenatural.

Percibiendo el símbolo o el soporte, se puede ver a Dios, sea después, sea antes de la forma: después, porque la forma evoca a Dios; antes, porque Dios se ha hecho forma. El misterio del Velo es todo el misterio de la hipóstasis, y es por lo mismo el de la teofanía.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––––––––––––

1.- En el mismo orden de ideas está el problema de la cuestión planteada ritualmente a Dios, el istikhârah de los musulmanes. Para que este procedimiento sea válido, es preciso que la intención sea pura y, después, que la interpretación sea justa, lo que depende de varias condiciones tanto subjetivas como objetivas. Por ejemplo, no se puede preguntar al Cielo si tal dogma es verdadero, o si el maestro espiritual tiene razón o no, porque en estos casos se trataría de actitudes ya de incredulidad, ya de insubordinación, en contradicción con el principio credo ut intelligam, que se aplica precisamente en casos semejantes.

2.- El origen satánico de un mensaje es indiferente cuando resulta beneficioso, pero el diablo no dará un mensaje semejante más que a aquéllos a quienes cree poder engañar después, sin lo cual no tendría ningún interés en hacerlo, por decir lo menos. Recordemos igualmente, en este contexto general, que, según máximas antiguas bien conocidas, «la herejía reside en la voluntad y no en la inteligencia», y «equivocarse es humano, pero perseverar en el error es diabólico».

3.- Los dos pilares del carácter virtuoso son la humildad y la caridad; podríamos decir también la paciencia y la generosidad o el desapegó y la bondad. dad. Según el testimonio de un santo, el diablo habría dicho que él lo puede todo salvo humillarse. Se sobreentiende: todo lo que es exterior, porque lo interior es precisamente la humildad o la sinceridad.

4.- Hay que hacer una excepción para el «mensaje-río», que toma la forma de un diálogo habitual entre la personalidad celestial y el alma privilegiada, como fue el caso de la hermana Consolata; pero entonces no hay más que discurso interior y no aparición visible.

5.- Como Kant, un Siddheswarananda parece creer que sus propias experiencias limitan las de los otros.

6.- Algunos han llegado hasta a pretender que el sueño es superior a la vigilia, puesto que incluye posibilidades que el mundo físico excluye, como si estas posibilidades no fueran puramente pasivas, y como si la realidad objetiva, y decisiva, del estado de vigilia no compensara infinitamente la posibilidad onírica de elevarse por los aires; o aún, como si no se pudiera soñar igualmente que uno está privado de movimiento.

7.- Shankarâchârya, tan mal interpretado por algunos, no piensa de otra forma cuando especifica, en sus comentarios de los Vedanta-Sutras, que «el mundo que pertenece al estado intermedio (el sueño) no es real en el mismo sentido en que lo es el mundo hecho de éter y de otros elementos»; igualmente declara que «las visiones de un sueño son actos de recuerdo, mientras que las visiones del estado de vigilia son estados de conciencia inmediata (de percepción); y la distinción entre el recuerdo y la conciencia inmediata está reconocida por todo el mundo como fundada en la ausencia o la presencia del objeto». Y, por último: «Esta fluctuación (del sueño), que sólo se funda en las impresiones mentales (vásaná), no es real.» Por supuesto, todo esto concierne a los sueños ordinarios, no a los ensueños, cuya realidad objetiva es evidente, dada su causa sobrenatural.

8.- Es cierto que todo conocimiento, conciencia o percepción es subjetivo por definición, pero es la causa objetiva directa, no el fenómeno subjetivo como tal, lo que cuenta cuando se trata de distinguir una experiencia real de una experiencia imaginaria.

9.- Para las mujeres probablemente incluso la desnudez parcial, exceptuados los casos de la lactatio, como lo indica la visión de San Bernardo y como lo muestran ciertos iconos.

10.- Se objetará sin duda que lo mismo ocurre entre los cristianos, lo que es cierto en teoría, pero no en la práctica, dado que el sentimiento colectivo no siempre está al nivel de los distingos teológicos. La opinión de los modernistas no guarda relación alguna con la sensibilidad cristiana auténtica.

11.- Lo que deja fuera a toda una serie de apariciones o de «mensajes» de los que se oye hablar en esta segunda mitad del siglo XX.

12.- Ya sea que modifique su comportamiento habitual, o que cambie su carácter, siendo el primer resultado extrínseco y el segundo intrínseco; por lo demás, el uno no va en absoluto sin el otro.

FUNDAMENTOS DE UNA ESTETICA INTEGRAL

FUNDAMENTOS DE UNA ESTETICA INTEGRAL

FRITHJOF SCHUON

El esoterismo implica cuatro dimensiones principales: una intelectual, de la que testimonia la doctrina; una volitiva o técnica, que engloba los medios directos o indirectos de la vía; una moral, que concierne a las virtudes intrínsecas y extrínsecas; una estética, de la que derivan el simbolismo y el arte desde el doble punto de vista objetivo y subjetivo.

Exotéricamente, la belleza representa, bien un atractivo excusable o inexcusable, bien una expresión de la piedad y, por lo mismo, el revestimiento de un simbolismo teológico; esotéricamente ejerce la función de medio espiritual en conexión con la contemplación y el «recuerdo» interiorizante. Por «estética integral» entendemos, en efecto, una ciencia que da cuenta, no solamente de la belleza sensible, sino también de los fundamentos espirituales de ésta (1), fundamentos que explican la frecuente conexión entre las artes y los métodos iniciáticos.

La estética en sí, al ser la ciencia de lo bello, concierne tanto a las leyes de la belleza objetiva como a las de la sensación de lo bello. Es objetivamente bello lo que expresa de ésta o aquélla manera un aspecto del esplendor cósmico y, en última instancia, divino, y lo hace conforme a los principios de jerarquía y equilibrio que este esplendor implica y exige; la percepción de la belleza, que es una adecuación rigurosa y no una ilusión subjetiva, implica esencialmente, por una parte, una satisfacción de la inteligencia y, por otra, un sentimiento a la vez de seguridad, de infinitud y de amor. De seguridad, porque la belleza es unitiva y porque excluye, con una especie de evidencia musical, la fisuras de la duda y de la inquietud; de infinitud, porque la belleza, por su misma musicalidad, hace que se fundan los endurecimientos y os límites y de esta forma libera al alma de sus estrecheces, aunque solo fuera de una forma lejana e ínfima; de amor, porque la belleza llama al amor, es decir, invita a la unión y, por tanto, a la extinción unitiva. Todos estos factores producen la satisfacción de la inteligencia, que adivina espontáneamente en la belleza -en la medida en que la comprende- la verdad y el bien, o la realidad y su potencia liberadora.

El Divino Principio es el absoluto y, siendo el absoluto, es el Infinito. Es de la Infinitud de donde surge la Mâyâ manifestadora o creadora, y esta Manifestación realiza una tercera cualidad hipostática, la Perfección. Absolutidad, Infinitud, Perfección; por consiguiente: la belleza, en cuanto manifestación, exige la perfección, y ésta se realiza según la absolutidad por una parte y según la Infinitud por otra. Al reflejar el Absoluto, la belleza realiza un modo de regularidad y, al reflejar el Infinito, realiza un modo de misterio. Siendo perfección, la belleza es regularidad y misterio; es por estas dos cualidades por lo que estimula y al mismo tiempo apacigua a la inteligencia, y a la sensibilidad conforme a la inteligencia. En el arte sagrado se encuentra en todas partes, y necesariamente, la regularidad y el misterio. Según una concepción profana, la del clasicismo, es la regularidad la que hace la belleza; pero la belleza de que se trata está desprovista de espacio o de profundidad, puesto que es sin misterio y, por lo tanto, sin la vibración de la infinitud. Ocurre ciertamente en el arte sagrado que el misterio prevalece sobre la regularidad, o inversamente, pero los dos elementos están siempre allí; es su equilibrio el que crea la perfección.

La Manifestación cósmica refleja o proyecta necesariamente el Principio según la absolutidad y según la Infinitud; inversamente, el Principio contiene o prefigura la raíz de la Manifestación, luego de la Perfección, y esto es el Logos. El Logos combina in divinis la regularidad y el misterio; es, por decirlo así, la Belleza manifestada de Dios; pero esta manifestación sigue siendo principal, no es cósmica. Se ha dicho que Dios es geómetra, pero es importante añadir que es también músico.

Absoluto, Infinito, Perfección. Podríamos representar el primer elemento por el punto, el segundo por los radios y el tercero por el círculo. La Perfección es el Absoluto proyectado, en virtud de la Infinitud, en la relatividad; es, por definición, adecuada, pero no el Absoluto o, dicho de otro modo, es un determinado Absoluto -a saber, el Absoluto manifestado-, pero no es el Absoluto como tal; y por «Absoluto manifestado» hay que entender siempre lo siguiente: manifestado de una determinada manera. El Infinito es la Feminidad divina, de él procede la Manifestación; en el Infinito, la Belleza es esencial, luego informal, indiferenciada e inarticulada, mientras que en y por la Manifestación se coagula y se vuelve tangible, no solamente a causa del hecho mismo de la exteriorización, sino también, y positivamente, en virtud de su contenido, imagen del Absoluto y factor de necesidad, luego de regularidad.

La función cósmica o, más particularmente, terrenal de la belleza es la de actualizar en la criatura inteligente la memoria platónica de los arquetipos, hasta llegar a la Noche luminosa del Infinito (2). Lo que nos lleva a la conclusión de que la comprensión plena de la belleza exige la virtud y se identifica con ella: es decir, de la misma manera que es preciso distinguir, en la belleza objetiva, la estructura exterior y el mensaje en profundidad, también hay que hacer una distinción, en el sentido de lo bello entre la sensación estética y la correspondiente belleza del alma, a saber, tal virtud. Fuera de toda cuestión de «consolación sensible», el mensaje de la belleza es a la vez intelectual y moral: intelectual, porque nos comunica, en el mundo de la accidentalidad, aspectos de la Substancia sin, no obstante, tener que dirigirse al pensamiento abstracto; y moral, porque nos recuerda lo que debemos amar y, por consiguiente, ser.

Conforme al principio platónico de que lo semejante se asocia de buen grado con lo semejante, Plotino observa que «es siempre fácil atraer al Alma universal…, construyendo un objeto apto para sufrir su influencia y recibir su participación. Ahora bien, la representación gráfica de una cosa es siempre apta para sufrir la influencia de su modelo; es como un espejo capaz de captar su apariencia» (3).

Este pasaje enuncia el principio crucial de la relación casi mágica entre el recipiente conforme y el contenido predestinado, o entre el símbolo adecuado y la presencia sacramental del prototipo. Las ideas de Plotino deben ser comprendidas a la luz de las del «divino Platón»: ahora bien, éste aprobaba los tipos fijos de las esculturas sagradas de Egipto, pero rechazaba las obras de los artistas griegos que imitaban la naturaleza en su accidentalidad exterior e insignificante siguiendo su imaginación individual. Este veredicto excluye de entrada, del arte sagrado, las reproducciones de un naturalismo virtuoso, exteriorizante, accidentalizante y sentimentalista, el cual peca tanto por abuso de la inteligencia como por olvido de lo interior y de lo esencial.

Y de la misma, con mayor razón: el alma inadecuada, es decir, no conforme con su dignidad primordial de «imagen de Dios», no puede atraer las gracias que favorecen o incluso constituyen la santidad. Según Platón, el ojo es el «instrumento más solar», lo que Plotino comenta así: «Nunca el ojo habría visto el sol si no fuera él mismo de la naturaleza solar, como tampoco el alma podría ver lo bello si no fuera bella ella misma.» Ahora bien, la belleza Platónica es un aspecto de la Divinidad, y es por esto por lo que es el «esplendor de lo Verdadero»; es decir, que la Infinitud es de alguna manera el aura del Absoluto, o que Mâyâ es la shakti de Atmâ y, por consiguiente, toda hipóstasis de lo Real absoluto -cualquiera que sea su grado- se acompaña de una irradiación que podríamos intentar definir con la ayuda de las nociones de «armonía», «belleza», «bondad», «misericordia» y «beatitud».

«Dios es bello y ama la belleza», dice un hadîth que hemos citado más de una vez (4): Atmâ es no solamente Sat y Chit, «Ser» y «Conciencia» -o, más relativamente, «Potencia» y «Omnisciencia»-, sino también Ananda, «Beatitud», luego Belleza y Bondad (5); y lo que queremos conocer y realizar debemos reflejarlo a priori en nuestro propio ser, porque no podemos conocer perfectamente, en el orden de las realidades positivas (6), más que lo que somos.

Los elementos de belleza, sean visuales o auditivos, estáticos o dinámicos, no son solamente agradables, son, ante todo, verdaderos y su atractivo viene de su verdad; éste es el dato más evidente y, no obstante, menos comprendido de la estética. Además, como Plotino hace notar, todo elemento de belleza o de armonía es un espejo o un receptáculo que atrae la presencia espiritual que corresponde a su forma o a su color, si se puede decir; si esto se aplica lo más directamente posible a los símbolos sagrados, vale igualmente, de una manera menos directa y más difusa, para todas las cosas armónicas, luego verdaderas. Así, un ambiente artesanal hecho de una sobria belleza -porque no se trata de suntuosidad más que en casos muy particulares- atrae o favorece la barakah, la «bendición»; no es que cree la espiritualidad, como tampoco el aire puro crea la salud, pero es, en todo caso, conforme a ella, lo que es mucho, y lo que es, humanamente, lo normal.

A despecho de estos datos que nos parecen evidentes y que se encuentran corroborados por todas las bellezas que el cielo ha otorgado a los mundos tradicionales, algunos preguntarán sin duda qué conexión puede tener el valor estético de una casa, de un mobiliario o de un utensilio con la realización espiritual. ¿Cuándo, pues, un Shankara se ha ocupado de estética o de moral? A esto respondemos que el alma de un sabio de esta envergadura es naturalmente bella y está indemne de toda mezquindad y que, además, un ambiente íntegramente tradicional -sobre todo en un medio como el de los brahmanes- excluye ampliamente, si no absolutamente, la fealdad artística o artesanal; de manera que un Shankara no tenía nada que enseñar -ni a fortiori que aprender- sobre el tema de los valores estéticos, a menos de ser un artista por vocación o por profesión, algo que no fue y que su misión estaba lejos de exigir.

Ciertamente, la sensación de lo bello puede efectivamente no ser más que un placer, según el grado de receptividad; pero según su naturaleza y para el Intelecto y en virtud, por su puesto, de su objeto, ofrece paralelamente a su musicalidad una satisfacción intelectual, luego un elemento de conocimiento.

Resulta necesario disipar aquí el error según el cual todo en la naturaleza es bello por el solo hecho de pertenecer a ella, y de que todo en la producción tradicional es asimismo bello por pertenecer a la tradición; que, por consiguiente, la fealdad no existe ni en el reino animal ni en el reino vegetal, puesto que, al parecer, toda criatura «es perfectamente lo que ella debe ser», lo que no tiene, verdaderamente, la menor relación con la cuestión estética; y que el más magnífico de los santuarios no es más bello que cualquier utensilio, porque el utensilio «es exactamente lo que debe ser». Esto es pretender, no solamente que una especie animal fea es estéticamente equivalente a una especie bella, sino también que la belleza no vale más que por la ausencia de fealdad y no por su contenido propio, como si la belleza de un hombre fuera el equivalente de la de una mariposa, una flor o una gema. Ahora bien, la belleza es una cualidad cósmica que no se deja reducir a abstracciones extrañas a su naturaleza; paralelamente, lo feo no está solamente en la cosa que no es enteramente lo que debe ser, no consiste solamente en una imperfección accidental o en una falta de gusto; está en todo lo que manifiesta, accidental o substancialmente, artificial o naturalmente, una privación de verdad ontológica, de bondad existencial o, lo que viene a ser lo mismo, de realidad. La fealdad es, muy paradójicamente, la manifestación de una nada relativa: de una nada que no puede afirmarse más que negando o socavando un elemento de Ser, luego de belleza. Es decir que, de una cierta manera y hablando elípticamente, lo feo es menos real que lo bello, y no existe en suma más que gracias a una belleza subyacente a la que desfigura; en resumen, es la realidad de una irrealidad, o la posibilidad de una imposibilidad, como todas las manifestaciones privativas.

El argumento de que la cualidad estética está lejos de coincidir siempre con la cualidad moral y que, por consiguiente, es algo vano, este argumento, justo por su observación y falso por su conclusión, deja de lado una evidencia, a saber, que el mérito ontológico y en principio espiritual de la belleza permanece intacto en su plano; que una cualidad estética no sea valorizada no impide que pudiera y debiera serlo y que en tal caso probaría su potencialidad espiritual y, por tanto, su verdadera naturaleza. Inversamente, la fealdad es una privación incluso cuando se alía con la santidad, que no puede volverla positiva, pero que evidentemente la neutraliza, exactamente como la perversión moral esteriliza la belleza, pero sin abolirla en lo que tiene de existencial, no de volitivo.

El dilema de los moralistas encerrados en la alternativa del «blanco o negro» se resuelve metafísicamente por la complementariedad entre la trascendencia y la inmanencia: según la primera, nada es realmente bello porque sólo Dios es la Belleza; según la segunda, toda belleza es realmente bella porque es la Belleza de Dios. De ello resulta que toda belleza es a la vez una puerta cerrada y una puerta abierta o, dicho de otro modo, un obstáculo y un vehículo. O bien la belleza nos aleja de Dios porque se identifica enteramente en nuestro espíritu con su soporte terreno, que en tal caso ejerce la función de ídolo, o bien nos aproxima a Dios porque percibimos en ella las vibraciones de Beatitud y de Infinitud que emanan de la Belleza divina. (8)

Muy paradójicamente, lo que acabamos de decir se aplica también a las virtudes; los sufíes insisten en ello. Como las bellezas físicas, las bellezas morales son a la vez soportes y obstáculos: son soportes gracias a su naturaleza profunda, que pertenece ontológicamente a Dios, y son obstáculos en la medida en que el hombre se las atribuye como mérito cuando no son más que aperturas hacia Dios en medio de las tinieblas de la debilidad humana.

La virtud separada de Dios se convierte en orgullo, como la belleza separada de Dios se convierte en un ídolo; y la virtud unida a Dios se convierte en santidad, como la belleza unida a Dios se convierte en sacramento.

NOTAS

1.- No hay que confundir la estética con el estetismo ni con el esteticismo. El segundo término evoca un movimiento literario y artístico de la Inglaterra del siglo XIX, mientras que el tercero -poco usado en francés pero corriente en alemán (Aesthetizismus)- designa simplemente una preocupación abusiva por valores estéticos ya reales ya imaginarios o, al menos, muy relativos. Por lo demás, no hay que arrojar demasiado fácilmente la piedra a los estetas románticos, que tenían el mérito de la nostalgia muy comprensible en un mundo que se hundía en una mediocridad sin esperanza y en una fealdad fría e inhumana.

2.-Según Pitágoras y Platón, el alma ha oído las armonías celestiales antes de ser exiliada a la tierra, y la música despierta en el alma el recuerdo de estas melodías.

3.- este principio no puede impedir que una influencia celestial se manifieste incidental o accidentalmente en una imagen incluso muy imperfecta -quedando excluidas las obras de la perversión y de la subversión- por pura misericordia y a título de «excepción que confirma la regla».

4.- Otro hadît nos recuerda que «el corazón del creyente es dulce y ama la dulzura (hlâwah)». lo «dulce», según la palabra árabe, es al mismo tiempo lo agradable con un matiz de belleza primaveral; lo que equivale a decir que el corazón del creyente es profundamente benévolo, porque, al haber vencido la dureza propia del egoísmo y la mundanalidad, está hecho de dulzura o de generosa belleza.

5.- Cuando el Corán dice que Dios «se ha prescrito a sí mismo la Misericordia» (Rahmah), afirma que ésta pertenece a la Esencia misma de Dios; por lo demás la noción de Misericordia no da cuenta, más que de una manera parcial y extrínseca, de la naturaleza beatífica del Infinito.

6.- Esta reserva significa que no conocemos las realidades privativas -que precisamente manifiestan irrealidad- más que por contraste; por ejemplo, el alma comprende la fealdad moral en la medida en que ella misma es moralmente bella, y no puede serlo más que por participación en la Belleza divina, la Belleza en sí.

7.- Esta es toda la diferencia que existe entre los rasgos de un rostro y su expresión, o entre la forma de un cuerpo y sus gestos, o todavía, entre la forma de un ojo y su mirada. Esto no impide que incluso la mirada de una persona moralmente imperfecta pueda poseer belleza cuando expresa la primavera de la juventud, o simplemente la alegría, un buen sentimiento o la tristeza; pero todo esto es una cuestión de grado, sea de la belleza natural, sea de la imperfección moral.

8.- Râmakrishna, contemplando un vuelo de grullas, un león, una danzarina, caía en éxtasis. Es lo que se llama «ver a Dios en todas partes»; no descifrando los simbolismos, por supuesto, sino percibiendo sus esencias.

ARTE

ARTE

FRITHJOF SCHUON

La mayor parte de los modernos que creen comprender al arte están convencidos de que el arte bizantino o románico no tiene ninguna superioridad sobre el arte moderno, y de que una Virgen bizantina o románica no se parece más a María que las imágenes naturalistas, sino al contrario; la respuesta es, sin embargo, fácil: la Virgen bizantina -que tradicionalmente se remonta a San Lucas o a los Angeles- está infinitamente más cerca de la realidad de María que la imagen naturalista, que es siempre forzosamente la de otra mujer, porque, una de dos: o bien se presenta una imagen de la Virgen absolutamente parecida desde el punto de vista físico, en cuyo caso sería necesario que el pintor hubiese visto a la Virgen, condición que, con toda evidencia, no podría ser cumplida -abstracción hecha de que la pintura naturalista es ilegítima-, o bien se presenta un símbolo perfectamente adecuado de la Virgen, en cuyo caso la cuestión del parecido físico, sin quedar absolutamente excluido, no se plantea ya de ningún modo. Ahora bien, es esta segunda solución -la única, por otra parte, que tiene un sentido- la que realizan los iconos: lo que ellos no expresan por la semejanza física, lo expresan mediante el lenguaje abstracto, pero inmediato, del simbolismo, lenguaje hecho de precisión y de imponderables a la vez; el icono transmite así, al mismo tiempo que una fuerza beatífica y que le es inherente en razón de su carácter sacramental, la santidad de la Virgen, es decir, su realidad interior y, a su través, la realidad universal de la que la propia Virgen es la expresión; el icono, al hacer asentir un estado contemplativo y una realidad metafísica, se convierte en un soporte de intelección, mientras que la imagen naturalista no transmite, aparte su mensaje evidente e inevitable, más que el hecho de que María era un mujer. Cierto que puede ocurrir que, sobre determinado icono, las proporciones y las formas del rostro sean verdaderamente las mismas que en la Virgen cuando vivía, pero tal parecido, si llegase a producirse realmente, sería independiente del simbolismo de la imagen y no podría ser más que consecuencia de una inspiración particular, sin duda ignorada por el propio artista; el arte naturalista podría por lo demás tener una cierta legitimidad si sirviese exclusivamente para retener los rasgos de los santos, porque la contemplación de los santos (el darshan de los hindúes) puede significar una ayuda preciosa en la vida espiritual, por el hecho de que la apariencia exterior de los santos es como el perfume de su espiritualidad; sin embargo, semejante papel, tan limitado, de un naturalismo por otra parte siempre parcial al tiempo que disciplinado, no corresponde más que a una posibilidad muy precaria.

Pero volvamos sobre la cualidad simbólica y espiritual del icono: que se sea capaz de ver esta cualidad es una cuestión de inteligencia contemplativa, y también de «ciencia sagrada»; como quiera que sea, es ciertamente falso pretender, para legitimar el naturalismo, que el pueblo tiene necesidad de un arte accesible, es decir, chato, porque no es el «pueblo» el que ha hecho el Renacimiento y su arte, como tampoco todo el «gran arte» que de él se ha derivado, sino que, por el contrario, constituye un desafío a la piedad de la gente sencilla; el ideal artístico del Renacimiento y de todo el arte moderno está, pues, muy lejos de aquello de lo que el pueblo tiene necesidad; por lo demás, el hecho cierto es que casi todas las Vírgenes milagrosas a las que el pueblo acude son bizantinas o románicas; ¿y quien se atrevería a sostener que el color negro de algunas de ellas responde o que sea particularmente accesible a éste? Por otra parte, las Vírgenes hechas por la gente del pueblo, cuando esta gente no está maleada por la influencia del arte académico, son mucho más verdaderas que las de éste.

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Las artes se encuentran diversamente religadas a las condiciones existenciales: así, las artes plásticas pertenecen al espacio, mientras que la poesía y la música pertenecen al tiempo; ellas son auditivas e «interiores», mientras que la pintura, la escultura, la arquitectura son visuales y «exteriores».

La danza combina el espacio y el tiempo resumiendo las otras condiciones: la forma siendo representada por el cuerpo del bailarín; el número, por los movimientos; la materia, por la carne, la energía, por la vida; el espacio, por la extensión que contiene al cuerpo; el tiempo, por la duración que contiene los movimientos.

Es así como la Danza de Shiva resume las seis condiciones de la existencia, las cuales son como las dimensiones de Maya (el mundo que vemos, que es aparente), y a priori las de Atman (la Consciencia); si la danza de Shiva, el Tandava, se dice que lleva a la destrucción del mundo, es porque ella devuelve Maya a Atman, precisamente.

Y es así como toda danza sagrada devuelve los accidentes a la Substancia, o el sujeto particular, accidental y diferenciado al Sujeto universal, substancial y uno; esta es además también la función de la música y, más o menos indirectamente, de todo arte inspirado; es antes que nada la del amor en todas sus formas. De ahí el carácter intrínsecamente sagrado, aunque ambiguo, del amor y de las artes en el reino de la decadencia humana

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A fin de dar una idea de los principios del arte tradicional, señalaremos algunos de los más generales y rudimentarios. Ante todo es preciso que la obra sea conforme al uso para la cual está destinada y que traduzca esta conformidad; si hay un simbolismo sobreañadido, hace falta que sea conforme al simbolismo inherente al objeto; no debe haber en ella conflicto entre lo esencial y lo accesorio, sino armonía jerárquica, lo que resulta, por otra parte, de la pureza del simbolismo; es preciso que el tratamiento de la materia sea conforme a esta materia; como por su parte esta materia debe de ser conforme al empleo del objeto; es preciso, en fin, no dé la ilusión de ser otra cosa que lo que es, ilusión que da siempre la impresión desagradable de la inutilidad (…) Las grandes innovaciones del arte naturalista se reducen en suma a otras tantas violaciones de los principios del arte normal: primeramente, por lo que respecta a la escultura, violación de la materia inerte, por lo que respecta a la pintura, violación de la superficie plana. En el primer caso, se trata la materia inerte como si estuviese dotada de vida, cuando es esencialmente estática y, por ello, no permite más que la representación de cuerpos inmóviles o de fases esenciales o esquemáticas del movimiento, y no la de movimientos arbitrarios, accidentales o cuasi instantáneos; en el segundo caso, el de la pintura, se trata la superficie plana como si fuese un espacio de tres dimensiones, mediante la perspectiva o los juegos de las sombras.

Se comprenderá que tales reglas no se dictan por simples razones de estética, sino que, por el contrario, se trata en este caso de aplicaciones de leyes cósmicas; la belleza será el resultado necesario. En cuanto a la belleza en el arte naturalista, ella no reside en la obra como tal, sino únicamente en el objeto que esta obra calca, mientras que, en el arte simbólico y tradicional, es la obra en sí misma la que es bella, ya sea abstracta, ya tome la belleza, en mayor o menor medida, de un modelo de la naturaleza.

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La belleza multiforme de un santuario es como la cristalización de un flujo espiritual, de una corriente de bendiciones: como si ese poder invisible y celeste hubiera descendido a la materia -que endurece, divide y dispersa- y la hubiera transformado en una lluvia de formas preciosas, en una suerte de sistema planetario de símbolos que nos rodea y penetra por todos lados. El choque, si puede decirse así, es análogo al de la bendición misma: es directo y existencial; va más allá del pensamiento y se apodera de nuestro ser en su propia substancia.

Hay bendiciones que son como la nieve, otras como el vino, todas pueden cristalizarse en el arte sagrado. Lo que se exterioriza en tal arte es, a un tiempo, la doctrina y la bendición, la geometría y la música del Cielo.

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La función cósmica, y más particularmente terrestre, de la belleza es actualizar en la criatura inteligente el recuerdo de las esencias, y abrir así la vía hacia la noche luminosa de la Esencia una e infinita.

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La belleza es un reflejo de la beatitud divina; y como Dios es verdad, el reflejo de su beatitud será esta mezcla de felicidad y verdad que encontramos en toda belleza.

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La belleza de lo sagrado es un símbolo o una anticipación, y a veces un medio, del gozo que solo Dios procura.

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El arte sagrado ayuda al hombre a encontrar su propio centro, ese núcleo que ama a Dios por naturaleza.

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La percepción de la belleza, que es una adecuación rigurosa y no una ilusión subjetiva, implica esencialmente, por una parte, una satisfacción de la inteligencia y, por otra, un sentimiento a la vez de seguridad, de infinidad y de amor. De seguridad: porque la belleza es unitiva y excluye, con una suerte de evidencia musical, las fisuras de la duda y de la inquietud; de infinidad: porque la belleza, por su propia musicalidad, hace que se fundan los oscurecimientos y los límites y libera, así, al alma de sus estrecheces; de amor: porque la belleza llama al amor, es decir, invita a la unión y por lo tanto a la extinción unitiva.

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La belleza, y el amor a la belleza, dan al alma la felicidad a la que aspira por naturaleza. Si el alma quiere ser feliz de modo permanente debe llevar lo bello en sí misma; ahora bien, esto sólo puede hacerlo realizando la virtud, que también podríamos llamar la bondad o la piedad.

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La virtud es un rayo de la Belleza divina, en la que participamos por nuestra naturaleza o por nuestra voluntad, fácilmente o difícilmente, pero siempre por la gracia de Dios.

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(…) Este aspecto de la embriaguez (el aspecto negativo o maléfico de la embriaguez psíquica; embriaguez natural e individual, no sobrenatural y liberadora) es el que interviene en un grado cualquiera en la música profana, o en la música asimilada de manera profana, la cual amplifica el ego en vez de superarlo. De ello resulta un narcisismo refractario a la disciplina espiritual, una adoración de sí que está en las antípodas de la extinción beatífica de la que el arte sagrado pretende dar un presentimiento; escuchando una bella música, el culpable se sentirá inocente. Pero el contemplativo, al contrario, escuchando la misma música se olvidará a sí mismo presintiendo las esencias; metafóricamente hablando, encontrará la vida perdiéndola, o la perderá encontrándola. Esto equivale a decir que para el contemplativo la música evoca todo el misterio del retorno de los accidentes a la Substancia.

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Independientemente de toda cuestión de naturalismo, ocurre con frecuencia en el arte moderno -también en la literatura- que el autor quiere decir demasiado: la exteriorización es empujada demasiado lejos, como si nada debiera quedar en el interior. Esta tendencia aparece en todas las artes modernas, incluidas la poesía y la música; aquí una vez más, lo que falta es el instinto de sacrificio, la sobriedad, la retención; el creador se vacía hasta el límite, y vaciándose invita a los demás a vaciarse igualmente y a perder así todo lo esencial, a saber, el gusto del secreto y el sentido de la interioridad, mientras que la razón de ser de la obra es la interiorización contemplativa y unitiva.

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El artista, al modelar la obra -la forma- se da forma a sí mismo; y como la razón de ser de la forma es comunicar la esencia o el contenido celestial, el artista ve a priori éste en el continente formal; realizando la forma a partir de la esencia, se hace esencia al realizar la forma.

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Nosotros, hombres exiliados en la tierra -a menos de poder contentarnos con esta sombra del Paraíso que es la naturaleza virgen- debemos crearnos un ambiente que por su verdad y su belleza evoque nuestro origen celestial y, por lo mismo, también nuestra esperanza. Al crear, el hombre debe proyectarse en la materia según su personalidad espiritual e ideal, no según su estado de caída, a fin de poder reposar su alma y su espíritu en un ambiente que le recuerde dulce y santamente lo que él debe ser.

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El arte se refiere esencialmente al misterio del velo: es un velo hecho del mundo y de nosotros mismos y se coloca así entre nosotros y Dios, pero es transparente en la medida en que es perfecto y en que comunica lo que al mismo tiempo disimula. El arte es verdadero, es decir, transmisor de Esencia, en la medida en que es sagrado, y es sagrado, luego medio de recuerdo o de interiorización, en la medida en que es verdadero.

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El dilema de los moralistas encerrados en la alternativa del «blanco o negro» se resuelve metafísicamente por la complementariedad entre la trascendencia y la inmanencia: según la primera, nada es realmente bello porque sólo Dios es la Belleza; según la segunda, toda belleza es realmente bella porque es la Belleza de Dios. De ello resulta que toda belleza es a la vez una puerta cerrada y una puerta abierta o, dicho de otro modo, un obstáculo y un vehículo. O bien la belleza nos aleja de Dios porque se identifica enteramente en nuestro espíritu con su soporte terreno, que en tal caso ejerce la función de ídolo, o bien nos aproxima a Dios porque percibimos en ella las vibraciones de Beatitud y de Infinitud que emanan de la Belleza divina.

Muy paradójicamente, lo que acabamos de decir se aplica también a las virtudes; los sufíes insisten en ello. Como las bellezas físicas, las bellezas morales son a la vez soportes y obstáculos: son soportes gracias a su naturaleza profunda, que pertenece ontológicamente a Dios, y son obstáculos en la medida en que el hombre se las atribuye como mérito cuando no son más que aperturas hacia Dios en medio de las tinieblas de la debilidad humana.

La virtud separada de Dios se convierte en orgullo, como la belleza separada de Dios se convierte en un ídolo; y la virtud unida a Dios se convierte en santidad, como la belleza unida a Dios se convierte en sacramento.

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El arte no tradicional, del que nos es preciso decir algunas palabras, engloba el arte clásico de la antigüedad y del Renacimiento y se prolonga hasta el siglo XIX, el cual engendra, por reacción contra el academicismo, la pintura impresionista y los géneros análogos; esta reacción se descompone rápidamente en toda clase de perversidades, ya «abstractas», ya «surrealistas»; en todo caso, sería más propio hablar de «sub-realismo». No hace falta decir que hay incidentalmente, tanto en el impresionismo como en el clasicismo -en el que englobamos al romanticismo, puesto que sus principios técnicos son los mismos-, obras válidas, pues las cualidades cósmicas no pueden dejar de manifestarse en este terreno, y una determinada aptitud individual no puede dejar de prestarse a esta manifestación; pero estas excepciones, en que los elementos positivos consiguen neutralizar los principios erróneos o insuficientes, están lejos de poder compensar los graves inconvenientes del arte extratradicional, y nosotros renunciaríamos de buena gana a todas sus producciones si fuese posible desembarazar al mundo de la pesada hipoteca del culturalismo occidental, con sus vicios de impiedad, dispersión y envenenamiento. Lo menos que se puede decir es que no es este género de grandeza la que nos aproxima al Cielo. «Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque el Reino de Dios es de los que se les parecen.»

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Los Padres del siglo VIII, muy diferentes en esto a las autoridades religiosas del XV, y el XVI que traicionaron el arte cristiano abandonándolo a la impura pasión de los mundanos y a la imaginación ignorante de los profanos, tenían conciencia plena de la santidad de todos los medios de expresión de la tradición; en el segundo concilio de Nicea, estipularon también que «el arte (la perfección integral del trabajo) pertenece sólo al pintor, mientras que la ordenación (es decir, la elección del tema) y la disposición (a saber, el tratamiento del tema desde el punto de vista simbólico tanto como técnico o material) pertenece a los Padres», lo que equivale a situar toda iniciativa artística bajo la autoridad directa y activa de los jefes espirituales de la Cristiandad. Siendo así, ¿cómo se debe explicar que la mayor parte de los medios religiosos testimonien, desde hace algunos siglos, una lamentable incomprensión por todo lo que, siendo de orden artístico, no es en su opinión más que una cosa «exterior»? (…) nada podría influenciar mejor las disposiciones profundas del alma que un arte sagrado; el arte profano, por el contrario, inclusive si tiene alguna eficacia psicológica en las almas poco inteligentes, agota sus medios en razón misma de su superficialidad y su grosería, y acaba por provocar las consabidas reacciones de menosprecio, que son como la reacción provocada por el desprecio que ha manifestado el arte profano, sobre todo en sus comienzos, por el arte sagrado. Es bien sabido que nada podría suministrar un alimento más inmediatamente tangible a la irreligión que la insípida hipocresía de la imaginería religiosa; algo que estaba destinado a estimular la piedad en los creyentes no hace sino conformar a los incrédulos en su impiedad; ahora bien, es preciso reconocer que el arte sagrado no tiene en absoluto este carácter de espada de doble filo, porque, siendo más abstracto, da menos pábulo a las reacciones síquicas hostiles. Ahora, cualesquiera que sean las especulaciones que atribuyen a las masas la necesidad de una imaginería ininteligible y radicalmente falseada, el caso es que las elites existen y tiene ciertamente necesidad de otra cosa; el lenguaje que les conviene es no el que evoca las sandeces humanas, sino las profundidades divinas, y un lenguaje tal no podría emanar del simple gusto profano, ni siquiera del genio, sino que debe proceder esencialmente de la tradición, lo que implica que la obra de arte sea ejecutada por un artista santificado o «en estado de gracia».

LA MENTALIDAD SIMBOLISTA

LA MENTALIDAD SIMBOLISTA

FRITHJOF SCHUON

Según un error muy extendido –que incluso se ha hecho más o menos “oficial” con el auge del evolucionismo–, todos los símbolos tradicionales se tomaban al principio al pie de la letra, y el simbolismo propiamente dicho es sólo fruto de un “despertar intelectual” tardío. Esta es una opinión que invierte por completo la relación normal de las cosas, como hacen todas las hipótesis análogas que se insertan en un contexto evolucionista. En realidad, lo que aparece más tarde como sentido añadido se encontraba ya implícito al principio, de manera que la “intelectualización” de los símbolos no es resultado de un progreso intelectual, sino, por el contrario, de la pérdida de la inteligencia primigenia en la mayoría. Así pues, a causa de una comprensión de los símbolos cada vez más defectuosa, y para eludir el peligro de la “idolatría” (y no para escapar de una idolatría supuestamente preexistente pero en realidad inexistente), la tradición se vio obligada a explicitar verbalmente unos símbolos que en el origen –en la “Época Divina”– eran de suyo completamente adecuados para transmitir las verdades metafísicas.

Ese error de creer que en el origen todo era “material” y “tosco” –lo que falsamente llaman “concreto”– ha llevado a algunos incluso a negar a toda costa que los pueblos “primitivos”, especialmente los indios norteamericanos, tuviesen la idea de un Dios supremo, y ello a menudo con argumentos que demuestran precisamente lo contrario. Lo que revelan las incomprensiones de este tipo es sobre todo que la mera “especialización” científica –el conocimiento de las formas craneales, idiomas, ritos de pubertad, métodos culinarios, etc.– no equivale a una calificación intelectual que permita penetrar las ideas y los símbolos. Un ejemplo entre muchos: como no se comprenden las ideas de los pieles rojas (a falta de las claves indispensables, que lo menos que puede decirse es que también forman parte de la ciencia), resulta que tales ideas han de tenerse por “vagas”; o se dice que el “misterio” de los indios no es un “espíritu” –«cosa que el primitivo, por otra parte, es incapaz de concebir, salvo gracias al concepto y a la investigación del hombre blanco»(1)– sin que se nos diga ni qué se entiende por “espíritu”, ni por qué el “misterio” en cuestión no es espíritu. Y además, ¿qué importancia puede tener para el indio el “concepto del hombre blanco”, y cómo pueden los etnógrafos saber lo que piensa el indio fuera de la “investigación del hombre blanco”? A las ideas de los indios se les reprocha su “carácter proteico”, que se considera incompatible con el «lenguaje de la civilización, más diferenciado»(2). Como si la terminología –o la jerga de especialista– de los blancos fuese criterio de verdad o de valía intelectual, y como si para los pieles rojas lo que estaba en juego fueran meras palabras y no verdades o experiencias.(3)

La idea de que los hombres, gracias a un “despertar intelectual” debido a la “evolución”, hayan acabado comprendiendo la “tosquedad” de su tradición y que, para remediarlo, se las hayan ingeniado para inventar explicaciones que, arbitrariamente, tienden a prestar a las imágenes un sentido superior, no sólo se enfrenta a la verdad intrínseca del simbolismo, sino también a una imposibilidad psicológica: porque en el supuesto de que la élite intelectual, o la sensibilidad común, termine por darse cuenta de la “tosquedad” –de la falsedad, por tanto (4)– de los mitos, la reacción normal sería sustituirlos por algo mejor o más “refinado”, sustitución jamás efectuada en parte alguna. El mantenimiento de la tradición sólo se explica por el valor inmutable de ésta, luego por el elemento de absoluto que por definición ésta implica y que la hace inalterable en su forma esencial; creer que los hombres estarían dispuestos a mantener la tradición por otros motivos es un error de lo más absurdo o incluso de lo más impertinente, pues equivale a subestimar al género humano. Tampoco aceptamos la hipótesis de un pensamiento “prelógico”(5), pues también aquí se trata de pensamiento simbólico, y éste, sin ser nunca ilógico, es supralógico por cuanto supera los límites de la razón y, por tanto, también los de las construcciones mentales, las dudas, las conclusiones y las hipótesis. (6)

Sería completamente falso creer que la mentalidad simbolista consiste en elegir, en el mundo externo, imágenes para superponerles significados más o menos lejanos, lo que sería un pasatiempo poco compatible con la sabiduría; bien al contrario, la «visión» simbolista del cosmos es a priori una perspectiva espontánea que se funda sobre la naturaleza esencial –o la transparencia metafísica– de los fenómenos en lugar de apartar estos de sus prototipos. El hombre de formación racionalista, cuya mente está anclada en lo sensible como tal, parte de la experiencia y ve las cosas en su aislamiento existencial: el agua es para él –cuando la ve fuera de la poesía– un elemento compuesto de oxigeno y de hidrógeno, al cual se puede atribuir un significado alegórico si se desea, pero sin que haya una relación ontológica necesaria entre la cosa sensible y la idea que se introduce ahí; el espíritu simbolista por el contrario es intuitivo en un sentido superior, el razonamiento y la experiencia no tienen para él más que una función de causa ocasional y no de base; él ve las apariencias en su conexión con las esencias: el agua será para él antes que nada la aparición sensible de una realidad-principio, un kami (japones) o un manitu(algonquin) o wakan (siux) (7); es decir que ve las cosas, no «en la superficie» solamente, sino sobretodo «en profundidad», o que las percibe según la dimensión «participativa» o «unitiva» tanto como según la dimensión «separativa». Cuando un etnógrafo declara que «no hay manitu fuera del mundo de las apariencias», es que él ignora que las apariencias no existen en tanto que tales para el alma simbolista; él ignora por lo tanto todo lo esencial y pierde su tiempo al ocuparse de los símbolos. Por lo demás, este falso «concretismo» –o esta tendencia a reducir el simbolismo, contrariamente a toda verosimilitud, a una especie de sensualismo bruto e ininteligible, o incluso a un existencialismo esbozado– este «concretismo» por lo tanto, lejos de acercarse a la naturaleza y a los orígenes, es en realidad una reacción típica del «civilizado», –en el sentido banal y absurdo de la palabra–, es decir la reacción de un cerebro sobresaturado de construcciones fácticas o de sofismas. (8).

Y esto es importante: por una parte, nosotros no decimos que el simbolista piense «principio» o «idea» viendo el agua, el fuego u otro fenómeno de la naturaleza, sino que ofrecemos en una terminología accesible a nuestros lectores lo que en simbolista «ve» en realidad, «ver» y «pensar» siendo sinónimos en él (9); por otra parte, no afirmamos que todo individuo adherido a una colectividad con mentalidad simbolista, y por tanto contemplativa, tenga él mismo plena consciencia de todo lo que implican los símbolos, sin lo cual el simbolismo espontáneo no sería patrimonio de los períodos que podemos calificar de «primordiales», y los comentarios más tardíos no se justificarían de ninguna manera; ellos prueban precisamente una cierta debilitación con relación a la «edad de oro», de ahí la necesidad de una doctrina más explícita, y capaz de extirpar toda clase de errores latentes. Ya que la mentalidad simbolista, como todo carácter colectivo, no está al abrigo de caídas: ella puede, en la consciencia de tal o cual individuo o de tal grupo, degenerar en una especie de «idolatría» (10), pero entonces cesa de ser simbolista para volverse otra cosa; reprochar a los Pieles Rojas o a los Shintoistas una actitud idólatra o zoólatra, reviene en definitiva a atribuirles un espíritu antisimbolista, lo que es contrario a los datos reales; para el Piel Roja, el bisonte es una «divinidad», –o una «función divina»– pero el solo hecho de que le de caza prueba en suma que él distingue siempre entre la entidad «real» y la forma «accidental» o «ilusoria» (11). Incluso admitiendo que haya en tal o cual simbolista una parte de «panteismo», su error no será mayor que el de el «monoteista», para quien las cosas no son nada más que ellas mismas, y para quien el simbolismo no es más que alegoría sobreañadida; toda la cuestión es saber cual de los dos errores es el más oportuno o el menos nocivo para tal mentalidad; por vía de consecuencia, llegaríamos incluso a decir que una actitud idólatra tendrá, en un Hindú o un Extremo Oriental, un alcance sicológico diferente que en un Semita o un Europeo.

El hombre primordial ve lo «mas» en lo «menos»: el mundo infra-humano refleja en efecto el Cielo y transmite, en un lenguaje existencial, un mensaje divino a la vez múltiple y único; y el resultado moral de esta perspectiva del cosmos «translúcido» es una actitud respetuosa o incluso devocional hacia la naturaleza virgen, ese santuario –del cual Occidente ha perdido la clave desde la desaparición de las mitologías– que fortifica e inspira a aquellos de sus hijos que han guardado el sentido de sus misterios, como la Tierra lo hizo con Antea. El Cristianismo, teniendo que reaccionar contra un estado del l alma realmente «pagano», en el sentido bíblico, ha hecho desaparecer al mismo tiempo –como suele ocurrir siempre en casos semejantes– valores que no merecerían de ninguna manera el reproche de «paganismo»; debiendo combatir, en los Mediterráneos, un «naturalismo» filosófico y plano, suprimió del mismo golpe –en los Nórdicos sobre todo– un «naturismo» con carácter espiritual (12); y la técnica moderna no es más que una consecuencia, muy indirecta sin duda, de una perspectiva que, tras haber desterrado de la naturaleza a los dioses y los genios y de haberla vuelto «profana» por este hecho (13), ha finalmente permitido que fuera «profanada» en el sentido más brutal de la palabra. El Occidental prometéico –pero no todo Occidental– está afectado de una especie de desprecio innato de la naturaleza: para él, la naturaleza es una propiedad de la que se puede disfrutar o que se puede explotar (14), o incluso una enemiga a vencer; es no una «propiedad de los Dioses» como en Bali, sino una «materia prima» destinada a la explotación industrial o sentimental, según los gustos y las circunstancias (15). Este destronamiento de la naturaleza, o esta escisión entre el hombre y la tierra –reflejo de la escisión entre el hombre y el Cielo– a traído frutos tan amargos que no tendremos ninguna dificultad en hacer admitir que el mensaje intemporal de la naturaleza se presenta en nuestros días como un viático espiritual de primera importancia; algunos objetarán quizás que el Occidente ha conocido siempre –y sobre todo en los siglos XVIII y XIX– regresos a la tierra virgen, pero no es así como nosotros lo entendemos, pues de nada nos sirve un «naturismo» romántico y «deísta» o incluso «ateo» (16). La cuestión no es proyectar un individualismo sobresaturado y desengañado en una naturaleza desacralizada –eso sería una mundanidad como otra cualquiera–, sino, por el contrario, basándose en la mentalidad tradicional, volver a encontrar en la naturaleza la sustancia divina inherente en ella; en otros términos, «ver a Dios en todas partes» y nada ver fuera de su misteriosa presencia.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––––––

1.- W. J. Mc Gee, en The Siouan Indians, Washington D.C., Smithsonian Institute Bureau of Ethnology , 15th Annual Report, 1897.

2.- Ibíd,

3.- Cierto autor no atribuye importancia alguna a las declaraciones que los propios indios hicieron a comienzos del s. XIX confirmando la existencia inmemorial de la idea de un Espíritu supremo y, para probar que esa idea no es sino una abstracción importada de los blancos, cita el hecho siguiente, que data de una época (1701) en la que los mismos indios no habían sufrido todavía influencia blanca alguna: «En el transcurso de la conversación, (William) Penn rogó a uno de los intérpretes de los lénapes (délawar) que le explicase qué noción se hacen de Dios los autóctonos. El indio se veía embarazado, en vano buscó palabras y, al final, dibujó una serie de círculos concéntricos sobre la tierra, y mostrando el centro, añadió que allí se sitúa simbólicamente el lugar del Gran Hombre». (Wemer Müller, Die Religionen der Waldindianer Nordamerikas , Berlín, D. Reimer, 1956, capítulo titulado: “Der Grosse Geist und die Kardinalpunkte”). No cabe dar prueba de más patente incomprensión que el argumento que se pretende sacar de este relato, esto es, que, para los delawares, Dios era un dibujo, o sea algo “concreto”, y no una “abstracción”. Y en igual sentido: «El espíritu es algo que no tiene espacio ni lugar; traducir Mánitu por este término es tanto más impropio cuanto que las fuentes más recientes conocen el lugar del mánitu: el cenit o cielo. El que los cree busquen el mánitu “en algún lugar de lo alto”, o que los menómini localicen su miich hiiwiituk en la cuarta atmósfera, o incluso que los indios zorro (fox) sitúen su kechi manetoa en la Vía Láctea, todo ello significa sólo una cosa: que el mánitu supremo tiene igual carácter sensible que los mánitus de menor importancia. (ibíd.). Olvida decirnos lo único esencial, es decir, por qué ese mánitu supremo se sitúa en el cielo y no en una olla. Cuando se ignoran hasta tal punto tanto el simbolismo como la mentalidad simbolista, más valiera no dedicarse en absoluto a los símbolos.

4.- Porque, si no hay falsedad, ¿qué se le reprocha a la “tosquedad”?

5.- Asimismo, términos como “prepolidemonismo”, “polidemonismo”, “antropolatría”, “teantropismo”, etc., etc., indican clasificaciones tan superfluas como conjeturales. Lévy- Bruhl, que considera que «la mentalidad primitiva, como se sabe, es sobre todo concreta y muy poco conceptual. y que «nada le es más ajeno que la idea de un Dios único y universal., atribuye al espíritu “prelógico” la idea de que «cada planta… tiene su creador especial»; pues bien, el Islam, que sin embargo no es “prelógico”, enseña que cada gota de lluvia es depositada por un ángel; la idea del “ángel custodio”, por lo demás, no carece de relación con la perspectiva –perfectamente lógica– de que se trata aquí. No sabemos si para la escuela de Lévy-Bruhl son “primitivos” los pigmeos, pero, en todo caso, la existencia entre ellos de la idea de un Dios supremo no deja lugar a dudas (cf. R. P. Trilles, L´Ame du Pygmée de´Afrique. Paris, Edtions du Cerf, 1945).

6.- Señalemos también el abuso que se hace de la palabra “magia”. Los autores que a cada paso hablan de “pensamiento mágico” (magisches Weltbild) ignoran manifiestamente de que se trata, o más bien tienen sólo alguna vaga noción de las analogías cósmicas que la magia pone en movimiento.

7.- Por lo que se refiere a estos términos indios tan inútilmente controvertidos, no vemos por qué no deberían traducirse por “espíritu”, “misterio” o “sagrado”, según el caso; es muy poco razonable, desde luego, suponer que estas palabras carecen de significado, que los indios hablan por hablar, o que adoptan maneras de hablar sin saber por qué lo hacen. El que no haya adecuación perfecta de una lengua a otra –o de un pensamiento a otro– es algo completamente distinto.

8.- por eso –dicho sea de paso– desconfiamos de todas esas reivindicaciones fáciles de una “pureza primitiva” o de un “concretismo” que menosprecia las “especulaciones”, es decir, de todos esos regresos antiescolásticos a la “simplicidad de los Padres”, pues demasiado a menudo se trata tan sólo de una incapacidad que, en vez de reconocerse, prefiere esconderse tras la ilusión de una actitud superior.

9.- Lo contrario solo es verdad en un sentido superior, que ya no guarda relación alguna con el orden sensible. Para el metafísico, el pensar es “ver” los principios o las “ideas”.

10.- Igualmente una doctrina metafísica puede ir perdiendo sus caracteres propios al decaer a través de sucesivas incomprensiones hasta el nivel de un sistema meramente lógico, por tanto fragmentario y estéril. La idolatría en el sentido estricto del término acaso sea sobre todo un fenómeno semítico; en los antiguos árabes, ni siquiera tenía la excusa de derivar de un simbolismo, pues sus ídolos solían tener orígenes completamente humanos y empíricos.

11.- Asimismo, según el testimonio de un siux de finales del S. XIX: «El hombre rojo distinguía en el espíritu dos partes: el espíritu puro y el espíritu ligado a la tierra. El primero se ocupa únicamente de la esencia de las cosas, y eso es lo que el indio trataba de fortificar con la oración espiritual, que exigía someter el cuerpo con ayunos y privaciones. Este tipo de oraciones no apuntaba a favores y ayudas. Todos los deseos egoístas como el éxito en la caza o en el combate, o una curación, o incluso la preservación de una vida amada, quedaban reservados al espíritu inferior y ligado a la tierra, y todos los ritos –encantamientos mágicos o cantos de súplica– que tenían por objeto obtener un beneficio o alejar un peligro se consideraban emanaciones del ego terreno. » Véase Charles A. Eastman (Ohiyesa), The Soul of the Indian, Lincoln, Univertity of Nebraska Press, 1980 (Trad. Es.: El alma del Indio, José J. De Olañeta, Editor, 1991)

12.- Encontramos como un eco de esto en el Poverello de Asís.

13.- Hay que decir que los griegos de la época clásica, con su empirismo cientificista, fueron los primeros en privar de su majestad a la naturaleza, aunque sin destronarla en la conciencia popular. Estaba Dodona, desde luego, y otros santuarios a cielo abierto, pero no hay que olvidar que el templo antiguo se opone a la naturaleza virgen como el orden se opone al caos o la razón al ensueño. Esto ocurre también, evidentemente, en cierta medida y por la naturaleza de las cosas, con todo arte humano, pero el espíritu grecorromano tiene la particularidad de estar mucho más aferrado a la idea de “perfección” que a la de “infinito”; la “perfección” o el “orden” se convierte en el contenido mismo de su arte hasta el extremo de excluir de él todo recuerdo de las Esencias. esta verdad parcial hay que completarla sin duda con otra, ésta de carácter positivo: un amigo nos señaló una vez, muy acertadamente, que el Dios griego, que es “geómetra”, no “creó” el mundo, sino que lo “midió”, igual que la luz “mide” el espacio; pues bien, el templo griego, con su claridad, sus líneas rectas y sus ritmos precisos, “encarna” o mas bien “cristaliza” la luz y, en este sentido, no se opone a la naturaleza como tal, sino a la tierra, luego a la materia, la gravedad, la opacidad; en otros términos, no constituye tan sólo una sistematización abstracta y limitativa, sino también una revelación del Intelecto y una totalidad. La misma observación cabría hacer en lo que atañe al Taj Mahal u otros edificios islámicos de ese tipo, aunque con la diferencia de que, en estos casos, la luminosidad está concebida en un sentido menos “matemático” y más próximo a la idea de infinito.

14.- Para la teología cristiana, el único fin de la naturaleza parece ser el servir al hombre terreno –cabe preguntarse de qué le sirven a éste determinado paquidermo de los trópicos o un monstruo marino–, de modo que la Jerusalén Celestial, donde el hombre ya no tiene necesidades corporales, excluye los animales y las plantas; es, contrariamente al simbolismo musulmán un Paraíso de cristal; cierto es que las jannât del Islam están «hechas de perla, de rubí y de esmeralda», pero siguen siendo jardines que tienen árboles, frutas, flores y pájaros. Los que criticamos no es determinado simbolismo, por supuesto, sino ciertas especulaciones que de él derivan; así, se ha sostenido que el alma animal existe únicamente por la materia, de la cual es tan sólo reflejo interior; pero eso deja sin explicar, en primer lugar, las diferencias formales, cualitativas y psicológicas de los animales, y luego los rasgos afectivos e incluso contemplativos que los animales manifiestan. Cuando la Biblia dice que el hombre debe reinar sobre los animales, esto no quiere decir, nos parece, que sólo estén ahí para servirlo.

15.- Suele hablarse de “conquistar” el Cervino, el Everest, el Annupurna, el Indo, la Luna, el espacio… La naturaleza es prácticamente el oponente que hay que abatir; el mundo se divide en dos bandos, el ser humano y la naturaleza. Hay en ello parte de verdad, pero todo depende del alcance que demos a tal oposición.

16.- Hay que guardarse de confundir el simbolismo y el “naturismo”, tal como los entendemos, con los movimientos filosóficos o literarios que abusivamente reivindican tales nombres. Nada hay tan distante del simbolismo védico, shintoico o norteamericano, como el naturalismo artístico de los grecorromanos y su interpretación anecdótica de los mitos.

Extraído de: «El Sol Emplumado», Ediciones Olañeta, ISBN 84-7651-149-3

UN ROSTRO DE LA SABIDURIA ETERNA

UN ROSTRO DE LA SABIDURIA ETERNA

FRAGMENTOS DE UNA CONVERSACION CON FRITHJOF SCHUON

JEAN BIES

Me preocupa la cuestión de los ciclos cósmicos y lo implican como consecuencias colectivas y personales a más o menos largo plazo. ¿Estamos en la última fase del Kali Yuga? (El “Fin de los Tiempos” de la tradición Hindú. El equivalente a nuestro Apocalipsis)

Estamos en la última fase del Kali Yuga, lo cual no significa la final, que es, hablando con propiedad, el reino del Anti-Cristo, y que precederá inmediatamente a la disolución final, el pralaya de los hindúes.

¿Qué crédito podemos dar a las fechas que se dan en cuanto al final de la «edad sombría»?

Ninguno. Estos datos son aproximados; se puede tratar también de números simbólicos. Solo se puede fijar el fin de ciclo con una cincuentena de años.

Si el fin del Kali-Yuga está próximo, ¿qué quería decir Shrî Râmakrishna cuando predijo que él volvería de aquí a doscientos años?

Doscientos es simbólico. Probablemente quería decir que habría pronto un fenómeno como el suyo, permitiendo insistir en la unidad de las religiones, lo cual es el fondo mismo de su mensaje.

¿Este fin del Kali Yuga es una caída vertical?

Habría que hablar mejor de un movimiento ondulatorio descendente. Hay degradaciones más o menos evidentes que comprometen el porvenir. Pero existen también compensaciones. Hace medio siglo, en la Universidad, era la noche intelectual. Ahora continúa la misma noche, pero se puede hablar de yoga, de Vedanta, en algunos medios. Entonces se enseñaban los errores oficiales contra los que no se podía decir nada. Se es menos ingenuo hoy en día; existe una inmensa curiosidad por el Oriente, y hay orientalistas a los que no se les puede negar sus méritos… (1)

(…)

Usted evoca en La Unidad transcendente de las religiones, la actual reaparición de la Sophia perennis, en virtud de la ley de compensación al materialismo del ambiente. ¿Considera usted, Sheikh, que más allá de las obras demasiado especializadas, haya llegado la hora de un desvelamiento del esoterismo (2), por lo menos para los oídos de aquellos que quieran oír?

Esto es, una vez más, asunto de discriminación. Conviene ver el grado de madurez de los interlocutores; y una vez hecho esto, es posible hablar de esoterismo en ciertos casos.

Me he dado cuenta de que usted se muestra mucho más severo hacia los artistas plásticos que hacia los poetas y músicos. Incluso usted ha declarado en Principios y criterios del Arte Universal que en la época del Renacimiento y en las edades siguientes la degeneración de la música y de la poesía era infinitamente menor que la de las otras artes. ¿Por qué?

La decadencia de las artes plásticas es bastante mayor que la de las artes sonoras. Uno no se explica la causa de ello… Los sonetos de Miguel Angel son con mucho superiores a su estatuaria , que es de lo menos espiritual como todo el arte humanista. Dante y los trovadores fueron verdaderos poetas; pero ellos estaban integrados en una sociedad espiritualmente normal. Se pueden encontrar todavía bellos aciertos en los siglos XVIII y XIX, en la literatura alemana, en algunos cuartetos de Beethoven… (3)

(…)

Usted se encontró dos veces con René Guénon en el Cairo; yo conozco que usted está lejos de compartir todos sus puntos de vista. ¿Cómo constituir la «elite virtual» anhelada por Guénon, a la vez que el mismo autor escribe que el paso de un ciclo al otro es «instantáneo», es decir fuera del tiempo?

Es una contradicción. Por el momento no se puede vislumbrar más que una «salvación» individual. Es necesario que la elite subsista para conservar la Verdad. No es el próximo ciclo el que tiene necesidad de la elite ¡somos nosotros!… por otra parte se puede pensar que no toda la humanidad desaparecerá…

¿Como conciliar una no-implicación política con la idea de que «otros -como usted lo escribe- se encargan de pensar y de actuar para aquellos que no tienen necesidad de ello»?

La verdadera apolitéia no consiste solamente en no esperar nada bueno de los “politicuchos” de moda, sino en trabajar en uno mismo para llegar a ser un “hombre antiguo”, volverse capaz de seguir una vía, incluso antes mismo de querer seguirla… Todos los reflejos del hombre moderno van contra los ejercicios y las actitudes espirituales: conectar la radio, colgarse del teléfono, leer el periódico, conducir un coche son algunos de los automatismos destructores… Es necesario tratar de evitarlos por todos los medios, lo mismo que las ideologías y las filosofías actuales: nunca se nos ha pedido el tomar venenos y basuras. Hay que conseguir el espíritu de un metafísico y guardar el alma de un niño, permanecer en contacto con la naturaleza, amar las flores, leer los viejos libros simples como La Leyenda Dorada.. Por lo demás, elegir el mal menor …

¿Cómo vería usted un acuerdo entre religiones, fundado sobre la base de intereses comunes, de cara a comunes peligros?

No se puede pedir lo imposible a los creyentes. Pero sería necesario hacerles entender que un primer acuerdo urgente y fácil se impone, y que, de cara al materialismo, al cientifismo, al ateísmo, ellos tienen ideas y tendencias semejantes. Se que el «narcisismo religioso» impide ver la verdad en el otro. Cuando un cristiano piensa en el Islam ¡solo piensa en la poligamia! Pero hay musulmanes castos y ¿cuántos católicos hay que tienen dos o tres mujeres y lo ocultan? Los musulmanes, los hindúes, los budistas oran, ayunan, velan y se posternan. Incluso hoy en día. ¿Cuántos cristianos lo hacen? ¡Conozco revistas que relacionan todavía al Islam con Satán!…

¿Según que modalidades se haría este entendimiento?

Sería necesaria una conferencia entre diferentes emisarios, poniéndose todos de acuerdo en la lucha contra el ateismo. Al menos hay que ponerse de acuerdo sobre los principios. El ecumenismo tal como se practica hoy en día es absurdo. El acuerdo no es realmente posible más que a partir de las convergencias del esoterismo… Un católico ha comprendido el islam: Massignon; incluso llego a ver una Revelación auténtica…

(…)

¿Se puede conciliar el dogma cristiano según el cual Cristo, el Hijo «único» de Dios se ha encarnado «una sola vez» y «una vez para siempre», con la doctrina de los Avatara (manifestaciones) sucesivos, de los que Cristo no sería más que uno entre otros?

Una religión semítica se limita solamente sobre un “fenómeno”, y el exoterismo (4) cristiano insiste incluso sobre el aspecto “histórico” de la aparición de Cristo. Para los judíos, los cristianos y los musulmanes, no es verdad más que lo que ellos creen. Se confunde una verdad principal con un hecho ocurrido en el tiempo humano; uno se apega sentimentalmente a un hecho, a una idea… Cristo actualiza una manifestación divina; pero el Veda hace otro tanto. La metafísica se mantiene más allá del “fenómeno” en tanto que tal. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”: para un cristiano, “Yo” designa a Jesucristo; pero, desde el punto de vista metafísico, “Yo” corresponde al Logos, el cual puede manifestarse por todo.

(…)

A usted le gusta citar esa frase de san Ireneo: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios». ¿Es todavía posible, Sheikh, en las condiciones del mundo actual, el trabajar en esta alquimia interior, que permite pasar del Samsara (el mundo del devenir y de lo múltiple) al Nirvana (la extinción del yo y la ilusión)?

Siempre es posible. A condición de intercalar pausas meditativas en sus ocupaciones, regularmente y cotidianamente. Pero hay que comenzar por practicar un severo ostracismo: alejar todo lo que no es «lo único necesario», deshacerse en primer lugar de toda presunción, no esperar «poderes», o «fenómenos», ni buscarlos, no seguir una vía para tener una «experiencia espiritual»: el momento de la muerte ¡esa si que es una experiencia!… Es necesario acordarse de que los fundamentos mismos de toda vía interior son: primo, discernir lo real de lo ilusorio, Atma de Maya. Y secundo, concentrarse sobre lo real. Y esto, según ciertas condiciones intrínsecas que son, por una parte, la «ortodoxia formal», y por otra parte, las «virtudes». La «ortodoxia formal», es decir la conformidad sacral de las formas con las que nos rodeamos, y cuyos prototipos son la naturaleza virgen, el arte sacro, la urbanidad tradicional. Las «virtudes»: estáticas como la resignación, la paciencia, la pobreza, el recogimiento, la humildad, la consciencia de su nada ontológica; y dinámicas como el fervor, la confianza, la vigilancia, la generosidad… Nada debe de quedar fuera de la vida espiritual, ya que ella compromete al hombre entero, por lo tanto a todo lo que es humano, en la medida en la que nosotros podemos elegir.

La iglesia romana protestantizada no tiene nada que ver con aquella en la que Guénon tenía todavía algunas esperanzas. ¿Qué actitud aconsejaría usted a los católicos de hoy en día?

Muchos de ellos me dicen que les ha llegado a ser imposible de aceptar los excesos demagógicos del modernismo. Si es un excesivo sufrimiento asistir a una misa en la que todo se encuentra invertido, ellos pueden orar en sus casa, estar solamente presentes a la transubstanciación. (5)

¿Considera usted todavía posible, Sheikh, el seguir un esoterismo cristiano verdadero?

Se trata de entenderse respecto a la palabra esoterismo. Todo, en el cristianismo, es en principio esotérico, contrariamente al Islam, que distingue Shariah, el exoterismo social y legislativo, y Tariquah, la vía iniciática. En el Cristianismo como en toda otra religión, los dogmas pueden ser interpretados esotéricamente, a la luz de la gnosis universal. ¿Hay algo más esotérico que el vino litúrgico?…

Entonces, según usted, los sacramentos no han degenerado.

No pueden hacerlo.

¿Qué entiende usted por ese «décimo de la Ley», que menciona un hadith y que es exigible a los hombre del fin de ciclo? ¿Es suficiente con recitar una vez al día el Padrenuestro, como la Virgen lo pidió a los pastores de La Salette, o ese décimo exige una vida casi eremítica?

Al comienzo del ciclo, son los nueve décimos los que había que cumplir: eso es lo que indican los Shastra. Al final del ciclo, el décimo indica evidentemente el mínimo: en el Islam, las cinco oraciones cotidianas y las limosnas; para los cristianos, confesarse una vez al año, celebrar la pascua…

Usted es contrario a la sicología en tanto que aprendizaje del conocimiento de si, y especialmente en lo que concierne al freudismo y al sicoanálisis en general. La única sicología que usted reconoce es la «ciencia de los humores», que estudia las causas de nuestras actitudes y de nuestras acciones o reacciones, los núcleos de errores inarticulados en el subconsciente. Usted ha dicho: «Conviene poner a la luz esos núcleos y acabar con ellos; es eso lo que hace la vida espiritual» ¿pero no se llega así bastante rápido a una especie de pisoteo?

Es inevitable… el orfebre debe golpear el metal, durante mucho tiempo en vano; pero al centésimo golpe, lo rompe. Es lo mismo para el alma. El alma está hecha de hielo, de pasiones oscuras y rastreras, pero también de un elemento luminoso que quiere ser liberado de su ganga. Se trata de destruir el endurecimiento, no la energía pasional. Esta no es mala en sí; es neutra. Es necesario hacerla volver, interiorizarla. El elemento inmortal en nosotros, el intelectus increatus et increabilis de Eckhart, está pidiendo ser liberado de la capa de tinieblas. Se es desde aquí abajo lo que se será en el más allá… La ascesis requiere siempre una cierta violencia; es una «conversión», una liberación del ser para llegar a ser lo que él es. Es el esfuerzo de toda una vida; el resultado puede no llegar más que en el momento de la muerte; pero se produce, y el alma se funde entonces como la cera…

Este trabajo de transformación interna ¿no corre el riesgo de crear una distorsión peligrosa con el medio?

Uno puede interpretar sinceramente la comedia…

(…)

He apreciado sobre todo las páginas que usted ha consagrado al hesicasmo. ¿Qué puede decirme de la «oración del corazón» que me ha parecido siempre ser «el corazón de la plegaria»?

Usted habrá a menudo leído que, para el hombre del Kali Yuga, lo que cuenta por encima de todo, es el «recuerdo de Dios». Ahí está la quintaesencia de la religión. Lo importante es acordarse. Se invoca a Dios porque El es la única Realidad, sin apego ni espera de una recompensa. Está después el motivo del amor. El hombre busca la felicidad; él tiene el derecho de buscarla, porque él está hecho para la felicidad. Ahora bien ¿dónde puedo encontrar esa felicidad sino en el amor del Amor? Yo invoco a Dios porque quiero y debo ser feliz. «Yo amo porque amo», decía san Bernardo: es una elipsis metafísica admirable. En fin, el motivo del temor. El hombre es pecador, él corre el riesgo del sufrimiento del Purgatorio, él lo sabe. El sabe que debe salvarse. ¿Qué hacer? Nada apacigua tanto la cólera de Dios que la invocación de Su Nombre con fe, humildad y perseverancia.

Algunos han hablado de la existencia de una iniciación Hesicasta. ¿Piensa usted, Sheikh, que es necesario obtener esta «bendición»?

La iniciación cristiana es el bautismo, la confirmación y la comunión. He ahí el esoterismo cristiano. Es necesario añadir primeramente la doctrina: Atma, lo Real, se hace Maya, lo ilusorio, para permitir a Maya hacerse Atma; en segundo lugar el método: la oración de san Pablo; «orar sin pausa»; la parábola del juez inicuo… hay bendiciones particulares: cuando se pronuncian los votos monásticos; pero su quintaesencia es la oración perpetua. Pobreza, castidad, obediencia son soportes sin valor si no hay oración. Es necesario hacer el voto de oración perpetua, y entonces desciende la bendición… No es obligatorio estar en un monasterio; se puede estar en el mundo, como el peregrino ruso.

¿Cómo hacer ese voto de oración?

Se puede, ante el Icono de la Virgen, hacer el voto de comprometerse a pronunciar durante toda la vida la formula consagrada y tradicional, el mantra cristiano por excelencia: IESOUS; o también KYRIE IESOU CHRISTE, ELEISON ME; y se obtiene directamente la bendición del Cielo. Hacer al Cielo esta promesa de plegaria, mantenerla retirándose cada día, un cuarto de hora por la mañana, al mediodía y a la tarde, y orando, tanto como sea posible, el esto del tiempo; y todos los medios del vishnuita son así proporcionados… La invocación del Nombre salvador es perfectamente apta para conferir una iniciación crística auténticamente tradicional. El hombre del Kali Yuga puede, bruscamente, no tener ayuda por parte de nadie. No le queda otra cosa que aferrarse al Nombre.

¿Cómo un laico de hoy puede practicar la oración jaculatoria?

La Iglesia cristiana propone formulas jaculatorias en vista de diversas indulgencias, y estas formulas, conteniendo el nombre de Cristo, y a veces también el de María (en tanto que Shakti), pueden en principio hacer la función de método invocatorio sobre la base de los sacramentos y de un voto apropiado. Digo en principio, porque es suficiente con una idea falsa o una tendencia desarmónica para echar a perder todo. En la Edad Media, este problema no se planteaba. Tampoco en el monte Athos, todavía hoy.

¿Cómo repetir el Nombre durante el trabajo hiperintelectual al cual está obligado el hombre moderno?

No se trabaja como una máquina. Siempre hay momentos perdidos… Pero cuando se trata de orar, resulta que uno no tiene tiempo…

¿No existe también el peligro del automatismo?

¡Y que! ¡Viva el automatismo…!

¿Cuáles deben de ser la vestimenta y la actitud del orante?

La ropa europea no tiene ningún argumento a su favor. Ahora bien, uno es también responsable con su ropa… ¡Uno puede revestirse para la oración, con un habito, una djellaba, no importa! Con tal de que se oculte el vestido profano. Hay que revestirse con un cubrimiento universal. Y, por otra parte, sentarse en un asiento bajo, que permita cruzar los pies, asegurando al cuerpo su simetría, o sobre un banco rústico; o también, en el suelo, en la posición del loto…

Los procedimientos sico-fisiológicos, el descenso del noûs en el corazón ¿pueden convenir a los laicos de hoy en día?

¡Eso es querer ir al Infierno y no salir ya más de él! Estas cosas no han sido escritas para los hombres del siglo XX. Solo conviene la repetición del Nombre, ayudada y sostenida con la respiración.

¿Cómo disipar los recuerdos, asociaciones, ideas vagabundas? La oración a menudo no hace mas que mariposear por la superficie del Nombre.

Está el uso de los argumentos. Por ejemplo, el que consiste en disociar lo real de lo irreal, para concentrarse en lo primero El argumento de la felicidad: la única felicidad reside en el Nombre divino. El argumento de la confianza: el mundo arde, todo es dolor aquí, por lo tanto huir hacia Dios con confianza.

Aplicar el Nombre divino a las personas, a los animales, ponerlo como un sello sobre los elementos naturales ¿no se acerca eso hacia un cierto teilhardismo?

Es tiempo perdido y es un error. Con todo, es mejor un error que una herejía…

La oración del corazón ¿no es una manera de eucaristía vocal?

Por la enunciación del Nombre, el hombre se asimila a la presencia divina de la cual el Nombre es el soporte consubstancial. La simple enunciación es análoga a la enunciación primordial del Ser. El Nombre a sido revelado por Dios, e implica una Presencia que se vuelve operante en la medida en la que el Nombre toma posesión del mental de aquel que lo invoca.

En este clima de Apocalipsis, ¿qué hacer para complacer a Dios y para realizar plenamente lo que nosotros somos?

Si cumplo lo esencial, estas cuestiones no se plantean; si yo se lo esencial, yo se por lo mismo lo secundario. Dios pide todo a todo hombre. Dios quiere nuestra alma… Si nosotros se la damos, aprenderemos ciertamente lo que El exige de más llegado el caso. Se debe proceder de lo conjetural a lo evidente, de lo posible a lo necesario, de lo facultativo a lo obligatorio. Para llegar a ser verdaderamente útil, uno tiene que olvidar quien es: Dios no puede hacer nada con el ambicioso. La vocación cierta de todo hombre, es la de entregarse sin condiciones a Dios, olvidarse en El, y así hacer acto de presencia espiritual en el mundo.

NOTAS ___________________________________________________________________

1.- Sobre el KALI YUGA puede encontrarse más información en el documento: «PURANAS» de la página KALI YUGA.

2.- En el contexto en el que se mueve el autor, esta palabra no designa el uso actual que se hace de ella (el mal uso diríamos mejor). Esotérico equivale a espiritual, y es el aspecto interno, metafísico y no formal de una tradición religiosa, complementándose con Exotérico que sería el conjunto de prácticas y formas externas. Aclarado esto no se pueden llamar esotéricas a las prácticas adivinatorias, parapsicológicas etc… a las que más propiamente se les debería designar como Magia u Ocultismo, pero nunca Esoterismo, y desde luego no se puede pretender que tales practicas sean de carácter Espiritual, siendo esta confusión entre lo parapsíquico y lo espiritual uno de los mayores errores y una de las mayores aberraciones de la confusa pseudo-espiritualidad contemporánea, especialmente dentro del los movimientos de la llamada “Nueva Era”.

3.- Sobre el arte tradicional puede encontrarse más información en el documento «ABHINAVAGUPTA Y EL ARTE TRADICIONAL» de la página KALI YUGA.

4.- Véase la nota anterior (2) sobre esoterismo.

5.- Sobre la misa actual y la misa tradicional se pueden consultar los documentos: «LOS PROBLEMAS DE LA NUEVA MISA» de Rama P. Coomaraswamy, y también el documento SOBRE LA NUEVA LITURGIA.

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