Observaciones a la “Rama dorada” de Frazer

LUDWIG WITTEGENSTEIN,

tecnos, Madrid 1992 
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Creo que el empeño en una explicación está descaminado, dado que lo que sólo se ha de hacer es conjuntar correctamente lo que uno sabe y no añadir nada más… [p. 52]
Aquí sólo se puede describir y decir: ” así es la vida humana”. [p. 53]

Un símbolo religioso no se basa en creencia alguna, Y sólo donde hay una creencia hay error. [p. 54]

… Y es que ningún fenómeno es en sí especialmente misterioso, pero cualquiera puede llegar a serlo para nosotros, y lo característico del espíritu auroral del hombre es que un fenómeno sea significativo. casi de podría decir que el hombre es un animal ceremonial. Esto es, en parte, falso, en parte sinsentido, pero también hay algo de verdad en ello. [p. 62]

Lo característico, por el contrario, de las acciones rituales no es, en modo alguno, una opinión, una creencia que podría ser verdadera o falsa aunque también un pensamiento – una creencia – puede ser también ritual, puede pertenecer al rito. [p. 63]

Lo que más me sorprende, aparte de la semejanza, es la diferencia entre todos estos ritos. Es una diversidad de rostros, con rasgos comunes, la que emerge constantemente por un lado y por otro. A uno le entran deseos de trazar líneas que pongan en contacto las partes que son comunes. Pero entonces quedaría fuera de la vista una parte, aquella precisamente que une esa imagen con nuestros sentimientos y pensamientos. Esta parte es la que da a la investigación su profundidad. [p. 78]

…Entonces la profundidad o reside en el pensamiento acerca de un origen tal, o la profundidad es ella misma hipotética, con lo que sólo se puede decir “Si las cosas han  sido así, entonces se trataba de una historia siniestra, profunda”. Quiero decir, lo siniestro, lo profundo, no consiste en que la historia de la costumbre se desarrolle de esta o esa manera, puesto que tal vez no se desarrolle de esa forma; tampoco en que se desarrollara con tal o cual probabilidad, sino en lo que me da pie para aceptarla. ¿De dónde, pues, proviene lo profundo y siniestro de los sacrificios humanos? ¿Es acaso sólo el sufrimiento de la víctima lo que nos impresiona? Sin embargo, enfermedades de todo tipo con los mismos sufrimientos no provocan esa impresión. No, lo profundo y siniestro no se comprende por sí mismo si solamente conocemos la historia de los comportamientos externos, sino que somos nosotros los que proyectamos desde una experiencia que está en nuestro interior. [p. 83]

Todas estas costumbres distintas muestran que de lo se trata aquí no es de la derivación de una respecto de otra, sino de un espíritu común. Uno podría inventar (forjar imaginativamente) todas estas ceremonias y el espíritu desde el cual se inventa sería el espíritu que les es común. [p. 88]

Frazer, James George – La Rama Dorada: un estudio sobre magia y religión

Frazer, James George – La Rama Dorada: un estudio sobre magia y religión

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La Rama Dorada: Un Estudio sobre Magia y Religión (The Golden Bough: A Study in Magic and Religion) es la obra principal del antropólogo escocés sir James George Frazer, publicada por primera vez en 1890 en dos volúmenes, cuya segunda versión (1907-1915) aumentó el número de volúmenes hasta doce y que fue reducido por el autor hasta uno solo en 1922.

El motivo de la obra es esclarecer los orígenes primitivos de una vieja leyenda acerca de un sacerdote de Diana armado con una espada, nombrado como “rey del bosque”, que habitaba dentro de las raíces de un viejo árbol en el bosque de Nemi en Italia, cuyo puesto solo podría ser tomado si el postulante lograba asesinar al antecesor.

De la leyenda anterior, el autor realiza una entretejida investigación de los diferentes aspectos constitutivos del mito, mediante la comparación de los diferentes cultos, leyendas y tradiciones de distintas regiones del mundo en semejanza con el fundamento de la obra.

Esta obra influyo enormemente en la mentalidad antropológica de las posteriores décadas, llegando a formar parte de las principales obras de antropología jamás escritas.

Con esta obra, el autor pretende demostrar que todas las religiones primitivas tienen características en común, por lo que la justificación de los principios de determinadas costumbres mágicas o religiosas servirán igualmente para la comprensión del origen y significado de otras formas religiosas análogas.

Uno de los primeros postulados que esta obra pone en claro es la división de las prácticas mágicas según el principio que trata de seguir la mente salvaje; así, la magia podrá ser homeopática si trata de que “lo semejante produzca lo semejante”; o simpatética (en el orginal inglés “simpatic” textualmente se traduciría simpática) o contaminante, si sigue el principio de que las cosas que alguna vez estuvieron juntas, al separarse, tienen tal relación mágica que lo que se le haga a una lo sufrirá la otra.

Siguiendo la línea antropológica evolucionista del autor, se declara que todas las culturas del mundo han seguido un proceso semejante en su evolución religiosa, siempre empezando en las actividades mágicas y derivando en religiones bien establecidas, diferenciándose la primera de la segunda en que esta última busca propiciarse a entidades superiores o deidades, mientras que la primera solo busca alcanzar el efecto necesario o “lógico” de la naturaleza. Esto último resulta, según Frazer, de un entendimiento equivocado de las leyes naturales de causa y efecto y de un presupuesto necesario de un medio entre el acto mágico y el efecto, algo “a semejanza del éter de la física moderna” (Frazer 1922, III, 3).

SIR J. G. FRAZER Y LA MAGIA

Londres, 3 noviembre

Un encuentro inesperado y afortunado en casa de un coleccionista de fetiches, me ha permitido escuchar, durante algunos minutos, las palabras de Sir James George Frazer, el más grande antropólogo. según dicen, del mundo entero. Mi pasión, tal vez atávica, por la vida de los salvajes me había hecho recorrer, hace poco tiempo, el famoso «Gol-den Bough» y he podido así seguir mejor las palabras del ilustre paleontólogo del alma humana.

La conversación en torno de la mesa del té ha recaído, por inocente astucia de mi coleccionista, sobre la Magia. y Sir Frazer no ha podido menos de tomar parte. Aunque sea viejo y haya trabajado sin descanso durante toda su vida, conserva todavía un aspecto de una inteligencia siempre tensa: ojos de juez forrados de humorista.

-Los hombres modernos -dijo- consideran con demasiado desprecio a la Magia, y los espíritus científicos y prácticos miran con piedad irónica a los viejos brujos y hasta a aquellos que hoy los estudian. Son ingratos. Faltan al respeto a la madre.

»Toda la civilización moderna -y por moderna entiendo la que comienza con la Grecia de Sócrates y, después de una interrupción de siglos, ha fructificado desde el Renacimiento hasta nosotros-es hija legítima de la Magia. Todas nuestras artes, nuestras leyes, nuestras tradiciones políticas, nuestras ciencias, han salido directamente de la Magia de los primitivos. La Magia ha sido el puente único y necesario entre la animalidad y la cultura. Todos aquellos que se burlan de la Magia son hijos y sobrinos de los antiguos magos y primos de los hechiceros que todavía operan entre los salvajes.

»Ya he hecho notar estas verdades en distintas partes de mis libros, pero nadie las ha reconocido ni sospechado. Comencemos por las artes. En lo que se refiere a la música la demostración ya está hecha, y de un modo persuasivo, por un musicólogo francés: Combarieu. La música, en los tiempos más remotos, no era más que un ramo del arte de los encantamientos. El teatro, como saben todos, no es más que la desviación de las primitivas ceremonias litúrgicas, esto es, fundamentalmente mágicas, y la danza, como ha demostrado Hirn, tiene el mismo origen. De la poesía se puede decir lo mismo: los más antiguos fragmentos, tanto en los Vedas como en la literatura arcaica latina, son fórmulas mágicas, palabras potentes que, ayudadas del ritmo, debían evitar los males o atraer hacia nosotros los dones de los dioses. Las pinturas primitivas que encontramos en las cavernas son obras de brujos que se servían de esas imágenes para hacer que fuese fructífera la caza de los hombres paleolíticos, fundándose sobre uno de los principios esenciales de la Magia simpática. Crear una imagen significa, para el mago, conquistar el poder sobre la cosa representada. A la misma razón se debe el origen de la escultura: ustedes saben que incluso en la Edad Media se acostumbraba, para matar con seguridad a un enemigo, modelar en cera o en barro una estatuita que se le pareciese y luego romperla o exponerla a la llama. Lo que se hacía a la estatua era sentido por el modelo. La escultura egipcia, tan realista, era un expediente mágico para conservar, más allá de la muerte, la integridad corporal para la esperada resurrección. Las formas más arcaicas de la arquitectura, como los dólmenes y los cromlechs servían, como sabemos, para misteriosos ritos que tenían más de mágico que de religioso. Si quieren una demostración más amplia pueden leer un estudio de mi amigo Salomón Reinach, aparecido en la Anthropologie del año 1903.

»En lo que se refiere a la moral y a la legislación, ya he demostrado, ampliamente en uno de mis libros, The Psyche’s Task, cómo los principios éticos elementales que reinan todavía en nuestra vida, e informan nuestros códigos, fueron establecidos y consagrados por lo que nosotros llamamos superstición y que se reduce casi siempre a la Magia. Las prohibiciones fundadas en el tabú se hallan en los orígenes de nuestra moral. Se creía, por ejemplo, que las relaciones ilícitas entre un hombre y una mujer perjudicaban el éxito de la casa o la fecundidad de los campos, y por eso eran severamente prohibidas. Se creó así en los hombres el horror al adulterio, que perdura todavía, aunque atenuado, en nuestras costumbres. Hoy se condena por otras razones, pero no se hubiera sin duda llegado a condenarlo sin el trabajo preparatorio de la Magia.

»Los primeros reyes de las primeras tribus fueron hechiceros, y si más tarde fueron guerreros, éstos se hallaron también bajo la dominación de grecia fue mágica y el poder de los magos sobre los guerreros fue el poder del espíritu sobre la fuerza. En los antiguos reyes se encuentran siempre las huellas de carácter sagrado y mágico, y hasta hace pocos siglos se atribuía todavía a los monarcas de Francia y de Inglaterra la milagrosa virtud de curar ciertas enfermedades con el simple contacto de la mano. El rey mago primitivo debía ofrecer su vida en holocausto si caía alguna desgracia sobre su pueblo, y un resto de esta costumbre se halla entre los modernos soberanos que consideran corno un deber acudir a los lugares donde ha ocurrido una desgracia, incluso con peligro de su vida.

»Y finalmente, la ciencia, la orgullosa ciencia de nuestro tiempo, como ha demostrado ya Lenormand. se halla estrechamente unida a la Magia. La Magia, en efecto, supone que a ciertos fenómenos seguirán infaliblemente otros fenómenos sin la intervención de una voluntad extraña. Se funda, como la ciencia, sobre el determinismo, es decir, sobre la fe implícita en una realidad ordenada y homogénea. El mago no pretendía violentar los hechos pero, conociendo las secretas afinidades y el orden en que se sucedían, se contentaba con imitar aquel fenómeno que era el antecedente constante del fenómeno deseado. Sus errores y sus fracasos procedían de no haber observado bien aquella trabazón fija de sucesiones y fundarse en relaciones aparentes más que sustanciales, pero el principio de que partía era el mismo sobre el cual se halla edificada la ciencia moderna. Incluso los muchachos saben que la química se deriva de la alquimia. la astronomía de la astrología y la medicina científica del hermetismo.

»No hablo de las religiones, cuyas relaciones con la Magia son evidentes para todos los que conocen la antigüedad. Además todavía hoy, en muchos lugares no se distinguen de las más burdas hechicerías Basta pensar en la boga de que gozan, en ciertos países cultos, las doctrinas teosóficas y las escuelas ocultistas, para darse cuenta de que la Magia, todavía en nuestros días, satisface las necesidades espirituales de millones de hombres.

»Toda nuestra civilización desciende, pues, de las creencias y de las prácticas de la Magia, y un pesimista podría sostener, con un ligero esfuerzo sofístico, que la cultura contemporánea no ha rebasado todavía la zona mágica. Los pueblos tienen hambre de milagros y los piden a todos: a los demagogos, a los sonámbulos, a los electricistas, a los médiums, a las profetisas privadas, a los profesores de física y de quiromancia. Los salvajes son, indudablemente, nuestros padres y tal vez nuestros hermanos, y la Magia es la matriz benéfica de la que han salido, como decía al principio, nuestras artes, nuestras morales y nuestras ciencias. Todos los intelectuales no son más que magos que han evolucionado, más cautos y más claros.

Sir James George Frazer se calló y nadie supo qué contestarle. Me he acordado de que mi madre era maorí y la gran estima que siento hacia mi mismo ha aumentado mucho desde hace algunas horas.

Tabu de la saliva

El mismo miedo a la hechicería que ha llevado a muchos pueblos a ocultar o destruir sus recortes de pelo y uñas, ha inducido a otros pueblos y aun a los mismos a tratar su saliva de manera semejante. Dados los principios de la magia simpatética, la saliva es parte del hombre y todo lo que a ella se haga tendrá en él un efecto correspondiente. Un indio chilote que recoge el salivazo de un enemigo, lo pone en una patata y expone la patata al humo diciendo al mismo tiempo ciertos conjuros, en la creencia de que su enemigo se irá consumiendo a medida que el humo va secando la patata. También, pone el salivazo dentro de la boca de una rana y arroja al animalito a un río inaccesible e innavegable, lo que hará que la víctima humana tiemble y se estremezca de calenturas. Los nativos de Urewera, comarca de Nueva Zelandia, gozan de gran reputación como hábiles brujos. Se decía que hacían uso de la saliva de las gentes para embrujarlas. Por esto, los visitantes tenían buen cuidado de ocultar sus esputos, temiendo proveer de material a estos brujos para trabajar en su daño. Del mismo modo, en algunas tribus africanas meridionales no se atreverá a escupir ningún hombre cuando el enemigo está cerca; podría encontrar su escupitina y entregársela a un brujo que la mezclaría con ingredientes mágicos para dañar de este modo la persona que la escupió; aun en su propia casa la saliva es cuidadosamente barrida y destruida por igual razón.

Si la gente vulgar es tan cauta, natural será que los reyes y jefes lo sean mucho más. Los jefes de las islas Sandwich iban acompañados de un sirviente de confianza que llevaba una escupidera portátil y lo depositado en ella se enterraba cuidadosamente todas las mañanas para ponerlo fuera del alcance de los hechiceros. En la Costa de los Esclavos, y por la misma razón, siempre que un rey o jefe expectoraba, se recogía el esputo con sumo cuidado y se ocultaba o enterraba. Las mismas precauciones, y por la misma razón, se toman con los escupitajos del jefe deTabali en la Nigeria meridional.

El uso mágico que puede hacerse de la saliva la señala, igual que a la sangre y a las recortaduras de las uñas, como una base material apropiada para un convenio, puesto que cambiando su saliva las partes concertantes se dan así el uno al otro garantía de su buena fe. Si después alguno de ellos reniega del contrato, el otro puede castigar su perfidia por un tratamiento mágico de la saliva del perjuro, que tiene bajo su custodia. Así, cuando los wajagga del África oriental desean hacer un trato, las dos partes contratantes se sentarán con un tazón de leche o de cerveza entre ellos y después de recitar un conjuro sobre la bebida, cada uno sucesivamente tomará una bocanada de la leche o cerveza y se la introducirá al otro en la boca. En los casos urgentes, cuando no hay tiempo para gastarlo en ceremonias, sencillamente se escupirán a turno el uno al otro dentro de la boca, lo cual sella el convenio a las mil maravillas.

La rama dorada, capítulo XXI, 9

Dominio magico del sol

Así como el mago piensa que puede hacer llover, del mismo modo imagina que puede obligar al sol a brillar, apresurar su marcha o detenerla. Los ojebways imaginaron que el eclipse significaba que el sol estaba extinguiéndose y, en consecuencia, disparaban al aire flechas incendiarias, esperando que podrían reavivar su luz agonizante. Los sencis del Perú también disparaban flechas encendidas al sol durante los eclipses, pero al parecer hacían esto, más bien que para reencandilar la lámpara solar, para ahuyentar una bestia salvaje con quien estaba luchando, según ellos creían. A la inversa, algunas tribus del Orinoco durante un eclipse de luna ponían bajo tierra ramas encendidas, pues, según ellos, si la luna se extinguiera, todos los fuegos de la tierra se apagarían con ella, excepto los que estuvieran ocultos a su mirada. Durante un eclipse de sol, los kamtchacos solían sacar de sus cabañas el fuego y oraban al gran luminar para que les alumbrase como anteriormente. Pero la oración dirigida al sol muestra que esta ceremonia era religiosa más que mágica. Puramente mágica, por otro lado, era la ceremonia que cumplían los indios chilcotín en ocasiones parecidas. Hombres y mujeres, remangándose las túnicas como cuando viajan y apoyándose en garrotes como si fueran cargados con mucho peso andaban sin cesar formando un círculo, hasta que el eclipse había pasado.[1] Indudablemente creían que así sostenían los pasos cansinos del sol según caminaba su fatigosa vuelta por el cielo. De modo parecido, en el antiguo Egipto, el rey, como representante del sol, caminaba solemnemente alrededor de los muros de un templo con objeto de asegurar que el sol cumpliera su marcha diaria alrededor del cielo, sin la interrupción de un eclipse cualquiera u otro contratiempo. Y después del equinoccio de otoño, los antiguos egipcios tenían una fiesta llamada “la natividad del bastón del sol”, pues como el luminar declinaba día tras día en e) cielo y su luz y calor iban disminuyendo, suponían necesitaba un bastón en que apoyarse. Cuando un brujo de Nueva Caledonia desea un día de sol claro, lleva algunas plantas y corales al cementerio y hace a modo de un paquete con ello, añadiendo dos rizos del cabello de un niño vivo de su familia, como también dos dientes o una quijada entera del esqueleto de un antepasado. Después, trepa por un monte cuya cima se baña en los primeros rayos del sol mañanero, y allí deposita tres clases de plantas sobre una piedra plana, coloca una rama de coral seco al lado de ellas y cuelga el paquete de los hechizos sobre la piedra. A la mañana siguiente vuelve al mismo lugar y prende fuego al paquete en el momento en que el sol asoma sobre el mar. Mientras sube el humo, frota la piedra con el coral seco, invoca a sus antepasados y dice: “Sol, hago esto para que seas abrasador y te comas todas las nubes del cielo”. Repite al anochecer la misma ceremonia. Los neocaledonios también hacen sequías, por medio de una piedra en forma de disco con un agujero. En el momento en que el sol aparece, el hechicero coge la piedra y pasa y repasa varias veces una rama ardiendo por el agujero, mientras dice: “Enciendo al sol con la idea de que se comerá las nubes y secará nuestra tierra para que no pueda producir nada”. Los isleños de Banks hacen que brille el sol por medio de un sol imitado; cogen una piedra muy redonda llamada vat loa o piedra-sol, le ovillan un cordoncillo rojo alrededor y le pegan unas plumas de lechuza que representan rayos, y entonan el conjuro apropiado en voz baja. Después cuelgan la piedra de algún árbol alto tal como una higuera de Bengala o una casuarina,[2] en algún lugar sagrado.

La ofrenda que el brahmán hace por la mañana, se supone hace salir el sol[3] y se nos ha dicho que “seguramente no saldría si no hiciera esa ofrenda”. Los antiguos mexicanos concebían al sol como fuente de todas las fuerzas vitales: consecuentemente le llamaban Ipalnemohuani,[4] “aquel por quien todos viven”. Pero si concede la vida al mundo, también necesita recibir vida de éste, y como el corazón es el asiento y símbolo de la vida, ofrecían al sol corazones ensangrentados de hombres y animales para mantenerle vigoroso y habilitarle para correr su camino por el cielo. Así, los sacrificios mexicanos al sol fueron más mágicos que religiosos, estando ideados no tanto para agradarle y complacerle como para renovar físicamente sus energías de calor, luz y movimiento. La demanda constante de víctimas humanas para alimentar el fuego solar se satisfacía emprendiendo guerras todos los años contra las naciones vecinas y trayendo ejércitos de cautivos para sacrificarlos en el altar. Así, las incesantes guerras de los mexicanos y su cruel sistema de sacrificios humanos, los más monstruosos que se recuerdan,[5] tienen su origen, en gran medida, en una teoría equivocada del sistema solar. No es necesario dar ilustración más elocuente de las consecuencias desastrosas que pueden derivarse en la práctica de un error puramente especulativo. Los antiguos griegos creyeron que el sol caminaba en su carro por el cielo y por eso los rodios, que adoraban al sol como a su principal deidad, le dedicaban anualmente un carro y cuatro caballos, hundiendo la cuadriga en el mar para que lo usase. Indudablemente pensaban que después de un año entero de trabajo los antiguos caballos y el carro estarían estropeados. Es probable que, por motivo parecido, los reyes de Judá, idólatras, dedicasen carros y caballos al sol: los espartanos, persas y masagetas también sacrificaban caballos al sol. Los espartanos hacían estos sacrificios en la cumbre del monte Taigeto, la bellísima cordillera tras de la que veían ponerse el sol todas las tardes. Es tan natural que los habitantes del valle de Esparta hicieran esto, como el que los isleños de Rodas arrojasen carros y caballos al mar dentro del cual creían se hundía el sol al anochecer, pues así, ya fuera sobre la montaña o en el mar, los caballos de refresco esperarían al cansado dios en el sitio donde con más agrado los recibiría al final de su jornada.

Así como algunas gentes piensan que pueden encender el sol o darle velocidad en su carrera, otros imaginan poder retrasarle y aun pararle. En un puerto de los Andes peruanos hay dos torreones arruinados sobre lomas enfrentadas. En los muros están engrapados unos ganchos de hierro con el propósito de sostener una red extendida de torre a torre. Esta red estaba proyectada para coger al sol. Las historias de hombres que han capturado con un lazo al sol, son bastante conocidas. Cuando el sol está bajando en el otoño y se hunde cada vez más en el cielo ártico, los esquimales de Iglulik se entretienen jugando a las “cunitas de gato”[6] con objeto de enredar al sol entre las cuerdas y prevenir así su desaparición. Por el contrario, cuando el sol se va elevando en el cielo de primavera, los esquimales juegan al “cubilete y la pelota” para favorecer su vuelta. Cuando un negro australiano desea que el sol no se ponga hasta que él llegue a casa, coloca un cepellón en la horquilla de un árbol que mire exactamente en la dirección del sol poniente. Por el contrario, si desea que el sol camine más aprisa, el australiano arroja arena al aire y la sopla hacia el sol, quizás para llevarle en volandas hacia el poniente y enterrarle bajo las arenas en las que parece hundirse al llegar la noche.

Así como hay gentes que consideran posible acelerar el sol, así también hay otras que creen poder empujar a la tardía luna. Los nativos de Nueva Guinea calculan los meses por la luna y se ha sabido de algunos que arrojaban piedras y cantos a la luna, con idea de acelerar su progreso y acortar así el tiempo de la vuelta de sus amigos que estaban fuera de casa hacía doce meses, trabajando en una plantación de tabaco. Los malayos piensan que una puesta de sol brillante puede producir fiebre a una persona débil. Por eso intentan extinguir el resplandor escupiéndole agua y tirándole ceniza. Los indios shuswap creen que podrán atraer el tiempo frío quemando la madera de un árbol que haya sido partido por un rayo. La creencia puede fundarse en la observación de que, en su país, el frío sigue a las tormentas. Por eso, en primavera, cuando estos indios caminan por la nieve o en tierras altas, queman astillas de dicha madera con objeto de que la costra de nieve no se funda.

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[1] Esto nos recuerda la “danza de los viejitos” de México, que quizás tiene alguna relación con esta danza solar.

[2] Árbol cuyas hojas son parecidas a las plumas del ave corredora casuario.

[3] Chantecler, de E. Rostand.

[4] No es éste el parecer de don Alfonso Caso, que nos cuenta de la filosofía teleológica del dios invisible del rey de Texcoco, Nezahualcóyotl, denominado “el dios de la inmediata vecindad”, Tloque Nahuaque o Ipalnemohuani, “aquel por quien todos viven”.

[5] Sir James Frazer, en este mismo libro, nos recuerda sacrificios humanos mucho mas espantosos y crueles en otros pueblos y aun en época más moderna.

[6] Juego de niños muy conocido, que se hace con un bramante enredado entre los dedos siguiendo ciertas reglas y figuras.

El arbol de mayo

En algunas partes de Suecia, la víspera del “día mayo” cada muchacho lleva un brazado de ramitas de abedul verde con todas o parte de sus hojas; marchan llevando a la cabeza del grupo al violinista de la aldea y hacen la ronda de las casas cantando coplas de mayo cuyo tema más importante es una oración para el buen tiempo, una cosecha opima y bendiciones espirituales para todos. Uno de los rondadores lleva una cesta en la que le van echando obsequios de huevos y cosas semejantes. Si los muchachos son bien recibidos, clavan una ranura con hojas en el tejadillo de la puerta de la casa. Mas generalmente, es en Suecia, en el solsticio de verano cuando celebran estas costumbres; la víspera de San Juan (23 de junio) hacen una limpieza general en las casas y después las adornan con ramaje verde y flores. Ponen a lo largo del sendero o paso que conduce a la puerta de la casa solariega abetos jóvenes y otros más alrededor de la finca, construyendo muy frecuentemente en el jardín arbolados umbríos, cenadores y glorietas, todo de ramaje. En Estocolmo este día se celebra un mercado de ramaje en el que se exhiben para la venta millares de “palos mayos” (maj stanger) de dos a cuatro metros de alto, decorados con hojas, flores, tiras de papeles de colores, cáscaras de huevos doradas y ensartadas en junquillos y demás cosas por el estilo. Encienden fogatas en las lomas y colinas y la gente baila a su alrededor y saltan por encima. Mas el acontecimiento principal del día es la erección del “palo mayo”; suele ser éste un abeto alto y robusto al que cortan todas sus ramas. A veces le ponen aros y otros pedazos de madera cruzados y atados a distintas alturas del árbol, mientras otros están provistos de arcos que representan, según dicen, a un hombre con los brazos en jarras. Desde la punta a la base, no sólo el mismo maj stanger (palo mayo), sino también los aros, arcos, etc., están adornados con hojarasca, trozos de telas de colorines, doradas cáscaras de huevo y demás cosas similares, y arriba en la punta una veleta o grímpola, o también una bandera nacional. La erección del “árbol mayo”, de cuya decoración y adorno están encargadas las mozas del lugar, es un motivo de gran ceremonia: el pueblo acude y baila formando un gran círculo a su alrededor. Costumbres solsticiales estivales de la misma especie son usuales en muchas partes de Alemania; así, en las montañas del Alto Harz pintaban en las plazas de los pueblos abetos muy altos descortezados y adornados con flores y cáscaras de huevo pintadas de rojo y amarillo. Alrededor de estos árboles bailaba la gente moza durante el día y la gente formal al anochecer. También se ponían “mayos” en el día de San Juan o solsticio en algunos lugares de Bohemia. Los mozos traían del bosque un abeto esbelto clavándolo en un altozano y las mozas lo adornaban con ramilletes, guirnaldas y cintas encarnadas. Por último, lo quemaban.

No será necesario aducir muchos ejemplos, dada la extensión de la costumbre, tradicional en varios países de Europa, tales como Inglaterra, Francia, España y Alemania, de erigir el “árbol mayo” o “palo mayo” el día 1° de mayo. Nos bastarán solamente algunos. El escritor Phillip Stubbes, de la secta de los puritanos, en su Anatomía de las Ofensas (o Contumelia), cuya primera edición londinense está fechada en el año 1583, describe con aversión manifiesta cómo acostumbraban a traer su “árbol mayo” en los días de la buena reina Isabel. Su descripción nos .proporciona una visión animada de la alegre Inglaterra de antaño. “En mayo, Pentecostés o fechas parecidas, todos los jóvenes y muchachas, viejos y casados, corretean por la noche en los bosques, umbrías, lomas y montañas, donde pasan toda la velada en alegres pasatiempos: y por la mañana, cuando vuelven, traen consigo abedules y ramas de árboles para adornar sus reuniones. Y no hay que asombrarse, pues allí está un gran señor presente entre ellos como superintendente de todos sus pasatiempos y juegos, a saber, Satán, príncipe del infierno. Pero el objeto más precioso que traen entonces es su árbol mayo para llevar a casa con gran reverencia, como verán. Tiene veinte o cuarenta yuntas de bueyes y cada uno de ellos en las puntas de sus cuernos un ramillete de flores bonitas. Estos bueyes son los que acarrean para casa el árbol mayo (este ídolo hediondo, mejor aún), cubierto todo él de flores y yerbas atadas con cuerdas alrededor desde el tope hasta el pie y en ocasiones le pintan de diversos colores; con un acompañamiento de doscientos o trescientos hombres, mujeres y niños van tras él con gran devoción. Cuando le plantan en el suelo, con su revoloteo de pañuelos y banderolas echan paja al pie del árbol mayo, así como ramas verdes, e instalan casetas, pérgolas y cenadores en torno. Después bailan a su alrededor a modo de paganos en la instalación de sus ídolos, de los cuales es una copia perfecta y, mejor aún, la misma cosa. He oído noticias dignas de crédito (y en viva voce), dadas por hombres de reputación y gran seriedad, según las cuales, de cuarenta, sesenta o un centenar de doncellas que van al bosque esa noche, escasamente la tercera parte de ellas vuelven inmaculadas a sus casas”.

La Rama dorada, capítulo X

Una tortuga problematica

Hace unos cuarenta años, los sabios de Shanghai estuvieron muy preocupados con el descubrimiento de la causa de una rebelión local. Una investigación cuidadosa les dio la certeza de que la rebelión se debía a la forma de un nuevo y gran templo que había sido construido dándole por desgracia la silueta de una tortuga, animal del más perverso carácter. La dificultad era seria y el peligro arreciaba; derribar el templo hubiera sido impío y dejarlo como estaba era invitar a una serie de desastres parecidos y aun peores. Sin embargo, el genio de los profesores de geomancia de la localidad, a tono con las circunstancias, superó la dificultad triunfalmente y apartó el peligro. Para ello cegaron dos pozos que representaban los ojos de la tortuga, incapacitando al mal afamado animal para causar nuevos males.

Longevidad

Para asegurarse una larga vida, los chinos recurren a ciertos encantamientos complicados que concentran en sí mismos la esencia mágica que emana, según los principios homeopáticos, de los tiempos y las estaciones, de las personas y las cosas. Los vehículos empleados para transmitir estas influencias felices no son otros que las ropas de amortajar. De ellas se proveen en vida muchos chinos, y la mayoría de las gentes las hacen cortar y coser por muchachas solteras o mujeres muy jóvenes, calculando sabiamente que, como probablemente tales personas vivirán todavía muchos años, una parte de su capacidad para vivir mucho pasará seguramente a las telas y así retardarán por largo tiempo el momento en que deben tener su uso apropiado. Además, las prendas se coserán de preferencia en un año que tenga un mes intercalar, pues la mentalidad china cree sinceramente que las telas de amortajar hechas en un año excepcionalmente largo poseen la capacidad de prolongar la vida de un modo excepcional. Entre las vestiduras, en una de ellas en particular derrochan cuidados especiales para imbuirle esta cualidad inestimable. Es una gran túnica de seda de color azul obscuro con la palabra “longevidad” bordada sobre toda ella con hilo de oro. Regalar a un padre anciano uno de estos espléndidos y costosos ropajes, conocidos como “vestidos de longevidad”, es estimado por los chinos como un acto de piedad filial y una delicada atención. Como con esta vestidura el propósito es prolongar la vida de su propietario, éste la lleva con frecuencia, especialmente en las fiestas, con objeto de facilitar la influencia de longevidad creada por las numerosas letras de oro con las que está adornada, y de que obre con toda su fuerza sobre su propia persona. El día de su cumpleaños, sobre todo, difícilmente dejarán de ponerse esta prenda, pues el sentido común en China atribuye un gran almacenamiento de energía vital al día del cumpleaños, el que se gastará en forma de salud y vigor durante el resto del año. Ataviado con su suntuosa mortaja y absorbiendo su bendita influencia por todos los poros del cuerpo, el feliz propietario de ella recibe complacido las felicitaciones de los amigos y parientes que calurosamente le expresan su admiración por el magnífico atavío y por la piedad filial que incitó a los hijos a regalar tan bellísimo y útil presente al autor de sus días.

En La rama dorada

El mago publico

James George Frazer – El mago público

El lector recordará que nos enfrascamos en el laberinto de la magia por una consideración de dos diferentes tipos de “hombre-dios”. Esta pista ha guiado nuestros errantes pasos a través del embrollo y al fin a un terreno firme, desde donde, descansando un poco del viaje, podemos mirar hacia atrás el sendero que acabamos de andar y hacia adelante al más largo y escarpado camino que todavía hemos de subir.

Como resultado del examen precedente, pueden distinguirse convenientemente los dos tipos de “hombre-dios”, el religioso y el mágico, respectivamente. En el primero se supone que un ser de orden diferente y superior al hombre llega a encarnar, por mucho o poco tiempo, en un cuerpo humano, manifestando su poder y sabiduría sobrehumanos, haciendo milagros y profecías reveladas por medio del tabernáculo carnal que se ha dignado tomar como morada. También este tipo de hombre-dios puede denominarse apropiadamente el inspirado o encarnado. En él, su cuerpo humano es sólo un frágil vaso de barro lleno de un espíritu inmortal y divino. En cambio, el hombre-dios de la clase mágica no es otra cosa que un hombre que posee en grado inusitado los altos poderes que la mayoría de sus compañeros se arrogan, aunque en más pequeña escala, pues en una sociedad primitiva no es fácil encontrar una persona que no sea ducha en magia. Así, mientras un hombre-dios del tipo primero o inspirado deriva su divinidad de una deidad que ha condescendido a ocultar su esplendor celestial tras una máscara opaca de barro moldeado, un hombre-dios del segundo tipo deriva su poder extraordinario de una especial simpatía con la naturaleza. No es meramente el receptáculo de un espíritu divino. Su ser entero, cuerpo y alma, está así tan delicadamente acorde con la armonía universal, que un toque de su mano o un giro de su cabeza producirá una conmoción vibrante en la estructura universal de las cosas; y a la inversa, su organismo divino será agudamente sensible a los más ligeros cambios del ambiente, que dejarían enteramente impasibles a la mayoría de los mortales. Mas el límite entre los dos tipos de hombre-dios, por muy fácil que nos sea diseñarlo en teoría, raras veces puede delinearse en la práctica, por lo que no insistimos más en la distinción.

Hemos visto que el arte mágico en la práctica puede emplearse para el beneficio de los individuos o de la sociedad en general, y que según que se dirija a uno u otro de los dos objetivos puede denominársele magia pública o privada. Además, dejamos señalado que el mago público ocupa una posición de gran influencia, desde la cual, si es hombre prudente y hábil, puede avanzar poco a poco al rango de jefe o rey. Un examen de la magia pública nos conduce a la comprensión de la realeza primitiva, puesto que en la sociedad salvaje y bárbara muchos jefes y reyes en gran medida parecen deber su autoridad a su reputación como magos.

Entre los objetivos de utilidad pública que puede proponerse la magia, el más esencial es el suministro adecuado de víveres. Los ejemplos citados en las páginas anteriores prueban que los proveedores de alimentos, cazador, pescador, labrador, recurren todos a las prácticas mágicas en la consecución de sus variadas ocupaciones; mas ellos lo hacen sólo como individuos y para su beneficio y el de sus familias, y no como funcionarios públicos que actúan en interés general. Sucede lo contrario cuando los ritos no se ejecutan por los cazadores, pescadores y labriegos, sino por magos profesionales y para todos. En la sociedad primitiva, donde la uniformidad de las ocupaciones es la regla y apenas ha empezado la diferenciación de la comunidad en varias clases de trabajadores, cada hombre es más o menos su propio mago; él practica conjuros y encantamientos para su propio bien y en daño de sus enemigos. Cuando se instituye una clase especial de magos se realiza un gran progreso; en otras palabras, cuando se escoge a cierto número de hombres con el expreso propósito de beneficiar a la sociedad en general por su habilidad, ya dirigiendo su pericia contra las enfermedades, el pronóstico del futuro, la regulación del tiempo o cualquier otro designio de utilidad general. La importancia de los medios adoptados por la mayoría de estos prácticos en el cumplimiento de sus fines no debe ocultarnos la inmensa importancia de la institución misma. Aquí encontramos, al menos en los más altos grados de salvajismo, a un grupo de hombres relevados de la necesidad de ganarse la vida con el duro trabajo manual, lo que les permite y aun les anima a seguir investigando en las secretas vías de la naturaleza. Era a la vez su deber y su interés saber más que sus compañeros para familiarizarse con todo lo que pudiera ayudar al hombre en su lucha ardua con la naturaleza, todo lo que pudiera mitigar sus sufrimientos y prolongar la vida. Las propiedades de las drogas y minerales, las causas de la lluvia y de las sequías, del trueno y del relámpago, los cambios de las estaciones, las fases de la luna, la jornada diaria y el viaje anual del sol, los cambios de las estrellas, el misterio de la vida y el misterio de la muerte: todas estas cosas debieron excitar el deseo de estos tempranos filósofos, estimulándolos a encontrar soluciones a los problemas que indudablemente llamaron su atención con más frecuencia en la forma más práctica, debido a las demandas apremiantes de sus clientes, que esperaban de ellos no sólo entender, sino regular los grandes procesos naturales para el bien del hombre. No es de extrañar que sus primeros disparos dieran muy lejos del blanco. La aproximación lenta y nunca terminada hacia la verdad consiste en una perpetua formación y comprobación de hipótesis, aceptando las que en cada momento creemos adecuadas a los hechos y rechazando las demás. Las perspectivas de las causas naturales acogidas por el mágico salvaje no es dudoso que ahora parezcan manifestaciones falsas y absurdas. En su día fueron hipótesis legítimas, aunque no soportaran la prueba de la experiencia. Ridículos y vituperables son los justos calificativos, no a los que inventaron estas teorías rudas, sino a los que obstinadamente las aceptaron después de haberse propuesto otras mejores. Es indudable que ningún hombre pudo tener nunca mayores incentivos en la prosecución de la verdad que estos hechiceros salvajes. Mantener por lo menos una apariencia de sabiduría era absolutamente necesario; una simple equivocación que se descubriese podía costarles la vida. Sin duda que esto les condujo a practicar la impostura con el propósito de encubrir su ignorancia, pero también les dio el motivo más poderoso para sustituir el conocimiento fingido por el real, puesto que si se desea aparentar que se conoce alguna cosa, el mejor método es conocerla de verdad. Así, sin embargo, aunque podemos justamente rechazar las pretensiones extravagantes de los magos y condenar las supercherías con que engañaron a la humanidad, la institución original de esta clase de hombres, tomándola en su conjunto, ha producido un bien incalculable para los humanos. Ellos fueron los predecesores directos, no sólo de nuestros médicos y cirujanos, sino de nuestros investigadores y descubridores en cada una de las ramas de la ciencia natural. Ellos empezaron la obra que desde entonces llevaron sus sucesores a tan gloriosas y benéficas consecuencias, y si el comienzo fue pobre y débil, impútese a las dificultades inevitables que obstruían el sendero del conocimiento más bien que a la incapacidad natural o a la testarudez de los hombres.

La Rama dorada, cap. 5

El peso de la realeza

Tabúes regios y sacerdotales

En cierta etapa de la sociedad primitiva el rey o sacerdote está dotado, según creen, de virtudes o poderes sobrenaturales o es la encarnación de una deidad y, de acuerdo con esta fe, se le hace responsable de los malos tiempos, cosechas fracasadas y otras calamidades parecidas. En algún grado parece presumirse que el regio imperio sobre la naturaleza semejante al que tiene sobre sus súbditos y esclavos, actúa mediante actos concretos voluntarios, y en consecuencia, si agobia la sequía, el hambre, la peste o las tormentas, el pueblo atribuye su mala suerte a la negligencia o culpa de su rey y le castiga con palizas y encadenándole o, si sigue obstinado, con el destronamiento y la muerte. Algunas veces, sin embargo, al curso de la naturaleza, aunque considerado dependiente del rey, se lo supone parcialmente independiente de su voluntad. Se considera su persona, si se nos permite expresarlo así, a modo de centro dinámico del universo, del que irradian las líneas de fuerza en todas direcciones del cielo, de tal modo que un movimiento de su cabeza o el solivio de su mano afecta al instante y puede alterar seriamente alguna parte de la naturaleza. Él es el punto de apoyo del cual depende el equilibrio mundial, y la menor irregularidad por su parte puede deshacer dicho equilibrio. Por lo tanto, debe tenerse sumo cuidado por él, y también él mismo, su vida entera, hasta el más mínimo detalle, ha de ser regulada para que ningún acto suyo, voluntario o involuntario, pueda desquiciar o destruir el orden establecido de la naturaleza. De esta clase de monarcas es o, mejor aún, era el espiritual emperador del Japón, el Mikado o Dairi; él es encarnación de la diosa Sol, deidad que rige el universo, hombres y dioses incluidos. Una vez al año le presentan sus respetos los dioses y están alojados un mes en su corte; durante este mes, cuyo nombre significa “sin dioses”, no se frecuentan los templos porque no están allí, según creen. El Mikado asume en sus declaraciones oficiales y decretos, y su pueblo así lo considera, el título de “deidad manifestada o encarnada” y él reclama autoridad general sobre los dioses del Japón. Por ejemplo, en un decreto oficial del año 646, el emperador es descrito como “oí dios encarnado que gobierna el universo”.

La siguiente descripción del modo de vivir del Mikado fue escrita hace unos doscientos años. “Actualmente aun los príncipes descendientes de esta familia, y más particularmente el que se sienta en el trono, son considerados como las personas más sagradas por sí mismas y a modo de papas por nacimiento. Con objeto de conservar estas ideas tan convenientes en la mente de sus súbditos, aquéllos están obligados a tomarse un cuidado extraordinario con sus propias y sagradas personas y a hacer cosas tales que, enjuiciadas de acuerdo con las costumbres de otras naciones, serían ridículas e impertinentes. No estará mal dar algunos ejemplos de esto. Él piensa que sería muy perjudicial a su dignidad y santidad tocar el suelo con sus pies, y por esta razón, cuando quiere ir a cualquier sitio, debe ser transportado a hombros de un lado para otro. Mucho menos puede consentir en exponer su sagrada persona al aire libre, y el sol no es digno de iluminar su cabeza. Tal es la santidad que se achaca a todas las partes de su cuerpo que no se arriesga a corlarse el pelo, ni las barbas, ni las uñas. Sin embargo, y a menos de estar cada vez más sucio, se necesita que le limpien por la noche, cuando él está dormido; porque dicen ellos que lo que se recoja de su cuerno en estas horas, se le roba y, como es un robo, no perjudica a su dignidad o santidad. En tiempos antiguos estaba obligado a sentarse en el trono durante varias horas todas las mañanas, con la corona imperial puesta sobre la cabeza y a quedar inmóvil, semejante a una estatua, sin mover mano ni pie, ni la cabeza, ni los ojos, ni en absoluto parte alguna de su cuerpo pues mediante esto se pensaba que podría conservar la paz y tranquilidad en su imperio; si desgraciadamente se movía o tendía una mirada en cualquier dirección de sus dominios, estallaría la guerra, el hambre, ]qs incendios o alguna otra catástrofe pronta a desolar el país. Habiéndose descubierto mucho después que la corona imperial era el paladión que con su inmovilidad conservaba la paz en el imperio para librar del cargante deber su persona imperial, consagrada solamente a los placeres y la ociosidad, se pensó en el expediente actual de colocar la corona sobre el trono todas las mañanas durante unas horas. Sus comidas son aderezadas cada vez en cacharros nuevos y servidas en mesa y platos nuevos: todo está muy limpio y primoroso, pero hecho de loza ordinaria, pues sin un considerable gasto no podrían abandonarse o romperse después de haber servido una sola vez. Generalmente rompían todos los cacharros, temiendo que pudieran llegar a manos de cualquier inadvertido, porque creían religiosamente que si cualquier lego se atreviera a comer en aquella vajilla sagrada, se le hincharían, abrasadas, boca y garganta. El mismo temor a que sobrevinieran males se tenía de las vestiduras sagradas del Dairi; se creía que al lego que, se vistiera con ellas, sin permiso o mandato expreso del emperador, le ocasionarían hinchazón y dolores en todo el cuerpo”. Sobre el mismo tema dice un relato antiguo del Mikado: “Se consideraba como una bochornosa degradación para él, que tocara el suelo con los pies. No se permitía que diesen en su cabeza los rayos del sol o de la luna. Ninguna de las superfluidades de su cuerpo podía quitarse nunca, ni cortarse el pelo, la barba o las uñas. Se le aliñaban y servían las comidas en vajilla que servía solamente una vez”.

Se encuentran sacerdotes o, mejor aún, reyes divinos parecidos, en un nivel poco más bárbaro, en la costa oeste de África. En Punta Tiburón, cerca de Cabo Padrón, en la Guinea baja, vive solitario en el bosque el rey sacerdotal Kukulu. No puede tocar a una mujer ni dejar su casa, ni aun levantarse de la silla, en la cual tiene que dormir sentado, pues si se tumbase no se levantaría ningún viento y la navegación quedaría parada. Regula las tormentas y en general mantiene en estado salutífero y uniforme la atmósfera. En Monte Agu, en el Togo, vive un fetiche o espíritu llamado Bagba que tiene mucha importancia para el conjunto del país de los alrededores. Se le adscribe el poder de dar o retener la lluvia y es el señor de los vientos, inclusive del harmattan, viento caliente y seco que sopla del interior. Su sacerdote mora en una casa sobre el más alto pico de la montaña, donde guarda los vientos en unas vasijas enormes. Se le solicita además para que llueva, y él hace buen negocio con amuletos que consisten en colmillos y quijadas de leopardos. Aunque su autoridad es grande y él es el verdadero jefe del país, en realidad la ley del fetiche le prohibe dejar la montaña nunca y debe vivir hasta su muerte en la cúspide. Solamente una vez al año puede bajar a hacer sus compras en el mercado, pero aun entonces no debe entrar en la choza de ningún mortal y deberá volver a su lugar de exilio el mismo día. Los asuntos del gobierno en las aldeas son llevados por jefes subordinados suyos y nombrados por él. En el reino africano occidental del Congo había un pontífice supremo denominado Chitóme o Chitombé a quien los negros trataban como un dios en la tierra y todopoderoso en el cielo. De consiguiente, antes de probar las nuevas cosechas le ofrecían las primicias, temiendo que caerían sobre ellos múltiples desgracias si rompían esta ley. Cuando dejaba su residencia para visitar otros lugares de su jurisdicción, toda la gente observaba estricta continencia mientras estuviera en su excursión, por suponer que un acto de incontinencia le sería fatal. Y si se moría de muerte natural, creían que el mundo perecería y la tierra, que solamente está sostenida por su mérito y poderío, sería aniquilada inmediatamente. Entre las semibárbaras naciones del Nuevo Mundo, en la época de la conquista española se encontraron jerarquías o teocracias semejantes a la del Japón; en particular, el gran pontífice de los zapotecas parece haber presentado un estrecho paralelo con el Mikado. Era un poderoso rival del rey y este señor espiritual gobernaba Yopaa, una de las ciudades más grandes e importantes del reino, con absoluto imperio. Es imposible, se nos dice, exagerar la reverencia en que se le tenía. Era considerado como un dios a quien la tierra no tenía méritos para sostener ni el sol para brillar sobre él. Profanaba su santidad tan sólo tocando el suelo con el pie. Los oficiales que llevaban su palanquín al hombro eran miembros de las familias más distinguidas; difícilmente se dignaba mirar a nadie de los que le rodeaban y todo el que le encontraba caía con la cara en tierra temiendo que la muerte le llegaría si miraba siquiera a su sombra. Los sacerdotes zapotecas tenían ordinariamente una regla de continencia impuesta especialmente sobre el gran pontífice, pero “en ciertos días del año, que se celebraban generalmente con banquetes y bailes, era costumbre que el gran pontífice se emborrachase, y estando en este estado, creyendo que no pertenecía ni al cielo ni a la tierra, le traían una de las más bellas vírgenes de las consagradas al servicio de los dioses”. Si la criatura que nacía después era niño, le exaltaban a príncipe de la sangre y el hijo mayor de todos sucedía a su padre en el trono pontifical. Los poderes sobrenaturales atribuidos a este pontífice no están especificados, aunque es probable que recordaran a los del Mikado y Chitóme.

Siempre que, como en el Japón y en África occidental, se imagina que el orden natural y hasta la existencia del mundo están ligados a la vida del rey o sacerdote, claro es que éste será considerado por sus súbditos como un manantial de bendiciones infinitas o de infinitos daños. El pueblo tiene que estarle agradecido por la lluvia o el tiempo soleado que nutre los frutos del suelo; por el viento que trae los barcos a sus costas y hasta por el innoble suelo que les sustenta. Pero lo que él da, puede rehusarlo, y tan estrecha es la dependencia de la naturaleza a su persona, tan delicado el equilibrio de fuerza de las que es el centro que la menor irregularidad por su parte provoca un terremoto que hace temblar la tierra en sus cimientos. Y si puede ser perturbada la tierra por el más fútil acto involuntario del rey, fácil es pensar la convulsión que podría provocar su muerte. La muerte natural del Chitóme, como lo hemos visto ya, supone la destrucción de todo. Evidentemente, y en consideración a su propia seguridad, como puede estar expuesto al peligro por un acto irreflexivo del rey y más todavía por su muerte, el pueblo exigirá de su rey o sacerdote una estricta conformidad con aquello cuyo cumplimiento se cree necesario para su propia conservación y en consecuencia para la conservación de su pueblo y del mundo. La razón de ser de las despóticas monarquías primitivas, en las que el pueblo existía solamente para el soberano, es totalmente inaplicable a las que aquí estamos tratando. Por el contrario, en éstas solamente vive el monarca para sus súbditos; su vida es valiosa solamente en tanto que cumpla los deberes de su posición ordenando los eventos naturales para el beneficio de su pueblo. Tan pronto como deja de hacerlo así, el esmero en servirle, la devoción, el homenaje religioso que el pueblo entonces le prodigo, se torna en odio y desprecio, le destrona ignominiosamente y podrá agradecer si escapa con vida. Adorado un día como dios, es muerto al siguiente como criminal. Pero en esta conducta cambiante del pueblo no hay nada caprichoso o inconsecuente; por el contrario, es rectilínea. Si su rey es dios, a él deben confiar su defensa, y si no la acepta, debe dejar el puesto a otro que la asuma. Sin embargo, mientras responda a sus esperanzas, no limitan los cuidados que con él tienen y los que le obligan a tomar por sí mismo. Un rey de este género vive acosado por una etiqueta ceremonial, una red de prohibiciones y observancias cuya intención no es contribuir a su dignidad ni mucho menos a su comodidad, sino constreñirle contra una conducta que, perturbando la armonía de la naturaleza, pudiera envolver a él, a su pueblo y al universo en una catástrofe general. Lejos de aumentar su comodidad, estas observancias entorpecen todas sus acciones, aniquilan su libertad y con frecuencia su propia vida, cuyo objeto es conservarla, convirtiéndola en carga penosa y triste.

De los reyes de Loango, dotados sobrenaturalmente, se dice que el más poderoso de ellos es el que más tabús se ve obligado a obedecer: regulan todas sus acciones, su paseo y su descanso, su comida y su bebida, su sueño y su vigilia. A estas restricciones está sujeto desde su infancia el heredero del trono y según va teniendo más edad, va creciendo cada vez más el número de abstinencias y ceremonias que cumple “hasta el momento de ascender al trono, en que se pierde en el océano de los ritos y tabús”. En el cráter extinguido de un volcán, encerrado por todos lados por laderas frondosas, se encuentran las desperdigadas chozas y campos de ñame de Riabba, capital del rey nativo de Fernando Poo. Este misterioso ser vive en lo más recóndito del cráter, acompañado por un harén de cuarenta mujeres y cubierto, se dice, con monedas antiguas de plata. Salvaje desnudo como es, aún ejerce más influencia en la isla que el gobernador español de Santa Isabel. En él está encarnado, o algo así el espíritu de los bubis o habitantes aborígenes de la isla. No ha visto nunca la cara de un hombre blanco y según la firme convicción de todos los bubis, la vista de un “cara pálida” le causaría la muerte instantánea. No puede ir a ver el mar; en verdad se cuenta que jamás lo vio ni aún a distancia y que por esto lleva toda su vida unos grilletes en las piernas dentro de la penumbra crepuscular de su choza. Ciertamente, nunca ha puesto sus pies en la playa y a excepción de su mosquete y cuchillo no usa nada que venga de los blancos; telas europeas no tocan persona y desdeña el tabaco, el ron y hasta la sal.

Entre los pueblos de la Costa de los Esclavos y de habla ewe, “el rey es al mismo tiempo gran sacerdote. En esta calidad, particularmente en tiempos antiguos, era inabordable para sus súbditos. Solamente por la noche le era permitido salir de su morada con objeto de bañarse y realizar las demás necesidades naturales. Nadie sino su representante, el llamado rey visible, con tres ancianos escogidos, podía hablar con él y aun así, tenían que hacerlo sentados de espaldas a él sobre una piel de buey. No podía mirar a ningún europeo ni caballo, ni mirar al mar, razón por la cual no le estaba permitido ausentarse de su capital ni un solo momento. Estas leyes fueron derogadas en época reciente”. El mismo rey de Dahomey está sujeto a la prohibición de contemplar el mar y lo mismo sucede con los reyes de Loango y Gran Ardra, en Guinea. El mar es el fetiche de los eyeos, en el noroeste del Dahomey, y ellos y su rey están amenazados con la muerte por los sacerdotes si se atreven a mirarlo. Se cree que el rey de Gayor, en Senegal, moriría infaliblemente dentro del año si cruzase un río o brazo de mar. En Mashonalandia hasta época reciente los jefes no podían cruzar ciertos ríos, particularmente el Rurikwi y el Nyadiri; la costumbre era observada estrictamente al menos por un jefe en estos últimos años. “A ningún precio querrá cruzar el río el jefe. Si le es absolutamente necesario hacerlo, le vendan los ojos y le cruzan la corriente disparando tiros y cantando. Si él lo cruzara andando, quedaría ciego o moriría; de todos modos perdería la jefatura”. También en el sur de Madagascar, entre los mahafalys y sakalavos, está prohibido a algunos reyes navegar en el mar o cruzar ciertos ríos. Entre los sakalavos el jefe está considerado como un ser sagrado, pero atraillado por una multitud de restricciones que rigen su conducta lo mismo que la del emperador de la China. No puede intentar hacer nada, sea lo que sea, a menos que los hechiceros declaren favorables los presagios; no puede comer nada caliente y en ciertos días no puede salir de su choza, y así otras cosas. En algunas de las tribus montañesas del Asam, el jefe y su mujer tienen que observar muchos tabús respecto a los alimentos; no deben comer búfalo, cerdo, perro, gallina ni tomates. El jefe será casto, marido de una sola mujer, de la que se separa la víspera de una observancia general o pública de tabú. En un grupo de tribus, al jefe le está prohibido comer en pueblo forastero y bajo ninguna provocación, sea la que sea, pronunciará una sola palabra de denuesto. Seguramente imagina la gente que la violencia de cualquiera de estos tabús por un jefe, atraerá la desgracia sobre toda la aldea.

Los antiguos reyes de Irlanda, así como los reyes de las cuatro provincias de Leinster, Munster, Ulster y Connaught, estaban coartados por ciertas prohibiciones curiosas o tabús de cuya debida observancia suponían que dependía la prosperidad de la población del país tanto como la suya propia. Así, por ejemplo, no debería levantarse el sol sobre el reino de Irlanda antes que el rey se levantara de su lecho en Tara, la antigua capital de Erín. Le estaba prohibido apearse del caballo en día miércoles en el Magh Breagh, cruzar Magh Cuillinn después del atardecer, espolear su caballo en Fan Chomair, ir embarcado en lunes después del Bealltaine (día mayo) y dejar huellas de su ejército sobre Ath Maighue el martes después de “todos los santos”. El rey de Leinster no podía rodear Tuath Laighean por la izquierda en día miércoles ni dormir entre el Dothair (Dodden) y el Duibhlinn con la cabeza inclinada a un lado, ni acampar nueve días seguidos en las llanuras de Cualann, ni viajar por el camino de Duibhlinn en lunes, ni montar caballo enlodado y de patas negras cruzando Magh Mainstean. Al rey de Munster le estaba prohibido divertirse en la fiesta de Loch Lein de un lunes al lunes siguiente, banquetear de noche en el principio de la siega ante Geim en Leitreacha; acampar por nueve días sobre el Siuir y tener una reunión fronteriza en Gabhran. Al rey de Connaught se le prohibía terminar un tratado respecto a su antiguo palacio de Cruachan después de hacer la paz en día de todos los santos, ir con ropa moteada sobre un caballo pío al brezal de Dal Chais, acudir a una asamblea de mujeres en Seaghais, sentarse en otoño sobre los montones sepulcrales de la mujer de Maine, contender corriendo sobre caballo gris y tuerto en concurso entre dos postes en At Gallta. Al rey de Ulster le estaba impedido ir a la feria de caballos de Rath Line entre los jóvenes de Dal Araidhe, escuchar los cantos de las bandadas de pájaros de Linn Saileach después de la puesta del sol, celebrar la fiesta del toro de Dairemie-Daire, ir a Magh Cobha en el mes de marzo y beber del agua de Bo Neimhidh entre dos luces o en el crepúsculo. Si los reyes de Irlanda cumplían estrictamente éstas y otras muchas costumbres más, que estaban en uso desde tiempo inmemorial, se pensaba que no tendrían nunca mala suerte o desgracia y vivirían noventa años sin conocer los achaques de la vejez; que ninguna epidemia o mortandad sobrevendría en su reinado y que las estaciones del año serían favorables y la tierra rendiría cosechas en abundancia; mientras que si abandonaban los usos antiguos, el país sería visitado por el hambre, las plagas y los malos tiempos.

Los reyes de Egipto fueron adorados como dioses y la rutina de su vida diaria estaba regulada en todos los detalles por reglas precisas e invariables. “La vida de los reyes de Egipto —dice Diodoro— no era semejante a la de otros monarcas que son irresponsables y pueden hacer lo que quieran; por el contrario, todas las cosas estaban fijadas para ellos mediante leyes, y no solamente sus deberes oficiales sino aun los detalles de su vida diaria. . . Las horas, lo mismo del día que de la noche, fueron coordinadas para lo que tenía que hacer el rey, no lo que a él le gustase, sino lo que estaba prescrito para él… No sólo tenía su horario para las tramitaciones de los negocios públicos o sentarse a enjuiciar, sino todas las horas, para sus paseos, su baño y acostarse para dormir con su mujer y, resumiendo, para todos los actos de su vida todo estaba establecido. La costumbre le prescribía una comida sencilla; la única carne que podía comer era de ternera y solamente podía beber una determinada cantidad de vino”. Además, hay razones para creer que estas reglas fueron observadas no sólo por los antiguos faraones, sino por los reyes sacerdotales que reinaron en Tebas y Etiopía a finales de la dinastía xx.

De los tabúes impuestos a los sacerdotes podemos hallar un ejemplo notable en las reglas de vida prescritas para el Flamen Dialis de Roma, al que se le interpretaba como imagen viviente de Júpiter o encarnación humana del espíritu celestial. Eran así: el Flamen Dialis no podía montar a caballo ni aun tocar uno siquiera, ni mirar tropas bajo las armas; no podía llevar ningún brazalete que no estuviera roto, ni tener un nudo en ninguna parte de sus vestidos. Ningún fuego, salvo un fuego sagrado, podía tomarse de su casa, ni tocar harina de trigo o pan con levadura; no podía tocar ni aun nombrar a una cabra, perro, carne cruda, habas y yedra, ni reposar bajo una parra; los pies de su cama tenían que estar embadurnados de barro; su cabellera sólo podía cortarla un hombre libre y con cuchillo de bronce; los recortes de sus uñas y pelo debían ser enterrados bajo un árbol afortunado (fasto). No debía tocar un cadáver en ningún lugar donde fueran a enterrar un muerto, ni ver trabajar si era día santo, ni estar descubierto al aire libre. Si metieran en su casa a un hombre maniatado, tenían que desatarle y tirar las cuerdas por un agujero del techo para que cayeran en la calle. Su mujer, la Flamínica, tema que observar aproximadamente las mismas reglas y además otras propias para ella: no podía subir más de tres escalones de la clase de escalera llamadas griegas y en un festival especial se le impedía llevar peinados sus cabellos. La suela de sus zapatos no podía ser hecha de un animal que hubiera muerto por enfermedad o vejez, sino matado o sacrificado.

Entre los grebos de Sierra Leona hay un pontífice que lleva el título de bodia y que ha sido comparado por sutiles razones con el gran sacerdote de los judíos. Se le nombra de acuerdo con un mandato del oráculo. En una ceremonia de instalación muy complicada, le ungen, le ponen una ajorca en el tobillo como insignia de su puesto y rocían las jambas de su puerta con la sangre de una cabra sacrificada. Tiene a su cargo los talismanes públicos y los ídolos, que él alimenta con arroz y aceite todas las lunas nuevas; hace sacrificios a los muertos y a los demonios en bien de la ciudad. Nominalmente su poderío es muy grande mas en la práctica está muy limitado, pues no se atreve a arrostrar la opinión pública y es responsable, aun con su vida, de cualquier calamidad que caiga sobre el país. De él se espera que pueda obligar a la tierra a traer abundantes productos: que el pueblo goce de buena salud y que la guerra se mantenga alejada y las brujerías sean tenidas a raya. Su vida está enredada entre prescripciones de ciertos tabús o restricciones Así, no puede quedarse a dormir en ninguna casa más que en su residencia oficial, que llaman “la casa ungida” por alusión a la ceremonia hecha en la inauguración. No puede beber agua en los caminos. No puede comer mientras haya un cadáver en la ciudad y no debe tampoco observar duelo por el fallecido. Si mucre mientras ocupa el puesto, debe ser enterrado a medianoche; pocos deben ser los que se enteren de su fallecimiento y nadie debe lamentar su muerte cuando se haga pública. Si muriese víctima de una ordalía por veneno, bebiendo un cocimiento de madera de sassy, entonces sería inhumado bajo las aguas de un torrente.

Entre los todas de la India meridional, el vaquero sagrado, que actúa como sacerdote de la vaquería sagrada, está sujeto a una serie variada de restricciones enojosas y pesadas durante todo el tiempo de sus obligaciones, que puede durar muchos años. Por ejemplo, vivirá en la vaquería santa y nunca visitará su casa ni ninguna otra aldea corriente. Será célibe, y si casado, tendrá que abandonar a su esposa. Ninguna persona corriente puede tocar al vaquero santo ni a la santa vaquería; tal contacto podría macular su santidad hasta hacerle perder su ocupación. Sólo dos días a la semana, generalmente lunes y jueves, puede un profano aproximarse algo al vaquero; los demás días, si tiene algún negocio que despachar con él, se colocará a distancia (algunos dicen que a 400 metros) y le dirá su recado en alas del espacio, a voces. Además, el vaquero sagrado no se cortará el pelo ni tampoco las uñas mientras conserve su puesto. No cruzará un río por el puente, sino vadeándolo, y sólo por ciertos vados. Si en su clan muere alguien, él no puede asistir a ninguna de las ceremonias funerales a menos que primeramente dimita de su cargo y descienda del excelso rango del vaquero al de un cualquiera y vulgar mortal. Indudablemente parece ser que en épocas antiguas tenía que entregar la firma, por no decir los cubos del oficio, siempre que algún miembro de su clan se despedía de la vida. Sin embargo, estas pesadísimas restricciones han sido relegadas por completo, quedando impuestas solamente a los de clase muy eximia.

La rama dorada, capítulo XVII

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