EL CHAMAN Y LA LLUVIA
Pillanhue
El angosto sendero termina de golpe cuando el arroyo ensancha su cauce inundando los riscales de la ribera. De ahí sólo el verde trepa las altas paredes del abra rumbo al penacho nevado del volcán, donde el aire se vuelve llovizna cerca de las nubes.
Luego del arroyo, pequeños claros marcan el rastro difuso del camino hacia la cumbre, atrapados en la maraña de zarzales pertinaces, ñires* de monte bajo y líquenes que perfuman el aire húmedo y rumoroso.
Hacia el sur, donde la Cordillera del Viento precipita sus abismos azules, el vuelo del cóndor explora sus territorios como un papel quemado por las corrientes heladas.
Dos días para llegar a la cima, arriesgan a calcular los baqueanos. A mitad del camino, la angostura del Choroi* – como la llaman los indios- insinúa las escabrosas sendas que viboreando buscan las nacientes del arroyo, espesando aún más el monte impenetrable.
Al oriente, en los contrafuertes de la precordillera, la luz titila su resolana de cuarzo, mezclando los verdes intensos con los sepias de la montaña, hasta ponerlos violetas de lejanía. De a trechos el sol reluce su plata en el arroyo que se pierde tras los árboles para aparecer de nuevo cauce abajo, en débil reverbero antes que definitivamente se lo trague el horizonte.
Pillanhue*, el antiguo volcán duerme su sueño de siglos, esperando la ira de dioses olvidados, para regurgitar su demorado cataclismo. En sus laderas aún pueden verse las cicatrices hondas que los ríos de lava tatuaron la roca, como culebras escapadas de ese colosal caldero. Todavía, debajo del ropaje con que el monte invasor abriga su corazón de piedra, tiembla el magma su encierro, cual monstruo comido y vomitado desde lo más profundo del planeta.
En días claros, cuando las nubes abandonan su collar plumoso, el Pillanhue muestra su cráter oscuro. En su seno de dura artesanía, un lago cristalino refleja un cielo alto desde su pupila fabulosa.
Pocos conocen su secreto. Aventureros, buscadores de oro, fugitivos, merodearon sus dominios sin hollar su virginidad geológica. Dicen que solamente un hombre conoce cómo se llega…
Muchos lo intentaron. Algunos regresaron para relatar historias afiebradas de locura. Otros, nunca volvieron. Ese hombre, al que nombrar con recelo, nadie sabe bien de dónde vino y en dónde se puede encontrar… Brujo?, hechicero?, curandero?, loco?, ermitaño?…¿chamán*?.
En los fogones se sabe escuchar ese nombre que luego el miedo esconde en los rincones más secretos de los ranchos. Alguien lo suelta en la noche y en el fuego se queman esas sílabas con el chisporroteo de leña de ciprés.
Tintica
Cuando el invierno espesa el aire y el lago se vuelve hielo, Payún* sale de la caverna. Arropa su magra figura con cueros, apaga la fogata, carga sus secretos y cruza el lago que lo ve marcar el centro de su médula con el rastro de sus tranus*, que a cada paso parte en dos el silencio de las cumbres. Dicen que detrás del volcán, tan lejos que apenas se imagina, está el mar.
Que hay que bajar por desfiladeros tortuosos, viendo a la piedra en carne viva alimentar el frío de los ventisqueros, tapándole el ojo a las tormentas y velando de la montaña para que no se pierda.
A la distancia los picos de la cordillera prolongan en sombras sus aristas filosas, cortando en finas lonjas de silbidos la carnadura del viento del oeste. Entre un aire celeste se esfuman las últimas vértebras del espinazo del continente, antes de hundirse en el océano.
Todavía el verde muestra un tono tímido frente a la nieve eterna. Más abajo, renovado y vigoroso, cierra fila entre batallones de árboles quietos, para ser al final de la pendiente, el límite exacto entre el monte y un mar sereno.
Luego el paisaje se torna menos duro. El corazón amaina sus latidos. Se respira una brisa clara, cargada de fragancias nuevas que cuentan de fogones familiares, árboles aserrados, rumor de pueblo.
El pueblo es, desde la altura, al principio sólo una mancha que a medida que se desciende va tomando forma: casas de madera alineadas al borde de la calle angosta; la iglesia blanca frente a la plazuela de una cuadra por lado y los manchones de bosques entre los claros que deja la labranza.
Entre perros que salen a su encuentro y gente pobre que lo ver pasar como un sueño, Payún camina con los ojos cargados de mar.
El pequeño caserío se llama Tintica*, uno de los pocos nombres que los conquistadores españoles respetaron entre El Carmen y Nuestra Señora de Atocha. Tintica quedó prendido en la memoria como un delirio antiguo. Algunos viejos cuentan cómo murió allí la abuela de Payún quemada viva por hereje. La trajeron arrastrando dicen- hasta el centro de la plaza. La crucificaron y le prendieron fuego. Dicen que ardió nueve días sin que el cuerpo perdiera su forma; se gastaron toda la leña seca y la vieja seguía entera, echando fuego por el hueco de los ojos.
Recién al décimo día, cuando una llovizna fina cubrió el caserío tapando sus celajes mortecinos, el cadáver comenzó a disolverse. Un agua negra corría desde las cenizas en dirección al mar, resumiendo el torrente en las arenas de la playa. La marea en cada ola se la tragaba en rítmicas bocanadas, hasta que sólo una mancha oscura, como de aceite, separaba el azul del mar y el horizonte. A ese sitio sabe llegar Payún para no olvidar lo que es.
Alguien vendrá del este
Payún sintió la luz de la mañana en la cara. Los rayos se filtraban por los intersticios de la roca hiriendo la oscura atmósfera de la caverna. En el centro aún boqueaba el fuego de la noche con un débil latido entre la ceniza. Arrimó leña nueva y pronto el frío de la piedra se replegó mansamente dando lugar a las llamas con sus serpientes inquietas.
Como cada amanecer, se quedó mirando esa lumbre con las pupilas encendidas por los misterios del humo y sus designios, buscando la secreta escritura de los antepasados, descifrando el mensaje que el fuego reflejaba desde lo más hondo del tiempo.
– Alguien vendrá del este…memorizó en silencio. Afuera el canto de la diuca* se humedecía en el rocío de la cascada. El arroyo rompía su preñez de hielo en minúsculas partículas, fundiendo su canto melodioso monte abajo, despialando su acerado brillo.
Apenas los lengales* encendieron sus perfiles con destellos dorados, Payún marchó cauce abajo con un sol estrujándole sus amarillos en el rostro curtido.
Con recelo de puma descendía lentamente el sendero conocido sólo por sus pisadas, yendo al encuentro del legado que los antiguos le anunciaron como un destino inexorable.
En la otra orilla del arroyo, justo donde termina el camino que conocen los viajeros, estaba el hombre: Con el asombro asomado a los ojos, contemplaba la imponente silueta del Pillanhue, absorto por tanta maravilla.
– Vengo desde Cañadón Largo… mi mujer está muy mal… se me muere, lahuentufé*!
– Vamos…- dijo Payún secamente.
El rancho estaba al pie de una lomada. Todo era silencio. Adentro, entre unos jergones mugrientos se adivinaba a la enferma por los quejidos. Un olor agrio le golpeó la cara cuando traspasó la puerta y se encontró con su mirada baldía.
– Dejame solo…- le ordenó mientras se quitaba su tosco abrigo de cuero. Debajo del catre, como destilando la muerte, los orines de la enferma goteaban, cayendo como una lluvia monótona desde los tientos al suelo.
Payún tomó un cuenco y los juntó gota a gota. Suavemente sentó a la mujer y trago a trago se los hizo beber. Después le acomodó los cueros y le sacó con la mano el sudor que le caía de la frente. Un silencio denso, sólo quebrado por la respiración despareja de la enferma, cubría aquel ámbito de dura miseria.
El hombre regresó de desensillar el caballo que a un tiro de piedra ramoneaba los escasos coirones. En la cocina ningún sonido delataba la vida, como si el alma de esa gente se hubiera ido con el último humo que la chimenea soplaba hacia un cielo pálido y lejano.
Le costó prender el fuego. La leña verde le sahumaba la cara y ponía una neblina olorosa por el estrecho ambiente.
No bien las llamas vencieron la resistencia del humo, la claridad vacilante se trepó a las paredes devolviendo su forma a cada cosa.
Cuando se pudo ver, Payún ya no estaba.
Lejos, donde la tierra confunde su lomo alazán con las primeras estribaciones, se desleía su espalda untada de infinito.
Al amanecer desde la pieza de la mujer llegaban cortos reclamos.
– Demetrio,…Demetrio…
Entre sueños al hombre le parecía escuchar esa voz lo llamaba. Se había dormido sentado, cansado y triste, mirando las brasas agonizar en la cocina
Se incorporó de un salto y fue al encuentro de su mujer que lo esperaba parada cerca del catre.
La sostuvo entre sus brazos fuertes y la miró largamente. Como saliendo del fondo de esa cabellera desgreñada, la vida mostraba de nuevo su pujanza, en un agua limpia desbordada de los ojos.
Payún
Laifil*, la abuela de Payún muerta en Tintica, había vivido largos años en un paraje al norte de Cruz Negra, en los primeros médanos del desierto.
Desterrada por los comentarios acerbos de un obispo, terminó confinada con su oficio de machi al sur, donde el mar lavaba su terrosa memoria.
Payún, sexto retoño de su hija soltera y de padre desconocido, vino al mundo con una barba tupida que le cubría todo el rostro uniéndosele a un pelo lacio como enjambre de avispas negras.
Para Laifil fue la señal. Ese niño endeble, contrahecho, era el elegido por los dioses para ser depositario del legado ancestral. Le costó caminar y adolescente, recién pudo pronunciar el nombre de su abuela, que desde que nació se apoderó de él y lo llevó a su choza solitaria.
Para ser chamán, se nace chamán.
Ella, que había viajado las cien leguas hasta Almejuelas para hacer llover luego de treinta años de sequía; que le pudo decir a Manuela Chávez, con sólo leer en la clara de un huevo de gallina que su hombre estaba vivo y andaba cuatrereando por Miraflores y no muerto como dijeron los de la partida; fue ella que al cuarto mes de nacido le abrió al niño el tercer ojo, con el que Payún podría escrutar más allá de las cosas.
En su mollera, antes que el hueso crezca y cierre su cráneo pequeño. le puso el sagrado anillo de plata, puerta por donde pasará esa luz que sólo pueden recibir los que no tienen sombra, los que sólo vieron sus rostros en los espejos de agua, los que caminan por el fuego, los que se lastiman y no sangran, los que saben encontrar la flor azul que hacer ver a los ciegos, los que ven más allá de los ojos, los que están siempre despiertos…
Con el pasar de los días el duro aprendizaje: uno a uno los nombres de las plantas curadoras; juntar el melincolahuén*, esa agua sanadora que en neblina transpira la cascada; largos ruegos penitentes; el ayuno doloroso, con la lengua clavada al canelo* patriarcal, para ver entre lágrimas las primeras visiones.
Hasta que un día, en el mismo sitio donde los dioses antiguos saben bajar transformados en hualas*, el iniciado enfrenta su prueba definitiva.
Acostado sobre un matrón, los brazos pegados el cuerpo, los ojos cerrados, los pies juntos y orientados al naciente. Ningún músculo se mueve. A su lado la vieja machi* golpea el pequeño tambor acompañando un canto monocorde y misterioso.
Nada de lo que dice es palabra conocida.
A medida que se acelera el ritmo, su voz aguda aumenta el volumen de ese canto lastimero hasta que, como en un estertor eléctrico, se desploma como fulminada por un rayo.
En ese instante, al cuerpo de Payún le acomete un temblor hondo y una resolana brumosa desdibuja su figura dormida.
Poco a poco el cuerpo se volatiliza y un viento luminoso se lo lleva por encima de los árboles.
A esa misma hora en la playa de Tintica, otro Payún arrodillado, de cara al oeste donde moran los difuntos- mira como el mar le devuelve a Laifil, su abuela muerta.
Como el caer de una estrella
Luego de la trágica muerte de Laifil, nada fue igual en Tintica. Era como si Dios,
desde entonces, transitara tan pobre y necesitado como los paisanos y mestizos que comparten
sus vidas y esos designios ineludibles.
A todos aquellos que arrimaron leña a la hoguera, la machi muerta les recordó la crueldad con lúgubres señales.
A Primitiva Huenchocoy en días que el viento del oeste parecía dormido sobre un mar aceitoso, un aire repentino le cerraba puertas y se prolongada en quejido ronco que sólo ella oía. Un frío de tumbas se instalaba en sus huesos a pesar del sol quemante del verano. Le buscaron remedio pero nada le curó ese temor al fantasma que cerraba puertas y ponía hielo en su sangre. Enloquecida, en una marejada grande, nadie la oyó perderse entre el estruendo de las olas. Apareció ahogada, con los ojos arrancados, en la playa donde Payún suele regresar a encontrarse con su abuela.
A Secundino Gamín, por las noches, manos huesudas y heladas le recorren la espalda para robarle el sueño y alejarse luego con pasos que no dejan rastros a la luz del día.
El sabe esperar despierto… y nada. Es cuando lo vence el sueño que la difunta lo despierta y se aleja de repente dejándolo estaqueado por un miedo torturante.
A la Vicenta Ainol la locura le fue llegando despacio, como una agonía perezosa y cruel. Veía como un ñamco* posaba sus redondas pupilas en la ventana y luego le daba el lomo como señal de desgracia antes de marcharse. Ella lo miraba y gritaba su angustia, sin que nadie pudiera jamás ver al aguilucho pecho blanco. Así una y otra vez … meses, años.
Una noche se levantó y fue al encuentro del ave. Al aclarar la encontraron colgada de la cumbrera con un tiento al cuello y los pies a una cuarta de la pila de leña que amontonó para subir y ahorcarse.
Otros cuentan que ven una luz que baja de los montes y recorre la calle principal hasta llegar al centro de la plazuela. Ahí se detiene algunos instantes para iniciar luego una frenética danza, hasta convertirse en remolino de fuego. Lentamente va perdiendo fuerza y, ya débil, enfila hacia el mar donde la noche se la traga. Un penetrante olor azufra las sombras del pueblo quieto. En cada casa, un soplo húmedo apaga velas y candiles, mientras que afuera, no lejos de los cercos, los perros torean extrañas figuras que más tarde se repliegan arrastrándose con ruido de cadenas.
Hace un tiempo marcharon en busca del cura de El Carmen. El cura vino casi de mala gana y luego de un largo sermón que culpaba a demonios y pecadores por las penurias del pueblo se llegó, hasta el centro de la plaza y bendijo el sitio con agua santa. Todos se santiguaron a un tiempo y con gestos de recogimiento lo acompañaron de regreso a la iglesia. Después de la partida del padre Ovalle, una calma pesada envolvió al caserío.
Sin embargo, algunos dicen que vieron sobre el mar, como el caer de una estrella, aunque muy cerca de la playa y con un brillo extraño.
Dicen que suele aparecer cada vez que muere alguno de los que crucificaron y quemaron viva a Laifil, la abuela del mago Payún.
Laifil
Arrodillado, juntando las palmas de las manos como guardando en un cofre las cruces que entre las líneas de la vida y de la muerte, marcaban a sangre su destino, Payún entró en trance para ver llegar a Laifil en su canoa desde algún lejano laberinto. Se le aparecía brumosa, ajada la piel por tantas intemperies, las manos sarmentosas de tejer interminables matrones, por hablarle desde su boca pequeña, arrugada, hundida, como una puñalada dada en un cuero..
– Nada de lo que vez, es como lo vez…- le decía. Hay que entender lo que dicen los que habitan el misterio para no errar el camino. Nada de lo que se ve es eso en realidad repetía. La mente no puede distinguir qué es realidad y qué es fantasía. Por eso debes usar tu instinto, esa parte animal que tienes para entender a la madre tierra. Cuando no se usa el instinto sólo se ve lo que se desea ver, no lo que hay que ver en realidad.
Recuerda que para tener todo, primero debes quedarte sin nada. Nada de lo que la gente cree que es suyo le pertenece; el hombre sabio, Payún, es aquel que poco o nada tiene. Que cuando marcha, todo lo esencial lo lleva puesto.
Las mariposas son en verdad ilusiones de jóvenes vírgenes desaparecidas; los sapos, espíritus de gente quemada y no sepultada; las víboras, hembras adúlteras que se cruzaron con machos de otras especie; los pájaros sólo son pensamientos: negros, blancos, de colores. Verás pasar a la gente dormida caminando feliz hacia su despeñadero. Están dormidos, por eso no te ven ni pueden sentir el fuego, o la piedra, o la nieve, o el cuchillo, o el lazo, o la peste que los matará.
Te llamarán mago Payúnle decía- porque dormidos, creerán ver lo que tú quieras que vean o sientan y será tu voluntad medir en ellos el bien y el mal, la noche y el día, como la vida y la muerte.
Antes de lograr abrir los ojos, vio como la anciana subía a la canoa y remando parsimoniosamente se alejaba rumbo a Mocha*, la isla que según los antiguos, es el lugar donde residen los espíritus.
Con la boca reseca por sales y vientos, cargándose el crepúsculo como un poncho, marchaba caviloso por la calle entre caminantes que lo atravesaban como a una transparencia , sin imaginar su presencia entre las voces y ruidos de la aldea.
Con el último rayo de sol colgado de su rostro indio, dejaba atrás las casas grises que al final del caserío se fundían con las primeras manchas de monte, antes que la montaña se apoderara del valle con su mole imponente.
Arriba, del otro lado de la cordillera, luego de cruzar el costado sur del Pillanhue y reconocerse en el espejo esmeralda de sus aguas, le aguardará la caverna y su abrigo de minerales antiguos y los mensajes que el fuego le develará en luz cuando la fogata abra su cerrado párpado de cenizas.
Rinconada
Todo era viejo, desgastando por ese viento arenoso puliendo los perfiles de casas abandonadas hace tanto tiempo.
La iglesia sin cura, amontonaba un médano bajo frente a sus gruesas puertas cerradas, en un silencio macizo sólo roto por alguna campanada fuera de hora, cada vez que una ráfaga de viento norte movía y golpeaba el negro badajo, colgante como testículo de toro.
Por el callejón principal de Rinconada suele pasar la historia como una anciana ciega sin detenerse. Fue obligado descanso de las tropas revolucionarias en su tránsito al norte y parada de mercaderes, bandoleros y contrabandistas de frontera.
Algunos aseguran que el mismísimo Brigadier General Don Estanislao Lezcano, hizo noche en la víspera de la batalla de El Quemado, velando las armas antes de aquel sangriento combate que sembrara de muertos el valle y signara para siempre la suerte de la gesta emancipadora.
Y hasta se dijo que el Coronel Robustiano Campos, caído en esa pelea, fue enterrado por sus soldados en el cementerio, pero no se sabe dónde, pues nunca se conoció el lugar de su tumba. Pero eso fue hace un siglo!
De aquellas cincuenta familias, hoy quedan algunos viejos con los ojos grises de ver por siempre tanto desamparo. Y la Cándida Moraga con su hijo enfermo, en esa casona blanca delataba por un humo sin forma que repta un cielo ceniciento, como el último pulso de la vida en aquellas desolaciones.
En horas que el viento para, en el erial que cobija a los muertos entre picas bajas, las cruces tapadas ocultan el nombre de alguna historia familiar ajada de olvidos largos. Pero el mismo viento sabe escarbar los arenales y entonces las cruces muestran los apellidos de aquellos huesos tristes: Amaranta Solís (q.e.p.d.), Alejandrino Quenao (q.e.p.d.), Domitila Soca (q.e.p.d.), Porfidio Curinao (q.e.p.d.)…
Por la entrada despareja, seguida por la mula que sin esfuerzo cargaba al pequeño jinete, Laifil caminaba con la vista fija en ese humito parado en el aire, que le señalaba el final de aquel largo viaje.
Un zaguán estrecho terminaba en el patio de baldosones rústicos desde donde una galería espaciosa daba sombra a las habitaciones que en hileras, conformaban aquella construcción que fuera almacén y fonda en tiempos mejores.
Cuando sus anteriores ocupantes la abandonaron, Cándida escondió la peste de su hijo entre esos muros de tres jemes de anchura. En esa penumbra de socavón, un niño con rostro de viejo miraba deslumbrado el chorro de luz que le acuchillaba los sentidos, iluminando esa carcoma oscura que le masticaba las entrañas.
Laifil lo contemplaba callada, como quien se asoma luego de un derrumbe. Al fin dijo:
– Me llamaron tarde. Esta criatura no tiene remedio…ya huele a podrido el pensamiento murmuró la machi como un rezo No creo que pase de esta noche…
Unas manos piadosas le cerraron los ojitos para devolverlo a las tinieblas.
Al otro día, con el sol pintando de fuego las crestas de las serranías, la machi seguida de la mula y el pequeño Payún montado, le daban la espalda al caserío, mientras un viento nuevo, recién venido, amontonaba arena junto a la cruz del angelito.
Pirquinero
Agachado como estaba sobre las aguas, apenas si pudo ver la figura reflejada que se deformaba llevada por la corriente. Al levantar la vista, se encontró de golpe con Payún que lo observaba desde la orilla.
Lentamente el buscador de oro se enderezó. Desde la batea, una breve catarata rubia de agua y arena cayó para perderse entre el rumor de cauce andando.
-Buenas…- alcanzó a decir, aún metido hasta las rodillas en el arroyo.
Payún levantó un brazo en mudo saludo y se quedó inmóvil, como quien no termina de entender lo que está viendo.
El hombre caminó el trecho que lo separaba de la orilla con los ojos fijos en la silueta morena, aparecida de la nada.
Cuando estuvo cerca, la mirada del indio se había puesto lacia.
-Hace tres días que lavo… y ni una chispita! Parece prometedor el sitio pero, hasta ahora… Vengo de Farellones y comentan los mineros que en la naciente de este arroyo hay oro. Y usted, ¿qué anda haciendo por aquí?
– Vine a oír el ruido de la lluvia dijo Payún para volver a adentrarse en un mutismo prolongado.
– Me llamo Joaquín Meneses comentó el pirquinero* acuclillado junto al fogón de piedras bochas que encerraban un fuego de leñas menudas.
-¿Ha encontrado oro, aquí?
– No busco oro, no lo necesito… respondió el mago.
Meneses lo escuchó como a una voz lejana y sin sentido. Antes que pudiera ordenar sus pensamientos, Payún agregó:
– Nada se puede conseguir con oro. El oro es el sudor sagrado del volcán y quien le roba al Pillanhue sólo puede esperar desgracias!
El hombre contuvo una risa que pudo ocultar gracias al pretexto de ir por leña para el fuego agonizante. Cuando regresó, el moverse de algunas ramas le señalaron el rumbo por donde se había marchado aquella extraña aparición.
Un sol nuevo entibiaba el aire fresco. Meneses se desperezaba fuera de los cueros. El vapor de la respiración le mojaba la barba hirsuta con una neblina tornasolada, mientras las frías aguas del chorrillo, entrechocaban sus perlas líquidas como una música venida de los sueños.
En jornadas largas, repetidas, de sol a sol, con voluntad obsesiva, fue sacándole el lecho sus lágrimas doradas. Una a una las guardaba en aquella bolsita de curo sobado, hasta que el tiento que la cerraba apenas podía atarse.
Ese mediodía, cansado de lavar en vano toda la montaña, decidió, que ya estaba bueno, que era tiempo de descansar, de festejar por todo esa quincena metido en el agua sin más cielo que ése, que se reflejaba siempre yéndose.
– Si le doy tranco sin parar, antes que se ponga oscuro puedo estar en Cañadón Huemul meditaba mientras terminaba de acomodar los trastos, pregustando ese aguardiente fuerte que sirve en el boliche del vasco.
Mientras rumiaba estos pensamientos, desde el oeste un nublado plomizo, como de pólvora, tapaba las formas de la montaña. Un silencio hondo, pesado, preanunciaba la nevada. Los animales del monte mostraron temprano esa ansiedad que los intranquiliza en cada cambio de clima. Meneses no sabía que cuando los pilquines* se alborotan no siendo época de celo, es seguro que nevará. Con los pies arrimó tierra al fuego hasta sofocarlo. Orinó cerca del agua y se puso a caminar feliz, sintiendo la bolsita con el oro apretada entre la ropa y las costillas. A poco de andar la tarde mostraba un cielo sucio y los primeros copos le caían sin ruido por la espalda. Lo que fue apenas una llovizna gruesa, se transformó de pronto en un desierto blanco sin orillas, por donde caminó sin rumbo hasta que el más profundo, lo puso a un paso del delirio. Lo último que vio fue una enorme víbora, que abarcaba hasta donde la nieve le dejaba ver, que lo atrapaba y hundía en una negra y fría oquedad sin límite. Cuando lo hallaron, Meneses estaba desnudo. Dicen que cuando se ahogó en el Arroyo de las Vueltas en aquella nevada grande, la correntada le fue quitando a puro golpe de agua y risco todo lo que llevaba. Que todo se lo llevó el agua, menos a Meneses que parecía dormido, no muerto.
Esa flor azul
Javier Etchemaitechea le pasaba un trapo al mostrador tratando de limpiarle esa pátina oscura que el uso y los años le untaron a su hosco maderamen.
En Cañadón Huemul parada de carros y chatas- su boliche reunía a los pocos pobladores de la zona y viajeros que desde septiembre a marzo, se animaban a transitar aquellos huellones marcados a puro invierno en la piel nativa del páramo.
Javier miraba la lluvia empañar la mañana fría, con esa garúa obstinada que llevaba cuatro días seguidos sin parar, como quien acepta resignando un veredicto irrefutable. Esa llovizna tenaz, que apenas le permitía ver hasta el palenque solitario, parecía mojarle la única región a salvo de aquella tempestad obcecada: los recuerdos.
Se veía joven, recién llegado, con esa desmesurada vastedad extendiéndose antes sus ojos azorados. Sus primeros trabajos, largos arreos, los primeros pesos, duros inviernos esperando a la vida en estrechos fogones de dilatadas estancias inglesas, privaciones, algún amor pasajero que sólo dura la plata de un mensual cuando baja a los pueblos de las costa. Esquila, baños, señalada, desierto, soledad…
Hasta que llegó el día en que un paisano suyo le ofreció el boliche y juntando los ahorros de años a las ganas de quedarse por algún tiempo en un solo sitio, se le animó al oficio de bolichero.
Y aquí lleva treinta años viendo pasar todos los días entre arrieros quemados de intemperie, troperos tallados de vientos, indios melancólicos, oportunos mercachifles, puesteros llenos de olvidos.
– Una grapa, don Javier…qué va a tomar Ud.?
– Pa mí una caña dulce y un vino pa mi compañero.
– Traigo cuero e zorro… once traigo…
– Vasco… una ginebra doble!
Un ruido que venía de esa lluvia mansa le devolvió la conciencia. Vio entonces al bulto que trataba de encontrar el hueco de la puerta, soltando briznas de agua su haraposo ropaje. El recién llegado tanteaba el piso con una vara corta que hacía de bastón y se guiaba tocando los objetos que encontraba a su paso o los sonidos que le indicaban la presencia humana en ese rumbo. Cuando logró entrar, cerró la puerta tras de sí y se quedó inmóvil por unos segundos esperando percibir nuevos mensajes. Caminó hasta el mostrador al mismo tiempo que se quitaba la boina negra y preguntaba… Hay alguien aquí?
– Qué día para salir de recorrida, don Hilario! espetó el vasco sólo por decir algo; luego agregó Desde que se le dio por llover finito, no he visto gente; debe estar mala la huella.. Suerte que vino Ud. para conversar y no estar solo, aburrido de ver garuar!
– Me han dicho que Ud. sabe donde se le puede encontrar al curandero, que sabe venir por aquí…que Ud. sabe… dijo el ciego secándose las últimas gotas de la cara con el dorso de la mano.
– Ah! Payún!… hace como un año que no baja. La vez pasada lo fueron a buscar cuando la mujer de Demetrio Magariño estuvo tan enferma. El la curó sólo con verla… de palabra. Pero hay que ir hasta donde termina el camino que lleva al volcán, justo donde el Arroyo las Vueltas nace de los chorrillos. Ahí hay que prender fuego y esperar que baje. Eso dicen…
– Gracias, don Javier dijo el ciego enfilando hacia la puerta, con la vara adelantándose a su paso vacilante. Salió del boliche para desaparecer tapado por la cerrazón.
Payún miró el humo subir recto, sostenido en la quietud de la mañana como un pabilo blanco sobre los árboles. Tapó con ramas la boca de la caverna y marchó aguas abajo.
El ciego sentado junto al fuego, adivinaba ese sol joven salido de la tierra que le calentaba la cara y le ponía un reverbero lila en sus pupilas opacas.
Sintió de golpe la mano del indio apoyarse en su hombro. Ningún ruido había denunciado su llegada. Giró la cabeza preguntando…
– Quién anda ahí?
– Payún contestó el chamán con voz apenas audible.
– He venido a verlo porque quiero que me cure. Soy ciego.
– Ya lo sé… sé también por qué perdiste la vista. Si encuentro esa flor azul que Elchén* guarda para dar luz a los ciegos, volverás a ver. Si no la encuentro, nunca más verás.
Ahora vuelve por donde viniste y por ninguna causa regreses a este sitio le sugirió para quedar en silencio.
– Gracias, gracias Payún! expresó el ciego extendiendo los brazos en busca del chamán, pero nada encontró. Nadie respondió a sus palabras.
Lenta, dolorosamente avanzaba el ciego, tropezando, cayendo y levantándose para caer de nuevo sobre el áspero suelo.
Días enteros de penosa marcha regreso a Cañadón Huemul, con la esperanza abrigándole su corazón fatigado, sobreviviendo a lo más hondo de su noche.
Primero fue como un lejano deseo de llorar que se derrumbaba de sus ojos dormidos. En el cristal líquido de la lágrima, un arco iris difuso le iluminó los sentidos con minúsculo relámpago, tornándose de a poco en una visión acuosa, estremecida por flechas luminosas que fueron dando color a cada cosa: al principio, el camino, luego las casa y por último la gente.
Hilario lloraba. Era esa la forma más rotunda de lavar tanta oscuridad.
En la caverna el chamán miraba el fuego, perdido en lejanos territorios, mientras la flor azul que Elchén guarda para dar luz a los ciegos, le azulaba la negra obsidiana de sus ojos.
El último viaje
Mientras caminaba hacia el mar, Payún presentía que éste sería el último encuentro con su venerada abuela. Algo muy íntimo, visceral, asomado de los confines de la sangre, le avisaba de aquella pérdida, signada por un atavismo milenario.
Laifil, que después de muerta parecía seguir envejeciendo, se le apareció armada de la postrera hechura humana. Esa que en cien años de existencia terrena la maceraba enjuta y macilenta, como una grotesca crisálida detenida en el tiempo de otra esfera.
La canoa parecía no tocar el agua, apoyada sobre un vapor brumoso. Se detuvo próxima a la playa, empujada por el flujo del mar sin que la anciana realizara esfuerzo alguno.
Una fuerza invisible a los ojos movía silente al pequeño navío, donde navegaba esa capitana decrépita, haciendo puerto en su último viaje por este mundo. Regresaba par entregar los restos de aquella antigua magia de chamanes a su nieto, a que los mortales nombran mago Payún.
Volvía para borrar sus rastros terrestres, antes de convertirse definitivamente en susurro de caracolas marinas.
Payún anhelante, sumido en el trance más profundo, iba al encuentro de Laifil. Sin que abriera la boca, la voz de la vieja machi salía clara, aumentada por un eco metálico, escapado luego de pasar por tortuosos meandros subterráneos.
-Los antiguos chamanes, fueron peregrinos venidos del norte, tan al norte donde la tierra se estrecha en una lonja angosta, en la frontera con los hielos eternos. Mi abuela Paineco* contaba esta historia, Payún.
Que cuando los viajeros llegaron, los días eran largos y tibios y los inviernos cortos y templados; que abundaban animales y plantas; que había buenas pariciones cada año: las hembras parían hijos sanos. Nadie peleaba con su hermano; nadie le quitaba la tierra o su alimento al otro. No había enfermos y la gente moría muy anciana.
Pero en medio de tanta riqueza fueron olvidando a sus dioses, y fue entonces que el sol perdió ese brillo que fecundaba a la madre tierra con hasta dos cosechas anuales. El aire se puso frío y llegaron las lluvias interminables, que arrasaban poblados enteros, emplazados en las márgenes de los ríos. Cuando cesaron las lluvias, el sol, ya frío, las convertía en nieve, en hielo que al no derretir el sol, secaba los ríos y esa sequía extendía luego su sed a comarcas enteras.
Entonces el hombre por hombre mataba; uno, para quitar, mataba!, el otro, mataba para no dejarse quitar!.
La gente enfermó y poco a poco la tierra generosa se transformó en desierto. Tarde llegaron las rogativas y sacrificios humanos!.
Sólo quedaron las enseñanzas que trajeron aquellos peregrinos para salvar a los últimos náufragos!.
Y tú Payún serás el que cierre para siempre ese ciclo de muerte.
Por algún tiempo pareció callar y desaparecer entre la bruma. Sin embargo su voz llegaba nítida, como si la vieja machi le estuviera hablando al oído, tan cercana que podía tocarla si quisiera.
Desde su cuiminquelén* le oyó decir…
-Pronto vendrán forasteros para adueñarse de la tierra. Cortarán los árboles para usar madera y envenenarán las aguas de lagos, ríos y arroyos y llenarán de humo y pestilencias el aire de los campos. Vendrán para matar por el gusto de matar los animales del monte. Ellos serán los adelantados del más poderoso huecufú* que se conozca, que extenderá su poder maligno desde los hielos del norte hasta los hielos del sur.
Entre esa gente deberás vivir, Payún!.
Hasta que el volcán, origen de todas las anunciaciones , explote la furia contenida de los dioses, arrasando con las herejías de los hombres.
Cuando abrió los ojos, el mar se había retirado. Las aves marinas surcaban un cielo rosa, garabateando en las alturas sus letras minúsculas. Una mancha oscura, como de aceite, se fundía con el horizonte.
El grito
Siguiendo los repliegues escabrosos por donde la cordillera declina su mole india en quebradas profundas, el caminante se dejaba llevar por sendas casi borradas que cabras salvajes y huemules labraban a fuerza de pezuñas en los riscales de las cumbres.
Venía de Zaino Cahuel*, con ese rumbo que según los dichos de un trashumante lo llevaría al encuentro del curandero que habitaba algún remoto paraje andino.
Sólo con lo puesto marchaba animado por una energía escondida, recóndita, que le calentaba la sangre y lo empujaba desde lo hondo de su instinto mestizo.
Lorenzo Ñelay era bajo, de cara ancha y oscura, sombreada por una cabellera negra y dura que, indócil, le caía hasta sus hombros fuertes. Hijo de la montaña, era capaz de caminar días enteros sin mostrar fatiga, alimentándose con lo que cazaba, algunos piñones y frutos silvestres. Había perdido la cuenta de las jornadas que llevaba caminando, decidido a encontrar a ese mago que llaman Payún, quizás la última esperanza para hallar remedio al daño que diezmaba a su gente.
Esa noche mientras dormía, a Lorenzo Ñelay se le apareció el chamán. Soñó que le anunciaba su presencia. Que lo esperaba a la sombra de ese mismo coihue* – le decía- donde el mestizo, cansado después de una larga marcha, se había dormido. Entumecido por el frío de la noche, abrió los ojos sobresaltado para ver a Payún que lo contemplaba en silencio. Se incorporó al tiempo con ambas manos se sacudía el polvo de sus ropas, intentando coordinar alguna frase para comunicarse con aquella aparición que lo aturdía y desorientaba. Al fin dijo…
-Soy de Zaino Cahuel… me llamo Lorenzo Ñelay y hace días que camino… lo andaba buscando…
Payún parecía no escucharlo. Con la mirada neblinosa escrutaba la distancia como quien más que mirar, estuviera recordando. Por su memoria se sucedían imágenes de lugares y gentes de aquellas historias que él conocía en detalle y que ahora revivía para verlas de cerca, para entrar en ellas como protagonista de esos dramas acaecidos a más de cien leguas de su escondida caverna.
En esas visiones, aparecía la hondonada donde Lorenzo Ñelay levantó su rancho, con piedras desiguales hasta la altura de un hombre y que techó con coirón y barro. Su mujer y las cuatro criaturas que velaban en la más dolorosa de las miserias, las muertes de abuelos y tíos enterrados en la falda sur de la lomada, donde el sol de los indios les calentaba los huesos cada mañana. Todo era cristalino de tan pobre!.
El arroyo arrastrando su sombra líquida por el cauce de piedras duras. El campo de pastos altos estirando su verdor a lo largo del valle hasta tocar el cielo. Cabras como pintadas trepando los ijares de las lomas. Perros pastores. Voces que un viento distraído arrea sin apuro por el silencio de la tarde.
Pero cuando el atardecer cierra el párpado cansado del día, algo transforma esa calma en una inquietud antigua, un escalofrío que las sombras de la noche acentúan en cada sonido, en los latidos que regresan de un miedo encerrado en la memoria, hasta cuajarle la sangre de espanto. ¡Siempre en noches sin luna!
¡Ese grito que todos oyen estaqueados de terror!. Este reclamo que se fue llevando uno a uno a los varones de la casa para regresarlos muertos, sin ninguna herida, enteros, tirados por los campos. Se pueden ver los túmulos asomando como senos grotescos en el pecho de la lomada.
Ese grito llamando en la noche y el hombre, sacando coraje hasta de sus muertos, contestaba… Entonces se adentraba en la oscuridad como absorbidos por ese llamado irresistible, que lo maniataba en su maraña alucinante, hasta alejarlo definitivamente de la vida.
Si nadie salía, el grito se repetía, cada vez más débil, más espaciado, hasta que las primeras luces del alba acuchillaban a las tinieblas en retirada.
Todo comenzó hace años- con el abuelo Lindor.
El fue el primero y pensaron que alguna enfermedad le fue minando la salud, hasta volverlo viento. Después el tío Desiderio desapareció y lo encontraron muero cerca de Mallín* Grande. Era joven el tío Desiderio!.
Al año siguiente se fue el tío Fermín y ya no quedaron dudas que alguien se llevaba a los varones de los Ñelay luego que se oyera ese grito en noches sin luna!. El último, Celso, hermano de Lorenzo, lo hallaron muerto de sed, después de deambular tres días con sus noches en círculos, andando y desandando una y otra vez el mismo camino a sólo metros del arroyo.
-Llevame a Zaino Cahuel dijo el chamán al mestizo que se había mantenido callado observando con curiosidad y respeto las cavilaciones del mago.
Tras varias jornadas de marcha, sin cruzar siquiera una palabra, divisaron el rancho al pie de la lomada. Los perros olfatearon la presencia de Lorenzo en la brisa que bajaba de la cordillera lejano y salieron a su encuentro con ladridos cortos de júbilo. En el patio, una mujer con cuatro niños agarrados a su pollera, lo aguardaba como quien espera el último de los milagros!.
Pasaban los días con sus noches sin que el grito azotara su látigo de miedo. Todo sucedía lacio, repetido, anunciado desde el mismo comienzo del tiempo. Nada parecía turbar la paz campesina de ese paisaje apresado entre lomadas azules y cordilleras altas.
Esa noche, cuando todos dormían, Payún supo que él vendría! Y lo esperó hasta pasada la media noche, cuando el grito, como de un hachazo, partió en dos el aire quieto.
Él le respondió como si su grito fuera el eco de ese alarido quemante. Ese grito lastimero, casi quejido, se fue acercando con cada respuesta del chamán, hasta que todos sintieron que esa voz les recorría los sentidos como un aliento fétido.
Parado en el hueco de la puerta, Payún lo vio surgir de las sombras.
El brillo de sus espuelas alumbraron por un instante y pudo ver sus botas altas, el chaquetón negro envolviendo la bruma, el sombrero alón coronando su rostro invisible.
En ese pequeño relámpago, sus labios finos y apretados parecían aprisionar una mueca sarcástica debajo de una nariz aguileña, como pico de ave carroñera.
El chamán le buscó los ojos al amo de las tinieblas.
¡El aparecido no tenía ojos!
Avanzó hasta tenerlo al alcance de sus brazos. Entonces levantó las manos con las palmas hacia fuera y le mostró las cruces grabadas en la piel!
Un aullido bárbaro desgarró la noche y el amo de las tinieblas se desmoronó quemado por el fuego de su propio incendio! Un fuerte olor a azufre trasminaba las rústicas paredes del rancho.
Cuando amaneció y la vida regresaba a ocupar su sitio, un aire fresco, bajado de las cumbres, barría despreocupado unas cenizas oscuras como sopladas por golpes de alas.
Cuando le preguntaron a Lorenzo Ñelay por el mago Payún, el mestizo dijo…
– Se ha marchado…
Del amarillo tenue al rojo intenso
Había permanecido tanto tiempo mirando la cascada que sus sentidos se acostumbraron al rumor de las aguas despeñándose. Una quietud dolorosa apretaba el aire húmedo contra la piedra, quizá presagiando el cataclismo anunciado desde el propio origen de las cosas.
Primero fue como el quebrarse de una rama en silencio del bosque; luego el temblor sacado de lo hondo de la tierra, un estremecimiento prolongado recorriendo las colosales vértebras de la montaña, despertando sus vómitos de fuego.
Desde el cráter del Paillanhue, un humo oscuro sostenía sus culebras sobre el fondo blanco de las cumbres.
Payún contempló las primeras fumarolas como quién recibe una señal largamente esperada. Dándole la espalda al volcán, buscó el sitio donde el agua pura del torrente esconde, con paciencia de siglos, aquella greda prodigiosa. Con el puñado de arcilla regresó presuroso a la caverna y de rodillas, inclinado sobre la lumbre cansina de la hoguera, abrió la piel de su mano izquierda con el pequeño sangrador de cuarzo.
La sangre del chamán se fue mezclando con el barro sagrado hasta formar un amasijo luminoso. Mientras modelaba, mojaba con su saliva aquella tierra espiritualizada, para darle vida a esa pequeña y misteriosa reliquia. En sus ojos parecía reflejarse aquella extraña figura, alumbraba por los nacientes incendios que la lava encendía con sus lenguas invasoras.
Para ese mediodía, el sol era apenas un círculo de cobre viejo antes de desaparecer devorado por un cielo de cenizas. En cada explosión el volcán escupía sus entrañas de piedra líquida, en coágulos oscuros que agujereaban el aire caliente, como un monstruoso animal cavando su madriguera en el centro mismo de ese infierno. Luego de mínimas treguas, su tos geológica lanzaba de nuevo sus estupos fundidos, animando marejadas incandescentes.
Siete días estuvo el Pillanhue sacudiéndose con temblores que remecían su lastimada naturaleza. Después, en menguados estertores, con un escalofrío que recorría su nueva piel basáltica, se fue quedando dormido.
Una atmósfera agria, ácida, sostenía aún viva la lava morena que calcinaba con su escondido rescoldo el ramaje de los árboles moribundos.
Como luego de un combate, lentas humaredas trepaban penosamente los celajes de la cordillera, esfumando sus sombras duras.
Hacia el naciente un mar de cenizas disipaba la marca del horizonte, extendiendo su neblina plomiza hasta el infinito.
Nada parecía tener vida. Sólo el agua, como una víbora ciega, hurgaba en su memoria de limo buscando una salida por aquella tierra todavía quemante. Entre vapores sulfurosos, esa tinta negra se abría cauce ladera abajo. Paraba en diques de lava endurecida, para vencer con su húmedo instinto cada uno de los obstáculos que encontraba en su camino.
Cuando llegó a la angostura del Choroi, su pupila mostraba una lejía de cielo limpio, hasta reconocerse cristalina en el lecho del arroyo.
Una paz de muerte envolvía al paisaje desolado. Mantos de cenizas escaldaban las heridas de la montaña, mientras el viento golpeaba su sonaja contra los riscales, repitiendo como en sueños el murmullo helado de las cumbres.
En algún lugar cercano al viejo Pillanhue, la vida leudaba en secreto su eterna maravilla.
El moderno edificio donde funciona el Instituto Nacional de Investigaciones Antropológicas destaca su imponente estructura entre edificaciones más bajas. Luego de ascender los trece peldaños de su escalinata de entrada, se arriba al amplio hall central, desde donde se tiene acceso a espaciosas salas perfectamente iluminadas. Armarios, vitrinas y anaqueles albergan al legado cultural de nuestros antepasados.
Científicos, profesores, estudiantes y turistas, abarrotan a menudo sus dependencias, en un incesante ir y venir entre las 10 y 18 hs., de lunes a viernes.
En el cuarto piso está la sala dedicada a Culturas Andinas. Un mueble de madera lustrada con vidrios corredizos exhibe, entre vasijas incaicas, cerámica Chavín y artesanías rituales, una estatuilla de arcilla cocida, que casi escondida, escapa al interés de los visitantes, no obstante su llamativo color que va desde el amarillo tenue al rojo intenso, protegida por un barniz extraño que le otorga un brillo indeleble.
En los registros del Instituto consta que fue hallada por un arriero al pie de un volcán extinguido de los andes patagónicos. Expuesta con el N° 27.123, la descripción reza: … figura antropomorfa de 120 mm de altura y 35 mm de espesor, hecha en arcilla cocida. La pieza parece representar a un sacerdote en actitud ritual. Tiene boca grande, barba, nariz ancha y chata, ojos ovalados. Sobre el pecho carga un pectoral que sugiere la representación estilizada de un felino. Una túnica que nace de los hombros lo envuelve dejando ver al final sus pies descalzos. Una vincha de metal ciñe la frente y un tocado de plumas adorna su cabeza, prolongándose en largas orejeras. Los brazos, que terminan en grotescas manos con cuatro dedos y uñas afiladas, cuelgan a los costados del cuerpo.
Se desconoce su verdadero origen y significado… (*)
(*) Fuente: Hugo Covaro, El chaman y la lluvia, obra que se terminó de imprimir en noviembre de 1996 en los talleres gráficos de Servicop, Editorial Universitaria de La Plata (ISBN: 987-9160-08-8).
VOCABULARIO
Canelo: (Drymis winteri) Árbol sagrado del pueblo mapuche.
Ciprés: (Austrocedrus chilensis) Planta conífera de madera incorruptible.
Coihue: (Nothofagus dombeyi) Gran árbol de la cordillera andina de hoja perenne, pariente del roble.
Coirón: (Poa sp.) Tipo de pajonal muy difundido por la región patagónica, que sirve de alimento al ganado.
Chamán o shamán: Sacerdote, adivino, curandero. Personaje místico dotado de poderes superiores. Su sabiduría tiene origen en las tribus siberianas uralo-altaicas.
Chispita: Término con que los mineros llaman a las pepitas de oro.
Choroi: (Cyanoliseus patagonus) Palabra mapuche que significa loro. Loro cordillerano de vistosos colores.
Cuiminquelén: Del mapuche, el estado de trance del chamán o de la machi.
Diuca: (Diuca diuca) Hermosa ave canora de los bosques cordilleranos . Es gris con el pecho blanco.
Elchén: Uno de los nombres de Dios, entre los mapuches.
Huala: Cisne de plumaje gris que anida en los lagos patagónicos. Su nido es flotante y pone 2 o3 huevos de color celeste claro. Ente mitológico mapuche. Algunos autores llaman huala al macá zambullidor.(Colymbus rolland).
Huecuvú o huecufú: Espirítu del mal; significa opera desde afuera. Vocablo mapuche.
Huemul: (Hippocamellus bisulcus) Ciervo de las cordilleras andinas, en peligro de extinción.
Lahuentufé: El que cura o da remedios.
Laifil: Palabra compuesta por lai= muerte y fil, apócope de filú= víbora. Significa víbora muerta.
Lenga: (Nothofagus pumilio) Árbol de los bosques cordilleranos de madera noble muy usada en carpintería.
Machi: Pitonisa, curandera, oficiante principal en las rogativas del pueblo mapuche.
Mallín: Terreno llano y húmedo con buena pastura.
Melincolahuén: Término compuesto por meli= cuatro, co= agua y lahuén= remedio. Agua sagrada que el chamán obtiene de la neblina que producen algunas cascadas. Significa: remedio de las cuatro aguas.
Mocha: Isla del Pacífico, ubicada frente a la provincia chilena de Arauco, descubierta por Juan Bautista Pastene en 1544. Según la mitología mapuche, es residencia del espíritu de los muertos.
Ñamco u ñancu: (Elanus Leucurus) Aguilucho pecho blanco. Ave considerada présaga por el mapuche: si da el pecho buen augurio; si da el lomo mal presagio.
Ñire: (Nothofagus antártica) Árbol cordillerano de porte mediano o bajo, según las regiones.
Paineco: Palabra compuesta por paine= celeste y co= agua. Voz mapuche que significa agua celeste.
Payún: Término mapuche. Significa barba.
Pilquín o chinchillón: (Lagidium viscacia) Pequeña ardilla de la cordillera patagónica de color gris claro con manchas de tonos amarillentos.
Pillanhue: Palabra compuesta por pillán= antiguo dios del trueno que habitaba los volcanes (por extensión en la actualidad es sinónimo de volcán), y hue= lugar. Significa lugar donde hay volcanes o donde mora Pillán.
Pirca: Muro hecho con piedras, generalmente de poca altura.
Pirquinero: Americanismo. Dícese del buscador de oro en ríos y arroyos o minas abandonadas.
Tintica: Pajarito trepador que habita los bosques cordilleranos. Es de color pardo, con pico y patas oscuras.
Tranu: Calzado rústico de cuero con el pelo hacia afuera. Es voz mapuche.
Zaino Cahuel: Caballo zaino. Cahuel es una deformación mapuche de caballo.