la historia del Cuervo domesticado

Había una vez una gran aldea a la que llegó una plaga de cuervos. Tantos eran los cuervos que las pobres mujeres no sabían qué hacer para echarlos de los tipis y alejarlos de los tasajos de carne de búfalo. En realidad, eran tan numerosos y tan insoportables que finalmente el jefe ordenó a los pregoneros del campamento que fueran a los diferentes campamentos y comunicaran a todos sus órdenes: que había que hacer la guerra a los cuervos hasta exterminarlos; que tenían que destruir los nidos y romper los huevos. La guerra de exterminio proseguiría hasta que no quedara ni un cuervo, salvo el más pequeño que encontraran, que tenían que llevárselo a él vivo.

La guerra a los cuervos se prolongó una semana. Dieron muerte a miles de cuervos a diario y al final de la semana no se veía ni un solo pájaro de aquella especie por los alrededores. Los que lograron escapar de las flechas de los guerreros huyeron para no volver jamás a aquellas regiones.

Cuando la guerra de los cuervos terminó, llevaron al tipi del jefe el más pequeño que habían encontrado. En realidad, era tan pequeño que sólo gracias a los poderes del jefe siguió vivo hasta que aprendió a saltar y a buscarse la comida. El jefe se pasaba casi todo el tiempo en la tienda enseñando al joven cuervo a entender y a hablar el idioma de la tribu. En cuanto el cuervo lo dominó, el jefe le enseñó los idiomas de las tribus vecinas. Cuando el cuervo aprendió también los otros idiomas, el jefe lo envió a largos viajes a comprobar la situación de los campamentos de los distintos enemigos.

Cuando el cuervo llegaba a un campamento indio grande, se posaba y saltaba por allí simulando picotear, aunque lo que de verdad hacía era mantener las orejas bien abiertas para no perderse nada. Merodeaba todo el día y por la noche, cuando se reunía el consejo en la gran tienda que se alzaba siempre en el centro de la aldea, para tomar decisiones sobre la próxima incursión y organizar expediciones para robar caballos, el señor Cuervo siempre estaba cerca y se enteraba de todos los detalles. Luego volaba junto a su amo (el jefe) y le contaba cuanto había oído.

El jefe enviaba entonces a una banda de guerreros a tender una emboscada a la partida de guerreros enemigos y, como los enemigos no sospechaban nada, caían en la trampa mortal que les había tendido. Así que el cuervo era el explorador de su jefe, cuya fama de Wicasa Wakan (hombre sagrado) llegó pronto a las diferentes tribus. Los guerreros del jefe interceptaban, emboscaban y aniquilaban a todas las partidas de guerreros enviadas a su campamento.

Y así, sabiendo que no podían hacer la guerra al pueblo de aquel jefe desconocido, renunciaron a hacer la guerra a aquella banda concreta. Cuando la carne escaseaba en el campamento, el jefe enviaba al cuervo a buscar búfalos. El cuervo los localizaba y regresaba a informar a su amo; entonces el jefe ordenaba partir a los cazadores, que regresaban cargados de carne. De esta forma, el cuervo mantenía el campamento informado siempre de todo cuanto les interesaba.

Pero un día, el cuervo desapareció, dejando a la tribu sumida en la aflicción. Al cabo de una semana, el señor Cuervo volvió. Todos se alegraron por su regreso, pero el cuervo estaba alicaído y no hablaba; se posó con la cabeza en lo alto del tipi del jefe y no probó la comida que le ofrecieron.

En vano le pidió el jefe que le explicara la causa de su silencio y abatimiento. Guardó silencio, hasta que el jefe dijo :

– Bien, reuniré a unos cuantos guerreros e iré a averiguar la causa de tu actitud.

Al oír esto, el cuervo habló:

– No vayas – dijo – me daba miedo contarte lo que sé que es verdad, pues se lo oí a grandes hombres sagrados. Viajaba yo sobre las montañas al oeste de aquí, cuando vi a tres ancianos sentados en la cima del pico más alto. Me posé con mucho cuidado detrás de una roca y escuché su conversación. Oí que uno de ellos mencionaba tu nombre, y luego oí mencionar el nombre de tu hermano. Luego, el tercero que era el más anciano, dijo: – dentro de tres días, el rayo matará a esos dos hermanos que todas las naciones temen -.

Un gran dolor conmocionó a la tribu al saber lo que había contado el cuervo. El tercer día por la mañana, el jefe ordenó que colocaran un precioso tipi en el punto más alto, lo bastante lejos de la aldea para que los truenos no asustaran a los bebés del campamento.

Se celebró un gran banquete; cuando acabó, llegaron seis doncellas con los caballos de guerra de los dos hermanos. Los caballos estaban pintados y ataviados como para un ataque al enemigo. Una doncella caminaba delante del caballo del jefe, con el arco y las flechas del gran guerrero en las manos. La seguían dos doncellas, una a cada lado del cabrioleante corcel de guerra, cada una de las cuales sujetaba una rienda. Detrás del caballo del jefe iba la cuarta doncella. Igual que la primera, llevaba en las manos el arco y las flechas del hermano del jefe. La quinta doncella y la sexta, cada una de las cuales sujetaba una rienda, caminaban a ambos lados del caballo del hermano del jefe. Avanzaron rodeando a los reunidos y se detuvieron delante de los dos hermanos. Éstos se levantaron y, tomando los arcos y las flechas, saltaron ágilmente a los corceles y se alejaron entonando su canción de muerte entre un gran murmullo de aflicción del pueblo que tanto los amaba.

Los hermanos fueron directamente al tipi que habían montado en el lugar más elevado próximo a la aldea; no tardaron mucho en llegar a su destino y, desmontando de los caballos, se volvieron, saludaron con la mano a su banda y entraron en el tipi. Nada más entrar, se oyó un retumbar de truenos lejanos. El sonido se fue acercando hasta que la tormenta estalló con toda su furia. Los relámpagos surcaban sin cesar el firmamento. Truenos ensordecedores seguían a cada relámpago. Por último, un rayo más brillante que los demás, un trueno más ensordecedor que todos los anteriores, y la tormenta había pasado.

Los guerreros se reunieron tristemente, montaron en sus caballos y se dirigieron lentamente al tipi del altozano. En la tienda encontraron a los dos hermanos, que yacían en la frialdad y la quietud de la muerte, ambos con el lazo de su caballo de guerra preferido en la mano. También los caballos yacían muertos delante de la tienda, uno al lado del otro. (De aquí viene la costumbre de dar muerte al caballo de su dueño).

Cuando los indios regresaban tristemente a casa, oyeron un ruido en lo alto del tipi y al alzar la vista vieron al cuervo posado en uno de los postes ahorquillados de la tienda. Estaba croando con gran pesar y cuando los hombres se alejaron, alzó el vuelo y su triste “Cuac” fue alejándose hasta perderse del todo. Y desde aquel día, sigue el cuento, ningún cuervo se acerca a la aldea de aquella banda de indios.