Homeopatía a petición popular
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El servicio de conteo de visitas a este blog full-contact nos informa, entre otras cosas, de las palabras de búsqueda en Google o Yahoo mediante las cuales los visitantes caen en las redes de nuestro influjo. En las últimas semanas resulta que muchos llegan acá buscando datos sobre la homeopatía, patraña que hemos mencionado, pero sin profundizar en ella.
En atención a esta anónima petición popular, responderemos ahora preguntas tan apasionantes como: ¿por qué los homeópatas van al médico?, ¿qué carajos es eso del efecto placebo?, ¿por qué no hacen investigación científica los homeopatitas?, ¿cuál es la historia de este simpático embuste? y cosillas similares.
Vamos, pues, de vuelta a fines del siglo XVIII, cuando no existía la medicina con bases científicas, cuando las chusmas morían como moscas en epidemias de peste (cólera, vómito negro y cosas así), cuando los médicos eran todavía practicantes más bien mágicos y cuando conceptos como la higiene simplemente no existían. La anatomía estaba en muchos aspectos donde la dejó Leonardo Da Vinci y, realmente, salvo algunos aspectos de la cirugía surgidos de la práctica en el campo de batalla y algunos conocimientos de herbolaria, poco podía hacer la medicina para resolver problemas de salud, sin contar con que se realizaban prácticas salvajes como el desangrado (en la creencia de que el “exceso de sangre” era causante de algunos males), ocasionándole graves daños a los enfermos. La sangre era considerada uno de los cuatro humores que movían al cuerpo.
Toda forma de medicina se basa, evidentemente, en una “teoría de la enfermedad”. Dicho de otro modo, según la idea de lo que causa la enfermedad viene la forma de curarla. La teoría de la enfermedad todavía era, en el siglo XVIII, la de los humores.
¿De mal humor y de buen humor?
La forma cotidiana de hablar del buen y mal humor tiene sus orígenes en la teoría de la enfermedad de Praxágoras popularizada por Hipócrates, que si bien fue un innovador en el siglo V antes de nuestra era, disponía de muy pocos datos reales sobre el funcionamiento del cuerpo humano.
Nos dice el sitio Universo E
Esta teoría bioquímica clásica considera que el cuerpo, como la personalidad, están regidos por dos fuerzas principales, una es el calor y la otra es el frío. Éstas actúan entre sí moderándose mutuamente, manteniendo un equilibro dentro del cual el cuerpo se encuentra saludable y sin padecimiento alguno, pero una vez que se aísla una de estas fuerzas es cuando se presenta el dolor, cuando una de estas fuerzas se encuentra pura, por ejemplo, cuando sobreviene la fiebre. Pero incluso en esos momentos cuando aparece la fiebre, se presenta el frío para lograr un balance, ya que el enfermo siente escalofríos y la fiebre dura tan solo un corto período hasta que se alcanza el equilibrio.
Dentro de esta teoría también se considera que, aunque las fuerzas principales son el frío y el calor, nunca se presentan solas, dependiendo del caso específico, pero siempre están mezcladas con lo seco y lo húmedo, lo cual conforma los cuatro humores del cuerpo: sanguíneo, flemático, colérico y melancólico que tienen repartidas estas propiedades, por ejemplo, el flemático es frío y húmedo, mientras que el melancólico es frío y seco.
La medicina de entonces, fundamentalmente no científica, creía que había que sacar del cuerpo lo que estaba mal (sangre, bilis, etc.) para que con ello se fuera la enfermedad. Las lavativas y los vomitivos, junto con las sangrías, eran la base del curanderismo de entonces.
Hahnemann y una nueva teoría de la curación
En estos tiempos, un médico de Sajonia (Alemania), Christian Firedrich Samuel Hahnemann, se dio cuenta inteligentemente de que con frecuencia los médicos mataban más enfermos de los que curaban con sus prácticas. Metido en esta preocupación, cuando traducía el libro Materia Medica de Cullan al alemán, se encontró con la “explicación” de que la quinina (que no se había aislado, pero se conocía como corteza peruana o cinchona) actuaba por su “efecto tónico en el estómago”. Evidentemente, tal explicación es una tontería que no explica nada.
Hahnemann procedió a autoadministrarse una buena dosis de cinchona dos veces al día para ver qué efectos tenía, y descubrió admirado que a él le provocaba efectos similares a los de las enfermedades que supuestamente la cinchona ayudaba a curar. Y decimos que a él le provocaba estos efectos porque no se los causa a todas las personas sanas, ya que según el doctor William E. Thomas Hahnemann tenía los síntomas de lo que se conoce hoy como hipersensibilidad a la quinina, una leve alergia.
Basado en su observación de que la quinina parecía producir en una persona aparentemente sana los mismos síntomas que, por otra parte, curaba en las personas enfermas, Hahnemann dio un salto cuántico desprovisto de toda lógica científica y decidió que entonces “lo similar se cura con lo similar” o, como dicen los curanderos homeópatas cuando quieren sonar interesantes, similia similibus curantur, lo que quiere decir que en la creencia de Hahnemann con base en ese solo experimento sin control alguno, para curarse un síntoma cuando esté enfermo, debe usted administrarse una sustancia que provoque precisamente esos síntomas en una persona sana. A esto le llamó “Ley de los similares”.
Tal tontería equivale a recomendar echarse ácido sulfúrico en las quemaduras porque a las personas sin quemaduras el ácido sulfúrico les provoca los mismos síntomas (quemaduras, ardor, enrojecimiento y destrucción de tejidos).
Don Samuel Hahnemann era un bienintencionado, pero de ciencia sabía más bien poco. Sus seguidores por lo menos han heredado ese desprecio profundo por la ciencia.
Con base en esa peregrina teoría sacada de una sola experiencia, Hahnemann procedió a desarrollar toda una terapéutica para curar lo similar con lo similar. Su teoría era que en lugar de sacar lo malo, para curar el cuerpo había que ayudarlo a restablecer la “fuerza vital” del propio cuerpo.
¿Cuál fuerza vital? Pues la vis vitalis en la que se creía hasta que aprendimos la bastante fisiología y química como para darnos cuenta de que tal cosa no existe. Pero Hahnemann no dejaba de creer en la teoría de los humores, simplemente le aplicó otra terapia.
Hahnemann desarrolló su terapia basado en sus puras ocurrencias. Por ejemplo, creía que cantidades mínimas de una sustancia bastaban para curar enfermedades, y, de hecho, tenía la inexplicable convicción de que mientras más pequeña fuera la cantidad de la sustancia, más grande era su potencia curativa en el retablecimiento del equilibrio de los humores gracias a la fuerza vital. Otra creencia irracional de Hahnemann era que el poder curativo se intensificaba si se sometía a la sustancia, diluida en agua o líquido similar, a un vigoroso sacudimiento, que llamó “sucusión”. La creencia ya supersticiosa de Hahnemann era que al sacudir la dilución (o “sucusionarla”) ésta liberaba poderes inmateriales y espirituales responsables de la curación. Por tanto, cada trocito de sustancia podía diluirse una enorme cantidad de veces sin que perdiera potencia, al contrario.
Según sus cálculos, se podía, por ejemplo, hacer una tintura alcohólica de una planta y diluirla sucesivamente hasta que hubiera finalmente una parte de la tintura original por cada billón (un uno con doce ceros) de la dilución final, o 1:1,000,000,000,000. Las diluciones son tales que no queda ni una sola molécula de la sustancia original en el remedio que se le administra al paciente. Pero según Hahnemann, no importa, porque está “el espíritu” del agente curativo.
A esto le llamó, con tremenda pomposidad, la “Ley de infinitesimales”.
Si a alguien le interesa abundar sobre el proceso absolutamente
anecdótico e incierto que usó Hahnemann para determinar qué efectos supuestamente tenían algunas sustancias sobre personas supuestamente sanas, puede visitar en inglés la página de homeopatía del Skeptic’s Dictionary o leer, también en inglés, Homeopathy in Perspective de Anthony Campbell. Baste decir que su sistema dependía de lo que “sentía” una persona con una sustancia, y que ni siquiera se ocupaba de repetir las pruebas para ver si era confiable.
Y es que Hahnemann se concentraba en los síntomas y no en las causas de los síntomas, es decir, las enfermedades, porque creía firmemente que era “inheremente imposible conocer la naturaleza interna de los procesos de la enfermedad y, por tanto, era inútil especular sobre ellos o basar el tratamiento en teorías”.
Va de nuevo porque la frase es parte del dogma homeopático, es “INHERENTEMENTE IMPOSIBLE CONOCER LA NATURALEZA INTERNA DE LOS PROCESOS DE LA ENFERMEDAD Y, POR TANTO, ERA INÚTIL ESPECULAR SOBRE ELLOS O BASAR EL TRATAMIENTO EN TEORÍAS”.
(Cuando un curandero homeópata del siglo XXI le cuente a usted la trola de que ellos “tratan el verdadero origen de la enfermedad”, recuérdele esta bonita frase de su gurú, a ver qué contesta.)
Como científico, el bienintencionado y supersticioso Hahnemann era un total impresentable.
El caso es que enunció sus creencias en el libro Organon de la medicina homeopática (1810) y se quedó tan contento como un ratón encima de un queso, tanto que se puso a escribir su segundo libro: Teoría de las enfermedades crónicas (1812). Tal es toda su obra.
Quedarse en el pasado: un bonito negocio
Hahnemann no era científico, cosa que no era su culpa, y ciertamente los demás sanadores, curanderos o médicos de principios del siglo XIX tampoco lo eran. De hecho, el gran éxito inicial de las terapias de Hahnemann se debió a que, al no desangrar, hacer vomitar y aplicarle lavativas de mercurio a los pobres enfermos, les administraba cucharadas de nada que, cuando menos, no les jodían más la salud. Esto permitía que los procesos curativos naturales de los enfermos pudieran funcionar sin interferencias.
Ojo, la homeopatía no “causaba” la curación, simplemente evitaba que otras prácticas médicas tontas perjudicaran a los enfermos. Los remedios de Hahnemann eran más humanitarios y menos peligrosos que la alternativa a principios del siglo XIX. Y eran inocuos.
El problema vino a lo largo del siglo XIX, cuando la medicina se desarrolló en las líneas del conocimiento científico y la homeopatía optó por quedarse en el mundo medieval de los humores, la vis vitalis, las sucusiones, el “espíritu inmaterial” de las sustancias de Hahnemann y, sobre todo, la misma farmacopea del Organon de Hahnemann y el mismo sistema para investigar “curaciones”.
Mientras tanto, Pasteur postulaba una teoría de la enfermedad que sustituía satisfactoriamente a la teoría de los humores: la de los gérmenes patógenos. En resumen, esta teoría establece que muchas enfermedades son causadas por pequeños seres microscópicos (bacterias, protozoarios, virus). A diferencia de la anterior teoría de los humores, ésta se pudo comprobar por muchos medios hasta que, efectivamente, sabemos con certeza que muchas enfermedades son causadas por agentes patógenos. Y aprendimos a tratar esas enfermedades.
Y los homeópatas seguían en la teoría de los humores, las sucusiones, el “espíritu inmaterial” de las sustancias de Hahnemann y el mismo sistema para encontrar “curaciones”.
Luego la fisiología nos fue enseñando que otras enfermedades se deben a desarreglos funcionales del cuerpo, funcionamientos incorrectos, falta de algunas sustancias (como la insulina, cuya falta es el origen de la diabetes), exceso de otras, etc. Y aprendimos a tratar muchas de esas enfermedades.
Y los homeópatas seguían en la teoría de los humores, las sucusiones, el “espíritu inmaterial” de las sustancias de Hahnemann y el mismo sistema para encontrar “curaciones”.
La anatomía nos vino a explicar cómo muchas otras enfermedades son ocasionadas por problemas anatómicos, como una aorta bifurcada o una fístula rectal, y aprendimos a tratarlos.
Y los homeópatas seguían en la teoría de los humores, las sucusiones, el “espíritu inmaterial” de las sustancias de Hahnemann y el mismo sistema para encontrar “curaciones”.
La genética nos ha enseñado que muchas otras enfermedades o afecciones tienen su origen en alteraciones dañinas de nuestro material genético. La embriología nos ha alertado de problemas en el desarrollo que va de la fecundación del óvulo al nacimiento.
Y los homeópatas seguían en la teoría de los humores, las sucusiones, el “espíritu inmaterial” de las sustancias de Hahnemann y el mismo sistema para encontrar “curaciones”.
El lector avezado habrá percibido que hay un patrón discernible acá. O sea, que los homeópatas no han avanzado un milímetro desde 1812.
Ése es el problema.
Y todo eso sin contar lo que sabemos que no es cierto de las propuestas de Hahnemann, es decir:
a) Los efectos de una sustancia no aumentan al disminuir su cantidad, sino al revés,
b) Sacudir cualquier cosa no aumenta sus efectos,
c) Las sustancias químicas no tienen espíritu curativo inmaterial, y
d) Sin duda alguna, los síntomas no se curan con sustancias que causen los mismos síntomas para restablecer la armonía de los humores, sino que sino que los síntomas son indicaciones del verdadero origen de la enfermedad, que se cura con las acciones necesarias para eliminar la enfermedad: aparatos correctivos, medicamentos antibióticos, complementos nutritivos, sustitutos de sustancias (insulina, hormonas), intervenciones quirúrgicas y un vasto arsenal médico que ha logrado lo que Hahnemann no pudo conseguir: aumentar la cantidad y calidad de vida de las personas donde quiera que se apliquen sus principios (véase en este mismo blog el tremendo efecto de la medicina con bases científicas en China a guisa de ejemplo).
De la esquizofrenia como modo de vida: cómo ser homeópata sin volverse loco
Hay algunas partes de las afirmaciones actuales de la homeopatía que son verdaderamente alucinantes ya que contradicen sus creencias. Por un lado, los homeópatas niegan que la enfermedad tenga como causa los gérmenes patógenos, pero por otro lado aseguran que las vacunas (creadas precisamente para crear en nuestro organismo los anticuerpos necesarios para luchar con éxito contra gérmenes patógenos como el virus de la viruela) son “como la homeopatía”. No sólo es mentira, sino que es doloso y esquizofrénico. ¿Cómo es que las vacunas sirven para protegernos de algo que no existe?
Los homeópatas suelen no responder ante esto, pero llevan religiosamente a sus hijos a vacunar. (Cuando lo hacen, nos envían el sutil mensaje de que al menos parte de su cerebrito sabe perfectamente que lo suyo es un embuste.)
Los homeópatas dicen que todo es cuestión de que el cuerpo recupere el equilibrio de calor, frío, humedad y sequedad de los humores de la teoría de Praxágoras.
Pero estos señores suelen llevar gafas. Es más, llevan gafas en la misma proporción que el resto de la humanidad. ¿Por qué no se curan devolviéndose al equilibrio de los humores? ¿Será porque saben que su afección es un defecto anatómico para el que deben echar mano de los conocimientos de la ciencia?
Cuando tienen apendicitis (causada por una infección del apéndice a cargo de, lo adivinó usted, gérmenes patógenos, en este caso bacterias), los homeópatas no se toman cuatro chochitos ni se meten un supositorio de belladona (paréntesis: la belladona sirve para todo según los homeópatas, no hay uno que no la recete en abundancia). Se van a que los médicos (de verdad) los anestesien (con sustancias que no causan que se despierten, sino que causan que se duerman), los abran y les saquen el apéndice (con grandes protecciones contra infecciones, como es la higiene y la creación de campos estériles para la operación), les receten antibióticos para que su herida no se infecte (con los “inexistentes” gérmenes patógenos) y los manden a casa, listos a seguir embaucando a otros miembros de su misma especie con latinajos de similia similibus curantur y otras cosas que, en estos tiempos, tienen un parecido notable con los conjuros de Harry Potter.
Hay un desafío que solemos hacerle a los curanderos y médicos brujos que niegan la teoría de los gérmenes patógenos como causantes de enfermedades: ¿estarían dispuestos a dejarse inocular el virus de la rabia, convencidos de que no se morirán porque los virus no causan enfermedades? O, para no irnos a lo terriblemente mortal: ¿estarían dispuestos a dejarse inocular una buena infección intestinal?
La respuesta es, por supuesto, que no.
En mi pueblo decimos: “No hay borracho que coma lumbre”.
Naturaleza, atención personal y placebos
Cualquier médico avezado le dirá a usted que la gran mayoría de las consultas que hacemos a los médicos son innecesarias. Es decir, vamos al médico buscando tratamiento para enfermedades y afecciones de los que puede encargarse perfectamente nuestro cuerpo sin necesidad de ayuda externa.
En el caso de la gripa, por ejemplo, hay una máxima clásica: “con medicinas, siete días, sin medicinas, una semana”.
Por supuesto, cualquier curandero, médico brujo, sanador, naturista, homeópata, cromatoterapeuta o cualquier miembro de la tribu de los charlatanes, tendrá el mismo éxito.
Muchas veces vamos al médico para que atienda nuestros síntomas, y muchas veces ni eso puede hacer, como sabemos con tristeza quienes tenemos dos gripas al año y a quienes los “antigripales” (medicamentos para controlar los síntomas de la gripa, principalmente el moqueo, con antihistamínicos, y el dolor de cabeza y generalizado, con analgésicos) no nos causan efectos perceptibles, con lo que debemos aguantar a pie firme los embates virales. En todo caso, los médicos nos dan algo para los síntomas y dejan que la naturaleza siga su curso.
Pero cuando estamos enfermos necesitamos algo más que antihistamínicos o analgésicos, necesitamos atención humana, que nos hagan caso, que nos cuiden, y por desgracia, debido a los bajos presupuestos que nuestros gobiernos asignan a la salud, los médicos de los sistemas estatales de salud generalmente no pueden ofrecernos esa atención personalizada. Su tiempo es limitado, trabajan en exceso, atienden a demasiados pacientes.
Entonces, el frasquito con pildoritas o jarabe es flaco consuelo.
Y allí es donde los charlatanes hienden sus garras en las carnes de sus víctimas: les dan tiempo, les dan palabras amables (es su negocio), les dan consejitos, hacen todo lo que debería hacer el médico familiar. Establecen una relación personal con el paciente que siempre se agradece. No pueden curarnos, pero sicológicamente pueden apoyarnos como deberían hacerlo todos los médicos (y si no lo hacen no es, como quieren los charlatanes, culpa de los médicos, sino de los sistemas de salud que deberíamos ocuparnos en mejorar antes de acudir a pelamangos especializados en cobrar por no hacer nada).
Finalmente, hay enfermedades reales sujeto de tratamientos reales cuya curación puede acelerarse o producirse simplemente si el paciente cree que lo están ayudando. Los estudios científicos sobre medicamentos usan generalmente a dos grupos de pacientes, uno al que se le administra el medicamento en estudio y otro al que se le administra una sustancia inocua (azúcar, agua de colores, cápsulas con polvo de maíz) que en general se conoce con el nombre de placebo. Obviamente ni el médico que administra el tratamiento ni los pacientes saben a quién se le está dando medicamento y a quien remedios de mentiritas (a este sistema se le conoce como “prueba de doble ciego”).
Lo interesante es que, en todos los estudios, algunas personas del grupo que recibe el placebo informan que se sienten mejor, y en algunos casos la mejoría se puede medir y observar.
Actualmente, la ciencia seria está estudiando esto, que se conoce como “efecto placebo”, y los datos disponibles indican que parte el efecto placebo se debe precisamente al desarrollo natural de las afecciones, parte proviene de la interacción humana con un cuidador en el que se confía y parte proviene de las creencias personales respecto de la efectividad del tratamiento, de modo que una determinada forma de pensar puede estar ayudando a controlar alguna enfermedad o sus síntomas.
Estas tres cosas, el curso normal de la enfermedad, la atención personalizada y el efecto placebo (que es en parte provocado por los dos anteriores) explica bastante claramente cómo es que tantas personas que visitan a homeópatas sienten alguna mejoría. No tiene nada que ver, por supuesto, con la eficacia de sus remedios, que como hemos visto son totalmente inocuos. Pero esto nos dice que sigue habiendo aspectos de los procesos de las enfermedades que deben seguirse estudiando.
(Pero por supuesto la medicina con bases científicas es la responsable de hacer estos estudios, las prácticas supersticiosas de curación no estudian, no investigan y, ciertamente, no avanzan.)
¿Qué tiene de malo entonces la homeopatía?
Hasta cierto punto, en el mundo de las prácticas supersticiosas relacionadas con la salud, la homeopatía es una de las menos peligrosas directamente. La herbolaria aplicada sin conocimientos farmacobiológicos adecuados puede administrarle a las personas sustancias dañinas. La acupuntura puede causar daños neurológicos leves. Los quiroprácticos dejan ocasionalmente a sus pacientes parapléjicos al manipular salvajemente el cuello. La homeopatía es, en ese sentido, bastante inocente, como lo era cuando se le ocurrió a Hahnemann hace casi dos siglos.
Pero sí hay peligros.
Los tres peligros clave para quienes se hacen atender por homeópatas son el diagnóstico incorrecto, la evitación de un tratamiento médico efectivo y el ocultamiento de la verdad.
Los homeópatas no cuentan con las baterías de estudios, análisis, experiencia clínica, datos estadísticos y conocimientos anatomofisiológicos que tienen los médicos para hacer diagnósticos acertados. Y todos sabemos que, pese a todo ese arsenal, los médicos pueden equivocarse. Ahora calcule usted cuánto pueden equivocarse quienes solamente pretenden hacer un diagnóstico conversando con sus pacientes acerca de sus síntomas y haciendo algunas manipulaciones más bien inútiles.
Un diagnóstico acertado y oportuno es indispensable para un tratamiento correcto. Alguien que se haga tratar por homeópatas o por cualquier otro charlatán del curanderismo disminuye sus posibilidades de curación al retrasar o no acceder a un diagnóstico claro. Muchas enfermedades avanzan, y por ello su detección a tiempo es clave. Un ejemplo clarísimo es el cáncer, que cuando se diagnostica a tiempo tiene muchísimas posibilidades de tratamiento. Estando bajo el influjo de un homeópata, para cuando la víctima reaccione puede ser demasiado tarde.
La evitación del tratamiento médico es también un peligro latente. Los homeópatas basan gran parte de su “prestigio” en el ataque constante a la medicina con bases científicas (a la que llaman “alópata”, palabra inventada por ellos con objeto de insultar a quienes no comparten sus creencias), y por tanto suelen desanimar a sus clientes a que visiten a médicos de verdad. El peligro de esto es clarísimo, ya que las enfermedades que nuestro cuerpo no puede curar por sí mismo tienden a evolucionar y a complicarse, reduciendo la cantidad y calidad de nuestras vidas.
Finalmente, aunque a veces lo nieguen en público, los homeópatas creen en una serie de postulados demostrablemente falsos, sustentados en la magia y en las conclusiones sacadas muchas veces de la nada por parte de Hahnemann. Lo que creen es falso, y por tanto lo que le ofrecen a sus clientes, así sea con la mejor de las intenciones, es mentira. Todos, sanos o enfermos, tenemos derecho a obtener la información más completa, avanzada y certera acerca de nuestro cuerpo y mente, de nuestro estado de salud y de nuestras perspectivas de diagnóstico y pronóstico. Vivir menos y vivir peor es mucho más dañino cuando además, se vive en la mentira.
Lo de Hahnemann fue una equivocación, una teoría errónea, hija de la ignorancia de su tiempo como tantas otras. Lo de los homeópatas de hoy es totalmente imperdonable. Hahnemann propuso prácticas menos dañinas que las de la medicina de principios del siglo XIX, pero inútiles. En su momento, fueron benéficas, pero insistir en ellas desconociendo con tozudez de pollino los avances del conocimiento de casi doscientos años sólo puede ser producto de una profunda incapacidad mental o de una disposición absoluta a mentir con todo descaro para mantener vivo un negocio que debió desaparecer al surgir Louis Pasteur y que hoy sólo puede causar más daño que beneficios a sus víctimas.