Aproximaciones al Tsolk’in Por Oscar Freire
Aproximaciones al Tsolk’in
Por Oscar Freire
“Todas las representaciones fundamentales del Tsolk’in no solamente
velan y revelan la naturaleza y la causa de la manifestación, sino que
ejecutan, además, el acto primordial del nombre ya que la manifestación es producto de la Palabra Divina”
Introducción
Es muy probable que el conjunto de las lenguas indígenas de América se halle revestido de ese carácter “sagrado” que haría a estas remontarse a una lengua primordial y hierática; de la cual también derivarían todas las formas de comunicación tradicionales de nuestra humanidad. El contenido de estas se basaría en aquellos elementos constitutivos, recíprocos e indicativos de la esencia de las cosas y de sus correlativos numerales (evidentemente, que la noción de número escapa aquí a cualquier significación matemática meramente cuantitativa). Esta cualidad de primordialidad las haría consubstanciales no solamente a la raíz misma de todos los métodos similares que se corresponden con otras tradiciones, sino también a una concordancia universal donde se resumirían sintética y simbólicamente aquellos puntos de comparación o equivalencias que de un modo u otro podrían considerarse. Pero, también debemos advertir que esto, evidentemente, sería además, un punto delicado y complejo de tratar ya que podría prestarse a objetivos totalmente ilusorios, precisamente por motivo de las dificultades que entraña el traspasamiento de aspectos especializados de una forma tradicional a otra. Ya que estas, se hallan adaptadas a distintas mentalidades étnicas, además de todo aquello que hay que tener en cuenta respecto de las determinaciones de época y de lugar. De tal modo que, si ya es difícil, por ejemplo establecer las relaciones que distinguen a los distintos períodos de adaptación inherentes a una misma tradición; se ha de comprender mucho mas aún, los peligros de sincretismo que entrañan las comparaciones literales entre diversas tradiciones. Teniendo en cuenta esto, solo nos limitaremos, eventualmente, a una correlación por analogía en las distintas formas, en tanto en cuanto la evidencia sea incontestable por su procedencia cabal y por su índole universal.
Un ejemplo de lo que decimos lo tenemos en el área denominada como “mesoamérica” donde los especialistas distinguen tres períodos: el preclásico, el clásico y el postclásico. Al margen de los inconvenientes creados en la relación de estas designaciones para establecer períodos reales, es posible constatar las dificultades de asimilación de su realidad tradicional en una forma mas o menos completa, lo cual debido a esas readaptaciones aludidas, se genera indudablemente, no pocas ilusiones. Seguramente por esto, entre otras cosas, resulta difícil darse cuenta en que verdaderamente consiste la índole de la intelectualidad amerindia expresada por sus lenguas y en este caso también, por la aritmología o “ciencia de los números”, contenida, entre otras cosas, en un soporte calendárico. Es muy probable que en las modificaciones ulteriores el núcleo central de esta enseñanza se haya diluido e incomprendido paulatinamente hasta llegar, por un lado a las interpretaciones cientificistas de hoy en día o por otro lado aquellas divagaciones neoespiritualistas de la moda.
Así para comprender de modo eficiente lo que verdaderamente ha significado la realidad tradicional amerindia debemos constituirnos en interpretadores cabales de los rasgos primordiales de su simbolismo aún diseminado de modo evidente y con ciertas posibilidades de erigirse en eficaces datos tradicionales. A este respecto cabe recordar que en el mismo sentido de esos datos tradicionales podemos informarnos sobre la naturaleza de cada letra que es al mismo tiempo un número y que primeramente simbolizan a las esencias del universo; al mismo tiempo que pueden aplicarse tanto cosmogónicamente como al punto de vista de la teomaquia, y, también, sobre todas aquellas relaciones que corresponden a la naturaleza de las cosas de nuestro mundo. De este modo, podemos constatar como estos dos últimos aspectos eran comprendidos dentro de los antiguos sistemas de escritura pictográficos, ideográficos, fonéticos y simbólicos, (citemos como un ejemplo aquel inscripto en las denominadas “estelas de los danzantes” de Monte Albán en Oaxaca) también de aquellos registros jeroglíficos (por ejemplo el witz “glifo del cerro” de extraordinaria perdurabilidad y utilizado para marcar las localizaciones representativas del centro primordial. También, por otro lado, el caso de la combinación de glifos calendaricos con puntos y barras) y el caso tan popular, aunque no muy bien conocido, de los calendarios “mesoamericanos” propiamente dichos.
Importancia del Tzolkin
Dentro de estos últimos (en la “cuenta de los días”), sobresale de las series tanto inscriptas como superpuestas, el que corresponde al orden ritual de 260 días denominado como Tsolk’in (o Tzolkin) en lengua maya y equivalente al nahuatl tonalpohualli (referido a la combinación de 13 unidades con 20 signos naturales de orden simbólico) que se aplicaba en la temporada invernal dedicado a Tlaloc (dios de la lluvia) y como un contenido dentro de la cuenta solar de 360 días para el período tanto general como estival y dedicado a Huitzillopochtli (correspondiente al período solar dividido en 18 veintenas a los que se le añadían otros 5 no contados, considerados como aciagos (xma-kaba-kin o nemontemi en nahuatl ) o de augurio adverso. Cabe también destacar, otro tipo de cuentas como el ciclo de Venus, el de la luna y otros como aquel denominado de “cuenta larga”, cuya extraordinaria precisión involucra a la intelectualidad indiana en un dominio cabal de la doctrina tradicional de los ciclos). El Tsolk’in primero de carácter fijo o estático (aunque también con un aspecto dinámico) permitía establecer el control del tiempo “litúrgico” donde se le otorgaban los nombres operativos (de acción simbólica) a los días y a los años, y, además, marcar estrictamente las relaciones solares en cuanto al proceso circular de la duración, el señalamiento cardinal y la modificación o ajuste en la progresión de las temporadas con la cualificación del espacio. Los rituales relacionados con estas operaciones tradicionales nos convencen de la importancia del Tsolk’in; ya que dentro del período de 260 días, siguen celebrándose aún hoy, en determinadas áreas mesoamericanas, aquel concerniente al waqibal, localizado generalmente en la cima de algún “cerro sagrado”. Dicho lugar (“lugar del 6”) se identifica con el “corazón” (K’ux) o “centro del mundo”. Es el mixik’ balamil (“ombligo del mundo”). Asimismo, centro del espacio, del tiempo y del Cielo. Es, a la vez, el Wakah-Chan (“Cielo elevado” o “Cielo del 6”) el “Gran Arbol del Centro”; el axis mundi, el “Hombre Universal” donde, según las doctrinas tradicionales, converge el equilibrio del Universo.
Dentro de estos patrones también se inscribían las diversas celebraciones, como por ejemplo, las agrarias (cultivo del maíz, doblado de espigas, quema arbolar, etc.; actividades estrictamente comprendidas dentro del orden ritual que se aplicaban bajo el régimen simbólico del quincunce para el trazado y el “centramiento” de los campos), climáticas, botánicas o aquella que servía para otorgar el nombre a los recién nacidos y evaluar e incidir, eventualmente, en los futuros sucesos que a estos conciernen. Los términos nahuatl para designar estas funciones secundarias (pero conformativas desde el punto de referencia del Hombre Universal) de la doctrina tradicional de los nombres son in tonalli itlatalhtollo que también parece referirse al acervo que contiene las narraciones técnicas en torno a los destinos bajo la relación del tonálamatl (es decir, el calendario que anticipa y previene los acontecimientos y los sucesos) y los nahuallahtolli, cuyas aplicaciones de los nombres y de los números permite una acción no ordinaria o “mágica” que modifica a los seres y a su acontecer. Debemos recordar que las lenguas modernas no cuentan con los elementos competentes para designar este tipo de operaciones que solo pueden referirse, dentro del antiguo simbolismo numero/nominativo, a aquellas aptitudes que definen una serie analógica de relaciones fijas entre los distintos estados del Ser.
La Rueda de los Días
Cuando se trata de concepciones tradicionales cabe destacar que cada parte del conjunto de ellas posee un carácter representativo y sintético del principio. Por lo cual su índole, trasciende las funciones de las diversas aplicaciones secundarias que en casos particulares se atribuyen y distribuyen en las cadenas, estados o jerarquías del ser. De tal modo, que más allá de las necesarias aplicaciones (similares a aquellas rituales, ascéticas y económicas) vemos como el caso del Tzolk’ín, llamado también la “rueda de los días” posee un valor simbólico de la mayor importancia. Precisamente, el símbolo del día entre los mesoamericanos, solía representarse por una circunferencia con su centro, (esto también equivale y era tomado como el signo del año). En realidad dicho carácter se aplicaba tanto al kin (unidad), al uinal (veintena) como al tun (dieciocho unidades o uinales que conformaban el ciclo completo de 360 días dividido en dos series de 180). Esta “rueda de los días”, en su desarrollo, puede también representarse geométricamente, como una circunferencia dividida por cuatro radios y formando dos diámetros ortogonales o cuatro cuartos que expresan la cruz inscripta en el plano de un círculo (utilizada generalmente, entre otras aplicaciones, para representar, como hemos dicho, al ciclo anual donde se corresponden las temporadas con los puntos cardinales). Efectivamente, así muestra de algún modo, al principio universal (la unidad trascendental o el aspecto del unum que sobrepasa a todas sus derivaciones, pero que está simultáneamente en cada una de ellas) volviéndose multiplicidad y diversidad, (aunque en esencia no participe de las mismas).
La Rueda del Tiempo
Además de estas cuestiones relacionadas con el arte de los números y el simbolismo geométrico, (ciencias incompatibles con las que se conocen hoy en día con el mismo nombre) tengamos en cuenta que, en el aspecto de la “rueda del tiempo” este no es considerado de ningún modo como una duración fáctica que es medida por conveniencia de usos, tal como así puede colegirse en aquellas exclusivas razones de cantidad que se aplican en todos los ordenes de la actualidad. En efecto, si tomamos como punto de consideración el “factor tiempo” en la mentalidad tradicional india, hemos de notar, que este es entendido como una “sustancia” cualitativa generada por el cruce de dos estados de distinto nivel. Esto, otorgará a la vez, diversas interpretaciones válidas de acuerdo a los respectivos puntos de vista intelectuales en que pueda situarse el contemplador. Por lo general las tradiciones indianas con algunas diferencias de grado y mayores o menores matices, señalizan el origen del tiempo dentro de una etapa precisa en la formación del mundo que se corresponde con la separación del cielo y de la tierra. Datos tradicionales de toda América, en particular en el sector central. nos refieren que el tiempo fluyó de los cuatro postes cósmicos que servían para contener la bóveda celeste situados en el espacio formado por dicha separación. Así, el tiempo (utilizando la terminología nahuatl) es únicamente manifestado en el cuerpo de Tlalticpac (los cuatro sectores temporales de la “superficie de la tierra”) y producto de un vínculo transgresor entre los dioses de Chicnauhtopan (los nueve estados superiores del cielo (en ocasiones doce o trece) y mictlan (los nueve estados inferiores del inframundo).
En este sentido, no queda lugar a dudas sobre la conformidad doctrinal indiana con las concepciones cíclicas tradicionales sobre la marcha del tiempo, tanto en el orden cósmico como humano. En efecto, aquí se hace notable la concordancia universal en cuanto a las cualidades que determinan las diversas etapas en la marcha cíclica del tiempo, particularmente cuando estas también son simbólicamente representadas por los sucesivos niveles producidos en la procesión del sol respecto de los cuatro puntos cardinales y de su doble posición central y vertical; por lo cual, además, se obtiene ese esquema de doble naturaleza geométrica, tan caro al simbolismo tradicional, y que implica a un modelo de universo que es concéntrico tanto como cuadrangular. (Asimismo, también pueden mencionarse aquellas analogías fáciles de constatar, respecto de las transformaciones del sol durante su curso, y que equivalen, entre otros, a los distintos atributos y ropajes de las personas divinas que se entrecruzan cíclicamente para protagonizar una teomaquia o componer el teatro teogónico). En cuanto a la doble posición central y vertical (el cenit y el nadir) prefiguran la noción, mas o menos extendida por todas partes, de los dos principios universales entre los cuales se desenvuelve toda manifestación o ciclo completo de existencia. Del mismo modo, en los estudios sobre las pirámides de Mesoamérica existen suficientes indicios tradicionales que se referirían, entre distintos ordenes de cosas, a esta misma representación expresada por medio de cierto esquema romboidal conformado por dos pirámides invertidas y unidas por su base cuadrangular. Esto nos daría referencias completas, en tanto que (de acuerdo a la terminología maya) también situaría al polo celeste o U Qux Cah (“Corazón del Cielo”), tanto como al “Centro del Mundo” (u “Ombligo del Mundo”), el mixik’ balamil y al polo inframundano, el Xibalbá o “Cielo Nocturno” concebidos como distintos símbolos universales, pero que confluyen en el punto primordial como Unidad.
Unidad y Forma
La concepción tradicional de unidad es la constante en la mentalidad amerindia, ya que se halla implicada trascendentalmente con las ideas de número y de ente. Las múltiples aplicaciones y la aparente diversidad que expresan tanto la cosmogonía, la astronomía, la dinámica divina y el complejo ritual, son aquellas formas siempre presentadas, desde el punto de vista del acto “formativo”, como en una continua tensión hacia dicha unidad. Todo ello se aclara bajo el referente de la mentalidad tradicional donde es inconcebible cualquier forma que no se halle relacionada a la unidad. Así vemos como las casas o paisajes sagrados, las mesas de culto o los dioses numerales que eran tomados como uno y múltiple a la vez se denominaban bajo la mentalidad indiana como la “Forma”. El término maya-mexica niyocoloc (La “Forma”) tiene equivalentes en casi todas las lenguas indígenas (por ejemplo con la palabra nahuatl colotli (“modelo”) para designar la serie o conjunto de elementos rituales de veneración, (sean, tal como hemos dicho, templos, lugares, altares, “ídolos” o cuerpos celestes, etc.) La constitución del universo o la formación del mundo solo son inteligibles en tanto la identificación entre forma y unidad, ya que esta se reúne en aquella, siendo la suprema unidad el principio de toda formación. El dato tradicional esclarecedor que permite discernir y enlazar la aritmosofía de esta relación, se halla sin dudas, en las evidentes analogías del concepto indiano sobre la ininteligibilidad del caos primigenio (antes de la formación del universo, ya sea en su aspecto de “materia preexistente” o de ex nihil) con el Génesis bíblico y con las cosmogonías premodernas de los diversos pueblos de la humanidad.
De esto, podemos deducir los tres aspectos fundamentales implícitos en todo esquema universal de la manifestación: En efecto, el punto o centro expresa aquí la unidad metafísica dividiéndose a sí misma en multiplicidad sin ser, como hemos dicho, una serie de unos; y podríamos decir que también generándose en diversidad sin ser esta distinta de ella. Por lo que se infiere entonces, que el círculo en uno de sus sentidos mas elevados es la misma unidad, pero aún en aquellos aspectos no manifestados. Asimismo, tenemos además al cuadrado que igualmente en un simbolismo superior expresa a la completud en su perfecta simetría como principio de la existencia por lo que quedan expuestos dichos tres aspectos fundamentales en una sola esencia. Pero, detengámonos un poco en aquella división de cuatro radios, vemos que la delimitación determinada de esta circunferencia, y esta vez ya en el orden de existencia de nuestro mundo, se corresponde con la acción del principio sobre dicha manifestación dando lugar a la serie cuaternaria fundamental que de uno u otro modo se aplica tanto al tiempo como al espacio (los momentos del día, las estaciones del año, las Faces de la luna. Las cuatro orientaciones cardinales). Un ejemplo de ejecución cabal, sobre la mencionada referencia geométrica de este aspecto, sin dudas que se halla relacionado con aquel sentido particular de la “rueda de los días” de gran importancia para el hombre tradicional mesoamericano, ya que su aplicación regía toda su vida; correspondiendo no solamente a la salvaguarda de la economía y al equilibrio de la comunidad sino, además, al sentido de la existencia en este mundo y a la garantía de fidelidad y de retorno a los orígenes. Al girar la “rueda de los días” el indio sabía desplegar de la unidad un número y el nombre de los días, así como también la posición y el nombre de los meses. Ello representaba una imagen exacta del cielo a la vez que reproducía simbólicamente la constitución misma del universo. La imagen astronómica consistía también en un cielo reflejando el cuaternario fundamental, cuando se formaba en ocasiones la gran cruz con el sol ubicado en la línea del paralelo, es decir en el medio exacto de su línea y la perpendicular, en lo mas elevado de la bóveda celeste. Señalemos que el esquema extensivo del universo indiano se hallaba constituido por una disposición vertical de los tres mundos (cielo, tierra e inframundo) dispuestos sobre tres cuadriláteros superpuestos atravesados centralmente por el Wakah-Chan (llamado también Yaxche), el axis mundi; el Árbol del Mundo o la gran Ceiba que es al mismo tiempo la Cruz indiana y el Hombre Universal. Mencionemos también, como dato valioso, que la suma de los respectivos puntos cardinales de los tres cuadriláteros mas el eje del mundo nos da el número sagrado y el más importante de todos: el trece, 13.
Numero y medida
Dentro de este orden de consideraciones numerico-geométricas podríamos subrayar, además, que este primer aspecto extensivo con la adición de un eje central a la rueda con los cuatros radios sobre el plano de la circunferencia, (es decir, representada sobre el mismo plano como una rueda de seis radios donde vemos que se halla inscripta la cruz de tres dimensiones) en cierto sentido, expresa oposición geométrica con el hexaedro y señala simbólicamente la simultaneidad del centro con el acabamiento perfecto de la manifestación (esto concuerda exactamente, en la referencia simbólica y numeral, con el proceso, en el acto de la Creación, que se describe en el Génesis bíblico y que nos da el numero clave de siete, 7; que es también sagrado en Amerindia, ya que se corresponde por un lado con el Dios de los “Mantenimientos” (Dios Numeral 7) y por otro lado con la cuenta agraria septenal que junto con la trecenal conforman el contenido de la cuenta civil (solar de progresión vigesimal) o Baktún de 400 años). Pero volvamos a la referencia hexagonal que nos ha de aportar otra relación del numero 13, el número sagrado por excelencia para la intelectualidad indiana en la medianía de América. Notemos, que esta no es una cifra arbitraria, obtenida por una suerte de juego lúdico, en función de las conveniencias sistemáticas. Tal y como se inclinan a creer no pocos de los investigadores del tema. Efectivamente, el hexágono (recordemos la importancia de la raíz cuadrada de tres con relación al hexágono, que permite la simetría en las medidas de la tierra y en los términos de proporción temporales respecto del círculo de 360º) se halla representado tridimensionalmente por tres sólidos relacionados de los cuales el más importante es el cuboctaédro, cuya red atómica muy a menudo, aporta entre otras cosas, las claves en cristalografía y mineralogía, de donde se destacan la sal, el oro y la plata. Elementos, cuya inestimable importancia es bien conocida dentro del simbolismo tradicional (para comprender cabalmente lo que queremos señalar es necesario recordar la equivalencia analógica exacta de estos elementos, entre otros, con el orden celeste tanto como terrestre). La serie de los números centrados del cuboctaédro equivalen espacialmente a los números del hexágono cuya extensión isotrópica de esferas se disponen en una serie de doce de ellas iguales y tangentes a la primera, es decir, en total trece, 13. Recordemos que la base de crecimiento de los números hexagonales en el plano requieren de un círculo central rodeado de otros seis iguales, es decir de siete círculos tangentes desde y donde se extienda la red hexagonal (la misma disposición nos recuerda la septuarquía en la que se hallan ordenadas las organizaciones tribales conforme a las seis direcciones del espacio y, consecuentemente, a las clasificaciones tradicionales análogas de todos los elementos del mundo. Como un ejemplo de estas últimas, que completa la mención anterior del Dios de los “Mantenimientos” o Chicomecóatl [Serpiente 7] representado por siete mazorcas de maíz incrustadas en el cuerpo de una serpiente – recordemos también – que es precisamente el símbolo bajo cuya influencia es iniciado el Tsol’kin). Esto, a los efectos de contener a esa serie ensamblada de trece esferas tangentes e iguales y a los fines de que los centros coincidan con los vértices y con el mismo centro del cuboctaédro. Podemos inferir de ello, cierto patrón de conocimiento que subyace en estas relaciones numéricas y configuraciones geométricas perfectamente equivalentes y análogas a las aplicaciones cosmológicas (como pueden ser, por ejemplo las 13 constelaciones de la ecliptica), ya que contienen los mismos efectos de angulación, de entrelazamiento triangular (requisito fundamental en la formación de los volúmenes, de donde se extrae la importancia del cubo como símbolo del mundo formal, perfecto y terminado) y de unión que caracterizan a los diversos ciclos de crecimiento y acabamiento. Evidentemente, no queda lugar a dudas sobre una real cualificación intelectual, ya que implica todo ello, como hemos venido insistiendo, de un conocimiento profundo de la manifestación por parte del hombre indiano.
El Horizonte visible
Cabe añadir, con relación a esto último, que el desconocimiento de los aspectos metafísicos, simbólicos, arquitectónicos, rituales y agrarios de lo que hemos dicho, conlleva, indudablemente, a una muestra cabal de ciertas incompatibilidades de comprensión de la realidad tradicional aborigen, en cuanto esta es observada desde puntos de vistas ajenos. La consecuencia más radical de ello consiste en la imposición de determinaciones mentales y psicológicas sobre un supuesto “primitivismo” en la visión del mundo por parte de aquella. Evidentemente, las incontestables y abrumadoras pruebas de la índole superior que caracteriza a la intelectualidad indiana refutan dicha calificación. Por solo dar un ejemplo, señalamos el caso de los cómputos indígenas, cuando son estos mismos, encarados por los postulados matemáticos, geométricos y astronómicos “reales”de la actualidad científica moderna. Este tipo de incompatibilidades desencadena generalmente interpretaciones al margen de la concepción original. En el caso de orden astronómico, que no es de los menores, vemos como la diferencia fundamental entre los criterios de la cultura occidental y los del acervo tradicional es que se refieren a cosas totalmente distintas, ya que la intelectualidad indiana basaba sus conocimientos en la observación directa del teatro natural de las cosas y en el movimiento “aparente” de los planetas en el horizonte visible de los sentidos normales y naturales. Entre tantas confusiones dadas por este motivo podríamos traer a colación la referencia (por ejemplo en el Tzolk’ín) del punto saliente del sol que tradicionalmente es tomado en un sentido diverso al de la actualidad equinoccial, siendo sus reales referentes los puntos de latitud que no solo determinaba la proporción económica, la medida y la cualificación del espacio, sino también la señalización esquemática en la arquitectura y el establecimiento del centro del mundo.
Aspectos simbólicos
Estamos convencidos que el Tsolk’in es mucho más que un soporte calendarico, para nosotros expresa un como equivalente simbólico del universo, un compendium aritmosófico y primordial cuya cualidad trasciende ciertas economías particulares que se hacen necesarias en muchos de los símbolos tradicionales. En este caso, es muy notable la perfecta aptitud a la concordancia iniciática rigurosamente universal Notemos, en uno de sus aspectos, que en la misma circunferencia, como representación geométrica universal el centro de la circunferencia o el medio equidistante es el lugar donde convergen los opuestos y donde se resume, en cierta manera, el equilibrio a que llegan todos los elementos contrarios o de oposición. Esto mismo se halla señalado en el Tzolk’ín en aquello que concierne a los “pasos del sol” por la “medianía del mundo”, es decir la latitud del lugar (cuando su ruta coincide con el paralelo) o su ubicación “aparente” se halla en el zenit. Momento ritual donde se ejerce la “acción del símbolo”, cuya influencia contempla, en una síntesis integradora, las determinaciones cualitativas del cielo y de la tierra. Es precisamente en el centro donde se neutralizan los extremos, aquí representados por la doble temporada invernal y estival que prefiguran y simbolizan las dos orientaciones, impulsos o movimientos complementarios de ida y vuelta, es decir el centrífugo y el centrípeto (insistimos en que hay todo un simbolismo universal relacionado con esto: las mareas altas y bajas, el movimiento de sístole y de diástole del corazón, la respiración, etc.). Por otro lado es el punto de expansión y de contracción, además de ser, en un sentido totalizador, el origen y, al mismo tiempo, el punto de partida y el de llegada
De tal modo, por la signatura que le rodea, es probable que el carácter simbólico del Tzolkín integre, como hemos dicho, aspectos mucho más profundos de los que puedan inferirse. Su guarismo o grafía no solo nos revela su origen primordial como símbolo universal extendido por todas las latitudes, sino que también expresa la misma doctrina de unidad celeste desplegada en todos los movimientos cíclicos. Así, es muy probable que la proyección e integración de 260, sea dentro del simbolismo tradicional indiano, la clave sagrada, al mismo tiempo numeral y nominal que registre y conmemore, como ciclo entre los ciclos a la suprema unidad. Del mismo modo, no sólo representaría, sino también registraría el mismo inicio de la manifestación, el instante de la primera pronunciación de la Palabra Primordial, ya que los 13 números combinados con los 20 nombres de día se erigen en una suerte de “pivote” o punto, en medio de círculos mayores que se hallan incluidos en otros círculos de duraciones.
Este es el modo en que el Tsolk’in, entre otras cosas, supone una geometría sagrada que refleja las figuras primordiales con las cuales se ha constituido al mismo universo. Por supuesto que esto tiene que ver con la fundación misma de nuestro mundo y luego con todo aquello que lo sugiere; como es el caso particular de aquellos ejemplos arquetípicos en los que intervienen la geometría plana, los cinco sólidos regulares y la construcción de los poliedros, tan necesarios para toda cosmología tradicional. (Se sabe que la base de dicha cosmología tradicional se remite a las coordenadas esféricas, en realidad de origen primordial, es decir mucho mas allá de las referencias dadas por Platon en el Timeo; y de donde se deduce el conocimiento “cósmico” implícito en las relaciones tridimensionales que tenían no solo los antiguos egipcios y los indios prehispánicos con sus pirámides, plataformas de piedra circulares y objetos de los mas variados, sino también se lo puede constatar en los prehistóricos de las más diversas latitudes, tal como lo demuestran las compleja construcciones de los círculos de piedra). Es probable que estas definiciones nos aproximen a cierto develamiento de las funciones fundamentales del Tsolk’in consistentes, entre varios órdenes simultáneos, a un registro real y cuidadoso (ambivalente, por ejemplo, a la aplicación simbólica e iniciática) de las posiciones del sol y del cortejo de estrellas, constelaciones y planetas. Por otro lado, es necesario tener muy en cuenta, además de advertir, sobre la inagotable multiplicidad de sentidos de las voces tradicionales que traslapan unas en otras. Por ejemplo, en la descomposición de la voz maya Tsolk’in (las diversas lenguas mayas como el chortí, ixil, zapoteca o cakchiquel, tanto como la lengua nahuatl, aún con distintos matices, coinciden en el sentido esencial de este término como “contador del día” “rueda” o “cuenta de los días” designando e indicando también, en sus respectivas raíces, ya sea al poder, a la vida o al sol) que nos ocupa, vemos que la voz K’in puede referirse del mismo modo, en un primer grado, tanto al día, al sol y al tiempo; como también para designar al Sacerdote y al Rey. Además, es posible describir un conjunto de atributos análogos de ordenes secundarios que pueden considerarse como terminos derivados y predicados correlativos. En la “ciencia tradicional de los números” el K’in representa tanto a la unidad como a la veintena y a sus múltiplos concebidos como días, ciclos, años o soles. Cabe señalar el hecho notable que en distintas sociedades mayas y mexicanas fuera utilizado una misma grafía (parecida a un cero para representar ya sea al día, al año o al sol) tanto para el K’in como para el Tun Lo mismo para la voz Tsol, donde la mayoría de los sentidos coinciden en expresar orden, fila, hilera, serie sucesión, etc. Sin dejar de señalar otras acepciones directas que nos aportan al mismo tiempo el sentido de “calabaza” o cáscara” por un lado, y, por el otro lado, la acción de “desollar” (como se hace, por ejemplo, con el “ollejo” o “cascara” de una fruta). Entre otras cosas, esto nos recuerda – por asociación y homofonía- a Xipe-tótex (“Nuestro Señor Desollado”) que no hay que olvidar que es también el dios de la primavera, donde el ciclo renueva la piel muerta de la tierra para cambiarla por una nueva hacia otro “esplendor” de la verdura, lo cual va mucho mas allá de la crueldad y del horror que se adjudica, por lo general, a los respectivos rituales sacrificiales conmemorados, en este caso, en la segunda veintena del año.nahuatl.
Conclusión
De todos modos, aunque lo hemos adoptado, debemos reconocer que (si bien es apto, por su vigencia, para las aproximaciones indicativas que hemos dado) el término Tsolk’in (o Tzolkin) no expresa todo lo que desearíamos de aquello que verdaderamente se trata, ya que esta denominación registra una procedencia maya convenida mas o menos recientemente, confirmando en cierta medida lo que decíamos inicialmente. En cambio, las nomenclaturas de ciertas referencias cosmológicas, teogónicas y rituales asociadas a su actual aplicación en ciertos sectores de América central se revisten aún de evidente originalidad, por lo cual se supone que no deberían escapar a los conocedores del simbolismo tradicional. En especial se debería prestar atención a aquellas relacionadas con ciertos ritos subsistentes (nos referimos particularmente a los de índole mas elevada o de carácter iniciático que acompañan connaturalmente, es decir, análogos e inherentes al esquema universal de manifestación) que reflejan al mismo tiempo el gesto primordial y un acto fundacional, aún en la reiteración de las alternancias cuyas manifestaciones eran – y parecen serlo aún – estrictamente revisadas y aún modificadas, ya que cada día, cada año y cada zona son siempre cambiantes. De tal modo, que por la ciencia tradicional correspondiente, el sacerdote indiano se hallaba no sólo en posesión de una “métrica” divina que regulaba el acto sagrado de “medir” el tiempo y el espacio, basándose en la disposición y aplicación de aquellas formas geométricas arquetípicas; si no también, en condiciones de ajustar el cambiante orden humano en aquellas orientaciones y ubicaciones parcelarias, templarias y rituales; a los efectos de corregir y volver a establecer el orden cíclico en consonancia con el ritmo universal. Así, en dicha ciencia tradicional se resumían sintéticamente los principios que permitían relacionar al teatro celeste con el fluir temporal y, al mismo tiempo, con el cuadro espacial y con el teatro de la naturaleza en nuestro mundo. Con relación a todo ello, no hace falta esforzarse mucho en inferir las posibilidades de la intelectualidad indiana en aquel sentido de una posesión de “conocimientos completos”, que generalmente, caracterizan a toda sociedad tradicional. Es decir, estamos hablando de la disposición universal de los tres aspectos que se incluyen en todo saber universal: la ciencia superior y divina (que contempla los estadios no formales e informales superiores del ser), la ciencia media o el saber numérico/nominal (aritmología y ciencia de los nombres, utilizados tanto cosmogónica, teogónica como antropogenéticamente.) Y la tercera como ciencia de la naturaleza (donde se incluyen entre otros, aquellos saberes tradicionales derivados, y que son relacionados simbólicamente, tanto con las ciencias agrarias, con la botánica, con la mineralogía y con la zoología).
Indudablemente que los números, las grafías y los nombres indianos componen el carácter de aquello que se define como lengua sagrada o “hierática” que es el reflejo de la lengua original, y que, según René Guénon, tradicionalmente siempre se la relaciona con la constitución de un centro espiritual secundario, que dentro de los diversos períodos, expresan como una imagen del Centro supremo y primordial. Toda lengua sagrada contiene la energía de los objetos de que se habla, siendo el soporte de las formas tradicionales correspondientes. Así, cada nomenclatura, sin importar el período determinado al que se refiera, sería la sucesiva transferencia del nombre primordial. Evidentemente, que esto no sólo descarta plenamente todas las especulaciones, efectuadas hasta hoy en día, en torno al período y al lugar de “invención” del Tsolk’in, nos trae también, aspectos insospechados que trascienden ampliamente las referencias cosmológicas/agrarias resumidas en un mero “culto solar”. De tal modo, que todas las representaciones fundamentales del Tsolk’in – ya sea como rueda, orden, fila, hilera, etc. por un lado, o como rayo, luz, lluvia, día, tiempo; sol, sacerdote o rey por el otro lado – no solamente velan y revelan la naturaleza y la causa de la manifestación, sino que ejecutan, además, el acto primordial del nombre (ya que la manifestación es producto de la Palabra Divina) en concordancia con aquello que los griegos sintetizaron en el verbo kosmei (“establece un orden”) y que, por oposición, surge del abismo ininteligible donde reinaba una obscuridad sin límites.