Seleccion 40 Ciencia Ficcion

CONTENIDO
Presentación: La gran tradición fantástica 4
LA RELIQUIA, de Gary Jennings 6
LOS EXTRAORDINARIOS VIAJES DE AMELIE BERTRAND, de Joanna Russ 27
LA VISTA DESDE LA ESCARPA SIN FIN, de Marta Randall 39
ROJO COMO LA SANGRE, de Tanith Lee 56
NORMA DE LA CASA, de Poul Anderson 66
EL PRINCIPIANTE, de Philip José Farmer 76
LA PRIMERA MISIÓN A MARTE, de Robert F. Young 95
UN MAGO MODERNO, de Olaf Stapledon 105
Contraportada 115

Presentación

LA GRAN TRADICIÓN FANTÁSTICA

Más aún que en su temática, el parentesco de la ciencia ficción con la ciencia estriba en su método, en su carácter eminentemente especulativo: partiendo de unas premisas imaginarias, contrafácticas (generalmente obtenidas por extrapolación de la realidad actual), el relato de ciencia ficción desarrolla sus consecuencias conservando la lógica interna del mundo ficticio creado.
Y, como en la ciencia, estos desarrollos especulativos van configurando unas pautas, unas vertientes, unos convencionalismos (es decir, una serie de temáticas y planteamientos), y en la ciencia ficción, más que en ningún otro género, es frecuente que un autor recoja una idea a partir de donde otro la dejó o elabore variaciones sobre viejos temas.
Y en esta constante (y consustancial) tarea de recuperación y replanteamiento, la cienciaficción no se limita a su propio terreno (cuyos límites, por otra parte, son sumamente difíciles de precisar), sino que a menudo se adentra en los dominios colindantes de la fantasía, la mitología o la leyenda. (Hay, por ejemplo, una importante vertiente de la ciencia ficción constituida por los relatos que proponen explicaciones racionales de los mitos clásicos.)
En esta selección se incluyen varios relatos clara y deliberadamente inspirados en grandes temas y/o autores de la narrativa fantástica. Desde una poética versión vampírica del cuento de Blancanieves hasta una turbadora visita al Marte de Edgar Rice Burroughs, pasando por sendos homenajes a Verne y Lovecraft, la antología propone un insólito y renovador recorrido por lo que ya constituye nuestra tradición fantástica.
Y como ejemplo de extrapolación de los grandes temas mitológicos, un inquietante —por lo verosímil— relato de «religión-ficción» —La reliquia— destacado en las listas de popularidad del pasado año en Estados Unidos.
Mención aparte merece Un mago moderno, relato postumo de Olaf Stapledon recientemente descubierto entre sus papeles. Para quien no conozca a Stapledon y quede escasamente impresionado por esta muestra «menor» de su producción, conviene recordar que Stapledon, fallecido en 1950, es el autor de Hacedor de estrellas, Juan Raro, Sirio y otros clásicos del género, y tal vez sea el escritor al que más debe la ciencia ficción moderna. (Entre otras cosas, ha sido decisiva su influencia en Asimov, Clarke, Heinlein, Van Vogt, Simak y otras primeras firmas del género.)
Nada más adecuado que un inédito de este maestro de maestros como colofón de una antología que intenta ofrecer una visión del carácter orgánico y evolutivo de la ciencia ficción actual.
CARLO FRABETTI

LA RELIQUIA
Gary Jennings

Summa Theologica, alrededor de 1273
Quien ama a otro honra lo que perdura tras la muerte. Por tanto es nuestro deber honrar las reliquias del difunto, en especial el cuerpo, que fue templo y morada del Espíritu Santo, en que El habitó y obró, y que en la Resurrección se asemejará al cuerpo de Cristo.
Atenas, Grecia, 1978 (Associated Press)
Monjes ortodoxos griegos que se encuentran en el Monte Sinaí han anunciado públicamente un importante hallazgo de textos cristianos primitivos descubiertos por accidente en su monasterio de Santa Catalina hace dos años. «Podría tratarse del descubrimiento más importante desde los papiros del Mar Muerto», manifestó a Associated Press un profesor de la Universidad de Salónica.
Afirmó que los miles de fragmentos de pergaminos y papiros, que se remontan a los primeros tiempos del cristianismo incluyen al menos un auténtico hallazgo: ocho páginas perdidas del Códex Sinaíticus, un manuscrito antiguo y de inapreciable valor que se halla en la actualidad en el Museo Británico.
Roma, Italia, 31 de marzo de 1979
—Hemos considerado debidamente todos los detalles pertinentes al plan propuesto —dijo el hombre de edad madura, pese a encontrarse a solas en el despacho de lujoso mobiliario. Apretó el botón de pausa de su grabadora, suspiró y continuó hablando con voz ronca—: Hemos ponderado la naturaleza de la reliquia largamente venerada por nuestros hermanos belgas en la estimada ciudad de Brujas. Hemos examinado copias de los textos descubiertos no hace mucho en el Sinaí. Aunque no sin azoramiento, hemos discutido con la Academia de Ciencias Pontificia los últimos avances en experimentación biológica. Hemos prestado atención a las admoniciones de Santo Tomás de Aquino en relación con la justa honra debida a determinadas reliquias en espera de la Resurrección. Hemos rezado, con súplicas sumamente tenaces y devotas, para obtener una guía en este empeño sin precedentes que se nos ha propuesto.
Hizo una segunda pausa y usó un fino pañuelo de lino para enjugar el sudor de su frente abombada.
—Creemos que la decisión no ha sido tomada por nosotros —prosiguió—, sino para nosotros. Ahora, en consecuencia, con la autoridad apostólica y ordenando el secreto más extremo respecto al contenido de estas instrucciones, requerimos por la presente…
Roma, 2 de abril
—…requerimos por la presente que el proyecto sea puesto en práctica del modo exacto en que se ha propuesto. —Todo lo anterior había sido dicho en latín. La voz ronca añadió bruscamente en italiano—: Distruggete questa cassette, al piu presto.
Hubo un clic final y se hizo el silencio.
—Destruidla inmediatamente —repitió el mayor de los dos hombres entrados en años que escuchaban la grabación—. Lo haré yo mismo.
Pulsó el botón de expulsión de su grabadora y guardó la cinta en un pliegue de sus ropas rojas.
—No comprendo —dijo el otro hombre, el que vestía de púrpura—. ¿Cómo puede su…?
—Per favore, nada de títulos, nada de identificaciones personales. Abundan los micrófonos ocultos, incluso aquí, en mi despacho. Se nos ordena secreto y ello hará preciso un circunloquio. En cuanto a la fuente de nuestras instrucciones, a partir de ahora nos referiremos a ella como El Mayor.
—Muy bien. Pero no comprendo cómo El Mayor emprende esta aventura impetuosa. Nuestros… nuestros Mayores, desde la época de Galileo, han mostrado desconfianza ante cualquier coalición de la Iglesia y las ciencias más radicales.
—Sólo cuando esas ciencias han controvertido el dogma —replicó el hombre de rojo—, y esta aventura trasciende cualquier non placet que yo conozca.
—¿Pero por qué ahora? —insistió el hombre de púrpura—. Esa reliquia ha sido venerada en Brujas durante más de ocho siglos. Incluso diría que ha sido algo embarazoso para tanto tiempo. En realidad, jamás ha sido autentificada.
—Están sucediendo varias cosas simultáneas en la actualidad y El Mayor no cree en lo que los materialistas toscos denominan coincidencia. Cree que esta concatenación de hechos recientes es Deo gratia, evidencia de causalidad divina.
—¿Qué hechos recientes?
—Son tres. Primero, los numerosos adelantos de esas ciencias biológicas relacionadas con la manipulación genética. Segundo, la existencia en Brujas de esa discutible reliquia…
—Poco tiene de reciente —interrumpió el otro con una expresión de desdén.
—Cierto, pero su autentificación lo sería.
—¿Qué?
—La explicación reside en el hecho número tres. El descubrimiento de esos antiguos textos bíblicos… en especial las páginas del Códex Sinaíticus largo tiempo perdidas. Una de las revelaciones que no podemos mantener siempre en secreto es que las páginas del códice describen la sepultura de Nuestro Señor Jesucristo por José de Arimatea.
—¿Y bien? Así lo hacen los textos de Marcos, Mateo, Juan…
—Estas páginas ofrecen detalles, más bien «abundantes, de los servicios prestados por José. Podrían interpretarse como una confirmación de esa vieja reliquia de Brujas que habéis designado como un «embarazo» para la Iglesia.
—Salve! —El hombre de púrpura quedó asombrado—. Y ahora se nos ordena… adquirir esa reliquia. Y en absoluto secreto. Pero ¿cómo?
—La Iglesia no debe verse envuelta, no puede recaer en ella ni la más remota sospecha. Por fortuna, disponemos de laicos leales de gran distinción y mayor ingenio. —El hombre de rojo tocó rápida y ligeramente su grabadora—. Una carta, con mi papel y sobre personales, al Sacro Consiglio, Priorato Principale, Or dine Sovrana dei Cavalieri…
Roma, 3 de abril
—La Soberana Orden de los Caballeros Hospitalarios de Jerusalén está a vuestras órdenes, Su…
—Per favore, nada de títulos, nada de identificaciones personales —dijo el hombre de rojo—. ¿Trajo mi carta, signore?
—Pues, claro que sí —contestó el anciano consigliere del Gran Priorato de los Caballeros. Iba incómodamente vestido al recargado estilo medieval de su Soberana Orden—. Fue preciso traer la carta para obtener audiencia de Su… eh… del signore.
—Perfecto. Póngala aquí.
El hombre de vestiduras rojas quemó la carta en un gran cenicero que había en su escritorio. El consigliere contempló, asombrado, cómo las cenizas eran aplastadas hasta quedar reducidas a polvo.
—Vuestra carta contenía poco que quemar, signore —se aventuró a decir—. Sólo la orden de que me presentara. No se decía el porqué.
—Deseo hacer una o dos preguntas. Sus Caballeros Hospitalarios tuvieron una vez considerable poder en Jerusalén y más tarde en toda la cristiandad. Su orden posee un establecimiento en la ciudad de Brujas, en Bélgica. ¿No es cierto?
—Sí, signore.
—También en Brujas reposa una reliquia, muy famosa, conocida como la Santa Sangre, que la ciudad obtuvo originalmente, según se cree, de Jerusalén. Cuénteme todo lo que sabe al respecto.
El otro anciano pasó unos instantes ordenando sus pensamientos.
—Nuestro Señor —dijo por fin— fue descendido de la cruz a última hora del viernes de crucifixión. Se aproximaba la puesta del sol, y con ella el sabat de los judíos. Puesto que en el sabat no se hace trabajo alguno, ni siquiera enterrar a los muertos, los restos corpóreos del Salvador habrían yacido sin sepultar, de un modo bárbaro, al menos otro día, de no haber sido por la intervención de un compasivo judío…
—José de Arimatea.
—Sí, signore. Obtuvo permiso de Pilato para trasladar el mutilado cadáver y buscar para él una tumba. De acuerdo con algunos relatos, José fue un hombre rico que aposentó el cuerpo de Nuestro Señor en la esmerada tumba que él, José, ya había construido para sí mismo. En otros relatos se dice que José, simplemente, encontró una cueva adecuada en el monte Gólgota.
—En cualquier caso, José fue indiscutiblemente el último ser humano que tocó el cuerpo de Jesucristo. Es decir, antes de que las mujeres descubrieran la tumba vacía y a Cristo en pie.
—Oh, indiscutiblemente. Y se dice que José recogió en un recipiente una gota, o quizá varias, de la sangre de Jesús. También se dice que el recipiente permaneció algunos siglos bajo la custodia de los posteriores metropolitanos cristianos de Jerusalén. En cuanto a cómo y cuándo ese recipiente haya llegado a Bruselas, confieso que, lamentablemente, carezco de información. Pero con toda seguridad, la biblioteca del Vaticano…
—Supongamos que no deseo que el bibliotecario del Vaticano conozca mi interés por el tema.
—Comprendo —dijo el consigliere—. En ese caso puedo hacer averiguaciones a través de mis hermanos caballeros de Brujas.
—Le quedaré muy agradecido. Quiero saber la historia de la reliquia, su paradero actual, los pormenores de su tamaño y aspecto, las medidas tomadas para su conservación, su accesibilidad al público…
—Para todo esto, signore, mis informadores probablemente deberán inquirir a los guardianes tradicionales de la reliquia, la Fratérnitas Nóbilis Sánguinem Sanctus.
—Que lo hagan, pero con discrección. Quizá un caballero, disfrazado de turista entrometido, podría simular un encuentro casual con un miembro de esa Noble Hermandad de la Santa Sangre.
—Una sugerencia excelente, signore. Me ocuparé de ello. Con permesso.
Brujas, Bélgica, 5 de abril
Un hombre de edad madura estaba sentado en una mesa al aire libre del Café de la Bourse, comiendo bocaditos de queso de Wingene y sorbiendo cerveza flamenca de un alto pichel. Su llamativo atavío turístico, completado con una cámara Instamatic enlazada a su muñeca, le hacían pasar desapercibido. En la adoquinada Grand’ Place se escuchó la música del carillón del imponente campanario —unos cuantos compases de una aria de Mozart—, señalando las dos y cuarto de una tarde de primavera extemporáneamente benigna.
—Ah, la bonne Bruges vieillotes —dijo el hombre, y suspiró en éxtasis—. La ciudad medieval menos cambiada y malograda de toda Europa. El viejo y apreciado campanario, las casas con gabletes y salientes escalonados, los tranquilos canales, sus puentes corcovados, sus cisnes blancos flotando majestuosamente…
—El nauseabundo y clamoroso tráfico rodado. Helas, algunas cosas sí que cambian —opinó su compañero de mesa, al que acababa de conocer y que era, no por casualidad, miembro de la Noble Hermandad de la Santa Sangre—. Nuestros tranquilos canales están tan polucionados por las aguas cloacales que los tradicionales cisnes de Brujas emigraron hace mucho tiempo. Los que se ven en la actualidad son de madera pintada, puestos en los canales por las autoridades locales para que los turistas como usted puedan fotografiarlos. —No sin cierto desprecio, señaló la Instamatic del otro—: Pero, grace a dieu, algunas cosas no cambian. Por ejemplo, usted se interesaba por la Santa Sangre. Esa reliquia, más preciada que cualquier otra salida de Tierra Santa, está en Brujas y permanecerá aquí para siempre.
—¿Pero por qué en Brujas? —preguntó el turista—. Yo habría pensado que un tesoro así había sido adquirido por el Museo Vaticano o recibido una capilla en el de San Pedro.
—No fue ofrecido a la madre Iglesia, sino a un laico como usted y yo, aunque de clase más elevada: el entonces conde de Flandes.
—¿Por qué? ¿Cuándo?
—Se trata del conde Thierry de Alsacia, que mandó el contingente flamenco en la segunda cruzada. Como quizá ya sabrá, aquella cruzada resultó un fracaso más bien funesto. No obstante, el conde de Alsacia en persona hizo tal demostración de valor que, antes del regreso de los cruzados a Europa en 1150, el metropolitano de Jerusalén le obsequió con el recipiente que contenía una gota de la Santa Sangre. Thierry le puso una cadena y lo colgó al cuello de su capellán castrense. Este digno sacerdote no se quitó la reliquia, ni de día ni de noche, durante todo el viaje de vuelta a Brujas. Finalmente, el conde la ofreció a la ciudad y todavía pertenece a ésta, no a la Iglesia.
—Entonces —dijo el turista sonriendo—, es posible que la Iglesia sienta celos y que por tal razón jamás haya considerado oportuno autentificar su reliquia.
—Quizá. En todo caso, siempre que un sacerdote la saca de la bóveda de la Capilla de la Santa Sangre, un policía de Brujas se halla presente como representante de la autoridad civil, además, claro está, de uno o varios de nosotros, los hermanos guardianes. Si usted, monsieur, puede alargar sus vacaciones hasta el lunes siguiente al segundo día de mayo, verá la Santa Reliquia conducida por las calles de Brujas en una esplendorosa procesión de tipo medieval.
—¿Y el resto del tiempo permanece encerrada en la bóveda de una capilla? —El turista aparentó estar ligeramente consternado—. Sí, confiaba en ver la Santa Sangre, pero ¿es la procesión de mayo la única ocasión en que se exhibe en público la reliquia?
—Mais non, m’sieu. La Capilla de la Santa Sangre se halla en la calle de al lado, casi detrás mismo de este café. En la misa del viernes, y mañana es viernes, puede verse la reliquia. En realidad se puede incluso besar.
—¿Besar la reliquia?
—Se lo aseguro. Nuestro Señor sangró en la cruz en un viernes. Por lo tanto, si se comulga en la misa que todos los viernes se celebra en la capilla, además de compartir la carne y sangre de Cristo en forma de una hostia sacramental, los fieles pueden besar el recipiente que contiene la auténtica sangre.
Al día siguiente, el caballero hospitalario fue a misa, pero ya no llevaba la molesta cámara Instamatic, sino una diminuta Minox perfectamente ocultada.
Roma, 7 de abril
—Esa reliquia, más preciada que cualquier otra salida de Tierra Santa —se burló el hombre de ropas color púrpura. Estaba leyendo el informe del caballero—. Besan ese objeto cuando participan de la hostia. Lo transportan en una grandiosa procesión anual. ¡Son culpables de superstición extremada si no de idolatría!
—Alto, alto —replicó con aire ausente el hombre más viejo, vestido de rojo—. He consultado el Rituale Romanum. Su procesión es oficialmente una processio in quacunque tribulatione, y permisible en consecuencia. —Estaba examinando con todo detalle, con la ayuda de una lupa de joyero, el fajo de fotografías enviado por el caballero—. De todos modos, haría mejor no burlándose. Si la reliquia resulta ser auténtica, mal puede hablarse de idolatría.
—Si lo es —murmuró el otro hombre, estremeciéndose involuntariamente—, y si hacemos con ella lo que ha sido propuesto…
—Si podemos apoderarnos de ella. Concentrémonos primero en los problemas más importantes. Mire esta fotografía.
La imagen mostraba el ornamentado dosel de la Santa Sangre, tras el cual había un sacerdote de abultados carrillos que sostenía reverentemente con ambas manos la disputada vasija. A su derecha se hallaba un guardián de la Fratérnitas Nóbilis Sánguinem Sanctus, un caballero cargado de años y totalmente calvo vestido con ropas ceremoniales de color negro, plata y escarlata, asiendo una maza ritual. A la izquierda del cura se encontraba un impasible policía belga con el típico uniforme azul y, pese a estar en una iglesia, casco blanco.
Mirado a través de la lupa, el relicario sostenido por el sacerdote aparecía como un cilindro transparente de tamaño aproximado al de un vaso de agua de lados rectos. Ambos extremos estaban cerrados por tapas de oro con intrincados grabados, de las que salían los dos extremos de una gruesa cadena de plata de dos metros que pasaba por la parte posterior del rollizo cuello del cura.
—Hay un reflejo en el vidrio —se lamentó el hombre de púrpura—. No puedo ver el interior de la vasija.
El hombre de rojo le entregó otra fotografía que podía tratarse de una atrevida toma en primer plano o de una amplificación sumamente clara. La superficie del recipiente era bastante más gruesa que la de cualquier vaso de vidrio normal. En el centro de la parte inferior del transparente cilindro no había una ostensible mancha roja, sino una manchita de un indefinido color pardorrojizo.
—Con todo el respeto y devoción debidos —dijo el hombre de púrpura—, parece un trofeo muy insignificante para que nosotros nos… apropiemos de él. Pero no importa. ¿Cómo nos apropiamos de él?
—Sustitución —contestó el hombre de rojo—. Un orfebre de confianza de Via da Guardiagreli está haciendo una copia para mí en estos momentos. Afirma que puede ver con toda claridad, en las fotografías, los grabados en oro de las tapas y que podrá imitarlos a la perfección. Y lo mismo con respecto a la cadena de plata. Las manos del sacerdote en la fotografía le proporcionan la escala. Nuestro duplicado será perfecto en tamaño, aspecto y todos los detalles.
—Un duplicado perfecto —murmuró el hombre de vestiduras púrpuras—. En todos los detalles.
París, Francia, 10 de abril
Sentado en la parte posterior del coche patrulla, un modelo Citroen, y esposado entre dos policías, el caballero de traje elegante y aspecto eminentemente distinguido no opuso resistencia, aunque protestó a gritos.
—¡Exijo saber bajo qué mandamiento están actuando ustedes, salauds!
Se tranquilizó cuando el automóvil se detuvo, no ante alguna comisaría de barrio, sino frente a una puerta gótica que conocía perfectamente.
—¡Santo cielo! —dijo en cuanto los policías le liberaron y se marcharon—. Me han detenido muchas veces, pero jamás para llevarme ante el cura de mi parroquia. ¿Qué cosa tan terrible dije en mi última confesión?
—Te limitaste a recordarme que en mi congregación se encuentra el más ilustre criminal que ha atemorizado París desde la buena época de Cartouche —respondió el sacerdote—. Ahora te pido que, por una vez en tu vida, pongas tu talento y contactos a disposición de una causa loable. Observa esas fotografías. Y escucha.
Cuando el cura hubo concluido, el hombre protestó.
—Pero esta… esta sustitución que usted necesita… Padre, soy un vulgar carterista.
—Merde —replicó con rudeza el sacerdote—. El mocoso que yo rescataba tan a menudo de la granja reformatorio de Montesson era un carterista. Tus habilidades han crecido con el paso de los años.
—Naturalmente haré cualquier cosa por usted, padre. Pero la ciudad de Brujas está fuera de su parroquia, por lo que deduzco que no me está haciendo una petición personal. ¿Puedo preguntar por qué la Iglesia pretende conseguir la ayuda de un Barrabás?
—Non.
—¿Eh? —El experto criminal se encogió de hombros y después volvió a estudiar las fotos—. Dice usted que nadie debe enterarse de la sustitución. Eso descarta la posibilidad de entrar a robar en la bóveda de la capilla, sería imposible hacerlo sin dejar algún rastro. También descarta cualquier acción cuando se exhibe la vasija durante la misa. Sería muy arriesgado maniobrar tan abiertamente. Hay que hacerlo durante esa procesión de la Santa Sangre. Un acto así siempre ocasiona mucha agitación y un poco más no tendrá importancia. Pero debo decir que yo rara vez manifiesto tanta audacia a plena luz del día y ante tantos testigos.
—Alégrate, entonces, de que estemos en el año 1979.
—¿Cómo?
—Sólo se trata de una procesión. Si estuviéramos en 1977 habría más que un simple desfile. Cada año quinario, la reliquia es el foco de atracción de una magnífica representación son et lumiére de la Pasión. El drama dura casi tres horas, implica el concurso de cerca de tres mil actores y músicos, y la Grand’ Place se queda pequeña para los más de diez mil espectadores. Antorchas, focos, fogatas…
—¿De verdad? Hum. Eso sería todo un reto.
—¡No me vengas con ideas jactanciosas! No vamos a esperar hasta 1982. La sustitución debe efectuarse tan pronto como sea posible. Si te decides por el día de la procesión, eso será… veamos… el siete de mayo de este año.
—Lo que me da menos de un mes para hacer planes. Padre, necesitaré un plano a gran escala de Brujas, con el trayecto señalado exactamente. Me harán falta detalles de la procesión: orden de marcha, carrozas y bandas y todas esas cosas. Detalles de las barreras para el público, medidas de seguridad, fonctionaires y policías de tráfico a cargo del orden… Sobre todo, detalles relativos a por dónde y cómo se transporta la reliquia. Si se trata de la piece de resistance, confío en que será muy visible.
—Tendrás todos esos datos. Pero creo que el arzobispo de Utrecht se sienta en una silla lujosa y pequeña, sosteniendo en alto el recipiente para que todos lo contemplen.
—Merde.
—¿Acaso es un problema?
—Padre, puedo coger microfilms ultrasecretos de una faja provista de cremallera que lleve encima un agente de la KGB o la CIA, aunque esté bajo ropa interior térmica, y él no lo notará. Puedo robar el flamante anillo matrimonial del delicado dedo de una recién casada y ella no lo notará. Pero fíjese bien: el arzobispo hará el recorrido en una posición elevada, por encima de las cabezas del público; y no sólo sostendrá la reliquia con sus dos manos, sino que la llevará asegurada con una cadena en torno a su reverendo cuello.
—¿Y bien?
—Que así no puedo robarla. El arzobispo deberá estar cabeza abajo.
Roma, 12 de abril
—Ateniéndome únicamente a las fotografías —dijo el anciano de atavío púrpura—, debo decir que me parece una copia idéntica. —Dio vueltas y más vueltas al cilindro entre sus dedos, con cierta cautela.
—El único detalle del que no podemos estar seguros es el peso —comentó el anciano de rojo—. Imitamos el espesor con toda la exactitud posible. Y suponiendo que el relicario auténtico sea tan suntuoso como merece ser, el orfebre usó oro de dieciocho quilates para los extremos del cilindro y plata de ley de novecientas noventa y nueve milésimas para la cadena. Pero aunque el verdadero esté formado por, digamos, oro más barato de catorce quilates y plata del tipo para acuñar de novecientas setenta y cinco milésimas, dudo que ni siquiera un guardián que lo haya tenido en sus manos todos los viernes de su vida advierta la diferencia.
—¿Y qué hay respecto a… la sangre? —preguntó el hombre de ropaje púrpura, señalando la oscura mácula del interior del recipiente—. Me refiero a que… Suponga que a otra persona se le ocurra emprender de nuevo, algún día, nuestra temeraria empresa.
—Si la nuestra triunfa, nadie más necesita intentarla de nuevo, nunca. En cualquier caso, esa sangre la puso ahí para mí un maquillador de Cinecittá. Es lo que usan en esas películas sangrientas… chocolate teñido, creo que me dijeron.
—Entonces, ¿no deberíamos poseer una copia extra de este objeto como…? ¿Cómo lo llaman? ¿Sustituto? ¿No existe algún riesgo de que esta vasija, o la auténtica, se rompiera por accidente durante el intercambio?
—No es probable. La auténtica está hecha de cristal de sosa, no de vidrio de ventana, igual que ésta.
—Ah, bien. Si una se rompe, usted y yo será mejor que nos retiremos rápidamente, y para toda la vida, a un monasterio de la Patagonia u otro similar.
—No prepare el equipaje todavía. Disponemos de un individuo excelente a cargo del proceso de sustitución.
—¿Quién?
—No lo sé y no lo preguntaré. Todo lo que sé es que París es la ciudad más sofisticadamente perversa del mundo y que mi sobrino tiene una iglesia en el barrio latino, la parte más inicua de esa ciudad tan malvada. Ha obtenido los servicios de uno de sus feligreses… un gran personaje de la Mafia o algo por el estilo. La cuestión es que el hombre parece conocer su oficio. Lo primero que pidió fue toda esta información.
El hombre de rojo extendió una mano hacia los papeles colocados en la mesa que le separaba del hombre de púrpura. Este cogió el plano urbano de Brujas.
—¿Esta será la ruta de la procesión? —inquirió.
—Sí. Bastante tortuosa, ¿no es cierto? Supongo que los participantes se alegran de que la ciudad vieja ocupe un óvalo tan pequeño. Pero aún así, deben acabar con los pies doloridos. Salen de la Capilla de la Santa Sangre… aquí… Rodean la manzana y pasan ante el campanario de la Gran’ Place, luego recorren todas estas calles y plazas y todo el camino que hay hasta el convento de Béguinage. Despues regresan, vuelven a cruzar el campanario y al final llegan otra vez a la Capilla.
—Creo que necesitan una ruta tan larga simplemente para dar cabida a un cortejo tan inmenso —opinó el hombre de vestiduras púrpuras—. No puedo imaginar quién contempla la procesión. Todos los habitantes de Brujas parecen estar dentro de ella. —Siguió leyendo en voz alta uno de los informes—. Trompeteros y tambores.
«Abanderados.
«Cruzados montados, con estandartes y lanzas.
«El clero, con capas consistoriales.
«Directores de coro, con sobrepellices.
«Guardia de a pie de la Noble Hermandad de la Santa Sangre.
«El arzobispo de Utrecht, llevando la Santa Reliquia y sentado en la silla de honor transportada por los miembros más jóvenes y fuertes de la Soberana Orden de los Caballeros Hospitalarios de Jerusalén.
«Guardia de a pie de la Real y Principesca Hermandad de Honorables Ballesteros de San Jorge.
«Gaiteros. (¿Gaiteros?)
«Magistrados laicos, profesionales, miembros de sociedades comerciales y gremiales, todas las comunidades con su propia banda de músicos.
«Monjes.
«Monjas.
«Niños.
—Y en un momento del trayecto —dijo el hombre de atavío rojo—, el arzobispo se pone cabeza abajo.
—¿Qué? ¿El arzobispo de Utrecht? ¿Ese viejo pomposo, artrítico y…?
—Quizá mi sobrino haya confundido el código, pero eso es lo que decía su telegrama cifrado.
—Per Bacco! —exclamó el hombre de púrpura, invocando un dios cuya existencia se suponía que debía repudiar—. ¡Me gustaría verlo yo mismo!

En las profundidades Arthur C. Clarke

En las profundidades
Arthur C. Clarke
The deep range, © 1954 (Argosy, Abril de 1954). Traducción de Joseph Ferrer i Aleu en Cuentos del planeta Tierra, Colección VIB 17/1, Ediciones B S.A., 1992.

Escribí el cuento En las profundidades en 1954, mucho antes del casi obsesivo interés actual por la exploración y la explotación de los océanos. Un año después fui al Great Barrier Reef, tal como expliqué en The coast of coral (La costa de Coral). Aquella aventura me dio ímpetu –y datos– para ampliar el cuento en una novela del mismo título, que terminé después de fijar mi residencia en Ceilán (hoy Sri Lanka).
Por esta razón, nunca volví a publicar el cuento original en ninguna de mis colecciones, y hoy ofrezco a los esperanzados aspirantes a doctores en Literatura Inglesa la oportunidad de «comparar y contrastar».
La idea de reunir en manadas a las ballenas es algo que aún no ha llegado, pero me pregunto si algún día llegará. En el curso del último decenio, las ballenas han adquirido tanto prestigio que la mayoría de los europeos y de los americanos antes comerían hamburguesas de perro o de gato que carne de ballena. Yo la probé una vez durante la Segunda Guerra Mundial: sabía a carne de vaca bastante dura.
Sin embargo, hay un producto de las profundidades que podría consumirse sin escrúpulos morales. ¿Qué les parecería un batido de leche de ballena?
Arthur C. Clarke

Había un asesino suelto en la zona. Un helicóptero de patrulla había visto a ciento cincuenta kilómetros de la costa de Groenlandia, el gran cadáver tiñendo el agua de rojo mientras flotaba en las olas. A los pocos segundos se había puesto en funcionamiento el intrincado sistema de alerta: los hombres trazaban círculos y movían piezas sobre la carta del Atlántico Norte, y Don Burley aún se estaba frotando los ojos cuando descendió en silencio hasta treinta metros de profundidad. Las luces verdes del tablero eran un símbolo resplandeciente de seguridad. Mientras esto no cambiase, mientras ninguna de las luces esmeralda pasara al rojo, todo iría bien para Don y su pequeña embarcación. Aire, carburante, fuerza: éste era el triunvirato que regía su vida. Si fallaba uno, descendería en un ataúd de acero hasta el cieno pelágico, como le había pasado a Johnnie Tyndall la penúltima temporada. Pero no había motivo para que fallasen; los accidentes que uno preveía, se dijo Don para tranquilizarse, no ocurrían nunca.
Se inclinó sobre el tablero de control y habló por el micro. Sub 5 aún estaba lo bastante cerca de la nave nodriza como para alcanzarla por radio, pero pronto tendría que pasar a los sónicos.
–Pongo rumbo 255, velocidad 50 nudos, profundidad 30 metros, el sonar en pleno funcionamiento… Tiempo calculado hasta el sector de destino, 70 minutos… Informaré a intervalos de 10 minutos. Esto es todo… Cambio.
La contestación, ya debilitada por la distancia, llegó al momento desde el Herman Melville.
–Mensaje recibido y comprendido. Buena caza. ¿Qué hay de los sabuesos?
Don se mordisqueó el labio inferior, reflexionando. Esto podía ser un trabajo que tuviese que hacer él solo. No tenía idea de dónde estaban en este momento Benj y Susan, en un radio de ochenta kilómetros. Lo seguirían sin duda si les hacía la señal, pero no podrían mantener su velocidad y pronto se quedarían atrás. Además, podía encontrarse con una pandilla de asesinos y lo último que quería era poner en peligro a sus marsopas cuidadosamente adiestradas. Era lógico y sensato. También apreciaba mucho a Susan y a Benj.
–Está demasiado lejos y no sé en qué voy a meterme –respondió–. Si están en el área de interceptación cuando llegue allí, puede que los llame.
Apenas pudo oír el asentimiento de la nave nodriza, y Don apagó la radio. Era hora de mirar a su alrededor.
Bajó las luces de la cabina para poder ver más claramente la pantalla del sonar, se caló la gafas Polaroid y escudriñó las profundidades. Éste era el momento en que Don se sentía como un dios, capaz de abarcar entre las manos un círculo de treinta kilómetros de diámetro del Atlántico, y de ver con claridad las todavía inexploradas profundidades, a cinco mil metros por debajo de él. El lento rayo giratorio de sonido inaudible estaba registrando el mundo en el que él flotaba, buscando amigos y enemigos en la eterna obscuridad donde jamás podía penetrar la luz. Los chillidos insonoros, demasiado agudos incluso para el oído de los murciélagos que habían inventado el sonar un millón de años antes que el hombre, latieron en la noche del mar: los débiles ecos se reflejaron en la pantalla como motas flotantes verdeazuladas.
Gracias a su mucha práctica, Don podía leer su mensaje con toda facilidad. A trescientos metros debajo de él, extendiéndose hasta el horizonte sumergido, estaba la capa de vida que envolvía la mitad del mundo. El prado hundido del mar subía y bajaba con el paso del sol, manteniéndose siempre al borde de la obscuridad. Pero las últimas profundidades no le interesaban. Las bandadas que guardaba y los enemigos que hacían estragos en ellas, pertenecían a los niveles superiores del mar.
Don pulsó el interruptor del selector de profundidad y el rayo del sonar se concentró automáticamente en el plano horizontal. Se desvanecieron los resplandecientes ecos del abismo, pero pudo ver más claramente lo que había aquí, a su alrededor, en las alturas estratosféricas del océano. Aquella nube reluciente a tres kilómetros delante de él era un banco de peces; se preguntó si la Base estaba enterada de esto, y puso una nota en su cuaderno de bitácora. Había algunas motas más grandes y aisladas al borde del banco: los carnívoros persiguiéndolo, asegurándose de que la rueda eternamente giratoria de la vida y la muerte no perdiese nunca su impulso. Pero este conflicto no era de la competencia de Don; él perseguía una caza mayor.
Sub 5 siguió navegando hacia el oeste, como una aguja de acero más rápida y mortífera que cualquiera de las otras criaturas que rondaban por los mares. La pequeña cabina, iluminada tan sólo por el resplandor de las luces del tablero de instrumentos, vibraba con fuerza al expulsar el agua las turbinas. Don examinó la carta y se preguntó cómo había podido penetrar esta vez el enemigo. Todavía había muchos puntos débiles, pues vallar los océanos del mundo había sido una tarea gigantesca. Los tenues campos eléctricos, extendidos entre generadores a muchas millas de distancia los unos de los otros, no podían mantener siempre a raya a los hambrientos monstruos de las profundidades. Éstos también estaban aprendiendo. Cuando se abrían las vallas, se deslizaban a veces entre las ballenas y hacían estragos antes de ser descubiertos.
El receptor de larga distancia hizo una señal que parecía un lamento, y Don marcó TRANSCRIBA. No era práctico transmitir palabras a cualquier distancia por un rayo ultrasónico, y además en clave. Don nunca había aprendido a interpretarla de oídas, pero la cinta de papel que salía de la rendija le solucionó esta dificultad.
HELICÓPTERO INFORMA MANADA. 50-100 BALLENAS DIRIGIÉNDOSE 95 GRADOS REF CUADRÍCULA X186475 Y438034 STOP. A GRAN VELOCIDAD. STOP. MELVILLE. CORTO.
Don empezó a poner las coordenadas en la cuadrícula, pero entonces vio que ya no era necesario. En el extremo de su pantalla había aparecido una flotilla de débiles estrellas. Alteró ligeramente el curso y puso rumbo a la manada que se acercaba.
El helicóptero tenía razón: se movían de prisa. Don sintió una creciente excitación, pues esto podía significar que huían y atraían a los asesinos hacia él. A la velocidad en que viajaban, estaría entre ellas dentro de cinco minutos. Apagó los motores y sintió el tirón hacia atrás del agua que lo detuvo muy pronto.
Don Burley, caballero de punta en blanco, permaneció sentado en su pequeña habitación débilmente iluminada, a quince metros por debajo de las brillantes olas del Atlántico, probando sus armas para el inminente conflicto. En aquellos momentos de serena tensión, antes de empezar la acción, su cerebro excitado se entregaba a menudo a estas fantasías. Se sentía pariente de todos los pastores que habían cuidado los rebaños desde la aurora de los tiempos. Era David, en los antiguos montes de Palestina, alerta contra los leones de montaña que querían hacer presa en las ovejas de su padre. Pero más cercanos en el tiempo, y sobre todo su espíritu, estaban los hombres que habían conducido las grandes manadas de reses en las llanuras americanas hacía tan sólo unas pocas generaciones. Ellos habrían comprendido su trabajo, aunque sus instrumentos les habrían parecido mágicos. La escena era la misma; sólo había cambiado la escala. No existía ninguna diferencia fundamental en que los animales al cuidado de Don pesasen casi cien toneladas y pastaran en las sabanas infinitas del mar.
La manada estaba ahora a menos de tres kilómetros de distancia y Don comprobó el continuo movimiento del sonar para concentrarlo en el sector que tenía delante. La imagen de la pantalla adoptó una forma de abanico cuando el rayo de sonar empezó a oscilar de un lado a otro; ahora podía contar el número de ballenas e incluso calcular su tamaño con bastante exactitud. Con ojos avezados empezó a buscar las rezagadas.
Don jamás hubiese podido explicar qué atrajo al instante su atención hacia los cuatro ecos en el borde sur de la manada. Cierto que estaban un poco apartados de los demás, pero otros se habían rezagado más. Y es que el hombre adquiere un sexto sentido cuando lleva bastante tiempo contemplando las pantallas de sonar; un instinto que le permite deducir más de lo normal de las motas en movimiento. Sin pensarlo, accionó el control que pondría en marcha las turbinas. El Sub 5 empezaba a moverse cuando resonaron tres golpes sordos en el casco, como si alguien llamase a la puerta y quisiera entrar.
–¡Que me aspen! –dijo Don–. ¿Cómo habéis llegado aquí?
No se molestó en encender la TV; habría reconocido la señal de Benj en cualquier parte. Las marsopas estaban sin duda en las cercanías y lo habían localizado antes de que él diese el toque de caza. Por milésima vez, se maravilló de su inteligencia y de su fidelidad. Era extraño que la Naturaleza hubiese realizado dos veces el mismo truco: en tierra, con el perro; en el océano, con la marsopa. ¿Por qué querían tanto estos graciosos animales marinos al hombre a quien debían tan poco? Esto hacía pensar que a fin de cuentas la raza humana valía algo, ya que podía inspirar una devoción tan desinteresada.
Se sabía desde hacía siglos que la marsopa era al menos tan inteligente como el perro y que podía obedecer órdenes verbales muy complejas. Todavía se estaban haciendo experimentos; si éstos tenían éxito, la antigua sociedad entre el pastor y el mastín tendría un nuevo modelo en la vida.
Don puso en marcha los altavoces ocultos en el casco del submarino y empezó a hablar con sus acompañantes. La mayoría de los sonidos que emitía no habrían significado nada a los oídos humanos; eran producto de una larga investigación por parte de los etólogos de la World Food Administration. Dio una orden y la reiteró para asegurarse de que lo habían comprendido. Después comprobó con el sonar que Benj y Susan lo estaban siguiendo a popa, tal como les había dicho.
Los cuatro ecos que le habían llamado la atención eran ahora más claros y cercanos, y el grueso de la manada de ballenas había pasado más allá, hacia el este. No temía una colisión; los grandes animales, incluso en su pánico, podían sentir su presencia con la misma facilidad con que él detectaba la de ellos, y por medios similares. Don se preguntó si debía encender su radiofaro. Ellos reconocerían su imagen sonora y esto les tranquilizaría. Pero el enemigo aún desconocido también podía reconocerle.
Se acercó para una interceptación y se inclinó sobre la pantalla como para extraer de ella, por pura fuerza de voluntad, hasta las menores informaciones que pudiese proporcionarle. Había dos grandes ecos, a cierta distancia entre ellos, y uno iba acompañado de un par de satélites más pequeños. Don se preguntó si llegaba demasiado tarde. Pudo imaginarse la lucha a muerte que se desarrollaba en el agua a menos de un par de kilómetros. Aquellas dos manchitas más débiles debían de ser el enemigo (tiburones o pequeños cetáceos asesinos) atacando a una ballena mientras una de sus compañeras permanecía inmovilizada por el terror, sin más armas para defenderse que sus poderosas aletas.
Ahora estaba casi lo bastante cerca para ver. La cámara de TV, en la proa del Sub 5, escrutó la penumbra, pero al principio sólo pudo mostrar la niebla de plancton. Entonces empezó a formarse en el centro de la pantalla una forma grande y vaga, con dos compañeras más pequeñas debajo de ella. Don estaba viendo, con la mayor precisión pero irremediablemente limitado por el alcance de la luz ordinaria, lo que el sonar le había comunicado.
Casi al instante, se percató del error que había cometido. Los dos satélites eran crías, no tiburones. Era la primera vez que veía una ballena con gemelos; aunque los partos múltiples no eran desconocidos, la ballena hembra sólo podía amamantar a dos pequeños a la vez y generalmente sólo sobrevivía el más vigoroso. Ahogó su contrariedad, el error le había costado muchos minutos y debía empezar la búsqueda de nuevo.
Entonces oyó el frenético golpeteo en el casco que significaba peligro. No era fácil asustar a Benj, y Don le gritó para tranquilizarlo mientras hacía girar el Sub 5 de manera que la cámara pudiese registrar las aguas a su alrededor. Se había vuelto automáticamente hacia la cuarta mota en la pantalla del sonar, el eco que había imaginado, por su tamaño, que era otra ballena adulta. Y vio que, a fin de cuentas, había localizado el sitio preciso.
–¡Dios mío! –exclamó en voz baja–. No sabía que los hubiese tan grandes.
En otras ocasiones había visto grandes tiburones, pero se trataba de vegetarianos inofensivos. Éste (pudo darse cuenta a primera vista) era un tiburón de Groenlandia, el asesino de los mares del Norte. Se creía que podía alcanzar hasta nueve metros de largo, pero este ejemplar era mayor que el Sub 5. No tenía menos de doce metros desde el hocico a la cola y, cuando él lo descubrió, se estaba ya volviendo contra su víctima. Como cobarde que era, iba a atacar a una de las crías.
Don gritó a Benj y a Susan, y observó que entraban a toda prisa en su campo visual. Se preguntó un instante por qué odiarían tanto las marsopas a los tiburones; entonces soltó los controles, dejando al piloto automático la tarea de enfocar el blanco. Retorciéndose y girando tan ágilmente como cualquier otra criatura marina de su tamaño, Sub 5 empezó a acercarse al tiburón, dejando en libertad a Don para concentrarse en el armamento.
El asesino estaba tan absorto en su presa que Benj lo pilló completamente desprevenido, golpeándole justo detrás del ojo izquierdo. Debió de ser un golpe doloroso: un morro duro como el hierro, impulsado por un cuarto de tonelada de músculos moviéndose a ochenta kilómetros por hora, es algo que ni los peces más grandes pueden menospreciar. El tiburón giró en redondo en una curva extraordinariamente cerrada y Don casi saltó de su asiento al virar de golpe el submarino. Si esto continuaba así, le sería difícil emplear el aguijón. Pero al menos el asesino estaba ahora demasiado ocupado como para pensar en sus presuntas víctimas.
Benj y Susan estaban acosando al gigante como los perros que muerden las patas de un oso furioso. Eran demasiado ágiles para ser presa de aquellas feroces mandíbulas, y Don se maravilló de la coordinación con que trabajaban. Cuando uno de ellos emergía para respirar, el otro esperaba un minuto para poder seguir el ataque con su compañero.
Parecía que el tiburón no se daba cuenta de que un adversario mucho más peligroso se le estaba viniendo encima y que las marsopas no eran más que una maniobra de distracción. Esto convenía mucho a Don; la próxima operación sería difícil, a menos que pudiese mantener un rumbo fijo durante quince segundos como mínimo. En caso de necesidad, podía usar los pequeños torpedos, y sin duda lo habría hecho si hubiese estado solo frente a una bandada de tiburones. Pero la situación era confusa y había un sistema mejor. Prefería la técnica del estoque a la de la granada de mano.
Ahora estaba a tan sólo quince metros de distancia y se acercaba con rapidez. Nunca se le ofrecería una oportunidad mejor. Apretó el botón de lanzamiento.
De debajo de la panza del submarino salió disparado algo que parecía una raya. Don había reducido la velocidad de la embarcación; ahora ya no tenía que acercarse más. El pequeño proyectil, en forma de flecha y de sólo medio metro de anchura, podía moverse más de prisa que la embarcación y recorrería el trayecto en pocos segundos. Mientras avanzaba a gran velocidad, fue soltando el fino cable de control, como una araña subacuática desprendiendo su hilo. A lo largo del cable pasaba la energía que impulsaba al aguijón y las señales que lo dirigían hacia el objetivo. Don se había olvidado completamente de su propia embarcación, en su esfuerzo por guiar aquel misil submarino. Respondía tan de prisa a su contacto que tuvo la impresión de que estaba controlando un sensible y enérgico corcel.
El tiburón vio el peligro menos de un segundo antes del impacto. El parecido del aguijón con una raya corriente le había confundido, tal como habían pretendido los diseñadores del arma. Antes de que el pequeño cerebro pudiese darse cuenta de que ninguna raya se comportaba de aquella manera, el misil dio en el blanco. La aguja hipodérmica de acero, impulsada por la explosión de un cartucho, atravesó la dura piel del tiburón y éste saltó en un frenesí de pánico. Don puso rápidamente marcha atrás, pues un coletazo le haría saltar como un guisante en un bote y podría incluso causar daño al Sub 5. Ahora no podía hacer nada más, salvo hablar por el micrófono y llamar a sus mastines.

El maldito asesino estaba tratando de arquear el cuerpo para poder arrancarse el dardo envenenado.
Don había guardado ya el aguijón en su escondite, satisfecho de haber podido recobrar indemne el misil. Observó despiadadamente cómo el monstruo sucumbía a su parálisis.
Sus movimientos se estaban debilitando. Nadaba sin rumbo y, en una ocasión, Don tuvo que apartarse hábilmente a un lado para evitar un choque. Al perder el control de flotación, el animal ascendió moribundo a la superficie. Don no trató de seguirlo; esto podía esperar hasta que hubiese resuelto asuntos más importantes.
Encontró a la ballena y a sus dos crías a un kilómetro y las examinó minuciosamente. Estaban ilesas, y no había necesidad por tanto de llamar al veterinario, en su especial submarino de dos plazas, capaz de resolver cualquier crisis cetológica, desde un dolor de estómago a una cesárea. Don tomó nota del número de la madre, grabado debajo de las aletas. Las crías, a juzgar por su tamaño, eran de esta temporada y aún no habían sido marcadas.
Don estuvo un rato observando. Ya no estaban alarmadas, y una comprobación por el sonar le había mostrado que la manada había interrumpido su desaforada fuga. Se preguntó cómo podían saber lo que había ocurrido; se había aprendido mucho sobre la comunicación entre ballenas, pero muchas cosas aún seguían siendo un misterio.
–Espero que me agradezca lo que he hecho por usted, señora –murmuró.
Entonces, mientras pensaba que cincuenta toneladas de amor maternal era un espectáculo realmente asombroso, vació los depósitos y ascendió a la superficie.
El mar estaba en calma, por lo que abrió el compartimiento estanco y asomó la cabeza por la pequeña torre. El agua se hallaba a sólo unos centímetros de su barbilla, y de vez en cuando una ola hacía un decidido esfuerzo para inundar la embarcación. Había poco peligro de que esto ocurriese pues había fijado la escotilla de manera que era como un tapón completamente eficaz.
A quince metros de distancia, un bulto largo y de color de pizarra, como una barca panza arriba, se estaba meciendo en la superficie. Don lo miró e hizo algunos cálculos mentales. Una bestia de este tamaño sería muy valiosa: con un poco de suerte, tal vez conseguiría una doble recompensa. Dentro de unos minutos radiaría su informe, pero de momento era agradable respirar el aire fresco del Atlántico y sentir el cielo despejado sobre su cabeza.
Una bomba gris saltó desde las profundidades y volvió a caer sobre la superficie del agua, salpicándolo de espuma. No era más que la modesta manera que tenía Benj de llamar su atención; un instante después, la marsopa se encaramó a la torre, para que Don pudiera acariciarle la cabeza. Sus ojos grandes e inteligentes se fijaron en él: ¿era mera imaginación, o bailaba en sus pupilas un regocijo casi humano?
Como de costumbre, Susan se mantuvo tímidamente a distancia hasta que los celos pudieron más que ella y empujó a Benj a un lado. Don distribuyó sus caricias con imparcialidad y se disculpó porque no tenía nada para darles. Decidió reparar esta omisión en cuanto regresase al Herman Melville.
–También iré a nadar con vosotras –prometió– con tal de que os portéis bien la próxima vez.
Se frotó reflexivamente un gran cardenal producido por las ganas de jugar de Benj, y se preguntó si no era ya un poco viejo para juegos tan duros como éste.
–Es hora de volver a casa –dijo firmemente, metiéndose en la cabina y cerrando de golpe la escotilla. De pronto notó que estaba hambriento y que aún no había tomado el desayuno. No había muchos hombres en el mundo con más derecho que él a la comida de la mañana. Había salvado para la humanidad más toneladas de carne, aceite y leche de lo que se podría calcular.
Don Burley era el guerrero feliz, volviendo a casa después de una batalla que el hombre siempre tendría que librar. Estaba manteniendo a raya el espectro del hambre con el que había tenido que enfrentarse la humanidad en todas las etapas anteriores, pero que nunca volvería a amenazar al mundo mientras los grandes cultivos de plancton produjesen millones de toneladas de proteínas, y las manadas de ballenas obedeciesen a sus nuevos amos.
El hombre había vuelto al mar después de eones de exilio; hasta que se congelasen los océanos, no volvería a tener hambre…
Don miró la pantalla al fijar el rumbo. Sonrió al ver los dos ecos que sostenían el ritmo de la mancha de luz central correspondiente a su embarcación.
–Aguantad –dijo–. Los mamíferos debemos mantenernos juntos.
Entonces puso en marcha el piloto automático y se retrepó en su asiento.

Y ahora Benj y Susan oyeron un ruido muy peculiar que subía y bajaba contra el zumbido de las turbinas. Se había filtrado débilmente a través de las paredes de Sub 5, y sólo los sensibles oídos de las marsopas podían haberlo detectado. Pero por muy inteligentes que fuesen, difícilmente se hubiese podido esperar que comprendiesen por qué Don Burley estaba anunciando, en voz estridente, que se estaba dirigiendo a la Última Ronda…

Los poseídos Arthur C. Clarke

Los poseídos
Arthur C. Clarke
The possessed, © 1952 by Columbia Publications Inc.. Traducido por María J. Sabejano en Alcanza el mañana, relatos de Arthur C. Clarke, grandes éxitos BOLSILLO B-153 Ciencia Ficción-81, Ultramar Editores S. A., 1989.

Se dirigieron hacia el futuro… en busca de algo oculto en el distante pasado.

Clarke, en uno de sus cuentos más originales, nos recuerda que lo grande y lo pequeño están relacionados; ambos aspectos forman parte del proceso que está actuando en el Universo. Un proceso que, en su totalidad, es indiferente al hombre. Puede que las incursiones del hombre en el Universo, si es que llega a realizarlas, sean más como las de los lemmings, que progresiones racionales.
Brian Aldiss

Si no me falla la memoria, he escrito sólo dos cuentos basados en ideas sugeridas por otras personas. Uno de ellos es este, y aquí confieso mi agradecimiento a Mike Wilson, que puede compartir su parte de culpa.
Arthur C. Clarke

Y ahora este sol estaba tan cercano que el huracán de radiación estaba obligando al Swarm a volver a la obscura noche del espacio. Pronto ya no podría acercarse más; los ventarrones de luz sobre los cuales cabalgaba de estrella en estrella ya no podrían ser enfrentados tan cerca de su origen. A menos que encontrara un planeta muy pronto, y pudiera caer bajo la paz y seguridad de su sombra, este sol debía ser abandonado como ya lo habían sido tantos otros anteriormente.
Ya se habían buscado y descartado seis fríos mundos exteriores. O estaban congelados más allá de toda esperanza de vida orgánica, o si no albergaban entidades de especies que eran inútiles para el Swarm. Para que éste pudiera sobrevivir, debía encontrar huéspedes no demasiado distintos de aquellos que había abandonado en su sentenciado y distante hogar. Hacía millones de años que el Swarm había comenzado su viaje, barrido hacia las estrellas por los fuegos que produjo, al estallar, su propio sol. Aun así, el recuerdo de su perdida tierra natal era agudo y claro, un dolor que no moriría nunca.
Adelante había un planeta, arrastrando su cono de sombra a través de la noche barrida por las llamas. Los sentidos que el Swarm había desarrollado a lo largo de su extenso viaje se proyectaron hacia el mundo que se acercaba, se proyectaron y lo encontraron bueno. Los inclementes golpes de radiación cesaron cuando el negro disco del planeta eclipsó al Sol. El Swarm se deslizó suavemente en caída libre hasta que golpeó la franja exterior de la atmósfera. La primera vez que había descendido sobre un planeta casi encuentra la muerte, pero ahora contrajo su tenue substancia con la impensada habilidad que da la larga práctica, hasta que formó una esfera pequeña y firmemente tejida. Su velocidad disminuyó lentamente, hasta que al fin flotó inmóvil entre la tierra y el cielo.
Durante muchos años cabalgó los vientos de la estratosfera de polo a polo, o dejó que los silenciosos disparos del alba lo arrojaran hacia el oeste, apartándolo del sol naciente. En todos lados encontró vida, pero inteligencia en ninguno. Había cosas que se arrastraban, y volaban y saltaban, pero no había cosas que hablaran o construyeran. Dentro de diez millones de años podría haber aquí criaturas con mentes que el Swarm podría poseer y guiar para sus propios propósitos; pero ahora no había señal de ellas. No podía adivinar cuál de las innumerables formas de vida de este planeta sería la heredera del futuro, y sin tal huésped estaba indefenso…, un simple esquema de cargas eléctricas, una matriz de orden y propio conocimiento en un universo de caos. El Swarm no tenía control sobre la materia por sus propios medios, pero aun así, una vez que se hubiera alojado en la mente de una raza sensorial, no había nada que estuviera fuera de su poder.
No era la primera vez, y no sería la última, que el planeta fuera vigilado por un visitante del espacio…, pero nunca por ninguno en una tan peculiar y urgente necesidad. El Swarm se enfrentaba con un dilema atormentador. Podía comenzar una vez más sus agotadores viajes, esperando poder encontrar definitivamente las condiciones que buscaba, o podía esperar aquí sobre este mundo, haciendo tiempo hasta que se levantara una raza que se acomodara a sus propósitos.
Se movió como la niebla a través de las sombras, dejando que los vientos vagabundos lo llevaran donde quisieran. Los toscos y malformados reptiles de este joven mundo nunca lo vieron pasar, pero él los observó, grabando, analizando, tratando de extrapolar hacia el futuro. Había tan poco que elegir entre todas estas criaturas; ninguna de ellas mostraba siquiera los primeros débiles brillos de una mente consciente. Pero si abandonaba este mundo en búsqueda de otro, podría recorrer el universo en vano hasta el fin del tiempo.
Finalmente tomó una decisión. Debido a su propia naturaleza, podía elegir las dos alternativas. La mayor parte del Swarm continuaría sus viajes entre las estrellas, pero una porción de él permanecería sobre este mundo, como una semilla plantada en espera de la futura cosecha.
Comenzó a girar sobre su eje, y su tenue cuerpo se aplanó hasta convertirse en un disco. Ahora fluctuaba entre las fronteras de la visibilidad…, era un pálido fantasma, un débil fuego fatuo que súbitamente se escindió en dos fragmentos desiguales. La rotación murió lentamente: el Swarm se había convertido en dos, cada uno de ellos una entidad con todos los recuerdos del original, y todos sus deseos y necesidades.
Hubo un último intercambio de ideas entre padre e hijo que al mismo tiempo eran gemelos idénticos. Si todo anduviera bien para los dos, se encontrarían nuevamente en el futuro lejano, aquí en este valle entre las montañas. El que iba a permanecer aquí, retornaría a este punto a intervalos regulares, indefinidamente; el que continuara la búsqueda enviaría un emisario si alguna vez encontraba un mundo mejor. Y entonces se unirían nuevamente, sin ser ya exiliados sin hogar vagando en vano en medio de las indiferentes estrellas.
La luz del alba se derramaba sobre las montañas nuevas y desnudas cuando el Swarm padre se elevó para enfrentar al Sol. En el borde de la atmósfera, los ventarrones de radiación lo atraparon y lo barrieron irresistiblemente más allá de los planetas, para comenzar una vez más la interminable búsqueda.
El que quedó comenzó su igualmente desesperanzada tarea. Necesitaba un animal que no fuera de una especie tan escasa, que las enfermedades o los accidentes la hicieran extinguirse, ni tampoco tan pequeño que nunca pudiera adquirir poder sobre el mundo físico. Y debería multiplicarse rápidamente, de modo tal que su evolución pudiera ser dirigida y controlada tan suavemente como fuera posible. La búsqueda fue prolongada, y la elección difícil, pero al fin el Swarm seleccionó su huésped. Como la lluvia que se hunde en el suelo sediento, penetró en los cuerpos de ciertos pequeños lagartos y comenzó a dirigir sus destinos. Fue un trabajo intenso, aun para un ser que nunca podría conocer la muerte. Pasaron generaciones y generaciones de lagartos hasta que se produjo la más mínima mejora en la raza. Y siempre, de acuerdo con lo convenido, el Swarm retornaba a su cita entre las montañas. Siempre retornó en vano. No había mensajero proveniente de las estrellas que trajera noticias de mejor fortuna en alguna otra parte.
Los siglos se alargaron en milenios, los milenios en eones. De acuerdo con los estándares geológicos, los lagartos estaban ahora cambiando rápidamente. En realidad ya no eran lagartos, sino criaturas de sangre cálida, cubiertas de piel, que parían vivos a sus hijos. Todavía eran pequeñas y débiles, sus mentes eran rudimentarias, pero contenían las semillas de la futura grandeza.
Pero no sólo las criaturas vivientes cambiaban a medida que pasaban las épocas. Los continentes se separaban, las montañas se gastaban bajo el peso de las constantes lluvias. A través de todos estos cambios, el Swarm mantuvo su propósito; y siempre, en los plazos convenidos, iba al lugar de encuentro que se había elegido hacía ya tanto tiempo, esperaba pacientemente durante un rato y se alejaba. Quizá el Swarm padre todavía estaba buscando o quizá (era una idea terrible y difícil de aceptar) lo había alcanzado algún destino desconocido y había seguido el camino de la raza a la que había dominado anteriormente. No había nada que hacer más que esperar, y ver si la tenaz forma de vida de este planeta podía ser obligada a entrar en el sendero que conducía a la inteligencia.
Y así pasaron los eones…

En algún lugar del laberinto de la evolución, el Swarm cometió su error fatal y tomó el camino equivocado. Hacía cien millones de años que había llegado a la Tierra, y estaba muy cansado. No podía morir, pero podía degenerar. Los recuerdos de su viejo hogar y de sus destinos se estaban desvaneciendo: su inteligencia estaba decayendo aun cuando sus huéspedes estaban trepando la larga ladera que los conduciría al conocimiento de sí mismos.
Por una cósmica ironía, al dar el ímpetu que un día traería la inteligencia a este mundo, el Swarm se había consumido. Había alcanzado el último estado de parasitismo; ya no podía existir alejado de sus huéspedes. Ya nunca más podría cabalgar libre por sobre este mundo, conducido por el viento y por el sol. Para hacer el peregrinaje hasta el viejo lugar de encuentro, debía viajar lenta y penosamente dentro de mil pequeños cuerpos. Aun así continuaba la costumbre inmemorial, conducido por el deseo de reunión que lo quemaba con más voracidad que nunca, ahora que conocía la amargura del fracaso. Sólo si el Swarm padre retornara y lo reabsorbiera, podría conocer nueva vida y vigor.
Los glaciares llegaron y se fueron; las pequeñas bestias que ahora albergaban a la decadente inteligencia extraña, escaparon sólo por milagro de las garras del hielo. Los océanos conquistaron la tierra, y aun así la raza sobrevivió. Incluso se multiplicó, pero no podía hacer más. Este mundo no sería nunca su propiedad, porque muy lejos, en el corazón de otro continente, un cierto mono había descendido de los árboles, y estaba mirando hacia las estrellas con los primeros indicios de curiosidad.
La mente del Swarm se estaba dispersando, desparramándose entre un millón de pequeños cuerpos, y ya no era capaz de unirse y hacer imponer su voluntad. Había perdido toda cohesión, sus recuerdos se estaban desvaneciendo. En un millón de años como máximo, se habrían ido todos.
Sólo se mantenía una cosa…, la ciega urgencia que todavía, a intervalos, que por alguna extraña aberración se estaban volviendo cada vez más cortos, lo conducía a buscar su fin en un valle que había dejado de existir hacía ya mucho tiempo.

Recorriendo tranquilamente la senda de la luz lunar, el crucero de placer pasó la isla con su guiñante faro, y entró al fiordo. Era una noche calma y agradable, Venus se hundía en el oeste, más allá de las Faroes, y las luces del puerto se reflejaban apenas temblorosamente en las lejanas y quietas aguas.
Nils y Christina estaban extremadamente contentos. Parados uno al lado del otro contra la barandilla del barco, los dedos entrelazados, observaban las arboladas laderas que se deslizaban silenciosamente. Los altos árboles estaban inmóviles bajo la luz lunar, ni el menor soplo de viento removía sus hojas; desde charcos de sombra sus delgados troncos se elevaban pálidamente. Todo el mundo estaba dormido; solamente el barco se atrevía a quebrar el encanto que había hechizado la noche. De repente, Christina lanzó un pequeño gemido, y Nils sintió sus dedos apretarse convulsivamente sobre los suyos. Siguió su mirada: ella estaba mirando fijamente a través de las aguas, hacia los silenciosos centinelas del bosque.
–¿Qué pasa, querida?
–¡Mira! –replicó ella, en un suspiro que Nils apenas pudo escuchar.
–¡Allá, bajo los pinos!
Nils miró, y mientras lo hacía, la belleza de la noche se desvaneció lentamente, y terrores ancestrales llegaron gateando desde el exilio. Porque debajo de los árboles la tierra estaba viva: una sucia marea marrón se movía bajando las laderas de la colina y se sumergía en las aguas obscuras. Aquí había un claro sobre el cual caía, no ensombrecida, la luz lunar. Estaba cambiando incluso mientras él observaba: la superficie de la tierra parecía estar ondulándose hacia abajo, como una lenta cascada que buscara unirse con el mar.
Y entonces Nils se rió, y el mundo estuvo cuerdo una vez más. Christina lo miró, sorprendida pero confiada nuevamente.
–¿No te acuerdas? –sonrió–. Lo leímos en el diario de esta mañana. Lo hacen cada tanto y siempre de noche. Está pasando esto desde hace días.
Se estaba burlando de ella, alejando la tensión de los últimos minutos. Christina le devolvió la mirada y una lenta sonrisa iluminó su rostro.
–¡Por supuesto! –dijo ella– ¡Qué tonta soy! Luego se volvió una vez más hacia la Tierra, y su expresión se tornó triste, porque tenía muy buen corazón.
–¡Pobrecitas –suspiró–. Quisiera saber por qué lo hacen. Nils se encogió de hombros con indiferencia.
–Nadie lo sabe –contestó–. Es nada más que otro de esos misterios. Yo no pensaría en eso, si tanto te preocupa. Mira…, pronto estaremos en el puerto.
Se volvieron hacia las luces en donde estaba su futuro, y sólo una vez Christina miró hacia atrás, hacia la marca trágica y sin sentido que todavía flotaba sobre la luna.
Obedeciendo a un impulso cuyo significado nunca habían conocido, las sentenciadas legiones de lemmings habían encontrado el olvido bajo las olas.

El rey de las bestias

El rey de las bestias
Philip José Farmer
The king of the beasts, © 1964 by Galaxy Publishing Corporation. Traducido por ? en nueva dimensión 51, Noviembre de 1973.

El biólogo estaba mostrándole al visitante el laboratorio y el zoo.
–Nuestro presupuesto –dijo–, es demasiado limitado para recrear todas las especies extintas conocidas. Así que devolvemos a la vida sólo los animales superiores, los más bellos que fueron cruelmente exterminados. Por así decirlo, estoy tratando de compensar la crueldad y la estupidez. Se podría decir que el hombre abofeteaba el rostro de Dios cada vez que aniquilaba una especie del reino animal.
Hizo una pausa, y miraron más allá de los fosos y los campos de fuerza. Los cervatillos brincaban y galopaban, mientras el Sol les iluminaba los flancos. La foca sacaba sus humorísticos bigotes del agua. El gorila atisbaba tras los bambúes. Las palomas mensajeras se atusaban las plumas. Un rinoceronte trotaba como un cómico acorazado. Una jirafa los miró con delicados ojos y luego volvió a comer hojas.
–Ahí está el dronte. No es hermoso, pero es muy raro, y totalmente inerme. Venga, le mostraré el proceso de recreación.
En el gran edificio pasaron junto a hileras de voluminosos y altos tanques. Podían ver claramente por las ventanas de sus flancos, y a través de la gelatina interior.
–Esos son embriones de elefantes africanos –dijo el biólogo–. Planeamos producir una gran manada y soltarla en la nueva reserva gubernamental.
–Casi se le puede ver irradiar felicidad –dijo el distinguido visitante–. Ama mucho a los animales, ¿no?
–Amo todo lo vivo.
–Dígame –dijo el visitante–, ¿de dónde obtiene los datos para la recreación?
–Principalmente de esqueletos y pieles que había en los antiguos museos. Y de libros y películas que hemos encontrado en excavaciones arqueológicas y que hemos logrado restaurar y luego traducir. ¡Ah!, ¿ve esos grandes huevos? En su interior están gestándose los polluelos del gran moa. Y casi a punto para ser sacados del tanque se hallan los cachorros de tigre. Cuando estén crecidos serán peligrosos, pero estarán confinados en la reserva.
El visitante se detuvo ante el último de los tanques.
–¿Sólo uno? –preguntó–. ¿Qué es?
–Pobrecillo –dijo el biólogo ahora triste–. ¡Estará tan solo! Pero yo le daré todo el cariño que pueda.
–¿Es tan peligroso? –preguntó el visitante–. ¿Peor que los elefantes, tigres, y osos?
–Tuve que conseguir un permiso especial antes de hacer crecer este –explicó el biólogo; su voz temblaba.
El visitante dio un paso hacia atrás asustado, apartándose del tanque. Y exclamó:
–Entonces, debe de ser… ¡Pero no, no se atrevería!
El biólogo asintió con la cabeza.
–Sí, es un hombre.

El huevo

El huevo
Howard Fast
Traducido por Rolando Costa Picazo en Un toque de infinito, relatos de Howard Fast, Ciencia-Ficción 3, EMECÉ Distribuidora, primera edición en 1974.

No sólo se trata de un relato conmovedor, sino que nos ayuda a percibir mejor esas pequeñas cosas simples que nos rodean, que nos alegran la vida, pero que normalmente no valoramos lo suficiente.

Fue un hecho afortunado, como lo reconocieron todos, que Souvan estuviera a cargo de las excavaciones –167-arco II, porque aunque era un arqueólogo de segundo orden, su hobby o afición lateral era las excentricidades de las ideas sociales de la segunda mitad del siglo veinte. No era simplemente un historiador, sino un estudioso cuya curiosidad lo llevó por los pequeños atajos olvidados por la historia. De otra manera, el huevo no hubiera recibido el tratamiento que tuvo.
La excavación tenía lugar en la parte norte de una región que en tiempos antiguos se había llamado Ohio, perteneciente a un ente nacional conocido como Estados Unidos de América en aquel entonces. Había sido una nación tan poderosa que había resistido tres incendios atómicos antes de desintegrarse, y por eso era más rica en tesoros enterrados que cualquier otra parte del mundo. Como lo sabe cualquier escolar, fue sólo en el siglo pasado que logramos llegar a entender las antiguas costumbres sociales de las últimas décadas de la era anterior. No es muy fácil superar una brecha de tres mil años, y es muy natural que la edad de la guerra atómica esté más allá de la comprensión de los seres humanos normales.
Souvan había pasado años de investigación calculando el lugar exacto para la excavación, y aunque nunca lo había declarado públicamente, no estaba interesado en refugios atómicos sino en otra manifestación de aquella época, una manifestación olvidada. Habían sido tiempos de muerte (el mundo no había visto antes tantas muertes), y por eso habían sido tiempos en que se había tratado de conquistar la muerte, mediante curas, sueros, anticuerpos, y mediante algo que le interesaba a Souvan de manera especial: el método de congelación.
A Souvan le interesaba sobremanera la cuestión de .la congelación. Según sus investigaciones, parecería que al comenzar la segunda mitad del siglo veinte, se habían congelado órganos humanos así como también animales enteros. Los más simples habían sido descongelados y revividos. Algunos médicos habían concebido la idea de congelar a seres humanos que padecían enfermedades incurables, manteniéndolos luego en hibernación hasta que se hubiera descubierto la cura de la enfermedad en cuestión. Para entonces, en teoría, se los reviviría para curarlos. Si bien sólo los ricos aprovecharon las ventajas del método, fueron varios cientos de miles de personas las que lo utilizaron (no se conocía a ciencia cierta si alguien había sido revivido y curado), y los centros construidos a tal efecto fueron destruidos por los incendios y los siglos de barbarie y salvajismo.
Sin embargo, Souvan había hallado una referencia a uno de esos centros, construido durante la última década de la era atómica. Era subterráneo y aparentemente tenía compresores accionados por energía atómica. Los años de trabajo e investigación estaban apunto de dar fruto. Habían hundido el socavón a unos cien pies dentro de la materia como lava que estaba al sur del lago, y ya habían llegado a las ruinas de lo que parecía ser la instalación que buscaban. Ya habían penetrado en el antiguo edificio y ahora, armados con poderosos reflectores, picos y palas, Souvan y los estudiantes que lo ayudaban caminaban por las ruinas, pasando de habitación .en habitación y de sala en sala.
Sus investigaciones y cálculos no lo habían defraudado. El lugar era precisamente lo que había esperado: un instituto para la congelación y preservación de seres humanos.
Entraron en todas las cámaras donde estaban apilados los ataúdes. Parecían las catacumbas cristianas de un pasado remotísimo. La energía que impulsaba los compresores se había detenido hacía tres milenios y hasta los esqueletos dentro de los ataúdes se habían convertido en polvo.
–Ahí termina el sueño de la inmortalidad del hombre –pensó Souvan, preguntándose quiénes habrían sido esos pobres diablos y cuáles habrían sido sus últimos pensamientos antes de ser congelados para desafiar lo más ineludible del universo, el tiempo mismo. Sus estudiantes charlaban excitados, y si bien Souvan sabía que su descubrimiento sería recibido como uno de los más importantes de su tiempo, se sentía profundamente decepcionado. Él había esperado encontrar algún cuerpo bien preservado en alguna parte, y con ayuda de la medicina, al lado de la cual la del siglo veinte había sido bastante primitiva, volverlo a la vida y así obtener un informe directo de esas misteriosas décadas en que la raza humana, en un ataque de locura generalizado en el mundo entero, se había vuelto contra sí misma destruyendo no sólo el 99 % de la humanidad sino también todas las formas de vida animal existente. Sólo habían sobrevivido datos muy incompletos de las formas de vida de esa época, mucho menos de los pájaros que de otros animales, a tal extremo que las maravillosas criaturas aéreas que surcaban los vientos del cielo eran parte integrante de mitos más que de la realidad histórica.
El sueño dorado de Souvan, ahora destrozado, había sido encontrar un hombre o una mujer, un ser humano que hubiera sido capaz de arrojar luz sobre el origen de los incendios provocados por las naciones de la Tierra para destruirse entre sí. Por todas partes se veían importantes trozos de esqueletos que permanecían intactos, como un cráneo que presentaba un maravilloso trabajo de restauración en la dentadura (Souvan quedó impresionado por la eficiencia técnica de los antiguos), un fémur, un pie, y en un ataúd encontró un brazo momificado, lo que lo sorprendió. Todo esto era fascinante e importante, pero nada si se lo comparaba con las posibilidades inherentes a su sueño destrozado.
No obstante Souvan inspeccionó todo con gran cuidado. Condujo por las ruinas a sus estudiantes, y no se perdieron nada. Examinaron más de dos mil ataúdes, en los que no encontraron más que el polvo de la muerte y del tiempo.
Pero el sólo hecho de que la instalación hubiera sido construida a tal profundidad sugería que pertenecía a la última parte de la era atómica. Indudablemente los científicos de la época se habrían dado cuenta de la vulnerabilidad de la energía eléctrica cuyo origen no fuera atómico, y a menos que los historiadores estuvieran equivocados, ya se utilizaba la energía atómica para la producción de electricidad.
Pero, ¿qué clase de energía atómica? ¿Cuánto tiempo podría funcionar? ¿ Dónde había estado la planta de energía? ¿Utilizaban el agua como agente refrigerante? En ese caso, la planta de energía estaría en la ribera del lago, ahora convertida en vidrio y lava. Posiblemente no habían llegado a descubrir cómo se construía una unidad atómica autónoma capaz de producir energía por lo menos para cinco mil años. Si bien no habían encontrado una planta así en ninguna de las ruinas, había que considerar que la mayor parte de la civilización antigua había sido destruida por los incendios y por eso sólo habían sobrevivido fragmentos de su cultura.
En ese momento de sus meditaciones fue interrumpido por el alarido proferido por uno de sus estudiantes, cuya tarea era detectar radiaciones.
–Tenemos radiación, señor.
No era extraño en una excavación a bajo nivel, pero muy inusual a esa profundidad.
–¿Cuánto?
–De 003. Muy baja.
–Muy bien –dijo Souvan–. Guíenos, proceda lentamente.
Sólo faltaba examinar un recinto, una especie de laboratorio. ¡Qué extraño cómo los huesos perecían pero sobrevivían la maquinaria y los equipos! Souvan caminaba detrás del detector de radiaciones, y detrás de él todos los otros, desplazándose con gran lentitud.
–Es energía atómica, señor, ahora 007, todavía inofensiva. Creo que ésa es la unidad, la que está en el rincón, señor.
Del rincón se oía un murmullo muy débil.
Había una gran unidad sellada conectada por un cable a una caja de unos treinta centímetros cuadrados. La caja, construida de acero inoxidable, en partes todavía brillante, emitía un sonido apenas audible.
Souvan se volvió a uno de sus discípulos.
–Análisis de sonido, por favor.
El estudiante abrió una caja que llevaba, la puso sobre el suelo, ajustó los diales, y leyó los resultados.
–Es un generador –dijo, excitado–. Activado por energía atómica, más bien simple y primitivo, pero increíble. No demasiada energía, pero constante. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
–Tres mil años.
–¿Y la caja?
–Presenta algunos problemas –dijo el estudiante–. Parece que hay una bomba, un sistema de circulación, quizás un compresor. El sistema está funcionando, lo que indicaría que hay refrigeración en alguna parte. Es una unidad sellada, señor.
Souvan tocó la caja. Estaba fría, pero no más fría que los demás objetos metálicos que había en las ruinas. Bien aislado, pensó, maravillándose nuevamente del genio técnico de esos antiguos.
–¿Qué porcentaje –preguntó al estudiante– estima que está dedicado a la maquinaria?
El estudiante volvió a tocar los diales y estudió las agujas de su detector de sonido.
–Es difícil decirlo, señor. Si quiere algo aproximado, yo diría que un ochenta por ciento.
–Así que si contiene un objeto congelado, debe ser muy pequeño, ¿verdad? –preguntó Souvan, tratando de que no se notara que le temblaba la voz de ansiedad.
–Muy pequeño, sí señor.
Dos semanas más tarde Souvan habló por televisión. Habló para la gente. Con el final de los grandes incendios atómicos de hacía tres mil años se habían terminado las razas y los idiomas. Las pocas personas que sobrevivieron se juntaron y se casaron entre sí, y de todas las lenguas salió una sola. Con el tiempo se propagaron a los cinco continentes de la Tierra.
Ahora había medio billón de habitantes. Volvía a haber campos de trigo, huertos y bosques, y peces en el mar. Pero no existía el canto de los pájaros ni el grito de ninguna bestia, porque ni bestias ni pájaros habían sobrevivido.
–“Sin embargo, algo sabemos acerca de los pájaros.” –dijo Souvan, un poco nervioso porque era la primera vez que hablaba por el circuito mundial. Ya les había contado acerca de sus cálculos, la excavación y el hallazgo.
–”No es mucho, desgraciadamente, porque no ha quedado ninguna imagen ni representación de un pájaro. Pero durante nuestras investigaciones hemos tenido la suerte de encontrar algún libro que mencionaba a los pájaros, o un verso, una referencia en una novela. Sabemos que su hábitat era el aire, que volaban sobre alas extendidas, no como vuelan nuestros aviones impulsados por sus chorros atómicos, sino como nadan los peces, con belleza y gracia. Sabemos que algunos era pequeños, otros muy grandes, y sabemos también que estaban cubiertos por una pelusa que llamaban plumas. Pero cómo era exactamente un ave o una pluma o un ala, eso no lo sabemos, fuera de la imaginación de nuestros artistas, que tantas veces han imaginado a los pájaros.”
–”Bien, en el último cuarto que examinamos en el extraño lugar de resurrección construido por los antiguos en América, en la única célula de refrigeración que todavía funcionaba, descubrimos una cosita ovoide que creemos que es el huevo de un pájaro. Como saben, existe una disputa entre los naturalistas; algunos sostienen que no es posible que una criatura de sangre caliente se reproduzca por medio de huevos, otros dicen que sí, que es igual que los insectos y los peces, pero esa disputa no ha sido resuelta todavía. Muchos hombres de ciencia de gran reputación creen que el huevo del pájaro era simplemente un símbolo, un símbolo mitológico. Otros sostienen con igual firmeza que los pájaros se reproducían poniendo huevos. Quizá podamos por fin resolver esta disputa.”
–”De cualquier modo, hora verán el dibujo de un huevo”
En las cámaras de televisión apareció una cosa pequeña, de una pulgada de largo, y toda la gente de la Tierra la miró.
–”He aquí el huevo. Lo hemos sacado de la cámara de refrigeración con el mayor de los cuidados, y ahora está en una incubadora que le hemos construido especialmente. Hemos analizado todos los factores que podrían indicarnos cuál sería el calor adecuado, y ahora que hemos hecho todo lo posible, debemos esperar. No tenemos idea de cuánto tiempo llevará la incubación. La máquina que se usó para congelarlo y mantenerlo fue probablemente la primera de su tipo que se construyó (tal vez la única), y seguramente se planeaba congelar el huevo por un período muy breve, quizá para comprobar la eficacia de la máquina. Sólo podemos tener esperanzas de que, tres mil años después, quede un germen de vida”.
Pero Souvan tenía mucho más que esperanzas. El huevo había sido puesto bajo el cuidado de una comisión de naturalistas y biólogos, pero como él había sido su descubridor, Souvan podía estar presente en todo. Ni sus amigos ni su familia lo veían. Vivía en el laboratorio, comía y dormía allí. Las cámaras de televisión, fijas sobre el minúsculo objeto en la incubadora de vidrio, informaban en la hora de su progreso a todo el mundo. Souvan, junto con la comisión de científicos, no podían apartarse del lugar. El arqueólogo se despertaba y en seguida recorría los silenciosos corredores para ir a mirar el huevo. Cuando dormía, soñaba con el huevo. Observó cientos de dibujos hechos por artistas sobre pájaros, y recordó antiguas leyendas de seres metafísicos llamados ángeles, preguntándose si no habían tenido origen en alguna especie de pájaro.
Él no era el único cuyo interés era fanático. En un mundo sin fronteras; sin guerras ni enfermedades, casi sin odio, no había sucedido nada tan excitante como el descubrimiento del huevo. Millones y millones de personas observaban el huevo en sus televisores. Millones soñaban con lo que podría llegar a convertirse.
Y luego sucedió. A los catorce días Souvan fue despertado por uno de los ayudantes del laboratorio.
–¡Está saliendo del cascarón! –exclamó–. ¡Venga, Souvan, que está saliendo!
Todavía en su ropa de dormir, Souvan corrió al cuarto de la incubadora, donde ya estaban reunidos los naturalistas y los biólogos junto a la máquina. En medio de las voces se oía el ruego de los camarógrafos pidiendo más espacio para la imagen. Souvan los ignoró, abriéndose paso para ver.
Estaba sucediendo. Ya la cáscara estaba agrietada, y mientras observaba vio un pequeño pico que se abría paso, seguido de una bolita de plumas amarillas. Su primera reacción fue de gran desilusión. ¿Así que éste era un pájaro? ¿Esta minúscula e informe bolita de vida parada sobre dos patas que apenas si podía caminar, y que evidentemente era incapaz de volar? Luego su entrenamiento científico lo hizo razonar asegurándole que el infante no necesariamente se parece al adulto, y que el hecho de que emergiera vida de un antiguo huevo congelado era el milagro. más grande que hubiera presenciado.
Ahora se hicieron cargo de todo los naturalistas y los biólogos. Ya habían determinado, recomponiendo todos los fragmentos de información que poseían, y utilizando el ingenio, además, que la dieta de la mayoría de los pájaros debía haber consistido de raíces y de insectos, y ya tenían preparado todas las variaciones posibles de dietas, listos para ver cuál era la mejor para el velloncito amarillo. Trabajaron siguiendo el instinto pero también rezando, y por suerte hallaron una dieta adecuada.
Durante las semanas siguientes el mundo y Souvan observaron la cosa más maravillosa, el crecimiento de un polluelo que llegó a convertirse en un hermoso pájaro cantor. Lo trasladaron de la incubadora a una jaula y luego a otra jaula más grande, y luego un día extendió las alas e hizo el primer intento para volar.
Casi medio billón de personas gritaron de alegría, pero nada de esto sabía el pájaro. Cantó, débilmente al principio, luego cada vez con más fuerza. Hizo sus trinos, y el mundo escuchó con más interés que el que prestaba a sus grandes orquestas sinfónicas.
Construyeron una gran jaula de, treinta pies de alto, cincuenta de largo y cincuenta de ancho, y colocaron la jaula en el medio de un parque, y el pájaro volaba y cantaba dentro de la jaula como si fuera una veloz bola sonora.
Millones de personas iban al parque a ver el pájaro con sus propios ojos. Atravesaban los continentes y los anchos mares. Llegaban de todos los confines de la Tierra para ver el pájaro.
Quizás algunos de ellos sintieron que les cambiaba la vida, así como Souvan sintió que su vida había cambiado. Vivía ahora con los sueños y recuerdos de un mundo que había existido, un mundo en el que esos bailarines plumados eran cosa de todos los días, en el que el cielo estaba lleno de sus formas que planeaban, se precipitaban y bailaban. Vivir con ellos debe haber sido un goce sin fin. Verlos desde la puerta de la casa, observarlos, oír sus trinos de la mañana hasta el atardecer debe haber sido un éxtasis. Iba a menudo al parque (tan a menudo que interfería con su trabajo), se abría paso entre las inmensas muchedumbres hasta que se acercaba y podía ver el rayito de sol que había regresado al mundo desde la inmensidad de los tiempos. y un día; parado allí, miró la lejanía azul del cielo y supo lo que debía hacer.
Era una figura de fama mundial, así que no le fue difícil que el Consejo le diera audiencia.
Parado ante el augusto cuerpo de cien hombres y mujeres que administraban todo lo relacionado con la vida en la Tierra, esperó hasta que el presidente del consejo, un venerable viejo de barba blanca y más de noventa años, le dijo:
–Te escuchamos, Souvan.
Estaba nervioso, intranquilo, pero sabía qué era lo que debía decir y juntó ánimos para decirlo.
–El pájaro debe ser puesto en libertad –dijo Souvan.
Se hizo un silencio que duró varios minutos, hasta que se puso de pie una mujer y le preguntó, no sin amabilidad:
–¿Por qué dices eso, Souvan?
–Quizá porque, sin querer ser egoísta, estoy en condiciones de decir que mi relación con el pájaro es especial. De cualquier manera, ha entrado en mi vida y en mi ser, dándome algo de lo que antes carecía.
–Posiblemente lo mismo nos pase a todos, Souvan.
–Posiblemente, y por eso sabrán lo que siento. El pájaro está con nosotros desde hace más de un año. Los naturalistas con los que he discutido creen que un ser tan pequeño no puede vivir mucho. Vivimos por amor y hermandad.
Damos porque recibimos. El pájaro nos ha dado el don más precioso, un nuevo sentido de la maravilla que es la vida. Todo lo que podemos darle en cambio es el cielo azul, para el que fue creado. Es por eso que sugiero que soltemos el pájaro.
Souvan se retiró y los consejeros se pusieron a hablar entre ellos, hasta que al día siguiente anunciaron al mundo su decisión. Iban a soltar el pájaro. La explicación que dieron fueron las palabras de Souvan. Así llegó un día, no mucho después, en que medio millón de personas se agolparon en las colinas y valles del parque donde estaba la jaula, mientras medio billón más miraba en sus televisores.
Había miles de largavistas enfocados sobre la jaula. Souvan no tenía necesidad de ellos, porque estaba junto a la jaula. Observó cómo corrían el techo de la jaula, y luego observó al pájaro.
Se quedó sobre la percha, cantando con todos sus bríos, mientras un torrente de sonidos brotaba de su pequeña garganta. Luego, de alguna manera, se dio cuenta de la libertad. Voló, primero dentro de la jaula, luego en círculos, elevándose cada vez más alto hasta que sólo fue un aleteo brillante de sol, y luego nada más.
–A lo mejor regresa –dijo alguien que estaba cerca de Souvan.
Extrañamente, el arqueólogo deseó que no fuera así. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero sentía una alegría y una plenitud que nunca había experimentado en su vida.

La herida

La herida
Howard Fast
The wound, © 1970. Traducido por Manuel Barberá en El general derribó a un ángel, relatos de Howard Fast, Colección Azimut de Ciencia Ficción, Intersea SAIC, 1975.

Max Gaffey insistía siempre en que, esencialmente, la industria del petróleo se podía resumir en una simple expresión: lo que debe hacerse, pero no dónde debe hacerse. Mi esposa, Martha, no sentía ningún aprecio por Max y afirmaba que era un destructor. Supongo que lo era, pero ¿en qué difería, por ese motivo, de cualquiera de nosotros? Todos somos destructores, y si en realidad no practicamos directamente la destrucción, invertimos para que otros lo hagan y nos sirva para enriquecernos. Por mi parte, yo había invertido los escasos ahorros a que puede aspirar un profesor universitario en unas acciones que Max Gaffey me proporcionó. Pertenecían a una empresa llamada Trueno S. A., y la misión de la compañía era utilizar bombas atómicas para extraer gas natural y petróleo aprisionados en los enormes depósitos de esquisto que tenemos aquí en los Estados Unidos.
El esquisto petrolífero no es una fuente de petróleo muy económica. Este está encerrado en el esquisto y alrededor del 60 por ciento del costo total está representado por los laboriosos métodos de extracción del esquisto de las minas, la trituración para liberar el petróleo y luego la separación del esquisto agotado.
Gaffey vendió a Trueno S. A. un método enteramente nuevo, con el cual se empleaban bombas atómicas sobrantes para la extracción del petróleo esquistoso. Expresado en términos muy simples, se practica una perforación muy profunda en depósitos de petróleo esquistoso. Luego, se introduce una bomba atómica, haciéndola descender hasta que se posa en el fondo de esa perforación, después de lo cual se obtura la perforación y la bomba es detonada. Teóricamente, el calor y la fuerza desarrollados por la explosión atómica trituran el esquisto y ponen en libertad el petróleo, llenándose la caverna subterránea formada por la fuerza gigantesca de la bomba. El petróleo no arde debido a que la perforación está cerrada herméticamente y, de ese modo, con un costo comparativamente pequeño, pueden extraerse cantidades infinitas de petróleo –suficiente quizá para que dure hasta la época en que se produzca la conversión total de la energía atómica–, tan vastos son los depósitos de esquisto.
Tal, por de pronto, fue la forma en que Max Gaffey me explicó su idea, en una especie de acicateamiento mental mutuo. Sentía él la máxima admiración por mi conocimiento de la corteza terrestre y yo, a mi vez, sentía una admiración igualmente profunda por su capacidad para hacer que apareciesen dos, cinco o diez dólares donde antes sólo había uno.
Mi esposa no era tan complaciente con él ni con sus conceptos, y, por sobre todas las cosas, con el proyecto de introducir bombas atómicas en la corteza de la Tierra.
–Es un error –dijo lisa y llanamente–. No sé por qué ni cómo, pero lo que sé es que todo lo relacionado con la maldita bomba está mal.
–¿ Pero no podrías mirar este asunto como una especie de salvación? –argüí–. Nos encontramos aquí en los Estados Unidos con bombas atómicas en cantidad suficiente como para aniquilar la vida en diez Tierras del tamaño de la nuestra; y cada una de ellas representa una inversión de millones de dólares. No podría estar más de acuerdo contigo cuando sostienes que son los objetos más aborrecibles y espantosos que ha concebido la mente humana.
–¿Entonces cómo puedes hablar de salvación?
–Porque mientras esas bombas están aquí inactivas, representan una amenaza constante, día y noche, la amenaza de que a algún general cabeza de chorlito o a un político sin cerebro se le dé por arrojarlas contra nuestros vecinos. Pero ya ves que Gaffey ha venido con la posibilidad de un uso pacífico para esas bombas. ¿No te das cuenta de lo que eso significa?
–Lo siento, pero no –reconoció Martha.
–Significa que podemos usar las malditas bombas para algo que no es suicidio, porque si eso se pone en marcha, será el fin del. género humano. Peto hay depósitos de esquisto petrolífero y gasógeno en lodo el planeta, y si podemos emplear la bomba para abastecer al hombre de combustible durante un siglo. y eso sin tomar en cuenta los subproductos químicos, podemos sencillamente encontrar una manera de emplear provechosamente esas bombas inmundas.
–¡Ah! No es posible ni por un momento que lo creas –replicó burlona Martha.
–Lo creo. Sin duda alguna, lo creo.
Y sospecho que lo creía. Revisé los planes elaborados por Gaffey y sus asociados y no pude descubrir ninguna falla. Si la perforación se hacía debidamente, no habría desprendimientos nocivos. Sabíamos eso y poseíamos los conocimientos necesarios para hacer la perforación; se había demostrado por lo menos en veinte explosiones subterráneas. El temblor de la Tierra carecería de importancia a pesar del calor, no se produciría ignición de petróleo. y no obstante el costo de las bombas atómicas, la economía sería monumental. Más aún, Gaffey insinuó que alguna componenda entre el gobierno y Trueno S. A. estaba en estudio y que si resultaba tal como se había proyectado, las bombas atómicas no costarían a Trueno S. A. nada en absoluto, pues todo el asunto sería aceptado como un experimento de la sociedad.
Después de todo, Trueno S. A. no poseía ningún yacimiento de esquisto petrolífero y no actuaba en la industria petrolera. Era sencillamente una organización de servicio dotada del conocimiento requerido y que a cambio de una remuneración, si el procedimiento daba resultado, produciría petróleo para otros. No se habla mencionado cuales serían los honorarios, pero Max Gaffey, contestando a mi pregunta, sugirió que yo podría adquirir algunas acciones, no sólo de Trueno S. A., sino también de General Shale Holdings, una compañía financiera.
Yo tenía en total unos diez mil dólares de ahorro disponibles y otros diez mil en títulos de American Telephone y del gobierno. Martha poseía también un poco de dinero suyo, pero eso lo dejé aparte y, sin decirle nada, vendí mis acciones y títulos de Telephone y del gobierno. Las acciones de Trueno S. A, se vendían a cinco dólares cada una, y yo compré dos mil. Las de General Shale se vendían a dos dólares y de éstas compré cuatro mil. No vi nada inmoral –tal como se considera la inmoralidad en el comercio– en los procedimientos adoptados por Trueno S. A.. Su relación con el gobierno no era distinta de las relaciones de varias otras compañías y mi propio proceso de inversión era perfectamente serio y honorable. Ni siquiera recibía información secreta, pues la idea de usar la bomba atómica para extraer petróleo de esquistos ha tenido amplia publicidad, aunque poco se la ha creído.
Aun antes de que se llevase a cabo la primera explosión de prueba, las acciones de Trueno S. A. subieron de cinco a sesenta y cinco dólares cada una. Mis diez mil dólares se convirtieron en ciento treinta mil y un año después este valor se duplicó a su vez. Las cuatro mil acciones de General Shale subieron a dieciocho dólares, y del profesor modestamente pobre que yo era pase a ser un profesor modestamente rico. Cuando por fin, casi dos años después de que Max Gaffey me vino con la idea, realizaron la primera explosión de bomba atómica en un pozo horadado en un yacimiento de esquistos petrolíferos, yo había dejado atrás las simples ansiedades de los pobres, y había desarrollado un modo de vida enteramente propio de la clase media alta. Nos convertimos en una familia de dos automóviles, y mi Martha, que tan enemiga había sido de la idea, me acompañó a comprar una casa más grande. Ya en la casa nueva, Gaffey y su esposa vinieron a cenar y Martha misma se despachó dos martinis puros. Luego fue muy cortés hasta que Gaffey se puso a hablar del bienestar social. Pintó con palabras un cuadro venturoso de lo que podría rendir el petróleo esquistoso y lo ricos que podríamos ser.
–¡Ah, sí, sí! –convino Martha–. Contaminar la atmósfera, matar más gente con más automóviles, aumentar la velocidad con la que podemos dar vueltas zumbando sin llegar precisamente a ningún sitio.
–¡Oh, eres una pesimista! –opinó la esposa de Gaffey, que era joven y bonita, pero no un gigante mental.
–Claro que el asunto tiene dos aspectos –admitió Gaffey–. No es posible detener el progreso, pero me parece que es posible orientarlo.
–De la misma forma en que venimos orientándolo, para que nuestros ríos apesten, nuestros lagos sean cloacas llenas de peces muertos, nuestras aves se envenenen con DDT y nuestros recursos naturales queden destruidos. Todos somos destructores, ¿no es cierto?
–¡Vamos, vamos! –protesté–. Las cosas son así. y todos estamos indignados, Martha.
–¿De veras lo están?
–Creo que sí.
–Los hombres siempre han excavado la tierra –dijo Gaffey–. Si así no fuese. estaríamos todavía en la edad de piedra.
–Y tal vez seriamos algo más felices.
–No, no, no –dije yo–. La edad de piedra, Martha, fue una época muy desagradable. No puedes desear que volvamos a ella.
–¿Recuerdan –dijo Martha despacio– que hubo una época en que los hombres hablaban de la Tierra como de una madre? Era la Madre Tierra y lo creían. Era la fuente de la vida y de la existencia.
–Lo sigue siendo.
–La han secado –dijo Martha–. Cuando se seca a una mujer, sus hijos perecen.
Era una extraña y poética afirmación y,.tal como yo lo pensé, de mal gusto. Para castigar a Martha dejé a la señora Gaffey con ella, so pretexto de que Max y yo teníamos que conversar de ciertas cosas comerciales, lo cual en realidad hicimos. Entramos en el estudio nuevo de la nueva casa, encendimos cigarrillos de cincuenta céntimos de dólar cada uno y Max me describió minuciosamente lo que habían bautizado con mucho acierto el “Proyecto Hades”.
–La cuestión es –dijo Max– que yo puedo conseguir que entres en esto desde el principio mismo. Desde abajo. Están en el asunto once compañías, empresas muy sólidas y de buena reputación –y las nombró, lo cual me impresionó debidamente– y esas empresas aportan capital para lo que será una subsidiaria de Trueno S. A.. A cambio de su dinero se les da un veinticinco por ciento de interés. Hay además un diez por ciento en forma de certificados de opción para compra de acciones, puesto a un lado para consultas y consejos, y tú entenderás el motivo. Yo puedo acomodarte con un uno y medio por ciento –alrededor de tres cuartos de millón– simplemente a cambio de. unas semanas que dediques y te pagaremos todos los gastos, además de otras compensaciones.
–Da la impresión de ser interesante.
–Tiene que ser más que una impresión. Si el “Proyecto Hades” resulta, el valor de tu parte aumentará diez veces dentro de cuestión de cinco años. No conozco manera mas rápida de llegar a millonario.
–Está bien. Estoy más que interesado. Sigue.
Gaffey sacó de un bolsillo un mapa de Arizona, lo desdobló y con un dedo señaló una parte recuadrada.
–Esto –dijo– es lo que, según nuestros conocimientos geológicos, debe ser una de: las regiones más ricas en producción petrolera de todo el país. ¿Coincides conmigo?
–Sí, conozco la región –respondí–. La he recorrido. Su potencial en petróleo es puramente teórico. Jamás nadie ha sacado algo de allí, ni siquiera agua salada. Es seco y muerto.
–¿Por qué?
–Es así –agregué encogiéndome de hombros–. Si pudiéramos encontrar petróleo guiándonos por presunciones y teorías, tú y yo seríamos más ricos que Creso. Como bien sabes, el hecho es que a veces hay y a veces no hay. Esto último con más frecuencia.
–¿Por qué? Nosotros conocemos nuestro trabajo. Perforamos donde debe perforarse.
–¿Adónde quieres llegar, Max?
–A una especulación, especialmente en esta área. Hace meses que hablamos de esta especulación. La hemos puesto a prueba lo mejor posible. La hemos examinado desde todos los puntos de vista concebibles, y ahora estamos dispuestos a quemar más o menos cinco millones de dólares para comprobar nuestra hipótesis… siempre que…
–¿Siempre que… qué?
–Que tu experta opinión concuerde con la nuestra. Dicho con otras palabras, tiramos los dados junto contigo. Estudia la situación y si nos dices que sigamos adelante, seguiremos adelante. Y si nos dices que es un castillo de naipes, bueno… plegamos nuestras tiendas, como los árabes, y nos alejamos sigilosamente.
–¿Sólo por lo que yo diga?
–Sólo porque tienes conocimiento y sabes hacer las cosas.
–Max, ¿no estás tomando el rábano por las hojas? Yo soy apenas un profesor de Geología de una universidad del Oeste sin importancia, y hay por lo menos veinte hombres que pueden enseñarme mucho…
–A nuestro juicio, no. No en lo relativo al sitio donde encontrar lo que buscamos. Sabemos quiénes están en actividad y conocemos sus antecedentes en este aspecto. Eres modesto, pero nosotros sabemos qué es lo que necesitamos. De manera que no discutas. O es un trato hecho o no lo es. ¿No?
–¿Cómo diablos puedo yo contestar cuando ni siquiera sé de qué me estás hablando?
–Está bien… te lo explicaré en forma rápida y sencilla. Allí en un tiempo hubo petróleo, justo donde debe estar ahora. Después una convulsión natural ocasionó una falla muy profunda. La tierra se quebró y el petróleo descendió a una gran profundidad; en este momento hay bolsones gigantescos de petróleo enterrados donde ningún trépano los puede alcanzar.
–¿A qué profundidad?
–¡Vaya uno a saber! A veinte o treinta kilómetros.
–Eso es muy profundo.
–Tal vez sea más. Cuando piensas en esa medida por debajo de la superficie, te encuentras. con un misterio más obscuro que el de Marte o Venus… todo lo cual conoces.
–Todo lo cual conozco –le dije y experimenté una sensación desagradable e incómoda, y sin duda en algún grado se me vio en el rostro.
–No lo sé. ¿ Por qué no dejas este asunto en paz, Max?
–¿Qué motivo hay para que lo deje?
–Vamos, Max… no estamos hablando de perforar para buscar petróleo. Veinte, treinta kilómetros… Hay un equipo cerca de Pecos, en Texas, y acaban de pasar el nivel de los veinticinco mil pies, y eso es lo que ocurre. O, tal vez otro millar, pero estás hablando de petróleo enterrado a cien mil pies por debajo de la superficie. No es posible hacer perforación para llegar ahí, lo único que podrán hacer es…
–¿Qué?
–Dinamitarlo.
–Por supuesto… ¿Y qué encuentras de malo en esa idea? ¿En qué está equivocada? Sabemos, o por la menos tenemos una buena razón para creerlo, que hay una fisura que se abrió y se cerró. El petróleo debe estar sometido a una presión enorme. Introducimos una bomba atómica, una bomba mayor de las que hasta ahora hemos usado, y logramos que la fisura se abra. ¡Dios Todopoderoso! Sería el pozo más grande de toda la historia de la explotación petrolera.
–Ya han hecho la perforación, ¿no es verdad Max?
–Así es.
–¿Hasta qué profundidad?
–Veintidós mil pies.
–¿Y tienen la bomba?
Max asintió con una inclinación de cabeza.
–Tenemos la bomba. Venimos trabajando en esto desde hace cinco años y hace siete meses los muchachos de Washington lograron que la bomba esté a su disposición. Está allá afuera, en Arizona, esperando…
–¿Esperando qué?
–Que tú revises todo y nos digas si podemos continuar.
–¿Por qué? Ya tenemos suficiente petróleo…
–¡Un demonio! Sabes perfectamente bien por qué… ¿ Y supones que podemos dejar el asunto en suspenso, ahora, después de todo el dinero y el tiempo que en esto hemos invertido?
–Aseguraste que desistirían si yo les decía que lo hiciesen.
–Como geólogo a quien pagamos, te conozco lo suficiente como para darme cuenta de lo que ello significa en relación con tu habilidad y orgullo profesionales.
Yo permanecí despierto la mitad de la noche hablando con Martha acerca de este asunto y tratando de colocar la cuestión dentro de un cierto marco moral. Pero lo único que pude conseguir fue la seguridad de que habría una bomba atómica menos con qué matar gente y destruir la vida en la Tierra y de que yo no podía discutir eso. Un día después estaba en el campo de la exploración, en Arizona.
El lugar estaba bien elegido. Desde todos los puntos de vista, aquello era el sueño de un buscador de petróleo, y supongo que era conocido desde hacía medio siglo, pues se veían restos de un centenar de instalaciones inútiles, metal y madera podrida hasta donde la vista alcanzaba, cobertizos abandonados, remolques dejados junto con esperanzas perdidas, testimonios todo ello de la confianza que brota eternamente en el pecho de un atolondrado buscador de petróleo.
Trueno s. A. era algo diferente, una gran instalación en mitad del hondo valle, un equipo de sondeo mayor y más completo que cualquiera de los que yo había visto, una pared para contener el petróleo en el caso de que brotase inmediatamente, un taller de maquinarias, un pequeño grupo electrógeno, por lo menos un centenar de vehículos de diversas clases y tal vez cincuenta casas rodantes. Bastaba con advertir la extensión y la vastedad de lo hecho allí en medio de aquellas tierras improductivas para sentirse atónito; y dejé que Max supiese lo que pensaba de su afirmación de que todo aquello se abandonaría si decía que la idea era descabellada.
–Tal vez si… tal vez no. ¿Qué dices?
–Dame tiempo.
–Por supuesto, todo el tiempo que quieras.
Jamás se me había tratado con tanto respeto. Anduve rondando por allí y, en un Jeep, recorrí el terreno y más o menos en un sentido y otro subí las laderas y volví a bajarlas; pero por mucho que revisaba el lugar, que husmeaba y calculaba, lo mío no sería más que una acostumbrada conjetura. Me convencí también de que ellos no abandonarían el proyecto aunque yo me opusiera y dijese que iba a ser un fracaso. Creían en mí como una especie de rabdomante *, sobre todo si les decía que podían seguir adelante. Lo que en realidad buscaban era la corroboración por un experto de su propia fe. Y eso se advertía al solo ver que ya habían realizado una costosa perforación de veintidós mil pies, y que habían instalado todo aquel equipo. Si les decía que estaban equivocados disminuiría tal vez un poco su confianza, pero se recobrarían y encontrarían otro rabdomante.
* _ zahorí.
Cuando le hablé por teléfono a Martha se lo conté.
–¿Bueno qué piensas tú honestamente?
–Es comarca petrolera. Pero yo no soy el primero que hace esta observación brillante. La cuestión es si ello puede tomarse como indicio de que hay petróleo.
–¿Lo hay?
–No lo sé, no lo sabe nadie. Y delante de mis narices están agitando la esperanza de un millón de dólares.
–Yo no puedo ayudarte –dijo Martha–. Tienes que resolver tú solo este conflicto.
Claro que no podía ayudarme. Nadie podría haberme ayudado. El enigma estaba muy hondo, demasiado oculto. Sabemos cuál es el aspecto de la cara que la luna no nos enseña y sabemos algo acerca de Marte y de otros planetas, ¿pero qué hemos averiguado acerca de nosotros y del lugar en que vivimos?
Al día siguiente de que hablé con Martha. me reuní con Max y su directorio.
–Estoy de acuerdo –declaré–. El petróleo debe estar allí. Mi opinión es que ustedes tienen que continuar el plan y probar con la explosión.
Me hicieron preguntas durante más o menos una hora, pero cuando uno está representando el papel de rabdomante, las preguntas y las respuestas pasan a convertirse en una especie de ritual mágico. El hecho en sí es que ninguno había hecho detonar una bomba de ese poder a semejante profundidad, y hasta que se hiciese, nadie sabría lo que podía suceder.
Yo observé con gran interés los preparativos de la explosión. La bomba, con su revestimiento implosivo, fue hecha especialmente para esta tarea –rehecha, sería mejor expresarlo–, muy larga, casi siete metros, y muy delgada. Fue armada una vez que estuvo en la torre, y entonces la junta de directores, ingenieros, técnicos, periodistas, Max y yo nos retiramos al refugio y estación de control de hormigón, que había sido edificado a más de un kilómetro y medio del pozo. Un circuito cerrado de televisión nos comunicaba con la perforación; y aunque nadie esperaba que la explosión hiciese otra cosa que quebrar la Tierra en la superficie, la Comisión de Energía Atómica especificó las precauciones que debimos adoptar.
Permanecimos en el refugio durante cinco horas mientras la bomba hacía su largo descenso, hasta que por fin nuestros instrumentos nos dijeron que estaba apoyada en el fondo de la perforación. Realizamos entonces una sencilla cuenta regresiva y el presidente del directorio oprimió el botón rojo. Los botones rojos y blancos son la gloria del hombre. Apriétese un botón blanco y una campanilla suena o se enciende una luz eléctrica; apriétese. un botón rojo y la fuerza infernal del sol entra en actividad, esta vez a cinco millas por debajo de la superficie terrestre.
Tal vez fuese esta parte y este lugar de la superficie terrestre; tal vez no hubiese ningún otro lugar donde esto mismo exactamente hubiese ocurrido. Tal vez la falla que desviaba el petróleo estuviese a mayor profundidad de lo que habíamos imaginado. La realidad no se conocerá jamás; nosotros sólo vimos lo que vimos. observándolo a través del circuito cerrado de televisión. Vimos que la Tierra se dilataba. La dilatación aumentaba, como una burbuja –una burbuja de alrededor de doscientos metros de diámetro–, y entonces la superficie de la burbuja se disipó en una columna de polvo o de humo que se elevó tal vez a quinientos pies del fondo del valle, permaneció allí un momento con el sol amenazante detrás de ella, tal como la misma columna de fuego del Monte Sinaí, y finalmente se elevó íntegra y se deshizo repentinamente en el viento. Hasta en nuestro refugio oímos el retumbar ensordecedor, y, al quedar despejada la superficie del enorme orificio que el polvo había abandonado, una columna de petróleo que quizá tuviese treinta y cinco metros de diámetro se elevó borboteando. ¿Pero sería petróleo?
En el instante en que lo vimos, los que estábamos juntos en aquel lugar lanzamos tremendos gritos de entusiasmo, pero de pronto las exclamaciones se interrumpieron por obra y gracia de su propio eco. Nuestro sistema de circuito cerrado de televisión era en colores, y la columna de petróleo tenía un color rojo vivo.
–¡Petróleo rojo! –murmuró uno.
Siguió el silencio.
–¿Cuando podremos salir –preguntó otro.
–Dentro de diez minutos.
El polvo seguía en la altura y se alejaba en dirección contraria; y durante diez minutos seguimos de pie observando la burbuja de brillante petróleo rojo que salía del orificio y que formaba un gran estanque dentro de las paredes de contención, llenando el espacio disponible con rapidez sorprendente y rebasándolo, pues la erupción debió ser de cien mil galones por segundo o tal vez más, y luego, fuera de las paredes y en una masa que se extendía por todo el. valle, su nivel. subió tan rápidamente que desde la altura en que nosotros nos encontrábamos vimos que quedaríamos aislados por completo de la instalación. En este momento ya no esperamos, sino que nos arriesgamos a sufrir las consecuencias de la radiación .y echamos a correr por la colina del desierto hacia la perforación, las casas rodantes y los camiones, pero no con rapidez suficiente. En el borde de un gran lago de petróleo rojo tuvimos que detenernos.
–No es petróleo rojo –dijo alguien.
–¡Maldición, no es petróleo!
–¿Qué saben ustedes? ¡Es petróleo!
Estábamos retrocediendo al tiempo en que aquella masa líquida se extendía y subía y cubría los camiones y las casas, y llegaba a una depresión del valle y pasaba por ella descendiendo al desierto, y se internaba en las sombras que proyectaban las grandes rocas, lanzando reflejos rojos a la luz del sol poniente, y más tarde reflejos negros en la obscuridad.
Alguien tocó el líquido viscoso y se llevó la mano a la boca.
–¡Es sangre!
Max estaba a mi lado y dijo:
–Está loco.
Algún otro dijo también que era sangre.
Yo metí un dedo en el líquido rojo y lo llevé a mi nariz. Era cálido, casi muy caliente, y no cabía error alguno en cuanto al olor de la sangre caliente y fresca. Tomé el gusto con la punta de la lengua.
–¿Qué es? –me dijo en voz baja Max.
Los demás se congregaron en torno, silenciosos, con el sol rojo poniéndose del otro lado del lago rojo y el rojo reflejado en nuestras facciones, destellando en nuestros ojos.
–¡Dios Santo! ¿Qué es? –inquirió Max.
–Es sangre –contesté.
–¿De dónde?
Todos guardamos silencio.
Pasamos la noche en un lado del montecillo en el cual se había edificado el refugio, y por la mañana, hasta donde nuestra vista alcanzaba, estábamos rodeados por un mar de sangre roja caliente y humeante, cuyo olor era tan penetrante y denso que todos nos sentíamos asqueados; y todos vomitamos unas seis veces antes de que viniesen helicópteros a rescatarnos.
Al día siguiente de mi regreso a casa, Martha y yo estábamos sentados en la sala de estar, ella con un libro en las manos y yo con el diario, en el cual había leído sobre los intentos para contener la afluencia de líquido, y que ni siquiera con trajes de buzo podían descender al lugar de donde surgía; Martha levantó la vista de su libro para decirme:
–¿Recuerdas aquello que Se contaba de una madre?
–¿Qué?
–Algo muy antiguo. Creo que oí decir una vez que databa de tiempo inmemorial, o tal vez fuese una fábula griega..o algo similar, pero de todas maneras, la madre tenía un hijo que era el deleite de su corazón y todo cuanto puede ser un hijo, para una madre, y de pronto el hijo se enamoró de una mujer bella y perversa y cayó bajo su hechizo; una mujer perversa y muy bella. Y él deseó complacerla, oh, lo hizo realmente, y le dijo: “Lo que desees, te lo traeré…”
–Lo cual es como no decir nada a una mujer, pero de cualquier manera… –intervine yo.
–No voy a discutirte eso –dijo suavemente Martha–. porque cuando él se lo dijo, ella contestó que lo que deseaba más que nada en el mundo era el corazón viviente de su madre, arrancado de su pecho. ¿Y qué supondrás que hizo este indigno y homicida idiota, sino correr a su hogar, donde estaba la madre, y con un cuchillo abrirle el pecho y arrancarle el corazón viviente de su cuerpo…?
–No me gusta tu cuento.
–…y con el corazón en la mano, corrió veloz y alegremente a juntarse con la mujer amada. Pero en el. Camino, atravesando el bosque, se le enredó un dedo del pie en una raíz, vaciló y cayó cuan largo era, y de resultas del golpe el corazón de la madre se le escapó de la mano. Al levantarse y acercarse al corazón, éste le dijo: “¿Te lastimaste al caer, hijo mío?”
–Un relato encantador. ¿Pero qué es lo que demuestra?
–Supongo que nada. ¿Cesará en algún momento esta sangría? ¿Cerrarán la herida?
–No lo creo.
–¿Entonces tu madre seguirá sangrando hasta que su vida se extinga?
–¿Mi madre?
–Sí.
–¡Oh!
–Mi madre –dijo Martha–. ¿Sangrará hasta morir?
–Supongo que sí.
–¿Eso es lo único que sabes decir, que supones que sí?
–¿Qué otra cosa?
–Supongamos que les hubieses dicho que no siguieran con su idea.
–Martha, eso me lo pediste veinte veces. Ya te dije. Hubiesen buscado otro rabdomante.
–¿Y otro? ¿Y otro?
–Sí.
–¿Por qué? –dijo ella gritando–. ¿Por amor de Dios, por qué?
–No lo sé.
–Pero ustedes, hombres despreciables, saben todo lo demás.
–Casi lo único que sabemos es matar. Eso no es todo lo demás. Nunca hemos aprendido a dar vida a nada.
–Y ahora es demasiado tarde –dijo Martha.
–Sí, es demasiado tarde –aprobé, y volví a la lectura de mi diario.
Pero Martha siguió sencillamente allí sentada, con el libro abierto en su regazo, contemplándome: y luego, después de un rato, cerró el libro y subió a acostarse.

Los insectos

Los insectos
Howard Fast
The insects, © 1970. Traducido por Manuel Barberá en El general derribó a un ángel, relatos de Howard Fast, Colección Azimut de Ciencia Ficción, Intersea SAIC, 1975.

La gente se enteró de la primera transmisión por varios medios. Aunque las llamadas no identificadas por radio son bastante frecuentes y por lo común no se sujetan a una divulgación general de noticias –ya que son más o menos excentricidades y a menudo obra de maniáticos–, no se las atiende celosamente. Lo interesante de esta señal era que había sido repetida por lo menos dos docenas de veces y había sido captada en varias partes del mundo en diferentes idiomas: en ruso en Moscú, en chino en Pekín, en inglés en New York y en Londres, en sueco en Estocolmo. En todos estos lugares aparecía en la banda de alta frecuencia, en algo menos de veinticinco megaciclos.
Nosotros nos enteramos por Fred Goldman, jefe del salón de monitores de la National Broadcasting Company, cuando él y su esposa cenaron con nosotros a principios de mayo. Él presta atención a estas llamadas; escucha transmisiones del mundo entero en media docena de idiomas, y le gusta comentarlas: un barco que pide auxilio y luego silencio y ni una palabra en la prensa, o una combinación de New Orleans tocando el último rock violento –si tal cosa fuera posible– en Yarensk, en algún lugar de la tundra del norte de Siberia, o cualquier otro suceso de entre una docena de incongruentes acontecimientos diarios transmitidos por las ondas de radio de la Tierra. Pero esa noche estaba algo sofocado y pensativo, y cuando lo dio a conocer, estaba menos extraño que razonable.
–¿Sabén? –dijo–. Hoy ha habido una especie de lamento universal y no logramos identificarlo.
–¡Oh!
Mi esposa sirvió bebidas. Su propia esposa lo miró incisivamente, como si ésta fuera la primera vez que oía hablar del asunto y le supiera mal verse colocada a la par nuestra.
–Una buena señal, muy clara –dijo–. Alta frecuencia. Sin embargo, la voz es extraña… ¿Saben qué dijo?
Había allí otra pareja, los Dennison; él era un cirujano bastante bien conceptuado y ella hizo un intento más bien torpe por tomar el asunto con buen humor. Yo trato de recordar cómo se llamaba esta mujer, pero su nombre no acude a mi memoria. Era rubia, bella y delgada, pero no muy inteligente; ella se ingenió, sin embargo, para hacer volver a Fred al asunto, mas él se retrajo. Procuramos persuadirlo, pero cambió de tema y se convirtió en oyente. Hasta mucho después de la cena no logré obligarlo a seguir hablando de ello.
–¿Acerca de la señal?
–¡Ah, sí!
–Te has vuelto muy sensible.
–No lo sé. Nada muy especial ni misterioso. La voz dijo: “Deben dejar de matamos”.
–¿Eso únicamente?
–¿No te sorprende? –preguntó Fred.
–Ah, no… difícilmente. Tal como dijiste, es una especie de imploración universal. Yo podría mencionar por lo menos siete lugares del planeta donde esas mismas palabras serían las más importantes que pudieran transmitirse.
–Supongo que así es. Pero no se originaban en ninguno de esos lugares.
–¿No? ¿Dónde, entonces?
–Esa es la cuestión –manifestó Fred Goldman–. Justamente ésa.
Así fue como yo me enteré del asunto. Me despreocupé, tal como supongo que hicieron muchos otros, y la verdad es que lo olvidé por completo. Dos semanas después pronuncié mi segunda conferencia de la serie Goddard Free, de Harvard. y durante el período destinado a consultas, un estudiante me preguntó:
–¿Qué piensa usted, doctor Cornwall, de la cortina de silencio que el establishment ha tendido sobre los mensajes de radio?
Cometí la ingenuidad de preguntar a qué mensajes se refería y una ristra de carcajadas me dio a entender que yo estaba fuera de la situación.
–”Deben dejar de matarnos” ¿No es eso, doctor Cornwall? –gritó el muchacho y sus palabras fueron saludadas con una ovación mayor que la que celebró las mías–. ¿No es eso? “Deben dejar de matarnos”. ¿Es eso?
Bebí después un coñac con el doctor Fleming, el decano, delante del hogar de su cómodo y acogedor estudio y me contó que la universidad hacía una especie de vigilancia del éter.
–Los muchachos no han causado mucha molestia, ¿ verdad? –me preguntó.
Le aseguré que yo estaba de acuerdo con ellos.
–De una u otra manera, nosotros dos representamos al establishment, de manera que no quiero eludir el tema. ¿Pero no es ésa la señal que llega por radio? Un amigo mío me contó algo al respecto. ¿Se ha vuelto a captar?
–Actualmente, todos los días –dijo el decano–. Los muchachos lo han tomado como una especie de grito de combate.
–Pero no he visto nada en los diarios.
–¿Es curioso, no es cierto? –dijo Fleming–. Supongo que de una manera o de otra, Washington se ocupa de acallarlo, aunque no sospecho cuál sea la razón.
–El primer día no pudieron identificar el origen.
–Hemos hecho pruebas por nuestra cuenta, y hasta se han realizado mayores esfuerzos en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Es bastante quejumbroso, ignoro cuál pueda ser el sentido. El estudiantado está muy enardecido con esta cuestión.
–Ya lo he advertido –convine.
Unos días después, en el almuerzo, mi esposa me informó que el día anterior había comido con Rhoda Goldman. Este detalle cayó como una especie de pequeña bomba lanzada con cuidado.
–Sigue –dije muy interesado.
–Vas a burlarte.
–Haz la prueba.
–Poseen algunos antecedentes acerca de esas señales allá en la estación receptora. O creen tenerlos.
–¡Oh!
–Suponen conocer quién las está enviando.
–¡Gracias a Dios! Tal vez podamos impedir que sigan matándolos o contener a quien realiza la matanza. Es la queja más triste de que yo tengo noticia.
–No.
–¿No?
–Dije que no, que no podemos evitarlo –aclaró mi esposa muy en serio–, porque son los insectos.
–¿Qué?
–Eso es lo que me ha dicho Rodha Goldman, los insectos.
Los insectos transmiten los mensajes.
–No tengo más remedio que reír –dije yo a mi vez.
–Sabía que lo harías –opinó mi mujer.
Yo he formado parte de cuatro de las comisiones especiales del alcalde, y al día siguiente su asistente me llamó para preguntarme si estaría conforme en integrar otra. Sin embargo, se .negó a aclararme el propósito, pero me dijo que tenía alguna relación con los mensajes de alta frecuencia.
–Sin duda usted ha oído hablar de ello –dijo el hombre.
Le aseguré que había oído hablar de ello y agregué que integraría la comisión sólo por curiosidad. El día en que fui al centro de la ciudad para la reunión de la nueva comisión era el mismo en que el generar Carl de Hargod, el nuevo jefe de estado, había llegado a New York para hablar durante un banquete en el Waldorf; y en aquel momento era recibido por el alcalde y un millar de manifestantes. Estos constituían un conglomerado de pacifistas y de hippies, y marchaban de un lado a otro al frente del municipio, en silencio y portando letreros que decían: “Usted debe impedir que nos sigan matando”.
Llegué lo bastante temprano como para entrar antes de que empezasen las ceremonias de bienvenida, y cuando me uní a los demás integrantes de la flamante comisión, escuché un pedido de disculpas por la ausencia del alcalde y la promesa de que estaría con nosotros antes de media hora. Formaban parte de la comisión otras cinco personas, tres hombres y dos mujeres. Yo conocía a estas últimas, Kate Gordon, que era comisionada de salud pública y Alice Kinderman, que estaba vinculada con el museo de Historia Natural y acababa de ser nombrada asesora de la Dirección de Parques, y conocía también a uno de los hombres, Frank Meyers, abogado que tenía vinculaciones importantes en Washington. Meyers me presentó a los demás, a Basehart, que era jefe del Departamento de Entomología en la enorme universidad de la ciudad y a Krummer, del Departamento de Agricultura de Washington.
La presencia del entomólogo incentivó mi incredulidad, y cuando Meyers me preguntó si conocía el motivo de aquella reunión, contesté que sabía únicamente que tenía algo que ver con las señales de radio.
–Lo curioso es que sabemos quiénes las transmiten.
–Qué es lo que las transmite –corrigió Alice Kinderman–. La idea de quiénes es un poco inquietante.
–Yo no lo creo –dije–. Me inclino hacia los comunistas.
–Hemos estado matando muchos comunistas –convino Basehart con aquella curiosa indiferencia propia de un sabio–. Puedo asegurar que no me gusta el asunto. Bueno, a nadie le hace gracia que lo maten, ¿verdad? Esta vez, sin embargo, son los insectos.
–¡Cuentos! –exclamó Kate Gordon.
Conversamos luego en calma, tal como debía esperarse de seis hombres y mujeres civilizados y de mediana edad, como éramos, y si entre nosotros hubo quienes dudaron, Basehart se encargó de convencerlos. Me convenció a mí. Era un hombre pequeño, de nariz larga, dotado de unos ojos de color azul eléctrico, y cuya sonrisa emocionaba. Cualquiera podía advertir que lo ocurrido, en cuanto a él concernía. era lo más maravilloso y excitante sucedido alguna vez, y, tal como lo explicaba, lo absurdo desaparecía y se afirmaba lo inevitable. Nos convenció de que en todo momento había sido inevitable. Lo único que no pudo conseguir era que compartiésemos su entusiasmo.
–¡Es tan lógico! –aseguró–. El insecto no es una realidad en sí mismo. sino un fragmento. La realidad es la colmena. Los insectos no piensan en los términos nuestros; no tienen cerebros. En el mejor de los casos, tienen algo que podría considerarse como uno de esos circuitos impresos que hacemos para las radios fabricadas en serie. Son células, no órganos. ¿Pero piensa la colmena? ¿Piensa el enjambre? ¿Piensa la ciudad de los insectos? Ése es el interrogante al que nunca hemos podido responder satisfactoriamente. ¿Y qué puede decirse del superenjambre? Siempre hemos sabido que se comunican entre sí .y con el enjambre o con la colmena, ¿Pero cómo? ¿Por radio? Ciertamente alguna especie de onda, ¿y por qué no de alta frecuencia?
–¿Energía? –preguntó alguien.
–Energía. ¡Dios mío! ¿Alguien tiene una noción de cuántos existen? Sólo de especies hay más de medio millón. En cuanto a los individuos, está fuera de nuestro alcance calcularlo. Podrían generar cualquier energía requerida. Cumplir cualquier tarea… si, por supuesto, se juntan en una supercolmena o un superenjambre teórico y adquieren conciencia de sí mismos. Y parece que así ha ocurrido. ¿Saben? Nosotros siempre los hemos matado, pero tal vez ahora sean ellos demasiados. Tienen un enorme instinto de supervivencia.
–Y al parecer nosotros, en algún lugar del camino, hemos perdido el nuestro, ¿no es así? –pregunté.
El alcalde tenía demasiadas obligaciones, demasiados problemas en una ciudad a la cual le faltaba poco para ser ingobernable, y resultó difícil precisar la seriedad con que tomó el ruego de los insectos. Quienes militan en la vida pública tienden a mantenerse a la defensiva en cuestiones de esta clase. Tantas veces había pronunciado yo conferencias sobre cuestiones de ecología social, que por fuerza debía conocer lo difícil que es inducir a los dirigentes políticos a meditar en la posibilidad de que, sencillamente, lo que hacemos todos sea cerrarnos el paso hacia un futuro viable.
–Hemos tenido que detener a más de un centenar de pacifistas –dijo el alcalde con cansancio– la mayoría de ellos pertenecientes a buenas familias, lo cual significa que no podré dormir esta noche y dado que sólo dispuse de una o dos horas anoche, creo que ustedes comprenderán mi resistencia, señoras y caballeros, a acalorarme por mensajes enviados por insectos. Lo admito sólo porque el Departamento de Agricultura insiste en que así haga, y por lo tanto pido a ustedes que se avengan a servir en este comité especial y a redactar un informe al respecto. Estamos destinando cinco mil dólares para trabajos de oficina y la Fundación Ford nos ha prometido cooperación plena.
El alcalde no pudo seguir acompañándonos, pero dedicamos otra media hora a comentar el asunto y ponernos de acuerdo para una nueva reunión, luego de lo cual salimos separadamente.
La creencia en lo absurdo no es muy tenaz, y pienso que más o menos en el momento en que se terminó la reunión, habíamos arrojado sobre los insectos una cubierta muy sólida de duda. Dadas las muchas premuras, al llegar la hora de la cena yo me había olvidado del asunto; mi mujer me preguntó entonces con expresión petulante:
–Bien, Alan, ¿qué te propones hacer acerca de los insectos?
Como yo no le contesté inmediatamente, ella me informó que en la tarde había mantenido una conversación con su hermana, Dorothy, de Upper Montclair, y que ellas tomaban el asunto muy en serio. Más aún, el hijo de Dorothy, un estudiante aventajado del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que se especializaba en física, había trabajado en la electrónica –o la física, ella no estaba muy segura– que sustentaba la cuestión de las señales de alta frecuencia.
–Es un joven inteligente –dije.
–Y el tuyo es un comentarlo muy esclarecedor.
–Bien, el alcalde ha formado una comisión. Yo tengo el honor de pertenecer a ella.
–Eso es lo que más me gusta de nuestro apuesto alcalde –dijo Jane–. Nombra comisiones para cualquier cosa, ¿no es cierto? Estoy segura de que ahora tiene la conciencia tranquila…
–¡Cielo Santo! –dije yo–. ¿También de esto tiene que tener conciencia?
Nunca terminé mi defensa de! pobre hombre acosado. Sonó el teléfono. Era Bert Clogmann, uno de los directores del New York Times, a quien algo conocía y quien me informó que habían decidido publicar la noticia en la edición de la mañana, dado que ya había aparecido en Londres y en Roma, y me preguntaba si podría explicarle algo respecto de la comisión.
Le expliqué lo relativo a ella, y luego le pregunté qué pensaba.
–¿Si lo creo? –dijo Clogmann–. Bueno, gracias al cielo no necesito incluir mi opinión en el artículo. Al parecer existen antecedentes suficientes para que podamos citar juicios de personas eminentes, y los rusos lo están tomando tan en serio como para promover la cuestión en la UN. La semana que viene. Además, los pequeños canallas se han devorado mil setecientas hectáreas de trigo en la parte oriental de Nebraska. Como quien silva en una caña. Tal vez eso sea una simple coincidencia.
–¿Qué pequeños canallas?
–Las langostas.
–Bueno, ¿acaso no se trata de un asunto muy antiguo, es decir, que siempre han devorado algo en un sitio u otro?
Pero no conseguí que Clogmann comprometiese opinión al respecto. Siempre tuvo la sensación de que la suya era la opinión del Times, por así decir, y fue muy reticente, pero sin que eso lo diferenciase de casi todos sus colegas. Ello era demasiado grande para esforzarse en creerlo.
–Si estás en una comisión –dijo mi esposa–, entonces tienes que creerlo.
–Yo creo que parte de la labor de esa comisión es comprobar la validez del asunto en sí.
–¿Lo cree alguno de los .miembros?
–Tal vez Basehart. Es entomólogo.
–Yo me siento tonta –dijo mi mujer, sonriendo–, pero he observado insectos acuáticos. Son tan enormes y tan espantosos de todas maneras… quiero decir que ni siquiera se resienten de que los maten. ¡Pero qué idea más horrible! Nosotros damos por sentado que cuanto no sea humano no protesta si se lo mata.
En nuestra primera reunión oficial de la comisión, Krummer, el hombre del Departamento de Agricultura. habló sobre el mismo tema, pero se expresó en forma un tanto ofensiva acerca de los humanistas. Luego de esbozar el nuevo programa que habían preparado en Washington, una campaña de tres puntas, como él dijo, los insecticidas, el gas venenoso y las radiaciones, se ocupó de la posición de aquellas personas sensibles que aseguraban que nosotros tal vez matamos con excesiva facilidad.
–¿Puede alguien imaginar el desastre que sufriría la humanidad si se permitiese libre acción a los insectos? Hambre mundial, para no mencionar enfermedades, y la desazón consiguiente.
De aquí pasó a trazar un cuadro bastante terrible, a lo cual solamente se opuso Basehart, y aun éste en forma suave. Basehart destacó que el hombre había existido antes que los insecticidas y se alimentó perfectamente bien.
–Hay un equilibrio natural en esta clase de cosas, una totalidad ecológica. Los insectos se comen unos a otros, las aves comen insectos y ciertos animales contribuyen a su vez, y hasta la naturaleza de un modo misterioso restringe lo que se exceda en un sentido u otro. Pero hemos matado a las aves sin misericordia y ahora estamos tratando de matar a los insectos, y seguimos quitando partes de ese ciclo ecológico, y quién sabe adónde nos conducirá.
Pero el hecho principal presentado a la comisión fue que los mensajes de alta frecuencia habían cesado, y una vez que se detenía esa manifestación visible de un deseo tan natural como el de la supervivencia, los partidarios de la duda comenzaron a ejercer su dominio y se dedicaron a demostrar que el público había sido burlado. Dado que fuera del simple hecho aislado de la devastación en Nebraska, no se había advertido cambio alguno en la conducta de los insectos en ningún lugar del planeta, la idea de que se trataba de una burla encontró asidero muy fácilmente. Nombramos a Frank Meyers, para que formase una especie de comisión de un único integrante para que investigara los pros y los contras del asunto y dentro de las dos semanas presentara un informe.
–Esto –expliqué a mi esposa– es la forma normal de proceder en las comisiones; no encontrar, sino perder. Perderemos de vista esta crisis muy pronto.
–Dentro de dos semanas tenemos que partir para Vermont –me hizo notar mi esposa.
–Nos quedaremos aquí todo el verano –le aseguré–. También ésa es la forma normal en que operan las comisiones.
Cuando nos reunimos nuevamente dos semanas después, tanto Krummer como Meyers se expresaron de modo tranquilizador.
Con gran deleite, Krummer nos contó que el Pentágono había unido sus fuerzas con las del Departamento de Agricultura para fabricar un insecticida tan mortífero que un solo cuarto de galón de ese producto, en forma de llovizna fina, mataría cualquier insecto en la superficie de una milla cuadrada. Sin embargo, era tan mortífero para animales como para seres humanos, inconveniente que ellos esperaban salvar muy pronto. Pero Meyers opinó que la cuestión no debía preocupar mayormente.
–Los de la C.I.A. –explicó– están más o menos conformes en que los rusos son los responsables de las transmisiones. Tienen por doquier aparatos secretos y es parte de su plan general sembrar el temor y la discordia en el mundo libre. Más aún, sabedores de que ellos mismos lo han hecho público, Pravda publicó ayer un largo artículo en el cual nos culpan a nosotros. También me he entrevistado con veintitrés de los principales naturalistas, y todos, excepto uno, están de acuerdo en que el concepto de una inteligencia colectiva de los insectos al nivel de la inteligencia del hombre es absurdo.
–Por supuesto; nuestra labor no será un desperdicio –dijo Krummer–. Me refiero a que un nuevo insecticida valdrá la que pese en oro, y dado que en su forma presente mata hombres con la misma facilidad que insectos, supone agregar armas secretas a nuestro arsenal. Es un ejemplo excelente de la forma en que las diversas ciencias tienden a superponerse, y creo que podemos darle la bienvenida como parte vital de la forma norteamericana de vivir.
–¿Quién fue el hombre de ciencia que no estuvo de acuerdo? –pregunté.
–Basehart –dijo Meyers.
Basehart sonrió modestamente y respondió:
–Yo no creo que deba tomárseme en cuenta, ya que soy miembro de la comisión. Lo cual hace que la opinión científica sea unánime. O por la menos, creo que así es como debe consignarse este asunto.
–¿Todavía cree que eran los insectos? –preguntó la señora Kinderman.
–¡Ah, sí! Ciertamente, sí.
–¿Por qué?
–Sólo porque es lógico y emocionante –dijo Basehart–, y ustedes saben que los rusos son tan desesperadamente melancólicos y faltos de imaginación, que jamás se les ocurriría pensar semejante cosa, ni aunque pasase un millón de años.
–¡Pero una inteligencia colectiva! –objeté yo–. Me desagrada la palabra absurdo, pero podría decir que esto es bastante increíble.
–Nada de eso –replicó Basehart, casi como si pidiera perdón–. Es un concepto muy familiar entre los entomólogos, y desde hace varias generaciones se viene hablando de ello. Reconoceré que lo utilizamos pragmáticamente cuando nos faltan explicaciones más aceptables, ¡pero es tanto lo relativo a insectos de hábitos sociales que no concuerda con ninguna otra explicación! Naturalmente, aquí tratamos de .una inteligencia mucho más desarrollada y compleja; pero ¿quién dirá que ésta no sea una línea de evolución absolutamente legítima? Somos como niños en nuestro entendimiento de la forma en que procede la evolución, y en cuanto a su propósito, bueno… ni siquiera hemos empezado a investigar.
–¡Oh, vamos! –dijo Kate Gordon, o tal vez, para describirlo mejor, debería decir que lo bufó–, está poniéndose decididamente teleológico, doctor Basehart, y entre hombres de ciencia creo que esto no tiene defensa.
–¡Oh! –pero por lo visto, Basehart no deseaba discutir–. Tal vez. Sin embargo, algunos de nosotros no podemos menos que ser siquiera un poco teleológicos. No siempre nos sobreponemos a la educación religiosa de nuestra niñez.
–Intelectualmente, se la debe superar –dijo muy relamida Kate Gordon.
–Basehart –dije yo–, supongamos que debamos aceptar esa inteligencia, no como una realidad, sino como un tema de discusión. ¿Deberíamos tener motivo para temerla? ¿ Tendría que ser maligna?
–¿Maligna? ¡Ah! No… absolutamente, no. Nunca ha sido ése el concepto que yo tengo de la inteligencia. El mal es mediocre y más bien estúpido. No, la sabiduría no es maligna, todo lo contrario. Pero, tengamos o no que temerlos… bueno, me refiero a que no hemos aportado ninguna explicación satisfactoria. Yo no quiero decir nosotros, los de esta comisión. Hablo de la humanidad. La humanidad sólo avanzó en dos direcciones, en la de convencerse de que una inteligencia de insectos no existía y en la de fabricar un nuevo insecticida. Pero lo que ellos nos piden es que no sigamos matándolos. ¿Qué van a hacer ellos?
–Vamos, vamos –dijo Meyers riendo– ¿no estamos jugando demasiado bien este juego? Hemos formado una comisión de ciudadanos sinceros e interesados, y no me parece que hayamos solucionado el problema. Yo propongo que pasemos a cuarto intermedio hasta el mes de septiembre.
La moción fue aprobada y puesta en práctica.

Mientras nos dirigíamos a nuestra propiedad veraniega de Vermont, mi mujer, Jane, me dijo un tanto entristecida:
–Si nuestro hijo estuviese vivo, yo no dormiría demasiado bien. ¿Sabes una cosa? Hace tres años que murió, y me parece que hubiera sido ayer.
–Vamos a iniciar unas vacaciones para descansar –le dije–, y no soporto esta clase de humor.
–Se trata sencillamente de que a veces dejo de preocuparme. ¿Eso será parte del envejecimiento?
–Nos seguimos preocupando –respondí vivazmente. Pero entendía perfectamente lo que ella quería decir.
Nuestra propiedad de veraneo está situada en un valle aislado y maravilloso de tierra adentro, al igual que tantos otros valles de tierras altas en Vermont, llenos de días soleados y noches frescas, y con un cielo estrellado sobre los verdes pliegues del terreno. Es un lugar donde las horas avanzan de diferente manera y luego de estar allí un tiempo nosotros avanzamos con el ritmo del lugar.
De cuando en cuando teníamos compañía, pero no con demasiada frecuencia ni demasiado numerosa y sobre todo los fines de semana. El pueblo estaba a diez kilómetros, por un camino de tierra, y a algo más de treinta kilómetros de allí se encontraba una colonia de artistas de magnitud bastante respetable, donde funcionaban una orquesta sinfónica y un teatro, ambos de verano, y siempre había muchos con quienes hablar si nos sentíamos solos en nuestra casa. Pero íbamos poco, dos o tres veces por verano y raramente nos sentíamos tristes o solitarios en la forma en que suele entenderse la soledad. Siguiendo nuestro mismo camino, a más o menos un kilómetro y medio, vivía nuestro vecino más cercano, un hombre viudo llamado Glenn Olson, que en el verano preparaba miel y en el invierno jarabe de arce. Ambos eran deliciosos. Los arces que tenía en su casa eran viejos y fuertes y las abejas trabajaban entre las flores silvestres del terreno de pastoreo abandonado.
Tenía intención de visitarlo tanto por la miel como por el jarabe, pero venía difiriendo la visita de día en día. Hasta entonces, nada fue muy diferente, únicamente los días calurosos del verano, y las aves y los insectos que zumbaban indolentemente en el aire cálido. Podríamos haber olvidado todo aquello con sólo que hubiésemos sido poco crédulos, pero de alguna manera había en ambos un pequeño esbozo de creencia. Recibimos una tarjeta postal de Basehart, que se encontraba en las islas Virgenes, donde estaba catalogando especies y tipos de insectos. La tarjeta terminaba con una despedida un tanto sentimental. Ni mi esposa ni yo lo notamos, porque como he dicho, poseíamos una pequeña facultad capaz de creer.
Por supuesto, entonces, hacia el principio del verano, las ciudades morían.
Ha habido muchas especulaciones acerca de insectos y lo que podrían hacer si fuesen como algunos pensaban. Se escribieron artículos, se imprimieron libros apresuradamente y hasta se proyectaron películas. Hubo pesadillas acerca de superinsectos, ejércitos de hormigas, demonios alados; pero nadie aceptaba la simple sencillez del hecho. Los insectos, ante todo, se desplazaban simplemente contra las ciudades. Al parecer, una inteligencia única regía todos los movimientos de los insectos, y que millones de personas perecieran no significó nada que alterase la supervivencia de la inteligencia. Llenaron los acueductos y detuvieron la circulación del agua. Pusieron en corto circuito los cables y cesó el fluir de la electricidad. Consumieron la comida que había en las ciudades y millones de ellos se lanzaron sobre las provisiones que llegaban. Obstruyeron las cloacas y diseminaron enfermedades y las ciudades murieron. Los insectos murieron en millares de millones, pero esta vez ya no fue necesario matarlos. Ellos mismos se impusieron la muerte, y las ciudades ulcerosas, atacadas de malarias y acosadas por plagas murieron junto con ellos.
Primero vimos en !a televisión cómo esto sucedía, pero la televisión desapareció muy pronto. Poseemos una torre retransmisora. pero ésta dejó de funcionar a los tres días de iniciarse el ataque contra las ciudades; el cuadro fue luego tan terrible como para perder el sentido y unos pocos días después desapareció. Entonces escuchamos radio hasta que la radio también se acalló. Quedaba el valle como si jamás hubiera existido, el silencio y los insectos pendientes en el aire caluroso, a la luz del sol, y en la obscuridad de las noches.
Mi propia idea fue ir en el auto a la ciudad, y día a día tuve la sensación de que debía hacerlo, pero mi esposa me lo impidió. Su temor de abandonar nuestra casa para ir a la ciudad era tan grande que hasta que el alimento comenzó a escasear, no estuvo de acuerdo en que yo fuese, ni aun acompañado por ella. Nuestro teléfono había dejado de funcionar mucho tiempo atrás, y después de días de no ver un avión por el cielo me di cuenta de que los aviones ya no volaban. Finalmente, yendo en el auto a la ciudad, nos detuvimos en la casa de Glenn Olson para preguntarle si él sabía cómo estaba el pueblo, y para comprar tal vez algo de miel y jarabe. Lo encontramos muerto en su dormitorio; no muerto desde mucho antes, tal vez sólo desde el día anterior. Había sido picado en un antebrazo tres veces mientras dormía. Mi mujer, que en un tiempo fue enfermera. explicó el proceso mediante el cual tres pinchazos consecutivos de abeja bastarían para matar a un hombre. El aire estaba lleno de abejas que zumbaban, trabajaban y volaban.
–Creo que volveremos a casa –dije.
–No podemos dejarlo así.
–Podemos –dije, pensando. que millones de otros seres estaban igual que él.
Olson tenía una alacena bien provista. Llené algunas bolsas con mercaderías en lata, harina, habas, miel en tarros y jarabe de arce, y llevé todo al auto, mientras Jane se quedaba en la casa. Luego cubrí el cadáver de Olson con una frazada y tomé a Jane de un brazo.
–No quiero ir allí –dijo.
–Bueno, debes saber que no tenemos otra solución. Aquí no podemos quedarnos.
–Tengo miedo.
–Pero no podemos quedarnos aquí.
Finalmente la convencí y fuimos al auto. Tenía los brazos cubiertos y sostenía una toalla sobre la cara, pero las abejas no hicieron caso de nosotros. En el auto levantamos las ventanillas y volvimos a nuestra casa de verano, a la cual entramos casi corriendo.
Sin embargo, me sobrepuse al pánico y resistí la tentación de cubrirme con telas de mosquitero. Hablé con Jane y finalmente la convencí de que aquello no era algo que pudiera evitarse o contra lo cual fuera posible tomar medidas. Era como el viento, la lluvia, la salida y la puesta del sol. Sucedía y nada que hiciésemos lo alteraría.
–Alan, ¿le ocurrirá a todo el mundo? –me preguntó–. ¿Será así en el mundo entero?
–No sé.
–¿Qué beneficio aportaría a ellos el que esto alcance a todo el mundo?
–No querría vivir si le sucediese a todos.
–No es cuestión de la que nosotros queramos. Es la forma en que las cosas se presentan. Sólo podemos vivir con esto tal como es.
Sin embargo, cuando volví al automóvil para recoger las provisiones que habíamos tomado de la casa de Olson, tuve que apelar a cuanto coraje y fuerza poseía.
Las cosas fueron algo mejor al día siguiente, y al tercer día pude inducir a Jane a que saliese de la casa conmigo para caminar un rato.. Al principio se negó, pero al cabo de poco su temor comenzó a desaparecer y entonces, paulatinamente, aquello se convirtió en algo con lo cual se vive, como supongo que todo puede convertirse. La semana siguiente yo me senté a escribir este relato. He estado trabajando en él tres días. Ayer una abeja se posó en el dorso de mi mano, una abeja obrera zumbadora, escandalosa y grande. Sostuve la mano con firmeza. miré a la abeja y la abeja me devolvió la mirada.
Entonces se alejó volando, y tuve una sensación de que todo había sucedido y de que lo pasado no se repetiría. Pero cómo lo recibiríamos y cómo volveríamos a acomodarnos a la vida, yo no lo sé. Anoche hablé de ello con mi esposa.
–¡Ojalá que Basehart esté vivo y bien! –dijo–. Me gustaría volver a verlo.
Lo cual resultó bastante curioso, dado que lo único que ella sabía al respecto de Basehart era lo que yo le había contado.
Después se echó a llorar. No era mujer que llorase mucho y pronto se enjugó las lágrimas y se dedicó a coser no sé qué cosa que había dejado abandonada semanas antes. Encendí la pipa. Fue lo último que hice aquel día. Estábamos sentados y en silencio cuando obscureció.
Encendí nuestra pequeña lámpara de kerosene y ella me dijo:
–Más pronto o más tarde tendremos que ir al pueblo, ¿no es verdad?
–Más pronto o más tarde –le dije.

La galaxia maldita

La galaxia maldita
Edmond Hamilton
The accursed galaxy, © 1935 by Street & Smith Publications Inc. (Astounding Science Fiction, Julio 1935). Traducción de Horacio González Trejo en La edad de oro de la ciencia ficción, tomo 2, recopilada por Isaac Asimov, Ediciones Martínez Roca S.A., 1976.

Yo estaba familiarizado con el fenómeno de la expansión del universo y el alejamiento de las galaxias antes de leer La galaxia maldita, porque conocía las popularísimas obras de Arthur S. Eddington y James Jeans sobre relatividad y astronomía. Sin embargo, me pareció que nadie como Hamilton había descripto tan a lo vivo las galaxias que se alejan, y nunca he leído una. explicación tan dramática y sugestiva de tales fenómenos como la de este cuento. A veces me parece que casi creo en ella.
Nunca he adoptado el punto de vista de Hamilton sobre la vida como una enfermedad cósmica en mis obras de ciencia ficción, pero en un artículo científico titulado Recipe for a planet y publicado en «The Magazine of Fantasy and Science Fiction», de julio de 1961, escribí una receta imaginaria para la creación de un planeta, extraída de un supuesto «Libro de cocina de la Abuela estelar».
Un pasaje de la misma decía: «Enfríese lentamente hasta que se endurezca la corteza y aparezca una delgada película de gas y humedad. (Si no aparece, es que se ha calentado en exceso.) Póngase en órbita a distancia adecuada de una estrella y hágase girar. Después de varios miles de millones de años, la superficie fermentará. Según los expertos, la parte fermentada, a la que llaman vida, es la más substanciosa del guiso.»
Quizás esto no parezca gran cosa, pero aquí no hay influencia inconsciente. Cuando escribí que la superficie fermentaba, recordé muy conscientemente La galaxia maldita de Hamilton, que había leído veintiséis años antes.
Isaac Asimov

Un sonido tenue y agrio como mil hojas de papel rasgándose aumentó con la velocidad del rayo hasta convertirse en un rugido vibrante que obligó a Garry Adams a ponerse en pie de un salto.
Corrió a la puerta de la cabaña y, al abrir, vio como una espada de fuego blanco que hendía verticalmente la noche y oyó un súbito estampido ensordecedor en la lejana obscuridad.
Luego todo volvió a quedar obscuro e inmóvil. Pero abajo, en el valle débilmente iluminado por las estrellas, una nube de humo empezaba a elevarse poco a poco.
–¡Santo cielo, un meteorito! –exclamó Garry–. Ha caído en mis narices.
De repente se le iluminaron los ojos.
–¡Qué tema para un artículo! Periodista Único Testigo De Caída Meteoro…
Cogió una linterna del estante situado junto a la puerta, y un minuto después bajaba corriendo por el tosco sendero que serpenteaba desde su cabaña en la cumbre de la colina y a través de la pendiente boscosa hasta el valle.
Cincuenta semanas al año, Garry Adams era periodista de uno de los matutinos neoyorquinos más sensacionalistas. Pero todos los veranos pasaba dos semanas en su cabaña solitaria, al norte de los Adirondacks, y se quitaba de la cabeza el eco de los asesinatos, los escándalos y la corrupción.
–Ojalá quede algo –murmuró mientras tropezaba con una raíz en la obscuridad–. Podría valerme una foto a tres columnas.
Se detuvo un instante donde el sendero salía del bosque, y contempló la obscuridad del valle. Divisó el lugar donde aún se alzaba un poco de humo, y se lanzó sin vacilación hacia allí, por entre los árboles.
Las zarzas desgarraron los pantalones de Garry y le arañaron las manos, mientras las ramas azotaban y lastimaban su rostro a medida que se abría paso. En una ocasión se le cayó la linterna y le costó bastante encontrarla. Pero algo más tarde oyó crepitar de llamas y olió el humo. Pocos minutos después salió a un cráter de treinta metros, abierto por el impacto del meteorito.
Los matorrales y el césped, que se habían incendiado al calor del impacto, ardían débilmente en varios lugares al borde del cráter, y el humo entró en los ojos de Garry. Se echó atrás, pestañeando, y luego vio el meteorito.
No se trataba de un meteorito corriente. Lo comprendió al primer vistazo, pese a que el objeto estaba semienterrado en la tierra blanda que había desparramado a su alrededor. Era un poliedro resplandeciente de unos tres metros de diámetro, y su superficie estaba formada por un gran número de pequeñas facetas planas, de forma perfectamente geométrica. Un poliedro artificial caído del espacio exterior.
Garry Adams miraba y, mientras lo hacía, los titulares que imaginaba su mente se convirtieron en grandes titulares a toda plana:
«¡Meteorito Disparado desde el Espacio! ¡Periodista Encuentra Nave del Espacio que Contiene…!»
¿Qué contenía? Garry avanzó con precaución un paso, temiendo el calor que presagiaba el resplandor blanco. Sorprendido, descubrió que el poliedro no estaba caliente. El terreno bajo sus pies estaba caliente a causa del impacto, pero el objeto con facetas no.
Comoquiera que fuese, aquel brillo no era debido al calor .
Garry lo observó frunciendo sus negras cejas, tras las cuales trabajaba febrilmente su cerebro. Llegó a la conclusión de que debía ser un objeto fabricado por seres inteligentes en algún lugar del espacio.
Difícilmente podría contener seres vivos, pues éstos no habrían sobrevivido a la caída. Pero tal vez hubiera libros, máquinas, diseños…
Garry adoptó una decisión repentina. Aquel reportaje era demasiado importante para él solo. Conocía al hombre que necesitaba.
Deshizo camino por entre los árboles hasta el sendero y continuó por éste, no de regreso a la cabaña, sino hacia el valle, hasta llegar a una estrecha carretera de tierra.
Una hora de caminata lo condujo a un camino algo mejor y al cabo de otra hora más llegó, cansado pero vibrante de excitación, aun villorrio a obscuras y dormido.
Garry llamó a la puerta del almacén principal hasta que un tendero quejumbroso y soñoliento apareció en camisa de dormir y lo hizo pasar. Se dirigió directamente hacia el teléfono.
–Quiero hablar con el doctor Ferdinand Peters, del observatorio de la Universidad de Manhattan, de New York –le ordenó a la operadora–. Siga llamando hasta que se ponga.
Diez minutos después, la voz soñolienta e irritada del astrónomo resonó en sus oídos:
–Hola, ¿quién habla?
–Doctor, soy Garry Adams –respondió Garry prontamente–. ¿Se acuerda de mí? Soy el periodista que el mes pasado escribió una gacetilla sobre sus investigaciones solares.
–Recuerdo que su artículo contenía no menos de treinta errores –puntualizó con mordacidad el doctor Peters–. ¿Qué diablos quiere a esta hora de la noche?
–Garry habló durante cinco minutos y cuando terminó hubo un silencio tan largo, que le hizo exclamar:
–¿Me oye? ¿Sigue ahí?
–Claro que estoy aquí… no grite tanto –replicó la voz del astrónomo–. Estaba meditando.
Empezó a hablar rápidamente:
–Adams, iré hasta ese pueblo ahora mismo, si es posible en avión. Espéreme y saldremos a inspeccionar su hallazgo. Si me ha dicho la verdad, tiene un artículo que le hará famoso para siempre.
Si me engaña lo despellejaré vivo, aunque tenga que perseguirlo por todo el mundo para conseguirlo.
–Haga lo que quiera, pero que no se entere nadie –advirtió Garry–. No quiero que lo sepa otro periódico.
–De acuerdo, de acuerdo –dijo el científico–. A mí no me importa si se entera otro de sus mugrientos periódicos o no.
Cuatro horas después, Garry Adams divisó por entre la niebla matinal el avión a punto de aterrizar al este del pueblo. Media hora más tarde, el astrónomo se reunía con él.
El doctor Peters vio a Garry y se acercó en línea recta. Los ojos negros de aguda expresión tras las gafas de Peters, y su rostro ascético y afeitado, mostraban al mismo tiempo duda y excitación contenida.
Como era característico en él, no perdió tiempo en saludos ni otros preliminares.
–¿Está seguro de que es un poliedro geométrico? ¿No podría ser un meteorito natural de forma aproximadamente regular? –inquirió.
–Espere a verlo con sus propios ojos –le respondió Garry–. He alquilado un coche que nos llevará casi hasta el lugar.
–Lléveme primero hasta el avión –ordenó el doctor–. He traído algunas herramientas que pueden sernos útiles.
Resultó que eran palancas, llaves inglesas y llaves fijas de excelente acero, así como un soplete oxiacetilénico completo, con los tubos necesarios. Lo cargaron en la parte trasera del coche y luego subieron para recorrer el difícil camino de montaña hasta llegar al comienzo del sendero.
Cuando el doctor Peters llegó con el periodista hasta el claro donde se hallaba el poliedro resplandeciente semienterrado, lo observó unos instantes en silencio.
–¿Y bien? –preguntó Garry, impaciente.
–Es indudable que no se trata de un meteorito natural.
–Pero ¿qué es? –exclamó Garry–. ¿Un proyectil de otro mundo? ¿Qué contiene?
–Lo sabremos cuando lo hayamos abierto –respondió Peters calmoso–. Ante todo hay que quitar la tierra para poder examinarlo.
Pese a la aparente calma del astrónomo, Adams vio en sus ojos un brillo especial mientras llevaban el pesado equipo desde el automóvil hasta el claro. La energía impetuosa que el doctor Peters ponía en la tarea era indicio aún más seguro de su interés. En seguida se pusieron a quitar la tierra de alrededor del objeto. Fueron dos horas de trabajo arduo hasta que todo el poliedro apareció descubierto a sus ojos, lanzando todavía destellos blancos bajo la luz del sol matinal. El científico realizó un minucioso análisis exterior del objeto resplandeciente, y meneó la cabeza.
–No se parece a ninguna de las substancias terrestres que conocemos. ¿Hay algún indicio de puerta o una rendija?
–Nada –respondió Garry , y agregó en seguida–: Pero en una de las facetas hay algo, una especie de diagrama.
El doctor Peters se acercó rápidamente. El periodista señaló lo que había descubierto: un dibujo curioso y complicado, grabado en la parte superior de una faceta del poliedro.
El diagrama representaba una densa nube de puntos en espiral. A cierta distancia del conglomerado central se veían otros grupos de puntos grabados, en su mayoría dispuestos también en forma espiral. Sobre el curioso diagrama aparecía una hilera de símbolos desconocidos y complicados.
–¡Cielos! ¡Es una inscripción, una especie de jeroglífico! –exclamó Garry–. ¡Me gustaría tener un fotógrafo aquí!
–Y una muchacha bonita que se sentara aquí con las piernas cruzadas para prestar su encanto a la foto –se burló Peters–. No sé cómo puede pensar en su maldito periódico en presencia de… esto –sus ojos brillaban con excitación contenida–, Naturalmente, no podemos adivinar el significado de los símbolos. Sin duda, indican algo acerca del contenido de este objeto. Pero el diagrama…
–¿Qué cree que significa? –preguntó Garry, excitado, cuando el astrónomo se interrumpió.
–Esos grupos de puntos parecen representar galaxias –respondió Peters lentamente–. El principal, sin duda, simboliza nuestra galaxia, que tiene exactamente esa forma espiral, y los demás equivalen a otras galaxias del cosmos. Pero están demasiado cerca de la nuestra; las demás… están demasiado cerca. Si realmente se hallaban tan cerca cuando fue construido este objeto, ello significaría que el universo apenas había comenzado a dilatarse.
Olvidando sus especulaciones, se dirigió con rapidez hacia las herramientas.
–Vamos, Adams. Intentaremos abrirlo por el lado contrario al de la inscripción. Si las palancas no sirven, usaremos el soplete.
Dos horas después, Garry y el doctor Peters, agotados, sudorosos y contrariados, retrocedieron y se miraron con mudo desaliento. Sus esfuerzos por abrir el misterioso poliedro habían fracasado completamente.
Las herramientas más afiladas no habían hecho mella en las paredes resplandecientes. El soplete oxiacetilénico tampoco sirvió de nada, su llama ni siquiera parecía calentar el material. Los distintos ácidos que el doctor Peters había traído tampoco lo atacaron.
–Sea lo que sea –jadeó Garry–, juraría que es la materia más resistente e inatacable que conozco.
El astrónomo asintió levemente y agregó:
–Suponiendo que sea materia.
–Garry le miró de hito en hito.
–¿Suponiendo que lo sea? ¡Pero si podemos verla! Es tan sólida y real como nosotros mismos.
–Es sólida y real –repitió Peters–, pero eso no demuestra que sea materia. Creo que es un tipo de energía cristalizada por algún procedimiento no humano y desconocido, que le confiere aspecto de poliedro sólido. ¡Energía condensada! Creo que nunca lograremos abrirla con herramientas corrientes. Éstas servirían para cualquier material, pero no con esto.
El periodista le miró con perplejidad, y luego se volvió hacia el misterio resplandeciente.
–¿Fuerza condensada? y entonces ¿qué haremos?
Peters meneó la cabeza.
–El problema es superior a mis conocimientos. No se me ocurre ninguna manera de…
Se interrumpió de súbito. Garry levantó la mirada y vio en el rostro del científico un extraño gesto de atención.
Era también una expresión de sorpresa, como si una parte de su cerebro se sorprendiera ante algo que otra parte le decía.
Al cabo de un rato, el doctor Peters reanudó su discurso, con parecida expresión de sorpresa en la voz.
–¿De qué estoy hablando? ¡Seguro que podemos abrirlo! Se me acaba de ocurrir algo… Este objeto está hecho de energía cristalizada. Bien, sólo necesitamos descristalizar esa energía, disolverla mediante la aplicación de otras energías.
–Tal empresa seguramente excede nuestros recursos técnicos –exclamó el periodista.
–De ningún modo. Puedo hacerlo fácilmente, aunque necesitaré medios más completos –replicó el científico. Sacó del bolsillo un sobre y un lápiz y redactó rápidamente una lista de material–. Regresemos al pueblo; he de llamar a New York para que me traigan estas cosas.
Garry aguardó en la tienda del pueblo mientras el astrónomo leía la lista por teléfono. Cuando terminó y regresaron al claro entre los árboles del valle, era ya de noche.
El poliedro resplandecía pavorosamente en la obscuridad, como un enigma materializado y polifacético. Garry tuvo que apartar a su compañero de su contemplación fascinada. Finalmente subieron hasta la cabaña, donde guisaron y comieron una precaria cena.
Después de cenar, ambos se sentaron e intentaron jugar a las cartas bajo la luz de la lámpara de petróleo. Ambos permanecieron en silencio, salvo para pronunciar los monosílabos de la partida.
Cometían un error tras otro, hasta que por último, Garry Adams arrojó las cartas sobre la mesa.
–¿Qué sentido tiene jugar a las cartas? Los dos estamos demasiado distraídos por ese maldito asunto como pata pensar en otra cosa, Admitamos que estamos muertos de curiosidad. ¿De dónde procede ese objeto y qué contiene? ¿Qué significan esos símbolos y el diagrama que según dijo usted representa las galaxias? No puedo quitármelo de la cabeza.
Peters asintió, pensativo.
–Una cosa así no ocurre todos los días, Creo que jamás ha caído en la Tierra nada semejante.
Contemplaba fijamente la tenue llama de la lámpara, con los ojos abstraídos y el rostro ascético fruncido en una expresión de interés y perplejidad.
Garry recordó algo:
–Cuando vimos aquel extraño diagrama, usted dijo que podría significar que el poliedro fue construido cuando el universo comenzaba a dilatarse. ¿Qué diablos quiso decir? ¿Acaso se dilata el universo?
–Claro que sí. Creí que era del dominio común –comentó el doctor Peters irritado, pero luego sonrió–. Como casi siempre me relaciono con científicos, olvido cuán absolutamente ignorante es la mayoría de la gente con respecto al universo en que viven.
–Gracias por el cumplido –dijo Garry–. Hágame el favor de aliviar un poco mi ignorancia sobre esta cuestión.
–De acuerdo –accedió el otro–. ¿Sabe qué es una galaxia?
–Una multitud de estrellas como nuestro sol, ¿no es así…? Una gran cantidad de astros.
–Sí; nuestro sol es sólo uno de los billones de estrellas de la gran formación a la que llamamos nuestra galaxia. Sabemos que tiene una configuración aproximadamente espiral y que, mientras flota en el espacio, toda la espiral gira sobre su centro. Ahora bien, en el espacio hay otras galaxias además de la nuestra, otras grandes poblaciones de estrellas. Más aún, se calcula que son billones y que cada una, naturalmente, contiene billones de estrellas. Pero, y los astrónomos han considerado esto como algo curioso, nuestra galaxia es manifiestamente mayor que cualquiera de las demás. Esas otras galaxias se hallan a distancias enormes de la nuestra. La más próxima está a más de un millón de años-luz, y las demás mucho más lejos. y todas se mueven a través del espacio; cada formación estelar recorre el vacío. Nosotros, los astrónomos, hemos logrado averiguar la velocidad y dirección de sus movimientos. Cuando una estrella o una multitud de estrellas se mueve en relación con el observador, tal movimiento produce una modificación de su espectro. Si la formación se aleja del observador, sus líneas espectrales se desplazarán hacia el extremo rojo del espectro. Cuanto más rápido se aleje, mayor será el corrimiento hacia el rojo. Hubble, Humason, Slipher y otros astrónomos, han medido la velocidad y dirección del movimiento de muchas galaxias. Descubrieron algo sorprendente, algo que ha provocado gran sensación en los círculos astronómicos. ¡Descubrieron que las demás galaxias huyen de nosotros! No es que algunas se alejen de nosotros, sino que lo hacen todas. ¡En todas partes, todas las galaxias del cosmos se alejan de la nuestra! y lo hacen a velocidades tan altas como veinticinco mil kilómetros por segundo, que es casi un décimo de la velocidad de la luz. Al principio los astrónomos no dieron crédito a sus observaciones. Les parecía increíble que todas las demás galaxias huyeran de la nuestra, y durante cierto tiempo se supuso que algunas de las más cercanas no retrocedían. Pero se demostró que esto era un error de observación, y ahora aceptamos el hecho increíble de que todas las demás galaxias huyen de la nuestra. ¿Qué significa esto? Significa que debió existir una época en la que todas esas galaxias que ahora se alejan estaban reunidas con la nuestra en una única super-galaxia gigante, que contenía todas las estrellas del universo. Mediante cálculos basados sus velocidades y distancias actuales, sabemos que esa época se sitúa hace aproximadamente dos mil millones de años. Por algún motivo, esa supergalaxia estalló y sus partes exteriores salieron volando en todas direcciones por el espacio. Los fragmentos desprendidos son las galaxias que todavía siguen alejándose, Sin duda, la nuestra es el centro o corazón de la super-galaxia original. ¿Qué provocó el estallido de la super-galaxia gigantesca? No lo sabemos, aunque se han postulado muchas teorías. Sir Arthur Eddington supone que el estallido fue provocado por algún principio desconocido de repulsión de la materia, al cual denomina la constante cósmica. Otros han postulado que el mismo espacio se halla en expansión, explicación aún más increíble. Cualquiera que sea la causa, sabemos que esa super-galaxia estalló, y que las nuevas galaxias formadas por esa explosión, huyen de la nuestra a velocidades colosales.
Garry Adams había escuchado atentamente al doctor Peters mientras éste hablaba de modo rápido y nervioso. Su rostro delgado y tostado por el sol del día anterior estaba serio, a la luz de la lámpara.
–Es extraño –comentó–. Un cosmos donde todas las demás galaxias huyen de nosotros. Pero el diagrama del poliedro… ¿dijo que habria sido construido al principio de la expansión?
–Sí –asintió Peters–. Comprenderá que ese diagrama debe ser obra de seres inteligentes o superinteligentes, pues ya sabían que nuestra galaxia es espiral y así la reprodujeron, Además, representaron las demás galaxias muy cerca de la nuestra. En resumen, ese diagrama debió ser hecho poco después de la expansión primordial, cuando las demás galaxias empezaron a alejarse de la nuestra. Eso sucedió hace aproximadamente dos mil millones de años, como ya he dicho. Dos mil millones de años. Si ese poliedro fue realmente construido hace tanto tiempo…
–Es suficiente como para enloquecer a fuerza de especulaciones –dijo Garry Adams y se puso de pie–. Me voy a la cama, aunque no sé si podré dormir.
El doctor Peters se encogió de hombros.
–Me parece buena idea. El material que solicité no llegará hasta mañana.
Después de ocupar la litera superior de la cabaña, Garry Adams se quedó pensando, a obscuras, ¿Qué podía ser aquel visitante del espacio exterior, y qué encontrarían cuando la abrieran?
Sus cavilaciones se fundieron entre las nieblas del sueño, de las que salió de repente para descubrir la cabaña brillantemente iluminada por la luz de la mañana. Despertó al científico, y después de un rápido desayuno bajaron hasta la encrucijada adonde el doctor Peters había pedido que transportaran el equipo solicitado.
Al cabo de media hora, un camión rápido se acercó por el estrecho camino, Ellos se acercaron para ayudar a descargar los materiales que traía. Luego el conductor subió a su vehículo y se volvió por donde había venido.
Garry Adams contempló el material con aire dubitativo, Le parecía demasiado sencillo, pues se reducía a una docena de recipientes lacrados conteniendo substancias químicas, unas grandes botellas de cobre y vidrio, unos rollos de alambre de cobre y algunas varas de ebonita.
Se volvió hacia el doctor Peters, que también examinaba sus pertenencias.
–Le aseguro que esto me parece un montón de chatarra –comentó el periodista–. ¿Cómo va a servirle para descristalizar la energía del poliedro?
El doctor Peters le dirigió una ojeada distraída.
–No lo sé –respondió lentamente.
–¿No la sabe? –repitió Garry–. ¿Qué significa eso? Ayer afirmó que sabía cómo hacerlo. y así debía ser, puesto que encargó estos materiales.
El astrónomo parecía confuso.
–Recuerdo que cuando redacté la lista de los materiales sabía cómo hacerlo. Pero ahora no. No tengo ni la menor idea acerca de cómo podrían servirme para abrir el poliedro.
Garry dejó caer los brazos y miró con incredulidad a su compañero. Estaba apunto de decir algo pero, al observar la evidente contrariedad del otro, se contuvo.
–Bien, pues tomemos esos materiales para llevarlos hasta el poliedro –propuso–. Tal vez recuerde entonces el proyecto que ha olvidado.
–Nunca me había ocurrido nada semejante –murmuró Peters en el colmo del desconcierto, mientras ayudaba a levantar los avíos–. No sé lo que me pasa.
Salieron al claro donde el enigmático poliedro resplandecía como siempre. Mientras dejaban su carga, Peters estalló en súbita carcajada.
–¡Pues claro que sé cómo emplear este material con el poliedro! Es bastante sencillo.
Garry se volvió, mirándole fijamente.
–¿Lo ha recordado?
–Por supuesto –respondió el científico, muy seguro–. Alcánceme la caja más grande que dice «óxido de bario» y dos recipientes. Pronto estará abierto.
El periodista, con la boca abierta de sorpresa, vio cómo Peters comenzaba a trabajar con gestos exactos y decididos. Las substancias químicas burbujeaban en los recipientes a medida que iba preparando sus combinaciones.
Trabajó con rapidez, sin pedir ayuda al periodista. Su eficiencia y su confianza eran tan absolutas, tan distintas a su actitud de minutos antes, que hizo surgir en la mente de Adams una idea insólita. Dirigiéndose a Peters, le preguntó de sopetón:
–Doctor, ¿está seguro de lo que hace ahora?
Peters le miró con impaciencia.
–Claro que sí –replicó bruscamente–. ¿No se nota?
–¿Me hace el favor? –pidió Garry–. ¿Quiere acompañarme hasta el lugar del camino donde descargamos el equipo?
–¿A qué diablos viene eso? –inquirió el científico–. He de terminar mi trabajo.
–Hágame caso; no le pido una tontería, sino algo importante –afirmó Garry–. Venga, por favor.
–¡Bah!, ¡maldita sea su tontería! Ya voy, ya voy –dijo el científico, abandonando la tarea–. Vamos a perder media hora.
Molesto, regresó con Garry hasta el camino de tierra, a unos ochocientos metros del poliedro.
–Bien, ¿qué quiere mostrarme? –gruñó, mirando alrededor.
–Sólo quiero preguntarle algo –dijo Garry–. ¿Todavía recuerda cómo abrir el poliedro?
La expresión del doctor Peters reflejó una ira incontenible.
–¡Mire usted con qué necedades me hace perder tiempo! ¡Claro que lo…!
De pronto se interrumpió, con una mueca de pánico en el rostro. Era el terror ciego ante lo desconocido.
–¡Lo he olvidado! –gritó–. ¡Lo supe allá, hace pocos minutos, pero ahora ni siquiera recuerdo qué estaba haciendo!
–Lo suponía –observó Garry Adams y, aunque su voz era tranquila, un súbito escalofrío recorrió su espalda–. Cuando está cerca del poliedro sabe muy bien cómo realizar una operación que es inaccesible a la ciencia humana actual. Pero cuando se aleja, no sabe más que cualquier otro científico. ¿Comprende lo que significa esto?
El rostro de Peters reveló que había comprendido.
–¿Cree que hay algo…, algo en ese poliedro que sugiere a mi mente el modo de abrirlo? –abrió los ojos–. Parece increíble pero podría ser cierto. Ningún científico de la Tierra sabría cómo fundir esa energía condensada. ¡Pero cuando estoy allí, al lado del poliedro, sé cómo hacerlo!
Sus miradas se encontraron.
–Si alguien quiere abrir –dijo Garry lentamente–, ese alguien está dentro del poliedro. Alguien que no puede abrirlo por dentro, pero sí conseguir que usted lo haga por fuera.
Durante algunos segundos permanecieron mirándose bajo la cálida luz del sol. Los árboles exhalaban aroma a hojas tibias y se oía el soñoliento zumbido de los insectos. Cuando el periodista volvió a hablar, bajó la voz sin darse cuenta.
–Regresemos –propuso–. Regresemos y si, cuando estemos cerca de él, usted recuerda cómo hacerlo, tendremos la certeza.
Regresaron en silencio al lado del poliedro, meditabundos. Aunque no dijo nada, a Garry se le erizaron los cabellos cuando entraron en el claro y se acercaron al objeto resplandeciente.
Cuando estuvieron bastante cerca, Peters volvió súbitamente su rostro lívido hacia el periodista.
–¡Tenía razón, Garry! –exclamó–. ¡Ahora que estoy otra vez aquí, he recordado de repente cómo abrirlo! Como usted dijo, alguien me lo sugiere; alguien que hace muchos milenios fue encerrado aquí y desea… libertad.
Un súbito terror extraño se apoderó de ambos, petrificándolos como si hubieran recibido el soplo helado de lo desconocido. En simultánea reacción de pánico, se volvieron apresuradamente.
–¡Vámonos! –gritó Garry–. ¡Por Dios, huyamos de aquí!
Sólo habían avanzado cuatro pasos, cuando una idea surgió fuerte y clara en el cerebro de Garry: «¡Alto!»
La súplica fue tan poderosa en su mente como si hubiera resonado en sus oídos.
Mientras se detenían, Peters miró a su compañero con ojos desorbitados.
–Yo también lo he oído –susurró.
«¡Esperad, no os marchéis!», llegó el rápido mensaje de pensamiento hasta sus mentes. «¡Oídme al menos, permitidme daros una explicación antes de escapar!»
–¡Huyamos mientras podamos! –le gritó Garry al científico–. Lo que hay en esa cosa, Peters, lo que está hablando a nuestras mentes, no es humano, no es de la Tierra. Llegó del espacio exterior, donde ha permanecido muchos milenios. ¡Alejémonos!
Pero el doctor Peters miraba el poliedro fascinado. Su rostro no reflejaba la lucha de sus sensaciones contradictorias.
–Voy a quedarme y escuchar, Garry –dijo de improviso–. Necesito averiguar cuanto pueda… ¡Si usted fuera científico, me comprendería! Váyase; usted no tiene motivos para quedarse. Pero yo he de volver.
Garry le miró y luego hizo una mueca, todavía algo pálido a pesar de su tez tostada y dijo:
–Si a usted, doctor, le domina la curiosidad científica, a mí me puede el oficio de periodista. Le acompaño. ¡Pero, por favor, no toque sus aparatos; no intente abrir el poliedro sin que sepamos algo acerca de lo que hay en su interior!
El doctor Peters asintió en silencio, y luego ambos regresaron lentamente hasta el poliedro resplandeciente. Les parecía que el mundo, iluminado por la luz familiar del mediodía, se había vuelto súbitamente irreal. Cuando estuvieron cerca del poliedro, el mensaje mental llegó con más fuerza a los cerebros de los dos hombres.
«Noto que os habéis quedado. Acercaos al poliedro; sólo mediante un enorme esfuerzo mental puedo lograr que mis pensamientos atraviesen este caparazón de energía aislante.»
Se acercaron, indecisos, hasta casi tocar el objeto polifacético y resplandeciente.
–¡Recuerde que no importa lo que nos diga o prometa! ¡No hay que abrir todavía! –le susurró ásperamente Garry al científico.
El científico asintió, inseguro.
–Tengo tanto miedo de abrirlo como usted.
Ahora los mensajes mentales llegaban más claramente desde el poliedro hasta sus cerebros.
«Como habéis adivinado, estoy prisionero en esta cápsula de energía condensada. Durante un tiempo casi más largo del que podríais concebir, he estado prisionero aquí. Finalmente, mi prisión ha sido dirigida hacia vuestro mundo, sea cual fuere. Ahora necesito vuestra ayuda y noto que tenéis demasiado miedo. Si os explico quién soy y cómo he venido a parar aquí, no tendréis tanto miedo. Por eso quiero que me escuchéis.»
A Garry Adams le parecía estar viviendo una pesadilla mientras los pensamientos del poliedro llegaban a su cerebro.
«No sólo os comunicaré lo que deseo decir mediante mensajes de pensamiento, sino que lo haré visualmente a través de imágenes mentales, para que podáis comprender mejor. Desconozco la capacidad de vuestros sistemas mentales para recibir tales imágenes, pero voy a procurar que sean claras, No intentéis reflexionar sobre lo que veréis; dejad. que vuestros cerebros permanezcan en un estado receptivo. Veréis lo que deseo que veáis y comprenderéis, al menos parcialmente, pues mis pensamientos irán acompañados de las impresiones visuales.»
Garry sintió un repentino pánico, pues de súbito el mundo pareció desvanecerse a su alrededor. El doctor Peters, el poliedro, toda la escena iluminada por el sol del mediodía desaparecieron en un instante. En vez de hallarse bajo la luz diurna, a Garry le parecía colgar de la bóveda negra del cosmos. Un vacío sin .luz y sin aire.
A su alrededor sólo existía aquella negrura vacía, pero abajo, muy abajo, se divisaba una nube colosal de estrellas en forma de globo achatado. Los astros se contaban por millones de millones.
Garry supo que veía el universo tal como era hacía dos mil millones de años. Supo que bajo él se hallaba la super-galaxia gigante que contenía todas las estrellas del cosmos. Luego le pareció que se acercaba al poderoso cúmulo con la rapidez del pensamiento, y entonces vio que los mundos de aquellos soles estaban habitados.
Sus habitantes eran seres racionales hechos de energía, y cada uno semejaba una gran columna de luz azul brillante, coronada por un disco. Eran inmortales; no necesitaban alimento; recorrían el espacio y la materia en todas direcciones. Eran los únicos seres racionales de toda la super-galaxia, y dominaban la materia inerte casi a su entera voluntad.
En ese momento, el punto de mira de Garry pasó a un mundo próximo al centro de la super-galaxia, Allí vio una sola criatura compuesta de energía concentrada, que hacía experimentos con la materia. Trataba de crear nuevas formas con ella, combinando y recombinando los átomos en infinitas variaciones.
De súbito, obtuvo una combinación de átomos que produjo resultados extraños, La materia formada tenía existencia propia. Podía recibir un estímulo, recordarlo y modificarlo. También era capaz de asimilar nueva materia, y de este modo crecer.
El experimentador quedó fascinado por este extraño avatar de la materia. Lo intentó a mayor escala, y la materia enferma se extendió y asimiló cada vez más materia inerte. A esta enfermedad de la materia le dio un nombre, que en la mente de Garry se tradujo como «vida».
Esta extraña enfermedad, la vida, escapó del laboratorio del experimentador y empezó a proliferar por el planeta. Se multiplicó por todas partes, infectó cada vez más materia. El experimentador quiso extirparla, pero la infección se había extendido demasiado. Por último, él y sus compañeros abandonaron el mundo enfermo.
Pero la enfermedad pasó de éste a otros mundos. Sus esporas, impulsadas por la energía luminosa hacia otros soles y planetas, se difundieron en todas direcciones. La enfermedad era adaptable, adoptaba formas diferentes en mundos distintos y siempre crecía y se propagaba incesantemente.
Los seres hechos de energía reunieron sus fuerzas para barrer esa infección abominable, pero no pudieron. Cuando la extirpaban de un mundo, se extendía a otros dos. Siempre se les escapaba alguna espora escondida. Poco después, todos los mundos de la parte central de la super-galaxia quedaron infectados por la plaga de vida.
Garry vio que los seres de energía realizaban un último y grandioso intento por extirpar aquella dolencia que infectaba su universo. El intento fracasó; la plaga siguió extendiéndose sin oposición. Entonces los seres de energía comprendieron que se extendería hasta infectar todos los mundos de la super-galaxia.
Decidieron impedirlo a toda costa. Resolvieron hacer estallar la super-galaxia, para separar las partes exteriores incólumes de la porción central enferma. Sería una tarea colosal, pero los seres de energía no se amilanaron por eso.
El plan consistía en imprimir a la super-galaxia un movimiento rotativo de gran velocidad. Para ello generaron tremendas oleadas de fuerza continua a través del éter, dirigidas de tal modo que poco a poco lograron que la super-galaxia comenzara a girar sobre su centro.
Al correr del tiempo, la gigantesca formación estelar giraba con velocidad cada vez mayor. La enfermedad de vida aún se propagaba en el centro, pero los seres de energía no se desanimaban. Continuaron su obra hasta que la super-galaxia giró tan velozmente que ya no pudo mantenerse unida, debido a su propia fuerza centrífuga, y se quebró como un volante que se rompe.
Garry vio la explosión como desde muy arriba. Vio que la nube estelar colosal y giratoria se desintegraba. Un enjambre de estrellas tras otro se desprendieron de ella y volaron por el espacio. Un sinnúmero de esas nuevas galaxias más pequeñas se separaron de la super-galaxia original, hasta que por último sólo quedó unido el núcleo de la super-galaxia.
Aún giraba y su forma era espiral debido a la rotación. En ella, la plaga de vida se había extendido prácticamente a todos los mundos. La última formación de estrellas incólumes no infectadas se había separado y se alejaba como las demás.
Cuando la obra hubo concluido, se celebró una ceremonia y se impuso un castigo. Los seres de energía pronunciaron su sentencia sobre aquél cuyos experimentos habían provocado la plaga de vida, haciendo necesario aquel gran estallido.
Decretaron que el experimentador permaneciera para siempre en aquella galaxia enferma que los demás se disponían a abandonar. Lo encerraron en una cápsula de fuerza condensada, de tal modo que nunca pudiera abrirla desde el interior, y dejaron flotando aquella cápsula poliédrica en la galaxia enferma.
Garry Adams vio el poliedro resplandeciente flotando sin rumbo a través de la galaxia, mientras transcurrían millones de años. Las demás galaxias se alejaban cada vez más de la infectada, donde la enfermedad de vida invadía todos los mundos, Sólo quedó allí aquel ser de energía, eternamente prisionero en el poliedro,
Confusamente, Garry advirtió que el poliedro, en su odisea infinita a través de los soles, tenía la posibilidad de llegar a un mundo, Vio…
Vio sólo niebla, una confusión gris. Fue una visión pasajera y de súbito, Garry comprendió que se hallaba bajo la caliente luz del sol. Estaba al lado del poliedro resplandeciente, aturdido, extasiado.
Y el doctor Peters, también aturdido y extasiado, trabajaba como un autómata en uno de sus aparatos, un objeto triangular de cobre y ebonita con el que apuntaba al poliedro.
Garry comprendió en seguida, y gritó horrorizado mientras se abalanzaba sobre el astrónomo:
–¡No, Peters!
Peters, que parecía hallarse hipnotizado, miró con sorpresa el objeto que sus manos estaban terminando.
–¡Rómpalo! –chilló Garry–. El ser que vive dentro del poliedro nos distrajo con esa visión para lograr que usted trabajara inconscientemente en su liberación. ¡No… por Dios!
Mientras Garry gritaba, las manos del científico acababan de montar las últimas piezas del triángulo de cobre y ebonita, de cuyo vértice brotó un rayo amarillo que cayó sobre el poliedro resplandeciente.
La llama resplandeciente se extendió al momento por el cuerpo multifacético y brillante. Mientras Garry y Peters, que acababa de volver en sí, miraban petrificados, el poliedro se disolvía en aquel resplandor azafranado.
Las facetas de energía condensada se fundieron y desvanecieron en un instante. Y el ser encerrado en su interior, libre al fin, se elevó por los aires.
Una columna de doce metros de luz cegadora y resplandeciente. Pero coronada por un disco luminoso, se reveló con celestial magnificencia en la súbita obscuridad, ya que la explosión había eclipsado el sol de mediodía, apagándolo como si fuese una simple bombilla eléctrica. Se retorció y giró con júbilo terrible y extraño, mientras Peters y Garry gritaban y se cubrían con las manos los ojos deslumbrados.
La columna brillante inundó sus mentes con una colosal oleada de exultación, de triunfo indescriptible, de una alegría superior a cualquier alegría humana. Era el potente himno del ser desconocido, emitido no en forma de sonidos, sino mediante ondas mentales.
Había estado encarcelada, separada del ancho universo por espacio de incontables milenios, y ahora, por fin, era libre y gozaba de su libertad. El vértigo insoportable del éxtasis cósmico hizo noche la claridad del mediodía.
Luego se lanzó hacia los cielos como un gigantesco relámpago azul. Entonces el cerebro de Garry claudicó y el periodista se desmayó.
Abrió sus ojos a la luz esplendorosa que entraba por la ventana. Se hallaba en la cabaña, el día brillaba fuera y en algún lugar cercano se escuchaba una voz metálica.
Comprendió que la voz provenía de su pequeña radio a pilas. Garry permaneció inmóvil, sin poder recordar lo ocurrido, mientras la voz decía con excitación:
–Según nuestras informaciones, la zona afectada se extiende desde Montreal hasta Scranton, hacia el sur, y desde Buffalo al oeste hasta algunos kilómetros en pleno Atlántico, más allá de Boston, al este. El fenómeno duró menos de dos minutos y, durante ese tiempo, toda la zona se vio privada de la luz y el calor del sol. Prácticamente todas las máquinas eléctricas dejaron de funcionar, y las comunicaciones telegráficas y telefónicas quedaron cortadas. Los habitantes de algunas comarcas de los Adirondack y del noroeste de Vermont han observado ciertos efectos psíquicos consistentes en una súbita sensación de extrema alegría que coincidió con el obscurecimiento, seguida de un breve periodo de inconsciencia. Se desconoce aún la causa de este fenómeno sorprendente, aunque podría deberse a alteración de la manchas solares. Los científicos han sido llamados a opinar acerca de la cuestión, y tan pronto como…
En ese momento Garry Adams luchaba débilmente por incorporarse en la litera.
–¡Peters! –gritó para dominar la voz metálica de la radio–. ¡Peters…!
–Aquí estoy –respondió el astrónomo entrando en la cabaña.
El rostro del científico estaba pálido y su paso era tambaleante, pero también él estaba ileso.
–Recuperé los sentidos poco antes que usted, y le he traído aquí –explicó.
–¿Esa… esa cosa provocó el eclipse y los demás fenómenos que acabo de oír? –dijo Garry.
El doctor Peters asintió.
–Era un ser hecho de energía, tan terrible que su aparición absorbió el calor y las radiaciones luminosas del sol, la corriente eléctrica de las máquinas, e incluso los impulsos electro-nerviosos de nuestros cerebros.
–¿Y se ha ido, se ha ido realmente? –inquirió el periodista.
–Se ha ido en busca de sus compañeros, al vacío del espacio intergaláctico, hacia las galaxias que se alejan de la nuestra –respondió con solemnidad el doctor Peters–. Ahora sabemos por qué todas las galaxias del cosmos huyen de la nuestra. Sabemos que la nuestra está considerada como una galaxia maldita, contaminada por la enfermedad de vida. Pero creo que nunca se lo diremos al mundo.
Garry Adams meneó débilmente la cabeza.
–No, no se lo diremos. Creo que hasta nosotros mismos hemos de olvidarlo. Será lo mejor.

Silencio brillante

Silencio brillante
Spencer Holst

Dos osos blancos viajaban con un pequeño circo. Todas las noches, los dos osos aparecían empujando un carro. Los dos osos habían sido adiestrados para dar vueltas mortales, para hacer trompos, para hacer la vertical y para danzar sobre sus patas traseras, agarrados de la mano, dando los pasos al mismo tiempo. Los osos danzantes, un macho y una hembra, pronto se convirtieron en los favoritos de la multitud. El circo viajó al sur en un tour por la costa oeste que atravesó Canadá hasta California y de ahí hacia abajo llegando a Méjico; recorrió Panamá hasta América del Sur, bajo por los Andes pasando por Chile hasta las islas australes de Tierra del Fuego.
Un día un jaguar se lanzo sobre el presentador, el dueño del circo, y después lastimo mortalmente al domador. El público se disperso alarmado y horrorizado. En la confusión los osos se escaparon. Sin amo, vagaron por su cuenta por las boscosas y ventosas islas subantárticas. Absolutamente solos, en una isla deshabitada, y en un clima que les resultaba ideal, los osos se aparearon, se multiplicaron y después de unas cuantas generaciones poblaron la isla entera. En realidad, después de algunos años, los descendientes de los dos osos se trasladaron a mas de la mitad de las doce islas vecinas; y setenta años más tarde, cuando los científicos finalmente los hallaron y comenzaron a estudiar su comportamiento, se descubrió que todos ellos realizaban espléndidas acrobacias de circo.
En las noches cuando el cielo es brillante y hay Luna llena, se reúnen a danzar: los cachorros en el medio y los más jóvenes, alrededor, formando un círculo. Permanecen todos juntos fuera del alcance del viento en el centro de un centelleante cráter hecho por un meteorito que cayo en un lecho de arcilla. Las espejadas paredes son de arcilla blanca. El suelo, liso, esta cubierto de grava blanca y es seco. Ninguna clase de vegetación crece allí adentro.
Cuando la Luna se eleva sobre el cráter, la luz que se refleja en las paredes llena el lugar con el agua de Luna. El piso del cráter, entonces, es más brillante que cualquier otra cosa cercana. Los científicos especulan que originalmente la Luna llena pudo haberles hecho acordar a los dos osos las luces del circo y por esa razón comenzaron a danzar. ¿Sin embargo, habría que preguntarse, qué música es la que bailan los descendientes de los dos osos blancos?
Agarrados de la mano, danzando juntos… ¿Qué música podrían escuchar dentro de sus cabezas mientras bailan bajo la Luna llena y la aurora austral, mientras danzan en un brillante silencio?

El exterminador

El exterminador
A. Hyatt Verrill
The exterminator, © 1931 by Teck Publishing Co.. Traducción de Hernán Sabaté, en Trasplante obligatorio, recopilación de Asimov-Greenberg-Waugh, Ediciones Martínez Roca S.A., 1986.

A. Hyatt Verrill (1871-1954) participó en los inicios de las revistas de ciencia ficción en los Estados Unidos, vendiendo relatos cortos a la revista Amazing en 1926, primer año de publicación de la misma. Fue también ilustrador de historia natural, inventor del proceso de emulsión fotográfica o autocromo, y explorador y viajero por las selvas de América central y del Sur. Latinoamérica y las Indias Occidentales le proporcionaron el ambiente donde desarrollar sus argumentos de ciencia ficción.
Hace muchísimo tiempo, en la historia de la vida, se formaron las primeras células. Todavía no sabemos con exactitud si hubo una época previa, en que la vida consistió en simples moléculas libres de ácidos nucleicos y proteínas. Si realmente fue así, la formación de una célula representó un hito importantísimo en la historia de la vida.
La célula es una porción microscópica del océano, comprimida, rodeada y protegida por una membrana semipermeable, es decir, que deja penetrar algunas substancias e impide el paso a otras. El alimento, las moléculas utilizadas por la forma de vida para contribuir a la construcción de sí misma o para ser transformadas en energía, puede penetrar y ser conservado en el interior. El material de desecho, por su lado, puede ser expulsado de la célula. Dentro de ésta existe una concentración del material que forma la vida, agrupado para una mayor facilidad de manipulación y de modificación por vía química y para una mayor seguridad y protección.
La célula tenía mucha mayor capacidad de supervivencia –había de tenerla– que. las moléculas libres, pues éstas debían, buscar sus recursos necesarios en el océano molécula a molécula, sin posibilidad de juntarlas y concentrarlas. El resultado fue que, con la aparición de la célula, el material precelular quedó anticuado y desapareció.
Hoy toda la vida, salvo una excepción, es de naturaleza celular. La excepción la constituyen los virus, e incluso éstos microorganismos son incapaces de reproducirse salvo en forma de parásitos de otras células. Más aún, los virus no deben de ser restos de la antigua vida precelular, sino que deben haber evolucionado por degeneración a partir de las células.
Una célula de gran tamaño como el paramecio es más avanzada que una célula pequeña como la bacteria. La célula de gran tamaño puede dividir su substancia en diferentes especializaciones, puede formar orgánulos, o pequeñas zonas subcelulares que digieren alimentos, producen energía, construyen proteínas, o protegen los programas de ácido nucleico que constituyen su parte más importante.
Sin embargo, existen límites para el tamaño de una célula. Ésta utiliza para su funcionamiento todo su volumen, pero sólo puede absorber alimento y expulsar los desechos a través de la membrana superficial. El volumen de una célula aumenta el cubo de la medida lineal, mientras que su superficie aumenta sólo el cuadrado. Si una célula dobla sus dimensiones, su material interno habrá aumentado en ocho veces su cantidad, mientras que la membrana sólo habrá multiplicado por cuatro su superficie. El funcionamiento de la membrana tiene entonces que doblar su eficacia. Casi siempre, la membrana no puede adecuarse a tales exigencias y las células o bien deben mantener un tamaño reducido, o bien deben volverse muy planas o muy alargadas para aumentar su superficie (volviéndose, con ello, más débiles).
¿Cómo pueden, entonces, evolucionar los grandes organismos? La respuesta es la siguiente: haciendo que las células conserven su pequeño tamaño pero agrupándolas, desarrollando especializaciones no en el interior de la célula sino entre las células y los grupos de éstas. En pocas palabras, cabe decir que en la Tierra se alcanzó, hace unos seiscientos millones de años, este estadio del organismo multicelular. Hoy existen ballenas que pesan hasta 150 toneladas y contienen unas 100.000.000.000.000.000.000 células, estando todas ellas en estrecho contacto con una compleja red de canales sanguíneos que sirven como eficaz substituto del océano. Cada una de estas células tiene una posición precisa, con un lado al menos «orientado al océano» y una membrana individual de la que hace uso para alimentarse y eliminar los desperdicios.
De algún modo, siempre volvemos la mirada a esas células. Algo en nuestro interior nos dice que son fundamentales para la vida, que somos conjuntos de células, pero nada más que células, en el fondo. Los escritores de ciencia ficción pueden dramatizar este hecho, como sucede en El Exterminador, de A. Hyatt Verrill, un relato magnífico que parece escrito ayer, y no hace setenta años.
Isaac Asimov

Era un magnífico ejemplar de su especie: translúcido, blanco, de rápidos movimientos, con una facultad casi misteriosa para descubrir a su presa e invariablemente triunfante sobre sus enemigos naturales. Pero su rasgo más sobresaliente era su insaciable apetito.
Para matar era tan cruel e indiscriminado como la comadreja o el hurón, pero a diferencia de ellos, que mataban por matar, el Exterminador jamás actuaba así. Cayese sobre lo que cayese, lo devoraba al instante. Habría sido fascinante contemplarlo en esa actividad. Se lanzaba con precipitación sobre su presa, inmóvil durante un breve instante, un aparente titubeo, un leve temblor en su cuerpo… y todo había terminado; el desafortunado ser que había estado moviéndose en su modo acostumbrado, sin sospechar el peligro, había desaparecido por completo, y el Exterminador, con avidez, se apresuraba en busca de una nueva víctima. Se movía constantemente en un flujo invariable de líquido, en absoluta oscuridad: de ahí que sus ojos no le fueran necesarios, y estuviera enteramente guiado más bien por el instinto o la naturaleza que por las facultades que conocemos.
No se hallaba solo. Otros de su especie pululaban a su alrededor, y la corriente estaba atestada por un número incalculable de otros organismos: objetos redondeados de color rojizo que se movían lentamente, culebreantes criaturas semejantes a renacuajos, cuerpos de forma estrellada, gráciles y tenues objetos dotados de vida; criaturas globulares, cosas informes cambiando constantemente de configuración al moverse o más bien nadar; seres diminutos, casi invisibles; organismos filiformes, serpentinos o semejantes a anguilas, e innumerables otras formas. El Exterminador atravesaba la atestada y cálida corriente al azar, aunque siempre con un propósito definido: matar y devorar.
Por algún misterioso e inexplicable mecanismo, reconocía a los amigos y podía distinguir inequívocamente a los enemigos. Evitaba las muchedumbres rojizas: sabía que no había que molestarlas, e incluso en las ocasiones, como a menudo sucedía, en que se veía rodeado, cercado, casi ahogado por verdaderas hordas de aquellos seres, empujado por ellos, permaneció imperturbable, sin efectuar intento alguno de devorarlos o dañarlos. Pero los demás, las criaturas serpenteantes, globulares, angulares, radiantes y semejantes a barras, los organismos rápidamente contorsionantes, parecidos a renacuajos… eran distintos. Entre ellos ejercía una rápida y terrible destrucción. Sin embargo, aun aquí ejercía una sorprendente discriminación. Pasaba ante algunos sin hacerles el menor daño, mientras que atacaba, destrozaba y devoraba a otros con indescriptible ferocidad. Y todos los de su especie hacían también lo mismo. Eran como una horda de voraces tiburones en un mar rebosante de cabaIlas. Parecían obsesionados por el consuntivo deseo de destruir, y eran a veces tan expeditivos y metódicos que durante largos períodos la corriente siempre fluyente que habitaban quedaba totalmente desierta de presas.
Sin embargo, ni el Exterminador ni sus congéneres parecían sufrir entonces por falta de sustento. Eran capaces de permanecer largo tiempo sin alimento y surcaban, o mejor dicho nadaban por sus dominios lentamente, tan satisfechos al parecer como cuando estaban celebrando una verdadera orgía de matanzas. y hasta cuando la corriente no arrastraba presa alguna al alcance del Exterminador o sus iguales, nunca intentaban dañar o molestar a las siempre presentes formas rojas, ni a los innumerables organismos más pequeños, a los cuales parecían considerar como amigos. De hecho, de haber sido posible interpretar sus sensaciones, se habría observado que estaban mucho más contentos, mucho más satisfechos cuando no había enemigos sobre los que lanzarse que cuando el río borboteaba con su presa natural y se presentaba el incesante impulso de matar, matar, matar…
Y de pronto, la corriente en la que se movía el Exterminador se volvía incómodamente caliente, lo cual hacía que él y sus congéneres despertaran a una renovada actividad en busca de espacio, pero que producía la muerte a muchos de aquellos salvajes seres. Y, siempre siguiendo a estas bajas, las hordas de enemigos aumentaban rápidamente, hasta que el Exterminador hallaba casi imposible el diezmarlas. A veces, también, la corriente fluía lenta y débilmente, y una especie de letargia asaltaba al Exterminador. A menudo, en tales ocasiones, flotaba más que nadaba, con sus fuerzas menguadas y casi apagada su codiciosa apetencia de matar. Pero siempre, luego, ocurría el cambio: la corriente adquiría un peculiar sabor amargo, e innumerable número de enemigos del Exterminador morían y desaparecían, mientras el propio Exterminador se veía poseído de una súbita e inusitada fuerza y caía vorazmente sobre los restantes enemigos. En tales ocasiones, el número de sus congéneres aumentaba siempre de una manera misteriosa, como lo hacía también el de los seres rojos. Parecían salir de ninguna parte, más y más, hasta que la corriente se encontraba atiborrada de ellos.
El tiempo no existía para el Exterminador. No sabía nada de distancias, ni de días, ni de noches. Únicamente era susceptible a los cambios de temperatura de la corriente donde siempre había vivido, y a la presencia o ausencia de sus enemigos y aliados. Aun cuando quizá se percatara de que la corriente llevaba un curso irregular, de que discurría a través de al parecer interminables túneles, que se retorcían y giraban y se extendían en ramales proyectados en innumerables direcciones formando un laberinto de corrientes más pequeñas, no sabía nada de por dónde circulaban sus cursos, ni de sus fuentes o límites, sino que nadaba o más bien derivaba al azar por todos los lugares. No había duda de que en alguna parte, en el interior de los cientos de túneles y ramificaciones, había otras bestias tan grandes, tan poderosas y tan insaciablemente destructoras como él mismo. Pero como él era ciego y no poseía el sentido del oído ni otros de los que permiten a formas de vida más elevadas observar y juzgar sus alrededores, no se percataba en absoluto de la proximidad de tales compañeros. Y así fue el único de su especie en sobrevivir el indeseado acontecimiento que ocurrió eventualmente, y por cuyo hecho merecía ser llamado con el nombre de Exterminador.
Durante un período desacostumbradamente dilatado, la corriente en el túnel había sido molestamente cálida, y había abundado en una incalculable cantidad de enemigos que, atacando a las formas rojas, las habían diezmado. Se había experimentado también una desastrosa disminución en los congéneres del Exterminador, y él y los pocos supervivientes se habían visto obligados a esforzarse al máximo para evitar ser dominados. Y a pesar de ello las hordas de enemigos culebreantes, danzantes, zigzagueantes, parecían aumentar con mayor rapidez de la que eran muertos y devorados. Comenzaba a parecer como si su ejército fuera a vencer, y vencidos el Exterminador y sus congéneres, destruidos, aniquilados por completo, repentinamente la lenta y cálida corriente cobró un extraño sabor acre y picante. Casi al mismo tiempo descendió la temperatura, aumentó el caudal y disminuyeron las enjambreantes huestes de innumerables formas extrañas, como si estuvieran expuestas a un ataque por gas. Y casi instantáneamente también aparecieron como de ninguna parte nuevos congéneres del Exterminador, y se lanzaron vorazmente sobre los supervivientes enemigos.
En un espacio de tiempo sorprendentemente breve, las vengativas criaturas blancas exterminaron prácticamente a sus multitudinarios enemigos. Un enorme número de organismos rojizos colmaban ahora la corriente, y el Exterminador seguía abalanzándose acá y allá buscando probables presas. En los remolinos y túneles menores tropezó con algunas, destrozándolas y engulléndolas casi al momento. Guiado por algún inexplicable poder o fuerza, surcó a lo largo de un angosto túnel. Se dio cuenta de pronto que tenía ante él a un grupo de tres seres filiformes, sus más mortales enemigos… y se precipitó a la caza. Alcanzaba ya a uno, estaba a punto de apresarlo, cuando ocurrió un terrible cataclismo. La pared del túnel se hundió, se produjo una gran grieta, ya través de ella se desbordó la contenida corriente.
Arrastrado desvalidamente por ella, el Exterminador remolineaba locamente en la abertura. Pero su única obsesión, una devoradora ansia de matar, superó todo su terror, todas sus demás sensaciones. Mientras el líquido elemento lo precipitaba hacia no sabía dónde, asió al culebreante enemigo y lo engulló vivo. En el mismo instante los otros dos los arrastraba la precipitada corriente. Con un esfuerzo supremo, se lanzó sobre el más próximo, y mientras aquél desaparecía en su estómago fue arrastrado desde la eterna obscuridad a la cegadora luz.
Instantáneamente, la corriente cesó de fluir. El líquido se estancó y los innumerables seres rojos que rodeaban al Exterminador se arracimaron como para prestarse mutuo apoyo. En algún lugar próximo, el Exterminador sintió la presencia del último miembro superviviente del trío que había estado persiguiendo cuando ocurrió la catástrofe. Pero en el denso líquido estancado, obstruido por los seres rojos, no podía moverse libremente. Pugnó por alcanzar a aquel enemigo restante, pero fue en vano. Se sintió sofocado, cada vez más débil. y estaba solo. De todos sus compañeros, él era el único que había sido arrastrado a través de la grieta del túnel que durante tanto tiempo había sido su morada.
De pronto se sintió alzado, arrastrado hacia arriba junto con algunos seres rojizos y una pequeña porción de su elemento nativo.
Luego fue arrojado con los demás y, al caer, sintió correr nueva vida por su interior, al percatarse de que su enemigo hereditario –aquel ser filiforme– se hallaba muy próximo, que aún podía abalanzarse sobre él y destruirlo.
En el siguiente instante, un objeto pesado cayó sobre él, y se sintió aprisionado allí, con su gran enemigo a una distancia infinitesimal de su cuerpo, pero desesperadamente fuera de su alcance. Le recorrió un demencial deseo de venganza. Estaba perdiendo fuerzas rápidamente. Los seres rojos que le rodeaban estaban inertes, sin movimiento; únicamente él y aquel ente filiforme mostraban aún señales de vida. y el líquido se estaba espesando con rapidez. Repentinamente, durante una fracción de segundo, se sintió libre. Con un espasmódico movimiento final alcanzó a su enemigo y, triunfante al fin, quedó convertido en una cosa inmóvil e inerte.
–¡Es extraño! –murmuró una voz humana al examinar su poseedor a través del microscopio la gota de sangre en la plaquita de vidrio–. Hace un momento podría haber jurado que capté el vislumbre de un bacilo, pero ahora no hay la menor huella de él.
–Esa nueva fórmula que inyectamos produjo un efecto casi milagroso –observó una segunda voz.
–Sí –convino la primera–. La crisis ha pasado, el paciente se encuentra fuera de peligro. Ni un simple bacilo en esta muestra. Jamás lo hubiera creído posible.
Ninguno de ambos doctores se daría cuenta jamás de la parte que había desempeñado el Exterminador. Para ellos era, simplemente, un blanco corpúsculo yaciendo muerto en la gota de sangre que se secaba rápidamente sobre la plaquita de vidrio.

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