Cuentos y Poemas Indigenas II

Escrito por Nuria Cugota Gomez el 11 de Junio

Origen de los Ríos Chaqueños

Leyenda Toba VOCABULARIO

NICHAJ: Jabalí.
QUIRIOC: Tigre.
NORERÁ: Zorro
DIORNÉ: Venado.
YUCHAN: Palo borracho.
LERMÁ: Vizcacha.
GUACANIC: Estrella.
TAGA: Aloja.
SALARNEK: Cacique.
CHIGUISI: Nutria.
KOIPAC: Palo.
YUIOMA: Laguna del pescado.
NOLAJUIJK: Indígenas.
NILLAC: Peces.
TOIGUIT: Armado (pez).
HUESERA: Pacú (pez).
CHALMEE: Surubí (pez).
NUHAC: Sábalo (pez).
SASINEC: Dorado (pez).
GUAYAIBÍ: Nombre de un árbol.
GUAVIYÚ: Nombre de un árbol.
DAICÓ: Arrayán.
IBIRÁ JUS: Nombre de un árbol.
PINDÓ: Palmera.
NECTRANK: Agua.
CAINARAN: Pesca.
TUYETÉ: Río.
PIN PIN: Tambor fabricado con
un tronco de palo borracho
cortado transversalmente
en dos y cubierto con un
cuero de vizcacha.

YAGUA-RATAY: Árbol que anuncia
lluvia cuando florece.

MBURUCUYA: Pasionaria (enredadera).
GÜEMBÉ: Planta parási ta, salvaje.
CHACA: Pulsera hecha con vegetales.

La cosecha de la algarroba había terminado. La tribu iba al lugar donde realizaban los festejos que, infaliblemente, realizaban luego de cumplir trabajos prolongados.

Se reunieron en un claro del bosque esperando a los que tendrían a su cargo la “representación” y que aparecieron a los pocos instantes.

Eran cuatro disfrazados: uno de nichaj, otro de quirioc, el tercero de norerá y el último de diorné. Les acompañaban varios hombres que simulaban ser cazadores.

Desde que el juego comenzó, y en el que debían atraparse entre sí, actuaron a la perfección, imitando las características y las voces de cada uno de los animales que representaban.

Así se ponían frente a frente, trepaban a los árboles, se perseguían tratando de darse alcance, luchaban unos con otros y usaban de todos los medios y astucias empleados por los animales, cuyo disfraz había adoptado cada uno, cuando tratan de poner su vida a salvo.

Los hombres, a su vez, intentando atraparlos, no los perdían de vista, los asediaban, los corrían y atacaban con el mismo ardor y entusiasmo que si se hubiera tratado de una partida de caza.

Las carreras y las luchas se prolongaron durante mucho tiempo, con gran alegría de los que presenciaban tan singular torneo.

Cuando oscureció y el cielo se cubrió de estrellas, se dio comienzo a la danza.

Empezó a oírse el monótono son del pin pin, un tambor hecho con un tronco de yuchán partido transversalmente en dos y cubierto con un cuero de lermá, que tocaba incansable el director del baile, colocado en el centro del espacio destinado para la fiesta.

Comenzaron con la “Guacanic”, la danza preferida por los tobas, que consideran a las estrellas como los ojos de sus antepasados, en cuyo honor la bailaban.

Formando varias ruedas, tomados de la mano y mirando siempre hacia arriba, danzaban, siguiendo el compás que, valiéndose del pin pin, marcaba el que oficiaba de director.

Estos compases, lentos y espaciados al principio, aumentaban de velocidad a medida que el tiempo transcurría y crecía el entusiasmo de los bailarines, cuyos cuerpos seguían con movimientos rítmicos las variantes marcadas por el pin pin.

Acompañaba a este son el tintineo característico que hacían, al chocar unos con otros, las piedritas, los amuletos y las semillas, colgados de los cinturones y de las chacas, pulseras vegetales usadas por los bailarines rodeando sus brazos y sus piernas.

Un coro masculino dejaba oír sus tonos graves, al que se unían las notas agudas que entonaban las mujeres.

La tagá, mientras tanto, servida en vasijas de barro, iba de boca en boca, levantando los ánimos de los concurrentes, multiplicando su alegría y aumentando su entusiasmo.

Así pasaron la noche entera. Con ella terminó la fiesta y cuando el sol volvió a aparecer por oriente, sus rayos llegaron hasta los hombres y las mujeres que, vencidos por el cansancio y embotados por efecto de la abundante aloja ingerida, dormían su fatiga al reparo de los árboles.

Varios días después de realizarse esta fiesta llegó a la tribu del salarnek Chiguisi, un extranjero que dijo llamarse Koipac.

Luego de una cosecha tan pródiga y de los festejos ruidosos con que la cele-braron, los ánimos de los indígenas se hallaban predispuestos para ver y recibir al recién llegado con simpatía.

Si a ello se agrega la astucia que empleó el extranjero a fin de granjearse la amistad de los naturales, se encontrará la razón por la cual lo acogieron con afabilidad, no descubriendo sus intenciones aviesas sino cuando les fue imposible deshacerse de él.

Así fue que, en lugar de corresponder a la buena acogida que se le dispensó, quiso al poco tiempo imponer su voluntad y usurpar los derechos de quienes eran los verdaderos dueños de la región.

Lo consiguió siempre y ocasionó múltiples daños a quienes sólo debía favores.

Llegó un momento en que todos le temieron, convencidos que poseía un poder maléfico conferido por el demonio.

Temerosos de las fuerzas sobrenaturales y de los enviados de los genios malos, nadie se atrevía a lanzar contra él sus flechas con puntas de ñuatí curuzú, cuyas espinas venenosas eran infalibles.

Koipac, por su parte, se reía de ellas sabiéndose invulnerable al más activo de los venenos.

El no reconocía derechos ajenos y actuaba de acuerdo a los dictados exclusivos de su voluntad y de su conveniencia, sin importársele el perjuicio que sus actos podrían ocasionar.

Los toldos de la tribu de Chiguisi se hallaban en las cercanías de Yuioma, la laguna del pescado, cuyas aguas brindaban a los nolajuijk abundantes nillac, entre los que había: toiguif, hueserá, chalmee y nuhac.

Las aguas de la laguna guardaban celosas al pez sagrado, un sasinec de tamaño extraordinario, padre de los peces y que proveía a la laguna de esos animales.

Un día, los indígenas vieron, consternados, que Koipac se dirigía a pescar.

Llevaba el arco y las flechas de guayaibí. Marchaba decidido por el sendero que conducía a Yuioma, entre guaviyús, daicós, ibirá jus, pindós, florecidos yaguá-ratais, trepadoras mburucuyás, güembés de tallos retorcidos y lianas decorativas, que con sus guirnaldas de hojas formaban verdes cascadas suspendidas de las copas de los árboles.

Enterado Chiguisi de las intenciones de Koipac, le salió al encuentro para prohibirle que diera muerte al pez sagrado, al sasinec, cuya desaparición traería como consecuencia el fin instantáneo de todos los peces, con los que los naturales quedarían privados de tan importante alimento.

Koipac, como siempre, recibió la advertencia con desdén, y acompañando sus palabras con un gesto burlón, preguntó:

— ¿Es algún privilegiado el sasinec de que me hablas, para que con él se tengan miramientos que no alcanzan a los otros peces?

— ¡Es el padre de los peces que viven en la laguna y el que proporciona abundante alimento a la tribu…! — respondió indignado el cacique.

— Pues tengo deseos de probar si es verdad eso — concluyó Koipac empecinado.

En vista de que sus palabras no convencían al malvado el salarnek Chiguisi decidió rogarle que no lo hiciera. Pero no obtuvo mejores resultados y tal como lo tenía dispuesto, Koipac llegó a la laguna de los peces.

La tribu, desesperada, veía con horror la grave falta que iba a cometer el perverso Koipac atacando al dorado, al que ellos profesaban veneración y respeto; pero sabían, por otra parte, que nada ni nadie hubiera podido evitarlo pues los poderes maléficos que poseía el extranjero lo hacían invencible.

Poco después, Koipac, con el arco tendido apuntaba al pez sagrado que, como si conociera sus intenciones, lo desafiaba no alejándose del lugar.

Koipac, creyéndose elegido de la suerte al ver que la presa se le brindaba generosa, tomó puntería y en un instante la fl echa, despedida con fuerza, atravesó el cuerpo del sasinec.

Instantáneamente se produjo algo inesperado. Algo que no estaba en los cálculos del presuntuoso Koipac y que sus poderes maléficos no podían conjurar.

Las aguas de la laguna crecieron en forma vertiginosa no tardando en desbordarse.

En el semblante del malvado Koipac se pintó el terror más espantoso al suponer que podía ser alcanzado por la avalancha de las aguas que corrían por la llanura sin que nada las detuviera.

Delante de ellas iba el extranjero, quien habiendo arrojado el arco y las flechas que le entorpecían los movimientos retardando su carrera, huía desesperado tratando de evitar ser alcanzado por el agua que, deliberadamente, seguía sus rastros amenazando con ahogarlo.

Pero la carrera se prolongaba tanto que de vez en cuando la fatiga vencía al indio que se veía obligado a detenerse para recuperar energías.

Esos instantes eran aprovechados por las aguas para detenerse también y esparcirse por el llano formando lagos y lagunas que, al llegar hasta donde se hallaba Koipac, lo obligaban a recomenzar la carrera interrumpida. Esto sucedió muchas veces y en una gran distancia, hasta que Koipac, completamente rendido, cayó sin poderse levantar más.

Las nectrank lo cubrieron, deteniéndose, desde el momento que ya habían cumplido su propósito: castigar al matador del pez sagrado.

El camino seguido por ellas desde que salieran de Yuioma persiguiendo al malvado y desaprensivo Koipac, hasta su total rendición, marcaron un curso de agua que dio abundante cainarán a los habitantes del Chaco, respetuosos adoradores del sasinec sagrado.

Ese fue el primer tuyeté que regó las llanuras boscosas del Chaco, según decían los tobas, el que a su vez dio origen a los otros, encargados de ofrecer su linfa clara a los habitantes de la región, a sus animales y a sus plantas, como una ofrenda de vida que el sasinec sagrado ofreció a quienes lo habían venerado como enviado de los dioses.

REFERENCIAS

Los ríos de la llanura chaqueña corren por terrenos de muy poco declive, siendo por consecuencia de curso indeterminado.

Por la misma razón sus aguas se deslizan con lentitud.

En verano, época que se caracteriza por la abundancia de copiosas lluvias, las barrancas de las orillas suelen desmoronarse, y los ríos, al crecer, se desbordan, salen de sus lechos y las aguas invaden la superficie de la tierra que, siendo impermeable, las retiene formando bañados, y lagunas.

Las materias orgánicas arrastradas por los ríos en sus recorridos, quedan depositadas allí donde las aguas se han detenido, fertilizando las tierras, lo que se traduce en exuberante vegetación, característica de esa zona.

Los ríos principales: el Pilcomayo, el Bermejo (con su afluente el Teuco), el Araguay, el Salado, el Guaycurú, que corren de. Noroeste a sudeste, desaguan en el Paraguay o en el Paraná.

Esta leyenda fueextraída de la Biblioteca “Petaquita de Leyendas”, de Azucena Carranza y Leonor M. Lorda
Tomo XIX: URPILA (Torcaz)

Escrito por Nuria Cugota Gomez el 11 de Junio

Material compilado y revisado por la educadora argentina
Nidia Cobiella ( NidiaCobiella@Educar. Org )

“La Azucena del bosque”
Hace muchos, muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado. Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas) uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región.

Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de color rojizo.

Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá encargó a I-Yará que amasase dos mujeres.

Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose unos a otros.

En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese cambiado su modo de vivir.

Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo) apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas.

Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego.

Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí (cerdo salvaje – jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo qué hacer con él.

Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La dio a probar a Pitá, a las mujeres de ambos, y a todos les resultó muy sabrosa.

Desde ese día desdeñaron las raíces y las frutas a las qué habían sido tan afectos hasta entonces, y se dedicaron a cazar animales para comer.

La fuerza y la destreza de algunos de ellos, los obligaron a aguzar su inteligencia y se ingeniaron en la construcción de armas que les sirvieron para vencer a esos animales y para defenderse de los ataques de los otros. En esa forma inventaron el arco, la flecha y la lanza. Entre las dos familias nació una rivalidad que nadie hubiera creído posible hasta entonces: la cantidad de animales cazados, la mayor destreza demostrada en el manejo de las armas, la mejor puntería… Todo fue motivo de envidia y discusión entre los hermanos.

Tan grande fue el rencor, tanto el odio que llegaron a sentir unos contra otros, que decidieron separarse, y Morotí, con su familia, se alejó del hermoso lugar donde vivieran unidos los hermanos, hasta que la codicia, mala consejera, se encargó de separarlos. Y eligió para vivir el otro extremo del bosque, donde ni siquiera llegaran noticias de Pitá y de su familia.

Tupá decidió entonces castigarlos. El los había creado hermanos para que, como tales, vivieran amándose y gozando de tranquilidad y bienestar; pero ellos no habían sabido corresponder a favor tan grande y debían sufrir las consecuencias.

El castigo serviría de ejemplo para todos los que en adelante olvidaran que Tupá los había puesto en el mundo para vivir en paz y para amarse los unos a los otros.

El día siguiente al de la separación amaneció tormentoso. Nubes negras se recortaban entre los árboles y el trueno hacía estremecer de rato en rato con su sordo rezongo. Los relámpagos cruzaban el cielo como víboras de fuego. Llovió copiosamente durante varios días. Todos vieron en esto un mal presagio.

Después de tres días vividos en continuo espanto, la tormenta pasó.

Cuando hubo aclarado, vieron bajar de un tacú (algarrobo) del bosque, un enano de enorme cabeza y larga barba blanca.

Era I-Yará que había tomado esa forma para cumplir un mandato d e Tupá.

Llamó a todas las tribus de las cercanías y las reunió en un claro del bosque. Allí les habló de esta manera:

Tupá, nuestro creador y amo, me envía. La cólera se ha apoderado de él al conocer la ingratitud de vosotros, hombres. Él los creó hermanos para que la paz y el amor guiaran vuestras vidas… Pero la codicia pudo más que vuestros buenos sentimientos y os dejasteis llevar por la intriga y la envidia. Tupá me manda para que hagáis la paz entre vosotros: iPitá! IMoroti! ¡Abrazaos, Tupá lo manda!

Arrepentidos y avergonzados, los dos hermanos se confundieron en un abrazo, y tos que presenciaban la escena vieron que, poco a poco, iban perdiendo sus formas humanas y cada vez más unidos, se convertían en un tallo que crecía y crecía…

Este tallo se convirtió en una planta que dio hermosas azucenas moradas. A medida que el tiempo transcurría, las flores iban perdiendo su color, aclarándose hasta llegar a ser blancas por completo. Eran Pitá (rojo) y Morotí (blanco) que, convertidos en flores, simbolizaban la unión y la paz entre los hermanos.

Ese arbusto, creado por Tupá para recordar a los hombres que deben vivir unidos por el amor fraternal, es la “AZUCENA DEL BOSQUE”.

Escrito por Nuria Cugota Gomez el 11 de Junio
EL SALTO DEL GUAIRÁ
LEYENDA GUARANÍ
VOCABULARIO

CAPIBARA: Carpincho

CURUMÍ: Chiquillo

PAYÉ: Amuleto

GUAYACA: Bolsita donde llevaba el payé.

ÑAÑA YAÚ: Genio o fantasma del mal.

GUAVIROBA: Canoa.

YUCHÁN: Palo borracho

En lecho de piedras corría el río. Sus orillas cubiertas de vegetación albergaban aves vistosas de colorido plumaje y flores maravillosas de tonos brillantes. Aves y flores se confundían entre sí y al mirar no se sabía, en el abigarrado espectáculo que ofrecía la naturaleza, si se trataba de flores que volaban o de pájaros posados en las ramas. Tucanes, loros y guacamayos se unían a las orquídeas, a las achiras, a los yuchanes, a las palmeras y a las magnolias, para brindar el magnífico encanto de la selva tropical.

Enmarcada por la pujante vegetación de la floresta, se levantaba la toldería de la tribu de Capibara. Entre todos sus hijos, Capibara distinguía al único varón, Guairá, su curumí, como lo llamaba. Desde pequeño se habituó Guairá a andar con su padre, por el que sentía tanto cariño como admiración. Con su padre salía de caza, con él había aprendido a manejar el arco y la flecha, a dirigir la canoa, a tejer cestos, a pescar con f lechas o con anzuelos. Nadie había que entendiera al cacique mejor que su hijo, ni ninguno que supiera complacerlo con mayor fidelidad que el pequeño curumí.

Capibara, como todos los indígenas, era muy supersticioso. Creía en daños, en maleficios, en payés y en genios malignos. Para precaverse de cualquier ma1 que pudiera alcanzarlo, usaba, pendiente de su cuello; una guayaca, consistente en una bolsita bien cerrada conteniendo tres plumas del ala de un caburé. Es el caburé o caburey, una pequeña ave de rapiña a la que se le atribuyeron poderes mágicos. Por eso, el llevar tres plumas de este animal, o bien de urutaú, otra ave milagrosa, según los guaraníes, significaba una seguridad para su poseedor, que así atraía todo lo bueno que pudiera ocurrirle, alejando los peligros y teniendo su vida asegurada contra los enemigos, las enfermedades o los accidentes. No es de extrañar entonces que Capibara tuviera buen cuidado de asegurarse que su mágica guayaca no faltara jamás de su cuello.

Uno de los peligros que amenazaban de continuo a Capibara, era Ñañá taú. Este genio dañino y perverso odiaba a Capibara y no perdía oportunidad tratando de ocasionarle algún mal. Sin embargo, nunca logró su deseo, pues el cacique estaba bien protegido por su payé. Pasaron los años y el cariño y el compañerismo de Guairá y de su padre se habían afianzado en tal forma que siempre se los veía juntos y en el más cordial entendimiento. Guairá no tenía más amigo que su padre, a tal punto que los muchachos de su edad, que fueron sus compañeros de juegos cuando chicos, se habían alejado de él por completo, seguros de que su compañía, lejos de agradar al hijo del cacique, parecía fastidiarlo y molestarlo.

En cierta oportunidad Capibara y su hijo salieron a cazar a la selva lejana donde abundaban el guanaco y los jaguares. Iban bien provistos de armas y de alimentos, pues la excursión iba a ser larga a causa de la distancia que separaba la tribu del bosque al que se dirigían. Fueron días muy felices los que pasaron Capibara y Guairá tratando de conseguir las mejores piezas de caza, haciendo el mayor despliegue de astucia, de inteligencia y de viveza, acuciados por su espíritu guerrero y batallador. Muy contentos hubieran regresado a la toldería si un acontecimiento nefasto y de tanta importancia para ellos no hubiera llenado de congoja a los cazadores.

Sin saber cómo, ni cuándo, ni dónde, la guayaca, que colgaba del cuello de Capibara y contenía el mágico payé había desaparecido. Tal vez, en el entusiasmo de la caza, al pasar por 1os intrincados senderos que debían abrir en la selva, debió quedar enganchada entre las ramas de los árboles o de las plantas que, tupidas, crecían allí. Capibara llegó desfalleciente, con una pena muy honda en su corazón y una falta absoluta de confianza en sus fuerzas, sólo explicables si se tiene en cuenta la fe inquebrantable que tenía en las propiedades mágicas del amuleto perdido. Desde ese día se vio desmejorar a1 cacique, y todos pensaron que Ñañá Taú iba a lograr, por fin, lo que se propusiera durante tanto tiempo sin conseguirlo: la muerte del odiado Capibara, que enfermó de un mal extraño.

Su hijo vivía desesperado. Trató de inmediato de hacer buscar otro payé para su padre, otras tres plumas del ala del caburé o del urutaú; pero hasta e momento no lo había conseguido. Resultaba tan difícil lograrlo, que eran muy pocas las personas privilegiadas que lo poseían. No desfalleció el muchacho y salió él mismo en busca del ansiado talismán.

Antes de partir, al despedirse de su padre, le dijo confiado:

– Trata de mantenerte hasta mi vuelta, padre… Yo buscaré y traeré para ti el payé que reemplace el que perdiste en la selva. ¡No desesperes, padre, que mi cariño me ayudará a conseguir lo que tanto deseas!

Capibara lo dejó partir; pero su desesperanza era tan grande que tuvo el convencimiento del fracaso de los buenos deseos de su excelente hijo.

Pasaron varios días. El cacique desmejoraba con rapidez y ya no había nada que lo levantara de su postración, hasta que un amanecer, cuando la vida renacía en la tierra, Capibara perdió la suya, yendo su alma a reunirse con las de sus antepasados.

Momentos antes había llamado a su esposa para decirle:

-Siento que me voy a morir… Y no volveré a ver a mi Curumí..

Dile a Guairá que mi último pensamiento ha sido para él y que en sus acciones seguiré viviendo…

No bien hubo pronunciado estas palabras, en un suspiro muy hondo, se extinguió la vida del cacique.

Algunos días después llegó Guairá sin haber conseguido el tan ansiado amuleto, y al enterarse de la fatal noticia de la muerte de su padre, su desesperación no tuvo límites.

Desde ese instante se 1o vio taciturno y silencioso, vagar por los lugares que recorriera tantas veces con el amado caclque.

En cierta oportunidad, no pudiendo resistir la pena que lo consumía, dijo a su madre:

-Madre, mi vida aquí es un martirio. El recuerdo de mi padre no me abandona y creo que voy a morir. Ñaña Taú, no conforme con su muerte, extiende su venganza hasta mí, a quien odia tanto como odiara a mi padre, sin duda por el gran cariño que él me tenía… Buscaré alivio a mi gran dolor en la naturaleza… Remontaré el río en mi canoa y trataré de hallar la paz que aquí me falta… Después volveré…

Nada dijo la madre; pero la pena se pintó en su rostro moreno. Guairá desató las amarras de su guaviroba, se embarcó en ella, y en un atardecer de verano, se alejó por las aguas del Paraná en busca de alivio para su pena. Navegó varios días, sin noción exacta del lugar adonde deseaba llegar.

Sus ojos, incapaces de gozar de la belleza que lo rodeaba, miraban sin ver. Cuando en un momento de lucidez trató de orientarse, se sorprendió. El lugar donde se hallaba le era completamente desconocido y no sabía qué rumbo tomar.

De pronto creyó ver una figura borrosa, que surgía de entre las plantas de la orilla para desapa­recer de inmediato, luego de haber atraído hacia ese lugar a la frágil canoa.

– ¡Es Ñañá taú, que ni siquiera acá, me permite vivir en paz! ¡Su maldad no tiene límites!

Trató de cambiar el rumbo de la canoa volviendo en la dirección que traía al llegar; pero le fue imposible. No pudo hacerla retroce­der a pesar de sus esfuerzos inauditos.

La guaviroba, contra su voluntad, seguía adelante…

En un momento Guairá se sintió perdido. Había llegado a un lugar alto, cubierto de rocas erizadas. Volvió a reunir todas sus fuerzas para detener, por lo menos, la embarcación; pero su empeño fue en vano.

La canoa y su ocupante cayeron al vacío seguidos por una gran avalancha de agua que 1os envolvió, arrastrándolos con su empuje arrollador, deshaciéndolos contra las piedras, y cubriendo el grito lanzado por el infeliz Guairá, con el atronador estrépito del torrente despeñándose en el abismo. Así se formó el salto del Guairá, tan peligroso e imponente por ser el producto del odio y del rencor de Ñañá taú, el maléfico genio guaraní.

Los llamados Saltos del Guairá en Paraguay y Sete Quedas en Brasil no existen más, los tapó el agua del progreso (la Represa de Itaipú), y si el río está muy pero muy bajo se ve sólo la punta de ese peñón. La siete caídas están debajo del lago de Itaipú.
EL CABURÉ El caburé es una pequeña ave de rapiña. De plumaje color pardo con manchas blancas, más visibles en el pecho, tiene dos manchas oscuras en la parte superior del cuello. Sus patas son fornidas y la cabeza grande es desproporcionada con relación al resto del cuerpo.

Su mirada es feroz y serena y con ella cautiva a otras aves, a las que mata para devorarles las entrañas y la cabeza. Sobre la base de esta virtud de dominar a las otras aves, a las que atrae e hipnotiza, las gentes sencillas y supersticiosas le adjudicaron poderes magnéticos que hicieron extensivos a los hombres. Así afirmaban que el caburé o sus plumas, muy difíciles de conseguir, atraían los buenos acontecimientos al que llevara consigo tres de dichas plumas, librándolo de todo peligro y asegurándole éxito en las empresas. A este amuleto los guaraníes lo llamaban payé y los quichuas huacanque o guacanque.


Escrito por Alejandra Almirón Cartier el 11 de Junio

Atahualpa Yupanqui

CAMINITO DEL INDIO

Caminito del indio,
sendero coya
sembrado de piedras.
Caminito del indio
que junta el valle
con las estrellas.

Caminito que anduvo
de sur a norte
mi raza vieja
antes que en la montaña
la Pachamama
se ensombreciera.

Cantando en el cerro
llorando en el río,
se agranda en la noche
la pena del indio.

El sol y la luna
y este canto mío
besaron sus piedras,
camino del indio.

En la noche serrana
llora la quena
su honda nostalgia.

Y el camino sabe
cuál es la coya
que el indio llama.
Se levanta en la noche
la voz doliente
de la baguala.
Y el camino lamenta
ser el culpable
de la distancia.

Escrito por Alejandra Almirón Cartier el 11 de Junio

Poema de los Quichua Amazónicos

Muñeco de trapo

Brinca hacia acá, muñeco de trapo,
sal por allá muñeco,
muñeco de trapo.

Sal por allá, muñeco de trapo,
brinca por acá, niñito,
niño de trapo,
niña de trapo,
sal por acá muñeco.

Brinca por allá, niño de trapo.
La mamá de Fernando es de trapo,
el papá de Fernando es de trapo.
Salgan por acá, viejitos,
dicen los niños.

Brinca por acá, Tabalo,
Sal por allá, muñeco,
sal por acá, muñeco,
muñeco de trapo,
mamá de trapo,
papá de trapo,
sal por acá, muñeco,
sal por acá, Tabalo.

(Poema jocoso referido al juego que los nativos realizan con el Chaucha Huahua o muñeco de trapo que simboliza la fertilidad y se acostumbra a colocar en la cama entre los recién casados).

Escrito por Nuria Cugota Gomez el 12 de Junio

En el México antiguo al perro lo llamaban itzcuintli. Aún hoy a los niños se les llama escuincles, por juguetones.

Se supone que junto con los primeros pobladores que cruzaron el estrecho de Behring, llegaron los primeros perros a nuestro continente.
Las dos razas más famosas de perros mexicanos fueron lampiñas o pelonas, de piel arrugada y color cenizo.

Por eso se cuenta que los antiguos los colocaban a dormir sobre partes doloridas, a fin de curar el reumatismo o calentarse los pies. Dicen que el calor de los perritos calmaba los dolores de los enfermos.

Uno de ellos, de tamaño mediano, es el xoloitzcuintli, que significa perro monstruoso.

También se le llama perro mudo porque no ladra. Los otros, llamados techichi, eran pequeños, de patas cortas.

Nacían con pelo, pero después los depilaban untándoles ungüento de trementina. Los criaban como animales domésticos y los hacían engordar. Su carne se vendía en el tianguis. Los españoles la consideraban tan sabrosa que cambiaban piezas de res por esos animalitos. Así se extinguieron.

Como era el animal más apegado a la familia y fiel a su dueño, se le sacrificaba a la muerte del amo para que su alma acompañara a la del difunto. Se suponía que de esta manera le facilitaba el difícil camino al Mictlan o mundo de los muertos.

Escrito por Beatriz Bassino el 13 de Junio

Romance en lengua de indio mexicano

Cada noche que amanece
quanto saco mi biscucho
las presco piento poscando.
Onas pillacas latrones
que me lo estaban mirando
que me bay tieso con dieso
mi carañona poscando.
Alcon diable se lo dijo
como me estaba pupado,
me rompieron mi poxento,
serradura con candado:
Y ortado mis callos tres
que un año que me a criado
para ir mi copempernasion
do estado mi marquesado.
Quanto tomo esporision
lo an de comer mis pasallo
questo mi primo el marques
tenemos ya gonguistado.
Y todos los pisorrey
la provision me lo han dado
qui todo el corregidor
por mi mano an de pasado.
Y me ponga orca y cuchillo
para que pien castagado
estén todas los pillacos
que mi mantado no aco.
Si ai las cojo los latrones
que an ortado los mis callos
por vida de Don Felipe
se sas tripa de sacallo.
Que aunque sea hecho chismole
yo conosere mis callos,
que ono permejo es,
otro como rosio blanco.
La otro mi callo es prieto,
so cabes colorado,
que mi sorrado ocho dias
para mercar estas callo.
Ya no lo tengo remedio,
no es pueno si me a horcado
mas pale tenco pasiencia
qui a diablo se lo ha llevado.
Yo me ire en el probisor
y ante ella me querellado,
para que me paporesca
condra dodos los culpados.
Y me manta dar so carta
para que descomulgado
estén los pillacos todos
que comido de mis callos.
Yo no cate la deguela
apagado con agua de jarro,
porque su almina lo lleve
con el infierno del diablo.
Y estos billacas parsande
que mi sacado al tabrado
no ay respeto a la bersona
que dicen yo soy Don Pablo.
Y mi mujer Polonilla
que es una santa cristiano,
que quando se va a la misa
lleva rosario en la mano.
Luego se puelpe a su casa
mi comita aderesando,
y pajando su miscueso
zas ijo esta totrinando.
Tanto tiene atreviemiento
que ya me tiene afrendando,
no hay justicia de la dierra
que lo orque estas pillacos.
O, joro a quien me pario
y por vida de Don Pablo,
que su cabesa y miscueso
la horca a destar clabado.

Escrito por Nuria Cugota Gomez el 13 de Junio
Algunas cosas las he pillado otras no.

Escrito por Nuria Cugota Gomez el 13 de Junio

LA FLOR Y EL CANTO
Brotan las flores,
están frescas, medran,
abren su corola.
De tu interior salen las flores del canto:
tú, oh poeta, las derramas sobre los demás.

(Cantares Mexicanos , f. 33 v. , lin. 19 s. Anónimo de Chalco)

En Español
En Náhuatl

La Amistad Ante Todo
He aquí:

que sean tres

nuestras flores,

¡Acaban con nuestro hastío,

con nuestra pesadumbre!

Oh amigos míos,

daos gusto:

no en todo tiempo en la Tierra:

¡Solamente plenamente dará resultado

la amistad!

Iz Catqui Tla Yetetl
Iz catqui tla yetetl

toxochio Ayhuaye

ihuan tocuic

quipolohua telel

ah in totlaocol in. Ohuaya Ohuaya

Yya tocnihuan Aya

xon ahuiyacan

ah mochipa tlalticpac

zan cen on quizaz

in icniuhyotli Ohuaya Ohuaya

Un comentario

  • ArjunaV

    Escrito por Nuria Cugota Gomez el 13 de Junio
    Canto de la huida

    (De Nezahualcóyotl cuando andaba huyendo del señor de Azcapotzalco)

    En vano he nacido,
    En vano he venido a salir
    De la casa del dios a la tierra,
    ¡Yo soy menesteroso!
    Ojalá en verdad no hubiera salido,
    Que de verdad no hubiera venido a la tierra.
    No lo digo, pero…
    ¿Qué es lo que haré?,
    ¡Oh príncipes que aquí habéis venido!,
    ¿Vivo frente al rostro de la gente?
    ¿Qué podrá ser?,
    ¡Reflexiona!

    ¿Habré de erguirme sobre la tierra?
    ¿Cuál es mi destino?,
    yo soy menesteroso,
    mi corazón padece,
    tú eres apenas mi amigo
    en la tierra, aquí

    ¿Cómo hay que vivir al lado de la gente?
    ¿Obra desconsideradamente,
    vive, el que sostiene y eleva a los hombres?

    ¡Vive en paz,
    pasa la vida en calma!
    Me he doblegado,
    Sólo vivo con la cabeza inclinada
    Al lado de la gente.
    Por eso me aflijo,
    ¡Soy desdichado!,
    he quedado abandonado
    al lado de la gente en la tierra.

    ¿Cómo lo determina tu corazón,
    Dador de la Vida?
    ¡Salga ya tu disgusto!
    Extiende tu compasión,
    Estoy a tu lado, tú eres dios.
    ¿Acaso quieres darme la muerte?

    ¿Es verdad que nos alegramos,
    que vivimos sobre la tierra?
    No es cierto que vivimos
    Y hemos venido a alegrarnos en la tierra.
    Todos así somos menesterosos.
    La amargura predice el destino
    Aquí, al lado de la gente.

    Que no se angustie mi corazón.
    No reflexiones ya más
    Verdaderamente apenas
    De mí mismo tengo compasión en la tierra.

    Ha venido a crecer la amargura,
    Junto a ti a tu lado, Dador de la Vida.
    Solamente yo busco,
    Recuerdo a nuestros amigos.
    ¿Acaso vendrán una vez más,
    acaso volverán a vivir;
    Sólo una vez perecemos,
    Sólo una vez aquí en la tierra.
    ¡Que no sufran sus corazones!,
    junto y al lado del Dador de la Vida.

    Poneos de pie

    ¡Amigos míos, poneos de pie!
    Desamparados están los príncipes,
    Yo soy Nezahualcóyotl,
    Soy el cantor,
    Soy papagayo de gran cabeza.
    Toma ya tus flores y tu abanico
    ¡Con ellos ponte a bailar!
    Tú eres mi hijo,
    Tú ere Yoyontzin.
    Toma ya tu cacao,
    La flor del cacao,
    ¡Que sea ya bebida!
    ¡Hágase el baile,
    No es aquí nuestra casa,
    No viviremos aquí
    Tú de igual modo tendrás que marcharte.

    Canto de primavera

    En la casa de las pinturas
    Comienza a cantar,
    Ensaya el canto,
    Derrama flores,
    Alegra el canto.

    Resuena el canto,
    Los cascabeles se hacen oír,
    A ellos responden
    Nuestras sonajas floridas.
    Derrama flores,
    Alegra el canto.

    Sobre las flores canta
    El hermoso faisán,
    Su canto despliega
    En el interior de las aguas.
    A él responden
    Variados pájaros rojos.
    El hermoso pájaro rojo
    Bellamente canta.

    Libro de pinturas es tu corazón
    Has venido a cantar,
    Haces resonar tus tambores,
    Tú eres el cantor.
    En el interior de la casa de la primavera
    Alegras a las gentes

    Tú sólo repartes
    Flores que embriagan
    Flores preciosas.

    Tú eres el cantor.
    En el interior de la casa de la primavera,
    Alegras a las gentes.

    Alegraos

    Alegraos con las flores que embriagan,
    Las que están en nuestras manos.
    Que sean puestos ya
    Los collares de flores.
    Nuestras flores del tiempo de lluvia,
    Fragantes flores,
    Abren ya sus corolas.
    Por allí anda el ave,
    Parlotea y canta,
    Viene a conocer la casa de dios.
    Sólo con nuestros cantos
    Perece vuestra tristeza.
    Oh señores, con esto,
    Vuestro disgusto de disipa.
    Las inventa el Dador de la vida,
    Las ha hecho descender
    El inventor de sí mismo,
    Flores placenteras,
    Con ellas vuestro disgusto se disipa.

    Soy Rico

    Soy rico,
    Yo, el señor Nezahualcóyotl.
    Reúno el collar,
    Los anchos plumajes de quetzal,
    Por experiencia conozco los jades,
    ¡Son los príncipes amigos!
    Me fijo en sus rostros,
    Por todas partes águilas y tigres,
    Por experiencia conozco los jades,
    Las ajorcas preciosas…

    Solamente Él

    Solamente él,
    El Dador de la Vida.
    Vana sabiduría tenía yo,
    ¿Acaso alguien no lo sabía?
    ¿Acaso alguien?
    No tenía yo contento al lado de la gente.

    Realidades preciosas hacer llover,
    De ti proviene tu felicidad,
    ¡Dador de la vida!
    Olorosas flores, flores preciosas,
    Con ansia yo las deseaba,
    Vana sabiduría tenía yo…

    Estoy Triste

    Estoy triste, me aflijo,
    Yo, el señor Nezahualcóyotl.
    Con flores y con cantos
    Recuerdas a los príncipes,
    A los que se fueron,
    A Tezozomoctzin, a Quaquauhtzin.

    En verdad viven,
    Allá en donde de algún modo se existe.
    ¡Ojalá pudiera yo seguir a los príncipes,
    llevarles nuestras flores!
    ¡Si pudiera yo hacer míos
    los hermosos cantes de Tezozomoctzin!
    Jamás perecerá tu nombre,
    ¡Oh mi señor, tú, Tezozomoctzin!
    Así, echando de menos tus cantos,
    Me he venido a afligir,
    Sólo he venido a quedar triste,
    Yo a mí mismo me desgarro.

    He venido a estar triste, me aflijo.
    Ya no estás aquí, ya no,
    En la región donde de algún modo se existe,
    Nos dejaste sin provisión en la tierra,
    Por esto, a mí mismo me desgarro.

    Yo lo Pregunto

    Yo Nezahualcóyotl lo pregunto:
    ¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra?
    Nada es para siempre en la tierra:
    Sólo un poco aquí.
    Aunque sea de jade se quiebra,
    Aunque sea de oro se rompe,
    Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
    No para siempre en la tierra:
    Sólo un poco aquí.

    Percibo lo Secreto…

    Percibo lo secreto, lo oculto:
    ¡Oh vosotros señores!
    Así somos, somos mortales,
    De cuatro en cuatro nosotros los hombres,
    Todos habremos de irnos,
    Todos habremos de morir en la tierra…

    Nadie en jade,
    Nadie en oro se convertirá:
    En la tierra quedará guardado
    Todos nos iremos
    Allá, de igual modo.
    Nadie quedará,
    Conjuntamente habrá que perecer,
    Nosotros iremos así a su casa.

    Como una pintura
    Nos iremos borrando.
    Como una flor,
    Nos iremos secando
    Aquí sobre la tierra.
    Como vestidura de plumaje de ave zacuán,
    De la preciosa ave de cuello de hule,
    Nos iremos acabando
    Nos vamos a su casa.

    Se acercó aquí
    Hace giros la tristeza
    De los que en su interior viven…
    Meditadlo, señores,
    Águilas y tigres,
    Aunque fuerais de jade,
    Aunque allá iréis,
    Al lugar de los descarnados…
    Tendremos que desaparecer
    Nadie habrá de quedar.

    Estoy Embriagado

    Estoy embriagado, lloro, me aflijo,
    Pienso, digo,
    En mi interior lo encuentro:
    Si yo nunca muriera,
    Si nunca desapareciera.
    Allá donde no hay muerte,
    Allá donde ella es conquista,
    Que allá vaya yo…
    Si yo nunca muriera,
    Si yo nunca desapareciera.

    ¿A dónde iremos?

    ¿A dónde iremos
    donde la muerte no existe?
    Mas, ¿Por esto viviré llorando?
    Que tu corazón se enderece:

    Aquí nadie vivirá por siempre.
    Aun los príncipes a morir vinieron,
    Los bultos funerarios se queman.
    Que tu corazón se enderece:
    Aquí nadie vivirá para siempre.

    Lo Comprende mi Corazón

    Por fin lo comprende mi corazón:
    Escucho un canto,
    Contemplo una flor:
    ¡Ojalá no se marchiten!

    N o acabaran mis flores

    No acabarán mis flores,
    No cesarán mis cantos.
    Yo cantor los elevo,
    Se reparten, se esparcen.
    Aun cuando las flores
    Se marchitan y amarillecen,
    Serán llevadas allá,
    Al interior de la casa
    Del ave de plumas de oro.

    Con Flores Escribes…

    Con flores escribes, Dador de la vida,
    Con cantos das color,
    Con cantos sombreas
    A los que han de vivir en la tierra.
    Después destruirás a águilas y tigres,
    Sólo en tu libro de pinturas vivimos,
    Aquí sobe la tierra.
    Con tinta negra borrarás
    Lo que fue la hermandad,
    La comunidad, la nobleza.
    Tú sombreas a los que han de vivir en la tierra.

    En el Interior del Cielo

    Sólo allá en el interior del cielo
    Tú inventas tu palabra,
    ¡Dador de la vida!
    ¿Qué determinarás?
    ¿Tendrás fastidio aquí?
    ¿Ocultarás tu fama y tu gloria en la tierra?
    ¿Qué determinarás?
    Nadie puede ser amigo
    Del Dador de la vida…
    Amigos, águilas, tigres,
    ¿A dónde en verdad iremos?
    Mal hacemos las cosas, oh amigo.
    Por ello no así te aflijas,
    Eso nos enferma, nos causa la muerte.
    Esforzáos, todos tendremos que ir
    A la región del misterio.

    ¿Eres Tú Verdadero…?

    ¿Eres tú verdadero ( tienes raíz )?
    Sólo quien todas las cosas domina,
    El Dador de la vida.
    ¿Es esto verdad?
    ¿Acaso no lo es, como dicen?
    ¡Que nuestros corazones
    no teman tormento!

    Todo lo que es verdadero,
    (lo que tiene raíz),
    dicen que no es verdadero
    (que no tiene raíz).
    El Dador de la vida
    Sólo se muestra arbitrario.
    ¡Que nuestros corazones
    no tengan tormento!.

    No en Parte Alguna…

    No en parte alguna puede estar la casa del inventor de sí mismo.
    Dios, el señor nuestro, por todas partes es invocado,
    Por todas partes es también venerado.
    Se busca su gloria, su fama en la tierra.
    El es quien inventa las cosas,
    Él es quien se inventa a sí mismo: Dios.
    Por todas partes es invocado,
    Por todas partes es también venerado.
    Se busca su gloria, su fama en la tierra.

    Nadie puede aquí
    Nadie puede ser amigo
    Del Dador de la vida:
    Sólo es invocado,
    A su lado,
    Junto a él,
    Se puede vivir en la tierra.

    El que lo encuentra,
    Tan sólo sabe bien esto: él es invocado,
    A su lado, junto a él,
    Se puede vivir en la tierra.

    Nadie en verdad
    Es tu amigo,
    ¡Oh Dador de la vida!
    Sólo como si entre las flores
    Buscáramos a alguien,
    Así te buscamos,
    Nosotros que vivimos en la tierra,
    Mientras estamos a tu lado.
    Se hastiará tu corazón.
    Sólo por poco tiempo
    Estaremos junto a ti a tu lado.

    No enloquece el Dador de la vida,
    Nos embriaga aquí.
    Nadie puede estar acaso a su lado,
    Tener éxito, reinar en la tierra.

    Sólo tú alteras las cosas,
    Como lo sabe nuestro corazón:
    Nadie puede estar acaso a su lado,
    Tener éxito, reinar en la tierra.

    Canto de Nezahualcóyotl de Acolhuacan
    (con que saludó a Moctezuma el viejo,
    cuando estaba éste enfermo).

    Miradme, he llegado.
    Soy blanca flor, soy faisán,
    Se yergue mi abanico de plumas finas,
    Soy Nezahualcóyotl.
    Las flores se esparcen,
    De allá vengo, de Acolhuacan.
    Escuchadme, elevaré mi canto,
    Vengo a alegrar a Moctezuma.
    ¡Tatalilili, papapapa, achala, achala!

    ¡Qué sea para bien!
    ¡Que sea en buen momento!
    Donde están erguidas las columnas de jade,
    Donde están ellas en fila,
    Aquí en México,
    Donde en las obscuras aguas
    Se yerguen los blancos sauces,
    Aquí te merecieron tus abuelos,
    Aquel Huitzilíhuitl, aquel Acamapichtli.
    ¡Por ellos llora, oh Moctezuma!
    Por ellos tú guardas su estera y su solio.
    El te ha visto con compasión,
    Él se ha apiadoado de ti, ¡Oh Moctezuma!
    A tu cargo tienes la ciudad y el solio.

    Un coro responde:

    Por ello llora, ¡Oh Moctezuma!
    Estás contemplando el agua y el monte, la ciudad,
    Allí ya miras a tu enfermo,
    ¡Oh Nezahualcóyotl!
    Allí en las obscuras aguas,
    En medio del musgo acuático,
    Haces tu llegada a México.
    Aquí tú haces merecimiento,
    Allí ya miras a tu enfermo.
    Tú, Nezahualcóyotl.

    El águila grazna,
    El ocelote ruge,
    Aquí es México,
    Donde tú gobernabas Itzcóatl.
    Por él, tienes tú ahora estera y solio.
    Donde hay sauces blancos
    Sólo tu reinas.
    Donde hay blancas cañas,
    Donde se extiende el agua de jade,
    Aquí en México.

    Tú, con sauces preciosos,
    Verdes como jade,
    Engalanas la ciudad,

    La niebla sobre nosotros se extiende,
    ¡Que broten flores preciosas!
    ¡Que permanezcan en vuestras manos!
    Son vuestro canto, vuestra palabra.
    Haces vibrar tu abanico de plumas finas,
    lo contempla la garza
    lo contempla el quetzal.
    ¡Son amigos los príncipes!

    La niebla sobre nosotros se extiende,
    ¡Que broten flores preciosas!
    ¡Que permanezcan en vuestras manos!
    Son vuestro canto, vuestra palabra.
    Flores luminosas abren sus corolas,
    donde se extiende el musgo acuático,
    aquí en México.
    Sin violencia permanece y prospera
    en medio de sus libros y pinturas,
    existe la ciudad de Tenochtitlan.
    El la extiende y la hace florecer,
    él tiene aquí fijos sus ojos,
    los tiene fijos en medio del lago.

    Se han levantado columnas de jade,
    de en medio del lago se yerguen las columnas,
    es el Dios que sustenta la tierra
    y lleva sobre sí al Anáhuac
    sobre el agua celeste.
    Flores preciosas hay en vuestras manos,
    con verdes sauces habéis matizado a la ciudad,
    a todo aquello que las aguas rodean,
    y en la plenitud del día.
    Habéis hecho una pintura del agua celeste,
    la tierra del Anáhuac habéis matizado,
    ¡Oh vosotros señores!
    A ti, Nezahualcóyotl,
    a ti, Motecuhzoma,
    el dador de la vida os ha inventado,
    os ha forjado,
    nuestro padre, el Dios,
    en el interior mismo del agua.

    He Llegado

    He llegado aquí,
    soy Yoyontzin.
    Sólo busco las flores,
    sobre la tierra he venido a cortarlas.
    Aquí corto ya las flores preciosas,
    para mí corto aquellas de la amistad:
    son ellas tu ser, oh príncipe,
    yo soy Nezahualcóyotl, el señor Yoyontzin.

    Ya busco presuroso
    mi canto verdadero,
    y así también busco
    a ti, amigo nuestro.
    Existe la reunión:
    es ejemplo de amistad.

    Por poco tiempo me alegro,
    por breve lapso vive feliz
    mi corazón en la tierra.
    En tanto yo exista, yo, Yoyontzin,
    anhelo las flores,
    una a una las recojo,
    aquí donde vivimos.

    Con ansia yo quiero, anhelo,
    la amistad, la nobleza,
    la comunidad.
    Con cantos floridos yo vivo.

    Como si fuera de oro,
    como un collar fino,
    como ancho plumaje de quetzal,
    así aprecio
    tu canto verdadero:
    con él yo me alegro.

    ¿Quién es el que baila aquí,
    en el lugar de la música,
    en la casa de la primavera?
    Soy yo, Yoyontzin,
    ¡Ojalá lo disfrute mi corazón!

    Pensamiento

    ¿Es que en verdad se vive aquí en la tierra?
    ! No para siempre aquí!
    Un momento en la tierra,
    si es de jade se hace astillas,
    si es de oro se destruye,
    si es plumaje de ketzalli se rasga,
    ! No para siempre aquí!
    Un momento en la tierra.

    Un Recuerdo que Dejo

    ¿Con qué he de irme?
    ¿Nada dejaré en pos de mi sobre la tierra?
    ¿Cómo ha de actuar mi corazón?
    ¿Acaso en vano venimos a vivir,
    a brotar sobre la tierra?
    Dejemos al menos flores
    Dejemos al menos cantos

    M onólogo de Nezahualcóyotl

    Hay cantos floridos; que se diga
    yo bebo flores que embriagan,
    ya llegaron las flores que causan vértigo,
    ven y serás glorificado.

    Ya llegaron aquí las flores en ramillete:
    son flores de placer que se esparcen,
    llueven y se entrelazan diversas flores.

    Ya retumba el tambor: sea el baile:
    con bellas flores narcóticas se tiñe mi corazón.

    Yo soy cantor: flores para esparcirlas
    yo las voy tomando: gozad.

    Dentro de mi corazón se quiebra la flor del canto:
    ya estoy esparciendo flores.

    Con cantos alguna vez me he de amortajar,
    con flores m corazón ha de ser entrelazado:
    ¡Son los príncipes, los reyes!

    La fama de mis flores, el renombre de mis cantos,
    dejaré abandonados alguna vez:
    con flores mi corazón ha de ser entrelazado:
    ¡Son los príncipes, los reyes!


    Escrito por Nuria Cugota Gomez el 16 de Junio
    Qué es un atrapasueños?

    Existe una leyenda proveniente de los indígenas lakotas de origen sioux que reza así:

    Hace mucho tiempo cuando el mundo era aún joven, un viejo líder espiritual Lakota estaba en una montaña alta y tuvo una visión. En esta visión, Iktomi -el gran maestro bromista de la sabiduría- se le aparecía en forma de una araña. Iktomi hablaba con él en un lenguaje secreto, que sólo los líderes espirituales de los lakotas sabían entender. Mientras le hablaba, Iktomi -la araña- tomó un trozo de rama del sauce más viejo. Le dio forma redonda y con plumas, pelo de caballo, cuentas y adornos empezó a tejer una telaraña.

    Hablaron de los círculos de la vida, de cómo empezamos la existencia como bebés y crecemos a la niñez y después a la edad adulta, para llegar finalmente a la vejez, cuando debemos volver a cuidar de los bebés, completando así el círculo.

    Pero Iktomi dijo -mientras continuaba tejiendo su red- “en todo momento de la vida hay muchas fuerzas, algunas buenas otras malas. Si te encuentras en las buenas, ellas te guiarán en la dirección correcta. Pero si escuchas a las fuerzas malas, ellas te lastimarán y te guiarán en la dirección equivocada”. Y continuó: Hay muchas fuerzas y diferentes direcciones y pueden interferir con la armonía de la naturaleza. También con el gran espíritu y sus maravillosas enseñanzas.”

    Mientras la araña hablaba continuaba entretejiendo su telaraña, empezando de afuera y trabajando hacia el centro. Cuando Iktomi terminó de hablar, le dio al anciano Lakota la red y le dijo: “Mira la telaraña es un círculo perfecto, pero en el centro hay un agujero, úsala para ayudarte a ti mismo y a tu gente, para alcanzar tus metas y hacer buen uso de las ideas de la gente, sus sueños y sus visiones. Si crees en el Gran Espíritu, la telaraña retendrá tus buenas ideas que descenderán por las plumas hasta ti y las malas desaparecerán al amanecer por el agujero”.

    El anciano Lakota, le pasó su visión a su gente y ahora los indios usan el atrapasueños como la red de su vida. Se cuelgan encima de las camas, en su casa para escudriñar sus sueños y visiones. Lo bueno de los sueños queda capturado en la telaraña de la vida y vive con ellos. Lo malo escapa a través del agujero del centro y no será nunca más parte de ellos.

    Los atrapasueños o también llamados cazadores de sueños, se denominaban “Bawaadjigan” en el lenguaje Ojibwe de los sioux, quienes luego se dividieron en los Sante (Isanyati, los que viven cerca de Knife Lake), Dakota centrales y Teton (Lakotas).

    Estas culturas sostenían la creencia de que los sueños eran mensajes del mundo espiritual. De esta manera, el atrapasueños funcionaba como un filtro de sueños y visiones, que protegía contra las pesadillas. Los Lakotas particularmente, llegaron a creer que el atrapasueños sostiene el destino de su futuro, y es propicio para la buena fortuna y la armonía familiar, aparte de los buenos sueños.

    Escrito por Dark Crow (foro Tradiciones Indigenas) el 16 de Junio
    La lucha está ganada

    Marceal Méndez Pérez

    Muerte de un minero tras treinta años de trabajo, Cerro Rico,Bolivia
    Fotos: Tomás Abella
    “Si dejamos Bachajón fue por esta tierra. Así lo quiso Dios. Aquí está nuestro destino, donde se une el agua fría del Pajwuchil y el agua tibia del río Grande. Ya no podrán quitarnos estas tierras, la lucha está ganada. Aquel kaxlan ya no volverá, aunque regresara con el gobernador no le sería fácil corrernos. Nos quería mandar allá, al cerro K’ajk’em wits; pero allí no crecen bien las cosas, sobre el polvo de las piedras no enraiza el maíz ni el frijol, solamente zacates y algunas verduras, nada más. Por eso quiso convencernos a la fuerza para que nos fuéramos hasta allá, lejos; que abandonáramos este regalo de Dios: la tierra humedecida por arroyos, con su vegetación espesa que la decora con flores y cantos de pájaros. Su gran mentira no se escondió. Primero dijo en la asamblea que era orden del gobierno acaparar esta llanada. Varios días después, quería quedarse y pagar nuestra jornada para llevarse la cosecha a otra parte. Así supimos lo que había en su corazón. Entonces, yo convencí a la gente de que no convenía, que era un engaño. Él enrojeció de coraje, y frunciendo el ceño se alejó galopando de la pequeña plaza. Y de veras no conviene, hijo, lo debes de entender…”

    ­ ¡Petul! ¡Despierta, Petul!

    Mi padre se sobresalta de la hamaca. Su mirada temerosa se clava en mis ojos y me inmoviliza en el asiento junto al fuego, donde escucho sus consejos.

    ­ ¡Petul! ¡Abre tu puerta, Petul!

    La luz débil de una vela sobre la mesa palidece más su rostro. Voltea hacia el rincón donde mi madre enferma yace encobijada en un petate; se acerca indeciso a la puerta y aparta lentamente las tablas de corcho.

    ­ ¡Teófilo! ¿Qué te trae aquí tan temprano? ¿Por qué tiemblas, Teófilo?

    ­ ¡Hay varios hombres en la orilla del pueblo, allá por la laguna! También está el kaxlan, el que quería quitarnos la tierra, ¿Qué vamos a hacer?

    Mi padre se calza los huaraches viejos y dobla su pantalón de manta hasta las rodillas; descuelga su machete del gancho junto a la puerta. Fija su angustiosa mirada sobre mi madre, se amarra la funda a la cintura y sale sin hablar. Descuelgo también el mío, y después de ponerme un par de botas manchadas de lodo, avanzo tras él por las calles empedradas todavía envueltas con niebla. Al llegar a la plaza, Teófilo sube a una mata de naranjo frente a la comisaría, y a la altura del techo de teja, hace un llamado con el mugido de un cuerno, provocando la algarabía de los zanates en otros árboles de la plaza.

    Varios hombres se asoman dispuestos a cualquier cosa que suceda; pues saben que algo anda mal, no es común llamar a reuniones a tan tempranas horas; se dirigen al pequeño corredor de la comisaría donde hacen asambleas los domingos y ponen atención a las palabras de mi padre:

    ­Ha vuelto el kaxlan, vino a quitarnos la tierra… ¿Vamos a dejar que nos corran de aquí? Hemos vivido aquí desde que nuestros abuelos dejaron Bachajón hace mucho tiempo. ¡La defendamos, compañeros!…

    El griterío de los hombres espanta a los pájaros de los árboles y vuelan despavoridos hacia todos lados. Sin perder tiempo, avanzamos tumultuosamente por la terracería rumbo a Tila, hacia la laguna. Algunas mujeres se asoman a la puerta de sus casas para vernos pasar, los perros gruñen y nos persiguen con ladridos por la carretera hasta las afueras del pueblo; nos detenemos en la piedra grande el Golol ton, el descansadero, y desde allí escuchamos las risas de los trabajadores. Al acercarnos a la laguna espesa, en cuya húmeda orilla un caballo negro come hojas tiernas, vemos a los hombres venidos de quién sabe dónde dando tajos y reveses al monte. El fuereño camina entre ellos, mirando prevenidamente a su rededor: su mirada se detiene en nosotros y, enrojeciéndose su rostro de ira o de vergüenza, reúne a su gente junto a él. Como si todos ellos hubiesen adivinado nuestros pensamientos, nos miran enfurecidos. Entonces nosotros, ciegos de coraje, nos acercamos. Ellos, obedeciendo a sus impulsos, avanzan contra nosotros. De pronto el miedo me inmoviliza: veo caminar a mis compañeros como si fueran solamente sombras, sin vida, arrastrados por una fuerza incontrolable hacia el encuentro con la muerte. Pareciera ser en un sueño verlos mezclarse con los fuereños, aferrarse uno al otro para tumbarse al suelo y forcejear… De repente vuelven mis sentidos, bruscamente, como si hubiese despertado de una pesadilla atroz, cercana y real… Me descubro a la orilla de la laguna, todavía inmóvil; veo cómo entre ellos se hacen heridas en brazos y piernas, escapan gritos lastimeros, algunos huyen aterrados por el monte y otros se retuercen empapados de sangre sobre la broza. El fuereño se interna en el cafetal, huyendo. Yo avanzo tras él, con una piedra en mano. Al verme desenfunda su pequeño machete y, antes de atacarme, la piedra se estrella en su cara. Cae ensangrentado. Lo arrastro del pescuezo hacia el claro del acahual, junto a su caballo que permanece indiferente. Le aprieto con fuerza, con coraje.

    ­ ¡No me mates! ¡No me mates, por favor! –balbucea trabajosamente.

    Loco de ira, desenfundo el machete decidido a matarlo.

    ­ ¡Lekol, está muriendo tu tata! –grita alguien.

    Un escalofrío me estremece. El hombre se zafa de mis brazos y corre despavorido hasta perderse en la espesura del camino. Algunos de sus hombres, perseguidos por mis compañeros, corren como mulas espantadas detrás de él. Me dirijo aprisa donde mi viejo agoniza, junto a heridos bañados en sangre que se arrastran por la broza.

    ­Hijo, escucha mi palabra, el dinero provoca sufrimiento… , en cambio, la santa tierra te alimenta –dice mi padre, jadeante, como si tuviera sed de aire, su cabeza se reclina sobre las piernas acuclilladas de Teófilo. Sangra una herida profunda en su pecho. La lucha está ganada… ¿Ves que ya no es fácil que nos quiten estas tierras? Nunca le tengas miedo a nadie, ni siquiera al gobernador. Si alguien poderoso te provoca, con la fuerza del pueblo… Arráncale el corazón.

    En su última palabra, su alma sale agazapada para volar en la inmensidad interminable del espacio.

    ———–

    Marceal Méndez Pérez es un narrador tseltal originario de Petalcingo, Chiapas. Este relato proviene de un libro inédito de próxima aparición. Es colaborador frecuente de Ojarasca.

    Escrito por Nuria Cugota Gomez el 17 de Junio
    La lucha por la tierra es siempre desgarradora. De alguna forma esta en casi todos nuestros debates

    Escrito por Nuria Cugota Gomez el 17 de Junio
    EL CHAMAN Y LA LLUVIA

    Pillanhue

    El angosto sendero termina de golpe cuando el arroyo ensancha su cauce inundando los riscales de la ribera. De ahí sólo el verde trepa las altas paredes del abra rumbo al penacho nevado del volcán, donde el aire se vuelve llovizna cerca de las nubes.

    Luego del arroyo, pequeños claros marcan el rastro difuso del camino hacia la cumbre, atrapados en la maraña de zarzales pertinaces, ñires* de monte bajo y líquenes que perfuman el aire húmedo y rumoroso.

    Hacia el sur, donde la Cordillera del Viento precipita sus abismos azules, el vuelo del cóndor explora sus territorios como un papel quemado por las corrientes heladas.

    Dos días para llegar a la cima, arriesgan a calcular los baqueanos. A mitad del camino, la angostura del Choroi* – como la llaman los indios- insinúa las escabrosas sendas que viboreando buscan las nacientes del arroyo, espesando aún más el monte impenetrable.

    Al oriente, en los contrafuertes de la precordillera, la luz titila su resolana de cuarzo, mezclando los verdes intensos con los sepias de la montaña, hasta ponerlos violetas de lejanía. De a trechos el sol reluce su plata en el arroyo que se pierde tras los árboles para aparecer de nuevo cauce abajo, en débil reverbero antes que definitivamente se lo trague el horizonte.

    Pillanhue*, el antiguo volcán duerme su sueño de siglos, esperando la ira de dioses olvidados, para regurgitar su demorado cataclismo. En sus laderas aún pueden verse las cicatrices hondas que los ríos de lava tatuaron la roca, como culebras escapadas de ese colosal caldero. Todavía, debajo del ropaje con que el monte invasor abriga su corazón de piedra, tiembla el magma su encierro, cual monstruo comido y vomitado desde lo más profundo del planeta.

    En días claros, cuando las nubes abandonan su collar plumoso, el Pillanhue muestra su cráter oscuro. En su seno de dura artesanía, un lago cristalino refleja un cielo alto desde su pupila fabulosa.

    Pocos conocen su secreto. Aventureros, buscadores de oro, fugitivos, merodearon sus dominios sin hollar su virginidad geológica. Dicen que solamente un hombre conoce cómo se llega…

    Muchos lo intentaron. Algunos regresaron para relatar historias afiebradas de locura. Otros, nunca volvieron. Ese hombre, al que nombrar con recelo, nadie sabe bien de dónde vino y en dónde se puede encontrar… Brujo? , hechicero? , curandero? , loco? , ermitaño?… ¿Chamán*?.

    En los fogones se sabe escuchar ese nombre que luego el miedo esconde en los rincones más secretos de los ranchos. Alguien lo suelta en la noche y en el fuego se queman esas sílabas con el chisporroteo de leña de ciprés.

    Tintica

    Cuando el invierno espesa el aire y el lago se vuelve hielo, Payún* sale de la caverna. Arropa su magra figura con cueros, apaga la fogata, carga sus secretos y cruza el lago que lo ve marcar el centro de su médula con el rastro de sus tranus*, que a cada paso parte en dos el silencio de las cumbres. Dicen que detrás del volcán, tan lejos que apenas se imagina, está el mar.

    Que hay que bajar por desfiladeros tortuosos, viendo a la piedra en carne viva alimentar el frío de los ventisqueros, tapándole el ojo a las tormentas y velando de la montaña para que no se pierda.

    A la distancia los picos de la cordillera prolongan en sombras sus aristas filosas, cortando en finas lonjas de silbidos la carnadura del viento del oeste. Entre un aire celeste se esfuman las últimas vértebras del espinazo del continente, antes de hundirse en el océano.

    Todavía el verde muestra un tono tímido frente a la nieve eterna. Más abajo, renovado y vigoroso, cierra fila entre batallones de árboles quietos, para ser al final de la pendiente, el límite exacto entre el monte y un mar sereno.

    Luego el paisaje se torna menos duro. El corazón amaina sus latidos. Se respira una brisa clara, cargada de fragancias nuevas que cuentan de fogones familiares, árboles aserrados, rumor de pueblo.

    El pueblo es, desde la altura, al principio sólo una mancha que a medida que se desciende va tomando forma: casas de madera alineadas al borde de la calle angosta; la iglesia blanca frente a la plazuela de una cuadra por lado y los manchones de bosques entre los claros que deja la labranza.

    Entre perros que salen a su encuentro y gente pobre que lo ver pasar como un sueño, Payún camina con los ojos cargados de mar.

    El pequeño caserío se llama Tintica*, uno de los pocos nombres que los conquistadores españoles respetaron entre El Carmen y Nuestra Señora de Atocha. Tintica quedó prendido en la memoria como un delirio antiguo. Algunos viejos cuentan cómo murió allí la abuela de Payún quemada viva por hereje. La trajeron arrastrando –dicen- hasta el centro de la plaza. La crucificaron y le prendieron fuego. Dicen que ardió nueve días sin que el cuerpo perdiera su forma; se gastaron toda la leña seca y la vieja seguía entera, echando fuego por el hueco de los ojos.

    Recién al décimo día, cuando una llovizna fina cubrió el caserío tapando sus celajes mortecinos, el cadáver comenzó a disolverse. Un agua negra corría desde las cenizas en dirección al mar, resumiendo el torrente en las arenas de la playa. La marea en cada ola se la tragaba en rítmicas bocanadas, hasta que sólo una mancha oscura, como de aceite, separaba el azul del mar y el horizonte. A ese sitio sabe llegar Payún para no olvidar lo que es.

    Alguien vendrá del este

    Payún sintió la luz de la mañana en la cara. Los rayos se filtraban por los intersticios de la roca hiriendo la oscura atmósfera de la caverna. En el centro aún boqueaba el fuego de la noche con un débil latido entre la ceniza. Arrimó leña nueva y pronto el frío de la piedra se replegó mansamente dando lugar a las llamas con sus serpientes inquietas.

    Como cada amanecer, se quedó mirando esa lumbre con las pupilas encendidas por los misterios del humo y sus designios, buscando la secreta escritura de los antepasados, descifrando el mensaje que el fuego reflejaba desde lo más hondo del tiempo.

    – Alguien vendrá del este… Memorizó en silencio. Afuera el canto de la diuca* se humedecía en el rocío de la cascada. El arroyo rompía su preñez de hielo en minúsculas partículas, fundiendo su canto melodioso monte abajo, despialando su acerado brillo.

    Apenas los lengales* encendieron sus perfiles con destellos dorados, Payún marchó cauce abajo con un sol estrujándole sus amarillos en el rostro curtido.

    Con recelo de puma descendía lentamente el sendero conocido sólo por sus pisadas, yendo al encuentro del legado que los antiguos le anunciaron como un destino inexorable.

    En la otra orilla del arroyo, justo donde termina el camino que conocen los viajeros, estaba el hombre: Con el asombro asomado a los ojos, contemplaba la imponente silueta del Pillanhue, absorto por tanta maravilla.

    – Vengo desde Cañadón Largo… Mi mujer está muy mal… Se me muere, lahuentufé*!

    – Vamos… – dijo Payún secamente.

    El rancho estaba al pie de una lomada. Todo era silencio. Adentro, entre unos jergones mugrientos se adivinaba a la enferma por los quejidos. Un olor agrio le golpeó la cara cuando traspasó la puerta y se encontró con su mirada baldía.

    – Dejame solo… – le ordenó mientras se quitaba su tosco abrigo de cuero. Debajo del catre, como destilando la muerte, los orines de la enferma goteaban, cayendo como una lluvia monótona desde los tientos al suelo.

    Payún tomó un cuenco y los juntó gota a gota. Suavemente sentó a la mujer y trago a trago se los hizo beber. Después le acomodó los cueros y le sacó con la mano el sudor que le caía de la frente. Un silencio denso, sólo quebrado por la respiración despareja de la enferma, cubría aquel ámbito de dura miseria.

    El hombre regresó de desensillar el caballo que a un tiro de piedra ramoneaba los escasos coirones. En la cocina ningún sonido delataba la vida, como si el alma de esa gente se hubiera ido con el último humo que la chimenea soplaba hacia un cielo pálido y lejano.

    Le costó prender el fuego. La leña verde le sahumaba la cara y ponía una neblina olorosa por el estrecho ambiente.

    No bien las llamas vencieron la resistencia del humo, la claridad vacilante se trepó a las paredes devolviendo su forma a cada cosa.

    Cuando se pudo ver, Payún ya no estaba.

    Lejos, donde la tierra confunde su lomo alazán con las primeras estribaciones, se desleía su espalda untada de infinito.

    Al amanecer desde la pieza de la mujer llegaban cortos reclamos.

    – Demetrio,… Demetrio…

    Entre sueños al hombre le parecía escuchar esa voz lo llamaba. Se había dormido sentado, cansado y triste, mirando las brasas agonizar en la cocina

    Se incorporó de un salto y fue al encuentro de su mujer que lo esperaba parada cerca del catre.

    La sostuvo entre sus brazos fuertes y la miró largamente. Como saliendo del fondo de esa cabellera desgreñada, la vida mostraba de nuevo su pujanza, en un agua limpia desbordada de los ojos.

    Escrito por Nuria Cugota Gomez el 17 de Junio
    Payún

    Laifil*, la abuela de Payún muerta en Tintica, había vivido largos años en un paraje al norte de Cruz Negra, en los primeros médanos del desierto.

    Desterrada por los comentarios acerbos de un obispo, terminó confinada con su oficio de machi al sur, donde el mar lavaba su terrosa memoria.

    Payún, sexto retoño de su hija soltera y de padre desconocido, vino al mundo con una barba tupida que le cubría todo el rostro uniéndosele a un pelo lacio como enjambre de avispas negras.

    Para Laifil fue la señal. Ese niño endeble, contrahecho, era el elegido por los dioses para ser depositario del legado ancestral. Le costó caminar y adolescente, recién pudo pronunciar el nombre de su abuela, que desde que nació se apoderó de él y lo llevó a su choza solitaria.

    Para ser chamán, se nace chamán.

    Ella, que había viajado las cien leguas hasta Almejuelas para hacer llover luego de treinta años de sequía; que le pudo decir a Manuela Chávez, con sólo “leer” en la clara de un huevo de gallina que su hombre estaba vivo y andaba cuatrereando por Miraflores y no muerto como dijeron los de la partida; fue ella que al cuarto mes de nacido le abrió al niño el tercer ojo, con el que Payún podría escrutar más allá de las cosas.

    En su mollera, antes que el hueso crezca y cierre su cráneo pequeño. Le puso el sagrado anillo de plata, puerta por donde pasará esa luz que sólo pueden recibir “los que no tienen sombra”, “los que sólo vieron sus rostros en los espejos de agua”, “los que caminan por el fuego”, “los que se lastiman y no sangran”, “los que saben encontrar la flor azul que hacer ver a los ciegos”, “los que ven más allá de los ojos”, “los que están siempre despiertos”…

    Con el pasar de los días el duro aprendizaje: uno a uno los nombres de las plantas curadoras; juntar el melincolahuén*, esa agua sanadora que en neblina transpira la cascada; largos ruegos penitentes; el ayuno doloroso, con la lengua clavada al canelo* patriarcal, para ver entre lágrimas las primeras visiones.

    Hasta que un día, en el mismo sitio donde los dioses antiguos saben bajar transformados en hualas*, el iniciado enfrenta su prueba definitiva.

    Acostado sobre un matrón, los brazos pegados el cuerpo, los ojos cerrados, los pies juntos y orientados al naciente. Ningún músculo se mueve. A su lado la vieja machi* golpea el pequeño tambor acompañando un canto monocorde y misterioso.

    Nada de lo que dice es palabra conocida.

    A medida que se acelera el ritmo, su voz aguda aumenta el volumen de ese canto lastimero hasta que, como en un estertor eléctrico, se desploma como fulminada por un rayo.

    En ese instante, al cuerpo de Payún le acomete un temblor hondo y una resolana brumosa desdibuja su figura dormida.

    Poco a poco el cuerpo se volatiliza y un viento luminoso se lo lleva por encima de los árboles.

    A esa misma hora en la playa de Tintica, otro Payún arrodillado, de cara al oeste –donde moran los difuntos- mira como el mar le devuelve a Laifil, su abuela muerta.

    Como el caer de una estrella

    Luego de la trágica muerte de Laifil, nada fue igual en Tintica. Era como si Dios,

    desde entonces, transitara tan pobre y necesitado como los paisanos y mestizos que comparten

    sus vidas y esos designios ineludibles.

    A todos aquellos que arrimaron leña a la hoguera, la machi muerta les recordó la crueldad con lúgubres señales.

    A Primitiva Huenchocoy en días que el viento del oeste parecía dormido sobre un mar aceitoso, un aire repentino le cerraba puertas y se prolongada en quejido ronco que sólo ella oía. Un frío de tumbas se instalaba en sus huesos a pesar del sol quemante del verano. Le buscaron remedio pero nada le curó ese temor al fantasma que cerraba puertas y ponía hielo en su sangre. Enloquecida, en una marejada grande, nadie la oyó perderse entre el estruendo de las olas. Apareció ahogada, con los ojos arrancados, en la playa donde Payún suele regresar a encontrarse con su abuela.

    A Secundino Gamín, por las noches, manos huesudas y heladas le recorren la espalda para robarle el sueño y alejarse luego con pasos que no dejan rastros a la luz del día.

    El sabe esperar despierto… Y nada. Es cuando lo vence el sueño que la difunta lo despierta y se aleja de repente dejándolo estaqueado por un miedo torturante.

    A la Vicenta Ainol la locura le fue llegando despacio, como una agonía perezosa y cruel. Veía como un ñamco* posaba sus redondas pupilas en la ventana y luego le daba el lomo como señal de desgracia antes de marcharse. Ella lo miraba y gritaba su angustia, sin que nadie pudiera jamás ver al aguilucho pecho blanco. Así una y otra vez… Meses, años.

    Una noche se levantó y fue al encuentro del ave. Al aclarar la encontraron colgada de la cumbrera con un tiento al cuello y los pies a una cuarta de la pila de leña que amontonó para subir y ahorcarse.

    Otros cuentan que ven una luz que baja de los montes y recorre la calle principal hasta llegar al centro de la plazuela. Ahí se detiene algunos instantes para iniciar luego una frenética danza, hasta convertirse en remolino de fuego. Lentamente va perdiendo fuerza y, ya débil, enfila hacia el mar donde la noche se la traga. Un penetrante olor azufra las sombras del pueblo quieto. En cada casa, un soplo húmedo apaga velas y candiles, mientras que afuera, no lejos de los cercos, los perros torean extrañas figuras que más tarde se repliegan arrastrándose con ruido de cadenas.

    Hace un tiempo marcharon en busca del cura de El Carmen. El cura vino casi de mala gana y luego de un largo sermón que culpaba a demonios y pecadores por las penurias del pueblo se llegó, hasta el centro de la plaza y bendijo el sitio con agua santa. Todos se santiguaron a un tiempo y con gestos de recogimiento lo acompañaron de regreso a la iglesia. Después de la partida del padre Ovalle, una calma pesada envolvió al caserío.

    Sin embargo, algunos dicen que vieron sobre el mar, como el caer de una estrella, aunque muy cerca de la playa y con un brillo extraño.

    Dicen que suele aparecer cada vez que muere alguno de los que crucificaron y quemaron viva a Laifil, la abuela del mago Payún.


    Escrito por Nuria Cugota Gomez el 17 de Junio
    Laifil

    Arrodillado, juntando las palmas de las manos como guardando en un cofre las cruces que entre las líneas de la vida y de la muerte, marcaban a sangre su destino, Payún entró en trance para ver llegar a Laifil en su canoa desde algún lejano laberinto. Se le aparecía brumosa, ajada la piel por tantas intemperies, las manos sarmentosas de tejer interminables matrones, por hablarle desde su boca pequeña, arrugada, hundida, como una puñalada dada en un cuero..

    – Nada de lo que vez, es como lo vez… – le decía. Hay que entender lo que dicen los que habitan el misterio para no errar el camino. Nada de lo que se ve es eso en realidad –repetía. La mente no puede distinguir qué es realidad y qué es fantasía. Por eso debes usar tu instinto, esa parte animal que tienes para entender a la madre tierra. Cuando no se usa el instinto sólo se ve lo que se desea ver, no lo que hay que ver en realidad.

    Recuerda que para tener todo, primero debes quedarte sin nada. Nada de lo que la gente cree que es suyo le pertenece; el hombre sabio, Payún, es aquel que poco o nada tiene. Que cuando marcha, todo lo esencial lo lleva puesto.

    Las mariposas son en verdad ilusiones de jóvenes vírgenes desaparecidas; los sapos, espíritus de gente quemada y no sepultada; las víboras, hembras adúlteras que se cruzaron con machos de otras especie; los pájaros sólo son pensamientos: negros, blancos, de colores. Verás pasar a la gente dormida caminando feliz hacia su despeñadero. Están dormidos, por eso no te ven ni pueden sentir el fuego, o la piedra, o la nieve, o el cuchillo, o el lazo, o la peste que los matará.

    Te llamarán mago Payún–le decía- porque dormidos, creerán ver lo que tú quieras que vean o sientan y será tu voluntad medir en ellos el bien y el mal, la noche y el día, como la vida y la muerte.

    Antes de lograr abrir los ojos, vio como la anciana subía a la canoa y remando parsimoniosamente se alejaba rumbo a Mocha*, la isla que según los antiguos, es el lugar donde residen los espíritus.

    Con la boca reseca por sales y vientos, cargándose el crepúsculo como un poncho, marchaba caviloso por la calle entre caminantes que lo atravesaban como a una transparencia , sin imaginar su presencia entre las voces y ruidos de la aldea.

    Con el último rayo de sol colgado de su rostro indio, dejaba atrás las casas grises que al final del caserío se fundían con las primeras manchas de monte, antes que la montaña se apoderara del valle con su mole imponente.

    Arriba, del otro lado de la cordillera, luego de cruzar el costado sur del Pillanhue y reconocerse en el espejo esmeralda de sus aguas, le aguardará la caverna y su abrigo de minerales antiguos y los mensajes que el fuego le develará en luz cuando la fogata abra su cerrado párpado de cenizas.

    Rinconada

    Todo era viejo, desgastando por ese viento arenoso puliendo los perfiles de casas abandonadas hace tanto tiempo.

    La iglesia sin cura, amontonaba un médano bajo frente a sus gruesas puertas cerradas, en un silencio macizo sólo roto por alguna campanada fuera de hora, cada vez que una ráfaga de viento norte movía y golpeaba el negro badajo, colgante como testículo de toro.

    Por el callejón principal de Rinconada suele pasar la historia como una anciana ciega sin detenerse. Fue obligado descanso de las tropas revolucionarias en su tránsito al norte y parada de mercaderes, bandoleros y contrabandistas de frontera.

    Algunos aseguran que el mismísimo Brigadier General Don Estanislao Lezcano, hizo noche en la víspera de la batalla de El Quemado, velando las armas antes de aquel sangriento combate que sembrara de muertos el valle y signara para siempre la suerte de la gesta emancipadora.

    Y hasta se dijo que el Coronel Robustiano Campos, caído en esa pelea, fue enterrado por sus soldados en el cementerio, pero no se sabe dónde, pues nunca se conoció el lugar de su tumba. Pero eso fue hace un siglo!

    De aquellas cincuenta familias, hoy quedan algunos viejos con los ojos grises de ver por siempre tanto desamparo. Y la Cándida Moraga con su hijo enfermo, en esa casona blanca delataba por un humo sin forma que repta un cielo ceniciento, como el último pulso de la vida en aquellas desolaciones.

    En horas que el viento para, en el erial que cobija a los muertos entre picas bajas, las cruces tapadas ocultan el nombre de alguna historia familiar ajada de olvidos largos. Pero el mismo viento sabe escarbar los arenales y entonces las cruces muestran los apellidos de aquellos huesos tristes: Amaranta Solís (q.e.p.d. ), Alejandrino Quenao (q.e.p.d. ), Domitila Soca (q.e.p.d. ), Porfidio Curinao (q.e.p.d.)…

    Por la entrada despareja, seguida por la mula que sin esfuerzo cargaba al pequeño jinete, Laifil caminaba con la vista fija en ese humito parado en el aire, que le señalaba el final de aquel largo viaje.

    Un zaguán estrecho terminaba en el patio de baldosones rústicos desde donde una galería espaciosa daba sombra a las habitaciones que en hileras, conformaban aquella construcción que fuera almacén y fonda en tiempos mejores.

    Cuando sus anteriores ocupantes la abandonaron, Cándida escondió la peste de su hijo entre esos muros de tres jemes de anchura. En esa penumbra de socavón, un niño con rostro de viejo miraba deslumbrado el chorro de luz que le acuchillaba los sentidos, iluminando esa carcoma oscura que le masticaba las entrañas.

    Laifil lo contemplaba callada, como quien se asoma luego de un derrumbe. Al fin dijo:

    – Me llamaron tarde. Esta criatura no tiene remedio… Ya huele a podrido el pensamiento – murmuró la machi como un rezo – No creo que pase de esta noche…

    Unas manos piadosas le cerraron los ojitos para devolverlo a las tinieblas.

    Al otro día, con el sol pintando de fuego las crestas de las serranías, la machi seguida de la mula y el pequeño Payún montado, le daban la espalda al caserío, mientras un viento nuevo, recién venido, amontonaba arena junto a la cruz del angelito.

    Pirquinero

    Agachado como estaba sobre las aguas, apenas si pudo ver la figura reflejada que se deformaba llevada por la corriente. Al levantar la vista, se encontró de golpe con Payún que lo observaba desde la orilla.

    Lentamente el buscador de oro se enderezó. Desde la batea, una breve catarata rubia de agua y arena cayó para perderse entre el rumor de cauce andando.

    -Buenas… – alcanzó a decir, aún metido hasta las rodillas en el arroyo.

    Payún levantó un brazo en mudo saludo y se quedó inmóvil, como quien no termina de entender lo que está viendo.

    El hombre caminó el trecho que lo separaba de la orilla con los ojos fijos en la silueta morena, aparecida de la nada.

    Cuando estuvo cerca, la mirada del indio se había puesto lacia.

    -Hace tres días que lavo… Y ni una chispita! Parece prometedor el sitio pero, hasta ahora… Vengo de Farellones y comentan los mineros que en la naciente de este arroyo hay oro. Y usted, ¿Qué anda haciendo por aquí?

    – Vine a oír el ruido de la lluvia –dijo Payún para volver a adentrarse en un mutismo prolongado.

    – Me llamo Joaquín Meneses –comentó el pirquinero* acuclillado junto al fogón de piedras bochas que encerraban un fuego de leñas menudas.

    – ¿Ha encontrado oro, aquí?

    – No busco oro, no lo necesito… Respondió el mago.

    Meneses lo escuchó como a una voz lejana y sin sentido. Antes que pudiera ordenar sus pensamientos, Payún agregó:

    – Nada se puede conseguir con oro. El oro es el sudor sagrado del volcán y quien le roba al Pillanhue sólo puede esperar desgracias!

    El hombre contuvo una risa que pudo ocultar gracias al pretexto de ir por leña para el fuego agonizante. Cuando regresó, el moverse de algunas ramas le señalaron el rumbo por donde se había marchado aquella extraña aparición.

    Un sol nuevo entibiaba el aire fresco. Meneses se desperezaba fuera de los cueros. El vapor de la respiración le mojaba la barba hirsuta con una neblina tornasolada, mientras las frías aguas del chorrillo, entrechocaban sus perlas líquidas como una música venida de los sueños.

    En jornadas largas, repetidas, de sol a sol, con voluntad obsesiva, fue sacándole el lecho sus lágrimas doradas. Una a una las guardaba en aquella bolsita de curo sobado, hasta que el tiento que la cerraba apenas podía atarse.

    Ese mediodía, cansado de lavar en vano toda la montaña, decidió, que ya estaba bueno, que era tiempo de descansar, de festejar por todo esa quincena metido en el agua sin más cielo que ése, que se reflejaba siempre yéndose.

    – Si le doy tranco sin parar, antes que se ponga oscuro puedo estar en Cañadón Huemul –meditaba mientras terminaba de acomodar los trastos, pregustando ese aguardiente fuerte que sirve en el boliche del vasco.

    Mientras rumiaba estos pensamientos, desde el oeste un nublado plomizo, como de pólvora, tapaba las formas de la montaña. Un silencio hondo, pesado, preanunciaba la nevada. Los animales del monte mostraron temprano esa ansiedad que los intranquiliza en cada cambio de clima. Meneses no sabía que cuando los pilquines* se alborotan no siendo época de celo, es seguro que nevará. Con los pies arrimó tierra al fuego hasta sofocarlo. Orinó cerca del agua y se puso a caminar feliz, sintiendo la bolsita con el oro apretada entre la ropa y las costillas. A poco de andar la tarde mostraba un cielo sucio y los primeros copos le caían sin ruido por la espalda. Lo que fue apenas una llovizna gruesa, se transformó de pronto en un desierto blanco sin orillas, por donde caminó sin rumbo hasta que el más profundo, lo puso a un paso del delirio. Lo último que vio fue una enorme víbora, que abarcaba hasta donde la nieve le dejaba ver, que lo atrapaba y hundía en una negra y fría oquedad sin límite. Cuando lo hallaron, Meneses estaba desnudo. Dicen que cuando se ahogó en el Arroyo de las Vueltas en aquella nevada grande, la correntada le fue quitando a puro golpe de agua y risco todo lo que llevaba. Que todo se lo llevó el agua, menos a Meneses que parecía dormido, no muerto.

    Escrito por Nuria Cugota Gomez el 17 de Junio
    Esa flor azul

    Javier Etchemaitechea le pasaba un trapo al mostrador tratando de limpiarle esa pátina oscura que el uso y los años le untaron a su hosco maderamen.

    En Cañadón Huemul –parada de carros y chatas- su boliche reunía a los pocos pobladores de la zona y viajeros que desde septiembre a marzo, se animaban a transitar aquellos huellones marcados a puro invierno en la piel nativa del páramo.

    Javier miraba la lluvia empañar la mañana fría, con esa garúa obstinada que llevaba cuatro días seguidos sin parar, como quien acepta resignando un veredicto irrefutable. Esa llovizna tenaz, que apenas le permitía ver hasta el palenque solitario, parecía mojarle la única región a salvo de aquella tempestad obcecada: los recuerdos.

    Se veía joven, recién llegado, con esa desmesurada vastedad extendiéndose antes sus ojos azorados. Sus primeros trabajos, largos arreos, los primeros pesos, duros inviernos esperando a la vida en estrechos fogones de dilatadas estancias inglesas, privaciones, algún amor pasajero que sólo dura la plata de un mensual cuando baja a los pueblos de las costa. Esquila, baños, señalada, desierto, soledad…

    Hasta que llegó el día en que un paisano suyo le ofreció el boliche y juntando los ahorros de años a las ganas de quedarse por algún tiempo en un solo sitio, se le animó al oficio de bolichero.

    Y aquí lleva treinta años viendo pasar todos los días entre arrieros quemados de intemperie, troperos tallados de vientos, indios melancólicos, oportunos mercachifles, puesteros llenos de olvidos.

    – Una grapa, don Javier… Qué va a tomar Ud.?

    – Pa’ mí una caña dulce y un vino pa’ mi compañero.

    – Traigo cuero e’ zorro… Once traigo…

    – Vasco… Una ginebra doble!

    Un ruido que venía de esa lluvia mansa le devolvió la conciencia. Vio entonces al bulto que trataba de encontrar el hueco de la puerta, soltando briznas de agua su haraposo ropaje. El recién llegado tanteaba el piso con una vara corta que hacía de bastón y se guiaba tocando los objetos que encontraba a su paso o los sonidos que le indicaban la presencia humana en ese rumbo. Cuando logró entrar, cerró la puerta tras de sí y se quedó inmóvil por unos segundos esperando percibir nuevos mensajes. Caminó hasta el mostrador al mismo tiempo que se quitaba la boina negra y preguntaba… –Hay alguien aquí?

    – Qué día para salir de recorrida, don Hilario! –espetó el vasco sólo por decir algo; luego agregó –Desde que se le dio por llover finito, no he visto gente; debe estar mala la huella.. Suerte que vino Ud. Para conversar y no estar solo, aburrido de ver garuar!

    – Me han dicho que Ud. Sabe donde se le puede encontrar al curandero, que sabe venir por aquí… Que Ud. Sabe… –dijo el ciego secándose las últimas gotas de la cara con el dorso de la mano.

    – Ah! Payún!… Hace como un año que no baja. La vez pasada lo fueron a buscar cuando la mujer de Demetrio Magariño estuvo tan enferma. El la curó sólo con verla… De palabra. Pero hay que ir hasta donde termina el camino que lleva al volcán, justo donde el Arroyo las Vueltas nace de los chorrillos. Ahí hay que prender fuego y esperar que baje. Eso dicen…

    – Gracias, don Javier –dijo el ciego enfilando hacia la puerta, con la vara adelantándose a su paso vacilante. Salió del boliche para desaparecer tapado por la cerrazón.

    Payún miró el humo subir recto, sostenido en la quietud de la mañana como un pabilo blanco sobre los árboles. Tapó con ramas la boca de la caverna y marchó aguas abajo.

    El ciego sentado junto al fuego, adivinaba ese sol joven salido de la tierra que le calentaba la cara y le ponía un reverbero lila en sus pupilas opacas.

    Sintió de golpe la mano del indio apoyarse en su hombro. Ningún ruido había denunciado su llegada. Giró la cabeza preguntando…

    – Quién anda ahí?

    – Payún –contestó el chamán con voz apenas audible.

    – He venido a verlo porque quiero que me cure. Soy ciego.

    – Ya lo sé… Sé también por qué perdiste la vista. Si encuentro esa flor azul que Elchén* guarda para dar luz a los ciegos, volverás a ver. Si no la encuentro, nunca más verás.

    Ahora vuelve por donde viniste y por ninguna causa regreses a este sitio –le sugirió para quedar en silencio.

    – Gracias, gracias Payún! –expresó el ciego extendiendo los brazos en busca del chamán, pero nada encontró. Nadie respondió a sus palabras.

    Lenta, dolorosamente avanzaba el ciego, tropezando, cayendo y levantándose para caer de nuevo sobre el áspero suelo.

    Días enteros de penosa marcha regreso a Cañadón Huemul, con la esperanza abrigándole su corazón fatigado, sobreviviendo a lo más hondo de su noche.

    Primero fue como un lejano deseo de llorar que se derrumbaba de sus ojos dormidos. En el cristal líquido de la lágrima, un arco iris difuso le iluminó los sentidos con minúsculo relámpago, tornándose de a poco en una visión acuosa, estremecida por flechas luminosas que fueron dando color a cada cosa: al principio, el camino, luego las casa y por último la gente.

    Hilario lloraba. Era esa la forma más rotunda de lavar tanta oscuridad.

    En la caverna el chamán miraba el fuego, perdido en lejanos territorios, mientras la flor azul que Elchén guarda para dar luz a los ciegos, le azulaba la negra obsidiana de sus ojos.

    El último viaje

    Mientras caminaba hacia el mar, Payún presentía que éste sería el último encuentro con su venerada abuela. Algo muy íntimo, visceral, asomado de los confines de la sangre, le avisaba de aquella pérdida, signada por un atavismo milenario.

    Laifil, que después de muerta parecía seguir envejeciendo, se le apareció armada de la postrera hechura humana. Esa que en cien años de existencia terrena la maceraba enjuta y macilenta, como una grotesca crisálida detenida en el tiempo de otra esfera.

    La canoa parecía no tocar el agua, apoyada sobre un vapor brumoso. Se detuvo próxima a la playa, empujada por el flujo del mar sin que la anciana realizara esfuerzo alguno.

    Una fuerza invisible a los ojos movía silente al pequeño navío, donde navegaba esa capitana decrépita, haciendo puerto en su último viaje por este mundo. Regresaba par entregar los restos de aquella antigua magia de chamanes a su nieto, a que los mortales nombran mago Payún.

    Volvía para borrar sus rastros terrestres, antes de convertirse definitivamente en susurro de caracolas marinas.

    Payún anhelante, sumido en el trance más profundo, iba al encuentro de Laifil. Sin que abriera la boca, la voz de la vieja machi salía clara, aumentada por un eco metálico, escapado luego de pasar por tortuosos meandros subterráneos.

    -Los antiguos chamanes, fueron peregrinos venidos del norte, tan al norte donde la tierra se estrecha en una lonja angosta, en la frontera con los hielos eternos. Mi abuela Paineco* contaba esta historia, Payún.

    Que cuando los viajeros llegaron, los días eran largos y tibios y los inviernos cortos y templados; que abundaban animales y plantas; que había buenas pariciones cada año: las hembras parían hijos sanos. Nadie peleaba con su hermano; nadie le quitaba la tierra o su alimento al otro. No había enfermos y la gente moría muy anciana.

    Pero en medio de tanta riqueza fueron olvidando a sus dioses, y fue entonces que el sol perdió ese brillo que fecundaba a la madre tierra con hasta dos cosechas anuales. El aire se puso frío y llegaron las lluvias interminables, que arrasaban poblados enteros, emplazados en las márgenes de los ríos. Cuando cesaron las lluvias, el sol, ya frío, las convertía en nieve, en hielo que al no derretir el sol, secaba los ríos y esa sequía extendía luego su sed a comarcas enteras.

    Entonces el hombre por hombre mataba; uno, para quitar, mataba! , el otro, mataba para no dejarse quitar!.

    La gente enfermó y poco a poco la tierra generosa se transformó en desierto. Tarde llegaron las rogativas y sacrificios humanos!.

    Sólo quedaron las enseñanzas que trajeron aquellos peregrinos para salvar a los últimos náufragos!.

    Y tú Payún serás el que cierre para siempre ese ciclo de muerte.

    Por algún tiempo pareció callar y desaparecer entre la bruma. Sin embargo su voz llegaba nítida, como si la vieja machi le estuviera hablando al oído, tan cercana que podía tocarla si quisiera.

    Desde su cuiminquelén* le oyó decir…

    -Pronto vendrán forasteros para adueñarse de la tierra. Cortarán los árboles para usar madera y envenenarán las aguas de lagos, ríos y arroyos y llenarán de humo y pestilencias el aire de los campos. Vendrán para matar por el gusto de matar los animales del monte. Ellos serán los adelantados del más poderoso huecufú* que se conozca, que extenderá su poder maligno desde los hielos del norte hasta los hielos del sur.

    Entre esa gente deberás vivir, Payún!.

    Hasta que el volcán, origen de todas las anunciaciones , explote la furia contenida de los dioses, arrasando con las herejías de los hombres.

    Cuando abrió los ojos, el mar se había retirado. Las aves marinas surcaban un cielo rosa, garabateando en las alturas sus letras minúsculas. Una mancha oscura, como de aceite, se fundía con el horizonte.

    Escrito por Nuria Cugota Gomez el 17 de Junio
    El grito

    Siguiendo los repliegues escabrosos por donde la cordillera declina su mole india en quebradas profundas, el caminante se dejaba llevar por sendas casi borradas que cabras salvajes y huemules labraban a fuerza de pezuñas en los riscales de las cumbres.

    Venía de Zaino Cahuel*, con ese rumbo que según los dichos de un trashumante lo llevaría al encuentro del curandero que habitaba algún remoto paraje andino.

    Sólo con lo puesto marchaba animado por una energía escondida, recóndita, que le calentaba la sangre y lo empujaba desde lo hondo de su instinto mestizo.

    Lorenzo Ñelay era bajo, de cara ancha y oscura, sombreada por una cabellera negra y dura que, indócil, le caía hasta sus hombros fuertes. Hijo de la montaña, era capaz de caminar días enteros sin mostrar fatiga, alimentándose con lo que cazaba, algunos piñones y frutos silvestres. Había perdido la cuenta de las jornadas que llevaba caminando, decidido a encontrar a ese mago que llaman Payún, quizás la última esperanza para hallar remedio al daño que diezmaba a su gente.

    Esa noche mientras dormía, a Lorenzo Ñelay se le apareció el chamán. Soñó que le anunciaba su presencia. Que lo esperaba a la sombra de ese mismo coihue* – le decía- donde el mestizo, cansado después de una larga marcha, se había dormido. Entumecido por el frío de la noche, abrió los ojos sobresaltado para ver a Payún que lo contemplaba en silencio. Se incorporó al tiempo con ambas manos se sacudía el polvo de sus ropas, intentando coordinar alguna frase para comunicarse con aquella aparición que lo aturdía y desorientaba. Al fin dijo…

    -Soy de Zaino Cahuel… Me llamo Lorenzo Ñelay y hace días que camino… Lo andaba buscando…

    Payún parecía no escucharlo. Con la mirada neblinosa escrutaba la distancia como quien más que mirar, estuviera recordando. Por su memoria se sucedían imágenes de lugares y gentes de aquellas historias que él conocía en detalle y que ahora revivía para verlas de cerca, para entrar en ellas como protagonista de esos dramas acaecidos a más de cien leguas de su escondida caverna.

    En esas visiones, aparecía la hondonada donde Lorenzo Ñelay levantó su rancho, con piedras desiguales hasta la altura de un hombre y que techó con coirón y barro. Su mujer y las cuatro criaturas que velaban en la más dolorosa de las miserias, las muertes de abuelos y tíos enterrados en la falda sur de la lomada, donde el sol de los indios les calentaba los huesos cada mañana. Todo era cristalino de tan pobre!.

    El arroyo arrastrando su sombra líquida por el cauce de piedras duras. El campo de pastos altos estirando su verdor a lo largo del valle hasta tocar el cielo. Cabras como pintadas trepando los ijares de las lomas. Perros pastores. Voces que un viento distraído arrea sin apuro por el silencio de la tarde.

    Pero cuando el atardecer cierra el párpado cansado del día, algo transforma esa calma en una inquietud antigua, un escalofrío que las sombras de la noche acentúan en cada sonido, en los latidos que regresan de un miedo encerrado en la memoria, hasta cuajarle la sangre de espanto. ¡Siempre en noches sin luna!

    ¡Ese grito que todos oyen estaqueados de terror!. Este reclamo que se fue llevando uno a uno a los varones de la casa para regresarlos muertos, sin ninguna herida, enteros, tirados por los campos. Se pueden ver los túmulos asomando como senos grotescos en el pecho de la lomada.

    Ese grito llamando en la noche y el hombre, sacando coraje hasta de sus muertos, contestaba… Entonces se adentraba en la oscuridad como absorbidos por ese llamado irresistible, que lo maniataba en su maraña alucinante, hasta alejarlo definitivamente de la vida.

    Si nadie salía, el grito se repetía, cada vez más débil, más espaciado, hasta que las primeras luces del alba acuchillaban a las tinieblas en retirada.

    Todo comenzó –hace años- con el abue…