TRAS LAS HUELLAS DE LA TRADICCION PERENNE
TRAS LAS HUELLAS
DE LA
RELIGION PERENNE
Frithjof Schuon
INDICE
Prefacio 3
Premisas epistemológicas 5
Dimensiones, modos y grados del Orden Divino 12
Especulación Confesional: Intenciones y Dificultades 20
Escollos del Lenguaje de la Fe 36
Notas sobre Tipología Religiosa 42
Enigma y mensaje de un Esoterismo 50
Escatología Universal 60
Síntesis y conclusión 68
PREFACIO
A lo largo de toda nuestra obra hemos tratado de la Religión perenne, explícita o im-plícitamente, y en conexión con las diversas religiones, que por una parte la velan y por otra la dejan transparentar; y creemos haber dado de esta Sophia primordial y universal una idea homogénea y suficiente, a pesar de nuestra manera discontinua y esporádica de referirnos a ella. Pero la Sophia perennis es con toda evidencia inagotable y no tiene unos limites naturales, ni siquiera en una exposición sistemática como el Vêdânta; este carácter de sistema no es, por lo demás, ni una ventaja ni una desventaja, puede ser una cosa o la otra según el contenido; la verdad es bella en todas sus formas. De hecho, no hay ninguna gran doctrina que no sea un sistema, ni ninguna que se exprese de una ma-nera exclusivamente sistemática.
Como es imposible agotar todo lo que se presta a la expresión, y como la repetición en materia metafísica no puede ser un mal es mejor ser demasiado claro que no serlo bastante, hemos creído poder volver a nuestras tesis de siempre, ya sea para proponer cosas que todavía no habíamos dicho, o bien para exponer de una manera útilmente nueva las que habíamos dicho. Si el número de los elementos fundamentales de una doctrina, por definición abstracta, está forzosamente más o menos limitado ésta es la definición misma de un sistema, pues los elementos formales de un cristal regular no pueden ser innumerables, no ocurre lo mismo con las ilustraciones o las aplicaciones, que son ilimitadas y cuya función es la de hacer captar mejor lo que a primera vista pa-rece no ser bastante concreto.
Todavía otra observación, ésta de orden más o menos personal: crecimos en una época en la que uno todavía podía decir, sin tener que sonrojarse por su ingenuidad, que dos y dos son cuatro; en la que las palabras tenían todavía un sentido y querían decir lo que quieren decir; en la que uno podía acomodarse a las leyes de la lógica elemental o del sentido común, sin tener que pasar por la psicología o la biología, o la llamada so-ciología, y así con todo; en suma, en la que aún había puntos de referencia en el arsenal intelectual de los hombres. Con esto queremos dar a entender que nuestra forma de pen-sar y nuestra dialéctica son deliberadamente anticuadas; y sabemos de antemano, pues esto es muy evidente, que el lector al que nos dirigimos nos lo agradecerá.
PREMISAS EPISTEMOLÓGICAS
El término de philosophia perennis, que apareció a partir del Renacimiento, y del que la neoescolástica ha hecho uso ampliamente, designa la ciencia de los principios ontológicos fundamentales y universales; ciencia inmutable como estos mismos princi-pios, y primordial por el hecho mismo de su universalidad y su infalibilidad. Utilizaría-mos de buen grado el término de sophia perennis para indicar que no se trata de «filoso-fía» en el sentido corriente y aproximado de la palabra la cual sugiere simples cons-trucciones mentales, surgidas de la ignorancia, la duda y las conjeturas, e incluso del gusto por la novedad y la originalidad, o, también, podríamos emplear el término de religio perennis, refiriéndonos entonces al lado operativo de esta sabiduría, o sea a su aspecto místico o iniciático . Y a fin de recordar este aspecto, e indicar que la sabiduría universal y primordial compromete al hombre entero, hemos elegido para nuestro libro el título de «Religión perenne», para indicar también que la quintaesencia de toda reli-gión se halla en esta religio metafísica, y que hay que conocer ésta si se quiere dar cuen-ta de ese misterio a la vez humano y divino que es el fenómeno religioso. Ahora bien, dar cuenta de este fenómeno «sobrenaturalmente natural» es sin duda una de las tareas más urgentes de nuestra época.
Cuando se habla de doctrina, se piensa en primer lugar, y con razón, en un abanico de conceptos concordantes; pero hay que tener en cuenta así mismo el aspecto epistemo-lógico del sistema considerado, y es esta dimensión, que forma parte también de la doc-trina, la que queremos examinar aquí a título introductorio. Es importante saber ante todo que hay verdades que son inherentes al espíritu humano, pero que de hecho están como sepultadas en el «fondo del corazón», es decir, contenidas a título de potenciali-dades o virtualidades en el Intelecto puro; son éstas las verdades principales y arquetípi-cas, las que prefiguran y determinan a todas las demás. Tienen acceso a ellas, intuitiva e infaliblemente, el «gnóstico», el «pneumático», el «teósofo» en el sentido propio y original de estos términos, y tenía acceso a ellas por consiguiente el «filósofo» según el significado todavía literal e inocente de la palabra: un Pitágoras y un Platón, y en par-te incluso un Aristóteles, a pesar de su perspectiva exteriorizante y virtualmente cientifi-cista.
Y esto es de primera importancia: si no existiera el puro Intelecto la facultad intui-tiva e infalible del Espíritu inmanente, tampoco existiría la razón, pues el milagro del razonamiento no se explica y no se justifica más que por el de la intelección. Los anima-les carecen de razón porque son incapaces de concebir el Absoluto; dicho de otro modo, si el hombre posee la razón, y con ella el lenguaje, es únicamente porque tiene acceso en principio a la visión suprarracional de lo Real y por consiguiente a la certidumbre meta-física. La inteligencia del animal es parcial, la del hombre es total; y esta totalidad no se explica sino por una realidad trascendente a la que la inteligencia está proporcionada.
Por eso el error decisivo del materialismo y del agnosticismo consiste en no ver que las cosas materiales y las experiencias corrientes de nuestra vida están inmensamente por debajo de la envergadura de nuestra inteligencia. Si los materialistas tuvieran razón, esta inteligencia sería un lujo inexplicable; sin el Absoluto, la capacidad de concebirlo no tendría un motivo. La verdad del Absoluto coincide con la substancia misma de nuestro espíritu; las diversas religiones actualizan objetivamente lo que contiene nuestra subjetividad más profunda. La revelación es en el macrocosmo lo que la intelección es en el microcosmo; lo Trascendente es inmanente al mundo, sin lo cual éste no podría existir, y lo Inmanente es trascendente con respecto al individuo, sin lo cual no lo sobre-pasaría.
Lo que acabamos de decir sobre la envergadura de la inteligencia humana se aplica igualmente a la voluntad, en el sentido de que el libre albedrío prueba la trascendencia de su fin esencial, para el cual el hombre ha sido creado y por el cual el hombre es hom-bre; la voluntad humana es proporcionada a Dios, y no es sino en Dios y por Él como ella es totalmente libre. Se podría decir algo análogo en lo que concierne al alma huma-na: nuestra alma prueba a Dios porque es proporcionada a la naturaleza divina, y lo es por la compasión, el amor desinteresado, la generosidad; o sea, a fin de cuentas, por la objetividad, la capacidad de salir de nuestra subjetividad y, por consiguiente, de supe-rarnos; esto es lo que caracteriza precisamente a la inteligencia y la voluntad del hom-bre. Y en estos fundamentos de la naturaleza humana imagen de la naturaleza divi-na es donde tiene sus raíces la religio perennis, y con ella toda religión y toda sabidu-ría.
«Discernir» es «separar»: separar entre lo Real y lo ilusorio, lo Absoluto y lo contin-gente, lo Necesario y lo posible, Atmâ y Mâyâ. Al discernimiento se junta, complemen-taria y operativamente, la «concentración», que «une»: es la toma de consciencia plena-ria a partir de la Mâyâ terrenal y humana del Atmâ a la vez absoluto, infinito y per-fecto; sin igual, sin limites y sin defecto. Según algunos Padres de la Iglesia, «Dios se ha hecho hombre a fin de que el hombre se haga Dios»; fórmula audaz y elíptica que para-frasearemos de forma vedántica diciendo que lo Real se ha hecho ilusorio a fin de que lo ilusorio se haga real; Atmâ se ha hecho Mâyâ a fin de que Mâyâ realice Atmâ. El Abso-luto, en su sobreabundancia, proyecta la contingencia y se refleja en ella, en un juego de reciprocidad del que saldrá vencedor, Él que es el único que es.
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Hay, en el Universo, lo conocido y el que conoce; en Atmâ, los dos polos están uni-dos, uno se encuentra inseparablemente en el otro, mientras que en Mâyâ esta unidad se escinde en sujeto y objeto. Según el punto de vista, o según el aspecto, Atmâ es, bien la «Consciencia» absoluta el «Testigo» universal o el puro «Sujeto», bien el «Ser» absoluto, la «Substancia», el «Objeto» puro y trascendente; es conocible como «Reali-dad», pero es también el «Conocedor» inmanente de todas sus propias posibilidades, primero hipostáticas y después existenciales y existenciadas.
Y esto es, para el hombre, de una importancia decisiva: el conocimiento de lo Total exige por parte del hombre la totalidad del conocer. Exige, más allá de nuestro pensa-miento, todo nuestro ser, pues el pensamiento es parte, no todo; y esto es lo que indica la finalidad de toda vida espiritual. El que concibe el Absoluto o el que cree en Dios no puede detenerse de jure en este conocimiento, o en esta creencia, realizadas tan sólo por el pensamiento; debe, por el contrario, integrar todo lo que él es en su ad-hesión a lo Real, como lo exigen precisamente la absolutidad y la infinitud de éste. El hombre debe «convertirse en lo que él es» porque debe «convenirse en lo que es»; «el alma es todo lo que ella conoce», dice Aristóteles.
Por lo demás, el hombre no es sólo un ser pensante, es también un ser queriente, es decir, que la totalidad de la inteligencia implica la libertad de la voluntad. Esta libertad no tendría razón de ser sin un fin prefigurado en el Absoluto; sin el conocimiento de Dios, y de nuestros fines últimos, no sería ni posible ni útil.
El hombre está hecho de pensamiento, de voluntad y de amor: puede pensar lo ver-dadero o lo falso, puede querer el bien o el mal, y puede amar lo bello o lo feo . Ahora bien, el pensamiento de lo verdadero o el conocimiento de lo real exige por una parte la voluntad del bien y por otra parte el amor a lo bello, luego a la virtud, pues ésta no es otra cosa que la belleza del alma; por eso los griegos, tan estetas como pensadores, englobaban la virtud en la filosofía. Sin belleza del alma, todo querer es estéril, es mez-quino y se cierra a la gracia; y de modo análogo: sin esfuerzo de la voluntad, todo pen-samiento espiritual permanece a fin de cuentas superficial e ineficaz y lleva a la preten-sión. La virtud coincide con una sensibilidad proporcionada o conforme a la Ver-dad, y por esto el alma del sabio se cierne por encima de las cosas, y, precisamente por ello, por encima de sí misma, si podemos decirlo así; de donde el desinterés, la nobleza y la generosidad de las grandes almas. Con toda evidencia, la conciencia de los princi-pios metafísicos no puede conciliarse con la pequeñez moral, como la ambición y la hipocresía; «sed perfectos como vuestro Padre en el Cielo es perfecto».
Hay algo que el hombre debe saber y pensar; y algo que debe querer y hacer; y algo que debe amar y ser. Debe saber que el Principio supremo es el Ser necesario, el cual, por consiguiente, se basta a sí mismo; que Él es lo que no puede no ser, mientras que el mundo no es sino lo posible, que puede ser o no ser; todas las demás distinciones y apreciaciones derivan de este distingo fundamental. Además, el hombre debe querer lo que lo acerca directa o indirectamente a la suprema Realidad desde los mismos puntos de vista, absteniéndose a la vez de lo que lo aleja de ella; y el principal contenido de este querer es la oración, la respuesta dada a la Divinidad; lo cual incluye la meditación me-tafísica, así como la concentración mística. Por último, el hombre debe amar «en Dios» lo que manifiesta la Belleza divina y, de modo más general, todo lo que es conforme a la Naturaleza de Dios; debe amar el Bien, es decir, la Norma, en todas sus formas posibles; y como la Norma sobrepasa forzosamente las limitaciones del ego, el hombre debe ten-der a superar sus propios límites. Hay que amar más la Norma o el Arquetipo que sus reflejos; por consiguiente, más que el ego contingente; y este conocimiento de sí y este amor desinteresado constituyen toda la nobleza del alma.
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Hay una cuestión que siempre se ha planteado, con razón o sin ella: las realidades metafísicas, ¿son necesariamente explicables? o, al menos, ¿no hay situaciones miste-riosas que no pueden ser explicadas más que por la paradoja, e incluso por el absurdo? Demasiado a menudo se ha esgrimido este argumento para ocultar fisuras en doctrinas teológicas cuyas imperfecciones subjetivas se han objetivado: al no poder resolver de-terminados enigmas, se ha decretado que la «mente humana» no es capaz de hacerlo, y se ataca ante todo la lógica, «aristotélica» o no, como si ésta fuera sinónimo de raciona-lismo, de duda y de ignorancia.
En el plano de las cosas naturales, basta con disponer de las informaciones necesa-rias y luego razonar correctamente; las mismas condiciones valen para el plano de las cosas sobrenaturales, con la diferencia de que el objeto del pensamiento exige entonces la intervención de la intelección, que es una iluminación interior; pues si las cosas natu-rales pueden exigir una cierta intuición independiente del razonamiento como tal, a for-tiori las cosas sobrenaturales exigen dicha intuición, de un orden superior esta vez, puesto que no caen de su peso. La razón, lo hemos dicho más de una vez, no puede nada sin los datos sobre los cuales se ejercita, y en cuya ausencia raciocina en el vacío: estos datos los proporciona en primer lugar el mundo, que en sí es objetivo; en segundo lugar, y en combinación con el factor precedente, la experiencia, que como tal es subjetiva; en tercer lugar, la Revelación, que como el mundo es objetiva, puesto que nos viene de fuera; en cuarto lugar, la Intelección, que es subjetiva, puesto que se produce en noso-tros mismos.
De una cosa en otra, nos creemos autorizados a insertar aquí la observación siguien-te; el existencialismo, como todo relativismo, se contradice a sí mismo; gran adversario del racionalismo al menos se lo imagina pretende poner la experiencia en lugar del razonamiento, sin preguntarse en lo más. mínimo por qué existe el razonamiento, ni cómo se puede ensalzar la experiencia sin recurrir a la razón. Es precisamente la misma experiencia la que demuestra que el razonamiento es algo eficaz, sin lo cual nadie razo-naría; y es la existencia misma de la razón la que indica que esta facultad debe tener un objeto. Los animales tienen muchas experiencias, pero no razonan; mientras que, por el contrario, el hombre puede prescindir de muchas experiencias razonando. Querer susti-tuir el razonamiento por la experiencia en el plano práctico y de una manera relativa puede tener todavía un sentido; pero hacer otro tanto en el plano intelectual y especula-tivo, como lo quieren los empiristas y los existencialistas, es propiamente demencial. Para el hombre inferior, sólo es real lo contingente, y por su método, pretende rebajar los principios, cuando no los niega pura y simplemente, al nivel de las contingencias. Esta mentalidad de shûdra se ha infiltrado en la teología cristiana y ha causado en ella los estragos que todo el mundo conoce .
Pero volvamos, después de este paréntesis, al problema de la epistemología espiri-tual. Sin duda, la lógica tiene límites, pero ella es la primera en reconocerlo, sin lo cual no sería lógica, precisamente; no obstante, los límites de la lógica dependen de la natu-raleza de las cosas y no de un ucase confesional. La ilimitación del espacio y el tiempo parece absurda en el sentido de que la lógica no puede dar cuenta de ella de una manera concreta y exhaustiva; sin embargo, es perfectamente lógico observar que esta doble ilimitación existe, y ninguna lógica nos prohíbe saber con certeza que este fenómeno resulta del Infinito principial; misterio que nuestro pensamiento no puede explorar, y que se manifiesta precisamente en los aspectos del despliegue espacial y de la transfor-mación temporal, o también, en el de la ilimitación del número. De modo análogo, la unicidad empírica del ego el hecho de ser determinado ego y no tal otro y de ser el único en ser este «sí mismo» esta unicidad no puede explicarse concretamente por la lógica, y sin embargo ésta es perfectamente capaz de dar cuenta de ella de una manera abstracta con la ayuda de los principios de lo necesario y lo posible, y de escapar así al escollo del absurdo .
Indiscutiblemente, las Escrituras sagradas contienen contradicciones; los comenta-rios tradicionales dan cuenta de ellas, no discutiendo a la lógica del derecho de obser-varlas y de satisfacer nuestras necesidades de causalidad, sino buscando el vínculo sub-yacente que anula el aparente absurdo, el cual es en realidad una elipse.
Si la sabiduría de Cristo es «locura a los ojos del mundo» es porque el «mundo» está en oposición con el «reino de Dios, que está dentro de vosotros», y por ninguna otra razón; no es, ciertamente, porque reivindique un misterioso derecho al contrasentido, quod absit . La sabiduría de Cristo es «locura» porque no favorece la perversión exte-riorizante, y a la vez dispersante y endurecedora, que caracteriza al hombre de la concu-piscencia, del pecado, del error; y es esta perversión la que precisamente constituye el «mundo», esta perversión, con su insaciable curiosidad científica y filosófica, la cual perpetúa el pecado de Eva y Adán y lo reedita en formas indefinidamente diversas .
En el plano de las controversias religiosas, la reivindicación en sentido único de un derecho sagrado al ilogismo, y la atribución de una tara luciferina a la lógica elemen-tal del contradictor y ello en nombre de tal o cual «peumatología» supuestamente translógica y de hecho objetivamente incontrolable, esta reivindicación, decimos, es con toda evidencia inadmisible, pues no es más que un monólogo oscurantista al mismo tiempo que una espada de doble filo, y eso por su mismo subjetivismo; todo diálogo se hace imposible, lo que por lo demás dispensa al interlocutor de convertirse, pues el hombre no debe nada a un mensaje que pretende hurtarse a las leyes del pensamiento humano. Por otra parte, el hecho de la experiencia subjetiva nunca ofrece un argumento doctrinal válido; si la experiencia es justa siempre puede expresarse de una forma satis-factoria o al menos suficiente .
La Verdad metafísica es expresable e inexpresable a la vez: inexpresable, no es sin embargo incognoscible, pues el Intelecto desemboca en el Orden divino y por consi-guiente engloba todo lo que es; y, expresable, se cristaliza en formulaciones que son todo lo que deben ser, puesto que nos comunican todo lo que es necesario o útil para nuestro espíritu. Las formas son las puertas hacia las esencias, en el pensamiento y el lenguaje, así como en todo otro simbolismo.