EL ETERNO RETORNO Y LA ANGUSTIA DE LA HISTORIA

EL ETERNO RETORNO Y LA ANGUSTIA DE LA HISTORIA

Por Nadia Sabrina Koziner

 

    Las culturas arcaicas no sienten angustia ante la historia. Confían en el Eterno Retorno como restauración cíclica y periódica de la vida. Por el contrario, en la sociedad moderna y posmoderna, impera la angustia, el sufrimiento ante la historia, ante un tiempo atravesado por lo irrecuperable, lo incierto y frágil. Estos dos modos de percepción de lo histórico y su sentido son desplegados, en este momento de Temakel, por Nadia Sabrina Koziner a través de la exploración de la obra del historiador de las religiones Mircea Eliade y el ensayista Héctor Murena, y otras fuentes que hurgan en las formas actuales de la experiencia del tiempo.

EL ETERNO RETORNO Y LA ANGUSTIA DE LA HISTORIA

Por Nadia Sabrina Koziner

1. Introducción

El objetivo del presente trabajo es analizar el contraste existente entre la concepción del mundo de las religiones de los pueblos antiguos y la idea de tiempo e historia en la modernidad y posmodernidad.

Para llevar a cabo dicho objetivo, desarrollaremos los aspectos más importantes de la cosmovisión “arcaica” o “tradicional” tomando como base el desarrollo de Mircea Eliade en El mito del eterno retorno, que nos permitirá realizar un estudio lo suficientemente completo para el análisis que nos proponemos. A partir de determinados aspectos que hemos elegido como importantes para ordenar nuestra exposición, comenzaremos en cada uno de ellos tomando la cosmovisión arcaica, para luego contraponerla con la moderna y la postmoderna, destacando a su vez, la diferencia entre estas últimas dos concepciones.

En primera instancia, desarrollaremos la concepción del tiempo en las tres diferentes cosmovisiones y cómo dicha concepción se articula dentro de cada una de ellas dando lugar a las diferentes concepciones de la historia. Adentrándonos un poco más en el desarrollo, levantamos la apuesta del punto anterior intentando definir cómo se concibe tanto dentro de la concepción antigua como de la moderna y postmoderna, el sufrimiento y la catástrofe. Para finalizar, nos proponemos desarrollar y reflexionar sobre el concepto de “libertad” en lo que a la creación o al desarrollo de la historia se refiere para cada cosmovisión.

2 Desarrollo

2.1. La concepción del tiempo

Para el hombre de las culturas antiguas* , un objeto o un acto no es real, más que en la medida que imita o repite un arquetipo. Así, la realidad se adquiere únicamente por repetición o por participación; todo lo que no tiene un modelo ejemplar está “desprovisto de sentido”, de realidad. Para el ojo del observador moderno, estaríamos hablando de una paradoja, puesto que el hombre arcaico no se reconoce como real, “como verdaderamente él mismo”, sino en la medida en que deja de serlo y se contenta con imitar y repetir los actos de otro.

Pero desde la cosmovisión del hombre arcaico, cuando un acto u objeto adquieren realidad por la repetición de gestos paradigmáticos, el que reproduce este hecho o acto “ejemplar” se ve así transportado a la época mítica en la que sobrevino la revelación de aquella acción ejemplar, por lo que habría una “abolición” implícita del tiempo profano.

Para entender esto último debemos hacer una diferenciación: como expuso el profesor Esteban Ierardo en su clase práctica del 13 de mayo, los pueblos arcaicos reconocen dos niveles o planos en el desarrollo de la realidad: 1. Tiempo profano: éste está vinculado con los procesos de cambio, la naturaleza, la aparición de los cuerpos y su muerte. Transmite inseguridad, puesto que lleva a los cuerpos a su disolución, por lo que hablamos de desgaste. Allí es donde aparece el hombre.

2. Tiempo sagrado (eterno, puro presente): al hablar de este tiempo hablamos de continuidad, no hay aquí sucesión. Se busca estar cerca del origen, en el que el universo fue creado por los Dioses. El origen no se da en el tiempo ya que el universo es creado constantemente.

La ligazón o fusión de ambos niveles se hace posible a través del rito. Un sacrificio, por ejemplo, no sólo reproduce el sacrificio inicial revelado por un dios, sino que sucede en ese mismo momento mítico primordial; es decir que, todo sacrificio repite el sacrificio inicial y coincide con él. Todos los sacrificios se producen en el mismo instante mítico del comienzo. Gracias al rito, el tiempo profano y la duración quedan suspendidos. Lo mismo ocurre con todas las repeticiones de los arquetipos, como sería, para tomar otro ejemplo, el rito de fundación de las ciudades desarrollado por Héctor Murena.

De este modo, cualquier acción dotada de sentido llevada a cabo por el hombre arcaico, una repetición cualquiera de un gesto arquetípico, suspende la duración, excluye el tiempo profano y participa en el tiempo sagrado. Esto quiere decir que la abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en el tiempo mítico no se reproducen naturalmente sino en los intervalos esenciales, aquellos en los que el hombre es verdaderamente él mismo, en el momento de los rituales o de los actos importantes. El resto de su vida se pasa en el tiempo profano y desprovisto de significación: en el “devenir”.

Entonces, a pesar del intento del hombre arcaico de abolir el paso del tiempo por medio del rito que lo transporte a la situación mítica de la creación, como bien acabamos de decir, fuera de estos ritos, la vida del hombre “primitivo” se desarrolla en la “historia”. Esto hace que estas sociedades sientan la necesidad de regenerarse periódicamente anulando el tiempo por medio de otros ritos: los de regeneración. Colectivos o individuales, periódicos o esporádicos, los ritos de regeneración encierran siempre en su estructura y significación un elemento de regeneración por repetición de un acto arquetípico, la mayoría de las veces el acto cosmogónico. Podemos observar en esos sistemas arcaicos la abolición del tiempo concreto y, por tanto, su intención antihistórica. La negativa a conservar la memoria del pasado, aún inmediato, es la oposición del hombre arcaico a aceptarse como ser histórico, a conceder valor a la “memoria” y por consiguiente a los acontecimientos inusitados (es decir, sin modelo arquetípico) que constituyen, de hecho, la duración concreta. En última instancia, en todos esos ritos y en todas esas actitudes desciframos la voluntad de desvalorizar el tiempo. Desde una posición extremista podríamos decir que para la cultura arcaica si no se le concede ninguna atención, el tiempo no existe; además, cuando se hace perceptible (a causa de los “pecados” del hombre, es decir, debido a que éste se aleja del arquetipo y cae en la duración), el tiempo puede ser anulado. En realidad, si se mira en su verdadera perspectiva, la vida del hombre arcaico, aun cuando se desarrolla en el tiempo, no por eso lleva la carga de éste, no registra la irreversibilidad; en otros términos, no tiene en cuenta lo que es precisamente característico y decisivo en la conciencia del tiempo. El primitivo vive en un continuo presente. (Y es ése el sentido en que puede decirse que el hombre religioso es un “primitivo”; repite las acciones de cualquier otro, y por esa repetición vive en un presente atemporal).

Pero si el hombre arcaico siente la necesidad de regenerarse habría tal vez un punto, un momento, en el que no puede escapar al paso del tiempo y su corrosiva acción, hay un punto en que se registra la “historia”, la irreversibilidad de los acontecimientos. La existencia de los pecados, “acontecimientos personales” sin ningún arquetipo, sería prueba de esta caída en la “historia” que dificulta la trascendencia del tiempo.

Lo que para el hombre arcaico refleja un alejamiento del arquetipo, una ruptura de las normas o, simplemente actos sin ninguna significación, para el hombre moderno son las “novedades” a través de las cuales construye la historia. Desde esta concepción, el hombre es artífice de su propia historia en la que el tiempo resulta considerado en su linealidad.

A partir del nacimiento de la Modernidad se produce un desplazamiento de la importancia hacia el tiempo presente. Éste pasa a ser digno de consideración en función de su proyección hacia el futuro. El pasado pasa a ser irregresable. La revalorización del pasado surge no ya desde una lectura religiosa de los tiempos que remitían al Dios de los orígenes, sino a la confrontación entre el hombre antiguo y el hombre moderno, a una comparación secularizada, absolutamente humanizada, hija del legado renacentista y no del legado sagrado. Todo sucede en el tiempo profano, en el acontecer, y, como dijimos, la Modernidad se asienta sobre la rotunda novedad de la historia como valor supremo. Novedad como signo alentador, positivo, utópico, prometeico.

Surge entonces la idea de progreso, en el sentido de que la historia se desarrolla linealmente, con una meta. Para Hegel, la historia conduce hacia la libertad del hombre, los movimientos sociales son acordes al precepto de evolución a la libertad. Si esto es así, entonces podemos decir que la historia es racional, por lo que sería necesario conocer sus principios para saber su destino. Surge así la filosofía de la historia que, paralela al desarrollo de la ciencia como búsqueda de las leyes de la naturaleza, busca las leyes de la historia. Para Immanuel Kant, el sentido de la historia es la liberación del hombre, la libertad humana. Para Hegel, que hereda el tiempo filosófico de este pensador, ahora sólo es la razón, fuerza suprema de la nueva subjetividad histórica, el camino hacia la verdad, hacia la certeza y el porqué de lo histórico. La historia será la historia de esta conciencia. Es la razón como único concepto unitario frente a la multiplicidad del mundo, frente a la multiplicidad de las cosas. El lugar desde donde se piensa el mundo histórico es ese lugar, unitario, dialéctico, contradictorio, totalizante, superador de las contradicciones que es la razón, que concentra y define la multiplicidad de lo real, el sentido del pasado, la conformación de un futuro mejor.

Pero, tomando al filósofo cordobés Oscar Del Barco, éste nos dice que a partir de la posmodernidad, se produce una gran crisis del sujeto como lugar enunciador de la verdad. Según él, aún persiste el objeto, el mundo tecnológico nos puede dar una idea de “progreso”, pero ese “objeto” y su relación con el “sujeto” ha entrado en verdadera crisis. Vivimos en una época en que se ha perdido todo fundamento, toda verdad y toda historia en cuanto a la interpretación de que la historia tenía un sentido a que apuntar y alcanzar. Del Barco se pregunta si es posible la historia en un mundo tecnificado, sin hombres, sin totalidad de sentidos, sin prioridades, sin valorización de las cosas. Estaríamos en un mundo sin proyecto, la cosmovisión moderna ha fracasado por no haber podido llevar a cabo el suyo.

Al fracasar el proyecto unitario del Modernismo forjado en la razón, se produce una total fragmentación de la realidad. La reducción de la experiencia a “una serie de presentes puros y desvinculados” implica además que la experiencia se vuelve poderosamente material. Se produce una gran ruptura temporal que, a su vez, modifica de una manera particular el tratamiento del pasado. Como nos dice Dick Harvey:

“…Al evitar la idea de progreso, el postmodernismo abandona todo sentido de continuidad o memoria histórica, a la vez que, simultáneamente, desarrolla una increíble capacidad para entrar a saco en la historia y arrebatarle todo lo que encuentre allí como si se tratara de un aspecto del presente. La arquitectura modernista, por ejemplo, toma pequeños fragmentos del pasado de manera bastante ecléctica y los mezcla a voluntad…”

En el caso de la postmodernidad, entonces, los hechos o acontecimientos tomarían relevancia en función de un “puro presente” que ya no se remonta ni a un origen mítico, como en el caso de las sociedades tradicionales, ni a una etapa de un proceso progresivo hacia la libertad del hombre, como fue planteado por los teóricos de la Modernidad.

2.2 Interpretación del “sufrimiento”

Como venimos exponiendo, para el hombre de las culturas tradicionales, “vivir”, es vivir conforme a los arquetipos, a los modelos metaterrenales, que remiten a un momento mítico. Esto significaba, además, vivir respetando una “ley”, que, por supuesto, remitía a una revelación hecha in illio tempore por una divinidad.

Pero, teniendo en cuenta este cuadro, ¿qué significaba para este hombre la catástrofe, el padecimiento y el dolor? Desde los rigores del clima (sequía, inundación, tempestad), las invasiones (incendio, esclavitud, humillación) hasta las injusticias sociales, etc., cualquiera fueran la naturaleza y la causa aparente, todo padecimiento tenía un sentido. Si todos estos padecimientos pudieron ser soportados, no era por causas arbitrarias o desconocidas. El primitivo que ve su campo devastado por la sequía o su hijo enfermo, sabe que eso no se debe al azar, sino a acciones mágicas o demoníacas. Así, recurre al brujo para eliminar cualquier maleficio o al sacerdote para que los Dioses le sean favorables. Recién cuando estos recursos han fracasado, es cuando invoca la ayuda del Ser Supremo. Éste no interviene si no es en última instancia, cuando ya no queda otra alternativa.

El sufrimiento puede provenir de la acción mágica de un enemigo, de una infracción a un tabú, del paso por una zona nefasta, de la cólera de algún Dios, o de la voluntad o del enojo del Ser Supremo. No se concibe entonces el sufrimiento no provocado, lo que permite hacer llevadera esta “caída en la historia”. El primitivo lucha contra ese “sufrimiento” con todos los medios mágicos y religiosos a su alcance justamente porque ese sufrimiento no es absurdo. En cuanto el sacerdote o el mago encuentran la causa de él, el sufrimiento tiene sentido, es integrado a un sistema y explicado.

Tomando el ejemplo que nos proporciona Mircea Eliade en su libro:

“…los hindúes elaboraron tempranamente una concepción de la causalidad universal, el karma, que explica los acontecimientos y padecimientos actuales del individuo, y a un mismo tiempo explica la necesidad de las transmigraciones. A la luz de la ley del karma, los sufrimientos no sólo hallan un sentido, sino que adquieren también un valor positivo (…) puesto que sólo de este modo es posible recordar y liquidar una parte de la deuda cármica que pesa sobre el individuo y decide el ciclo de sus existencias futuras. Según la concepción hindú, todo hombre nace con una deuda, pero con la libertad de contraer otras nuevas. (…) El karma garantiza que todo cuanto se produce en el mundo ocurre de conformidad con la ley inmutable de causa o efecto…”

Al igual que en este ejemplo, en todas las culturas arcaicas será posible advertir la tendencia a considerar al sufrimiento de los acontecimientos “históricos” como “normales”.

En este sentido, podemos decir sin temor a equivocarnos, que gracias a esa concepción metahistórica de las catástrofes históricas, infinidad de hombres han podido soportar gran cantidad de presiones sin desesperar, sin suicidarse y ni caer en la sequedad espiritual, que acarrearía una caída en una visión nihilista de la historia.

En la Modernidad, esa defensa al “terror de la historia”, podemos encontrarla, en cierto sentido, en el marxismo. Para el marxismo, los acontecimientos no son una sucesión de arbitrariedades; son parte de una estructura y, lo más importante, llevan a un fin determinado que consiste en la eliminación final del terror a la historia: en la “salvación”. Es por ello, por lo que al término de la filosofía marxista de la historia se encuentra la edad de oro de las escatologías arcaicas, ese origen mítico de la creación. En ese sentido, podría decirse que, la teoría marxista, ha revalorizado el mito primitivo de la edad de oro, con la diferencia de que coloca la edad de oro exclusivamente al final de la historia (el fin de la lucha de clases por la abolición de ellas) en vez de ponerla también al principio. Se advierte en el drama provocado por la presión de la historia un mal necesario, que posibilitará el triunfo próximo que acabará para siempre con todo “mal” histórico. Pero, si echamos una mirada a como se han sucedido los acontecimientos, cuando, según las condiciones estuvieron dadas para la “Revolución” que llevaría a cabo el proyecto marxista, sobrevino la catástrofe: los regímenes fascista y nazi.

¿Cómo puede ser soportado el “terror a la historia” en la perspectiva del historicismo? ¿Qué explicación se encuentra a los sufrimientos que el hombre debe padecer en su camino de progreso indefinido? La justificación de un acontecimiento histórico por el simple hecho de que se produjo de ese modo, no permitirá al hombre moderno soportar las vicisitudes que la historia le depara con la misma convicción que el hombre arcaico. Se trata del problema de la historia como tal, del “mal” que va ligado al comportamiento del hombre en su relación con los demás. ¿Cómo puede explicarse en un “camino lineal al progreso” la experiencia de la bomba atómica, las Guerras Mundiales o las políticas agresivas por parte de países como Estados Unidos, que, en su despiadada ambición de poder económico destruye vidas a mansalva? ¿Cómo puede explicarse en el marco de una concepción historicista que ve el devenir en términos de progreso, que la humanidad se halle en un constante descenso (en términos de Eric Hobsbawn) a una barbarie cada vez más lejos de los límites que alguna vez pudimos haber imaginado?

Existen ciertas orientaciones que tienden a revalorizar el mito de la periodicidad cíclica, incluso el del eterno retorno. Esas orientaciones menosprecian no sólo al historicismo, sino también a la historia como tal.

Como nos dice Mircea Eliade, es importante tener en cuenta que, cuanto más se agrave el terror a la historia, cuanto más precaria se haga la existencia debido a la historia, más crédito perderán las posiciones de historicismo. Y, en un momento en que la historia podría aniquilar a la especie humana en su totalidad, no sería extraño que presenciáramos una tentativa desesperada para prohibir “los acontecimientos de la historia”.

En el éxito de ésta tentativa encontramos actualmente como uno de los principales artífices, a los medios de comunicación o al periodismo que, en su presentación de los “hechos periodísticos”o”noticias”, generan una temporalidad espuria. Todos los acontecimientos tienen la misma importancia la cual culmina en el más extremo de los casos, el mismo día en que son presentados. El más importante objetivo que se proponen es la sensación momentánea que responde, a su vez, a determinados intereses económicos. Además, en este puro presente que no considera el antes ni el después de los acontecimientos, se produce un hecho que puede resultar peligroso: bombardeados por la sensación de lo momentáneo, olvidamos detenernos a reflexionar qué puede haber detrás de lo que nos es presentado (por ejemplo, personalidades políticas que aparecen en los medios de comunicación con “nuevas propuestas” y no se discute jamás cual es la historia de ese personaje y que tareas viene desempeñando). En vistas de una situación planteada de esta manera, la memoria viviente del pasado y el proyecto de un porvenir valorizado desaparecieron juntos. La pretendida “tabula rasa” del pasado es en verdad la pérdida de la memoria viviente de la sociedad. Y esta pérdida es, por tanto, la pérdida del hombre a sí mismo.

Estamos ante la gran paradoja de una sociedad que despliega riquezas cada vez más fabulosas, una sociedad que desarrolla una gran industria del ocio, de la cultura, de grandes avances científico-técnicos, pero que, lejos de alcanzar los ideales ilustrados del siglo XVIII, cae, como anteriormente dijimos, en nuevas fórmulas de la barbarie, de destructividad. Escribía Adorno:

“…La historia universal tiene que ser construida y negada. A la vista de catástrofes pasadas y futuras, sería un cinismo afirmar que la historia se manifiesta en un plan universal que lo asume todo en un bien mayor. Pero no por eso tiene que ser negada la unidad que suelda los factores discontinuos, caóticamente desperdigados, y las fases de la historia: el estado de la dominación sobre la naturaleza interna. No hay historia universal que guíe desde el salvaje al humanitario; pero sí de la honda a la superbomba. Su fin es la amenaza total de los hombres organizados por la humanidad organizada: la quinta esencia de la discontinuidad…”

Si citamos a Theodor W. Adorno, no podemos dejar de mencionar el acontecimiento que para éste filósofo alemán, teórico de la posteriormente definida como Escuela de Frankfurt o Escuela Crítica, marcó el fin de la cultura y el punto visible del completo fracaso del proyecto ilustrado, fracaso que implica una pérdida del sentido de la historia como un proceso lineal y progresivo. El acontecimiento a que nos referimos es Auschwitz. Así, escribió Adorno en Dialéctica Negativa:

…”Auschwitz demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura. El hecho de que Auschwitz haya podido ocurrir en medio de una tradición filosófica, artística y científico-ilustradora encierra más contenido del de que ella, el espíritu, no llegara a prender en los hombres y cambiarlos. En estos santuarios del espíritu, en la pretensión enfática de su autarquía es precisamente donde radica la mentira. Toda cultura después de Auschwitz, junto con la crítica contra ella, es basura. Al restaurarse después de lo que dejó ocurrir sin resistencia en su casa, se ha convertido por completo en la ideología que era en potencia desde que, en oposición con la existencia material se arrogó el derecho de insuflarle la luz; una luz que precisamente el aislamiento del espíritu se había reservado para sí quitándosela al trabajo corporal. Quien defiende la conservación de la cultura, radicalmente culpable y gastada, se convierte en cómplice; quien la rehúsa fomenta inmediatamente la barbarie que la cultura reveló ser. Ni siquiera el silencio libera de ese círculo; lo único que hace es racionalizarla propia incapacidad subjetiva con situación de la verdad objetiva, degradando de nuevo a ésta a una mentira…”

Entonces, para el hombre tradicional, el “terror de la historia” se hace soportable desde el momento en que se encuentra para el sufrimiento una razón metahistórica que le da sentido y la incorpora a una explicación. Para el hombre moderno, en cambio, se hace más difícil este proceso, puesto que si bien concepciones como la marxista pueden ayudar a la defensa del terror de la historia, el fracaso de proyectos como este, hacen que resulte más que conflictivo encontrar una explicación que haga soportable el sufrimiento. En el caso del hombre postmoderno, se hace aún más difícil ya que frente al fracaso del proyecto ilustrado y, ante terribles catástrofes como el uso de la bomba atómica y Auschwitz, por ejemplo, sólo hace percibir una realidad fragmentada, que ya de ninguna forma puede ser explicada o justificada con la razón que la modernidad pretendió instaurar.

Ante semejante situación, la alternativa que permitiría, tomando en cuenta el desarrollo de Eliade, igualar la efectividad de la mitología arcaica los arquetipos y la repetición en cuanto a soportar el sufrimiento, sería la fe en términos judeocristianos. Ésta significaría la emancipación absoluta de toda la especie de “ley” natural y, por lo tanto, la más alta libertad que el hombre pueda imaginar: la de poder intervenir en el estatuto ontológico mismo del universo. Sería, en consecuencia, una libertad creadora por excelencia. Desde la “invención” dela fe en el sentido judeocristiano del vocablo ( o sea que para Dios todo es posible), el hombre apartado del horizonte de los arquetipos y de la repetición no puede defenderse de ese terror sino mediante la idea de Dios. En efecto, solamente presuponiendo la idea de Dios conquistaría, por una lado la libertad y, por otro, la certeza de que las tragedias históricas tienen una significación transhistórica. Toda otra situación del hombre moderno en la que no se considere la presencia de Dios conduciría, en última instancia a la desesperación.

El fracaso del judeocristianismo ante la muerte de los metarrelatos en la posmodernidad, hace fracasar la posibilidad de encontrar, una explicación universal y metahistórica al terror a la historia. La actualidad está así signada por una cantidad de relatos aparentemente no vinculados entre sí, cuya principal característica es la inmanencia y, ya no, la trascendencia.

2.3 Libertad para”hacer” historia.

En la cosmovisión del hombre moderno, podemos leer una resistencia de éste a la naturaleza, que tiene que ver con la autonomía que este “hombre histórico” pretende instaurar. La principal diferencia que podemos destacar, y que destaca también Mircea Eliade en su libro, entre el hombre de las civilizaciones arcaicas y el hombre moderno, es la importancia que este último concede a los acontecimientos históricos, a esas “novedades” que el hombre tradicional considera carentes de significación o infracciones a las normas, y que, por lo tanto, debían ser abolidos o expulsados.

Si los arquetipos se componen de gestos, actitudes y decretos, para el hombre moderno, constituyen una “historia”. Aún cuando se supone que se han manifestado in illio tempore, no obstante se han manifestado, es decir, han ocurrido en el tiempo, se han manifestado como cualquier hecho histórico. En los ritos primitivos podemos reconocer reproducciones que refieren a actos llevados a cabo por los dioses o héroes y que se repetirán infinitamente. Esto quiere decir que se reconoce, en algún punto, una historia, aunque esta sea primordial y se sitúe en un tiempo mítico. El rechazo a la historia por parte el hombre arcaico, su negativa a situarse en un tiempo concreto, histórico, puede interpretarse como un miedo profundo al movimiento, a la espontaneidad. El hombre primitivo estaría situado entre la aceptación de la condición histórica y sus riesgos, por un lado, y su reintegración a los modos de la naturaleza, por otro. A la hora de optar, lo hará por supuesto por la alternativa de la integración, lo que permitiría no alterar la armonía de las explicaciones arcaicas.

El hombre moderno, que acepta o pretende aceptar la historia, ante esta última característica mencionada, puede emitir crítica al hombre arcaico, esclavo de la imitación de actos llevados a cabo por otros, hacia su impotencia creadora, o su incapacidad para aceptar y enfrentar los riesgos que lleva consigo todo acto de creación. Para el moderno, el hombre no puede ser creador sino en la medida en que es histórico; aquella creación posible es la que surge como producto de su propia libertad. El hombre moderno goza de la libertad de hacer la historia haciéndose a sí mismo, que es la forma de construir la historia, el hombre es, bajo esta concepción, artífice de su propio destino. Desde la teoría marxista, el hombre construye su historia y es, a la vez, “construido” o determinado por esa historia en una relación hombre-historia que, lejos de ser dicotómica, se plantea como dialéctica.

A las críticas del hombre moderno, el hombre tradicional podría responderle que, cuanto más moderno el hombre se torna (cuanto más vulnerable ante el terror a la historia), menos posibilidad tiene de hacer, él, historia. Pues la historia, o se hace sola (gracias a los gérmenes depositados por acciones que tuvieron lugar en el pasado) o se deja hacer por un número cada vez más reducido de personas las cuales, no sólo prohíben el acceso al hacer historia a las grandes masas de sus contemporáneos, sino que además, los obligan a soportar las consecuencias de lo que para ellos es historia, dejándolos caer en el espanto de la historia. Ante esta situación, el individuo puede oponerse a la historia que escriben esas minorías y exponerse al destierro o al suicidio, o condenarse a vivir en condiciones subhumanas o en la evasión.

Así, para el hombre tradicional, el hombre moderno no constituye el tipo de un ser libre hacedor ni de un ser creador de la historia. Por el contrario, el hombre de las civilizaciones arcaicas está orgulloso de su existencia que le permite ser libre y crear. Es libre de no ser ya lo que fue, libre de anular su propia “historia” mediante la abolición periódica del tiempo y la regeneración colectiva. El hombre que aspira a ser histórico no puede aspirar en modo alguno a esa libertad del hombre arcaico respecto a su propia “historia”, pues para el moderno la suya no sólo es irreversible, sino también constitutiva de la experiencia humana. En las sociedades arcaicas y tradicionales admitían la libertad de comenzar cada año una nueva existencia, “pura”. Pero esto no puede ser de ninguna manera homologado con la regeneración de la naturaleza en cada primavera, en la que encuentra intactas todas sus potencialidades, ya que la naturaleza se encuentra a sí misma, ya que el hombre arcaico halla la posibilidad de trascender definitivamente el tiempo y vivir en la eternidad. En la medida en que fracasa al hacerlo, en la medida en que “peca”, en que cae en la existencia “histórica”, estropea cada año esa posibilidad. Pero por lo menos conserva la libertad de anular esas faltas, de borrar el recuerdo de su caída en la historia y de intentar nuevamente una salida definitiva del tiempo.

Por otro lado, el hombre arcaico tiene seguramente el derecho a considerarse más creador que el hombre moderno, que se considera a sí mismo creador de la historia. Cada año, en efecto, el hombre arcaico toma parte en la repetición de la cosmogonía, el acto creador por excelencia. El mundo es creado constantemente, y el hombre arcaico participa en cada rito de esa creación. Y es esto lo que lo hace libre.

Pensando en el concepto de “libertad creadora”, podemos traer a colación el caso de la ciencia y la tecnología durante el Proyecto dela Modernidad. Éstas estuvieron pensadas como grandes instrumentos de “liberación” de la humanidad, que iba a permitirles ser dueños y señores de su propio destino, abriéndose ante ellos una nueva etapa de prosperidad y bienestar para todos. Ante una nueva situación de degradación de la naturaleza y la posibilidad de una guerra nuclear, surgieron numerosas críticas referidas, no sólo a la posibilidad de una destrucción final atómica, sino también a una vida diaria en la que el hombre estaría “sometido al dominio de la técnica”. Encontramos así, un problema más que imposibilita la realización de aquella libertad que el hombre “historicista” postula para “escribir su propia historia”.

Si nos trasladamos a la postmodernidad, lo que podemos decir respecto del tema que venimos trabajando en este apartado, no es poco significativo. Justamente, es esta nueva concepción la que sugiere la necesidad de decir adiós a la modernidad, tomando en cuenta las nuevas condiciones de vida que muestran a nuestra época como el lugar en el que se anuncia para el hombre una diferente posibilidad de existencia. La postmodernidad de los intelectuales expresa un estilo de pensamiento desencantado ante la razón y los grandes conceptos anclados a ella. Veamos entonces las principales postulaciones de esta nueva cosmovisión en los términos que venimos desarrollando:

No se cree ya en la razón fundamentadora que puede proporcionar unos cimientos incólumes a una visión de la realidad, del hombre, su comportamiento, etc.

No se cree en los grandes relatos que dan sentido a la historia y legitiman proyectos políticos, sociales, económicos como el de la modernidad.

Se piensa incluso que los grandes relatos emancipadores de la modernidad han sido (a aún son) muy peligrosos: albergan la coerción, la uniformidad y el totalitarismo.

No creen en el proyecto de la modernidad en cuanto estilo de pensamiento y su correspondiente estilo de vida desarrollista, competitiva y funcionalista.

Aunque permanece una melancolía por la pérdida de un concepto “fuerte” de razón (Lyotard), sin embargo, los intelectuales postmodernos ven en esta situación nuevas posibilidades:

Una nueva concepción de la razón y la racionalidad pluralista y fruitivo-inaugural.

Una comprensión de la vida humana donde la racionalidad (objetivamente, instrumental, logificante) no sea lo central y único.

Una visión de la inmensa riqueza y heterogeneidad de la vida, irreductible a ningún universalismo.

Tomando en cuenta los que acabamos de exponer, encontramos un rechazo a la “historia” con mayúsculas, a la construcción de la historia como metarrelato. Si bien, al igual que en las sociedades tradicionales, se rechaza la idea de la historia como proceso lineal, a diferencia de dichas sociedades, se reconoce la existencia de muchas historias, se fragmenta la historia que reconoce el moderno.

El investigador francés Jean Lyotard, plantea que ha concluido el tiempo moderno porque los grandes metarrelatos modernos que le dieron referencia racional, horizonte, guía de acción, han claudicado. Aparecen en su lugar una pluralidad de relatos no totalizadores, de relatos parciales, de razones circunstanciales, de lenguajes y variables que sirven circunstancialmente en términos de eficacia para las situaciones que cada uno vive. A partir de la idea de fragmentación, Lyotard plantea que podríamos estar en los bordes de la modernidad, trabajando en sintonía con un tiempo de carácter post-moderno, plural, polisémico, parcial en valores, hablas y sentidos.

Siguiendo el hilo de lo que venimos diciendo, la postmodernidad es el período histórico de la pluralidad de voces en la esfera pública, de la desregulación de reglas en la composición del arte, la literatura, la música y la arquitectura (puesto que ya no hay una “única forma” de hacerlos sino muchas y cada una de ellas de igual importancia que las otras) y el momento de la reivindicación de derechos sociales y especiales (del niño, del enfermo, del anciano, etc.).

En definitiva, en la posmodernidad ya no hablamos de tiempo, sino de “tiempos”; tampoco hablamos de historia sino de “historias” que parecen proceder en camino inverso al de la universalización planteada por la Modernidad.

Parecería ser que la cosmovisión postmoderna devolvería al hombre la posibilidad de “escribir su propia historia” (que ya no sería la historia de la humanidad sino la de cada hombre en particular) que la modernidad en el fracaso de su proyecto le había robado. Como decíamos antes, la sociedad tradicional podía criticarle al Modernismo que, proclamando la autonomía del hombre para crear su historia después otorgaba ese “privilegio” sólo a unos pocos obligando a los demás a aceptar y a sufrir las consecuencias de lo que ellos consideraban historia. En este sentido, el postmodernismo, proclamando la des-construcción de la razón ilustrada y la pluralidad de voces, devolvería al hombre aquella capacidad perdida o, mejor dicho, negada. En el compromiso ideológico con las minorías en política, sexo y lenguaje está esa posibilidad.

Pero, naturalmente, el postmodernismo también genera sus críticas. Si bien se acepta la crítica hecha por esta corriente de pensamiento a los excesos instrumentales de la razón ilustrada, se ve peligroso el abandono de la universalidad. Según opina Habermas, sin unos principios o éticas mínimas, no hay posibilidad de ser críticos y resistir al statu quo. Por eso en el fondo del postmodernismo anida el neo-conservadurismo. Se puede además aceptar la crítica postmoderna a la razón fundamentadora, a la moral abstracta, y salvaguardar la pluralidad de formas de vida mediante una comprensión, por ejemplo, comunicativa de la razón y la ética. Es decir que, la solución a los problemas que plantea la postmodernidad no sería la única. Se argumenta que la mayor deficiencia de los postmodernos es la ausencia de análisis socio-políticos del fracaso de la modernidad. Por eso carecen de mediaciones en sus propuestas y, a menudo, se quedan en “un ingenuo pluralismo neoliberal”.

3. Conclusión

Podemos decir que, para las sociedades “primitivas”, lo que guía el desarrollo de su vida, es la imitación de ciertos arquetipos, aquellos que lo remontan al origen mítico de la creación y que permiten que el mundo pueda ser creado constantemente, por lo que el “transcurrir” del tiempo, el tiempo profano, es abolido en ese proceso participando el hombre arcaico del tiempo sagrado. En este sentido, la “edad de oro” del hombre arcaico puede situarse en el origen mítico, pero también en cada rito que lo haga participar de él. Esto denota una actitud antihistórica del hombre arcaico, que no reconoce el origen en un tiempo determinado, sino en un tiempo mítico, y la vida tiene sentido en función de él. La realización de un pecado, o el alejamiento de los arquetipos y la repetición, puede interpretarse como una “caída en la historia”, y es posible su reparación por medio de ritos de regeneración. Su objetivo principal, entonces, se establecería en la trascendencia definitiva del tiempo, la vida en la eternidad. En el caso del hombre moderno o “histórico”, la columna vertebral de su desarrollo se basa en la concepción de una historia lineal, basada en el proyecto ilustrado de la razón que hará posible el progreso, un proceso cada vez más cercano a una meta universal: la liberación del hombre de su culpable incapacidad, el uso de la razón que permitiría la libertad definitiva de la humanidad. En éste último caso, se sitúa la edad de oro al final del proceso, en el “futuro” mejor que el hombre está construyendo desde el presente. El “avance” de la historia hacia aquella meta, está dado por la aparición de las “novedades” que para el hombre tradicional representan el alejamiento de los arquetipos.

Pero en el caso de la postmodernidad, a partir del gran fracaso del proyecto de la Ilustración, la guía es que ya no hay guía. Tras la ruptura de la universalidad y de la razón como fundamento de la realidad, el fin de los grandes relatos que dan sentido a la historia y legitiman proyectos políticos, sociales o económicos, la posmodernidad habla de una nueva realidad en la que “todo vale”, un relativismo absoluto que impide la posibilidad de establecer parámetros desde donde medir conductas, valores, ideales. Así, el tiempo de la posmodernidad es el tiempo presente, el tiempo de lo efímero, un tiempo de acontecimientos que ya no son vistos en función de su pasado ni de su futuro. La posmodernidad se planteará a sí misma como un movimiento de des-construcción y desenmascaramiento de la razón ilustrada como respuesta al fracaso del proyecto modernista. Esta tarea de des-construcción, tiene su aspecto más negativo en Foucault, quien afirma que somos movidos por “nuevas tecnologías del poder que toman la vida como objeto suyo”. Frente a esto, sería imposible hacer revoluciones o crear instituciones de defensa de los derechos humanos, puesto que constituirían regresiones jurídicas. Para él, las instituciones y los derechos no hacen más que volver aceptable al poder. Todas las interrogaciones sobre la condición humana sólo remitirían a los individuos de una condición disciplinaria a otra, y sólo añaden otro discurso de poder.

El ideal moderno, al postular la autonomía del hombre de la naturaleza, critica la falta de libertad del hombre arcaico para crear su historia, puesto que no hacía más que repetir arquetipos que no le pertenecían. El hombre moderno se considera libre, es él quien decide sobre sí mismo, es él el artífice de su propio destino. Pero, estos ideales del hombre histórico que parecen superar la concepción arcaica resultaron imposibles de llevar a cabo, puesto que, en lugar de producirse el avance hacia una sociedad que postulase la libertad del hombre, lejos de eso, el hombre se vio acorralado por la propia historia de la que se consideró autor e intérprete. La “historia” sólo fue escrita por unos pocos que obligaron al resto de sus contemporáneos a vivir bajo las condiciones de lo que para sus escritores era la “historia”. Además, desembocó en catástrofes imposibles de explicar desde el paradigma del progreso. Esas rupturas dan origen a la cosmovisión posmoderna que, postulando el fin de los grandes relatos y el camino inverso a la universalidad que la Modernidad pretendía instaurar, da origen a un “pluralismo neo-liberal”, donde el pasado y el futuro ya no existen, no hay explicaciones que trasciendan la historia, porque tampoco hay ya historia, no hay proyecto.

La humanidad asiste así a un descenso acelerado y constante hacia una barbarie (en el sentido negativo del término) que cada vez resulta más natural y menos cuestionada.

Una nueva y “más justa” sociedad, en la que el hombre sea valorado como tal, no será posible si no se genera una nueva y verdadera conciencia autónoma que, a la vez, rescate aquellos valores de la tradición, basados en la igualdad y en el respeto mutuo, y una actitud distinta frente a ella, que se integre además al pasado de la humanidad y a las concepciones de un presente-futuro diferentes. (*)

(*) Fuente: Trabajo realizado por Nadia Sabrina Koziner en el contexto de la materia Principales Corrientes del Pensamiento Contemporáneo de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires en el año 2002.

4. Bibliografía

Casullo, Nicolás; Unidad Nº 1, Unidad Nº 2 y Unidad Nº 3, material de la cátedra “Principales Corrientes del Pensamiento Contemporáneo”, primer cuatrimestre año 2002.

Casullo, Nicolás; Forster, Ricardo; Kaufman, Alejandro; “Historia, tiempo y sujeto: antiguas y nuevas imágenes” en Itinerarios de la Modernidad, Editorial Eudeba, Buenos Aires, 1999, págs. 235-238

Eliade, Mircea; El mito del eterno retorno, Editorial Alianza, Madrid, 1972.

Harvey, Dick, “Posmodernismo”, en La condición de la posmodernidad, Amorrortu, Buenos Aires, 0, 0.

López Gil, Marta; Filosofía, modernidad y posmodernidad, Editorial Biblos, Buenos Aires, 1996.

Murena, Héctor; “El rito más primitivo” y “Mundus y Quimera” en El nombre secreto y otros ensayos, Monte Ávila Editores, Buenos Aires, 1979, págs.9-10 y 22-26.

Steiner; “Presencias Reales” en material de la cátedra, 1º cuatrimestre 2002.

LA CAZA DE BRUJAS EN LA HISTORIA MODERNA

 

Por  María Teresa Fuster

  Cuando se emprende el estudio de la Europa Moderna, no se puede dejar de considerar un fenómeno singular y único que marcó a este rico período: la caza de brujas.

Durante el siglo XVI Europa se ve infectada de denuncias sobre brujería. Miles de personas sospechadas de esta práctica eran detenidas y sometidas a interrogatorios, tanto por las autoridades civiles como por la temible Inquisición. La simple probabilidad de caer en sus manos llenaba de terror. El uso de tortura, tanto para lograr la confesión o simplemente para la confirmación de ésta, era lo habitual. Y las penas podían ir desde la abjuración pública y el uso del sanbenito – un hábito amarillo con una cruz roja, cada vez que salía de su casa – muestra pública de vergüenza y humillación, hasta la condena a muerte en la hoguera (1)

Ocupaba un lugar destacado en las delaciones e interrogatorios la descripción de las prácticas y reuniones nocturnas sabáticas celebradas por los miembros de sectas de brujos. Estas descripciones incluían la negación de la fe, el pacto satánico, la orgía sexual, el sacrificio de niños, el vuelo nocturno, el ejercicio de poderes maléficos contra hombres, animales y cosechas, junto con la inversión de los valores del culto cristiano, que introducían el caos en el orden divino, social y simbólico de las asustadas poblaciones.

El resultado de estas denuncias llevó a la muerte a miles de personas. La caza de brujas alcanzó su clímax entre los siglos XV y XVII, siendo para el siglo XVIII sólo un recuerdo. ¿ Cómo llegó a construirse la imagen de la bruja satánica, de manera tal como para generar psicosis colectivas? ¿ Tenían las prácticas descriptas un trasfondo real? Y: ¿cuál fue la razón que hubo tras la construcción de esta imagen?

La clave para entender este fenómeno la tenemos que buscar en la historia del pensamiento, en particular en el religioso. Así como la idea bíblica de la existencia del diablo llevó siglos de elaboración teológica (2), la figura del brujo o hechicero (3) como agente del demonio y las prácticas supersticiosas como hechos satánicos, llevó siglos de composición por los pensadores de la Iglesia.

Marcelo Campagne en Homo Catholicus. Homo Superstitiosus (4), describe tres modelos de superstición elaborados a lo largo del tiempo: el modelo clásico, el cristiano y el científico racionalista. Mostrando así la clara evolución del pensamiento sobre costumbres y hechos ancestrales, y la distinta manera de percibirlos y entenderlos según los distintos modelos prevalecientes. Para el modelo Clásico, greco latino, la superstición, ese temor excesivo a los dioses, la creencia que los males se originaban de pecados o prácticas rituales era simplemente ignorancia, emociones surgidas de falsos razonamientos. “La perversión ha sido la fuente de creencias falsas, crasos errores y supersticiones apenas por encima del nivel de los cuentos de viejas”, escribía Cicerón (5). El cristianismo en el I siglo compartía esta idea: ” Rechaza las fábulas profanas y los cuentos de viejas”, escribía San Pablo a su discípulo Timoteo (6).

Unos trescientos años después, a través de San Agustín de Hipona llegaría (354-430 d. C.) la formulación del modelo cristiano de superstición. El Obispo de Hipona unificó bajo el término superstición prácticas de orden cultual –referidas a desviaciones dentro de la formulación del culto, como idolatría – y aquellas que no lo eran – tales como creencias en amuletos, en maleficios, horóscopos, agüeros y “vendajes y remedios que condena la ciencia médica… o en colgarse o atarse algún objeto”, escribía San Agustín (7). Por otro lado, establece una clara relación entre la superstición y la demonología, sosteniendo que detrás de las supersticiones están los demonios, y que éstos pueden producir efectos reales. Esta idea va a traer con el tiempo importantes consecuencias.

Durante la Alta Edad Media este criterio se deja de lado, se niega que hubiese verdad detrás de las supersticiones. Ejemplo de esto es el fragmento existente del Canon Episcopi del siglo IX, donde refiriéndose a creencias populares sobre ciertas mujeres adoradoras del diablo, que participan en cabalgatas nocturnas, dice lo siguiente: “De hecho, una innumerable cantidad de personas, engañadas por esta falsa creencia, considerando estas cosas verdaderas, se desvía de la justa fe y cae en el error del paganismo porque termina afirmando la existencia de alguna otra divinidad o potencia sobrenatural además del único Dios. Es por eso que los sacerdotes en sus iglesias deben predicarle al pueblo continuamente para hacerle saber que ese tipo de cosas son enormes mentiras y que estas fantasías son introducidas en las mentes de hombres sin fe no por el espíritu divino, sino por el espíritu del mal” (8). Si bien este valioso documento negaba a la brujería realidad física, condenaba a quienes creían en ella, preparando el camino para la oleada de represión que ocurriría siglos después. Además su descripción del vuelo nocturno contribuyó a extender y fijar el concepto histórico de sabbat.

En los siglos XII y XIII brilla el pensamiento escolástico en las universidades europeas. Santo Tomás de Aquino (l225- 1274), uno de sus más grandes exponentes, retoma la reflexión sobre la superstición, siguiendo el pensamiento de San Agustín sobre el tema. Profundiza y complejiza la noción de pacto con el diablo, distinguiendo con claridad el pacto expreso, directo con el demonio, del pacto tácito, que incluía augurios, sortilegios, astrología, adivinación por sueños, presagios, quiromancia, y práctica similares. “… toda adivinación hace uso, para conocer los futuros eventos, del consejo y ayuda de los demonios. Esto a veces se implora expresamente; pero otras veces, y sin intención alguna del hombre, los mismos demonios intervienen secretamente y anuncian sucesos futuros que ellos conocen”, escribía Santo Tomás en La Summa Theologica (9). Lo cual convertía a los ejecutantes de estas prácticas en agentes de los demonios y en punibles de castigo dado la existencia de un pacto previo con el diablo, aunque éste fuese tácito.

La filosofía y teología de la escolástica, si bien aportó pocos elementos nuevos al concepto de brujería, suministró una lógica interna y una estructura intelectual coherente al fenómeno, proporcionando de esta manera las armas necesarias a los inquisidores para proceder en su persecución de brujas.

Sin embargo, la actitud que el espíritu medieval va a tomar frente a la superstición y, en especial, frente a las brujas y la hechicería, es muy vacilante todavía. Hay muchas manifestaciones de duda y de interpretación racional. Para l400 la corte de Francia, como muchas otras cortes europeas, era un hogar para la magia y la astrología (10). Sin embargo, gradualmente el escepticismo se va abandonando, las ideas tomistas van generando aceptación en los teólogos, en especial la noción de pacto tácito (11) con el diablo, y así lentamente va conformando el estereotipo satanizado de la bruja.

Algunos investigadores sostienen que el inicio de la caza de brujas y la configuración del sabbat se encuentran en el siglo XIV, mientras que otros afirman que recién en el XV hay pruebas claras de este hecho. Carlo Ginzburg en Historia Nocturna plantea la tesis de que esta nueva imagen de la brujería practicada por grupos que celebraban reuniones nocturnas surge en los Alpes Occidentales a mediados del siglo XIV (12). Si bien, fuentes como el Fornicarius – que utiliza Ginzburg – demuestran que la brujería ya era un hecho reconocido como satánico en ese siglo, la imagen completa del sabbat y del vuelo nocturno, característica del fenómeno, no están presentes aún. Es recién a comienzos del siglo XV cuando comienza con intensidad la persecución y condena de individuos por la acusación de brujería y elementos del estereotipo del aquelarre ya se encuentran plenamente desarrollados en los registros de los interrogatorios. Ya se había cristalizado la imagen completa de la bruja que había realizado un pacto con el diablo, con el fin expreso de dañar al prójimo, que celebraba con sus compañeros reuniones nocturnas, donde se practicaban los hechos más aberrantes. Fray Martín de Castañega en su Tratado de las supersticiones y hechicerías (Logroño, l529) describe las ideas que circulaban con respecto a estas ceremonias al relatar: “Más muchos de los sacrificios antiguos diabólicos y las más solemnes, se celebraban con sangre humana, ofreciendo, degollando y sacrificando a sus propios hijos e hijas al demonio”. Esta costumbre de devorar niños o ofrecerlos en sacrificio al demonio, era uno de los elementos característicos del estereotipo de las brujas, así como también el vuelo nocturno, del cual Castañega menciona al decir que: ” de creer es que permite (Dios) alguna vez que el demonio lleve por los aires a sus familiares” (l3).

Este estereotipo ya plenamente formado, para el siglo XV, da lugar a que las autoridades emprendan una caza sistemática de estos supuestos adoradores del demonio. El papa Inocencio VIII en l484 en la Bula Summis Desiderantes Affectibus autoriza las persecuciones de brujas por parte de los inquisidores, dado que “… muchas personas de ambos sexos, olvidándose de la propia salvación y desviándose de la fe católica han mantenido relación con demonios..”, nombra a inquisidores calificados para las regiones de Germania, con el fin de “evitar la peste de la hechicería perversa y similares excesos difundan su veneno dañando a otros inocentes… es consentido a los inquisidores antes nombrados ejercitar su oficio inquisitorial en dichas regiones y que les debe ser permitido proceder a la corrección, encarcelamiento o punción de las mencionadas personas” (l4).

Se emprende de esta manera una caza despiadada contra personas que en muchos de los casos eran depositarias de sabiduría y costumbres ancestrales, como el uso de ciertas hierbas con propósitos curativos o amatorios, y que durante siglos habían sido aceptadas y respetadas dentro de las comunidades; pero que, ahora, producto de esta deliberada construcción ideológica, se veían desplazados de la misma, considerados enemigos de la fe y de los verdaderos cristianos.

El diferente, el otro, el marginal siempre ha sido y aún hoy lo es, la figura sospechada. Ante el menor hecho adverso el diferente es señalado como responsable. Así fue como en el medioevo europeo el leproso, el judío, el hereje fueron las víctimas constantes, acusadas de todos los males que sucedían en la comunidad. Si ocurría una epidemia, ellos eran los responsables, pues habían envenenado las aguas con polvos (l5). Los rumores circulaban y como consecuencia de esto miles de individuos entre ellos perdían la vida. A comienzos de la modernidad fueron reemplazos por la figura estereotipada del brujo o bruja, un ser al margen de la sociedad, capaz de todos los crímenes y males posibles, el culpable por excelencia (l6) “Ni bien había comenzado a recrudecer la peste”, escribía el Cardenal Federico Borromeo, en 1630, “se difundió entre el vulgo una cierta convicción: que aquellos que ejercitaban el difícil arte de untar las paredes, mezclaban los unguentos con acuerdos pactados con los demonios… el veneno propio de la peste” (17). Estas eran las creencias corrientes que circulaban y que llevaban a la detención y muerte de muchos acusados.

Esta construcción ideológica tuvo como consecuencia una separación aún más radical entre el pequeño grupo de teólogos que decidían que era y que no era superstición y brujería, y el pueblo que, en la mayoría de los casos, practicaba o creía en estas cosas. Enrique Kraemer, nombrado inquisidor por Inocencio VIII, preocupado porque algunos magistrados, tanto civiles como eclesiásticos, no creían en las acciones de brujas y magos escribió: “Es pues peligrosísimo predicar de este modo defendiendo a las brujas y haciendo que crezca su número… las brujas son creídas cuando niegan creer en los demonios y dicen que no les entregaron su propio cuerpo y alma y que no ofrecen sus propios hijos ni practican otros horribles ritos que son enumerados en los dichos discursos sobre las brujas” (18). De ahí la multiplicación de los denominados Tratados Antisupersticiosos para instruir a aquellos que debían reprimir lo que los teólogos decidían que era incorrecto. La invención de la imprenta en l450, ayudó a la difusión de estos tratados y a generalizar el estereotipo de la bruja satánica. Resulta paradójico que uno de los más grandes inventos de la modernidad, que uno asocia a la difusión de la cultura y la apertura del pensamiento, haya sido precisamente uno de los medios indirectos de la propagación de la ignorancia e intolerancia.

En su introducción, el Tratado de Fray Martín de Castañega, declara que el propósito de su publicación era ” que los visitadores y curas, y aún todos los clérigos deste muy honrado y grande obispado, lo tengan entre manos por ser materia peregrina… para quitar muchas ignorancias que muchos, que presumiendo de letrados, niegan las materias de las supersticiones y hechicerías” (19). Los mismos que tenían la responsabilidad de reprimir la hechicería muchas veces estaban en confusión de los que realmente era superstición y lo que no lo era. Esto muestra el carácter de construcción del concepto mismo de superstición, cuyo fin era el disciplinamiento y control social sobre la población en general y los grupos marginales en particular.

El análisis de un caso particular ocurrido en San Miniato (20) un pueblo del ducado de Florencia en 1594, nos puede ayudar a entender lo expuesto con anterioridad sobre lo que se encontraba detrás de esta caza o persecución de “brujas”. Es el proceso contra una mujer viuda de unos sesenta años, que ejercía el oficio de partera y curandera, Gostanza, llamada “de Libbiano” – evidentemente el pueblo donde había pasado la mayor parte de su vida y comenzado a ejercer su oficio-. Pocos años antes se había mudado al pueblo de Bagno, y es allí donde es denunciada como bruja ante las autoridades por sus mismos vecinos. Varios elementos significativos se pueden inferir de estos pocos datos. La acusada era mujer, viuda y extranjera en el pueblo, tres elementos que señalaban su vulnerabilidad y que, a la vez, la hacían sospechosa. En el Malles Maleficarum, un célebre tratado de demonología de l486 encontramos lo siguiente: ” Toda brujería proviene del apetito carnal que en las mujeres es insaciable” (21). Fray Martín de Castañega en el capítulo V de su Tratado se explaya sobre las razones de que haya más mujeres que hombres consagradas al demonio y agrega “… más son de las mujeres viejas y pobres… porque como en los otros vicios la pobreza es muchas veces ocasión de muchos males” (22). La misoginia era habitual, no sólo en la redacción de los tratados de demonología sino en las relaciones cotidianas. A su vez Castañega señala a la pobreza como otro factor descalificador. La discriminación está claramente presente.

Los oficios que ejercía de partera y curandera, la colocaban en un terreno peligroso, pues ambos estaban asociados con prácticas diabólicas. Castañega en su Tratado escribe sobre las parteras: “… (Satanás) hace que los ministros, en la más sutil y secreta manera que pueden maten niños, como lo hacen muchas parteras brujas…” (23). La recolección de plantas, el conocimiento de su papel terapéutico y su empleo para sanar enfermedades era transmitido de generación en generación a través de la línea femenina. Por siglos estas mujeres cumplieron un importante papel en sus comunidades. Eran las encargadas de mantener y transmitir conocimientos ancestrales, pero la construcción del modelo cristiano de superstición, hizo de ellas objeto de sospecha, colocándolas al margen de la sociedad, en la posición de agentes del diablo. De tal manera que, ante una situación de malestar social, como carestías, pestes, guerras – como era la de fines del siglo XVI en Italia, época en que vivió Gostanza – las hacía las víctimas seguras de una persecución. Posiblemente la envidia y los celos hayan sido los móviles que llevaron a sus vecinos (y posiblemente a médicos) a denunciarla. El hecho de que varios niños a los que ella ayudó a nacer hubiesen muerto, motivó la oleada de denuncias en su contra. Su condición de miembro reciente de la comunidad, sin raíces en el pueblo, la hacía doblemente sospechosa.

Poco después de su arresto comienza el interrogatorio que dura cinco días. Fácil es adivinar la presión psicológica que esta anciana experimenta. Gostanza niega los cargos, por lo tanto la someten a tortura, al parecer al tormento llamado potro (24). A pesar de la tortura, Gostanza niega las acusaciones, el inquisidor, le hace una serie de preguntas sobre reuniones nocturnas, hechizos sobre niños, el fin es que ella confirme su participación en reuniones satánicas, y que su descripción encaje en el modelo existente de bruja. Dos días después, la vuelven a someter a tortura, al fin ella dice “Si queréis que os diga mentiras, las diré…”. Allí comienza la confesión. Describe el aquelarre, su relación con el diablo, su vuelo en escoba, como se convierte en gato, y bebe sangre de niños. Describe todo lo que los inquisidores esperaban. Diez días después el propio Inquisidor de Florencia, un hombre más ilustrado, va a tomar a su cargo los interrogatorios. Gostanza comienza a describir su vida, su rapto a los ocho años para ser entregada al hombre que será su esposo. El abuso a esa tierna edad, y su huida de la realidad, como encontraba refugio en el bosque y en sus fantasías. La imagen que ella presenta del aquelarre es una construcción donde se entremezclan sus propios anhelos, expectativas, y sueños, con la imagen elaborada de las reuniones satánicas. Un cuento lleno de elementos folclóricos, probablemente recuerdos infantiles e historias que escuchara. Presenta al diablo como un esposo amoroso, diferente del que tuvo, y a la “Ciudad del Diablo”, donde se celebran las reuniones, como “una ciudad de oro, más bella que Florencia” muy distinta del ambiente cotidiano y gris donde se mueve. La fantasía que proyecta en su relato claramente muestra su huida de la realidad, el deseo de encontrar en este mundo ficticio la protección contra la dureza, exigencia y frustraciones de su mundo real.

El inquisidor se convence de hallarse sólo ante una visionaria. Tras veintiún días de interrogatorio es liberada. La Inquisición está menos dispuesta a dejarse llevar por estas historias que los tribunales civiles. Durante todo el siglo XVI el Santo Oficio mostró mayor prudencia en esos casos que los tribunales civiles, siendo éstos responsables del mayor número de ajusticiamentos por hechicería. La Inquisición prefería atender, y con severidad, los casos de herejía (25).

Toda fantasía tiene una fuerte base real. Y en el caso de la detallada reconstrucción del fantástico mundo descripto por Gostanza, se amalgaman visiones derivadas de su instrucción religiosa – la aprendida por los predicadores de campaña – y la cultura y saber populares, de largos siglos de elaboración y transmisión campesina. Todo esto coloreado por sus propias vivencias y al entorno social que le tocó vivir.

La persecución de la brujería fue sin duda uno de los mecanismos puestos en marcha con el fin de destruir la cultura popular, y sus antiguos saberes. En los procesos de brujería se destaca una gran mayoría de mujeres acusadas y esto era así porque las mujeres eran precisamente las encargadas de custodiar esta sabiduría popular. Ellas eran las que presidían veladas nocturnas – posiblemente de aquí se derive la imagen del sabbat – que constituían unos de los mecanismos más tradicionales de transmisión cultural en el campesinado. Veladas en las que, junto al relatos de cuentos y de sucesos pasados, se enseñaban costumbres morales o se transmitían saberes sobre plantas y astros. El universo mágico se entremezclaba con la percepción popular del mundo. José Luis Romero en La cultura Occidental, planteaba que la realidad e irrealidad se confundían y entrecruzaban constantemente en la mente del hombre medieval, donde el sentimiento mágico del germano o la adivinación de lo misterioso que anidaba en los antiguos celtas pervivía, mezclándose con el dogma cristiano. Todo esto daba como resultado un rico mundo mítico (26).

La ideas y prácticas chamánicas guardan muchos puntos de contacto con el estereotipo del brujo o hechicero. Mircea Eliade en su completo análisis del fenómeno del chamanismo, destaca que esta “especialidad mágica” está muy relacionada con las técnicas del éxtasis, dominio del fuego, y vuelos nocturnos -función decisiva en las consagraciones chamánicas-. Estas personas afirman sostener una especial relación con los espíritus de la naturaleza a los que dominan (27). La constante movilidad de estos pueblos nómades no hace descabellado pensar que pudieron haber tenido relaciones con Europa Occidental, en particular el chamanismo siberiano y de allí provenir parte del conjunto de ideas míticas del campesinado europeo. Carlo Ginzburg descubrió en la campaña italiana, la existencia entre los siglos XVI y XVII de un antiquísimo culto agrario con trasfondo chamánico, los benandanti, que en muchos de los procesos inquisitoriales aparecen confundidos con brujos (28).

La demonización de estas antiguas prácticas llevó a la intolerancia y a la persecución. La imagen del brujo satánico fue un importante mecanismo de control social y de dominio sobre el diferente. La manera más eficaz de imponer una cultura hegemónica y destruir de manera sistemática la cultura y saber populares. Esta enculturación fue parte de un largo proceso de cambio, que abarcó desde la destrucción económica del campesinado, de su forma de vida y cultura hasta la imposición de un nuevo sentido del tiempo y del trabajo propios del naciente capitalismo.

Se puede decir que el proceso de destrucción de la cultura popular arrancó desde la difusión del cristianismo en Europa, pero es en el siglo XVI, donde este ataque se da con mayor vigor. La separación entre cultura de elite y cultura popular es muy notable a partir de este siglo. Así, la centralización del Estado, los cambios económicos, la Reforma religiosa, la Contrarreforma, la imprenta, entre otros aspectos que marcaron este siglo, forma el marco en el cual insertar y tratar de comprender el complejo fenómeno de la caza de brujas.

Esta persecución termina prácticamente para mediados del siglo XVIII. En Inglaterra la última ejecución se registra en l684, en Estados Unidos en l692, en Francia en 1745 y en Alemania en 1775 (29). Fueron precisamente las altas autoridades teológicas, jurídicas y políticas que la habían iniciado, las que terminaron por eliminarla. El modelo preponderante de superstición va a pasar a ser el científico- racionalista. Uno de sus grandes exponentes, Voltaire (1674- l778), en sus Cartas Filosóficas razonaba: “Me parece que la naturaleza humana no tiene necesidad de lo verdadero para caer en lo falso… el primer hombre que se puso enfermo creyó sin esfuerzo en el primer charlatán. Nadie ha visto hombres – lobos, ni brujos y muchos han creído” (30).

  La superstición va a volver a ser nuevamente producto de la ignorancia y así, la creencia en la bruja satánica y sus abominables hechos, que segara tantas vidas, pasará a ser solo un recuerdo.

NOTAS:

1) Bennasar, B: La inquisición española: Poder político y control social. Barcelona, Crítica, l98l, pp. 100, 117

2) Ejemplo de esto lo podemos hallar en dos relatos del Antiguo Testamento que describen el mismo hecho pero cuya fecha de producción está separada por siglos. Ambos detallan un censo realizado por el rey David – hecho considerado como un pecado para la mentalidad hebrea de su tiempo- En 2 Samuel 24:l leemos: “Se encendió la ira de Yavhé contra los israelitas e incitó a David contra ellos diciendo: Anda, haz el censo de Israel y Judá”. Este pasaje es del siglo X a. C. y claramente muestra que la ira de Dios es la que impulsa al rey a cometer este pecado. La mentalidad religiosa del antiguo Israel lo refería todo a Dios como causa principal. Siglos después el escritor del libro de Las Crónicas (siglo IV a. C.) relata el mismo hecho pero con esta variante: “Alzóse Satanás contra Israel e incitó a David a hacer el censo al pueblo” (1 Crónicas 21:1) En seis siglos la figura de Satanás como opositor de Dios estaba claramente delineada en la teología hebrea.

3) Brujería y hechicería no son sinónimos, mientras que la primera designa a un fenómeno inventado por la teología tardo medieval, la segunda designa a ritos populares reales, tanto urbanos como campesinos. Estas dos realidades diferentes fueron confundidas en el período que analizamos por los jueces y teólogos que llevaban adelante la caza de brujas. En el presente trabajo vamos a usarlas de manera indistinta.

4) Campagne F. M.. Homo Catholicus. Homo Supertitiosus. El discurso antisupersticioso en la España de los siglos XV al XVII. Madrid- Buenos Aires, 2001

5) Cicerón: Sobre la Naturaleza de los dioses Libro II, capítulo 28, p. 147. Madrid. Ed. Sarpe, l984

6) 1 Timoteo 4:7, Biblia de Jerusalén.

7) San Agustín De Doctrina christiana II, 20,30. Madrid, l965 pp. 150,155

8) Canon Episcopi en Brujas e Inquisidores, Bs. As. OPFYL, 1994

9) Santo Tomás de Aquino Summa Theológica, 2-2 q 95, p.260

10) Huizinga, J : El otoño de la Edad Media, Barcelona, Altaya, 1998 p.346

11) El motivo del pacto en la leyenda medieval alcanza su punto culminante con la historia de Fausto, un mago que hace un pacto con el diablo para conseguir sabiduría y el amor de una mujer. Esta leyenda, que combinaba las tradiciones de la magia superior e inferior, fue muy popular a lo largo de los siglos. Como lo atestiguan obras como el Doctor Fausto de Marlowe de 1593 y el Fausto de Goethe del siglo XIX.

12) Ginzburg, C. Historia Nocturna. Un desciframiento del aquelarre, Barcelona, 199l p. 70

13) Fray Martín de Castañega: Tratado de supersticiones y hechicerías. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1997 pp.69, 85

14) Bula Summis Desiderantes Affectibus, en Brujas e inquisidores, OPFYL, 1994 pp.8-10

15) Ginzburg, C: Historia… op.cit.70, 7l

16) Campagne F. El otro entre nosotros. Funcionalidad de la noción de superstitio en el modelo hegemónico cristiano B. Hi, T. 102, 2000, número 1, p.46

17) Cardenal Federico Borromeo: Sobre la peste en Milán OPFYL, 1998, pp.8,9

18) Las brujas según un inquisidor de Germania en Brujas e inquisidores. OPFYL, 1994, pp.11, 12

19) Tratado… op.cit. p. 3

20) La fuente de este comentario va a ser el análisis que realiza Silvia Mantini sobre este caso, extraído de los archivos de San Miniato, Florencia y Luca, publicados en La mujer del Renacimiento. Madrid, Alianza, l993

21) Heinrich Kraemer y Jacobus Sprenger: Malles Maleficarum, p. 82

22) Tratado… op. cit. pp.63-65

23) Tratado… op.cit. p.86

24) Este instrumento de tortura consistía en un caballete al cual el acusado era atado con cuerdas. El verdugo daba vueltas sucesivas, que estiraban a la víctima. El propósito de las torturas no era que el acusado perdiera la vida sino que confesara su crimen.

25) Bennassar,: La inquisición… op. cit. p.201

26) Romero, José Luis: La cultura Occidental Madrid, Alianza, 1994, p.95

27) Elíade, Mircea: El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis. México, F.C.E. 1996, p. 23, 24, 27

28) Ginzburg, Carlo : El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Paidós, l998, p. 21, 102

29) Russell, G. La historia de la brujería Barcelona, Paidón, 1998, p. 158

30) Voltaire: Cartas filosóficas Madrid, Altaya, 1996, p. 179.

Cuerpo y modernidad

 
CUERPO Y MODERNIDAD

Por Analía Negishi

    En la forma como una cultura construye su noción de cuerpo, se cifra una forma simbólica esencial de entender la realidad. En la modernidad, el cuerpo es construido desde diversos niveles. En la Edad Media y el Renacimiento, lo corporal se relaciona fuertemente con las festividades populares, y las culturas rurales, y una noción de un cuerpo que se identifica con la naturaleza. Pero luego, surge otra forma de la corporalidad relacionada con su reducción a objeto de investigación (Vesalio), a un opuesto de la mente (Descartes), o un instancia construida y controlada por fuerzas panópticas (Foucault). En el texto que sigue a continuación, realizado por Analía Negishi  como parte de sus estudios en la Universidad de Buenos Aires, el cuerpo es explorado desde estas significaciones esenciales. Un análisis que estimula la reflexión sobre parte de los complejos sentidos del cuerpo en la historia moderna.

E.I

CUERPO Y MODERNIDAD

Por Analía Negishi 

Introducción
· “Cuerpo supernumerario al que el hombre le debe la precariedad y al que quiere volver impermeable a la vejez o a la muerte, al sufrimiento o a la enfermedad” (David Le Breton)

  Con el transcurrir de los siglos, las representaciones simbólicas que el hombre se hace de sí mismo, de los demás y del universo que lo rodea, han ido cambiando con el acontecer de diversos sucesos sociales, económicos y políticos. Diferentes personajes, diferentes concepciones en distintos momentos de la Historia han alimentado una gruesa reserva de teorías, corrientes y escuelas que nos permiten diferenciar aquéllas y (tratar de) entender nuestro presente.

Y como para aprehender el momento presente uno debe necesariamente remontarse al pasado, este trabajo tiene la intención de recorrer la etapa que algunos pensadores de Europa Occidental titularon “Modernidad”, pero haciendo hincapié en una faceta del simbolismo, aquella inquietud que se plantea: ¿Cómo ve el hombre al hombre? ¿Qué es lo que influye en su percepción de sí mismo? ¿Cómo construye él las representaciones de él mismo? O, en pocas palabras, ¿Cómo se pensó el cuerpo en la Modernidad?

Para llevar a cabo esta tarea, pretendo realizar una sucesión de las ideas imperantes en dos momentos diferentes de la Historia, tratando de no caer en una cronología lineal y monótona: La Edad Media y la Modernidad. Frente a la extensión que ocuparía analizar estas épocas en los distintos puntos del planeta, y a riesgo de acotar demasiado el trabajo presente, sólo tomaré en cuenta a Europa Occidental, como eje y epicentro de las ideas y corrientes aquí tratadas.

La Edad Media y el Renacimiento

Se conoce como Edad Media a la etapa de la historia europea comprendida, aproximadamente, entre la caída del Imperio Romano de occidente y el advenimiento de la edad moderna, con el desarrollo del capitalismo, el florecimiento de la cultura renacentista y los descubrimientos geográficos. La civilización medieval fue, principalmente, la síntesis de tres elementos: La herencia de la antigüedad grecolatina, la aportación de los pueblos germánicos y la religión cristiana

En el 476 DC, con la caída del Imperio Romano, el Cristianismo se convierte en la religión oficial de los diferentes reinos (bárbaros, godos, francos, etc.) Los Hunos, quienes adquirían cada vez más poder a medida que avanzaban sobre el Imperio, fueron frenados por un Godo, cuyo destino fatal fue signado por el recelo del Emperador. Las chances de que Atila se retirara mermaban, cuando la última carta fue jugada: enviar a un sacerdote cristiano con el fin de intimidar a los Hunos. La diferencias entre las religiones de unos y otros, como la invisibilidad del Dios cristiano, generaba temor, así como el lenguaje y la capacidad de leer, escribir y realizar actividades burocráticas de los sacerdotes.
Poco a poco todos los pueblos se fueron convirtiendo al Cristianismo, por lo que la cultura medieval de occidente está signada por el teocentrismo. La verdad procede, entonces, de Dios, siendo la Iglesia católica la mediadora entre el Reino de los Cielos y el Reino de la Tierra, lo que determina la manera en que el sujeto se autoconoce.
La iglesia fue la depositaria en occidente de la supremacía universal cuando desapareció el poder del imperio; el papa fue reconocido como la autoridad máxima a la que debían someterse los poderes temporales. De este modo, la jerarquía eclesiástica de Roma se constituyó en el factor aglutinante de las monarquías occidentales.
La cultura, el arte, la ciencia y las letras fueron patrimonio eclesiástico. En los monasterios, los monjes realizaron un esforzado trabajo de recopilación de los textos clásicos y de los escritos teológicos de los padres de la iglesia.
Es San Agustín quien diferencia al hombre anterior a la caída y el hombre medieval. Aurelio Agustín nace en Tagaste, Numindia en el año 345, estudió muy joven en Yagaste, en Madavo y luego en Cartago, a los 17 años. Más tarde en Cartago enseña retórica y elocuencia, se dedica a la astrología y a la filosofía. Luego marcha a Roma, y de aquí a Milán donde encuentra al gran obispo San Ambrosio, a quien escucha asiduamente y que contribuyó tanto a su conversión en el año 386.
La diferencia crucial entre el hombre anterior a la caída y el hombre medieval es que el hombre anterior a la caída es una criatura “concupiscente y mortal”, pero a la que Dios ha hecho don de la gracia, que es un “don sobreañadido” (donum superadditum). Este don no forma parte de la naturaleza humana en tanto que tal, y depende del acto mismo del Creador. Le permitiría escapar del pecado y de la muerte. El pecado de Adán le retiró ese don de la gracia, y se convirtió en lo que era por naturaleza, es decir, en “concupiscente y mortal”. Más aún, la culpabilidad se extendería a toda su descendencia, y todos compartirían su falta, ya que habrían pecado en él. El hombre habría pues cometido un pecado original alzándose contra el orden establecido por Dios, un acto, una falta: “peccatum actuale”. Este pecado se habría hecho hereditario y se convertiría en un estado: “peccatum habituale”, el de la esclavitud del hombre con respecto a la concupiscencia y la muerte. Se pasa de la eternidad al tiempo. El hombre está destinado a la muerte, porque el hombre ya no es el verdadero hombre (el anterior a la caída). Entonces, para que el hombre medieval tenga salvación necesita de la Gracia, necesita de la Divinidad. Esa relación vital entre el hombre y la Divinidad no cambia sino hasta el Renacimiento.
El Renacimiento significó un movimiento cultural de los siglos XV y XVI, iniciado en Italia y propagado por Europa, que terminó dando nombre a un período de la civilización occidental caracterizado por la vuelta a la antigüedad clásica como reacción contra la mentalidad teológica medieval.
En cuanto a las características generales de dicho período podemos citar la desvinculación del arte del monopolio cultura de la iglesia. También en este período el arte se inspira en el legado artístico grecorromano de “renacer” y las obras toman como referencia al ser humano. El canon de belleza se ajusta a la belleza humana.

· “En el pasado (…) estaba mezclado a un gran río, nunca estaba separado, con una vida propia; pero me miré a un espejo y decidí ser libre. La única ventaja de esta libertad fue descubrir que tenía un cuerpo y que, durante determinada cantidad de años, debía alimentar y vestir ese cuerpo. Y luego, todo habrá acabado.”
(V. S. Naipul)

Las representaciones del cuerpo y los saberes acerca del mismo no pueden desligarse de un contexto, de un estado social determinado, de una visión del mundo y, dentro de ésta última, de una definición de la persona. El cuerpo, sostiene David Le Breton, “es una construcción simbólica, no una realidad en sí misma” En Occidente la concepción del cuerpo está ligada a la posesión, no a la identidad, al ser. “Mi cuerpo”, que nació de la emergencia y el desarrollo del individualismo en las sociedades occidentales en el Renacimiento, convierte al cuerpo en el envase del sujeto, el lugar de sus límites y de su libertad.
Le Breton realiza una comparación para poder diferenciar otro tipo de concepción del cuerpo, para lo cual debemos, al menos momentáneamente, librarnos de la concepción moderna y occidental que nos acorrala. Para los conacos el cuerpo participa por completo de una naturaleza que, al mismo tiempo, lo asimila y lo cubre. El vínculo que existe entre el cuerpo y lo natural no es metafórico, sino una “identidad de sustancia” , ese vínculo es solidario. Cada sujeto existe solamente por su relación con los demás, el hombre es sólo un reflejo, obtiene se existencia a partir de su relación con los demás. La noción individual occidental de persona como unidad, no existe entre los conacos. Por lo tanto, el cuerpo, como nosotros lo entendemos, tampoco existe. El cuerpo no es una frontera, no limita la libertad, sino que es un elemento imposible de separar de un conjunto simbólico.

· “El cuerpo grotesco no tiene una demarcación respecto del mundo, no está encerrado, terminado, ni listo, sino que se excede a sí mismo, atraviesa sus propios límites. El acento está puesto en las partes del cuerpo en que éste está, o bien abierto al mundo exterior, o bien en el mundo, es decir, en los orificios, en las protuberancias, en todas las ramificaciones y excrecencias: bocas abiertas, órganos genitales, senos, falos, vientres, narices.” (Mijail Bajtín)

Volviendo a la Edad Media, podemos tomar como punto de partida para nuestro análisis, aunque no lo sea en la historia universal, el Siglo XV y la fiesta popular medieval. En el Carnaval, en el fervor de la calle y de la plaza pública es imposible apartarse, cada hombre participa de la efusión colectiva, de la barahúnda confusa que se burla de los usos y de las cosas de la religión. El Carnaval como un Intervallum mundi, una apertura de un tiempo diferente en el tiempo de los hombres y de las sociedades en las que se vive. Los principios más sagrados no se toman enserio, las risas y las parodias estallan por todos los lugares, la burla es constante. El Carnaval tiene como regla la trasgresión, lleva a los hombres a una liberación de las pulsiones habitualmente reprimidas.
Por el contrario, las fiestas oficiales instituidas por las capas sociales altas están basadas en la separación, jerarquizan a los sujetos, consagran los valores religiosos y sociales y, de este modo, afirman el germen de la individualización de los hombres. La retirada progresiva de la risa y de las tradiciones en la plaza pública marca la llegada del cuerpo moderno como instancia separada, como marca de distinción entre un hombre y otro. El carnaval absuelve y confunde; la fiesta oficial fija y distingue. El cuerpo medieval no se distingue del hombre, como sucederá con el cuerpo en la modernidad, entendido como factor de individuación.
Estas fiestas de las altas capas de la sociedad o la Iglesia, no alteraban el orden existente, la fiesta oficial mira hacia atrás, hacia el pasado; tendían a consagrar la estabilidad, la inmutabilidad y la perennidad de las reglas que regían el mundo: jerarquías, valores, normas y tabúes religiosos, políticos y morales corrientes. El carnaval, en cambio, creaba una “segunda vida” era el triunfo de una especie de liberación transitoria, más allá de la órbita de la concepción dominante, la abolición provisional de las relaciones jerárquicas, privilegios, reglas y tabúes. Se oponía a toda perpetuación, a todo perfeccionamiento y reglamentación, apuntaba a un porvenir aún incompleto.
“El cuerpo humano es, en las tradiciones populares, el vector de una inclusión, no el motivo de una exclusión (en el sentido en que el cuerpo va a definir al individuo y separarlo de los otros, pero también del mundo); es el que vincula al hombre con todas las energías visibles e invisibles que recorren el mundo.”

· “Oh, tu, que te libras a especulaciones sobre esta máquina nuestra, no te entristezcas porque la conoces a causa de la muerte de otra persona; alégrate, en cambio, de que nuestro creador le haya proporcionado al intelecto tan excelente instrumento.” (Leonardo da Vinci)

El origen de la aparición del individuo en una escala social significativa puede encontrarse en el mosaico italiano del Trecento o del Quattrocento en el que el comercio y los bancos comienzan a jugar un papel económico y social muy importante. El comerciante es el prototipo del individuo moderno: el hombre cuyas ambiciones superan los marcos establecidos, el hombre cosmopolita por excelencia, que convierte al interés personal en el móvil de las acciones, aún en detrimento del “bien general”. Este hombre nuevo ya no está regido por la preocupación por la comunidad y por el respeto por las tradiciones. Esta nueva visión de sí mismo y del mundo, que le proporciona al hombre un margen de acción casi ilimitado, sólo alcanza, por su puesto, a una fracción de la colectividad. Esencialmente, a los hombres de la ciudad, a los comerciantes y a los banqueros.
Esta individualización que opera en el Renacimiento es todavía más clara en el arte, en el artista. El sentimiento de pertenecer al mundo y no sólo a la comunidad de origen se intensifica por la situación de exilio en la que se encuentran miles de hombres a causa de los vaivenes políticos o económicos de los diferentes Estados. Pero lejos de abandonarse a la tristeza, estos hombres alejados de las ciudades natales, de sus familias, desarrollan un nuevo sentimiento de pertenencia a un mundo cada vez más grande. La única frontera admitida por estos hombres del Renacimiento es la del mundo.
En la Alta Edad Media sólo los altos eclesiásticos de la Iglesia o personajes importantes del Reino dejaban retratos de sus personas, aunque siempre protegidos de los maleficios por la aprobación religiosa de las escenas en que figuraban rodeados por personajes celestiales.
Ya en el Siglo XV, el retrato individual sin ninguna referencia religiosa se afianzaba en la pintura, tanto en Florencia como en Venecia, en Flandes o en Alemania. Se vuelve un cuadro en sí mismo, soporte de una memoria, de una celebración personal sin ninguna otra justificación. La preocupación por el retrato y, por lo tanto, esencialmente, por el rostro, tendrá cada vez más importancia con el correr de los siglos. El retrato individual se convierte en una de las primeras fuentes de inspiración de la pintura, cambiando en algunos decenios aquella tendencia establecida de no representar la persona humana, salvo en una representación religiosa. Por lo tanto, ya no se necesita de la religión para poder pintar un retrato.
Otro rasgo revelador es la aparición de la firma en las obras de los pintores. Los creadores de la Edad Media permanecían en el anonimato, justamente porque eran parte de la comunidad de los hombres, como sucedió, por ejemplo con los constructores de las grandes catedrales. Los artistas del Renacimiento, por el contrario, le imprimen su sello personal a las obras. El artista deja de ser la ola de superficie llevada por la espiritualidad de las masas, el artesano anónimo de los grandes objetivos colectivos, para convertirse en un creador autónomo. La noción de artista está cargada de un valor social que la distingue del resto de las personas.
Ese individualismo hace que el sujeto deje de ser el miembro de la comunidad para volverse un cuerpo para él solo. Y todo esto es lo que lleva al desarrollo de un arte centrado directamente en la persona y provoca un refinamiento en la representación de los rasgos, una preocupación por la singularidad del sujeto, ignorada socialmente en los siglos anteriores.

· “(Los anatomistas) abren quizás, el camino para otros descubrimientos, al fisurar, junto a las fronteras del cuerpo, las del mundo terrestre y las del macrocosmos” (Marie-Christine Pouchelle)

Con el nuevo sentimiento de ser un individuo, de ser él mismo, antes de ser miembro de una comunidad, el cuerpo se convierte en la frontera precisa que marca la diferencia entre un hombre y otro. La estructuración individualista progresa lentamente en el universo de las prácticas y de las mentalidades del Renacimiento. Limitado en primer término a ciertas capas de sociedad privilegiadas, a ciertas zonas, a ciudades sobre zonas rurales, el individuo se diferencia de sus semejantes.
Al mismo tiempo, el retroceso y abandono de la visión teológica que antes mencionamos, conduce al hombre a considerar al mundo que lo rodea como una forma pura, indiferente, una forma vacía que sólo la mano del hombre, a partir de este momento, puede moldear.
Junto con esta nueva visión del cuerpo humano surge el saber anatómico en la Italia del Quattrocento, principalmente en las Universidades de Papua, Florencia y Venecia. A partir de las primeras disecciones oficiales, a comienzos del siglo XV y, luego, con trivialización de la práctica en los siglos XVI y XVII, se produce uno de los momentos claves del individualismo occidental: antes el cuerpo no era la singularización del sujeto al que le prestaba rostro. El hombre, inseparable del cuerpo, no estaba sometido a la singular paradoja de poseer un cuerpo. La incisión de un utensilio en el cuerpo humano en la Edad Media se consideraba una violación al ser humano. Ahora, con los anatomistas nace una diferenciación implícita dentro de la episteme occidental entre el hombre y su cuerpo. Allí se encuentra el origen del dualismo contemporáneo que comprende al cuerpo aisladamente, en una especie de indiferencia respecto del hombre al que le presta rostro. El cuerpo, al contrario de la Edad Media, se asocia al poseer y no al ser.
Las primeras disecciones practicadas por los anatomistas con el fin de obtener información y conocimiento muestran un campo importante en la historia de las mentalidades occidentales. El cuerpo adquiere peso; disociado del hombre, se convierte en un objeto de estudio como realidad autónoma. Estas primeras disecciones oficiales se produjeron en las universidades, como dijimos, de Italia. Ya en el siglo XIV comienzan a producirse bajo el control de la Iglesia, que cuida las autorizaciones que otorga. Por eso la solemnidad de estas primeras disecciones: lentas ceremonias que abarcan días, realizadas con fines pedagógicos para un público reducido a pocas profesiones.
Pero los caminos de la anatomía moderna fueron abiertos por dos hombres: Leonardo da Vinci (1452-1519) y Vesalio (1514-1564). Leonardo realiza una treintena de disecciones, dejando notas y fichas sobre la anatomía humana. Pero los manuscritos de Leonardo sólo tienen una pequeña influencia en su época y luego permanecen prácticamente en secreto por mucho tiempo.
Vesalio nación en Bruselas en 1514. La casa de sus padres no estaba lejos de los lugares en los que se producían las ejecuciones capitales. Las primeras observaciones de Vesalio sobre la anatomía humana se originan en esa mirada alejada que olvida, metodológicamente, al hombre, para considerar tan sólo su cuerpo.
El hombre de Vesalio, diferente a Leonardo, anuncia el nacimiento de un concepto moderno. El del cuerpo, aunque, en ciertos aspectos, sigue dependiendo de la concepción anterior de hombre como microcosmos. Al cortar la carne, al aislar el cuerpo, al diferenciarlo del hombre, se distancia también de la tradición de otra época. Pero se mantiene, aún, en los límites del individualismo y en un universo precopernicano.
En 1953 aparece en De humani corporis fabrica de Vesalio, tratado de 700 páginas. A manera de corte con aquél pasado religioso, la portada muestra a Vesalio que procede a la intervención de un cadáver. Sostiene, en otro grabado, el brazo de una figura desollada y al costado tiene una pluma y un papel para anotar el detalle de su observación. La aparición de este tratado es explícita sobre los obstáculos mentales que hay que superar todavía para que el cuerpo sea visto como definitivamente distinto del hombre.
El cuerpo no es, para Vesalio, más que el cuerpo. Vesalio abre el camino pero se queda en el umbral. Ilustra la práctica y la representación anatómica en un período en el que quien osaba a realizar una disección no estaba totalmente liberado de sus antiguas representaciones, arraigadas no sólo en la conciencia sino, sobre todo, en el inconsciente cultural del investigador, donde mantienen durante mucho tiempo su influencia.
Entre los siglos XVI y XVIII nace el hombre de la modernidad: un hombre separado de sí mismo (en este caso bajo los auspicios de la división ontológica entre el cuerpo y el hombre), de los otros y del cosmos. Es en esos siglos, principalmente a partir del emprendimiento de los anatomistas, que el saber del cuerpo se convierte en el patrimonio más o menos oficial de un grupo de especialistas protegido por las condiciones de racionalidad de su discurso. La cultura erudita que se desarrolla en el siglo XVII sólo alcanza a una minoría de la población europea, pero es una cultura que provoca acciones. Transforma, poco a poco, los marcos sociales y culturales.

Modernidad

A grandes rasgos, el período que conocemos con el nombre de Modernidad se hace conciente en las cabezas de los pensadores europeos entre los siglos XVII y XVIII, por lo tanto entendemos a la Modernidad como una particular condición de la historia, donde se dividirá al mundo entre “lo antiguo” y “lo moderno”. La Modernidad tiene como elemento esencial un proceso de nueva comprensión de lo real, del sujeto y las cosas, del yo y la naturaleza, de las formas de conocer la naturaleza.
“Lo que produce básicamente esta modernización cultural acelerada de la historia es la caída, el quiebre del una vieja representación del mundo regida básicamente por lo religioso”. Por eso, la Modernidad va cambiando todas las ideas que se formaron en torno a lo teológico, por, básicamente, la razón. Estamos ante una desacralización del mundo, lo sagrado ya no basta para representarnos el mundo y a nosotros mismos, ni lo mítico; en cambio, vamos hacia una representación racionalizadota, en base a una razón científico-técnica.
Es el siglo XVIII, el llamado Siglo de las Luces el que concluye de sistematizar el principal pensamiento que hace a los grandes paradigmas modernos, los cuales, hoy en día, están absolutamente naturalizados en nosotros mismos. El proyecto se lleva adelante por hombres que se nutren de la lectura de este pensamiento moderno, que tienen un fuerte carácter de universalidad. El objetivo es que todo lo que ellos elaboran, valga para todo el mundo y para todos los tiempos.
“Para Habermas (…) la Modernidad es ese proceso de racionalización histórica que se da en Occidente, que conjuga y consuma el desencantamiento del mundo instituido por las imágenes religiosas, míticas y sagradas” Por lo tanto, estos saberes que guían a estos hombres ilustrados ya no tienen que ver con el dogma, la religión o superstición, sino pura y exclusivamente con la razón científica. Es en esa razón científica, según algunos autores, que se encuentra la verdad.

· “Seguimos teniendo (…) las mismas viejas dificultades que tuvieron nuestros ancestros para reprimir, silenciar y sublimar la ‘naturaleza en nosotros’ (…) Una de las promesas más destacadas de esta larga lista (de la Modernidad), promesa que nunca se ha cumplido, es la liberación del Cuerpo.” (Agnes Heller)

El cuerpo de la modernidad deja de privilegiar la boca, órgano de la avidez, del contacto con los otros por medio del habla, del grito o del canto. Los ojos, en cambio, son los órganos que se benefician con la influencia creciente de la “cultura erudita”. La mirada adquiere cada vez más importancia, como sentido de la distancia, se convirtió entonces, en el sentido clave de la modernidad.
Como vemos, la geografía del rostro se transforma. Hay que tener en cuenta que el rostro es la parte del cuerpo más individualizada, más singular. El rostro es la marca de una persona, de ahí su uso social en una sociedad en la que el individuo comienza a afirmarse cada vez más.
En el siglo XVII, con el advenimiento de la filosofía mecanicista, como vimos, Europa occidental pierde su fundamento religioso. La reflexión sobre la naturaleza que realizan los filósofos o los sabios se libera de la autoridad de la Iglesia para situarse a la altura del hombre.
La astronomía y la física de Galileo se escriben con fórmulas matemáticas; son abstractas, refutan los datos provenientes de los sentidos. Son, también, absolutamente extrañas a las convicciones religiosas, ya que reducen el espacio de la Revelación, relativizan el lugar del Dios creador.
La importancia ahora es convertirse en dueños y poseedores de la naturaleza. La continuidad entre el hombre y la naturaleza, la comunidad entre ambos son denunciados, pero siempre en el sentido de la subordinación de la segunda al primero. Con la llegada del pensamiento mecanicista desaparecen los himnos sobre la naturaleza, que aparecían en la mayoría de los pensadores de las épocas anteriores. La consagración del modelo matemático para la comprensión de los datos de la naturaleza malogra durante mucho tiempo el sentimiento poético vinculado con ésta. En nombre del dominio se rompe la alianza. El mundo deja de ser un universo de valores, para convertirse en un universo de hechos. No hay misterios que la razón no pueda descifrar.
Sin embargo, hay que aclarar que la inmensa mayoría de los hombres siguen utilizando, en este momento, el mismo marco de pensamiento precopernicano, aunque en sus existencias comiencen a repercutir los efectos de este nuevo pensamiento racionalista.

· “No creo de ningún modo (…) que uno deba abstenerse de tener pasiones, basta con que se sujeten a la razón (René Descartes).”

La axiología cartesiana eleva al pensamiento, al mismo tiempo que denigra el cuerpo. En ese sentido, esa filosofía es un eco del acto anatómico, distingue en el hombre entre alma y cuerpo y le otorga a la primera el único privilegio del valor. La afirmación del cogito como toma de conciencia del individuo está basada en la depreciación del cuerpo y denota la creciente autonomía de los sujetos pertenecientes a ciertos grupos sociales respecto de los valores tradicionales que los vinculaban solidariamente con el universo y con los otros hombres. Así, Descartes se plantea como un individuo, un individuo que prima sobre el grupo. Y al cuerpo como el límite entre todos los hombres. El mejor ejemplo de podemos argüir de lo anterior es su duda metódica (Discurso del método).
Pero además de todo esto, Descartes es un hombre errante por Europa, que elige permanentemente el exilio o al menos el exilio interno, por medio de la disciplina de la duda metódica y al que el propio cuerpo no puede no aparecérsele como una realidad ambigua. Es propio de él buscar y pronunciar las fórmulas que distinguen al cuerpo del hombre, dándole al primero la categoría de accesorio.
La dimensión corporal del hombre recoge toda la carga de decepción y desvalorización; por el contrario, como si fuese necesario que el hombre mantenga una parte divina, a pesar del desencantamiento del mundo, el alma permanece bajo la tutela de Dios. El cuerpo molesta al hombre; el cuerpo tiene una desventaja, ya que lo racional no es una categoría del cuerpo, sino del alma. Por lo tanto, al no ser instrumento de la razón, el cuerpo está condenado a la insignificancia. Para Descartes el pensamiento es totalmente independiente del cuerpo y está basado en Dios. “Nunca podrá hacer (el Genio Maligno) que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu.”
El dualismo cartesiano prolonga el dualismo de Vesalio. Tanto en uno como en el otro, se manifiesta una preocupación del cuerpo descentrado del sujeto al que se presta su consistencia y rostro.
Dice Descartes en su Sexta Meditación: “Y aunque posiblemente (o, más bien, ciertamente…) tenga un cuerpo al que estoy estrechamente unido, sin embargo, como por un lado tengo una idea clara y distinta de mí mismo, en tanto sólo soy una cosa que piensa y no extensa, y por otro, tengo una identidad distinta del cuerpo, en tanto es sólo una cosa extensa y que no piensa, es cierto que soy, es decir mi alma, por la que soy lo que soy, es entera y verdaderamente distinta de mi cuerpo y puede ser o existir sin él.”
Para afirmar todavía más su posición, Descartes desarrolla la idea de que si tomamos un miembro del cuerpo, como por ejemplo una mano, ésta es una sustancia incompleta sólo si se la vincula con el cuerpo, pero en sí misma es considerada como una sustancia completa. Por eso “el alma y el cuerpo son sustancias incompletas cuando se las relacionan con el hombre que componen, pero, separadamente, son sustancias completas.”
Lugar del gozo o del desprecio, el cuerpo es, en esta visión del mundo, percibido como algo distinto del hombre. El dualismo contemporáneo distingue al hombre de su cuerpo.

Conclusiones

En el presente trabajo intenté hacer un fugaz recorrido por dos períodos importantes de la historia del pensamiento Occidental y su visión del cuerpo humano, ya sea como factor de integración a una comunidad (Edad Media), ya sea como un límite, como un “factor de individualización” (Durkheim) que envuelve a toda la Modernidad.
En un primer momento, el cuerpo no pertenece al sujeto, a su singularidad, sino que está inserto dentro de una comunidad. Y es por eso que el cuerpo no puede verse como una unidad, como separado del resto de los individuos. El cuerpo no ocupa un lugar específico ni en el mundo, ni en la cabeza de los hombres. El ser y el cuerpo son una misma cosa. Dimos como principal ejemplo de este momento el Carnaval Medieval, donde los cuerpos, ilustrativamente, se rozan, se tocan, formando una totalidad que representa la idea del cuerpo como integración y no como separación.
Se podría decir que el momento de transición entre ambos momentos es el Renacimiento y su concepción individualista. Poco a poco las ideas religiosas dogmáticas van nublándose en la razón del hombre que se hace cada vez más visible. Es en el Renacimiento que los artistas, como más acabado ejemplo de lo que venimos diciendo, comienzan a firmar sus obras, ya como autores individuales. Más tarde, con el anatomismo, con fines puramente educativos, la razón científica sigue amenazando con el fin de las creencias que hasta hace poco tiempo imperaba en la sociedad.
Finalmente con la Modernidad ya instalada en todos los campos, y teniendo a Descartes como principal representante de dicha época, el cuerpo aparece siendo la parte menos importante de la dualidad cuerpo-alma. Es el alma, para Descartes, en donde se encuentra el pensamiento, y por lo tanto, es el cuerpo el que no es absolutamente necesario para la existencia humana. “Pienso, luego existo”.

Es interesante, entonces, y a partir de todo lo leído, tratar re-pensar al cuerpo hoy. La intimidad se vuelve un valor clave en la Modernidad, incluye la búsqueda de sensaciones nuevas, del bienestar corporal y la explotación de uno mismo; exige el contacto con los otros, pero con mesura y de manera controlada.
Podemos pensar que aquélla dualidad planteada por Descartes se invierte hoy en día; en lugar de ser el signo de la caída, se convierte en una tabla de salvación. Se trata de un dualismo propio del individualismo occidental. La sensibilidad mas narcisista del individualismo contemporáneo modificó los términos de la relación dualista del cuerpo y el alma. La cantidad de tratamientos de belleza, prevención de la caída del cabello, los innumerables métodos para mejorar el físico y miles de ejemplos más muestran que el hombre contemporáneo invirtió al 100% la dualidad cartesiana: es el físico lo que impera hoy sobre el pensamiento. (*)
(*) Fuente: Analía Negishi, “Cuerpo y modernidad”, trabajo realizado en el contexto de la materia Principales corrientes del pensamiento contemporáneo de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires, en 2005.

Bibliografía:

· Casullo, Nicolás; Forster, Ricardo; Kaufman, Alejandro, Itinerarios de la Modernidad, Buenos Aires, Eudeba, 1999

· Foucault, Michel, La Hermeneútica del Sujeto, México, Fondo de Cultura Económica, 2002.

· Haberlas, Jurgen, Modernidad: un proyecto incompleto en El debate modernidad-posmodernidad, Puntosur Editores.

· Descartes, René, Meditaciones Metafísicas en Antología de textos de Historia de la Filosofía II Universidad Iberoamericana, 1993.

· Le Breton, David, Antropología del cuerpo y Modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2002

LA METÁFORA Y LO SAGRADO y MUNDUS Y QUIMERA

                                                                                                            Por Héctor Murena

Ruinas del Templo de Saturno, ciudad fundada mediante un rito que convertía a las ciudades antiguas en espacios sagrados. Estas urbe antiguas se contraponen a las ciudades de la América colonial asimilada a lo que el ensayista argentino Héctor Murena llama “el campamento”.

    Héctor Murena ( 1923-75) es uno de los grandes olvidados de la literatura y el ensayismo argentinos. Su obra, consistente en novelas, poesías y ensayos, permanece hoy casi ignorada. No siempre fue así. En la década de 60′, la literatura argentina soplaba desde la senda murenista o antimurenista. Fue promovido por Victoria Ocampo pero, a la vez, recibió el rechazo del grupo allegado a la famosa Revista sur. Gran propagación tuvo en su momento su primer libro de ensayos, El pecado original de América, donde irradia una acerva crítica al fascismo y a los impulsos imperialistas norteamericanos. Murena crítico la incapacidad del hombre moderno de habitar la tierra de manera significativa y trascendente; manifestó la imposibilidad de la verdadera experiencia del viaje como restitución de los orígenes y, asimismo, buscó recuperar el poder del arte como comunicación con lo sagrado. Tal es el calor de la prosa de Murena que podrán hallar en el primer texto que presentamos en este instante de Textos olvidados de Temakel. El segundo texto, (perteneciente a El nombre secreto que, junto con El Homo atomicus, es uno de sus principales recopilaciones ensayísticas) es una esclarecida contraposición entre el habitar verdadero vinculado con la noción arcaica de mundus y la fantasmal existencia enraizada en la Fiebre del Oro y el existir en el mundo a la manera de un “campamento”. Sobre esta cuestión particular puede consultarse en sección Recuerdo de lo sagrado 24, El nombre secreto y el campamento, otro texto mureniano.

Estas afloraciones pérdidas de Héctor Murena nos acercará al deseo de la sacralidad y a la agudeza crítica plasmada mediante el ensayo.

E.I

LA MÉTAFORA Y LO SAGRADO y MUNDUS Y QUIMERA

                                                                                                            Por Héctor Murena

  1) LA METÁFORA Y LO SAGRADO
      El arte, se dice, responde a una necesidad. De otro modo, añadimos, no existiría, no persistiría. Pero ¿cuál es esa necesidad por la que el arte existe?
  Tal pregunta ha suscitado a lo largo de los siglos todas las respuestas que el hombre puede dar: los artistas de Lascaux, Altamira, hicieron las pinturas rupestres para ofrendarlas a sus dioses o para convertir en mito a los animales que les servían de alimento o para expresar el poder y la destreza de la comunidad o por simple escapismo, diversión o porque pintar confería prestigio, etcétera. El resultado, tanto en ellos como en sus infinitos sucesores, ha sido una obra bella. La palabra bello, la pregunta por la esencia de lo bello, nos remite a la estética. Y la estética, con su mismo nombre, aistesis, sensación, nos indica dónde nos moveremos, el mundo de la obra, su estructura, sensaciones, vocabulario, percepciones. Será conveniente procurar alejarnos de la estética. Para plantear nuestra conjetura -para darle otra vez vida, puesto que es antigua como la humanidad-, será conveniente, sin abandonar la obra, atender hacia afuera de ella, ver a qué tiende, qué necesidad la engendra.
  He presenciado una experiencia. La audición del recitado del Corán. Por un sheik actual. La emisión de cada versículo duraba quince, treinta, no más de cuarenta y cinco segundos. Cada versículo concluía en forma abrupta, comprimiéndose casi con dolor contra el final para transmitir la sensación física de aquello con lo que chocaba: el silencio. Y cada versículo estaba separado en la dicción del que lo seguía por un lapso de silencio más largo que cualquiera de las emisiones, señalando de tal suerte cuáles son las jerarquías entre silencio y sonido. Ese canto, esa voz, crecían para retirarse, abolirse, para que surgiera un silencio desconocido: la voz de Dios.
  Recordé entonces otras músicas, pasadas, contemporáneas. La de Anton Webern, por ejemplo. Piezas intensísimas, también en ellas el silencio es capital. De distinta índole, mortuorio, turbio. Música que vuelve a presentarse ante el silencio como el criminal que retorna al lugar del crimen. Porque entretanto hemos intentado matar a la música, a Dios en nosotros. Pero el silencio sigue siendo el centro. Aunque de manera invertida, en el fin se repite lo mismo que en el principio. La música tiende a lo que es absolutamente no ella, su contrario total. La música es la historia de los intentos por reconstruir el silencio puro, sacro. El arte nace por necesidad de Dios.

  La literatura, el arte de la palabra, nos muestra una lección similar. El universo es un libro, dice la sabiduría: todo libro encierra el universo. Hay que recordar, sin embargo, que el trazo negro de cada palabra se torna inteligible en el libro merced a lo blanco de la página. Ese blanco del que la palabra brota y en el que acaba por desaparecer es el Silencio primordial. Principio y fin de cada criatura, de todo lo creado, el blanco escribe para nosotros lo fundamental de toda escritura: el círculo de misterio que envuelve nuestra existencia. La calidad de cualquier escritura depende de la medida en que trasmite el misterio, ese silencio que no es ella. Su esplendor es enriquecedora abdicación de sí. Y ésta resulta evidente en el tipo de lectura que permite y exige. La palabra portadora de misterio demanda una lectura lenta, que se interrumpe para meditar, tratar de absorber lo inconmensurable: pide relectura, consideración del blanco. Arquetipo son las escrituras de las religiones, que invocan el fin de sí mismas, la restitución del secreto fundamental. Arquetipo, también, las grandes obras de la literatura, aquellas cuya esencia es poética, pues la metáfora, con su multivocidad, pluralidad de sentidos, dice que está procurando decir lo indecible, el silencio. Frente a éstas se alzan los textos utilitarios, que pueden leerse con rapidez y que, si por un lado nos fuerzan a salir de nosotros mediante la diversión o la información, por otro nos empobrecen radicalmente al negar el blanco, el silencio, el misterio. A lo largo de siglos la literatura se vio corrompida de modo cada vez más profundo por ese espíritu utilitario. La novela sin poesía oscureció a la poesía. El espejismo aritmético llamado sociología reemplazó al reverente vacilar, escuela de vacilación, llamado filosofía. Hoy tocamos límites. La babelización de la escritura indica aguda nostalgia mala del silencio que la gran obra por naturaleza encierra y busca. La catástrofe de la letra escrita testimonia en forma invertida que la literatura surge de la necesidad de Dios.

  VERGUENZA Y REDENCION

  Toda palabra es metafórica. Es decir, toda palabra abarca, según se la use, más o menos mundo que lo que la convención supone que abarca. Si digo: «el rey se marchó a su casa», casa sustituye a castillo, es metáfora de reducción. Si digo de una persona que es «mi casa», casa sustituye a criatura, es metáfora de ampliación. Los hombres se han inquietado por este fenómeno. Que lo que constituye su esencia, la palabra, fuese impreciso les resultó vergonzoso. Aristóteles reprocha a Platón el uso de metáforas. «Todo lo que se expresa mediante metáforas -dice- es oscuro.» Pero avergonzarse es una asunción mala de la Caída, del pecado. Vergüenza es la hoja de parra, la novedad que surge en Adán tras probar el fruto del Arbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Quien se avergüenza prefiere que no lo vean, se oculta, busca estar solo: las aspiraciones de cierto tipo de lenguaje preciso surgen de un hombre avergonzado, incapaz de tolerar la luz del misterio al que volvió las espaldas. El misterio del nacer y del morir, de su dependencia respecto a Dios, misterio del que en el Paraíso se nutría. Tal hombre se aísla en la irrealidad de una exactitud que lo ha llevado hoy a la incomunicación casi total. Lo condujo a un lenguaje en el que sólo hay materia humillada por haberse visto reducida a puro objeto y en el que lo humano calla. El lenguaje preciso es el padre de la ciencia. La vergüenza nos entregó al totalitarismo de la utilidad total, a palidecer bajo la sentencia respecto del pecado: «ganarás el pan con el sudor de tu frente.»
  La poesía es humilde. De la humildad extrae las fuerzas para su gesto osado. La poesía acepta la multivocidad de cada palabra, acepta la imprecisa índole humana. Sabe que la precisión con que algunos sueñan no sólo resulta imposible sino que, eco del primer pecado, si se logra evocar su espectro únicamente se conseguirá envenenar con irrealidad la realidad. Criaturas caídas, si una parte de nosotros se obstina en recordar y perpetuar lo pecaminoso al rechazarlo, otra parte persiste en recordar lo angélico que cayó con la Caída. Tal el movimiento de la poesía. Empieza por aceptar que no es ineludible que casa signifique casa. Pero no se detiene ahí. En esa presunta falta descubre una ocasión, una puerta. Insiste, apuesta sobre ella. Va aun más allá. Y dice de pronto: «Aquiles es un león.» El mundo se duplica de esta suerte: Aquiles cobra la esencia del león y el león la de Aquiles. El pretendido lenguaje científico, al insistir en la ciencia del Arbol, desmiembra, separa. La poesía, al reunir lo aparentemente contrario, restaura con el poder de su amor la unidad de todo lo que vive, muestra a la Tierra como un gran arcángel que late y respira. La poesía redime el pecado aceptándolo.
  Recuerdo los versos de un poeta. Describe la muerte de un hombre, dice que éste siente «el íntimo cuchillo en la garganta». ¿Cómo puede decirse esto? ¿Cómo puede atribuirse la cualidad de íntimo a un cuchillo? Así la esencia de la poesía es al menos de índole paradójica, no se subordina a la razón. Pero la imagen «Aquiles es un león» dice todavía más. Enseña que la metáfora cumple una destrucción de las barreras racionales. Con ello la metáfora se instala no sólo más allá de la lógica, sino contra la lógica: se muestra que la operación de la metáfora es fe. Incidentalmente, al esclarecerse los vínculos entre metáfora y razón, aprendemos sobre las relaciones entre razón y fe. Quedan borradas las aspiraciones de la teología, al menos en aquellas zonas en que ésta no se acoge al misterio. Teología es todo lo racional, incluso la ciencia, el intento de explicar el mundo. Posterior a la fe, la teología constituye un momento de debilidad de ésta, en que ante las demandas de la razón el espíritu se rebaja a dar razones que justifiquen la fe. Esta rebaja humilla todo. No hay nada demostrable en el campo de la metáfora, fe. Simplemente las cosas son mostradas, basta. Hay hombres sin fe: tampoco esto es demostrable. La fe y el rechazo de la fe constituyen misterios. La fe que trata de vencer al rechazo de la fe mediante demostraciones, teología, se convierte en alejamiento de la fe. Cada mal busca lo que busca y nada distinto le conviene: es cosa del juicio que cada uno lleva en sí sobre si -sobre el Señor-, por el cual asume la entera responsabilidad de sí mismo.

  La enfermedad es elocuente respecto a la salud. Nos hace saber cuáles eran las funciones de los órganos que funcionan mal. Observemos esa enfermedad del arte llamada esteticismo. Esteticismo: se distingue por ponerse a sí, a lo estético, como único contenido posible de la obra de arte. O sea que lucha contra otros contenidos que suelen adueñarse de la obra: sociales, políticos, intelectuales, religiosos, etcétera. Tal lucha indica que el arte es un campo abierto a contendores, «liberado» de una fuerza que antes lo ocupaba y a la que se supone que se desalojó. ¿Cuál es esa fuerza? El esteticismo, al depositar la fe en lo estético como único contenido posible, lo hace con un carácter absoluto al que no aspiran los otros contenidos contendientes. Tal rasgo absolutista nos revela que el arte, cuando piensa sobre sí, sospecha que su único contenido posible es lo Absoluto, lo Divino. Al rechazar todo contenido, al instaurar su propia esencia como contenido único, la enfermedad del esteticismo nos revela por la vía negativa el carácter sacro del arte, proclama a Dios como una ausencia que no puede ser sustituida por nada. (*)

2) MUNDUS Y QUIMERA

  Uno de los momentos fundamentales del rito tradicional de fundación de ciudades es aquel en que se procede a la apertura del mundus. Se trata de un vasto pozo que era cavado en la tierra y tapado luego, con lo que quedaba convertido en una cámara subterránea, la cual, por su aspecto abovedado similar al cielo, era denominada mundus, universo. Sin embargo, mundus, de mundare, es lo limpio, lo purificado. Un tercer sentido le asignan Varron y Macrobio al identificar mundus con mundo infernal, infierno. Y, por pertenecer a la tierra, era de índole estrictamente femenina. Los cuatro sentidos concurren al significado del mundus de fundación. Colocado bajo la advocación de Ceres, la diosa de la fertilidad, indicaba reverencia al principio femenino; inaugurado con frutos del nuevo lugar y con terra patrum, servía para purificar de la culpa de haber abandonado viejos lares; además, por ser entrada a los infiernos, mostraba un contacto vigilante y propiciatorio con las potencias de éstos -que en suma podrían identificarse con una Ceres (ímpetu vital) adversa o perturbada-. El mundus constituye el vientre, el locus genitalis maternal, la matrix de la que depende la existencia misma le la ciudad.

    Resulta oportuno comparar estas nociones con las de otra gran tradición. Se trata de la concepción budista del hara. Hara significa literalmente vientre, la zona que se halla debajo del ombligo, la cual es para el budismo el centro del cuerpo humano, el centro de gravedad psicofísico del hombre, en el cual debe éste apoyarse si desea vivir una vida no mutilada. Esa zona es desde el punto de vista biológico tanto el reino de la fertilidad, gobernado por Ceres, pues en él se cumplen las funciones de gestación y asimilación, como también el plutónico imperio inferior, porque allí se desarrollan la descomposición y la muerte. “El hecho de anclarse en el centro de su cuerpo procura al hombre el goce de una fuerza que le da la posibilidad de enseñorearse de su existencia” (Graf Karlfried von Durckheim). Hara. Dicha fuerza es la vida cósmica que atraviesa el vientre y a la que el hombre puede propiciarse si aprende a no ser víctima de su cerebro, su corazón o su voluntad, si aprende a descender a sus raíces. El esfuerzo propiciatorio indica reconocimiento por parte del hombre del cordón umbilical que lo une al gran ritmo de la naturaleza. “Lo que importa es la fuerza primordial y universal de la vida que atraviesa a grandes oleadas el bajo vientre del hombre, similar a un torrente de agua que viniendo de la eternidad pasase rumbo a la eternidad”(op. cit).

    Según esta percepción, al mundus externo, cuya apertura le resulta al hombre ineludible para habitar humanamente la tierra, corresponde un mundus interno cuya ocupación le resulta al hombre imprescindible para habitar humanamente en el hombre. Y es de presumir que se trata de dos versiones en distinto estilo del mismo fenómeno. Pero lo que debe retenerse como significativo es el hecho, de que dos tradiciones sin ningún contacto atestiguen del mismo modo respecto a la necesidad a la que debe sorneterse el hombre de dar testimonio de las fuerzas sobrehumanas de la naturaleza, de las que nunca -bajo pena de muerte- podrá liberarse. El europeo que puebla América ha olvidado la noción de mundus y carece de sentido del hara. Sus ciudades, trazadas en forma de damero, en las que cada punto es cualitativamente igual a los demás, denotan una quimera de la razón. Ciudades y templos clásicos adoptan a veces la forma de damero, pero en ellos cada punto, a pesar de ser topográficamente igual a los restantes, difiere de ellos por completo en su valor cualitativo: a través de la totalidad de los puntos se busca reproducir en la ciudad como unidad orgánica una imagen del universo que sea protectora y regenerativa. En el Campamento americano, sin mundus -o sea, implantado el desafío a la naturaleza-, se vive una vida trivial, carcomida por la irrealidad, utópica. Es que el fundamento de una vida humana real y cumplida lo constituye el esfuerzo inicial por reconciliarse con la naturaleza, por trabarse en lucha con sus manes creadores y destructores, a fin de incorporarse al juego cósmico de sus potencias, o, por lo menos, el vivir esa vida en una comunidad que en algún momento de su pasado cumplió tal esfuerzo, cuyas consecuencias siguen impregnando sus diversos estratos. Y el supuesto a partir del cual se funda América es justamente la negación de ese esfuerzo. La ratio de la quimera americana es la Fiebre del Oro, que toma las potencialidades del individuo aventurero en forma parcial y le permite así la ilusión de que no debe empeñarse en luchas más hondas. Tales potencialidades no desarrolladas pasan a cumplirse en una ensoñación cuyo motivo principal es la patria ultramarina. Se sueña con lo que allá se ha vivido y dejado, con lo que allá se vivirá cuando se regrese con el oro que se coseche. Pero ocurre que esas ensoñaciones de una vida pasada y futura en la patria ultramarina conforman el presente de una vida americana, la cual se convierte así en fantaseo irresponsable, salvo en lo que concierne al oro. Puesto que de entrada se ha huido de las potencias de la creación y la destrucción, se cree que en América todo es posible. Pero para construir algo es menester que los cimientos encuentren una resistencia que falta cuando se elude lo profundo: el aventurero afronta esta verdad ineludible al descubrir que uno a uno se estrellan contra la realidad esos locos proyectos a los que se ha lanzado tras comprobar que el oro no existe y que desdichadamente no puede volver a la patria ultramarina.

    Así se aprende el juego de simular profundidad con lo trivial; así se aprende a convertir lo que era fantaseo sobre la patria ultramarina en compensatorias quimeras sobre uno mismo en tierra americana; así se aprende a culpar y odiar a la realidad por el propio fracaso; así se aprende un estilo de vida fantasmalizado, vida de segundo grado, cuyos momentos más intensos están dados por el relampaguear del resentimiento. Y tal como el habitante de Roma posterior en muchas generaciones a la fundación sabía, al marchar por el camino llamado decumanus, que estaba siguiendo el curso del sol, del misma modo el habitante de los campamentos americanos en muchas generaciones posterior a la fundación repite el mismo estilo de vida de segundo grado, empobrecida por el fantaseo, que el espíritu del campamento sin mundus impone. Quimera es tanto planear la coronación de un monarca de estirpe inca para solucionar los problemas que en América originó hacia 1810 la desaparición del monarca español, como la fundación hacia 1950 de Brasilia, en un inútil esfuerzo por arrancar la sede del gobierno del Campamento originario en Río de Janeiro. Quimera es tanto una literatura y un arte latinoamericanos que, incapaces de radicarse lo hondo de la realidad, resultan sujetos a modelos europeos hasta el punto de que -salvo contadísimas excepciones- no alcanzan una expresión propia, corno lo es también el proyecto de Bolívar de formar una confederación sudamericana, sin considerar que la realidad de la anarquía vedaba a la sazón pensar incluso en formar naciones.

    …En los habitantes de la ciudad sin mundus lo único real y profundo es la Fiebre del Oro. Y cuando la Fiebre del Oro mantiene su dominio en la cruda forma primaria todo lo que signifique salir de los límites del propio ego, ir más allá de sí por causa de una preocupación por los otros, renunciar a algo por el bienestar general, expresar algo que concierne a todos, etc., se produce de modo débil, caricaturesco o falso, como un rito que se practica pero sin entender su sentido. Así se explica, por ejemplo, el hondo y malsano conservadorismo que afecta a la totalidad de los miembros de las sociedades latinoamericanas, incluyendo a aquellos más desposeídos. Nadie se siente jamás tan “sin nada que perder” como para exigir o desear una revolución o un cambio en la sociedad: incluso el esclavo que no cuenta más que con la cadena que lo ata  tiene la Fiebre del Oro y, a la espera de satisfacerla, no quiere un cambio de cosas que lo ponga en el riesgo de perder siquiera su cadena. Por ello no hay en tales países fuerzas políticas de izquierda verdaderas con respaldo eficaz. En el actual mundo de masas, de acelerado crecimiento demográfico y de singulares cambios, izquierda política significa la orgánica articulación de las mayorías de individuos menos afortunados a los efectos de obligar a la sociedad a cumplir las modificaciones necesarias para la salud de ésta y prevenir de tal forma los estallidos destructores que sobrevienen cuando no se realizan dichas modificaciones. En un mundo donde la intercomunicación entre los diversos países resulta compulsiva, izquierda política significa poseer la antena necesaria para captar, interpretar y asimilar las modificaciones que se producen en la gran sociedad de masas actual, a fin de no condenarse a desempeñar un papel dependiente y lesivo en la intercomunicación. Ese instrumento de cambio e inteligencia falta en los países latinoamericanos. Como pendant -en apariencia mitigatorio pero en realidad exacerbante- de esa falta surgen los pequeños grupos de intelectuales extremistas a ultranza. Esos grupos se adueñan de universidades y otros puntos claves y realizan desde allí su agitación en pro de la reforma social. Pero tanto lo exagerado y utópico de sus demandas como lo histérico de sus actitudes y gritos denuncian la falta de solidez de sus convicciones y la falta de apoyo verdadero por parte de cualquier sector del país. Y a la larga el papel que desempeñan tales grupos de utopistas -que si fuesen reformadores reales actuarían con mucho más sigilo y eficacia- es el de servir como los mejores pretextos que la Prehistoria encuentra para sentirse o simular sentirse convocada a restaurar la pureza del Origen amenazada por los “subversores”. La verdad que los extremistas gritan es la de la impotencia de la Fiebre del Oro -debida la trivialidad e irrealidad final por su falta de mundus- para manejar al país y la de su desesperada apelación a la Prehistoria…

  …Existe sin duda la posibilidad de superar ese destructor movimiento de péndulo entre la Prehistoria y la Fiebre del Oro, incluso en naciones que carecen de mundus, esto es, en naciones implantadas en desafío a la naturaleza. Existe la posibilidad de lograr que una nación arranque en forma definitiva por el camino de la Historia de la Fiebre del Oro y de que a partir de entonces las reapariciones de la Prehistoria sean aisladas, de escasa repercusión en el conjunto, y de que hasta se llegue al caso de que contribuyan a la más rápida marcha de la Fiebre del Oro. Una sociedad de ese tipo -a la que tienden o quisieran tender todos los países latinoamericanos- es la que forman los Estados Unidos de América. Allí la trivialidad y la irrealidad de la vida en la Fiebre del Oro fueron tomadas con pasmosa seriedad para organizar un sólido estilo de existencia nacional que el mundo entero conoce con el nombre de tecnocracia. La tecnocracia toma las vidas de quienes viven a ella sometidos según un estilo “estadístico”, por así llamarlo, que aprovecha siempre especialidades técnicas parciales de los individuos y los ignora siempre como las totalidades humanas que son, por lo que los condena a llevar una existencia tan superficial y fantasmal, tan de segundo grado, como la que distingue  siempre a la de la Fiebre del Oro. La Prehistoria puede volver en carácter de oposición “refundadora” a través de incidentes -como los asesinatos de Lincoln y Kennedy, el espíritu del Sur, el mundo que revelan las novelas de Faulkner, el maccarthysmo, etc.- a los que la Fiebre del Oro vestida de Tecnocracia consigue sobreponerse, pero son más importantes los aspectos en que se presenta como aliada -la Conquista del Oeste, el espíritu militarista que a cañonazos abre y mantiene mercados para los productos de la Tecnocracia, etc.- Este “ideal” -al que de algún modo con el tiempo los países latinoamericanos se acercarán en variada medida- constituye el máximo de intensidad vital -basadas en la eficacia, nunca en la plenitud, a la que la primera se opone -que pueden alcanzar las sociedades sin mundus ni hara, es decir, formadas por criaturas que se han enajenado los manes tanto externos como internos.

    Por lo demás, en una humanidad progresiva y generalizadamente desencadenada del nutricio orden cósmico por la razón, este modelo se aparece como el más adecuado para la mayoría de las naciones, aunque debe notarse que en aquellas que en el pasado contaron con un nombre secreto, con un mundus, las influencias del modelo tecnológico no logran nunca penetrar demasiado hondamente y son por ello menos ostensibles y menos nocivas. (*)

(*) Fuente: Primer texto procede de Héctor Murena, La metáfora y lo sagrado; y luego Mundus y quimera, de Héctor Murena, en El nombre secreto, Monte Ávila Editores, Caracas, 1979.

EL PENSAMIENTO PERDIDO

EL PENSAMIENTO PERDIDO

  Por Albert Schweitzer

  Albert Schweitzer (1875-1965): humano de sensibilidad honda. Múltiple. Fue médico, filósofo, pastor protestante, músico. Curó las dolencias del cuerpo en el Hospital Lambaréné, en Gabon, en el África negra. Su humanismo militante (y no puramente declamatorio) fue reconocido cuando, en 1952, se le concedió el Premio Nobel de la Paz. Como músico, recreó a Bach a través de su gran virtuosismo en la ejecución del órgano. Fue sensible al pensamiento del Oriente y a las aspiraciones éticas. 

  El ojo de Schweitzer descubría con agudeza toda fractura de la dignidad y la plenitud humanas. Una de los abismos del hombre contemporáneo se manifiesta en la pérdida de la predisposición al pensar. Pensamiento perdido. Incapacidad para trascender la conversación rutinaria, la faz más apremiante y cercana de las cosas. Imposibilidad para meditar en la concepción del universo que burbujea bajo la trama de todos nuestros actos y el torrente de nuestra conciencia.

  La defensa de la fuerza del pensamiento abandonado centellea en este ensayo no recordado titulado “¿Qué es una concepción del universo?”, perteneciente a El camino a ti mismo, obra publicada originalmente por la mítica revista y editorial Sur. Un texto olvidado del humanista de Lambaréné, el que vivió en un hospital en la selva, donde el pensar guió la potencia mutadora de la acción.

E.I

    EL PENSAMIENTO PERDIDO

  Por Albert Schweitzer

      Vivimos bajo el signo de la decadencia de nuestra cultura. No es la guerra la que ha creado esta situación. La guerra en sí no ha sido más que una manifestación de esa decadencia. Lo que antes existía de espiritual, ha invertido ahora su actividad, y se dedica, cada vez con mayor encarnizamiento, a obrar contra el espíritu. La acción recíproca entre lo material
y lo espiritual ha adquirido un carácter que podría llamarse funesto. Frente a las poderosas cataratas, avanzamos arrastrados por la corriente entre espantosos vórtices y remolinos. Solamente con los esfuerzos más sobrehumanos lograremos (suponiendo que exista alguna esperanza de lograrlo) alejar la barca de nuestro destino del brazo peligroso del río adonde nos hemos dejado arrastrar, para volver nuevamente al curso principal. Nos hemos alejado de la cultura, porque ninguno de nosotros se preocupaba de pensar seriamente en la cultura. Ahora todos pueden comprobar que el proceso de aniquilación de la cultura se encuentra en pleno auge. Ni siquiera lo que de ella queda todavía en pie, tiene muchas esperanzas de sobrevivir; se mantiene en pie solamente porque no fue derribado por los embates terribles que arrasaron con lo demás. Pero el material de sus cimientos no es más que pedregullo suelto, como lo era todo el resto. El próximo terremoto puede llevárselo.

    Lo decisivo fue que la filosofía renunciara a cumplir con sus obligaciones. Se convirtió en una ciencia que estudiaba los datos de las ciencias naturales y las ciencias históricas, ordenándolos como material para una Weltanschauung futura, y manteniendo en consecuencia una actividad erudita en todos los campos del saber. Al mismo tiempo, se dejaba absorber cada vez más por el interés en su propio pasado. La filosofía se convirtió casi en una historia de la filosofía. El espíritu creador la había abandonado. Surgió así una filosofía de donde el pensamiento se encontraba ausente. Consideraba atentamente los resultados de las diversas ciencias, los sopesaba y estudiaba, pero no se interesaba más en el pensamiento elemental. En las escuelas y en las universidades, desempeñaba todavía un papel; pero ya no tenía nada que decir al mundo.

    En última instancia, la filosofía debe ser guía vigilante del sentido común. Su deber habría sido explicar al mundo que los ideales éticos del sentido común ya no se ordenaban como antes en una concepción del universo total; sino que ahora, hasta nueva orden, debían sostenerse por sí mismos, solos, e imponerse al mundo por su propia fuerza.
    La capacidad que posee una persona de ser un portador de cultura, es decir, de comprender la cultura y obrar para ella, depende de su capacidad de ser al mismo tiempo un pensador y un ser libre. La libertad material y espiritual se encuentran íntimamente unidas. La cultura presupone libertad. Solamente puede ser concebida y realizada por una mente libre. Pero el hombre moderno ha perdido tanto la libertad como la capacidad de pensamiento.
    A esta pérdida de libertad se suma el exceso de tensión. Desde hace dos o tres generaciones, una enorme cantidad de individuos han cesado de vivir como personas; sólo viven como trabajadores. Nada de lo que pueda decirse en términos generales sobre el significado espiritual y social del trabajo, vale ya para ellos. El exceso con que por regla general el hombre moderno, en todos los círculos de la sociedad, se ha dejado absorber por las preocupaciones materiales, ha traído como consecuencia un empobrecimiento de su espíritu. Se puede decir que este proceso ya comienza a obrar sobre él durante su primera infancia. Sus padres, presos en un inexorable destino de trabajo, ya no se pueden ocupar de él como sería natural. De este modo se le suprime algo esencial e insustituible para su desarrollo. Más tarde, entregado el joven también al exceso de trabajo, se ve cada vez más impelido a obedecer esa necesidad de ocupación y distracción exteriores. Dedicar las pocas horas libres que le restan a la reflexión íntima o a la conversación seria con personas o con libros, requeriría en él una capacidad de recogimiento que no siempre posee. La inacción más completa, el alejamiento de sí mismo y el olvido constituyen para él una verdadera necesidad física. Por lo tanto, se comportará como un no-pensante. Lo que busca  no es una formación, sino un sostén, y justamente aquella especie de sostén que menos esfuerzo espiritual le exija. Hasta qué punto la falta de pensamiento se ha convertido en el hombre moderno en una segunda naturaleza, lo demuestra el tipo de sociabilidad que habitualmente practica.

    Cuando mantiene una conversación con sus iguales, procura especialmente que esta conversación se mantenga dentro de los límites de la observación de carácter general, y no se convierta en un verdadero cambio de ideas. Ya no posee nada que pueda llamarse su propio yo, y vive dominado por una especie de angustia de que en algún momento se le exija demostrar que lo posee; angustia de tener que demostrar que posee una personalidad. El espíritu que ha provocado esta asociación de los dispersos, día tras día se convierte entre nosotros en una fuerza cada vez más poderosa. Nuestra sociedad está creando una imagen rebajada del hombre. Tanto en los demás como en nosotros mismos, lo único que buscamos es un desempeño correcto de las obligaciones impuestas por el trabajo cotidiano, y poco a poco nos reducimos a no ser nada más; a ser meros trabajadores.

    A la falta de libertad y a la dispersión del hombre moderno, se agrega como freno psíquico de cualquier posibilidad de cultura el hecho de que ese hombre sea tan incompleto. La monstruosa expansión y el constante crecimiento de la ciencia y de la técnica exigen imprescindiblemente  que la actividad de cada uno de sus practicantes se limite a un campo determinado, cada vez más restringido. Tiene lugar así una organización del trabajo, destinada a crear un todo orgánico en el que pueda combinarse armoniosamente la producción de cada uno con la de los demás, la producción que gracias a la intensa especialización adquiere proporciones siempre mayores. Los resultados que así se consiguen son sin duda grandiosos. Pero en cambio se tiende a abolir el significado espiritual del trabajo para el trabajador. El trabajo lo obliga a poner en juego sólo una parte limitada de sus capacidades, y no su entera persona. Esto provoca un efecto de rebote sobre su personalidad. En lugar de esa conciencia de sí mismo que normalmente nace de la persona como una consecuencia de su trabajo, cuando éste le permite poner en juego toda su capacidad de reflexión y su entera personalidad, surge en el trabajador la conformidad consigo mismo, que nace de una participación perfecta y completa, donde la especialidad es lo único que cuenta y permite olvidar la falta de habilidad en los demás campos. En todas las profesiones, pero sobre todo en el dominio de la ciencia, el peligro espiritual de la especialización se hace cada vez más evidente, tanto para el practicante aislado como para la vida espiritual de la sociedad. Y también es de notar que la juventud recibe actualmente una enseñanza que no es lo suficientemente universal como para permitirle descubrir alguna relación entre las diferentes ciencias, y crearse de este modo, de la manera  más natural, un panorama del saber contemporáneo.

    Ese hombre sin libertad, disperso e incompleto, se encuentra al mismo tiempo amenazado por el peligro inminente de caer en la más completa falta de humanidad. Estamos perdiendo la capacidad de apreciar nuestras afinidades con los demás hombres, con nuestros congéneres. De este modo nos encaminamos por la vía de la inhumanidad. Cuando desaparece la convicción y la conciencia  de que toda persona nos importa por el hecho mismo de ser una persona, la cultura y la ética empiezan a vacilar. El avance hacia una completa y perfecta inhumanidad se vuelve entonces mera cuestión de tiempo. Por otra parte, nuestra sociedad ha cesado de reconocer a todos los hombres su valor y su mérito de hombres. Una parte de la humanidad es, para nosotros, solamente una acumulación de material humano, de hombres como cosas. El hecho de que desde hace unas décadas se haya empezado a hablar con ligereza cada vez mayor de guerra y de depredaciones, como si se tratara de sencillas combinaciones sobre un tablero de ajedrez, ha sido posible únicamente porque se ha creado en la sociedad una imagen del mundo que ya no es capaz de concebir el destino de la persona individual, porque la considera en su exclusiva cualidad de número y de objeto.

    Toda nuestra vida espiritual se desarrolla en el seno, en el ámbito y bajo la égida de las organizaciones. Desde su primera juventud, el hombre moderno se ve perseguido constantemente por la idea de la disciplina que se le quiere imponer, hasta que llega el momento en que pierde su condición individual y sólo puede imaginarse como formando parte de una colectividad. Un intercambio, una mise-au-point de ideas entre persona y persona, como la constituyó la mayor grandeza del siglo dieciocho, hoy ya no podría tener lugar. En aquellos tiempos no se sentía el respeto que hoy se siente por la opinión de la colectividad. Todas las ideas tenían que surgir del sentido común, de la inteligencia individual, y justificarse ante ella. Hoy, el respeto constante hacia las ideas generales y conceptos básicos que rigen en el seno de las colectividades organizadas, se ha convertido en una regla que no se discute. Tanto para sí  como para los demás, el individuo pone en primer plano, porque cree en ellas con la fe más irreductible, todas aquellas ideas u opiniones que considera propias de su nacionalidad, de su confesión religiosa, de su partido político, de su clase social y de más grupos a los que de algún modo pertenece. Valen para él como si fueran un tabú, y se encuentran no solamente fuera de toda posible crítica, sino también excluidas como tema de conversación. Esta actitud, mediante la cual renunciamos nosotros mismos a nuestra condición de seres pensantes, suele llamarse, eufemísticamente, respeto a las propias convicciones, como si pudieran existir verdaderas convicciones donde no existe el pensamiento.

    El hombre moderno se pierde en la colectividad de la manera más increíble. Esta es quizá la tendencia más característica de su personalidad. Y de este modo penetramos en una nueva Edad Media. Una vez que el acto volitivo común se convierte en regla fija, la libertad de pensamiento ya no sirve para nada, es inútil. Solamente volveremos a sentir una necesidad de libertad espiritual, cuando el individuo aislado vuelva a ser espiritualmente independiente, y se encuentre en una relación más honorable y natural con respecto a las organizaciones que son ahora la cárcel de su psiquis. Librarse de esta Edad Media en que nos encontramos actualmente costará mucho más de lo que le costó a la humanidad europea emerger de la anterior. Porque en aquella ocasión la lucha se dirigía contra ciertos poderes autoritarios que habían sido impuestos por las circunstancias históricas. Hoy se trata en cambio de lograr que el individuo pueda abrirse paso para escapar de la prisión espiritual que él mismo se ha creado. ¿Puede haber tarea más difícil? Todavía no existe una idea clara de esta miseria espiritual en que vivimos. Año tras año se hace más intensa la difusión de opiniones nacidas de la colectividad, con exclusión del pensamiento individual.

    No solamente desde el punto de vista intelectual, sino también desde el punto de vista ético es anormal la relación presente entre el individuo y la colectividad. Al renunciar a la propia opinión, el hombre moderno renuncia también al propio juicio moral. Para poder encontrar bueno lo que la colectividad, de palabra y de hecho, recomienda como bueno, para poder condenar lo que según ella es condenable, tiene que contener las reflexiones que surgen en su mente. No solamente ante los demás, sino también ante sí mismo trata de impedir que estas reflexiones cobren expresión. De este modo su juicio se pierde en el juicio de la masa, y la moral en la colectividad.

    ¿Qué es una concepción del universo? Es el conjunto de ideas que la sociedad y el individuo aislado se han formado sobre la esencia y la razón del mundo, sobre la posición y el destino de la humanidad y del hombre dentro de ella. El saber último hacia el cual tendemos es el conocimiento de la vida. Nuestros conocimientos nos muestran la vida desde afuera, nuestra voluntad desde adentro.

  La duda sobre si la multitud es capaz de la reflexión necesaria para llegar a una concepción del universo o Weltanschauung inteligente acerca del individuo y acerca del mundo, resulta justificada cuando se considera como ejemplo el hombre moderno. Pero éste es un fenómeno patológico, en su renuncia a la necesidad de pensar. De por sí, existe en el individuo medio una capacidad dada de reflexión, que no solamente le permite crearse una Weltanschauung propia a través de su pensamiento, sino que además hace de ella una necesidad normal. Los grandes movimientos de opinión que tuvieron lugar en las épocas antiguas y modernas, permiten sostener con confianza la tesis de que en el individuo normal existe un pensamiento elemental capaz de despertar de su letargo. Y también la observación cotidiana de las personas que nos rodean, y de los niños cuando uno tiene contacto con ellos, confirman esa creencia. Un impulso elemental hacia una Weltanschauung, fruto del pensamiento, se agita en nosotros durante la infancia y la adolescencia, cuando se está formando nuestra personalidad independiente como seres pensantes. Más tarde permitimos que ese impulso sea acallado, aunque sentimos claramente que de ese modo nos empobrecemos y nos volvemos menos capaces para el bien. Somos como manantiales, que ya no manan más agua porque nadie los cuida y se  van llenando poco a poco de escombros y residuos. Todo lo que es persona, está destinado a desarrollarse hacia una verdadera personalidad a través de su propia  Weltanschauung nacida del propio pensamiento.  (*)

(*) Fuente: Albert Schweitzer, “¿Qué es una concepción del universo?”, en El camino hacia ti mismo, Buenos Aires, Sur (selección de Max Tau y Lotte Herold; versión castellana de J.R. Wilcok).

Hojas de hierba

WALT WHITMAN
Hojas de hierba
edicomunicación, Barcelona 1988, 104-105 
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48

Dije que el alma no es más que el cuerpo,
Y dije que el cuerpo no es más que el alma,
Y que nada, ni Dios, es más que uno mismo,
Quien camina una milla sin amor, se dirige a su propio funeral
      envuelto en su propia mortaja;
Y yo y tú, sin tener un centavo, podemos comprar lo más precioso
      de la tierra,
Y la mirada de unos ojos o una arveja en su vaina confunden
      la sabiduría de todos los tiempos,
Y no ha y oficio ni profesión en los cuales el joven que los sigue no
      pueda ser un héroe,
Y no hay cosa tan frágil que no sea el eje de las ruedas del universo,
Y digo a cualquier hombre o mujer: Que tu alma esté serena
      y en paz ante millones de universos.

Y digo a la Humanidad: no hagas preguntas sobre Dios,
Porque yo que pregunto tantas cosas, no hago preguntas sobre
      Dios,
(No hay palabras capaces de expresar mi seguridad ante Dios
      y la muerte)

Escucho y veo a Dios en cada cosa, pero no lo comprendo en lo
      más mínimo,
Ni comprendo cómo pueda exisitir algo más prodigioso
      que yo mismo.

¿Por qué desearía yo ver a Dios mejor que en este día?
Algo veo de Dios en cada hora de las veinticuatro y en cada uno
      de sus minutos,
En el rostro de los hombres y de las mujeres veo a Dios,
      y en mi propio rostro en el espejo;
Encuentro cartas de Dios tiradas por la calle y su firma
      en cada una,
Y las dejo donde están porque sé que dondequiera que vaya
      Otras llegarán puntualmente.

Teoria de la religion

GEORGES BATAILLE,
Teoría de la religión
taurus, Madrid 1981, 111-112 
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La posición que resultaría de la conciencia clara y que excluiría, si no la forma extática de la religión, sí por lo menos su forma mística, difiere profundamente de las tentativas de fusión que preocupan a los espíritus empeñados en remediar la debilidad de las posiciones religiosas dadas en el mundo presente.
Los que se asustan en el mundo religioso de la discordancia de los sentimientos, que buscan la unión de las diferentes disciplinas, y quieren resultamente negar lo que opone el prelado romano al sanyasin, o el pastor kikergaardiano al sufí, acaban de emascular – de una y otra parte – lo que ya procede de un orden íntimo con el de las cosas. El espíritu más alejado de la virilidad necesaria para unir la violencia y la conciencia es el de la “síntesis”. El empeño de hacer la suma de lo que han revelado las posibilidades religiosas separadas y de hacer del contenido  que les es común el principio de una vida humana elevada a la universalidad, parece inatacable a despecho de sus resultados insípidos, pero a quien la vida humana le es una experiencia que debe ser llevada lo más lejos posible, la suma universal es necesariamente la de la sensibilidad religiosa en el tiempo. La síntesis es lo que más netamente revela la necesidad de unir decididamente este mundo a lo que la sensiblidad religiosa es en su suma universal en el tiempo. Esta clara revelación de una decadencia de todo el mundo religioso vivo (acusada en esas formas sintéticas que abandonan la estrechez de una tradición) no estaba dada en la medida en que las manifestaciones arcaicas del sentimiento religioso nos aparecían, independientemente de su significación, como jeroglíficos de los que sólo hubiera sido posible un desciframiento formal; pero si esta significación está dada, si, en particular, la conducta del sacrifcio, la menos clara, pero la más divina y la más común, deja de estarnos cerrada, la totalidad de la experiencia humana se nos entrega. Y si nos elevamos personalmente a los más altos grados de la conciencia clara, ya no está en nosostros la cosa avasallada, sino el soberano cuya presencia en el mundo, de los pies a la cabeza, de la animalidad a la ciencia y del útil arcaico al sinsentido de la poesía, es la de la universal humanidad. Soberanía designa el movimiento de violencia libre e interiormente desgarradora que anima la totalidad, se resuleve en lágrimas, en éxtasis y en estallidos de risa y revela lo imposible en el éxtasis, la risa o las lágrimas . pero lo imposible así revelado no es ya una posición deslizante, es la soberana conciencia de sí que, precisamente, ya no se aparta de sí.