LA METÁFORA Y LO SAGRADO y MUNDUS Y QUIMERA

                                                                                                            Por Héctor Murena

Ruinas del Templo de Saturno, ciudad fundada mediante un rito que convertía a las ciudades antiguas en espacios sagrados. Estas urbe antiguas se contraponen a las ciudades de la América colonial asimilada a lo que el ensayista argentino Héctor Murena llama “el campamento”.

    Héctor Murena ( 1923-75) es uno de los grandes olvidados de la literatura y el ensayismo argentinos. Su obra, consistente en novelas, poesías y ensayos, permanece hoy casi ignorada. No siempre fue así. En la década de 60′, la literatura argentina soplaba desde la senda murenista o antimurenista. Fue promovido por Victoria Ocampo pero, a la vez, recibió el rechazo del grupo allegado a la famosa Revista sur. Gran propagación tuvo en su momento su primer libro de ensayos, El pecado original de América, donde irradia una acerva crítica al fascismo y a los impulsos imperialistas norteamericanos. Murena crítico la incapacidad del hombre moderno de habitar la tierra de manera significativa y trascendente; manifestó la imposibilidad de la verdadera experiencia del viaje como restitución de los orígenes y, asimismo, buscó recuperar el poder del arte como comunicación con lo sagrado. Tal es el calor de la prosa de Murena que podrán hallar en el primer texto que presentamos en este instante de Textos olvidados de Temakel. El segundo texto, (perteneciente a El nombre secreto que, junto con El Homo atomicus, es uno de sus principales recopilaciones ensayísticas) es una esclarecida contraposición entre el habitar verdadero vinculado con la noción arcaica de mundus y la fantasmal existencia enraizada en la Fiebre del Oro y el existir en el mundo a la manera de un “campamento”. Sobre esta cuestión particular puede consultarse en sección Recuerdo de lo sagrado 24, El nombre secreto y el campamento, otro texto mureniano.

Estas afloraciones pérdidas de Héctor Murena nos acercará al deseo de la sacralidad y a la agudeza crítica plasmada mediante el ensayo.

E.I

LA MÉTAFORA Y LO SAGRADO y MUNDUS Y QUIMERA

                                                                                                            Por Héctor Murena

  1) LA METÁFORA Y LO SAGRADO
      El arte, se dice, responde a una necesidad. De otro modo, añadimos, no existiría, no persistiría. Pero ¿cuál es esa necesidad por la que el arte existe?
  Tal pregunta ha suscitado a lo largo de los siglos todas las respuestas que el hombre puede dar: los artistas de Lascaux, Altamira, hicieron las pinturas rupestres para ofrendarlas a sus dioses o para convertir en mito a los animales que les servían de alimento o para expresar el poder y la destreza de la comunidad o por simple escapismo, diversión o porque pintar confería prestigio, etcétera. El resultado, tanto en ellos como en sus infinitos sucesores, ha sido una obra bella. La palabra bello, la pregunta por la esencia de lo bello, nos remite a la estética. Y la estética, con su mismo nombre, aistesis, sensación, nos indica dónde nos moveremos, el mundo de la obra, su estructura, sensaciones, vocabulario, percepciones. Será conveniente procurar alejarnos de la estética. Para plantear nuestra conjetura -para darle otra vez vida, puesto que es antigua como la humanidad-, será conveniente, sin abandonar la obra, atender hacia afuera de ella, ver a qué tiende, qué necesidad la engendra.
  He presenciado una experiencia. La audición del recitado del Corán. Por un sheik actual. La emisión de cada versículo duraba quince, treinta, no más de cuarenta y cinco segundos. Cada versículo concluía en forma abrupta, comprimiéndose casi con dolor contra el final para transmitir la sensación física de aquello con lo que chocaba: el silencio. Y cada versículo estaba separado en la dicción del que lo seguía por un lapso de silencio más largo que cualquiera de las emisiones, señalando de tal suerte cuáles son las jerarquías entre silencio y sonido. Ese canto, esa voz, crecían para retirarse, abolirse, para que surgiera un silencio desconocido: la voz de Dios.
  Recordé entonces otras músicas, pasadas, contemporáneas. La de Anton Webern, por ejemplo. Piezas intensísimas, también en ellas el silencio es capital. De distinta índole, mortuorio, turbio. Música que vuelve a presentarse ante el silencio como el criminal que retorna al lugar del crimen. Porque entretanto hemos intentado matar a la música, a Dios en nosotros. Pero el silencio sigue siendo el centro. Aunque de manera invertida, en el fin se repite lo mismo que en el principio. La música tiende a lo que es absolutamente no ella, su contrario total. La música es la historia de los intentos por reconstruir el silencio puro, sacro. El arte nace por necesidad de Dios.

  La literatura, el arte de la palabra, nos muestra una lección similar. El universo es un libro, dice la sabiduría: todo libro encierra el universo. Hay que recordar, sin embargo, que el trazo negro de cada palabra se torna inteligible en el libro merced a lo blanco de la página. Ese blanco del que la palabra brota y en el que acaba por desaparecer es el Silencio primordial. Principio y fin de cada criatura, de todo lo creado, el blanco escribe para nosotros lo fundamental de toda escritura: el círculo de misterio que envuelve nuestra existencia. La calidad de cualquier escritura depende de la medida en que trasmite el misterio, ese silencio que no es ella. Su esplendor es enriquecedora abdicación de sí. Y ésta resulta evidente en el tipo de lectura que permite y exige. La palabra portadora de misterio demanda una lectura lenta, que se interrumpe para meditar, tratar de absorber lo inconmensurable: pide relectura, consideración del blanco. Arquetipo son las escrituras de las religiones, que invocan el fin de sí mismas, la restitución del secreto fundamental. Arquetipo, también, las grandes obras de la literatura, aquellas cuya esencia es poética, pues la metáfora, con su multivocidad, pluralidad de sentidos, dice que está procurando decir lo indecible, el silencio. Frente a éstas se alzan los textos utilitarios, que pueden leerse con rapidez y que, si por un lado nos fuerzan a salir de nosotros mediante la diversión o la información, por otro nos empobrecen radicalmente al negar el blanco, el silencio, el misterio. A lo largo de siglos la literatura se vio corrompida de modo cada vez más profundo por ese espíritu utilitario. La novela sin poesía oscureció a la poesía. El espejismo aritmético llamado sociología reemplazó al reverente vacilar, escuela de vacilación, llamado filosofía. Hoy tocamos límites. La babelización de la escritura indica aguda nostalgia mala del silencio que la gran obra por naturaleza encierra y busca. La catástrofe de la letra escrita testimonia en forma invertida que la literatura surge de la necesidad de Dios.

  VERGUENZA Y REDENCION

  Toda palabra es metafórica. Es decir, toda palabra abarca, según se la use, más o menos mundo que lo que la convención supone que abarca. Si digo: «el rey se marchó a su casa», casa sustituye a castillo, es metáfora de reducción. Si digo de una persona que es «mi casa», casa sustituye a criatura, es metáfora de ampliación. Los hombres se han inquietado por este fenómeno. Que lo que constituye su esencia, la palabra, fuese impreciso les resultó vergonzoso. Aristóteles reprocha a Platón el uso de metáforas. «Todo lo que se expresa mediante metáforas -dice- es oscuro.» Pero avergonzarse es una asunción mala de la Caída, del pecado. Vergüenza es la hoja de parra, la novedad que surge en Adán tras probar el fruto del Arbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Quien se avergüenza prefiere que no lo vean, se oculta, busca estar solo: las aspiraciones de cierto tipo de lenguaje preciso surgen de un hombre avergonzado, incapaz de tolerar la luz del misterio al que volvió las espaldas. El misterio del nacer y del morir, de su dependencia respecto a Dios, misterio del que en el Paraíso se nutría. Tal hombre se aísla en la irrealidad de una exactitud que lo ha llevado hoy a la incomunicación casi total. Lo condujo a un lenguaje en el que sólo hay materia humillada por haberse visto reducida a puro objeto y en el que lo humano calla. El lenguaje preciso es el padre de la ciencia. La vergüenza nos entregó al totalitarismo de la utilidad total, a palidecer bajo la sentencia respecto del pecado: «ganarás el pan con el sudor de tu frente.»
  La poesía es humilde. De la humildad extrae las fuerzas para su gesto osado. La poesía acepta la multivocidad de cada palabra, acepta la imprecisa índole humana. Sabe que la precisión con que algunos sueñan no sólo resulta imposible sino que, eco del primer pecado, si se logra evocar su espectro únicamente se conseguirá envenenar con irrealidad la realidad. Criaturas caídas, si una parte de nosotros se obstina en recordar y perpetuar lo pecaminoso al rechazarlo, otra parte persiste en recordar lo angélico que cayó con la Caída. Tal el movimiento de la poesía. Empieza por aceptar que no es ineludible que casa signifique casa. Pero no se detiene ahí. En esa presunta falta descubre una ocasión, una puerta. Insiste, apuesta sobre ella. Va aun más allá. Y dice de pronto: «Aquiles es un león.» El mundo se duplica de esta suerte: Aquiles cobra la esencia del león y el león la de Aquiles. El pretendido lenguaje científico, al insistir en la ciencia del Arbol, desmiembra, separa. La poesía, al reunir lo aparentemente contrario, restaura con el poder de su amor la unidad de todo lo que vive, muestra a la Tierra como un gran arcángel que late y respira. La poesía redime el pecado aceptándolo.
  Recuerdo los versos de un poeta. Describe la muerte de un hombre, dice que éste siente «el íntimo cuchillo en la garganta». ¿Cómo puede decirse esto? ¿Cómo puede atribuirse la cualidad de íntimo a un cuchillo? Así la esencia de la poesía es al menos de índole paradójica, no se subordina a la razón. Pero la imagen «Aquiles es un león» dice todavía más. Enseña que la metáfora cumple una destrucción de las barreras racionales. Con ello la metáfora se instala no sólo más allá de la lógica, sino contra la lógica: se muestra que la operación de la metáfora es fe. Incidentalmente, al esclarecerse los vínculos entre metáfora y razón, aprendemos sobre las relaciones entre razón y fe. Quedan borradas las aspiraciones de la teología, al menos en aquellas zonas en que ésta no se acoge al misterio. Teología es todo lo racional, incluso la ciencia, el intento de explicar el mundo. Posterior a la fe, la teología constituye un momento de debilidad de ésta, en que ante las demandas de la razón el espíritu se rebaja a dar razones que justifiquen la fe. Esta rebaja humilla todo. No hay nada demostrable en el campo de la metáfora, fe. Simplemente las cosas son mostradas, basta. Hay hombres sin fe: tampoco esto es demostrable. La fe y el rechazo de la fe constituyen misterios. La fe que trata de vencer al rechazo de la fe mediante demostraciones, teología, se convierte en alejamiento de la fe. Cada mal busca lo que busca y nada distinto le conviene: es cosa del juicio que cada uno lleva en sí sobre si -sobre el Señor-, por el cual asume la entera responsabilidad de sí mismo.

  La enfermedad es elocuente respecto a la salud. Nos hace saber cuáles eran las funciones de los órganos que funcionan mal. Observemos esa enfermedad del arte llamada esteticismo. Esteticismo: se distingue por ponerse a sí, a lo estético, como único contenido posible de la obra de arte. O sea que lucha contra otros contenidos que suelen adueñarse de la obra: sociales, políticos, intelectuales, religiosos, etcétera. Tal lucha indica que el arte es un campo abierto a contendores, «liberado» de una fuerza que antes lo ocupaba y a la que se supone que se desalojó. ¿Cuál es esa fuerza? El esteticismo, al depositar la fe en lo estético como único contenido posible, lo hace con un carácter absoluto al que no aspiran los otros contenidos contendientes. Tal rasgo absolutista nos revela que el arte, cuando piensa sobre sí, sospecha que su único contenido posible es lo Absoluto, lo Divino. Al rechazar todo contenido, al instaurar su propia esencia como contenido único, la enfermedad del esteticismo nos revela por la vía negativa el carácter sacro del arte, proclama a Dios como una ausencia que no puede ser sustituida por nada. (*)

2) MUNDUS Y QUIMERA

  Uno de los momentos fundamentales del rito tradicional de fundación de ciudades es aquel en que se procede a la apertura del mundus. Se trata de un vasto pozo que era cavado en la tierra y tapado luego, con lo que quedaba convertido en una cámara subterránea, la cual, por su aspecto abovedado similar al cielo, era denominada mundus, universo. Sin embargo, mundus, de mundare, es lo limpio, lo purificado. Un tercer sentido le asignan Varron y Macrobio al identificar mundus con mundo infernal, infierno. Y, por pertenecer a la tierra, era de índole estrictamente femenina. Los cuatro sentidos concurren al significado del mundus de fundación. Colocado bajo la advocación de Ceres, la diosa de la fertilidad, indicaba reverencia al principio femenino; inaugurado con frutos del nuevo lugar y con terra patrum, servía para purificar de la culpa de haber abandonado viejos lares; además, por ser entrada a los infiernos, mostraba un contacto vigilante y propiciatorio con las potencias de éstos -que en suma podrían identificarse con una Ceres (ímpetu vital) adversa o perturbada-. El mundus constituye el vientre, el locus genitalis maternal, la matrix de la que depende la existencia misma le la ciudad.

    Resulta oportuno comparar estas nociones con las de otra gran tradición. Se trata de la concepción budista del hara. Hara significa literalmente vientre, la zona que se halla debajo del ombligo, la cual es para el budismo el centro del cuerpo humano, el centro de gravedad psicofísico del hombre, en el cual debe éste apoyarse si desea vivir una vida no mutilada. Esa zona es desde el punto de vista biológico tanto el reino de la fertilidad, gobernado por Ceres, pues en él se cumplen las funciones de gestación y asimilación, como también el plutónico imperio inferior, porque allí se desarrollan la descomposición y la muerte. “El hecho de anclarse en el centro de su cuerpo procura al hombre el goce de una fuerza que le da la posibilidad de enseñorearse de su existencia” (Graf Karlfried von Durckheim). Hara. Dicha fuerza es la vida cósmica que atraviesa el vientre y a la que el hombre puede propiciarse si aprende a no ser víctima de su cerebro, su corazón o su voluntad, si aprende a descender a sus raíces. El esfuerzo propiciatorio indica reconocimiento por parte del hombre del cordón umbilical que lo une al gran ritmo de la naturaleza. “Lo que importa es la fuerza primordial y universal de la vida que atraviesa a grandes oleadas el bajo vientre del hombre, similar a un torrente de agua que viniendo de la eternidad pasase rumbo a la eternidad”(op. cit).

    Según esta percepción, al mundus externo, cuya apertura le resulta al hombre ineludible para habitar humanamente la tierra, corresponde un mundus interno cuya ocupación le resulta al hombre imprescindible para habitar humanamente en el hombre. Y es de presumir que se trata de dos versiones en distinto estilo del mismo fenómeno. Pero lo que debe retenerse como significativo es el hecho, de que dos tradiciones sin ningún contacto atestiguen del mismo modo respecto a la necesidad a la que debe sorneterse el hombre de dar testimonio de las fuerzas sobrehumanas de la naturaleza, de las que nunca -bajo pena de muerte- podrá liberarse. El europeo que puebla América ha olvidado la noción de mundus y carece de sentido del hara. Sus ciudades, trazadas en forma de damero, en las que cada punto es cualitativamente igual a los demás, denotan una quimera de la razón. Ciudades y templos clásicos adoptan a veces la forma de damero, pero en ellos cada punto, a pesar de ser topográficamente igual a los restantes, difiere de ellos por completo en su valor cualitativo: a través de la totalidad de los puntos se busca reproducir en la ciudad como unidad orgánica una imagen del universo que sea protectora y regenerativa. En el Campamento americano, sin mundus -o sea, implantado el desafío a la naturaleza-, se vive una vida trivial, carcomida por la irrealidad, utópica. Es que el fundamento de una vida humana real y cumplida lo constituye el esfuerzo inicial por reconciliarse con la naturaleza, por trabarse en lucha con sus manes creadores y destructores, a fin de incorporarse al juego cósmico de sus potencias, o, por lo menos, el vivir esa vida en una comunidad que en algún momento de su pasado cumplió tal esfuerzo, cuyas consecuencias siguen impregnando sus diversos estratos. Y el supuesto a partir del cual se funda América es justamente la negación de ese esfuerzo. La ratio de la quimera americana es la Fiebre del Oro, que toma las potencialidades del individuo aventurero en forma parcial y le permite así la ilusión de que no debe empeñarse en luchas más hondas. Tales potencialidades no desarrolladas pasan a cumplirse en una ensoñación cuyo motivo principal es la patria ultramarina. Se sueña con lo que allá se ha vivido y dejado, con lo que allá se vivirá cuando se regrese con el oro que se coseche. Pero ocurre que esas ensoñaciones de una vida pasada y futura en la patria ultramarina conforman el presente de una vida americana, la cual se convierte así en fantaseo irresponsable, salvo en lo que concierne al oro. Puesto que de entrada se ha huido de las potencias de la creación y la destrucción, se cree que en América todo es posible. Pero para construir algo es menester que los cimientos encuentren una resistencia que falta cuando se elude lo profundo: el aventurero afronta esta verdad ineludible al descubrir que uno a uno se estrellan contra la realidad esos locos proyectos a los que se ha lanzado tras comprobar que el oro no existe y que desdichadamente no puede volver a la patria ultramarina.

    Así se aprende el juego de simular profundidad con lo trivial; así se aprende a convertir lo que era fantaseo sobre la patria ultramarina en compensatorias quimeras sobre uno mismo en tierra americana; así se aprende a culpar y odiar a la realidad por el propio fracaso; así se aprende un estilo de vida fantasmalizado, vida de segundo grado, cuyos momentos más intensos están dados por el relampaguear del resentimiento. Y tal como el habitante de Roma posterior en muchas generaciones a la fundación sabía, al marchar por el camino llamado decumanus, que estaba siguiendo el curso del sol, del misma modo el habitante de los campamentos americanos en muchas generaciones posterior a la fundación repite el mismo estilo de vida de segundo grado, empobrecida por el fantaseo, que el espíritu del campamento sin mundus impone. Quimera es tanto planear la coronación de un monarca de estirpe inca para solucionar los problemas que en América originó hacia 1810 la desaparición del monarca español, como la fundación hacia 1950 de Brasilia, en un inútil esfuerzo por arrancar la sede del gobierno del Campamento originario en Río de Janeiro. Quimera es tanto una literatura y un arte latinoamericanos que, incapaces de radicarse lo hondo de la realidad, resultan sujetos a modelos europeos hasta el punto de que -salvo contadísimas excepciones- no alcanzan una expresión propia, corno lo es también el proyecto de Bolívar de formar una confederación sudamericana, sin considerar que la realidad de la anarquía vedaba a la sazón pensar incluso en formar naciones.

    …En los habitantes de la ciudad sin mundus lo único real y profundo es la Fiebre del Oro. Y cuando la Fiebre del Oro mantiene su dominio en la cruda forma primaria todo lo que signifique salir de los límites del propio ego, ir más allá de sí por causa de una preocupación por los otros, renunciar a algo por el bienestar general, expresar algo que concierne a todos, etc., se produce de modo débil, caricaturesco o falso, como un rito que se practica pero sin entender su sentido. Así se explica, por ejemplo, el hondo y malsano conservadorismo que afecta a la totalidad de los miembros de las sociedades latinoamericanas, incluyendo a aquellos más desposeídos. Nadie se siente jamás tan “sin nada que perder” como para exigir o desear una revolución o un cambio en la sociedad: incluso el esclavo que no cuenta más que con la cadena que lo ata  tiene la Fiebre del Oro y, a la espera de satisfacerla, no quiere un cambio de cosas que lo ponga en el riesgo de perder siquiera su cadena. Por ello no hay en tales países fuerzas políticas de izquierda verdaderas con respaldo eficaz. En el actual mundo de masas, de acelerado crecimiento demográfico y de singulares cambios, izquierda política significa la orgánica articulación de las mayorías de individuos menos afortunados a los efectos de obligar a la sociedad a cumplir las modificaciones necesarias para la salud de ésta y prevenir de tal forma los estallidos destructores que sobrevienen cuando no se realizan dichas modificaciones. En un mundo donde la intercomunicación entre los diversos países resulta compulsiva, izquierda política significa poseer la antena necesaria para captar, interpretar y asimilar las modificaciones que se producen en la gran sociedad de masas actual, a fin de no condenarse a desempeñar un papel dependiente y lesivo en la intercomunicación. Ese instrumento de cambio e inteligencia falta en los países latinoamericanos. Como pendant -en apariencia mitigatorio pero en realidad exacerbante- de esa falta surgen los pequeños grupos de intelectuales extremistas a ultranza. Esos grupos se adueñan de universidades y otros puntos claves y realizan desde allí su agitación en pro de la reforma social. Pero tanto lo exagerado y utópico de sus demandas como lo histérico de sus actitudes y gritos denuncian la falta de solidez de sus convicciones y la falta de apoyo verdadero por parte de cualquier sector del país. Y a la larga el papel que desempeñan tales grupos de utopistas -que si fuesen reformadores reales actuarían con mucho más sigilo y eficacia- es el de servir como los mejores pretextos que la Prehistoria encuentra para sentirse o simular sentirse convocada a restaurar la pureza del Origen amenazada por los “subversores”. La verdad que los extremistas gritan es la de la impotencia de la Fiebre del Oro -debida la trivialidad e irrealidad final por su falta de mundus- para manejar al país y la de su desesperada apelación a la Prehistoria…

  …Existe sin duda la posibilidad de superar ese destructor movimiento de péndulo entre la Prehistoria y la Fiebre del Oro, incluso en naciones que carecen de mundus, esto es, en naciones implantadas en desafío a la naturaleza. Existe la posibilidad de lograr que una nación arranque en forma definitiva por el camino de la Historia de la Fiebre del Oro y de que a partir de entonces las reapariciones de la Prehistoria sean aisladas, de escasa repercusión en el conjunto, y de que hasta se llegue al caso de que contribuyan a la más rápida marcha de la Fiebre del Oro. Una sociedad de ese tipo -a la que tienden o quisieran tender todos los países latinoamericanos- es la que forman los Estados Unidos de América. Allí la trivialidad y la irrealidad de la vida en la Fiebre del Oro fueron tomadas con pasmosa seriedad para organizar un sólido estilo de existencia nacional que el mundo entero conoce con el nombre de tecnocracia. La tecnocracia toma las vidas de quienes viven a ella sometidos según un estilo “estadístico”, por así llamarlo, que aprovecha siempre especialidades técnicas parciales de los individuos y los ignora siempre como las totalidades humanas que son, por lo que los condena a llevar una existencia tan superficial y fantasmal, tan de segundo grado, como la que distingue  siempre a la de la Fiebre del Oro. La Prehistoria puede volver en carácter de oposición “refundadora” a través de incidentes -como los asesinatos de Lincoln y Kennedy, el espíritu del Sur, el mundo que revelan las novelas de Faulkner, el maccarthysmo, etc.- a los que la Fiebre del Oro vestida de Tecnocracia consigue sobreponerse, pero son más importantes los aspectos en que se presenta como aliada -la Conquista del Oeste, el espíritu militarista que a cañonazos abre y mantiene mercados para los productos de la Tecnocracia, etc.- Este “ideal” -al que de algún modo con el tiempo los países latinoamericanos se acercarán en variada medida- constituye el máximo de intensidad vital -basadas en la eficacia, nunca en la plenitud, a la que la primera se opone -que pueden alcanzar las sociedades sin mundus ni hara, es decir, formadas por criaturas que se han enajenado los manes tanto externos como internos.

    Por lo demás, en una humanidad progresiva y generalizadamente desencadenada del nutricio orden cósmico por la razón, este modelo se aparece como el más adecuado para la mayoría de las naciones, aunque debe notarse que en aquellas que en el pasado contaron con un nombre secreto, con un mundus, las influencias del modelo tecnológico no logran nunca penetrar demasiado hondamente y son por ello menos ostensibles y menos nocivas. (*)

(*) Fuente: Primer texto procede de Héctor Murena, La metáfora y lo sagrado; y luego Mundus y quimera, de Héctor Murena, en El nombre secreto, Monte Ávila Editores, Caracas, 1979.