Este libro es para mi hija, Skannon Hillory Hector, cuya visión y ayuda fueron esenciales para realizarlo; y para mi padre, Robert Gifford Hilts, a quien sigo echando de menos cada día.
**************************************************
¿Podrías aceptar más trabajo sin que te aumentemos el sueldo o te ascendamos?
Me gustaría que llamaras más a menudo.
¿Podrías hacerme el trabajo de plástica para mañana? Si no lo llevo, me suspenden.
¿Podrías parecerte más a la hija que siempre quise?
¡YO CREO QUE NO!
Teníamos tanto en común: yo lo amaba y él se amaba a sí mismo.
SHELLEY WINTERS
[INTRODUCCION]
Plantada, pero con los ojos abiertos.
Dejad que os explique en un momento por qué escribí este libro.
Todo empezó en febrero de 1993, con mi artículo “Ponte en contacto con la cabrona que llevas dentro», publicado en Hysteria, una revista de humor para mujeres.
La revista se publicó, una personalidad en el medio de las comunicaciones vio el artículo y me llamó para que diera una entrevista en la radio y, de repente, fui considerada como la experta en la cabrona que llevamos dentro». Pues bien, lo soy. Pero antes de que «ella» se convirtiera en el objeto de mi especialización, era experta en encanto tóxico. Desde el día de mi nacimiento me entrenaron en las habilidades del encanto. La frase que mi madre me repetía más veces era: «Elizabeth, compórtate»,
Y lo intenté. De verdad. Procuré ser un ejemplo de amabilidad: una Melania Wilkes, una Beth de Mujercitas (¿o era Amy?), una Mary Ingalls… Aprendí de memoria los nombres de los componentes de la familia más tóxica, los Encanto: Actuar, Hablar, Sentarse, Pensar e, incluso, Vestir.
Hablar con Encanto fue difícil. Intenté mantener un tono de voz bajo y bien modulado. Cuando eso no funcionó, lo subí una octava, lo que me obligó a susurrar. Yo creía que sonaba más dulce; todos los demás, que tenía laringitis.
Vestir con Encanto casi me hizo perder la razón. ¡Encanto… cuando lo que yo quería era usar blusas cortas! ¡Escotes! ¡Ropa entallada! Pero, al final, fue el viejo Actuar con Encanto el más tóxico de la familia. Simplemente, no podía hacerla. Me reía estrepitosamente; decía lo primero que se me pasaba por la cabeza. Cuando era adolescente, mis amigas solían decirme: «¡Deja de hacer el ridículo!», y en los momentos en los que era necesario guardar una discreción extrema, me daban un codazo y siseaban: ¡Liiiiiiz!».
En privado se morían de risa al recordar las (innumerables) veces que saqué los pies del tiesto.
Además, todas sabíamos la verdad: eran las cabronas quienes se llevaban el gato al agua. Por ejemplo, Escarlata O’Hara: ella era la estrella de la película, ¿no es cierto? Y se llevó la mejor parte. Puede que Melania se quedara al final con Ashley, ¿pero quién quiere un Ashley? Cualquiera con un poco de visión puede darse cuenta de que Ashley era… Ashley.
Pero los convencionalismos del encanto siguieron acosándome hasta que sucedió ESO. El incidente que por fin me hizo ver que el encanto podía ser tóxico.
EL MOMENTO DE LA VERDAD
El suceso tuvo que ver con un hombre. En mi caso, la frase puede completarse si al final añadimos “por supuesto». Confesar lo que pasó me resulta muy embarazoso, pero sé que debo hacerla. He aquí lo que ocurrió: me dejaron plantada.
Sí. Me quedé sentada en mi sofá un sábado por la noche, después de haberme probado y quitado sucesivamente cinco conjuntos diferentes y fabulosos. Llamé a su casa, me respondió el contestador. Dejé un mensaje: «Hola, son casi las 9:00. Se te ha debido de haber hecho tarde. Nos vemos aquí». 9:15, 9:45. Me fui a mi cuarto a las 10:30, me quité el maquillaje y me metí en la cama, donde me quedé dando vueltas, pasando de la preocupación a la ira, y otra vez a la preocupación durante toda la noche.
Al día siguiente, él llamó con una excusa muy poco convincente. «Me comprendes, ¿verdad?».
Por supuesto. Lo comprendía totalmente. Pero, aun así, lo perdoné porque era muy guapo y me gustaba de verdad. Y porque a nadie le gustan las cabronas. ¿Cómo podría una chica tan maja como yo estar mucho rato enfurruñada? Me pidió otra oportunidad y se la di.
Sí, sí, habéis acertado: volvió a pasar lo mismo. ¡Y esta vez estallé! Enfurecida, llamé para maldecir y despotricar en su contestador hasta que se cortó la llamada. Después volví a marcar para gritar un poco más. Al final, agotada, el entrenamiento de tantos años hizo su aparición. «Lo siento, pero estoy hecha polvo», susurré con voz ronca por teléfono. «Por favor, llámame».
¿Lo veis? ¿Habéis visto lo que hice? Ni yo misma puedo creerlo. ¡Pedí perdón! ¡Le dije a su contestador que estaba hecha polvo! No estaba hecha polvo, ¡estaba furiosa! Pero, ¿sabéis?, él era guapo, y pensé que, quizá, me gustaba de verdad, y que jamás volvería a tratarme mal si le demostraba lo maja que yo era.
A la tercera fue la vencida: ¡por fin, la gota que colmó el vaso!
¡Sí! Y cuando me di cuenta de lo que había hecho, decidí en el acto que había llegado el momento de dejar a un lado el encanto tóxico. Había llegado la hora de emular a las perfectas cabronas que en el mundo habían existido. Tomaría ejemplo de las páginas del libro de su vida, como mi madre solía decir.
Pero ese libro no existía.
Hasta ahora.
Ninguna mujer es toda dulzura
MADAME RÉCAMIER
[I]
Encanto tóxico
El encanto tóxico es lo que nos sucede cuando interiorizamos a los diferentes miembros de la familia Encanto. Su efecto es similar al de la levadura: ésta hace que la masa adquiera una consistencia suave y ligera, mientras que el encanto tóxico nos lleva a hacer de la vida algo suave y ligero… para todos los demás. Quienes la padecemos nos empleamos a fondo para endulzar el panorama o, parafraseando el viejo dicho, utilizamos nuestro «azúcar personal» para preparar limonada con los limones de la vida. Con frecuencia, esto sólo se logra a un coste terrible.
El hecho de que estés leyendo este libro es una prueba de tu voluntad para abandonar el encanto tóxico. Para valorar correctamente sus efectos, tendrás que determinar primero si has sufrido durante mucho tiempo este síndrome. Contesta las siguientes preguntas:
1. ¿Alguna vez has querido cantarle las cuarenta a alguien y, en lugar de eso, has comido un pedazo de pastel?
2, ¿Qué tal el pastel entero?
3. ¿Alguna vez has dicho: «¡No sé qué me ha podido pasar!»?
4. ¿Alguna vez has rechazado una invitación para salir un sábado por la noche por esperar la de un galán más apetecible?
5. ¿Alguna vez te has quedado sola en casa el sábado por la noche porque el galán más apetecible no se dignó a llamar?
6. ¿Alguna vez has dicho «sí» cuando lo que querías decir era «yo creo que no»?
7 ¿Te disculpas con frecuencia?
8 ¿Opinas que el escote palabra de honor es atrevido y por ello has elegido un vestido con tirantes para ir a la boda de tu mejor amiga?
Si has contestado afirmativamente a cualquiera de estas preguntas, seguro que estás utilizando demasiada miel. Pero no todo está perdido, tranquilízate. Si quieres, puedes librarte del encanto tóxico.
La cabrona que llevas dentro te espera. Continúa leyendo.
Hasta que no pierdes tu reputación,
no te das cuenta de lo pesada que era
ni de lo que es realmente la libertad
MARGARET MITCHELL
[II]
Conoce a tu cabrona interior
Existe una parte poderosa y esencial en cada una de nosotras que no ha sido reconocida hasta ahora, ni su energía convenientemente explotada. Años de represión han ocultado esta faceta en los rincones y las grietas de nuestras almas. Como no la comprendemos, hacemos todo lo posible por mantenerla en la oscuridad, donde creemos que pertenece.
Se trata de la «cabrona interior». No te hagas la tonta: sabes perfectamente de lo que estoy hablando.
Todas la conocemos. Flota constantemente justo bajo la superficie de nuestra conciencia y nuestra educación. Es parte de nosotras, es inteligente, segura de sí misma y sabe lo que quiere. Nos dice que no nos conformemos con menos. Nos avisa cuando estamos a punto de embarcarnos en una conducta autodestructiva.
La cabrona interior no es esa parte de nosotras que a veces se muestra estúpida, o ruin o carente de sentido del humor. No cae en el fatalismo, ni abusa de sí misma ni de los demás.
La cabrona interior no se enzarza en discusiones de poca importancia, ni siquiera para pasar el rato. ¿Para qué molestarse?
La cabrona interior jamás es mordaz de forma gratuita. Y nunca teme decir: «Que se vayan a freír espárragos si no aguantan una broma».
A mi modo de ver, hay una verdad absoluta: al liberar a nuestra cabrona interior podemos utilizar su poder y energía para nuestros objetivos más elevados.
Si la ignoramos, nos arriesgamos a que enloquezca cuando la presión por ser encantadora se vuelve insoportable. Todas hemos sido testigos de ello y no es una perspectiva agradable.
Cuando no reconocemos a nuestra cabrona interior nos salen granos o engordamos, o adelgazamos demasiado, y nos volvemos controladoras, manipuladoras, lloronas o histéricas. No insistimos en practicar sexo seguro.
Nada de eso es productivo y algunas de estas cosas resultan francamente peligrosas. ¿Cómo podemos terminar con estas conductas autodestructivas, en especial después de toda una vida de encanto tóxico?
Lo único que se necesita es una pequeña frase:
«YO CREO QUE NO»
Todas lo pensamos y, sin embargo, espantamos esa idea como si fuera un mosquito molesto. «Eso no estaría bien», pensamos, sin caer en la cuenta de que el precio que debemos pagar a cambio es muy alto.
Quizá te preguntes: «¿Puedo ser encantadora sin ser tóxica?».
iClaro que sí! De hecho, ponerte en contacto con tu cabrona interior te ayudará a ser encantadora de verdad. Hay una enorme diferencia entre parecer encantadora y serio. Tu cabrona interior no quiere que seas mala. Quiere que seas firme. Quiere que seas razonable. Y quiere que seas encantadora, sobre todo contigo misma.
DECIR «YO CREO QUE NO»
Inténtalo. Empieza poco a poco. Imagina una situación en tu vida en la que se pueda aplicar. Por ejemplo:
– Tu hija de 30 años quiere mudarse a su antigua habitación sin pagar alquiler, con su novio y la motocicleta de éste.
Tú dices: “Yo creo que no».
– El hombre con el que has estado saliendo durante un mes te exige, en un ataque de celos, que canceles una comida con un cliente importante.
Tu respuesta: “Yo creo que no».
– Tu madre quiere que conozcas al hijo de su amiga del club de jubilados. «Sólo una pequeña cena, hija. Os hemos sacado entradas para el teatro».
Tú sonríes: «Mamá, yo creo que no».
– Tu jefe sugiere con insistencia que inviertas tu bonus en el último y enloquecido proyecto empresarial de su primo.
Tú contestas: “Yo creo que no».
DECIR MÁS CON MENOS
¿Ves? Funciona. Nadie puede malinterpretar el significado de esa frase. Argumentar en contra es inútil; ¿cómo puede alguien insistir en que crees algo si tú afirmas lo contrario?
Es suave. Es cortés, pero a la vez fuerte, firme e indiscutible.
Lo mejor de la frase «yo creo que no» es que puede utilizarse en cualquier momento durante una conversación. Si adviertes que estás deslizándote por la rampa del encanto tóxico, es muy fácil detener la caída. Y si olvidas decirlo, o no te atreves, no te preocupes: sin lugar a dudas se te presentará de nuevo la oportunidad.
DECIR MÁS
Naturalmente, habrá ocasiones en las que decir «yo creo que no» no será suficiente. Esta frase es sólo un cucurucho sobre el cual construir una especie de helado verbal. Añade el número de bolas que desees.
«No creo que te pueda prestar los pendientes de brillantes de mi abuela, pero tengo otros de cuarzo muy monos».
«No creo que me quede».
«No creo que ese color me favorezca».
«No creo estar lista».
También existen esos casos que demandan cierta delicadeza combinada con la habilidad de tener los pies plantados sobre la tierra.
Por ejemplo, estás en una fiesta. Un amigo de un amigo se presenta y te dice: «¿Sabías que Fulanito me ha dicho que eres la mujer perfecta para mí?». Ese hombre no te interesa un pimiento, pero, por pura amabilidad, le contestas: «Yo creo que no, pero podemos charlar un poco».
Como puedes ver, la frase es cortés y razonable, nunca resulta cruel y no es nada difícil de decir. Prueba con distintos tonos de voz. Dale un tono reflexivo o intenta poner énfasis en distintas palabras: «yo creo que no», «yo creo que no», etcétera.
Sólo empiezan a llamarte cabrona cuando alcanzas el éxito
JUDITH REGAN
[III]
Un epíteto atrevido
A algunas de nosotras nos puede resultar problemático utilizar el término «cabrona» para referimos a nosotras mismas. Podemos llegar a creer que hacerlo equivaldría a afirmar la imagen negativa que las mujeres asertivas han llevado como un sambenito durante años. Es decir, si expresamos lo que realmente pensamos, debemos de ser unas cabronas.
Analicemos con detenimiento este punto. ¿Cuál es el problema exactamente? ¿Nos estamos portando mal acaso? ¿O estamos yendo demasiado rápido, adelantándonos, liberándonos del papel que nos han asignado?
El término «cabrona» nos asusta para que nos refugiemos cuanto antes en la tranquilidad del encanto tóxico.
Todo lo que puedo decir es: «Yo creo que no».
Por desgracia, muchas de nosotras hemos sido víctimas del prejuicio contra este calificativo. Si reunimos a un grupo de mujeres para que hablen de esta condición, admitirán que existe, incluso aceptarán que en ocasiones han caído en comportamientos cabrones, pero sólo porque se vieron obligadas a ello, por supuesto. En nuestros momentos más sinceros, sin embargo, aludiremos a nuestra condición de cabronas con gozoso orgullo. Porque, afrontémoslo, ha habido momentos en nuestras vidas en los que ser cabrona ha sido divertido.
Pero si nos preguntan si nos consideramos cabronas diremos rotundamente que no. «Ay, no, no, no, no, ¡NO!». Nos consideramos chicas amables que, de vez en cuando, se ven forzadas a defenderse actuando como cabronas. Son «esas otras mujeres» quienes de verdad son unas cabronas.
De nuevo, yo creo que no. De hecho, pienso que esta dinámica lleva consigo las semillas de la división. Por una especie de malévola y oculta maldición, el encanto tóxico funciona mejor cuando nuestra cabrona interior y nosotras estamos separadas, cuando estamos divididas y cuando entre nosotras no existe respeto.
¿QUÉ CAUSA ESTA DINÁMICA?
Esta pregunta podría mantener entretenidos a sociólogos y teóricos durante años, quizá décadas. Está bien. Necesitan motivos para justificar las becas y subvenciones que reciben. La verdad, por simple que parezca, es la siguiente: en la raíz del problema que supone para muchas de nosotras asumir a la cabrona interior está el temor a que nos llamen así.
Permitidme que os recuerde una cosa: es sólo una palabra. Con palos y piedras se puede hacer mucho daño, pero las palabras no nos hieren si no queremos.
SI ME LO LLAMAS, QUIERO SERLO
Cualquier mujer que tenga éxito en algo será llamada cabrona. ¿Hillary Clinton? Cabrona. ¿Gloria Steinem? Cabrona. ¿Barbra Streisand? Cabrona. La lista sigue, sigue y sigue…
El quid de la cuestión es que, si no podemos evitarlo, ¿por qué no darle la bienvenida? Todas hemos tenido esta experiencia: en algún momento decimos frente a otras personas lo que pensamos de verdad sobre alguna cuestión o persona. Después, en alguna otra ocasión, alguien nos dirá: «Fulanito realmente pensó que eras una cabrona». (Si no te ha ocurrido todavía, sigue esperando: sucederá).
Entonces, la mayoría de nosotras se asegura de ser particularmente amable con el tal Fulanito durante el siguiente encuentro. Incluso hasta podemos tomamos la molestia de demostrar que el que nos haya considerado cabronas no sólo es erróneo, sino también absolutamente injusto. O nos disculpamos dando explicaciones de todos los motivos por los que dijimos lo que dijimos. «Estaba muy estresada la última vez que nos vimos» o «Vaya, ¡no sé lo que me pasó!». O incluso: «¿Sabes?, el síndrome premenstrual me afecta de verdad». En definitiva, nos retractamos.
¿Qué sucedería si respondiéramos enviando a Fulanito un ramo de flores con una pequeña tarjeta de agradecimiento en la que pusiera: «No sabes cuánto me alegra que hayas reconocido a mi cabrona interior»?
¿Qué pasaría si dejáramos de temer a esta dichosa palabrita?
Otro punto que debe analizarse, y que requiere una breve incursión en la retórica, es el siguiente: ¿cómo llamamos a un hombre que habla por sí mismo, un hombre que es exigente consigo mismo y con los que lo rodean, un hombre que se comporta como lo haría cualquier cabrona que se respetara a sí misma? Triunfador.
¿A QUIÉN HAY QUE ECHAR LA CULPA?
Pues bien, a nadie. Quizá a todos. Sin embargo, existe un aspecto muy importante sobre la cabrona interior que debe plantearse con toda claridad:
La existencia de la cabrona interior no tiene que ver con la culpa.
La cabrona interior simplemente existe, así como el cielo simplemente es el cielo, y los platos, una vez sucios, deben lavarse. No hace falta señalar a nadie con el dedo. Y tampoco existe razón alguna por la que haya que pedir perdón por estar en contacto con ella. Después de todo, es la parte de nosotras mismas que sabe lo que en realidad nos importa y queremos.
Ella sabe que nos enorgullecemos de nuestro trabajo y que exigimos cierto nivel, tanto de los demás como de nosotras mismas.
Ella sabe que queremos que nuestros amantes nos satisfagan en la cama (más adelante insistiré sobre este punto).
Ella sabe que queremos que nuestra mejor amiga, la novia, entienda que vestirse con tafetán después de los doce años es ridículo. Ella sabe que queremos que el mundo mida nuestros logros, y no nuestros cuerpos. Ella sabe que deseamos ser capaces de decir lo que sabemos, sin recibir a cambio humillantes epítetos.
Mientras sigamos negando que la cabrona interior es parte de nosotras mismas, mientras continuemos rindiéndonos al encanto tóxico, no conseguiremos nunca lo que queremos. No obtendremos lo que necesitamos, y ninguna de nosotras alcanzará realmente lo que es bueno para todas.
La verdadera hermandad entre mujeres [consiste en]
un grupo de señoras en bata,
atiborrándose de M&Ms y haciéndose reír.
MAXINE WILKIE
[IV]
¡Podemos Hablar!
No hay nada mejor que un grupo de mujeres reunidas con tiempo para charlar. ¿Y qué hacemos nosotras, las mujeres, cuando hablamos? Llegamos al fondo de las cosas. Es hermoso.
Empezamos en la adolescencia, cuando estamos en permanente lucha contra todo y contra todos. Ahí es cuando descubrimos lo perspicaces que son nuestras amigas, lo bien que nos entienden.
Comprenden lo absurdo que es el toque de queda impuesto por nuestros padres, y el imposible examen de historia; se compadecen de nosotras por el doloroso aparato de ortodoncia que nos vemos obligadas a llevar, por la crueldad gratuita que demuestra el chico que no llama y por el desastre de la blusa nueva que se encoge al lavarla; y, como nosotras, desfallecen ante la sola mención de nuestros ídolos musicales o cinematográficos. Una vez recuperadas de nuestros años de adolescencia (cosa que la mayoría de nosotras consigue tarde o temprano), somos capaces de formar amistades fuertes y duraderas con otras mujeres. Nuestras mejores amigas son aquellas con quienes no escondemos a nuestra cabrona interior.
Mientras mis amigas y yo luchamos contra nuestra tendencia hacia el encanto tóxico, nuestra cabrona interior nos ayuda a establecer fronteras que mantienen sana la amistad. ¿Chantaje emocional? ¿Revelar secretos? ¿Cotilleo mal intencionado?
Yo creo que no.
AMIGAS DE VERDAD
¿Es fácil para dos o más mujeres en contacto con sus cabronas interiores ser amigas?
Yo creo que no, pero ciertamente esa amistad es más significativa que en aquellas relaciones basadas en el encanto tóxico.
Las reglas que rigen las relaciones entre mujeres son tan complejas que, en comparación, el nudo gordiano parece un juego de niños. Pero es precisamente esta complejidad lo que hace este tipo de amistades tan gratificantes.
Las amigas que están en contacto con su cabrona interior con frecuencia son las que nos dan más apoyo: son a quienes acudimos cuando sentimos que nuestro carácter empieza a diluirse ante jefes poco razonables y fechas de entrega imposibles, frente al amante que de repente deja de llamar y ante la tristeza por la pérdida de nuestros pendientes preferidos. Son las que nos recuerdan la importancia de nuestros sueños y aspiraciones, y las que nos animan silenciosa o ruidosamente cuando el camino parece demasiado empinado o largo.
El principal elemento del vínculo entre las mujeres es el amor. Si no nos amáramos, no nos molestaríamos en decir la verdad. Simplemente nos dejaríamos resbalar de una decepción a la siguiente, con lo que acabaríamos reuniendo suficiente experiencia como para convertirnos en cantantes de blues.
Lo maravilloso de entrar en contacto con nuestra cabrona interior consiste en que podemos escuchar nuestra propia voz. La cabrona interior es muy sabia y no tiene miedo de decir las verdades, aunque depende de nosotras escucharla. El hecho es que, después de haber oído la misma melodía durante tanto tiempo, podemos saber cuándo va a empezar y, en ocasiones, podemos librar a una amiga del peligro.
Por ejemplo, cuando el novio de nuestra amiga le rompe el corazón al irse a Hawai para ayudar a su amigo a empezar un negocio, ¿le echamos en cara que se lo habíamos advertido? Claro que no. Estar en contacto con nuestra cabrona interior requiere de sensibilidad.
Ella: -¡No puedo creer que me haya dejado! ¡Y para vivir en un lugar donde hace calor durante todo el año! Quizá deba ir tras él.
Tú: -¿Sabes cuántas serpientes venenosas hay en Hawai?
Después nos las arreglamos para reunirnos con frecuencia para ver películas como Thelma y Lauise o El diario de Bridget Jones y pedir que nos lleven una pizza o comida china, evitando cuidadosamente cualquier alusión a Hawai. Con el tiempo, cambiamos a películas extremadamente románticas ubicadas en lugares como, por ejemplo, Alaska (siempre y cuando la ropa de abrigo permita apreciar los atractivos del protagonista).
AMAME EN TODO MI SER.
ELIZABETH BARRET BROWNING
[V]
La cabrona en la cama
Bueno, la cabrona enamorada… ¡De verdad! ¡Cómo conservar a la cabrona interior en ese impetuoso carrusel de la vida que es el romance? Si es verdad que lo que buscamos en nuestras parejas es la intimidad, entonces es indispensable que dichos compañeros estEen al tanto de la existencia de nuestra cabrona Interior. No podemos intimar de verdad con alguien que no conozca y respete cada aspecto de nuestra personalidad (hecho abundantemente demostrado durante la década de los cincuenta).
Afrontémoslo: el terreno amoroso es el más propicio para el desarrollo del encanto tóxico, y también donde éste resulta más peligroso.
Muchas de nosotras tenemos miedo de que los hombres que amamos no quieran saber nada de nosotras si realmente llegan a conocemos.
Pero cuando no conocen nuestro verdadero ser, vivimos con el temor de su desilusión si nos revelamos ante ellos.
¡Caramba, aquí tenemos un círculo vicioso! Estar en contacto con nuestra cabrona interior rompe ese ciclo.