DIMENSIONES DE LA ORACION

DIMENSIONES DE LA ORACION

FRITHJOF SCHUON

El hombre debe encontrar a Dios con todo lo que es, pues Dios es el Ser de todo; éste es el sentido de la exhortación bíblica de amar a Dios «con todas nuestras fuerzas».

Ahora bien, una de las dimensiones que caracterizan de facto al hombre es que éste vive hacia el exterior y tiende, además, a los placeres; ahí están su exterioridad y su concupiscencia. Debe renunciar a ambas frente a Dios pues, en primer lugar, Dios está presente en nosotros mismos y, en segundo lugar, el hombre debe poder encontrar el goce dentro de sí mismo y con independencia de los fenómenos sensoriales.

Pero todo lo que acerca a Dios tiene precisamente por ello su beatitud; elevarse, al rezar, por encima de las imágenes y los ruidos del alma es una liberación a través del Vacío divino y la Infinitud; esta es la estación de la serenidad.

Es verdad que los fenómenos exteriores, por su nobleza y su simbolismo -o su participación en los arquetipos celestiales-, pueden tener una virtud interiorizadora, y todo puede ser bueno a su debido tiempo; esto no quita que el desapego deba realizarse, pues, si no, el hombre no tiene derecho a la exterioridad legítima y cae en una exterioridad seductora y en una concupiscencia mortal para el alma. Del mismo modo que el Creador por su trascendencia es independiente de la creación, al igual el hombre debe ser independiente del mundo con miras a Dios. Es esa prerrogativa del hombre que es el libre albedrío; sólo el hombre es capaz de resistir a sus instintos y deseos. Vacare Deo.

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Otro privilegio del hombre es el pensamiento racional y la palabra; esta dimensión debe por consiguiente actualizarse con ocasión de ese encuentro con Dios que es la oración. El hombre no se salva sólo por la abstención del mal, se salva también, y a fortiori, por el cumplimiento del Bien; y la mejor de las obras es la que tiene a Dios como objeto y a nuestro corazón por agente: el «recuerdo de Dios».

La esencia de la oración es la fe, la certeza por tanto; el hombre la manifiesta, precisamente, mediante el discurso, o el llamamiento dirigido al Sumo Bien. La oración, o la invocación, equipara la certeza de Dios y de nuestra vocación espiritual.

La acción vale por la intención; es evidente que no debe haber en la oración ninguna intención teñida de ningún tipo de ambición; debe estar pura de cualquier vanidad mundana, so pena de provocar la cólera del Cielo.

La oración con intención pura no aprovecha sólo al que la cumple, sino que irradia asimismo alrededor de él, y en este aspecto es un acto de caridad.

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Todo hombre va en busca de la felicidad; es otra dimensión de la naturaleza humana. Ahora bien, no hay felicidad perfecta fuera de Dios; cualquier felicidad terrenal tiene necesidad de la bendición del Cielo. La oración nos pone en presencia de Dios, que es pura Beatitud; si tenemos conciencia de ello, encontraremos en ella la Paz. Bienaventurado el hombre que tiene el sentido de lo Sagrado y que abre así su corazón a este misterio.

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Otra dimensión de la oración se deriva del hecho de que, por una parte, el hombre es mortal y, por otra, tiene un alma inmortal; debe pasar por la muerte y, sobre todo, debe preocuparse de la Eternidad, que está en las manos de Dios.

En este contexto, la oración será al mismo tiempo una llamada a la Misericordia y un acto de fe y de confianza.

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El atributo fundamental del hombre es una inteligencia capaz de conocimiento metafísico; en consecuencia, esta capacidad determina necesariamente una dimensión de la oración, que entonces coincide con la meditación; su tema es, primero, la realidad absoluta del Principio Supremo y, después, la no realidad -o la realidad relativa- del mundo que lo manifiesta.

El hombre, sin embargo, no debe utilizar intenciones que estén por encima de su naturaleza; si no es metafísico, no debe creerse obligado a serlo. Dios ama tanto a los niños como a los sabios; y Él ama la sinceridad del niño que sabe seguir siendo niño.

Es decir, hay en la oración dimensiones que se imponen a todo hombre, y otras de las que puede desentenderse, por expresarnos así; pues lo que es importante en esta confrontación no es que le hombre sea grande o pequeño sino que se mantenga sinceramente frente a Dios. Por una parte, el hombre es siempre pequeño frente a su Creador; por otra, siempre hay grandeza en el hombre cuando se dirige a Dios; y, en el fondo, cualquier cualidad y mérito pertenecen al Sumo Bien.

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Hay una dimensión de la oración meditativa, hemos dicho, cuyo tema es la realidad absoluta del Principio; y después, correlativamente, la no realidad -o la menor realidad- del mundo, que lo manifiesta.

Pero no basta con saber que «Brahma es la realidad y el mundo es la apariencia»; es necesario igualmente saber que «el alma no es sino Brahma». Esta segunda verdad nos recuerda que podemos, si nuestra naturaleza lo permite, tender hacia el Principio Supremo no sólo de modo intelectual sino también de modo existencial; lo que proviene del hecho de que no sólo poseemos la inteligencia capaz de conocimiento objetivo sino también la conciencia del yo, que es capaz en principio de unión subjetiva. Por un lado, el ego está separado de la Divinidad inmanente debido a que es manifestación y no Principio; por otro, no es sino el Principio en la medida en que éste se manifiesta, del mismo modo que el reflejo del sol en un espejo no es el sol pero, sin embargo, «no es distinto de él» en la medida en que aquél -el reflejo- es la luz solar y nada más.

Consciente de esto, el hombre no cesa de mantenerse ante Dios, que es transcendente e inmanente al mismo tiempo; y es Él, y no nosotros, quien decide la amplitud de nuestra conciencia contemplativa y el misterio de nuestro destino espiritual. Sabemos que conocer a Dios unitivamente significa que Dios mismo se conoce en nosotros; pero no podemos saber en qué medida Él quiere realizar en nosotros esta divina Conciencia de Sí; y no tiene importancia que lo sepamos o no. Somos lo que somos, y todo está en manos de la Providencia.

MISTERIOS CRÍSTICOS Y VIRGINALES

MISTERIOS CRÍSTICOS Y VIRGINALES
FRITHJOF SCHUON
En nuestro libro sobre la unidad trascendente de las religiones (1), hemos explicado la función central de la invocación del Nombre divino que consideramos como el vehículo por excelencia de la realización espiritual; y hemos mostrado que esta invocación, en el mundo cristiano, es la del divino Nombre de Jesús, así como lo atestigua la Tradición eclesiástica que, como se sabe, no tiene menos autoridad que la Escritura. Algunos podrían, en efecto, estar tentados de objetar que la invocación del Nombre de Jesús no tiene fundamento escriturario; pero la institución del sacramento de la confirmación no se encuentra tampoco en los Textos sagrados, y si bien es verdad que la confirmación se encuentra al menos mencionada en los Escritos apostólicos, la misma referencia sirve en lo que concierne a la invocación. El hecho de que esta, como la otra, se funden, no en la Escritura, sino en la Tradición indica además una relación profunda, en el sentido en que estos dos medios de gracia revelan de manera semejante los «Grandes Misterios», no obstante el hecho de que el Cristianismo, integralmente esotérico e iniciático en el origen y por definición, ha debido realizar una aplicación integralmente exotérica (2); en otros términos, el Cristianismo no comporta nada que no haya sido englobado en esta aplicación, lo que no impide de ninguna manera que todos los medios de gracia hayan guardado, en ellos mismos, su sentido y su eficacia estrictamente iniciáticas. Si es indiscutible, como lo enseñan los Sufis, que Cristo no ha aportado exoterismo (sharî’ah), sino únicamente un esoterismo (haqîqah), es por otra parte también totalmente indiscutible que el Cristianismo es una religión, es decir una institución teniendo de hecho, si no de principio, un carácter exotérico; la verdad está por lo tanto en la justa combinación de estos dos axiomas. El carácter aparentemente contradictorio del Cristianismo es necesario y providencial; desde el momento en que debía constituirse en tradición independiente, tenía necesidad de una aplicación que tuviera en cuenta todas las posibilidades humanas; pero siendo enteramente de esencia iniciática -sin lo cual se identificaría con la Ley mosaica (3)- debía extender esta aplicación a todos sus contenidos, tanto si estos se refieren a los «Grandes» como a los «Pequeños Misterios». Pero esta «traducción» a un modo más exterior -y ella constituye en cierta manera una «profanación» voluntaria a la cual condesciende la Divinidad, a título excepcional y en el sentido de un «mal menor»-, esta traducción no impide en absoluto, lo repetimos, que los medios de gracia permanezcan siendo lo que ellos son por definición; todo será cuestión de interpretación y de método (4).
El Cristianismo -al que podríamos llamar provisionalmente una «religión iniciática» (5) si no fuera una contradicción en los términos- establece muchas veces, o en toda ocasión, la distinción entre los «Grandes» y los «Pequeños Misterios»(6): por ejemplo, si está fuera de duda que el Bautismo confiere la virtualidad del estado primordial, y por tanto edénica, puesto que lava del «pecado original» que es precisamente lo que separa al hombre de este estado, el complemento de este rito será la Confirmación que, ella, confiere la virtualidad del estado crístico, y por lo tanto supremo: ella da en efecto una plenitud del Espíritu Santo y vuelve «firme» (firmus) (7) para la travesía del mundo de la muerte con vistas a la «Vida eterna», que es la «salvación», en el sentido total del termino tanto como en el sentido cósmico y relativo. Como la invocación del Nombre salvador de Jesús, -practica que en la Iglesia latina a tomado la forma del Rosario y también la de las letanías-, la Confirmación no es estrictamente indispensable, y hay ahí todavía un indicio del hecho de que estos dos medios de gracia se refieren directamente a los «Grandes Misterios».
L Eucaristía es incontestablemente el medio de gracia de alguna manera «central» del Cristianismo; ella debe por lo tanto expresar integralmente lo que caracteriza a este último, y ella lo hace recapitulando, no solamente el Misterio crístico como tal, sino también su doble aplicación a los «Grandes» y los «Pequeños Misterios»: el Vino corresponde a los primeros y el Pan a los segundos, y esto está marcado no solamente por las naturalezas respectivas de las Santas Especies, sino también por los hechos simbólicos siguientes: el milagro del pan es «cuantitativo» en el sentido de que Cristo ha multiplicado aquello que existía ya, mientras que el milagro del vino es «cualitativo», dado que Cristo ha conferido al agua una cualidad que ella no tenía, a saber, la del vino; o también: el cuerpo del Redentor crucificado debió de ser atravesado con el fin de que la sangre pudiera salir de él; la sangre representa así el aspecto interior del sacrificio, lo cual además se encuentra también subrayado por el hecho de que la sangre es líquida mientras que el cuerpo es solido; el cuerpo de Cristo tuvo que ser atravesado porque, para hablar el lenguaje de Maestro Eckhart, «si quieres la semilla, debes romper la cáscara». El agua que salió del flanco de Cristo y que prueba la muerte es como el aspecto negativo del alma transmutada: es la «extinción» que acompaña o precede, según el punto de vista, la plenitud beatífica de la sangre crística; es la «muerte» que preceda a la «Vida», y que es como la prueba extrínseca de ella (8).
La aplicación propiamente religiosa de la iniciación crística implica que los «Grandes Misterios» sean prácticamente reducidos a los «Pequeños», de ahí la confusión inevitable de las Especies eucarísticas: estas idénticas en el sentido de que el Vino contiene todo lo que contiene el Pan, de manera que el «error», que más bien es una «simplificación», solo se refiere a la consideración de los «Grandes Misterios» que el exoterismo excluye precisamente. Sea como fuere, el Misterio eucarístico es único en su esencia, como la Redención es única, y la distinción que acabamos de mencionar no concierne más que a los «grados» de un mismo conjunto de Gracias; y si, en el Cristianismo, la distinción entre las dos grandes categorías de «Misterios» se encuentra reducida a un minimum en el sentido de que no es concebida más que en función de una Gracia única -pero comportando grados, conforme a las diversas posibilidades humanas- es así porque el Cristianismo no es, ni esencialmente una vía de mérito (como el Judaísmo), ni esencialmente una vía de Conocimiento (como el Vedantismo), sino antes que nada una vía de Gracia o de Amor.
Antes de ir más lejos, diremos todavía esto: se podría definir la diferencia entre el Bautismo y la Confirmación diciendo que el primero tiene una función negativa -o «negativamente positiva»- puesto que «levanta» el estado de caída -mientras que el segundo sacramento tiene una función puramente positiva en el sentido de que «da» una luz y una potencia divinas; y subrayemos también que el Bautismo se hace con agua y puede ser conferido, en principio, por todo hombre o casi, mientras que la Confirmación se hace -aparte de la imposición de las manos- con el aceite bendito y no puede ser conferida más que por un obispo, lo cual marca todavía la distinción por todo presente entre los dos géneros de «Misterios». Por lo que respecta a la Eucaristía, o más precisamente a la Comunión, ella tiene de particular que es a la vez una iniciación y un medio de método espiritual: ella no es, hablando con propiedad, ni puramente un medio de «transmisión» (análogo al diksha hindú), ni puramente un medio de «realización» (análogo al mantra), sino que tiene algo de los dos a la vez; en la medida en que puede ser considerada como un medio de método, tiene un carácter «receptivo», y por lo tanto «pasivo», que llama, al menos desde el punto de vista estrictamente iniciático a la intervención de un medio complementario, «activo» este, a saber, la invocación del Nombre divino y salvador de Jesús.
Según san Dionisio el Areopagita, el Bautismo, la Eucaristía y la Confirmación se refieren respectivamente a las vías de «purificación», de «iluminación» y de «perfección» (9); según otros, la «iluminación» es puesta en relación con el Bautismo, lo que con toda evidencia no contradice la perspectiva precedente, puesto que toda iniciación «ilumina» por definición, y puesto que el Bautismo corresponde a la iluminación concerniente a los «Pequeños misterios»; todo sacramento o «misterio» tiene aspectos múltiples, pero estas son cuestiones sobre las cuales no podemos extendernos aquí.

2
De todo lo que acabamos de expresar, se desprende -siempre con referencia al Cristianismo- el doble principio siguiente: lo que no tiene ninguna naturaleza esotérica o iniciática no podría ser crístico; lo que no está «fijado» en virtud de una aplicación exotérica -posible por definición en este caso(11)- corre el riesgo de perderse. Es por eso que el Nombre de Jesús, cuya práctica es esencial para los «Grandes Misterios», ha sido «incrustado», por así decirlo, en el Rosario, -es la gran obra de santo Domingo- o más precisamente en el Ave que es su substancia. (12).
En el Rosario latino, -la «Oración de Jesús» de la Iglesia de Occidente,- encontramos una vez más la distinción, por todo presente en el Cristianismo, entre los «Grandes» y los «Pequeños Misterios»: a los primeros e refiere el Ave, y a los segundos la Oración dominical; o también, en el Ave misma, el Nombre de Jesús se refiere a los primeros, y el de María a los segundos. El Nombre de la Virgen es, esotéricamente hablando, un «Nombre divino», pero que tiene la particularidad de que está indisolublemente ligado al divino Nombre de Jesús y no aparece mas que en función de este, exactamente como el «Loto», en la formula búdica Om Mani Padme Om, no aparece mas que en función de la «Joya» (el Buda) (13); se puede por lo tanto decir que la excelencia del Ave reside en el Nombre del Verbo que se encuentra ahí incluido como la «Joya» en el «Loto»; y, añadiremos nosotros, esta complementariedad se explica por el hecho de que se trata, en los dos casos, de una manifestación directa del Verbo.
La Oración dominical, que abre el Rosario, es la plegaria más excelente de todas, puesto que  tiene como autor a Cristo; ella es, por consiguiente, más excelente en tanto que oración, que el Ave, y es por esto que es la primera plegaria del Rosario. Pero el Ave es más excelente que la Oración dominical en tanto que contiene el Nombre de Cristo, que se identifica misteriosamente con Cristo mismo, ya que «Dios y su Nombre son idénticos»; ahora bien Cristo es más que la Oración que él ha enseñado, el Ave, conteniendo a Cristo por su Nombre, será entonces más que esta Oración; es por esta razón que las recitaciones del Ave son mucho más numerosas que las del Pater, y que el Ave constituye, con el Nombre del Verbo que ella contiene, la substancia misma del Rosario. Lo que acabamos de enunciar viene a decir que la plegaria del «servidor» dirigida al «Señor» corresponde a los «Pequeños Misterios», -y recordamos que estos conciernen a la realización del estado edénico o primordial, y por lo tanto a la plenitud del estado humano-, mientras que el Nombre mismo de Dios corresponde a los «Grandes Misterios», cuya finalidad está más allá de todo estado individual.
Desde el punto de vista microcósmico, «María» es el alma en estado de «gracia santificante», cualificada para recibir la «Presencia real»; «Jesús» es el germen divino, la «Presencia real» que debe operar la transmutación del alma, a saber la universalización de ésta, o su reintegración en lo Divino (14). «María» -como el «Loto»- es «superficie» o también «horizontal»; «Jesús» – como la «Joya»- es «centro» y desde el punto de vista dinámico, «vertical», «Jesús» es Dios en nosotros, Dios que nos penetra, nos transfigura y nos absorbe; que nos reduce, por una parte a nuestro prototipo divino, -a saber tal «Aspecto», tal «Nombre», tal -«Emanación» o «Energía» de Dios- y por otra parte a la Esencia divina, a la Divinidad como Tal.
Finalmente todavía debemos decir esto: la «deificación» comporta tres estaciones sucesivas: la purificación, la perfección, la unión. Es a estas tres estaciones a las que se relacionan respectivamente el Pater, que pide el perdón de las «ofensas», el Ave que contiene el Nombre de María, quintaesencia de toda perfección individual, y el Nombre de Jesús, que confiere la Substancia divina; es también a estas tres estaciones que se refieren las formulas del rosario musulmán (wird): la petición de perdón (istighfâr), el Nombre del Profeta (contenido en la «oración sobre el Profeta», çalât alan-Nabi), y el Nombre de Dios (contenido en la shahâdah); el Nombre del Profeta como el de la Virgen -actualiza las perfecciones virtualmente inherentes a la individualidad humana, siendo esta hecha «a la imagen de Dios», y el Nombre de Ala -como el de Jesús, Su Verbo- actualiza la divinidad potencialmente inherente a toda criatura, y virtualizada por la Confirmación.

3
Los «Misterios gozosos» conciernen a la «Presencia real» de lo Divino en lo humano, concebida en un sentido iniciático y sacramental; los «Misterios dolorosos», describen el «aprisionamiento» redentor de lo Divino en lo humano, la profanación inevitable de la «Presencia real» por las limitaciones humanas; los «Misterios gloriosos» finalmente se relacionan con la victoria de lo Divino sobre lo humano, con la liberación del alma por el Espíritu.
la Encarnación es, iniciáticamente, la entrada de Dios en el hombre, tal como tiene lugar en los sacramentos que confieren el Espíritu Santo o a Cristo; Dios ha devenido verdadero hombre, con el fin de que el hombre devenga Dios. La Visitación es la conformidad del alma a la «Presencia real»; la consciencia que tiene el hombre de «llevaren si» a la Divinidad; la concentración devocional y gozosa de todo el ser sobre el «Germen divino». El Nacimiento es la invocación del Nombre salvador, es decir lo que actualiza la virtualidad espiritual implicada en la «Presencia». Viene a continuación la Presentación: el hombre, purificado y santificado por esta Presencia de Dios, no cesa de considerarse como un simple hombre, y permanece siempre consciente, a pesar de los arrobamientos de la Gracia, de sus límites de criatura, y también de los límites que comporta el soporte divino -el Nombre- en su «materialidad» (15). Y el Encuentro: tras la «sequedad» en la cual el Nombre divino ha dejado al alma, se revela a ella como la fuente misteriosa de toda sabiduría.
En cuanto a los «Misterios dolorosos», la Agonía (en el huerto de los Olivos) es el olvido de la «Presencia real», la negligencia del «Germen divino», la somnolencia y falta de vigilancia, subrayada además por el sueño de los discípulos. La Flagelación: son las acciones incompatibles con esta divina Presencia; es la «disipación». La Coronación de Espinas: es la vanidad humana, su tendencia a atribuirse las glorias que no pertenecen más que a Dios; es el error de extraer vanidad de la Gracia. Antes de ir más lejos, debemos responder a una objeción posible, a saber, que esta interpretación -que se impone a nosotros porque está en la naturaleza de las cosas- no hace participar al contemplativo en los sufrimientos de Cristo; pero este reproche es injustificado, puesto que los defectos enumerados llaman a las virtudes que, ellas implican por definición mortificaciones y redibujan así los sufrimientos del Verbo hecho carne; así, la corona de espinas -inflingida a Cristo en un cierto sentido por la vanidad humana- deviene para el contemplativo la abnegación, el olvido de si, la atribución de toda gloria a Dios. Es necesario entonces, por una parte realizar en si mismo la Pasión de Cristo, y por otra parte evitar infligírsela; en otras palabras, quien evita a Cristo (microcósmico, interior) la Pasión, debe tomarla sobre si (en el mismo sentido), y quien no la toma sobre si, la inflinge a Cristo. La Cruz a cuestas tiene, ella también, un sentido microcósmico: Jesús, vehículo de la Gracia redentora, se carga del peso de nuestra ignorancia, de nuestro individualismo; es el Nombre divino que absorbe y anula en Su Infinitud, las miserias humanas, y purifica así el corazón del hombre por la visión beatífica. Y la Crucifixión: es el deseo, la pasión que «crucifica » a la «Presencia real» y que inmoviliza la «vida» de esta.
En cuanto a los «Misterios gloriosos», la Resurrección es la consciencia de que solo lo Divino es real, consciencia que se expande por la virtud del Nombre de Dios. La Ascensión: el alma toma consciencia de su identidad esencial con lo Divino. Pentecostés: lo Divino penetra en los pensamientos y las acciones del hombre «deificado». La Asunción: el alma se extingue en Dios. La Coronación: el alma se despierta en Dios, en el «Aspecto divino» de la que no era más que una sombra; la Virgen -coronada por el Verbo con una corona «increada»- es así el alma reintegrada en su Infinidad esencial, en su Realidad de la que ella no estaba separada más que en sueño; y, añadiremos nosotros, es para esto que la Virgen es «creada antes de la creación»: el alma debe «llegar a ser Aquello que ella es», y Aquello es «Lo que es».

NOTAS ———————————
1.- «De la Unidad Transcendente de las Religiones», Capítulo IX: «Sobre la Iniciación Crística».
2.- Es por consiguiente siempre legítimo no contar a la Iglesia entre las «organizaciones iniciáticas» propiamente dichas que pueden subsistir en Occidente, tales como el Compagnonnage y la Masonería, y que no presentan evidentemente ningún carácter religioso; la degradación de estas últimas no tiene ciertamente nada que ver con una aplicación o adaptación alguna. En cuanto a los ritos cristianos, no podría ser ilegítimo el calificarlos de exotéricos, puesto que ellos lo son de hecho, y esto desde hace mucho tiempo; esta aplicación exotérica presupone de todas maneras que estos ritos se presten a ello por su naturaleza; ahora bien nosotros sabemos que es así, siendo el Cristianismo esencialmente una «vía de Gracia».
René Guénon ha expresado este carácter excepcional del Cristianismo,- pero sin querer explicarlo- diciendo que los «sacramentos» son algo que no encuentra equivalente exacto en ninguna otra parte.
3.- Según un viejo refrán; Christi doctrina revelat quae Moysi doctrina velat.
Los comentadores de la Thora comentan que la dificultad de elocución de la que sufría Moisés le era impuesta por Dios con el fin de que no pudiera divulgar los Misterios que, precisamente, la Ley del Sinaí debía velar y no desvelar; ahora bien estos Misterios no eran otros, en el fondo, que los Misterios «crísticos».
4.- Por lo que respecta al método, es importante nunca perder de vista que el Maestro espiritual (el Starets en los Rusos) representaba uno de los pilares.
5.- El sentimiento que tienen los Cristianos de poseer una religión incomparablemente más perfecta que todas las demás reposa sobre algo real, a saber, el carácter iniciático de su religión; pero lo que ellos olvidan, es que este carácter no es de ninguna manera necesario para obtener la salvación; que este carácter iniciático representa entonces, con relación a la Ley de la que la observancia es suficiente para salvar del infierno, un añadido inútil, pero de hecho inevitable en el caso del Cristianismo. Es este carácter iniciático el que confiere a la religión cristiana, a ojos de los Musulmanes, un aspecto de «abuso», de «confusión», casi de «monstruosidad», y es sobre la «precisión», la «nitidez», la «pertinencia» de sus medios espirituales que los Musulmanes, sostienen, vis a vis del Cristianismo, su convicción de tener la mejor religión. Para ganar el Paraíso de los justos, el hombre no tiene necesidad de la «plenitud del Espíritu Santo» que confiere la Confirmación: los Cristianos son los primeros en afirmarlo, puesto que el Conocimiento intelectual, en su opinión, no es necesario para la salvación, Hay entonces, en el Cristianismo, una singular desproporción entre los medios espirituales, que son transcendentes, y la doctrina, que no admite, al menos en sus formulaciones generales y sobre todo en los Latinos, más que una finalidad individual.
6.- La misma distinción, se encuentra de una cierta manera en el complementarismo de las dos Iglesias de Occidente, y de Oriente, la primera refiriéndose a la primacía de san Pedro, y la segunda a la de san Juan, netamente expresada al final del Evangelio. Si no se quisiera admitir esta manera de ver, se debería al menos reconocer que la primacía de Pedro es relativa, y que hay cosas que se sitúan fuera de su irradiación de acción, a saber, precisamente el misterio o la función del Apóstol Juan; este es a priori el igual de Pedro, habiendo recibido todos los Apóstoles  los mismos poderes, e incluso su superior en tanto que discípulo amado, hijo adoptivo de la Virgen, hermano de Cristo y Profeta del Apocalipsis. Es decir, san Juan debe ser representado, en el mundo cristiano, en virtud de una filiación, no «jurídica», sino espiritual, por una realidad de una importancia igual en la Iglesia de Roma; en este orden de ideas, es significativo que la Iglesia de Oriente se adhiera más bien a la divinidad de Cristo que a su Pasión, lo cual no quiere decir que las dos Iglesias no posean los mismos medios de gracia. En el interior de la Cristiandad de Occidente, se encuentra todavía la distinción de las dos grandes categorías de «Misterios» en las funciones respectivas del Papa y del Emperador: si Dante ha defendido la posición de este último, no era en absoluto para defender el poder temporal contra la autoridad espiritual, sino para impedir la superposición de una autoridad espiritual delimitada, sobre el terreno de otra autoridad espiritual igualmente delimitada, correspondiendo el papado a los «Grandes Misterios» y el imperio -en tanto que heredero del sacerdocio de la Roma antigua- a los «Pequeños Misterios»; todo el problema está en el hecho de que Dante considera al Emperador, no en su papel político, sino en su función espiritual heredada de la tradición romana, y sancionada por estas palabras evangélicas: «Dar al Cesar lo que es del Cesar». En cierto sentido, el complemento exotérico natural del Cristianismo sería, para Dante, no la Ley mosaica, sino el Imperio romano, la Ley romana. El Papa, puesto que él era indiscutiblemente el sucesor del Pontifex Maximus de Roma, creía poder pretender por ello la función de Emperador, bien atribuyéndose un poder temporal demasiado extenso, o bien considerando la «consagración» del Emperador como una «institución»; ahora bien, evidentemente no es de san Pedro de quien Cesar tenía su autoridad, como Dante se dedica precisamente a mostrarlo. El Emperador, puesto que era indiscutiblemente el sucesor de Cesar y de Augusto, era por ello también Pontifex Maximus, y por lo tanto detentador de los «Pequeños Misterios». La situación era insoluble en razón de la confusión de poderes. Como hemos dicho más arriba a propósito de san Pedro, añadiremos que existe una relación simbólica entre sus negaciones y las tres posiciones siguientes: primeramente el «filosofismo», que consiste en someter la Revelación a especulaciones racionales de espíritu greco-pagano; en segundo lugar el «jurismo», que consiste en introducir en todo el ámbito de la religión una mentalidad jurídica, muy característica de la mentalidad romana; en tercer lugar el «colectivismo» -quizás de inspiración germánica- que consiste en sacrificar todo a las necesidades de la colectividad y hacer de esta un criterio de valor: de ahí la tendencia a negar todo aquello que no es accesible a la media de los hombres.
7.- Signo te et confirmo te chrismate salutis, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
8.- El Profeta, como también el Buda, por no citar más que estos ejemplos, presenta igualmente un aspecto de muerte: el Buda por su «extinción» y el Profeta por el hecho de que, aún siendo la «primera de las criaturas de Dios» (awnalu khalqi-Llâh), él debe morir como todas las criaturas; este aspecto se encuentra además indicado por la primera letra del nombre de Mahoma, el mim, que, siendo la primera letra de la palabra mawt, significa «muerte»; añadiremos que el Profeta es también la primera criatura en resucitar el Día del Juicio, y esta preeminencia marca su superioridad sobre los «simples mortales». El aspecto de muerte del que hemos hablado, y que se encuentra bajo una forma u otra en todo Hombre-Dios, confiere un sentido particular a las enunciaciones siguientes: «Nadie llegará al Padre, si no es por mi» (la crucifixión), y «Nadie encontrará a Alá, que no haya encontrado al Profeta» (la muerte). Es, en lenguaje sufí, el fanâ (la extinción) que debe preceder a el baqâ’ (la «permanencia»); es el aspecto negativo del Nirvana, que precede a su realidad positiva y eterna.
9.- El carácter iniciático de los ritos cristianos -y, de una manera general, el carácter esotérico del Cristianismo- resalta con una claridad cegadora de los escritos del santo Areopagita, y de otros escritos de los Padres; ahora bien ninguno de esos ritos ha sufrido una alteración afectando a su esencia y por lo tanto su validez y eficacia; solamente la doctrina, y también la ciencia del simbolismo (que comprende la de las formas del arte) -las dos estando además estrechamente solidarias- han sufrido los oscurecimientos y debilitamientos que han sido en parte la causa y en parte la consecuencia de esa desviación que es el mundo moderno. Un primer indicio de estos oscurecimientos era sin duda ya la introducción «jurista», en el Símbolo de Nicea -que había sin embargo sido definitivamente fijado bajo pena de anatema- del famoso Filioque; aprovecharemos esta ocasión para demostrar su error relativo: si bien es verdad que aquello que pertenece al Padre le pertenece también al Hijo, el Hijo no es sin embargo de ninguna manera el Padre, y esto es valido igualmente en aquello que concierne a la procesión del Espíritu Santo: Este «procede» del Padre y es «delegado» por el Hijo, lo que, metafísicamente, viene a decir que el Espíritu es una propiedad del Ser puro -el Padre- en tanto que tal, y no de los Atributos del Ser -el Hijo- como tal; el Espíritu por lo tanto no emana de los Atributos mas que en tanto en cuanto estos participan, siendo divinos, en el Ser puro, del que son como una primera cristalización. San Juan Damasceno afirma expresamente: «Nosotros decimos que el Espíritu Santo procede del Padre, y nosotros Lo llamamos Espíritu del Padre; no decimos de ninguna manera que el Espíritu procede del Hijo, sino que solamente Lo llamamos Espíritu del Hijo». El Espíritu Santo es el «Rayo» que va del Padre al Hijo y del Hijo al hombre; la afirmación de Cristo de que nada llega al Padre si no es por el Hijo implica entonces también que nada  viene del Padre si no es por el Hijo; es eso lo que el Filioque quiere sin duda subrayar, pero lo hace sacrificando un aspecto metafísico de la Verdad, y constituye así, por una parte un pleonasmo -aunque también una «precisión»- y por otra parte un empobrecimiento de la doctrina; de una manera general, este cuidado por la precisión -jurídica- ha tenido como consecuencia un «encogimiento» de la intelectualidad, marcada no solamente por la filosofía escolástica, sin también por la importancia siempre creciente de la oración litúrgica vocal que determina ampliamente la vida espiritual, incluso en las Ordenes más contemplativas como las de los Cartujos. Es curioso señalar que el Cristianismo, que por definición proscribe las oraciones vocales largas y complicadas -habiendo Cristo rechazado las que el Rabinismo había añadido a la religión mosaica- y que quiere que se vaya a Dios -«en espíritu y en verdad», se acerca fatalmente por sus métodos, al Rabinismo en la medida misma en la que se vuelve en su momento un exoterismo.
10.- La vida espiritual entera está representada como sumergida en la vida sacramental que la alimenta. Ya hemos señalado el paralelismo entre las tres vías («iluminación»,«nublado» y «tiniebla») y los tres principales sacramentos; el Bautismo corresponde a la primera vía bajo su doble aspecto de purificación y de iluminación, la Confirmación corresponde a la segunda por su doble aspecto de oscurecimiento del mundo visible y de elevación hacia el mundo invisible; finalmente la Eucaristía está en relación con la vida mística a la vez como unión y como salida fuera del mundo y de si mismo. La vida sacramental esta verdaderamente concebida como una «mistagogia» como una iniciación progresiva…. » (Jean Daniélou, Platonisme et Théologie Mystique). En cuanto a la invocación del Nombre de Jesús, ella no es evidentemente un sacramento, puesto que no es «recibida», sino «actuada»; pero es un misterio análogo a la Encarnación y a la Redención, que ella retraza, en modo activo, en el microcosmo.
11.- En el caso del Vedanta o del Taoísmo por ejemplo, una tal aplicación no sería de ninguna manera posible, ni necesaria además, vistas las constituciones respectivas de las tradiciones hindú y china; que el Taoísmo -como también el Sufismo- presente un aspecto popular no implica para nada que él vulgarice sus tesoros espirituales.
12.- «Hay devociones nuevas que la necesidad de singularizarse introduce; las hay interesadas, para cuyos autores son una fuente de codicia; finalmente las hay también supersticiosas. La devoción del Rosario no tiene ninguno de esos defectos. Es, bien mirándola, tan antigua como la Iglesia. Es propiamente la devoción de los Cristianos. Ella no tiende más que a resucitar y a conservar el espíritu y la vida del Cristianismo. La novedad del nombre no puede ofender más que aquellos que ignoran su verdadero sentido: Y santo Domingo al que se considera como el autor de esta devoción, no es, en efecto, más que su Restaurador… Este nuevo Apóstol viendo en su tiempo como el Cristianismo estaba reducido, por un lado por los extraños progresos de la herejía, y por otro, por la ignorancia y los desarreglos de los hijos mismos de la Iglesia, creyó encontrar en la devoción del Rosario, un potente dique para detener a los enemigos de la Fe y un medio seguro para recordar a los hijos a su propia creencia, y a la antigua piedad de sus Padres (La solida Devoción del Rosario, por un dominico desconocido de comienzos del siglo XV). Esto no significa en absoluto que el Nombre de Jesús no hay sido ya más invocado en esa época y que -incluso largo tiempo después todavía- lo sea aisladamente, o bien en el interior de una corta fórmula, como es el caso de las letanías; parece cierto que san Bernardo y otros espirituales posteriores a santo Domingo hayan practicado una invocación independiente del Rosario. En los monasterios griegos tanto como en los eslavos, una cuerda anudada forma parte de la investidura del Pequeño Hábito y del Gran Hábito; esta cuerda es ritualmente conferida al monje o a la monja. El Superior toma este rosario en su mano izquierda y dice: «Toma, hermano N., la espada del Espíritu que es la palabra de Dios, para orar a Jesús sin pausa ya que tu debes tener constantemente el Nombre del Señor Jesús en la mente, en el corazón y sobre los labios, diciendo: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi, pecador» ». El empleo de la cuerda anudada (la vervitsa o lestovka de los Rusos) es una devoción típicamente monástica o ascética; no se emplea apenas por los laicos, lo que también muestra que en la Iglesia de Oriente la distinción entre los dos grandes categorías de Misterios es mantenida de una manera más directa que en le Iglesia de Occidente. El rosario, con la formula Kyrie eleison, es también de uso en los Coptos y otros Cristianos orientales. Por lo demás, cuando san Basilio, san Juan Crisóstomo, san Benito y otros Padres hablan de «letanías» a secas, ellos entienden la repetición pura y simple del Kyrie eleison, lo que también se llama «letanías menores».
13.- Es así que en ciertas invocaciones hindúes, la de Sita-Râm por ejemplo, el Nombre de la shakti del Avatar se encuentra indisolublemente ligada al Nombre de este último; y el Nombre de la Shakti precede al del Avatar, porque en el proceso iniciático, la realidad «horizontal» a la cual se refiere el Nombre de la Shakti precede a la realidad «vertical» del verbo salvador; es una vez más la distinción entre los «Pequeños» y los «Grandes Misterios».
Lo que hemos dicho del Ave y del Mani se aplica también de una forma remarcable a la segunda Shahâdah: Muhammadun Rasûlu Llâh, en la que el Nombre del Profeta no aparece mas que en función del Nombre de Dios.
14.- Prosiguiendo las ramificaciones de esta interpretación anagógica, se podrá decir que san José -el casto padre putativo y protector de la santa Familia- corresponde al Maestro espiritual, guía desinteresado; san Juan-Bautista -el Anunciador que purifica- corresponderá a la Verdad doctrinal, y santa Isabel a la inteligencia en posesión de esta Verdad. Debemos recordar en esta ocasión que «el Espíritu Santo enseña toda verdad; es verdad que hay un sentido literal que el autor tenía a la vista, pero como Dios es el Autor de la Escritura santa, todo sentido verdadero es al mismo tiempo sentido literal; porque todo lo que es verdadero proviene de la Verdad misma, es contenido en ella, deriva de ella y es querido por ella» (Maestro Eckhart). De nuevo según Maestro Eckhart, los Apóstoles simbolizan respectivamente las doce potencias del alma, a saber cinco sentidos internos, cinco externos, la razón y la voluntad; cuando por ejemplo se dice en la Escritura que los Apóstoles Pedro y Juan «corren juntos hacia la Tumba» (de Cristo) eso significa que la razón y la voluntad (o la doctrina y el método) se penetran recíprocamente en el alma espiritual con el fin de alcanzar la esencia de las cosas. Recordemos igualmente este pasaje de Dante: «Las escrituras pueden ser comprendidas y deben ser expuestas según cuatro sentidos (literal, alegórico, moral, anagógico)… El cuarto es llamado anagógico, es decir que sobrepasa los sentidos. Lo cual ocurre cuando se expone espiritualmente una Escritura que, aun siendo verdadera en el sentido literal, significa además las cosas superiores de la Gloria eterna, así como se puede ver en el Salmo del Profeta en el que se dice que cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, Judea se volvió sana y libre. Bien que sea manifiestamente verdadero que fue así según la letra, lo que se entiende espiritualmente no es menos cierto, a saber, que cuando el alma sale del pecado, se vuelve santa y libre en su potencia» (Convivio II, I) Según Maimónides, es la oscuridad misma de los numerosos pasajes escriturarios lo que indica de una manera providencial la pluralidad de sentidos en la Escritura. «Desgracia -dice el Zohar- al hombre que pretende que la Escritura no nos enseña más que simples historias… Si así fuera, podríamos, nosotros también, hacer una escritura, que sería incluso superior a la Escritura santa dado que los libros profanos pueden encerrar ideas transcendentes». Los personajes y hechos sagrados reflejan por definición principios universales y todos los grados de estos; la anagogía es la ciencia que se funda sobre estas correspondencias.
15.- El Hombre-Dios es la Divinidad, pero la Divinidad no es el Hombre-Dios.

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El artículo «Misterios Crísticos» apareció en Julio-Agosto de 1948 en la revista Études Traditionnelles (nº 269). Nunca fue reeditado in extenso en ninguna obra. Tan solo una versión reducida se presentó en «Senderos de Gnosis». Este texto exponía por primera vez el acercamiento schuoniano del Cristianismo y fue el origen de las principales divergencias con René Guénon. En un primer momento este se enfadó sobre todo por la segunda nota que podía hacer suponer su adhesión a la presentación hecha por Schuon. Sin embargo hasta entonces Guénon no se había en realidad expresado apenas sobre la cuestión cristiana hacia la cual, dirá él, no sentía «ninguna inclinación». Después de que hubieran conversado por correo largamente, Guénon desarrollará los argumentos contrarios en su artículo «Cristianismo e Iniciación» (aparecido en Etudes Traditionnelles de septiembre-noviembre 1949 y retomado en su obra póstuma «PUNTOS DE VISTA SOBRE ESOTERISMO CRISTIANO »). Mantendrá Guénon la tesis según la cual la Iglesia cristiana era en los primeros tiempos una «organización cerrada o reservada» y afirmará que los sacramentos había perdido su carácter iniciático o esotérico «descendiendo» al ámbito exotérico en el siglo III o IV, antes del Concilio de Nicea, lo cual había afectado a «la naturaleza misma del Cristianismo». Bastantes años más tarde, Schuon desarrollará públicamente sus objeciones a las tesis guenonianas en «Quelques critiques» (Dossier H, René Guénon, L’Age d’Homme, 1948, pp 72-79).
Con todo, el cristiano tiene que saber que la iniciación es aquello que permite el acceso a los “estado superiores”, a la “deificación” o a la “iluminación en vida” (Jivan-Mukti hablando en lenguaje oriental ), sin embargo el hecho de no tener iniciación (suponiendo que Guénon tenga razón) no impide al cristiano la vida santa y el acceso a la iluminación en el momento de la muerte (Videha-Mukti), o en estados post mortem (Krama-Mukti), es decir, no impide al cristiano la “salvación” post mortem ni por supuesto la santidad en vida. Por ello la preocupación por el tema tampoco debe desembocar en angustia ni en desazón. Mucho nos tememos que occidente no está cualificado actualmente para la “iluminación en vida”, y a duras penas incluso para la salvación, visto lo visto… Además cada cual según su capacidad o sus cualificaciones recibirá lo que necesita en el momento en que lo necesite…
La polémica ha continuado con sus seguidores de primera generación, sigue ya en la segunda… y tiene visos de continuar y continuar indefinidamente… No estamos nosotros cualificados para dar la razón a unos o a otros, simplemente pensamos que estas polémicas terminan siendo tan largas como estériles, nunca acaban, y nunca se llega a ninguna conclusión… así es que nos distanciamos de tal asunto y nos centramos en la oración en vez de discutir… Dios nos dará acceso a lo que merezcamos…

GNOSIS CRISTIANA

GNOSIS CRISTIANA

FRITHJOF SCHUON

El Cristianismo consiste en que “Dios se ha hecho lo que nosotros somos, para que devengamos lo que El es” (San Ireneo); consiste en que el Cielo se ha vuelto tierra, con el fin de que la tierra se vuelva Cielo.

Cristo redibuja en el mundo exterior e histórico lo que tiene lugar, desde toda la eternidad, en el mundo interior del alma. En el hombre, el Espíritu puro se hace ego, con el fin de que el ego devenga puro Espíritu; el Espíritu o el Intelecto (Intelectus, no mens o ratio) se hace ego encarnándose en el mental bajo la forma de intelección, de verdad, y el ego deviene Espíritu o Intelecto uniéndose a este.

El Cristianismo es así una doctrina de unión, o la doctrina de la unión: el Principio se une a la manifestación, con el fin de que ésta se una al Principio; de ahí el simbolismo de amor y la predominancia de la vía “bhaktica”. Dios se vuelve hombre “a causa de su inmenso amor” (San Ireneo), y el hombre debe unirse a Dios por el “amor” igualmente, cualquiera que sea el sentido –volitivo, emotivo o intelectivo– que se le de a este termino. “Dios es Amor”: él es –en tanto que Trinidad– Unión y él quiere la Unión.

Ahora bien, ¿Cuál es el contenido del Espíritu, o dicho de otra manera: cual es el mensaje de Cristo? Porque aquello que es el mensaje de Cristo es también, en nuestro microcosmos, el eterno contenido del Intelecto. Este mensaje o contenido es: ama a Dios con todas tus facultades y, en función de este amor, ama al prójimo como a ti mismo; es decir: únete –ya que “amar” es esencialmente “unirse”– al Intelecto y, en función o como condición de esta unión, abandona todo egocentrismo y discierne el Intelecto, el Espíritu, el divino Si-mismo, en todas las cosas. “Lo que hayáis hecho a uno de estos pequeños, me lo habéis hecho a Mi”.

Este mensaje –o esta verdad innata– del Espíritu prefigura la cruz, puesto que hay dos dimensiones, una “vertical” y otra “horizontal”, a saber el amor de Dios y el del prójimo, o la Unión al Espíritu y la unión al ambiente, visto, este, como manifestación del Espíritu. Desde un punto de vista un poco diferente, estas dos dimensiones están representadas respectivamente por el conocimiento y el amor: se “conoce” a Dios y se “ama” al prójimo, o también: se ama a Dios conociéndole, y se conoce al prójimo amándole.

Pero el sentido más profundo del mensaje crístico, o de la verdad connatural al Intelecto, es que la manifestación no es otra cosa que el Principio; y es este el mensaje del Principio a la manifestación.

En la practica, toda la cuestión está en saber como unirse al Logos o al Intelecto. El medio central es la “oración”, cuya quintaesencia es el Nombre de Dios y subjetivamente la concentración, de ahí la obligación de invocar a Dios con fervor. Pero esta “oración”, esta unión de todo nuestro ser con su principio o con su fuente divina, permanecería ilusoria sin una cierta unión a nuestra totalidad, el “prójimo” universal del que nosotros somos como un fragmento o una parcela; la escisión entre el hombre y Dios no podría ser abolida sin que fuese abolida la escisión entre “yo” y “el otro”; nosotros no podemos reconocer que Dios está en nosotros, sin ver que está en los demás, y de que manera lo está. La manifestación debe unirse al Principio, y –en el plano de la manifestación y en función de esta unión “vertical”– la parte debe unirse a la totalidad.

Interiormente, si queremos comprender que el alma inteligente es “esencialmente”– no en su accidentalidad– el Intelecto o el Espíritu, debemos comprender también que el ego, comprendido aquí el cuerpo, es “esencialmente” una manifestación del Intelecto o del Si-mismo. Si queremos captar que “el mundo es falso, Brahma es verdadero”, debemos también captar que “todo es Atmâ”. Ahí está el sentido más profundo del amor al prójimo.

Los sufrimientos de Cristo son los del Intelecto en medio de las pasiones. La corona de espinas, es el individualismo, el “orgullo”; la cruz, es el olvido o el rechazo del Espíritu y, con el, el rechazo de la Verdad. La Virgen es el alma sumisa al Espíritu y unida a él.

La forma misma de la enseñanza de Cristo se explica por el hecho de que Cristo se ha dirigido a todo hombre, desde el primero hasta el último; no podía por lo tanto dar a su mensaje un modo de expresión inaccesible a ciertas inteligencias e ineficaz o incluso perjudicial para ellas. Un Shankara ha podido enseñar la pura gnosis porque él no se ha dirigido a todos y podía no hacerlo ya que existía la tradición hindú antes que él y esta tradición comportaba a priori vías adaptadas a las inteligencias modestas y a los temperamentos pasionales. Pero Cristo, en tanto que fundador de un universo espiritual y social, no podía dejar de dirigirse a todos.

Si bien es inadecuado reprochar a Cristo el que no hubiera enseñado explícitamente la pura gnosis –que él ha sin embargo enseñado por su venida misma, por su persona, su vida y su muerte y también por sus parábolas, sus gestos y sus milagros–, también es falso negar el sentido gnostico de su mensaje y negar así a los contemplativos intelectivos –es decir centrados sobre la verdad metafísica y la pura contemplación o sobre la Inteligencia pura y directa– el derecho a la existencia y no ofrecerles ninguna vía conforme a su naturaleza y su vocación. Esto es contrario a la parábola de los talentos, y a la afirmación de que “hay muchas moradas en la casa de mi Padre”.

Todo el Cristianismo se enuncia en la doctrina trinitaria, y está representa esencialmente una perspectiva de unión; la doctrina trinitaria considera la unión ya in divinis: Dios prefigura en su naturaleza misma las relaciones entre él mismo y el mundo, relaciones que, por lo demás, no son “externas” mas que en modo ilusorio.

“La Luz ha lucido en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido”: ésta verdad se ha realizado, –y se realiza– en el seno mismo del Cristianismo, por el desconocimiento y el rechazo de la gnosis. Y es ésto lo que explica en parte el destino del mundo occidental.

HAGIA SOPHIA

HAGIA SOPHIA

MARIA Y EL MISTERIO MARIAL

FRITHJOF SCHUON

La Santa Virgen personifica la Substancia universal (es decir, aquello que es fundamental y que permanece a pesar de que los «accidentes» cambien; aquello que es apto a existir en sí y no en otro; cui competit esse in se et non in alio. ndr); personifica también la Virtud global e indiferenciada: el alma identificada al amor de Dios, a la Contemplatividad.

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La Santa Virgen es inseparable del Verbo encarnado, como el Loto es inseparable de Buda, y como el corazón es la sede predestinada de la sabiduría inmanente. Hay, en el Budismo, toda una mística del Loto, la cual comunica una imagen celeste de una belleza y de una elocuencia insuperables; una belleza análoga a la custodia conteniendo la Presencia real, y análoga sobretodo a esa encarnación de la Feminidad divina que es la Virgen María. La Virgen, Rosa mystica, es como la personificación del Loto celeste; en un cierto sentido, ella personifica el sentido de lo sagrado, el cual es la introducción indispensable a la recepción del sacramento.

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María personifica la Esencia informal de todos los Mensajes, ella es en consecuencia la “Madre de todos los Profetas”; ella se identifica a la Sabiduría primordial y universal, la Religio Perennis.

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Una palabra presupone el silencio; no se puede escuchar en medio de un alboroto. El silencio debe de ser perfecto en la medida que la palabra es noble.

Cuando hay extinción del alma, hay virtud. El alma es virtuosa cuando ella es como Dios la ha creado; los vicios o son privaciones o son defectos superpuestos. El alma primordial, iluminada, silenciosa, es el “loto” (padma) que contiene la “joya” (mani); es este loto el que personifica la Santa Virgen. Ella es la “Paz” que vehicula la “Bendición”. O ella es el “Santo Silencio” que contiene la divina Palabra (logos).

Pero este silencio, en realidad, es vida: “Soy negra, pero hermosa”. Que el alma caída calle -vacare Deo- y las Cualidades divinas se miran en ella; estas Cualidades divinas de las cuales ella lleva las guías en su substancia misma.

La verdad y la belleza son vías hacia el santo silencio: ellas efectúan el recuerdo de nuestra substancia paradisíaca. Porque el silencio está hecho de verdad y de belleza; es un vacío que en realidad es plenitud.

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La Santidad en si, coincide con la Plenitud de Gracia (gratia plena), la cual llama a la Presencia de Dios (Dominus tecum)

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Los recipientes sagrados deben de ser nobles; por ejemplo el cáliz eucarístico debe de ser dorado en el interior para poder recibir el vino consagrado; la Virgen llevando al Niño divino no podría ser una mujer ordinaria; un templo debe de ser digno de la Presencia divina conforme a la irradiación espiritual.

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La figuración en las imágenes de los Nacimientos, del buey, animal dócil, la mula, animal obstinado, son susceptibles de la interpretación siguiente: el buey, que además era sagrado en los antiguos Semitas, está armado de cornamenta y une en él la suavidad y la fuerza; representa al «guardián del santuario»; es el espíritu de sumisión, de fidelidad, de perseverancia; la mula, animal «profano» cuyo relincho ha sido llamado «la invocación de Satán», es el espíritu de insumisión y de disipación.

En esta misma figuración, la Virgen se identifica con el alma en estado de oración; San José, padre adoptivo de Cristo, representa la presencia del maestro espiritual; los visitantes, resumidos de alguna manera en los Reyes Magos, representan lo que se podría llamar “el homenaje cósmico” que afluye hacia el hombre santificado, y del cual hablan las escrituras hindúes diciendo que «los Cielos resplandecen por la gloria de un Mukta (liberado)»; finalmente, la noche que envuelve la escena de la Natividad, pero que está iluminada por la estrella, el testimonio divino, representa la muerte iniciática o la soledad, o también la extinción de lo mental.

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La Virgen negra de Czestochowa. El color oscuro de algunas Vírgenes (por el cual la Virgen negra se asemeja, así como por su maternidad, al simbolismo hindú de Kali “la Madre”), se refiere a la No-Manifestación divina, de la cual la Virgen es el soporte en su calidad de Madre del Verbo; Este es el “descendimiento” o la encarnación, o la manifestación de eso No-manifestado.

La Virgen madre representa la condición substancial de la manifestación hipostática, es decir su base que, debiendo soportar “lo Unico”, no debe de ser manchada por “lo múltiple”, identificado simbólicamente por “la carne” que en efecto es el ámbito de la cantidad, de la diferenciación y del hecho bruto.

El alma del contemplativo que, por su acto espiritual y por el soporte ritual de este, realiza en nacimiento universal del Verbo en su corazón, debe de ser “virgen” y “pura”, o en otros términos; “pobre” y “vacía”, con el fin de poder servir de soporte al nacimiento de la “Presencia real”; el alma debe por lo tanto llevar, como la imagen sacra de la Virgen, la huella de la divina No-Manifestación, es decir la oscuridad. Esta huella es por una parte, a título transitorio y secundario, la nox profunda y el “descenso a los infiernos”, en otras palabras, la muerte iniciática en la cual se opera el fiat lux, y por otra parte, a título permanente, lo indiferenciado o la extinción con relación al mundo, de la ilusión o de la corriente de las formas; este estado de muerte es idéntico a la pobreza en el espíritu y a la humildad. El color sombrío de la Virgen negra (como el de ciertas pratîkas hindúes, la de Kâlî particularmente, o incluso como la negrura de la piedra encerrada en la Kaabah) significa así el silencio o la ausencia de manifestaciones en el alma del contemplativo, mientras que en el Niño Jesús de la misma imagen, ese color significa la Indeterminación divina.

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Como todo ser celeste, María manifiesta el Velo universal en su función de transmisión: ella es Velo porque es forma, pero es Esencia por su contenido y en consecuencia por su mensaje. María está a la vez cerrada y abierta, inviolable y generosa; ella está “vestida de sol” porque está vestida por la Belleza, “esplendor de lo Verdadero”, y ella es “negra pero hermosa” porque el Velo está a la vez cerrado y transparente, o porque, tras haber estado cerrado en virtud de la inviolabilidad, se abre en virtud de la misericordia.

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En los simbolismos tradicionales más diversos, el complemento del héroe es la Mujer celeste. La vía espiritual tiene un aspecto de heroísmo -es la mayor Guerra Santa- puesto que se trata de vencer al dragón del “alma incitando al mal” es decir el mundo y el ego.

María indica la Vía y personifica al mismo tiempo la Beatitud final, la Recompensa suprema.

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La Virgen Madre personifica la Sabiduría supra-formal, todos los Profetas han bebido de su leche; desde este punto de vista, ella es más que el Hijo, que representa entonces la sabiduría formal, es decir la revelación particular. Al lado del Jesús adulto, por el contrario, María es, no la esencia informal y primordial, sino la prolongación femenina, la shakti: ella es entonces, no el Logos bajo su aspecto femenino y maternal, sino el complemento virginal y pasivo del Logos masculino y activo, su espejo hecho de pureza y de misericordia.

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María es Virgen, Madre, Esposa: Belleza, Bondad, Amor; siendo su suma la Beatitud. María es Virgen con relación a José, el Hombre; Madre con relación a Jesús, el Hombre-Dios; Esposa con relación al Espíritu Santo, Dios. José personifica la humanidad; María encarna, o bien el Espíritu visto bajo su aspecto de feminidad, o bien el complemento femenino del Espíritu.

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El misterio de la encarnación tiene dos aspectos: el Verbo por una parte y su receptáculo humano por otra; Cristo y la Virgen-Madre. Con el fin de poder realizar en ella misma este misterio, el alma debe de ser como la Virgen, ya que por lo mismo que el sol no puede reflejarse en el agua más que cuando está en calma, por lo mismo el alma no puede recibir al Cristo más que en la pureza virginal, en la simplicidad original, y no en el pecado, que es perturbación y desequilibrio.

Por «misterio» no entendemos algo incomprensible en principio -a menos que no lo sea en el plano puramente racional- sino algo que desemboca en el Infinito, o que es visto en relación con ello, de manera que la inteligibilidad se vuelve ilimitada y humanamente inagotable. Un misterio es siempre «algo de Dios».

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Las perfecciones virginales son la pureza, la belleza, la bondad y la humildad; son estas cualidades las que debe de tener el alma en busca de Dios.

La pureza: el alma está vacía de todo deseo. Todo movimiento natural que se afirma en ella es entonces considerado con relación de su cualidad pasional, bajo su aspecto de concupiscencia, de seducción. Esta perfección es fría, dura y transparente como el diamante. Es la inmortalidad que excluye toda corrupción.

La belleza: la belleza de la Virgen expresa la divina Paz. Es en el perfecto equilibrio de sus posibilidades que la Substancia universal realiza su belleza. En esta perfección, el alma deja toda disipación para descansar en su propia perfección substancial, primordial y ontológica. Hemos dicho más arriba que el alma debe de ser como un agua perfectamente calma; todo movimiento natural del alma aparecerá entonces como una agitación, una disipación, una crispación, por lo tanto una dejadez.

La bondad: la misericordia de la Substancia cósmica consiste en aquello que, virgen con relación a sus producciones, ella conlleva una potencia inagotable de equilibrio, de rectificación, de curación, de absorción del mal y de manifestación del bien, y que, maternal hacia los seres que se dirigen a ella, ella no les niega su asistencia. Igualmente, el alma debe desviar su amor del ego endurecido, para dirigirlo hacia el prójimo y la creación entera; la distinción entre el «yo» y el «otro» es como abolida, el «yo» se vuelve «otro» y el «otro» se vuelve «yo». La distinción pasional entre el «yo» y el «tu» es una muerte, comparable a la separación entre el alma y Dios.

La humildad: la Virgen, a pesar de su santidad suprema, permanece mujer y no aspira a ningún otro papel; y el alma humilde tiene consciencia de su rango y se desdibuja ante lo que la sobrepasa. Es así que la Materia Prima del Universo permanece en su nivel y no tiende nunca a apropiarse de la transcendencia del Principio.

Los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos de María son otros tantos aspectos de la realidad cósmica de una parte, y de la vida mística de otra.

Como María -y como la Substancia universal- el alma santificada es «virgen», «esposa» y «madre».

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La Oración dominical es la plegaria más excelente de todas, puesto que ella tiene como autor a Cristo; ella es, por consiguiente, más excelente en tanto que oración, que el Ave, y es por esto que ella es la primera plegaria del Rosario. Pero el Ave es más excelente que la Oración dominical en tanto que contiene el Nombre de Cristo, que se identifica misteriosamente con Cristo mismo, ya que «Dios y su Nombre son idénticos»; ahora bien Cristo es más que la Oración que él ha enseñado, el Ave, conteniendo a Cristo por su Nombre, será entonces más que esta Oración; es por esta razón que las recitaciones del Ave son mucho más numerosas que las del Pater, y que el Ave constituye, con el Nombre del Verbo que ella contiene, la substancia misma del Rosario. Lo que acabamos de enunciar viene a decir que la plegaria del «servidor» dirigida al «Señor» corresponde a los «Pequeños Misterios», -y recordamos que estos conciernen a la realización del estado edénico o primordial, y por lo tanto a la plenitud del estado humano,- mientras que el Nombre mismo de Dios corresponde a los «Grandes Misterios», cuya finalidad está más allá de todo estado individual.

Desde el punto de vista microcósmico, «María» es el alma en estado de «gracia santificante», cualificada para recibir la «Presencia real»; «Jesús» es el germen divino, la «Presencia real» que debe operar la transmutación del alma, a saber la universalización de ésta, o su reintegración en lo Eterno. «María» -como el «Loto»- es «superficie» o también «horizontal»; «Jesús» – como la «Joya»- es «centro» y «vertical». «Jesús» es Dios en nosotros, Dios que nos penetra y nos transfigura.

Entre las meditaciones del Rosario, los «Misterios gozosos» conciernen al punto de vista en el que nosotros nos situamos, y en conexión con las oraciones jaculatorias, la «Presencia real» de lo Divino en lo humano; en cuanto a los «Misterios dolorosos», ellos describen el «encarcelamiento» redentor de lo Divino en lo humano, la profanación inevitable de la «Presencia real» por las limitaciones humanas; los «Misterios gloriosos» finalmente se relacionan con la victoria de lo Divino sobre lo humano, con la liberación del alma por el Espíritu.

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Uno de los nombres que la letanía de Lorette atribuye a la Santa Virgen es Sedes Sapientiae, «Trono de la Sabiduría»; en efecto, como san Pedro Damian (siglo XI) lo ha señalado, la Santa Virgen «es ella misma ese Trono admirable del que trata el libro de los Reyes», a saber, el Trono de Salomon; este Rey-Profeta que según la Biblia y las tradiciones rabínicas fue el sabio por excelencia. Si María es Sedes Sapientiae, es antes que nada porque ella es la Madre de Cristo, que siendo el «Verbo» es la «Sabiduría de Dios», pero evidentemente lo es también a causa de su propia naturaleza, la cual resulta de su cualidad de «Esposa del Espíritu Santo» y de «Corredentora»; es decir que ella misma es un aspecto del Espíritu Santo, su complemento femenino si se quiere, o su aspecto de feminidad, de ahí la feminización del divino Pneuma para los gnosticos. Siendo el «Trono de la Sabiduría» -el «Trono animado del Todopoderoso» según un himno bizantino- María se identifica ipso facto con la divina Sophia, como lo atestigua la interpretación marial del elogio bíblico de la Sabiduría. (Proverbios VII 22-24 ). María no habría podido ser el lugar de la Encarnación si ella no tuviera en su naturaleza misma la Sabiduría a encarnar.

La sabiduría de Salomon -conviene recordarlo aquí- es a la vez enciclopédica, cosmológica, metafísica y simplemente práctica; bajo este último aspecto es política tanto como moral y escatológica, siendo al mismo tiempo bastante más que eso (…).

En cuanto a la sabiduría de la «Divina María», es menos diversa que la de Salomon porque no engloba ciertos ordenes contingentes: su sabiduría no podría ser ni enciclopédica ni «aristotélica», por así decirlo. La Santa Virgen no conoce, y no quiere conocer, más que aquello que concierne a la naturaleza de Dios y la condición del hombre; su ciencia es necesariamente metafísica, mística y escatológica, y por ese hecho mismo contiene virtualmente toda ciencia posible, como la luz una e incolora contiene las luces diversificadas y coloreadas del arco iris (…)

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La Santísima Virgen es por naturaleza, y no por adopción, el receptáculo humano del Espíritu Santo (de ahí “gratia plena” y “dominus tecum”). “Inmaculada Concepción”, la Santísima Virgen vehicula a priori al Espíritu Santo y de ese modo lo personifica. De ello resulta que una invocación a María, como por ejemplo el Ave, es práctica, implícita y quintaesencialmente una invocación al Espíritu Santo. La Virgen, como el Espíritu, es la “matriz” a la vez inviolable y generosa de todas las gracias.

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«Temor», «amor» y «conocimiento», o rigor, dulzura y substancia; por lo tanto perfecciones «activa» y «pasiva», o dinámica y estática; está ahí, lo hemos visto, el mensaje espiritual elemental del numero-principio seis. Este esquema expresa, no solamente las modalidades de la ascensión humana, sino también, e incluso antes que nada, las modalidades del Descendimiento divino: es por los seis pies del Trono que la Gracia salvadora desciende hacia el hombre, como es por estos seis pies como el hombre sube hacia la Gracia. La Sabiduría, es prácticamente el «arte» de salir de la ilusión que seduce y encadena, de salir de ahí en primer lugar por la inteligencia y a continuación por la voluntad, por vía de consecuencia, la adaptación de la voluntad a este conocimiento; las dos cosas siendo inseparables de la Gracia.

La divina Mâya -la Feminidad in divinis- no es solamente aquello que proyecta y crea, ella es también aquello que atrae y libera. La Santa Virgen en tanto que Sedes Sapientiae personifica esta Sabiduría misericordiosa que desciende sobre nosotros, y que nosotros, lo sepamos o no, llevamos en nuestra propia esencia; y es precisamente en virtud de esta potencialidad o de esta virtualidad que la Sabiduría desciende sobre nosotros. La sede inmanente de la Sabiduría es el corazón del hombre (el corazón en cuanto «centro esencial» y no como «sede de la sentimentalidad».ndr).

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Ave Maria gratia plena, dominus tecum; benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus venris tui, Jesus.

AVE MARIA – María es la pureza, la belleza, la bondad y la humildad de la Substancia eterna; el reflejo microcósmico de esta Substancia es el alma en estado de gracia. El alma en el estado de gracia bautismal corresponde a la Virgen María; la bendición de la Virgen se posa en aquel que purifica su alma por Dios. Esta pureza -el estado marial- es la condición esencial, no solamente para la recepción sacramental, sino también para la actualización espiritual de la Presencia real del Verbo. Por la palabra ave, el alma expresa que, adecuándose a la perfección de la Substancia Eterna, se pone al mismo tiempo en relación con ella, además lo hace implorando la ayuda de la Virgen María que personifica esta perfección.

GRATIA PLENA – La Substancia primordial, en razón de su pureza, su bondad y su belleza, está colmada de la Presencia divina. Ella es pura, porque ella no contiene otra cosa que Dios; ella es buena porque compensa y absorbe todos los desequilibrios cósmicos, ella que es la totalidad y por lo tanto el equilibrio; ella es bella, porque está totalmente sometida a Dios. Es así como el alma, su reflejo microcósmico -corrompido por la caída- debe de volverse pura, buena y bella.

DOMINUS TECUM – Esta Substancia está, no solamente colmada de la Presencia divina de una manera ontológica o existencial, en el sentido de que ella está colmada por definición, es decir por su naturaleza misma, sino que ella está también constantemente en comunicación con el Verbo en tanto que tal. Por lo tanto, si gratia plena quiere decir que el Misterio divino es inmanente a la Substancia como tal, Dominus tecum significará que Dios, en su transcendencia metacósmica, se revela a la Substancia, lo mismo que el ojo, que está lleno de luz, ve al sol como tal. El alma colmada de gracia verá a Dios.

BENEDICTA TU IN MULIERIBUS – Comparada con todas las substancias secundarias, solo la Substancia tal es perfecta, y totalmente bajo la Gracia divina. Todas las substancias derivan de ella por ruptura de equilibrio; por lo mismo, todas las almas caídas derivan del alma primordial por la caída. El alma en estado de gracia, el alma pura, buena y bella, reencuentra la perfección primordial; ella es por eso «bendita entre todas» las substancias microcósmicas.

ET BENEDICTUS FRUCTUS VENTRIS TUI – Aquello que en principio es Dominus tecum, se vuelve en la manifestación, fructus ventris tui, Jesus; es decir que el Verbo que comunica con la Substancia siempre virgen de la Creación total, se refleja en sentido inverso hacia el interior de esta Creación: él aparecerá ahí como el fruto, el resultado, no como la raíz, la causa. Y por lo mismo: el alma sumisa a Dios por su pureza, su bondad, y su belleza, parece dar nacimiento a Dios, según las apariencias; ahora bien, este Dios naciendo en ella la transmutará y la absorberá, como Cristo transmuta y absorbe su cuerpo místico, la Iglesia, que de militante y sufriente llega a ser triunfante. Pero en realidad, el Verbo no nace en la Substancia, ya que él es inmutable; es la Substancia la que muere en el Verbo. Por lo mismo, cuando Dios parece germinar en el alma, es en realidad el alma la que muere en Dios. Benedictus: el Verbo que se encarna es él mismo la Bendición, sin embargo, como él es, según las apariencias, manifestación como la Substancia, como el alma, él es llamado bendito; porque él es visto entonces, no con relación a su transcendencia -que volvería a la Substancia irreal- sino bajo su apariencia, su Encarnación: fructus.

JESUS – es el Verbo que determina la Substancia, que se revela a ella. Macrocósmicamente, es el Verbo que se manifiesta en el Universo como Espíritu divino; microcósmicamente, es la Presencia real que se afirma en el centro del alma, se extiende ahí y finalmente la transmuta y la absorbe.

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Entendemos por «Doctrina Virginal» la enseñanza de la Santa Virgen tal como aparece, no solo en el Magníficat, sino también en diversos pasajes del Corán; esto quiere decir que no consideramos aquí a María únicamente en su aspecto cristiano, sino también en cuanto Profetisa (1) de toda la descendencia abrahámica.

El Magníficat (Lucas I, 46-55) contiene las enseñanzas siguientes: el santo gozo en Dios; la humildad -la «pobreza» o la «infancia»- como condición de la Gracia; la santidad del Nombre divino; la Misericordia que no se agota y su relación con el temor; la Justicia inmanente y universal; el auxilio misericordioso concedido a Israel, nombre que se debe extender a la Iglesia puesto que, según san Pablo, ella es la prolongación supra-racial del Pueblo Elegido (2); este nombre debe extenderse igualmente, en virtud del mismo principio, a la Comunidad islámica, ya que ésta pertenece asimismo al linaje abrahamico. Pues el Magnificat habla del favor otorgado a «Abraham y a su raza», y no a Isaac y a su raza exclusivamente, luego también más allá de las razas corporales.

La relación -enunciada por el Magníficat- entre el temor y la Misericordia es de una importancia capital; esta doctrina corta de golpe la ilusión de una religiosidad superficial y fácil -muy en boga entre los «creyentes» de hoy- que confunde la Bondad divina con las flaquezas del humanismo y del psicologismo, y hasta de la democracia, lo que entra de lleno en la línea del narcisismo moderno y de la desacralización que resulta de él. Es muy significativo que en las doctrinas tradicionales que más insisten en la Misericordia -el Amidismo, por ejemplo- el punto de partida es la convicción de merecer el infierno y de ser salvado sólo por la Bondad del Cielo; la vía no consiste entonces en salvarse por los propios méritos, puesto que es algo considerado imposible, sino en conformarse moral, intelectual y ritualmente a las exigencias de una Misericordia, que desea salvarnos y a la que sólo tenemos que abrirnos. El cántico de María está todo él impregnado de elementos de Misericordia y elementos de Cólera, y ser refiere así tanto al amor como al temor; impide por siempre jamás engañarse sobre las leyes de la Bondad divina. La dulzura de la Virgen se acompaña de una pureza implacable, hay en ella algo de poderoso que recuerda los cantos triunfales de las profetisas Miryam y Débora; de hecho, el Magnificat canta una gran victoria del Cielo y un desbordamiento de «Israel» más allá de las antiguas fronteras.

Las severidades del cántico mariano con respecto a los orgullosos, los potentados y los ricos, y las consolaciones dirigidas a los humildes, los oprimidos y los pobres, se refieren -aparte de su sentido literal- al poder equilibrador del más allá; y esta insistencia en las alternancias cósmicas se explica fácilmente si recordamos que la propia Virgen personifica el Equilibrio, puesto que se identifica con la Substancia cósmica a la vez maternal y virginal, Substancia de Armonía y Belleza, pero por ello mismo opuesta a los desequilibrios. Estos desequilibrios son esencialmente, en la enseñanza mariana, el orgullo, la injusticia y el apego a las riquezas (3); podríamos precisar: el amor a sí mismo, el desprecio del prójimo, y el deseo de poseer, el cual comprende la insaciabilidad y la avaricia.

En cuanto al gozo del que habla el cántico de la Virgen, corre parejo con la humildad -la conciencia de nuestra nada ontológica frente al Absoluto- o más exactamente: con la respuesta divina a esta humildad; lo que está vacío por Dios, por ello mismo será colmado, como lo explica el Maestro Eckhart utilizando el ejemplo de la mano bajada y abierta hacia arriba. Y el mensaje virginal según el Corán, ya lo veremos, es un mensaje de generosidad divina.

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Escuchamos a veces plantear la cuestión de saber como la aparición sensible o la actividad en la tierra de un ser que posee la santidad suprema -la Santa Virgen por ejemplo- es compatible con su estado póstumo que, siendo divino, está por lo tanto más allá de toda determinación individual y por consiguiente más allá de toda forma; a esto es necesario responder ante todo que la santidad es el eclipsamiento en un Prototipo universal: la Virgen, puesto que es santa, no puede dejar de identificarse a un Modelo divino del que ella será como el reflejo en la tierra. Este Modelo divino es antes que nada un aspecto o un Nombre de Dios, y se puede decir por lo tanto que la Virgen es, en su realidad o su conocimiento supremo, este aspecto divino mismo; pero este aspecto tiene forzosamente un primer reflejo en el orden cósmico o creado: es el «Espíritu», el Metatron de la cábala, Er-Rûh o los ángeles supremos en la doctrina islámica, y también la Trimûrti hindú, o más particularmente, puesto que se trata de la Virgen, el aspecto femenino y benéfico de la Trimûrti, es decir Lakshmî que es, en la cumbre de todos los mundos, la huella inmediata de la Bondad y Belleza divinas; de esta huella derivan todas las bellezas y bondades creadas, o en otros términos, es a través de esta huella como Dios comunica al mundo su Belleza y su Bondad.

La Virgen María es por lo tanto -en lo que podríamos llamar, refiriéndonos a su existencia humana, su estado póstumo- creada e increada a la vez, cualesquiera que puedan ser las limitaciones que la teología exotérica debe imponerse a si misma aquí por razones de oportunidad, y las cuales limitaciones no podemos tener en cuenta aquí puesto que nuestro punto de vista es esotérico; sea como sea, cuando el exoterismo no puede reconocer, sin entrar en contradicciones insolubles, la realidad divina de María, -y el exoterismo la reconoce al menos implícitamente, por ejemplo cuando define a la Virgen como «Corredentora», «Madre de Dios», «Esposa del Espíritu Santo»- le es al menos posible, sin correr el riesgo de formulaciones malsonantes, reconocer que la Virgen ha sido creada antes de la Creación, lo que lleva de nuevo a identificarla al Espíritu universal visto más particularmente en su función femenina, maternal, benéfica.

Esta huella divina en la manifestación supra-formal o luminosa conlleva además, por repercusión cósmica, una huella síquica, -o más bien sico-física, puesto que lo corporal puede siempre surgir y reabsorberse en lo síquico de lo cual no es, en último análisis, más que un modo- y es esta huella síquica lo que es María en su forma humana; es por eso que los Prototipos universales, cuando se manifiestan en la parte de la humanidad para la cual María a vivido en la tierra, lo harán a través de la forma síquica (4), y por tanto individual y humana, de la Virgen; esta forma puede siempre reabsorberse en sus Prototipos (5), como el cuerpo puede reabsorberse en el alma, y como el Prototipo creado -el «Espíritu» en su función de misericordia- puede reabsorberse en el Prototipo increado, que es la infinita Belleza, Beatitud y Misericordia de Dios.

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Las Escrituras mantienen secreta la Soberanía de la Virgen; porque del Hijo solo querían loar la grandeza.

María dice: «Ya no les queda vino». Así habló el Espíritu Santo, la irradiación del Altísimo.

El espíritu, decimos, penetró en su cuerpo; ambos devinieron Uno. Y es maravilloso: de todo el Universo, Maria es la Madre. La irradiación de lo Divino que fue en el comienzo.

Vacare Deo: ella es luminosa y pura, y además colmada de la presencia de Dios. En ella se encuentra la perfección de la nieve combinada con la beatitud solar.

La Santa Virgen es el Recuerdo de Dios; es por eso que el Angel dice: «Llena de Gracia». El Nombre de Dios, que regocija el corazón: ese es el Vino que ella quiso ofrecernos; y no su palabra únicamente –que vosotros conocéis– su belleza también, sacramento irradiante.

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«Ya no tienen más vino» ¿Cómo pudo la Santa Virgen decir tal cosa, si ella no fuera favorable al vino ni al matrimonio?. Ella vio la profundidad de las cosas, maravillosa.

La naturaleza de las cosas, el divino En-Si-Mismo, no el rebajamiento humano de los placeres; es necesario vivir lo Bello en vuestro interior, es necesario evitar la vana superficialidad.

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NOTAS __________________________

(1) – Profetisa no legisladora y fundadora, sino iluminadora. Entre los musulmanes existe una divergencia de opiniones sobre la cuestión de saber si María -Sayyidatnâ Maryam- fue Profetisa (nabiyah) o simplemente santa (waliyah); la primera opinión se basa en la eminencia espiritual de la Virgen, es decir, en su categoría dentro de la jerarquía de las eminencias espirituales, mientras que la segunda opinión, nacida de una teología puntillosa y temerosa, sólo tiene en cuenta el hecho de que María no tenía función legisladora, punto de vista «administrativo» que pasa por alto la naturaleza de las cosas.

(2) – «Israel, su servidor», dice el Cántico de la Virgen, precisando así que la servidumbre sagrada entra en la definición misma de Israel, de modo que un Israel sin esta servidumbre deja de ser el Pueblo Elegido y que, inversamente, una comunidad monoteísta de espíritu abrahámico se identifica con Israel -«en espíritu y en verdad»- por el hecho de que realiza la servidumbre para con Dios.

(3) – Y no el solo hecho de ser rico, pues una situación exterior no es nada en sí misma; un monarca es forzosamente rico, y ha habido santos monarcas. El condenar a los «ricos» se justifica, no obstante, por el hecho de que el común de los poseedores se apegan a lo que poseen; inversamente solo es «pobre» el que se contenta con poco.

(4) – En otras partes de la humanidad terrestre, el mismo Prototipo -divino y angélico a la vez- tomará las formas apropiadas al ambiente respectivo; aparecerá lo más a menudo con los rasgos de una bella mujer, como es el caso de las apariciones de la Shekhînah en el Judaísmo, de Durgâ «la Madre», en el Hinduismo, de Kwan-Yin o de Tara en Extremo Oriente; de la misma manera, en las tradiciones de los Indios Siux, el Calumet -instrumento sagrado por excelencia- fue traído del Cielo por Ptesan-Win, una joven celeste maravillosamente bella, y vestida de blanco.

Pero el Principio misericordioso puede tomar también -cuando hay analogía inversa, no paralela- una forma masculina, por ejemplo la de Krishna, o la del Bodhisattwa Avalokitêshwara, –asimilado además a Kwan-Yin, «Diosa de la Gracia», en el Budismo chino– o también, en el Islam, la forma del Profeta del que uno de los Nombres es precisamente «Misericordia» (Rahmah).

No nos olvidemos de añadir que estas manifestaciones de la Misericordia tienen a veces también un aspecto terrible, conexo del de pureza.

Para volver a la Santa Virgen, podemos decir esto: ella está coeternamente en Dios, de otra manera existirían en el mundo perfecciones que faltarían al Creador; ella está aquí de dos maneras: primeramente en tanto que «Substancia existencial» o Materia Prima (la divina Prakriti de la doctrina hindú), y en segundo lugar en tanto que «Cualidad divina» (el aspecto de Purusha, principio masculino del acto creador) o de «Nombre divino»; es así la Belleza, la Pureza, la Misericordia de Dios; pero ella está también, por lo mismo y a fortiori, presente en el Espíritu divino manifestado o creado, del cual es la Belleza misericordiosa, pero también la Pureza severa; en fin, ella está encarnada en María -y en otras formas humanas, lo Unico volviéndose forzosamente múltiple desde el momento que se manifiesta en el plano formal, sin lo cual aniquilaría este plano- y puede aparecer, gracias a su forma individual y síquica, incluso en el plano corporal.

(5) – Lo ponemos en plural porque toda perfección deriva de los dos principales Prototipos, uno, cósmico o angélico, y otro, divino.

DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES

DE LA UNIDAD TRASCENDENTE
DE LAS RELIGIONES

Frithjof Schuon

Spiritus ubi vult spirat: et vocem eius audis, sed nescis unde veniat, aut quo vadat: sic est omnis, qui natus est ex spiritu.

(Ioan III, 8.)

ÍNDICE

Págs.
Prefacio 4

I. Dimensiones conceptuales 10

II. Limitaciones del exoterismo 15

III. Trascendencia y universalidad del esoterismo 34

IV. La cuestión de las formas de arte 55

V. De los límites de la expansión religiosa 68

VI. El aspecto ternario del monoteísmo 80

VII. Cristianismo e Islam 88

VIII. Naturaleza particular y universalidad de la tradición cristiana 103

IX. Ser hombre es conocer 123

PREFACIO

Las consideraciones de este libro proceden de una doctrina que no es en absoluto fi-losófica, sino propiamente metafísica. Esta distinción puede parecer ilegítima a quienes tienen la costumbre de englobar la metafísica en la filosofía, pero, si se encuentra ya una tal asimilación en Aristóteles y en sus continuadores escolásticos, esto prueba precisa-mente que toda filosofía tiene limitaciones que, inclusive en los casos más favorables, como los que acabamos de citar, excluyen una apreciación perfectamente adecuada de la metafísica. En realidad, ésta posee un carácter trascendente que la hace independiente de un pensamiento puramente humano, cualquiera que sea. Para definir bien la diferen-cia que existe entre uno y otro modo de pensamiento, diremos que la filosofía procede de la razón, facultad enteramente individual, mientras que la metafísica surge exclusi-vamente del Intelecto. Este último era definido de la siguiente manera, con pleno cono-cimiento de causa, por el maestro Eckhart: «En el alma hay algo que es increado e in-creable; si el alma entera fuese tal, ella sería increada e increable, y esto es el Intelecto.» En el esoterismo musulmán se encuentra una definición análoga, aunque más concisa aún y más rica en valor simbólico: «El Sufí (es decir, el hombre identificado con el Inte-lecto) no es creado.»
Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inte-ligencia pura, es decir, directa y no discursiva, no hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el senti-do ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embar-go, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, ra-cionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hom-bre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la Palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una parti-cipación directa y activa en el Conocimiento divino, y no una participación indirecta y pasiva como lo es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identi-dad entre el cognoscente y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejem-plo en el orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos «esotérico» cuando se mani-fieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, quere-mos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesi-ble a cada uno —cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana—, confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un «punto de vista» más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda ver-dad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón».
Acabamos de decir que la religión traduce las verdades metafísicas o universales en lenguaje dogmático, ahora bien, si el dogma no es accesible a todos en su Verdad intrín-seca que sólo el Intelecto puede alcanzar directamente, el mismo dogma no es menos accesible por la fe, único modo de participación posible, para la gran mayoría de los hombres, en las verdades divinas. En cuanto al conocimiento intelectual que, lo hemos visto, no procede de una creencia ni de un razonamiento, él sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su «dimensión interna», que es la verdad infinita que domina todas las formas.
A fin de ser absolutamente claros, insistiremos todavía sobre que el modo racional de conocimiento no sobrepasa. el dominio de las generalidades ni alcanza por sí solo ninguna verdad trascendente; puede, sin embargo, servir de modo de expresión a un conocimiento suprarracional —es el caso de la ontología aristotélica y escolástica—, pero esto será siempre en detrimento de la integridad intelectual
Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inte-ligencia pura, es decir, directa y no discursiva, no hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el senti-do ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embar-go, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, ra-cionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hom-bre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una parti-cipación directa y activa en el Conocimiento divino y, no una participación indirecta y pasiva como lo es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identi-dad entre el cognoscente y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejem-plo en el orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos «esotérico» cuando se mani-fieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, quere-mos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesi-ble a cada uno —cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana—, confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un «punto de vista» más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda ver-dad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón».
Acabamos de decir que la religión traduce las verdades metafísicas o universales en lenguaje dogmático; ahora bien, si el dogma no es accesible a todos en su Verdad intrín-seca que sólo el Intelecto puede alcanzar directamente, el mismo dogma no es menos accesible por la fe, único modo de participación posible, para la gran mayoría de los hombres, en las verdades divinas. En cuanto al conocimiento intelectual que, lo hemos visto, no procede de una creencia ni de un razonamiento, él sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su «dimensión interna», que es la verdad infinita que domina todas las formas.
A fin de ser absolutamente claros, insistiremos todavía sobre que el modo racional de conocimiento no sobrepasa el dominio de las generalidades ni alcanza por sí solo ninguna verdad trascendente; puede, sin embargo, servir de modo de expresión a un conocimiento suprarracional —es el caso de la ontología aristotélica y escolástica—, pero esto será siempre en detrimento de la integridad intelectual de la doctrina. Algunos objetarán quizá que la metafísica más pura se distingue a veces muy poco de la filoso-fía; que ella utiliza, como ésta, argumentaciones y, como ésta, parece llegar a conclu-siones; pero esta semejanza se debe al hecho de que toda concepción, en cuanto se ex-presa, se reviste forzosamente de los modos del pensamiento humano, que es racional y dialéctico; lo que distingue aquí esencialmente la proposición metafísica de la proposi-ción filosófica es que la primera es simbólica y descriptiva, en el sentido de que ella se sirve de los modos racionales como de símbolos para describir o traducir conocimientos que comportan más certidumbre que cualquier conocimiento del orden sensible, mien-tras que la filosofía —que por algo ha sido llamada ancilla theologiae— nunca es más que lo que ella expresa; cuando razona para resolver una duda, esto prueba precisamente que su punto de partida es una duda que quiere llegar a remontar, en tanto que, como hemos dicho ya, el punto de partida de la enunciación metafísica es siempre esencial-mente una evidencia o una certidumbre, que se tratará de comunicar a aquéllos que sean capaces de recibirla, por medios simbólicos o dialécticos propios para actualizar en ellos el conocimiento latente que portan inconscientemente, diremos también «eternamente», en sí mismos.
Tomemos, a título de ejemplo de los tres modos de pensamiento que hemos encara-do, la idea de Dios. El punto de vista filosófico, cuando no niega a Dios pura y simple-mente —lo que no hará sino dando a esta palabra un sentido que no tiene— intenta «probar» a Dios mediante toda clase de argumentaciones; en otros términos, este punto de vista trata de «probar» ya sea la «existencia», ya la «inexistencia» de Dios, como si la razón, que no es más que un intermediario y en modo alguno una fuente de conoci-miento trascendente, no pudiera «probar» cualquier cosa; por otra parte, esta pretensión a la autonomía de la razón en dominios donde sólo la intuición intelectual, de una parte, y la revelación, por otra, pueden comunicar conocimientos, caracteriza el punto de vista filosófico y revela su insuficiencia. En cuanto al punto de vista teológico, no se preocu-pa de probar a Dios —él permite inclusive admitir que ello es imposible— pero se fun-da sobre la creencia: añadamos que la fe no se reduce en absoluto a la simple creencia, .porque, de ser así, Cristo no hubiese hablado de la «fe que mueve las montañas», pues ni que decir tiene que la creencia religiosa no posee esta virtud. Metafísicamente, en fin, no se tratará ya ni de «prueba» ni de «creencia» sino exclusivamente de evidencia dire-cta, de evidencia intelectual que implica la certidumbre absoluta, pero que, en el estado actual de la humanidad, no es accesible más que a una elite espiritual cada vez más res-tringida; ahora bien, la religión, por su naturaleza e independientemente de las veleida-des de sus representantes, que pueden no tener conciencia de ellas, contiene y transmite, bajo el velo de sus símbolos dogmáticos y rituales, el Conocimiento puramente intelec-tual, como hemos notar anteriormente.
Sin embargo, tendría uno perfecto derecho a preguntarse por qué razones humanas y cósmicas, determinadas verdades, que podemos calificar de «esotéricas» en un sentido muy general, son expuestas y explicitadas precisamente en nuestra época tan poco incli-nada a las especulaciones; hay en esto, efectivamente, algo de anormal: no en el hecho de exponer estas verdades, sino en las condiciones generales de nuestra época que, mar-cando el fin de un gran período cíclico de la humanidad terrestre —el fin de un mahâ-yuga, según la terminología hindú— debe recapitular o remanifestar de una u otra ma-nera todo lo que se encuentra incluido en el ciclo entero, de acuerdo con el adagio que dice que «los extremos se tocan», de suerte que cosas que son anormales en sí mismas pueden hacerse necesarias en razón de las condiciones apuntadas. Desde un punto de vista más individual, el de la simple oportunidad, hay que convenir que la confusión espiritual de nuestra época ha alcanzado un grado tal que los inconvenientes que, en principio, pueden resultar para algunos del contacto con las verdades de que se trata se encuentran compensados por las ventajas que otros obtendrán de dichas verdades; de otro lado, el término de «esoterismo» es muy a menudo usurpado para enmascarar ideas tan poco espirituales y tan peligrosas como es posible, y lo que se conoce de las doctri-nas esotéricas es tan a menudo plagiado y deformado —aparte de que la incompatibili-dad exterior y voluntariamente amplificada de las diferentes formas tradicionales arroja el más grande descrédito, en el espíritu de un gran número de nuestros contemporáneos, sobre toda tradición, sea religiosa o de cualquier otra índole— que no hay solamente ventaja, sino inclusive obligación de hacer entrever, de una parte lo que es el esoterismo verdadero y lo que no lo es y, de otra parte, lo que constituye la solidaridad profunda y eterna de todas las formas del espíritu.
Para volver al tema principal que nos hemos propuesto tratar en este libro, insistire-mos sobre que la unidad de las religiones no solamente no es realizable, en el plano ex-terior, el plano de las formas, sino que no debe si quiera ser realizada, suponiendo que fuese posible, sobre este plano, sin que las formas reveladas fuesen desprovistas de ra-zón suficiente; y decir que son reveladas es como decir que son queridas por el Verbo divino. Al hablar de «unidad trascendente» queremos decir que la unidad de las formas religiosas debe ser realizada de una manera puramente interior y espiritual, sin ser trai-cionada por ninguna forma particular. Los antagonismos de estas formas no perjudican más a la Verdad una y universal que los antagonismos entre los colores opuestos a la transmisión de la luz una e incolora, por utilizar la misma imagen que antes; y de la misma manera que todo color, por su, negación de la oscuridad y su afirmación de la luz, permite encontrar el rayo que la hace visible y remontar este rayo hasta su fuente luminosa, de la misma manera toda forma, todo símbolo, toda religión, todo dogma, por su negación del error y su afirmación de la Verdad, permite remontar el rayo de la Re-velación, que no es otro que el del Intelecto, hasta su Manantial divino.

I

DIMENSIONES CONCEPTUALES

La comprensión verdadera e integral de una idea sobrepasa con mucho el primer asentimiento de la inteligencia; asentimiento que es tomado la mayor parte de las veces por la propia comprensión. Ahora bien, si es cierto que la evidencia que comporta para nosotros una idea es realmente, en cierta medida, una comprensión, no se trataría aquí, sin embargo, de todo el alcance de esta o de su perfección, porque esta evidencia es, sobre todo, para nosotros, la marca de una aptitud para comprender íntegramente esa idea. Una verdad, en efecto, puede ser comprendida en diferentes grados y según di-mensiones conceptuales diferentes, o sea, según una serie indefinida de modalidades que corresponden a los aspectos, igualmente indefinidos en su número, de la verdad, es decir, a todos sus aspectos posibles. Esta manera de encarar la idea nos lleva, en suma, a la cuestión de la realización espiritual cuyas expresiones doctrinales ilustran bien la in-definidad dimensional de la concepción teórica.
La filosofía, en lo que tiene de limitativo —y esto es, por otra parte, lo que constitu-ye su carácter específico— está fundada sobre la ignorancia sistemática de lo que aca-bamos de enunciar; en otros términos, ella ignora lo que sería su propia negación. Asi-mismo, no opera más que con unas especies de esquemas mentales que tiene por absolu-tos por causa de su pretensión de universalidad, cuando lo cierto es que no son, desde el punto de vista de la realización espiritual, más que otros tantos objetos simplemente virtuales o potenciales inutilizados, al menos en la medida en que se trata de ideas ver-daderas; pero cuando no es así, como suele suceder por lo general en la filosofía moder-na, estos esquemas se reducen a artificios inutilizables desde el punto de vista especula-tivo, o sea, desprovistos de todo valor real. En cuanto a las ideas verdaderas, es decir, aquéllas que sugieren más o menos implícitamente aspectos de la Verdad total y, por consiguiente, esta Verdad misma, constituyen, por esto mismo, claves intelectuales y no tienen otra razón de ser; es lo que sólo el pensamiento metafísico es capaz de captar. En cambio, ya se trate de filosofía o de teología ordinaria, hay en estos dos modos de pen-samiento una ignorancia que no sólo concierne a la naturaleza de las ideas que se creen haber comprendido íntegramente, sino sobre todo el alcance de la teoría como tal: la comprensión teórica, en efecto, es transitoria por definición, y su delimitación será siempre, por otra parte, más o menos aproximativa.
La comprensión puramente «teorizante» de una idea, comprensión que calificamos así en razón de la tendencia limitativa que la paraliza, podría muy bien ser caracterizada por el término «dogmatismo»; el dogma religioso representa en efecto, al menos en tanto es considerado como excluyente de otras formas conceptuales, y no ciertamente en sí mismo, una idea considerada según la tendencia teorizante, y esta manera excluyente se convierte inclusive en un carácter desde el punto de vista religioso como tal. Un dogma religioso cesa, sin embargo, de ser limitado así desde el momento en que es comprendido según su verdad interna, que es de orden universal, y esto es lo que acon-tece con todo esoterismo. Por otra parte, en este esoterismo mismo, como en toda doc-trina metafísica, las ideas que son formuladas pueden a su vez ser comprendidas según la tendencia dogmatizante o teorizante, y entonces estamos en presencia de un caso completamente análogo al del dogmatismo religioso del que acabamos de hablar. Es preciso todavía insistir, a este respecto, sobre el hecho de que el dogma religioso no es en absoluto un dogma en sí mismo, sino que lo es únicamente por el hecho de ser enca-rado como tal, por una especie de confusión de la idea con la forma de que ella se ha revestido, y que, por otro lado, la dogmatización exterior de verdades universales está perfectamente justificada, dado que estas verdades o ideas, debiendo ser el fundamento de una tradición, deben ser asimilables por todos en un grado cualquiera; el dogmatis-mo, en sí, no consiste en la simple enunciación de una idea, es decir, en el hecho de dar forma a una intuición espiritual, sino en una interpretación que, en lugar de alcanzar la Verdad informal y total partiendo de una de las formas de ésta, no hace en cierto modo más que paralizar esta forma, negando sus potencialidades intelectuales y atribuyéndole un carácter absoluto que únicamente la verdad informal y total puede tener.
El dogmatismo se revela no solamente por su falta de capacidad para concebir la ilimitación interna o implícita del símbolo, es decir, su universalidad que resuelve todas las oposiciones exteriores, sino también por su incapacidad para reconocer, cuando está en presencia de dos verdades aparentemente contradictorias, el lazo interno que afirman implícitamente y que hace de ellas aspectos complementarios de una sola y la misma verdad. Se podría también expresar así: el que participa en el Conocimiento universal se enfrentará con dos verdades aparentemente contradictorias como consideraría dos pun-tos situados en el mismo círculo que los conecta por su continuidad y los reduce de esta forma a la unidad: en la medida en que estos puntos se encuentren alejados uno del otro o, lo que es lo mismo, sean opuestos uno al otro, habrá contradicción, y ésta será llevada a su máximum cuando los puntos estén situados respectivamente en las dos extremida-des de un diámetro de la circunferencia; pero esta extrema oposición o contradicción no aparece precisamente más que por el hecho de aislar los puntos considerados del círcu-lo, y de hacer abstracción de éste como si no existiera. Se puede concluir que si la afir-mación dogmatizante, es decir, aquélla que se confunde con su forma y no admite otra, es comparable a un punto que, como tal, contradecirá, por definición en cierta medida, todo otro posible punto; la enunciación especulativa, por el contrario, será comparable a un elemento del círculo que, por su misma forma, indica su propia continuidad lógica y ontológica, o sea, el círculo entero, o, por transposición analógica, la Verdad entera. Esta comparación traducirá quizá mejor la diferencia que separa la afirmación dogmati-zante de la enunciación especulativa.
La contradicción exterior e intencionada de las enunciaciones especulativas puede aparecer, por supuesto, no sólo en una sola forma lógicamente paradojal, tal como el Aham Brahmasmi («Yo soy Brahma») védico —sea la definición vedántica del Yogui— o el Anal-Haqq («Yo soy la verdad») de El-Hallâj, o inclusive las palabras de Cristo concernientes a su divinidad, pero con más razón todavía entre formulaciones diferentes de la que cada una puede ser lógicamente homogénea en sí misma; este caso se produce en todas las escrituras sagradas, y especialmente en el Corán. Recordemos solamente, a este respecto, la contradicción aparente entre las afirmaciones de la predestinación y la del libre albedrío, afirmaciones que no son contrarias más que en tanto ellas expresan respectivamente aspectos opuestos de una sola y única realidad. Pero, abstracción hecha de las formulaciones paradojales —sean tales en sí mismas o las unas respecto a las otras— hay todavía teorías que, traduciendo la más estricta ortodoxia, se contradicen, sin embargo, externamente, y esto en razón de la diversidad de sus puntos de vista res-pectivos, puntos de vista no elegidos artificial y arbitrariamente, sino adquiridos espon-táneamente gracias a una verdadera originalidad intelectual.
Volviendo a lo que decíamos de la comprensión de las ideas, podríamos comparar una noción teórica con la visión de un objeto: de la misma manera que esta visión no revela todos los aspectos posibles, es decir, la naturaleza integral del objeto, cuyo per-fecto conocimiento no sería otro que la identidad con él, igualmente una noción teórica no responde a la verdad integral de la que forzosamente no sugiere más que un aspecto, esencial o no ; el error, en este ejemplo, corresponde a una visión inadecuada del objeto, mientras que la concepción dogmatizante sería comparable a la visión exclusiva de un solo aspecto de este objeto, visión que supondría la inmovilidad del sujeto vidente. En cuanto a la concepción especulativa, o sea, intelectualmente ilimitada, sería aquí compa-rable al conjunto indefinido de las diferentes visiones del objeto considerado, visiones que presupondrían la facultad de desplazamiento o cambio de punto de vista del sujeto, por consiguiente, una cierta forma de identidad con las dimensiones del espacio que, de por sí, revelan precisamente la naturaleza integral del objeto, al menos desde el punto de vista de la forma que es la que está en causa en nuestro ejemplo. El movimiento en el espacio es, en efecto, una participación activa en las posibilidades de éste, mientras que la extensión estática en el espacio, la forma de nuestro cuerpo por ejemplo, es una parti-cipación pasiva en estas mismas posibilidades; de estas consideraciones se puede pasar fácilmente a un plano superior y hablar entonces de un «espacio intelectual», es decir, de la omniposibilidad cognoscitiva que no es otra, en el fondo, que la Omnisciencia divina, y por consiguiente también «dimensiones intelectuales» que son las modalidades «internas» de esta Omnisciencia; y el Conocimiento por el Intelecto no es otra cosa que la perfecta participación del sujeto en estas modalidades, lo que, en el mundo físico, está bien representado por el movimiento. Se puede, pues, hablando de la comprensión de las ideas, distinguir una comprensión dogmatizante, comparable a la visión que parte de un solo punto de vista, y una comprensión integral, especulativa, comparable a la serie indefinida de las visiones del objeto, visiones realizadas por cambios indefinidamente múltiples del punto de vista. Y de la misma manera que, para el ojo que se desplaza, las diferentes visiones de un objeto están ligadas por una perfecta continuidad que represen-ta de alguna manera la realidad determinante del objeto, igualmente los diferentes as-pectos de una verdad, por contradictorios que ellos puedan parecer entre sí, no hacen más que describir, conteniendo implícitamente aspectos posibles, la Verdad integral que los sobrepasa y los determina. Repetiremos lo que hemos dicho más arriba: la afirma-ción dogmatizante corresponde a un punto que, como tal, contradice por definición in-clusive todo otro punto, mientras que la enunciación especulativa, por el contrario, es siempre concebida como un elemento de un círculo que, por su misma fuerza, indica principalmente su propia continuidad y, por esto, el círculo entero, o sea, la verdad ente-ra.
De esto resulta que, en doctrina especulativa, es el punto de vista, de una parte, y el aspecto, de otra, los que determinan la forma de la afirmación; mientras que, en dogma-tismo, éste se confunde con un punto de vista y un aspecto determinados, excluyendo por esto mismo todos los demás puntos de vista y aspectos igualmente posibles .

SOMBRAS CÓSMICAS Y SERENIDAD

SOMBRAS CÓSMICAS Y SERENIDAD

FRITHJOF SCHUON

“Dios hace lo que quiere”: ello no significa que Dios, tal como un individuo, pueda tener deseos arbitrarios, sino que el Ser puro, por su misma naturaleza, comporta la Todo-Posibilidad; ahora bien, la ilimitación de ésta implica incluso las posibilidades por así decirlo absurdas, es decir, contrarias a la naturaleza del Ser, que sin embargo se espera que todo fenómeno manifieste, y que manifiesta de buen o mal grado: pues evidentemente estas posibilidades sólo pueden hacerse realidad de un modo ilusorio y limitado, pues ningún mal puede penetrar en el orden celestial. El mal, lejos de constituir la mitad de lo posible —no existe simetría entre el bien y el mal— se encuentra limitado por el espacio y el tiempo hasta el punto de reducirse a una cantidad ínfima dentro de la economía del Universo total; ello es necesariamente así puesto que “la Misericordia envuelve todo”; y vincit omnia Veritas (la Verdad todo lo vence).

En otros términos: la Infinitud divina implica que el Principio supremo consiente, no sólo en limitarse ontológicamente —por grados y con respecto a la Manifestación universal—, sino también en dejarse contradecir en el seno de ésta; todo metafísico lo admite intelectualmente, pero falta mucho para que cada uno se encuentre en condiciones de aceptarlo moralmente, es decir, resignarse a las consecuencias concretas del principio del absurdo necesario.

Con el objeto de resolver el espinoso problema del mal, algunos han afirmado que nada es malo pues todo lo que sucede es “voluntad de Dios”, o que el mal sólo existe “desde el punto de vista de la Ley”; pero ello es inaceptable, en primer lugar porque es Dios quien promulga la Ley, y luego porque la Ley existe a causa del mal y no inversamente. Lo que hay que decir es que el mal se integra dentro del Bien universal, no como mal sino como necesidad ontológica; esta necesidad es subyacente al mal, le es metafísicamente inherente, pero no lo transforma en un bien.

Por lo tanto, no hay que decir que Dios “quiere” el mal —más bien digamos que lo “permite”— ni que el mal es un bien porque Dios no se opone a su existencia; por el contrario, se puede decir que debemos aceptar la “voluntad de Dios” cuando el mal entra en nuestro destino y no nos es posible escapar de él, o durante todo el tiempo que o somos capaces de lograrlo. Por lo demás, no perdamos de vista que el complemento de la resignación es la confianza, cuya quintaesencia es la certeza a la vez metafísica y escatológica incondicional de aquello que es, y certeza condicional de aquello que podemos ser.

***

El mal forma parte del bien de diversas maneras; en primer lugar por su existencia en tanto que ésta manifiesta al Ser y por lo tanto al Bien soberano; en segundo término, por el contrario, a causa de su desaparición, pues la victoria sobre el mal es un bien y sólo es posible gracias a la presencia del mal; en tercer lugar porque el mal puede participar en el bien a título de instrumento, pues a veces sucede que un mal colabora en la elaboración de un bien; y en cuarto lugar porque esta participación puede consistir en la acentuación de un bien por contraste entre él y su contrario. Por último, los fenómenos negativos o privativos manifiestan la “capacidad” de Dios de contradecirse en cierto modo, y es la perfección misma del Ser la que exige esta capacidad; pero, como decía el Maestro Eckhart, “cuanto más blasfema más alaba a Dios”. Asimismo sucede que el bien y el mal se mezclan, lo cual origina la posibilidad de que exista un “mal menor”, o un “bien menor”; y ello coincide con la noción misma de la relatividad. Con respecto a la cuestión que plantea por qué una posibilidad es posible, ésta no tiene respuesta o bien se resuelve de antemano por el axioma de la Todo-Posibilidad inmanente al Ser, la cual por definición no tiene límites; paradójicamente, se puede decir que la Todo-Posibilidad no sería lo que es si no hiciera realidad en cierto modo a la imposibilidad.

La Realidad absoluta —el Sobre-Ser, Paramatma— no tiene opuesto; pero el Ser, el Dios personal, comporta un opuesto a causa de que se encuentra comprendido dentro de la Relatividad universal, Maya, de la cual es la cima. Sin embargo ese opuesto, Satán, no puede situarse en el mismo plano que Dios, de modo que éste también se puede considerar “sin opuesto”, al menos desde cierto punto de vista que sin embargo es esencial; es decir que Dios está “en los cielos”, mientras que el diablo, y con él el infierno, pertenece al mundo infracelestial. Sea como sea, la posibilidad de la existencia de Satán está dada, ontológicamente hablando, por la relatividad misma, la cual exige no sólo gradaciones sino también oposiciones; la relatividad es al fin y al cabo el movimiento hacia la nada, la cual sólo tiene apenas una sombra de realidad gracias a ese movimiento; y todo ello, repetimos, en virtud de la infinitud del Ser.

Una distinción análoga a la que acabamos de mencionar es la oposición entre el espíritu y la materia, con la diferencia de que ésta es neutra y no maléfica; ello no impide que la distinción entre el “espíritu” y la “carne” identifique a esta última prácticamente con el mal —por razones de oportunidad moral y mística— perdiendo de vista la transparencia metafísica de los fenómenos en general y de las sensaciones en particular, y por lo tanto de su ambigüedad y su neutralidad de principio (1). En otros términos, y para ser más precisos: si bien la materia en sí misma es neutra —nada más puro que un cristal—, existe sin embargo un defecto en su combinación con la vida, y de allí surgen la impureza, la enfermedad y la muerte; se trata de un defecto relativo que no impide las interferencias de lo celestial en la vida terrenal. Geométrica y analógicamente hablando, puede haber hundimiento dentro de los círculos concéntricos, pero los rayos que parten del centro y los atraviesan permanecen incorruptibles; este principio concierne no sólo a la ambigüedad de la materia sino también al exceso de contingencias en el cual nos vemos obligados a vivir, y que solamente nuestra relación con el Cielo logra compensar y vencer.

Pero no sólo existe el imperio de la materia sobre el espíritu, de la exterioridad sobre la interioridad y de la dispersión sobre la concentración, sino que también está el predominio del psiquismo sobre la inteligencia, y esta tara —que una racionalidad superficial no sería capaz de corregir— llega incluso a comprometer las victorias sobre la materia; a pesar de que el Cielo igualmente logra utilizar esta debilidad humana para sus fines y quitarle en ese caso su nocividad moral; pues una de las generosidades de la Misericordia es la de tomar a los hombres como son, en la medida de lo posible (2).

***

Más arriba hemos dicho que hay que aceptar la “voluntad de Dios” cuanto el mal entra en el destino y no es posible escapar de él; en efecto, la naturaleza parcialmente paradójica de la Todo-Posibilidad exige de parte del hombre una actitud adecuada a esta situación, que es la cualidad de la serenidad, de la cual el cielo que está arriba de nosotros es el signo visible. La serenidad se podría caracterizar como la capacidad de mantenerse por encima de las nubes, en la calma y la frescura del vacío y lejos de todas las disonancias de este mundo inferior; consiste en no permitir jamás que el alma se hunda en pozos de problemas, de amargura, de rebelión no confesada, pues hay que cuidarse de acusar implícitamente a Ser al acusar tal fenómeno. No decimos que no haya que acusar al mal con toda justicia, sino que no hay que acusarlo con una actitud de desesperación, perdiendo de vista al Bien Soberano presente en todas partes y, bajo otro aspecto, a los imperativos del equilibrio universal; el mundo es lo que debe ser.

La serenidad es la resignación a la vez intelectual y moral a la naturaleza de las cosas: es la paciencia frente a la Todo-Posibilidad en tanto que ésta exige, por su misma limitación, la existencia de posibilidades negativas, negadoras del Ser y de las cualidades que lo manifiestan, tal como hemos señalado antes. Asimismo cabe decir, con el objeto de provee una clave más, que la serenidad consiste en resignarse a ese destino a la vez único y permanente que es el momento presente, a ese “ahora” itinerante al cual nadie puede escapar y que, en su sustancia, pertenece a lo Eterno. El hombre consciente de la naturaleza del Ser puro permanece de buena gana dentro del instante que el Cielo le ha asignado; no tiende febrilmente hacia el porvenir y no se inclina amorosa o tristemente sobre el pasado. El presente puro es el momento de lo Absoluto: es ahora —ni ayer ni mañana— cuando estamos ante Dios.

La cualidad de la serenidad evoca la de la dignidad: lejos de ser solamente un asunto de actitud exterior, la dignidad natural y sincera tiene una base espiritual que es la conciencia cuasi existencial del “motor inmóvil”; el hombre concretamente consciente de las grandezas que lo superan no puede renegar de ellas en su comportamiento, y por otra parte ello es lo que exige su deiformidad; de hecho, no hay piedad sin dignidad. La razón de ser del hombre es situarse más allá del plano de existencia sobre el cual ha sido proyectado, o sobre el cual —desde cierto punto de vista— se ha proyectado a sí mismo; y ello siempre adaptándose a la naturaleza de ese plano. La misión cósmica del hombre es ser pontifex, “edificador del puente”, del camino que une al mundo sensible y en movimiento con la inmutable Ribera divina.

***

Por lo tanto, la serenidad es la victoria moral casi incondicional sobre las sombras naturales, o sea sobre las disonancias absurdas del mundo y de la vida; en caso de encuentro con el mal —y le debemos a Dios y a nosotros mismos mantenernos en la Paz— podemos utilizar los argumentos siguientes. En primer lugar, ningún mal puede debilitar al Bien Soberano ni debe perturbar nuestra relación con Dios; jamás debemos perder de vista, al entrar en contacto con lo absurdo, los valores absolutos. En segundo término, debemos tener conciencia de la necesidad metafísica de que exista el mal; “el escándalo debe llegar”. En tercer lugar, no perdamos de vista los límites del mal y su relatividad; pues Dios tendrá la última palabra. En cuarto lugar, es evidente que hay que resignarse a la voluntad de Dios, es decir a nuestro destino; por definición, el destino es lo que no podemos dejar de encontrar, y de ese modo es un aspecto de nosotros mismos. En quinto término —y ello surge del argumento anterior— Dios quiere probar nuestra fe y por lo tanto también nuestra sinceridad y nuestra paciencia, sin olvidar nuestra gratitud; es por ello que se habla de “las pruebas de la vida”. En sexto lugar, Dios no nos pediría que rindamos cuenta de lo que hacen los demás, ni de lo que nos sucede sin que seamos directamente responsables; nos hará rendir cuenta solamente de lo que hagamos nosotros mismos. Por último, en séptimo término, la felicidad pura no es para esta vida sino que es para la otra; la perfección no es de este mundo, pero este mundo no es todo, y la última palabra está en la Beatitud.

VIRTUD Y CAMINO

La primera de las virtudes es la veracidad, pues sin la verdad no podemos hacer nada. La segunda virtud es la sinceridad, que consiste en extraer las consecuencias de lo que sabemos que es verdad, y que implica a todas las otras virtudes; puesto que no basta reconocer la verdad objetivamente, en el pensamiento, sino que también hay que asumirla subjetivamente, en los actos, ya sean exteriores o interiores. La verdad excluye a las despreocupación y a la hipocresía tanto como al error y a la mentira.

La sinceridad implica directamente dos actitudes concretas: la abstención de lo que es contrario a la verdad, y el cumplimiento de lo que está de acuerdo con ella; dicho de otro modo, hay que abstenerse de aquello que aleja al Bien Soberano —el cual coincide con lo Real— y realizar lo que acerca a él. De este modo a las virtudes de la veracidad y de la sinceridad se agregan la de la temperancia y la del fervor, o la de la pureza y de la vigilancia, así como, incluso más fundamentalmente, las de la humildad y la caridad.

Sin virtud no hay camino, cualquiera que pueda ser el valor de nuestros medios espirituales; la virtud es directamente la sinceridad, e indirectamente la veracidad. La virtud no es un mérito en sí misma, sino que es un don; pero sin embargo es un mérito en la medida en que nos esforzamos hacia ella.

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Yo y los demás: las cualidades morales que corresponden respectivamente a estas dos dimensiones de nuestra existencia son la sencillez y la generosidad; o dicho de otro modo la humildad y la caridad, no como actitudes a priori sentimentales sino como adaptaciones morales y espirituales a la naturaleza de las cosas.

El fundamento quintaesencial de la virtud de la sencillez o de la humildad es que el hombre no es Dios, o que el “yo” humano no es el “Sí-mismo” divino; y el fundamento de la virtud de la generosidad, la compasión o la caridad es que nuestro prójimo también está “hecho a imagen de Dios”, o que el Sí-mismo divino es inmanente a todo sujeto humano. Es esta deiformidad la que explica también la cualidad de la dignidad, la cual resulta por añadidura de nuestra capacidad —también deiforme— de participar en la divina Majestad gracias a la conciencia que de ella tenemos.

Sencillez y generosidad: por un lado hay que ser sencillo con dignidad; por otro lado hay que ser generoso con medida, pues los intereses ajenos no suprimen nuestros propios intereses, y además todos los hombres no tienen derecho a las mismas deferencias, excepto desde el punto de vista general de la condición humana. Por otra parte, la caridad no ofrece necesariamente lo que es agradable de inmediato, pues en ese caso no habría remedio amargo; castigar con justicia a un niño es más caritativo que consentirlo. Además pensar de otra manera equivaldría a suprimir toda justicia y toda salud moral y social.

La cuestión del equilibrio entre la sencillez y la dignidad nos conduce a señalar la siguiente precisión: al reconocer que la criatura es una nada frente a Dios, no debemos perder de vista que Dios quiso la existencia de la criatura y que bajo ese aspecto ella puede tener cierta grandeza en su propio mundo; esta grandeza no la tiene solamente en su ambiente cósmico sino que también la posee, y a priori, en el Intelecto divino mismo, puesto que al crear a ese Dios quiso crear es grandeza. Lo mismo sucede con la libertad, por agregar sólo este ejemplo, ya especialmente controvertido: ante el argumento de que sólo Dios es libre y que todo el resto está predestinado, responderemos que sin embargo, al crear seres libres, Dios quería manifestar la libertad y no otra cosa, y que en consecuencia los seres son realmente libres bajo el aspecto de esta intención divina. El modo o el grado de manifestación cósmica implica limitaciones —el solo hecho de la manifestación ya las implica—, pero el contenido de esta proyección no deja por ello de ser idéntico a lo que constituye su razón de ser.

Para la piadosa sentimentalidad, la humildad significa que el hombre no es consciente de su valor, como si la inteligencia no fuera capaz de objetividad frente a este orden fenomenológico que es el alma humana; es precisamente esta objetividad la que implica que el hombre plenamente inteligente tiene conciencia también de la relatividad de sus dones, sus cualidades y sus méritos.

Evidentemente, la quintaesencia de la humildad, insistimos, es la conciencia de que no somos nada frente a lo Absoluto; dentro del mismo orden de ideas, la quintaesencia de la caridad es nuestro amor por el Bien Soberano, el cual da a nuestra compasión social su sentido más profundo. En efecto, no amar a Dios es negarlo, y negarlo es ipso facto negar la inmortalidad del alma y en consecuencia el valor de la vida, lo cual quita a nuestra beneficiencia si bien no todo su sentido al menos la mayor parte de su significado; pues la caridad hacia el hombre estrictamente terrenal —el animal humano si se quiere— debe estar acompañada po la caridad hacia el hombre virtualmente celestial, así como la caridad puramente “horizontal” puede corresponderse con el asesinato de un alma, mientras que un sufrimiento del cual nadie se compadece puede ser un bien para el alma inmortal (3). Por supuesto, no decimos esto para desalentar las intenciones de caridad, sino con el objeto de recordar que para el hombre todo valor debe referirse al Bien Soberano, so pena de seguir siendo una espada de doble filo.

***

Toda virtud tiene su aspecto de belleza, que la hace inmediatamente digna de amor, independientemente del aspecto de utilidad o de oportunidad. La combinación de la sencillez y la generosidad, o de la humildad y la caridad, o de la modestia y la compasión, esta combinación, a decir verdad consustancial, constituye la virtud en sí misma y por ello mismo la calificación espiritual sine qua non. Tal vez se nos objete que, si ello es así, nadie está plenamente cualificado para la espiritualidad; ahora bien, la intención de hacer realidad la virtud forma parte de ella, de modo que la virtud esencial es a la vez una condición y un resultado. Dios no nos pide directamente la perfección, sino que requiere de nosotros la intención, que si es sincera implica la ausencia de imperfecciones graves; es sumamente evidente que el orgulloso no puede aspirar sinceramente a la humildad. Dios nos pide lo que nos dio, es decir las cualidades que llevamos en el fondo de nosotros mismos, dentro de nuestra sustancia deiforme; el hombre debe “convertirse en lo que es”; todo ser es fundamentalmente el Ser en sí mismo.

DEL AMOR

El amor de Dios se impone por la lógica de las cosas: amar los accidentes es amar la Sustancia, inconsciente o conscientemente. El hombre espiritual puede amar cosas o criaturas que en sí mismas no son Dios, pero no puede amarlas sin Dios ni fuera de Él; de modo que ellas lo conducen de un modo casi sacramental hacia el Bien Soberano simplemente siendo lo que son. “No es por amor al esposo que se quiere al esposo, sino por amor a Atma que está en él”: al amar directamente a una criatura amamos indirectamente al Creador, necesariamente puesto que “todas las cosas son Atma”. La nobleza del amor, de parte del sujeto, consiste en elegir el objeto que es digno de amor y amar sin avidez ni tiranía, teniendo consciencia —casi existencialmente— del arquetipo celestial y de la sustancia divina; con respecto al objeto digno de amor, éste ennoblece a aquel que lo ama, en la medida en que es amado en Dios. El ser humano puro, primordial y por lo tanto normativo, tiene sus raíces en el orden divino y tiende ipso facto hacia su Origen.

Quien dice amor dice belleza; el aspecto de la belleza, en Dios, es de primordial importancia dentro del contexto del amor espiritual. El amor implica el deseo de posesión y de unión; en este sentido directo, amar a Dios es, si bien no querer poseerlo, al menos querer vivir su Presencia y su Gracia, y al fin y al cabo desear unirse a él en la medida en que lo permiten nuestra potencialidad espiritual y nuestro destino.

El amor apunta a la belleza, hemos dicho; ahora bien, la Belleza de Dios surge de su Infinitud, la cual coincide con su Felicidad y su tendencia a comunicarla, es decir a irradiarla; éste es el “desbordamiento” del Bien Soberano, que a la vez proyecta sus bellezas y atrae a las almas. El Infinito se hace presente ante nosotros y al mismo tiempo nos libera de nosotros mismos; no destruyéndonos sino por el contrario conduciéndonos a lo que somos en nuestra esencia inmortal.

Sólo se puede hablar de la belleza con la condición de saber que es una realidad perfectamente objetiva, la cual es independientemente de ese factor subjetivo que es la afinidad o el gusto; la apreciación de lo bello es en primer término asunto de comprehensión y luego asunto de sensibilidad. Es bello aquello que, en el mundo de las expresiones, está de acuerdo con su esencia celestial, que es su razón de ser; en Dios mismo, la expresión hipostática de la Esencia es la Beatitud, Ananda; es ésta la que en última instancia constituye la base de toda belleza. Y la Beatitud coincide con la “dimensión” divina de Infinitud, en virtud de la cual Dios se presenta como el Bien Soberano, fuente de toda armonía y de toda dicha.

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Existe un amor de Dios que constituye un método y cuyo punto de partida es una teología, y hay otro amor de Dios cuyo punto de partida es el conocimiento de la naturaleza divina y en consecuencia el sentido de la divina Belleza, la cual nos libera de las estrecheces y de los alborotos del mundo terrenal. El camino del amor —la bakthi metódica—presupone que no podemos ir hacia Dios si no es por él; el amor en sí mismo —la batkhi intrínseca— por el contrario, acompaña al camino del conocimiento, el jnana, y se basa esencialmente en nuestra sensibilidad a la Belleza divina. Es de esta perspectiva —casi platónica— de donde surge por otra parte el arte sagrado, y es por ello que este arte se encuentra intrínsecamente dentro del campo del esoterismo; ars sine scientia nihil.

Por consiguiente, es importante comprender que los aspectos metafísicos y por así decirlo abstractos de Dios también sugieren bellezas y razones para amar: el alma contemplativa puede ser sensible a la inmensa serenidad propia del Ser puro o a la cristalinidad refulgente de lo Absoluto; o se puede —aparte de otros aspectos— amar a Dios por lo que su inmutabilidad tiene de diamantino, o por lo que su infinitud tiene de cálido y de liberador. En nuestro mundo terrenal hay bellezas sensibles: la del cielo ilimitado, la del sol brillante, la del relámpago, la del cristal; todas estas bellezas morales son del mismo orden; se puede amar a las virtudes por su participación por así decirlo estética en las bellezas del Ser divino, así como se puede y se debe amarlas por sus valores específicos e inmediatos.

Belleza, amor, felicidad: el hombre aspira a la felicidad porque la Beatitud, que está hecha de belleza y amor, es su sustancia misma. “Todos mis pensamientos hablan de amor”, dice Dante con un sentido a la vez terrenal y celestial.

Tutti i miei pensier parlan d’amore.

NOTAS  ____________________________________________________

No es necesario señalar que la teología, que admite los “consuelos sensibles”, no es estrictamente maniquea, es decir que no olvida el origen divino de la sustancia corporal; Cristo y la Virgen Santa tenían cuerpos, y estos cuerpos ascendieron al Cielo, sin duda transfigurándose, pero sin perder su corporeidad.
En este punto pensamos no sólo en las religiones monoteístas semíticas sino también en ciertos sectores dentro del hinduismo y del budismo.
También existe, obligatoriamente, la caridad hacia los animales, pero en este caso la cuestión del deber espiritual con respecto a un alma inmortal no se plantea. No se puede dar al animal más de lo que puede recibir, pero se le da lo que puede recibir porque, en su nivel, es nuestro prójimo; todo ello independientemente del hecho de que un animal pueda estar penetrado por una barakah, es decir que pueda servir de vehículo de una influencia espiritual.
Capítulo III de la obra “Raíces de la condición humana” (Frithjof Schuon, Grupo Libro, colección “Paraísos perdidos”)

ESCATOLOGIA UNIVERSAL

ESCATOLOGIA UNIVERSAL

FRITHJOF SCHUON

La escatología forma parte de la cosmología, y ésta prolonga la metafísica, la cual se identifica esencialmente con la sophia perennis. Cabe preguntarse con qué derecho la escatología puede formar parte de esta sophia, dado que, epistemológicamente hablando, la pura intelección no parece revelar nuestros destinos de ultratumba, mientras que nos revela los principios universales; pero, en realidad, el conocimiento de estos destinos es accesible gracias al conocimiento de los principios, o gracias a su justa aplicación. en efecto, comprendiendo la naturaleza profunda de la subjetividad, y no exclusivamente por esta vía exterior que es la Revelación (1), es como podemos conocer la inmortalidad del alma, pues quien dice subjetividad total o central –y no parcial y periférica como la de los animales– dice por lo mismo capacidad de objetividad, intuición de absoluto e inmortalidad (2). Y decir que somos inmortales significa que hemos existido antes de nuestro nacimiento humano –pues lo que no tiene fin no podría tener un comienzo–, y, por lo demás, que estamos sometidos a ciclos; la vida es un ciclo, y nuestra existencia anterior debía ser también un ciclo en una cadena de ciclos, es decir, está condenada a ello si no hemos podido realizar la razón de ser del estado humano, que, siendo central, permite precisamente escapar a la «rueda de las existencias».

La condición humana es, en efecto, la puerta hacia el Paraíso: hacia el Centro cósmico que, aun formando parte del Universo manifestado, se sitúa, sin embargo –gracias a la proximidad magnética del Sol divino–, más allá de la rotación de los mundos y de los destinos, y, por ello, más allá de la «transmigración». Y por eso «el nacimiento humano es difícil de conseguir», según un texto hindú; para convencerse de ello basta considerar la inconmensurabilidad entre el punto central y los innumerables puntos de la periferia.

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Hay almas que, plena o suficientemente conformes a la vocación humana, entran directamente al Paraíso: son, ya los santos, ya los santificados. En el primer caso, son las grandes almas iluminadas por el Sol divino y dispensadoras de rayos bienhechores; en el segundo caso, son las almas que, no teniendo ni defectos de carácter ni tendencias mundanas, están libres –o liberadas– de pecados mortales y están santificadas por la acción sobrenatural de los medios de gracia de los que han hecho su viático. Entre los santos y los santificados hay sin duda posibilidades intermedias, pero sólo Dios es juez de su posición y su jerarquía.

Sin embargo, entre los santificados –los salvados por santificación a la vez natural y sobrenatural (3)–, hay algunos que no son bastante perfectos para poder entrar directamente al Paraíso; esperarán, pues, su madurez en un lugar que algunos teólogos han calificado de «prisión honorable», pero que en opinión de los amidistas es más que esto, puesto que, dicen ellos, este lugar se sitúa en el Paraíso mismo; lo comparan a un capullo de loto dorado, que se abre cuando el alma está madura. Este estado corresponde al «limbo de los padres» (limbus = borde) de la doctrina católica: los justos de la «Antigua Alianza», según esta perspectiva muy particular, se encontraban en él antes del «descenso a los infiernos» de Cristo-Salvador; (4) concepción ante todo simbólica, y muy simplificadora, pero perfectamente adecuada en cuanto al principio, e incluso literalmente verdadera en casos que no tenemos que definir aquí, dada la complejidad del problema.

Después del «loto» debemos considerar el «purgatorio» propiamente dicho: el alma fiel a su vocación humana, es decir, sincera y perseverante en sus deberes morales y espirituales, no puede caer en el infierno, pero puede pasar, ante de acceder al Paraíso, por ese estado intermedio y doloroso que la doctrina católica llama el «purgatorio»: debe pasar por él si tiene defectos de carácter, o si tiene tendencias mundanas, o si se ha cargado con un pecado que no ha podido compensar con su actitud moral y espiritual ni por la gracia de un medio sacramental. Según la doctrina islámica, el «purgatorio» es una estancia pasajera en el infierno: Dios salva del fuego «a quien Él quiere», es decir, Él es el único juez de los imponderables de nuestra naturaleza; o, dicho de otro modo, Él es el único en saber cuál es nuestra posibilidad fundamental o nuestra substancia. Si hay confesiones cristianas que niegan el Purgatorio, es en el fondo por la misma razón: porque las almas de los que no se han condenado, y que ipso facto están destinadas a la salvación, se hallan en manos de Dios y no le conciernen más que a Él.

Por lo que toca al Paraíso, hay que dar cuenta aquí de sus regiones «horizontales», así como de sus grados «verticales»: las primeras corresponden a sectores circulares, y los segundos a círculos concéntricos. Las primeras separan los diversos mundos religiosos o confesionales, y los segundos, los diversos grados en cada uno de estos mundos: por una parte, el Brahma-loka de los hindúes, por ejemplo, que es un lugar de salvación como el Cielo de los cristianos, no coincide, sin embargo, con este último; (5) y, por otra parte, en un mismo Paraíso, el lugar de Beatitud de los santos modestos o del «santificados» no es el mismo que le de los grandes santos. «Hay muchas moradas en la casa de mi Padre» (6), sin que haya, no obstante, una separación absoluta entre los diversos grados, pues la «comunión de los santos» forma parte de la Beatitud (7); y tampoco hay motivo para admitir que no hay ninguna comunicación posible entre los diversos sectores religiosos, en el plano esotérico en el que puede tener un sentido. (8)

Antes de ir más lejos, y en lo que concierne a la escatología en general, quisiéramos hacer la observación siguientes: se ha esgrimido a menudo que ni el Confucianismo ni el Shintoismo admiten expresamente las ideas del más allá y de la inmortalidad, lo cual no significa nada puesto que tienen el culto a los antepasados; si no hubiera supervivencia, este culto no tendría ningún sentido, y no habría ningún motivo para que un emperador del Japón fuera a informar solemnemente a las almas de los emperadores difuntos de tal o cual acontecimiento. Se sabe, por lo demás, que una de las características de las tradiciones de tipo chamanista es la parquedad –no la ausencia total– de las informaciones escatológicas.

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Hemos de dar cuenta ahora, por una parte, de la posibilidad infernal que mantiene al alma en el estado humano y, por otra parte, de las posibilidades de «transmigración», que, por el contrario, la hacen salir de él. Hablando en rigor, también el infierno es, a fin de cuentas, una fase de la transmigración, pero antes de liberar al alma hacia otras fases u otros estados la encarcela «perpetuamente», pero no «eternamente»; la eternidad sólo pertenece a Dios, y en cierto modo al Paraíso, en virtud de un misterio de participación en la Inmutabilidad divina. El infierno cristaliza una caída vertical; es «invencible» porque dura hasta el agotamiento de un cierto ciclo cuya extensión sólo Dios conoce. Entran en el infierno, no los que han pecado accidentalmente, con su «corteza» por así decirlo, sino los que han pecado substancialmente o con su «núcleo», y ésta es una distinción que puede no ser perceptible desde fuera; son, en todo caso, los orgullosos, los malvados, los hipócritas, o sea todos los que son lo contrario de los santos y los santificados.

Exotéricamente hablando, el hombre se condena porque no acepta una determinada Revelación, una determinada Verdad, y no obedece a una determinada Ley; esotéricamente, se condena él mismo porque no acepta su propia Naturaleza fundamental y primordial, la cual le dicta un determinado conocimiento y un determinado comportamiento (9). La Revelación no es sino la manifestación objetiva y simbólica de la Luz que el hombre lleva en sí mismo, en el fondo de su ser; no hace sino recordarle lo que él es, y lo que debería ser puesto que ha olvidado lo que es. Si todas las almas humanas, antes de su creación, deben testimoniar que Dios es su Señor –según el Corán (10)– , es porque saben «preexistencialmente» lo que es la Norma; existir es, para la criatura humana, saber «visceralmente» lo que es el Ser, la Verdad y la Ley; el pecado esencial es un suicidio del alma.

Nos falta hablar de otra posibilidad de supervivencia, a saber, la «transmigración», (11) la cual permanece totalmente fuera de la «esfera de interés» del Monoteísmo semítico, que es una especie de «nacionalismo de la condición humana» y por esta razón no considera más que lo que concierne al ser humano como tal. Fuera del estado humano, y sin hablar de los ángeles y los demonios, (12) para esta perspectiva sólo hay una especie de nada; ser excluido de la condición humana equivale, para el Monoteísmo, a la condenación. Hay, sin embargo, entre esta manera de ver y la de los transmigracionistas –hindúes y budistas sobre todo– un punto de unión, y es la noción católica del «limbo de los niños», donde se considera que permanecen, sin sufrir, los niños muertos sin bautismo; pues bien, este lugar, o esta condición, no es otro que la transmigración, en mundos distintos del nuestro y, por consiguiente, a través de estados no-humanos, inferiores o superiores según los casos (13). «Pues ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la perdición, y numerosos son los que lo recorren»: como, por una parte, Cristo no puede querer decir que la mayoría de los hombres van al infierno, y como, por otra parte, la «perdición» en lenguaje monoteísta y semítico significa también la salida del estado humano, hay que concluir que la frase citada concierne, de hecho, a la masa de los tibios y los mundanos, que ignoran el amor a Dios –incluidos aquellos incrédulos que se benefician de circunstancias atenuantes–, y que merecen, si no el infierno, al menos la expulsión de este estado privilegiado que es el hombre; privilegiado porque da inmediatamente acceso a la Inmortalidad paradisíaca. Por lo demás, los «paganismos» no ofrecían el acceso a los Campos Elíseos o a las Islas de los Bienaventurados más que a los iniciados en los Misterios, no a la masa de los profanos; y el caso de las religiones «transmigracionistas» es más o menos similar. El hecho de que la transmigración a partir del estado humano comience casi siempre con una especie de purgatorio, refuerza evidentemente la imagen de una «perdición», es decir, de una desgracia definitiva desde el punto de vista humano.

El bautismo de los recién nacidos tiene por objeto –aparte de su finalidad intrínseca– salvarlos de esta desgracia, y tiene, de facto, por efecto el mantenerlos, en caso de fallecimiento, en el estado humano, que en su caso será un estado paradisíaco, de modo que el resultado práctico –buscado por el «nacionalismo del estado humano»– coincide con la finalidad que persigue el sacramento para los adultos; y con la misma motivación los musulmanes pronuncian en el oído de los recién nacidos el Testimonio de Fe, lo que, por lo demás, evoca todo el misterio del poder sacramental del Mantra. La intención es inversa en el caso muy particular de la transmigración voluntaria de los bodhisattvas, que sólo pasa por estados «centrales», luego análogos al estado humano; pues el bodhisattva no desea mantenerse en la «prisión dorada» del Paraíso humano, sino que quiere poder irradiar en mundos no-humanos hasta el fin del gran ciclo cósmico. Se trata de una posibilidad que la perspectiva monoteísta excluye y que es incluso característica del Budismo Mahâyana, sin no obstante imponerse a todos los mahayanistas, aunque fueran santos; los amidistas, particularmente, no aspiran más que al Paraíso de Amitâbha, que equivale prácticamente al Brahma-loka hindú y al Paraíso de las religiones monoteístas, y que es considerado, no como un «callejón sin salida celestial», si se puede decir así, sino, bien al contrario, como una virtualidad del Nirvâna.

No podemos silenciar aquí otro aspecto del problema de los destinos de ultratumba, y es el siguiente: la teología –islámica así como cristiana– enseña que los animales están comprendidos en la «resurrección de la carne» (14): pero mientras que los hombres son enviados, bien al Paraíso, bien al infierno, los animales serán reducidos al estado de polvo, pues se considera que no tienen «alma inmortal»; esta opinión se basa en el hecho de que el intelecto no se encuentra actualizado en los animales, de dónde la ausencia de la facultad racional y del lenguaje. En realidad, la situación infrahumana de los animales no puede significar que carezcan de subjetividad sometida a la ley del karma y comprometida en la «rueda de los nacimientos y las muertes», (15) y esto concierne también, no a tal o cual planta aislada sin duda, sino a las especies vegetales, cada una de las cuales corresponde a una individualidad, sin que se pueda discernir cuáles son los límites de la especie y que grupos constituyen simplemente modos de ella.

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Hemos distinguido cinco salidas póstumas de la vida humana terrenal: el Paraíso, el limbo-loto, el purgatorio, el limbo-transmigración y el infierno. Las tres primeras salidas mantienen el estado humano, la cuarta hace salir de él; la quinta lo mantiene para finalmente hacer salir de él. El Paraíso y el loto están más allá del sufrimiento; el purgatorio y el infierno son estado de sufrimiento en diversos grados; la transmigración no es necesariamente sufriente en el caso de los bodhisattvas, pero está mezclada de placer y dolor en los demás casos: hay dos esperas del Paraíso, una dulce y otra rigurosa, a saber, el loto y el purgatorio; y hay dos exclusiones del Paraíso, igualmente una dulce y una rigurosa, a saber, la transmigración y el infierno; en estos dos casos hay pérdida de la condición humana, ya sea inmediatamente en el caso de la transmigración, ya sea, a fin de cuentas, en el del infierno. En cuanto al Paraíso, es la cumbre bienaventurada del estado de hombre, y no tiene un contrario simétrico propiamente hablando, a pesar de las esquematizaciones simplificadoras don intención moral; (16) pues el Absoluto, al que pertenece «por adopción» el Mundo celestial no tiene opuestos, salvo en apariencia.

La eternidad no pertenece más que a Dios solo, hemos dicho; pero hemos evocado también, por alusión, el hecho de que lo que se denomina «eternidad» en el caso del infierno no puede coincidir con lo que se puede llamar así en el caso del Paraíso, pues no hay simetría entre estos dos órdenes, uno de los cuales se nutre de la ilusión cósmica, y el otro de la Proximidad divina. La perennidad paradisíaca es, sin embargo, relativa forzosamente; lo es en el sentido de que desemboca en la Apocatástasis, por la cual todos los fenómenos positivos retornan a sus Arquetipos in divinis; en lo que no podría haber ninguna pérdida ni ninguna privación, primero porque Dios nunca cumple menos de lo que promete o nunca promete más de lo que cumple, y después –o más bien ante todo– a causa de la Plenitud divina, que no puede carecer de nada.

Considerado en este aspecto, el Paraíso es realmente eterno; (17) el fin del mundo «manifestado» y «extra-principial» sólo es una cesación desde el punto de vista de las limitaciones manifestantes, pero no desde el de la Realidad intrínseca y total, la cual, por el contrario, permite a los seres volver a ser «infinitamente» lo que son en sus Arquetipos y en su Esencia una.

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Todas nuestras consideraciones precedentes, podrían parecer arbitrarias e imaginativas en el más alto grado a quien se atiene a esa inmensa simplificación que es la perspectiva cientifista, pero se vuelven, por el contrario, plausibles cuando, por una parte, se reconoce la autoridad de los diversos datos tradicionales –y no tenemos que volver aquí sobre la legitimidad de esta autoridad, que coincide con la naturaleza misma de este fenómeno «naturalmente sobrenatural» que es la Tradición en todas sus formas– y, por otra, se saben sacar de la subjetividad humana todas las consecuencias próximas y lejanas que ella implica. Es precisamente esta subjetividad –misterio deslumbrante de evidencia– lo que los filósofos modernos, incluidos los psicólogos más pretenciosos, nunca han comprendido ni querido comprender, y no hay en eso nada de sorprendente puesto que ella ofrece la clave para las verdades metafísicas así como para las experiencia místicas, las cuales, tanto unas como otras, exigen todo lo que somos.

«Conócete a ti mismo», decía la inscripción del templo de Delfos; (18) es también lo que expresa este hadîth: «Quien conoce su alma, conoce a su Señor»; e igualmente el Veda: «Tú eres Esto»; a saber, Atmâ, el Sí a la vez transcendente e inmanente, el cual se proyecta en miríadas de subjetividades relativas, que están sometidas a ciclos, así como a localizaciones, y que se extienden desde la más pequeña flor hasta esa manifestación divina directa que es el Avatâra.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––-

1.- Aunque ésta constituye siempre la causa ocasional, o la condición inicial, de la intelección correspondiente.

2.- Como lo hemos demostrado en otras ocasiones, sobre todo en nuestro libro De lo Divino a lo Humano, capítulo Consecuencias que se desprenden del misterio de la subjetividad.

3.- Esto no es una contradicción, pues la naturaleza específica del hombre contiene, por definición, elementos disponibles de sobrenaturalidad.

4.- Es en este lugar donde Dante sitúa, de facto –todo bien mirado– , a los sabios y los héroes de la Antigüedad, aunque los asocie con el Inferno por razones de teología, puesto que fueron «paganos».

5.- Los Paraísos hindúes de los que se es expulsado después de agotar el «buen karma» no son lugares de salvación, sino de recompensa pasajera; lugares «periféricos» no «centrales», y situados fuera del estado humano, puesto que pertenecen a la transmigración.

6.- Esta frase incluye asimismo e implícitamente, una referencia esotérica a los sectores celestiales de las diversas religiones.

7.- Y especifiquemos que, si en los Paraísos hay grados, hay también ritmos, lo que el Corán expresa diciendo que los bienaventurados tendrán su alimento «mañana y noche». No hay mundo, por lo demás, sin niveles jerárquicos ni ciclos, es decir, sin «espacio» ni «tiempo».

8.- Esta posibilidad de comunicación interreligiosa también tiene, evidentemente, un sentido cuando un mismo personaje a la vez histórico y celestial aparece en religiones diferentes, como es el caso de los Profetas bíblicos; aunque sus funciones sean entonces distintas según la religión en la que se manifiestan.

9.- «Dios no hace daño a los hombres, sino que los hombres se hacen daño a sí mismo» (Corán, Sura Yûnus, 44)

10.- «Y cuando tu Señor sacó una descendencia de los riñones de los hijos de Adán, y les hizo testimoniar contra ellos mismos: ¿No soy Yo vuestro Señor?, ellos dijeron: Sí, lo atestiguamos. (Y esto) a fin de que no digáis, en el Día de la Resurrección: Hemos sido inconscientes de esto. O para que no digáis: Nuestros antepasados dieron en otro tiempo asociados (a Dios); (ahora bien) nosotros somos sus descendientes…» (Sura, Las Elevaciones, 172 y 173). Estas criaturas preexistenciales son las posibilidades individuales contenidas necesariamente en la Omniposibilidad, y llamadas a la Existencia –no producidas por una Voluntad moral– por la Irradiación existenciante.

11.- Que no hay que confundir con la metempsicosis, en la que elementos psíquicos, en principio perecederos, de un muerto se incorporan al alma de un vivo, lo que puede dar la ilusión de una «reencarnación». El fenómeno es benéfico o maléfico, según se trate de un psiquismo bueno o malo; de un santo o un pecador.

12.- El Islam admite igualmente los jînn, los «espíritus», tales como los genios de los elementos –gnomos, ondinas, silfos, salamandras– y también otras criaturas inmateriales, vinculadas a veces a montañas, cavernas, árboles, a veces a santuarios; intervienen en la magia blanca o negra, es decir, bien en el chamanismo terapéutico, bien en la hechicería.

13.- Sea «periféricos», sea «centrales»: análogos al estado de los animales en el primer caso, y al de los hombres en el segundo; el hecho de que haya algo de absoluto en el estado humano –como hay algo de absoluto en el punto geométrico– excluye, por lo demás, la hipótesis evolucionista y transformista. Como las criaturas terrenales, los ángeles son también ya «periféricos», ya «centrales»: ya sea que personifiquen tal o cual Cualidad divina, que les confiere a la vez una determinada proyección y una determinada limitación, ya sea que reflejen el Ser divino mismo, y entonces no constituyen más que uno en el fondo: es el «Espíritu de Dios», el Logos celestial, que se polariza en Arcángeles y que inspira a los Profetas.

14.- La muerte corporal y la separación subsiguiente del cuerpo y el alma son la consecuencia de la caída de la primera pareja humana; situación provisional que será reparada al final de este ciclo cósmico, salvo para algunos seres privilegiados –como Enoc, Elías, Cristo, la Virgen– que han subido al Cielo con su cuerpo entonces «transfigurado».

15.- En el Sufismo, se admite «inoficialmente» que tal o cual animal particularmente bendito haya podido seguir a su dueño al Paraíso, lleno como estaba de una barakah de fuerza mayor; lo cual, a fin de cuentas, no tiene nada de inverosímil. En cuanto a la cuestión de saber si hay animales en el Cielo, no podríamos negarlo, y esto porque el mundo animal, como el mundo vegetal, que constituye el «Jardín» (Jannah) celestial, forma parte del ambiente humano natural; pero los animales paradisíacos, como tampoco las plantas del «Jardín», no tienen por qué venir del mundo terrestre. Según los teólogos musulmanes, las plantas y los animales del Cielo han sido creados in situ y para los elegidos, lo que equivale a decir que son de substancia cuasi angélica; «y Dios es más sabio».

16.- El «frente por frente» cósmico inverso del Paraíso no es el infierno solamente, sino también la transmigración, lo que ilustra la transcendencia y la independencia del primero. Añadamos que hay ahâdîth que atestiguan la desaparición –o la vacuidad final– del infierno; «crecerá en él el berro», parece que dijo el Profeta, y también, que Dios perdonará al último de los pecadores.

17.- Lo que indica, por lo demás, en el Sufismo, la expresión de «Jardín de la Esencia», Jannata adh-Dhât; el cual trasciende divinamente los «Jardines de las Cualidades», Jannât as-Sifât.

18.- Formulada por Tales, y después comentada por Sócrates.

SOBRE LOS ESTADOS POSTUMOS

SOBRE LOS ESTADOS POSTUMOS

FRITHJOF SCHUON

El punto de vista propio de las religiones de origen semítico se caracteriza, entre otras cosas, por su tendencia a negar todo lo que no interesa al hombre como tal: negará por lo tanto la inmortalidad del alma animal, y también, lo que viene a ser lo mismo de alguna manera, la transmigración del alma a través de las existencias no humanas; no obstante, no se puede hablar aquí de negación sino de una manera muy exterior y muy relativa, ya que no hay errores en las Revelaciones y se trata en el caso presente más bien de una concepción muy sintética y simplificada de los estados póstumos, cuya totalidad se encuentra reducida a dos estados “eternos” (1), el cielo y el infierno (2). Si en esta concepción el alma animal es negada, es porque, no siendo humana, no puede participar directamente (3) en los medios de salvación y no puede pues salvarse a partir de su propio estado; de una manera análoga, todo estado póstumo no correspondiendo al estado humano se asimilará, implícita si no explícitamente, a los estados infernales o a los “limbos”, según los casos. Ni que decir tiene que, si los estados no humanos –no hablamos por supuesto de los estados angélicos– pueden ser asimilados al infierno porque ellos constituyen la salvación, se puede por otra parte, con no menos razón, asimilar estos mismos estados a los limbos ya que ellos no constituyen la condenación (4); por lo tanto, cuando “paganos” y “herejes” son declarados excluidos de la salvación –y en la medida en que esto es así– eso no podría significar, esotéricamente hablando, que ellos deban entrar en los ámbitos infernales. Por otro lado, la asimilación de los estados no humanos –o infrahumanos si se prefiere– a los estados infernales se justifica todavía por el hecho de que la transmigración implica sufrimiento, o más exactamente la alternancia de estados felices e infelices, algo de lo cual el ser no está liberado más que en el Paraíso; pero este argumento es obviamente reversible y puede muy bien servir para poner de manifiesto que la transmigración, en tanto que sus sufrimientos son efímeros no es infernal en el sentido absoluto que da a esta palabra el punto de vista teológico.

Nos parece inevitable responder aquí a una objeción demasiado a menudo formulada, y que pone por otra parte crudamente a la luz lo que el punto de vista específicamente teológico tiene, por su antropomorfismo mismo, de provisional y por tanto de vulnerable: es la objeción –ampliamente explotada por los ateos, pero inevitablemente mal refutada por el exoterismo– de que no hay ninguna común medida entre un acto, tan malo como sea, y un castigo sin final, o en otros términos, que una causa limitada no puede tener un efecto ilimitado; esta objeción comporta una verdad innegable, y muestra incluso que el cielo y el infierno no podrían ser «eternos» en el sentido literal de la palabra (5); sin embargo, si la objeción es verdadera en sí, no lo es sin embargo en absoluto en detrimento de lo que la Revelación religiosa tiene realmente en vista, ya que además de que es perfectamente legítimo, en lenguaje humano, decir que una acción es «recompensada» o «castigada» por Dios, no es tal acción la que se castiga, sino tal actitud o tendencia fundamental y por consiguiente irremediable (6); la acción pecadora no representa pues más que una manifestación o un símbolo de esta actitud o tendencia. Dicho de otra manera, solo van en infierno aquellos que, si Dios los sacara, harían todo por volver a entrar; la perpetuidad del infierno está pues menos en el rigor del Juicio que en la naturaleza de los condenados. Dios no esta en absoluto sometido al tiempo y, para El, el «castigo» –como también la «recompensa»– marca un aspecto esencial de tal ser, al mismo título que las acciones o actitudes que, desde el punto de vista humano, parecen haber causado bien el castigo, o la retribución. El individuo es aquello que debe ser según su posibilidad, es decir que él es una expresión necesaria de la Omni-Posibilidad; las posibilidades particulares no tienen otra explicación que la infinitud de la Posibilidad universal, y no se podría explicarlas por consideraciones morales.

* * *

Según una expresión hindú, «la condición humana es difícil de obtener»; lo que significa que, para el ser en transmigración, las oportunidades de entrar en un estado central como el estado humano precisamente, –o de mantenerse ahí, tras la muerte, si se encuentra en ese estado– son inconmensurablemente menores que las de caer en un estado periférico, como el de los animales, de los vegetales o incluso de los minerales. Esta desproporción se expresa lo más claramente posible en el simbolismo geométrico al cual acabamos de pedir prestados nuestros términos: incluso reemplazando el punto geométrico por un punto visible, –por tanto, por una circunferencia lo más reducida posible, esto es, hasta el límite de la visibilidad,– la extensión de este centro será siempre insignificante comparada con la de la circunferencia. Representémonos una lluvia que riega un terreno cuyo centro está marcado por un guijarro: habrá infinitamente más probabilidades para las gotas de agua de caer en el terreno que sobre la piedra; y esta imagen, convenientemente traspuesta, permite entrever no sólo porqué la condición humana es «difícil de obtener», sino también porqué esta condición –o en cualquier otro mundo la condición análoga– representa a Dios «sobre tierra»; es en efecto a partir de esta sola condición que el ser puede realizar a Dios y salir por lo tanto de la transmigración (el samsâra). La razón suficiente del estado humano, su ley existencial (dharma), es ser un puente entre la tierra y el cielo, por lo tanto de «realizar a Dios» en un grado cualquiera (7), –o lo que viene a ser lo mismo, de salir del cosmos, por lo menos del cosmos formal (8); esto explica por otra parte porqué toda moral sagrada hace hincapié en la importancia de la procreación en el matrimonio y no ve en éste otro fin: la procreación, en efecto, permite a las almas errantes en los estados periféricos y pasivos –análogos, pero no idénticos, a las especies animales, vegetales y minerales de nuestro mundo terrestre– entrar en un estado central, activo, libre, –el estado humano– y obtener allí la salvación o la liberación; la mujer, si puede garantizar a sus hijos, como es el caso en las civilizaciones tradicionales, los medios de salvación, realiza pues una obra infinitamente caritativa por su función maternal; la madre es así una puerta sagrada hacia la liberación. No hay ninguna contradicción en el hecho de que la moral cristiana quiera simultáneamente la procreación y la castidad, e incluso esta última antes que nada, ya que estas dos funciones no tienen igualmente sentido más que con vistas a Dios: la castidad de una manera directa, interior, «vertical», mística, y la procreación de una manera indirecta, exterior, «horizontal», social; en otros términos, una es cualitativa y otra cuantitativa, en un cierto sentido al menos. La castidad, lejos contradecir la función de la procreación, corresponde por tanto –no en si misma, sino en virtud del papel efectivo que tiene en tal vía espiritual– a lo que hace la razón suficiente del estado humano; sin la castidad, se dirá según esta perspectiva, la vida no tiene sentido; pero sin la procreación, no hay nadie para ser casto; es necesario pues adoptar una opinión que reconcilie estas dos exigencias. El hombre que procrea debe en efecto realizar la castidad según los modos apropiados; y del mismo modo, pero en sentido inverso, el hombre casto debe procrear según los modos que exige su función: es decir, el hombre casado debe ser casto, en primer lugar respecto a las mujeres distintas de la que le permite la ley religiosa, a continuación hasta cierto punto también respecto a la suya, y finalmente hacia su alma cuya posición, con relación al espíritu, es femenina; en cuanto al hombre que hace voto de castidad, debe procrear a su vez, pero espiritualmente, y lo hará por una parte por la transmisión de las verdades y gracias espirituales, y por otra parte por la irradiación de su santidad. Lo que acabamos de decir implica que la castidad según la carne no constituye en absoluto una exigencia absoluta, puesto que es en si misma una actitud estrictamente humana; en cuanto a la castidad espiritual, de la que la castidad carnal no es más que un apoyo entre otros igualmente posibles, se impone de una manera incondicional, ya que sin ella no hay salida del mundo ilusorio de las formas; pero esta castidad espiritual podrá tomar distintos nombres según las vías: es así que en el Islam se convierte en «pobreza», de modo que las funciones de procreación y castidad pueden unirse, aquí, incluso en el plano carnal.

Pero volvamos de nuevo después de esta digresión a la cuestión de la posibilidad que ofrece el estado humano –y en otros mundos los estados análogos– de salir de la indefinida ronda cósmica: el hombre, con el fin de poder realizar esta liberación, debe ya poseer una cierta libertad eminentemente superior (9) en su naturaleza misma, y esta libertad, es el libre albedrío que eleva al hombre por encima de los seres pasivos como los animales; pero es también lo que, por una trágica paradoja, –inherente por lo demás a la creación como tal,– permite al hombre no tener en cuenta en absoluto su ley existencial o innata, o digamos del sentido de su vida; en este caso, solo será hombre accidentalmente o de alguna manera por casualidad (10), y para nada necesariamente o por definición esencial (11).

Se desprende de lo que acabamos de exponer que la razón suficiente de toda forma de Revelación consiste en realizar, de la manera más amplia posible, lo que constituye la razón de ser de nuestra existencia misma; queremos decir que la religión debe dirigirse a todas las aptitudes, incluso las más modestas, usando, como lo hacen los ángeles, diferentes lenguajes espirituales, pero siempre conformes a la Idea fundamental; la religión proporcionará pues, a aquel que responde por su naturaleza a la definición de «hombre», los medios de realizar su fin último, –ser perfectamente hombre es «llegar a ser Dios» (12), – y por otra parte, a aquellos que son hombres de alguna manera a pesar suyo, el medio, no en primer lugar de ir a Dios, sino de querer dirigirse hacia El, y por lo tanto de llegar a ser antes que nada, plenamente hombres (13).

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––––

(1) La «eternidad» es una cualidad absoluta –aquella cuya ausencia relativa hace precisamente al tiempo– y no puede por lo tanto asignarse sino a Dios, a menos de un lenguaje totalmente simbólico.

(2) El hecho de que ni la Iglesia Ortodoxa ni el Islam admitan explícitamente el purgatorio no significa de ninguna manera que niegan la cosa, como lo muestra por ejemplo esta enseñanza del Profeta: «Aquellos que hayan merecido el paraíso entrarán en el; los rechazados irán en infierno. Dios dirá entonces: ¡Que se haga salir del infierno a aquellos que tienen en el corazón aunque solo sea el peso de un grano de mostaza de fe! Entonces se los hará salir, aunque ya estén calcinados; luego se los lanzará al río de agua de lluvia (la lluvia que significa la Gracia) –o en al río de la vida (es decir de la Beatitud que, estando más allá del sufrimiento y de la muerte, se identifica con la Vída pura)– e inmediatamente renacerán.»

(3) Esta reserva se impone porque, en los ritos sacrificiales tal como existen en el Judaísmo y el Islam, el alma del animal sacrificado se beneficia también del rito, quizás renaciendo en un estado central o libre como el nuestro.

(4) Si no fuera así, los animales por ejemplo estarían en el infierno. Es cierto que el estado de las especies inferiores puede a menudo hacer pensar en el estado infernal, y eso tanto más como que, según toda verosimilitud, es la especie entera la que constituye aquí un individuo, de modo que un tal estado no finalizaría mas que con la extinción misma de la especie, lo que simbolizaría muy bien la perpetuidad del infierno; es quizás este aspecto múltiple de un individuo lo que tiene en vista la Ley de Manu cuando habla de un gran número de renacimientos en el cuerpo de un animal inferior. Lo inverso tiene lugar en los ángeles donde cada «individuo», si se puede decir, equivale él solo a una especie entera.

– No hay que perder vista que la «cualidad» cósmica es más o menos independiente del «grado» cósmico, en caso contrario no habría ni hombres viles, ni animales nobles; es decir que el animal, con relación al hombre, no es inevitablemente un individuo inferior, y que puede incluso ser todo lo contrario, según los casos; pero su estado cósmico no dejará de ser inferior con relación al estado humano; es necesario pues distinguir «individuo» y «estado».

– Por lo que se refiere a los ángeles, es necesario distinguir por una parte aquellos que son los más elevados de los seres periféricos o pasivos, y por otra parte aquellos que son los aspectos o funciones del «Espíritu» y que, por ello, son los estados centrales y activos por excelencia; ellos constituyen los aspectos «creados» del «Espíritu Santo», por lo tanto de Dios, lo cual la teología ordinaria no puede obviamente admitir bajo esta forma. En la doctrina hindú, estos ángeles son los Dévas, de la Trimúrti ; la doctrina islámica, enseña que el «Espíritu» (Er-Rûh, en sánscrito Buddhi) –cuyos aspectos o funciones constituyen precisamente los «ángeles supremos» (El-Mala’ el-a’ la o El-Mala’ ikat el-kiram)– no debió prosternarse como los otros ángeles ante Adán, y que, según un simbolismo espacial, él supera en inmensidad a todos los ángeles ordinarios tomados juntos, lo que vuelve de nuevo a decir que en el orden universal, en virtud de la analogía opuesta, el centro es «mayor» que la periferia.

(5) Esta «eternidad» no puede ser sino un «perpetuidad», por lo tanto una duración indefinida; por otro lado, ni la expresión cristiana in saecula saeculorum ni las palabras coránicas khalada, khalid. khuld (refiriéndose a la perpetuidad o inmortalidad) significan la eternidad. Según Santo Tomás de Aquino, «el infierno solo es llamado eterno a causa de su invencibilidad». Es por eso que no hay verdadera eternidad en el infierno, sino más bien tiempo… ». El cielo y el infierno son «eternos» porque son relativamente inmutables con relación a nuestra vida terrestre, y eso en grados diferentes.»

– Importa señalar aquí que la teología ordinaria no podría constituir un sistema cerrado frente a la metafísica pura, y que no puede impunemente plantearse como tal; eso aparece muy claramente en ciertas proposiciones teológicas de las que lo menos que se puede decir es que son fragmentarias y no saben compensar su aparente ininteligibilidad mas que por medio de vagas referencias a una Sabiduría divina «insondable». Pensamos aquí sobre todo en la teoría relativa a la «Infinita Bondad» y la «infinita Justicia» y explicando el creación del hombre por aquella y su condenación por ésta, o también a la idea del «castigo eterna» merecido por una ofensa cuasi-infinita de la dignidad de Dios, idea que implica la de la ausencia de compasión en los elegidos con respecto a los condenados; todas estas proposiciones tienen obviamente un sentido y son por lo tanto justificables, pero solamente por la metafísica, no por razonamientos antropomórficos. Por lo tanto, resulta del exoterismo mismo que él no podría estar realmente completo sin el esoterismo, y que presenta, al contrario, grietas que solamente la ciencia sagrada puede llenar, sin lo cual las tinieblas se introducen ahí. Solo el esoterismo posee las luces suficientes para afrontar todas las objeciones posibles y para explicar positivamente la religión; pero esto supone que explique de una sola vez toda la religión, y, por lo mismo, toda religión; en una palabra, o bien se mantiene, contra la «sabiduría según la carne», el exoterismo y el esoterismo a la vez, –la forma y la esencia,– o bien no se mantiene nada en absoluto.

(6) Según la doctrina islámica, esta condenado el que lleva el «rechazo de la Verdad» (kufr) en su esencia (dhat) misma, y no el que solo la lleva en sus atributos (cifat), estando concebidos estos últimos como accidentes.

– Un hadith dice que un hombre entró al Paraíso por haber dado a beber a un perro; está claro que esta acción sola no podía por si misma tener tal efecto, pero todo se vuelve comprensible cuando se la concibe como una manifestación especialmente característica –culminante de alguna manera–, de la tendencia fundamental, y fundamentalmente buena, del alma de que se trata.

(7) Los Hindúes expresan esta verdad de la siguiente manera: así como el dharma del agua es fluir y el del fuego es quemar, o el del pájaro volar y el del pez nadar, así mismo es el dharma del hombre realizar Brahma, y por lo tanto liberarse de samsâra .

– En el mismo sentido aún, la teología cristiana enseña que el hombre se creó para conocer a Dios, amarlo, servirlo y, por este medio, adquirir la Vida eterna.

(8) El cosmos formal constituye la periferia cósmica, siendo el centro cósmico el Paraíso en sentido ordinario de la palabra. Esta reserva es útil porque el Paraíso significa a menudo, en las doctrinas esotéricas, lo que se podría llamar, a falta de un mejor término, el «Estado divino», por lo tanto la realización de Dios.

– Si hablamos aquí de Paraíso en singular, no es, por supuesto, para excluir la pluralidad de los Paraísos, testificada por todas las Revelaciones, sino porque esta palabra puede designar en realidad el conjunto de los mundos paradisíacos, o también, en Dios El-mismo, el conjunto de sus Nombres.

(9) Es evidente que los animales y los vegetales reflejan ellos también la Libertad divina, y que por este hecho son necesariamente libres, al menos sobre un determinado aspecto, precisamente el de su participación en la Libertad de Dios; pero esta participación es, en un grado eminente, menos directa que la del hombre, de modo que es perfectamente legítimo, desde el punto de vista humano, negar la libertad animal, así como es legítimo desde el «punto de vista divino» negar la libertad humana.

(10) Hablando rigurosamente, no hay en absoluto casualidad; si empleamos sin embargo aquí esta palabra, es de una manera muy relativa y provisional, con el fin de señalar una determinada ausencia de necesidad.

(11) Es lo que el lenguaje hindú expresa simbólicamente diciendo que el hombre infiel a su propia razón suficiente –al dharma humano– es shúdra o incluso «fuera de casta» y no «dos veces nacido» (dwija), es decir consagrado o iniciado. El bautismo cristiano tiene también el sentido de una integración del ser accidentalmente humano en el estado esencialmente humano, en el sentido de que confiere la virtualidad del estado primordial o edénico.

– La casta está basada en la herencia psíquica, y esta es un hecho innegable, aunque haya aquí, como por todas partes en el orden cósmico, «excepciones que confirman la regla»: el sistema hindú tiene plenamente en cuenta estas excepciones, puesto que nadie preguntará a un ermitaño errante (parivrájaka) cual fue su casta anteriormente; las diferencias humanas se borran en la santidad, e incluso simplemente en el estado social –o más bien extrasocial– que le corresponde.

(12) Según San Basilio, «el hombre es una criatura que ha recibido la orden de llegar a ser Dios»; en el mismo sentido, San Cirilo de Alejandría dijo: «Si Dios ha devenido hombre, el hombre ha devenido Dios.»

– La doctrina hindú dirá que hay que «llegar a ser Eso que nosotros somos», a saber Aquello que solamente «es».

(13) Son estas verdades las que el materialismo quiere ignorar a todo precio; por la lógica de las cosas, él desemboca en el igualitarismo, por lo tanto en todo lo que es lo más contrario a la naturaleza humana. En efecto, si somos todos iguales en la materia, es decir en las necesidades materiales y las leyes físicas, eso no tiene absolutamente nada que ver con nuestra calidad de hombres; ahora bien ésta es nuestra razón de ser, o en otros términos, es lo único que nos distingue de los animales. El materialismo equivale pues a una reducción del hombre al animal, e incluso al animal más inferior, puesto que éste es el más colectivo; eso explica el odio de los materialistas hacia todo lo que es supra-terrestre, trascendente, espiritual, ya que es precisamente por lo espiritual por lo que el hombre no es animal. Quién reniega de lo espiritual reniega de lo humano: la distinción moral y legal entre el hombre y el animal se vuelve entonces puramente arbitraria, a la manera de una tiranía cualquiera; es decir que el hombre pierde, por su abdicación, todos sus derechos sobre la vida de los animales que, ellos, tienen los mismos derechos que el hombre, puesto que tienen las mismas necesidades materiales; se puede obviamente hacer valer el derecho del más fuerte, pero entonces ya no es cuestión de igualdad, y este derecho valdrá también para los hombres entre ellos. Por último, hay todavía una cosa que los materialistas no tienen en absoluto en cuenta, y es el hecho de que el hombre normal sufre por estar en la carne: la vergüenza que él experimenta por su existencia fisiológica es un indicio suficiente del hecho de que él es, en la materia, un extranjero y un exiliado; la transfiguración eventual de la carne por la belleza humana no cambia en nada las leyes humillantes de la existencia física.

PERLAS DE SABIDURÍA

PERLAS DE SABIDURÍA

FRITHJOF SCHUON

La función esencial de la inteligencia humana es el discernimiento entre lo Real y lo ilusorio, o entre lo Permanente y lo impermanente; y la función esencial de la voluntad es el apego a lo Permanente o a lo Real. Este discernimiento y este apego son la quintaesencia de toda espiritualidad; y llevados a su grado más elevado, o reducidos a su substancia más pura, constituyen, en todo gran patrimonio espiritual de la humanidad, la universalidad subyacente, o lo que podríamos denominar la religio perennis; es a ésta a la que se adhieren los sabios, al tiempo que se fundan necesariamente en elementos de institución divina.

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Una de las claves para la comprensión de nuestra verdadera naturaleza y de nuestro destino último es el hecho de que las cosas terrenas nunca están proporcionadas a la extensión real de nuestra inteligencia. Esta, o está hecha para lo Absoluto, o no es; sólo lo Absoluto permite a nuestra inteligencia poder enteramente lo que ella puede, y ser enteramente lo que es. Lo mismo para la voluntad, que, por lo demás, no es sino una prolongación, o un complemento, de la inteligencia: los objetos que ella se propone más de ordinario, o que la vida le impone, no alcanzan su envergadura «total»; sólo la «dimensión divina» puede satisfacer la sed de plenitud de nuestro querer o de nuestro amor.

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La Vía hacia Dios implica siempre una inversión: de la exterioridad hay que pasar a la interioridad, de la multiplicidad a la unidad, de la dispersión a la concentración, del egoísmo al desapego, de la pasión a la serenidad.

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Para ser feliz, el hombre debe tener un centro; ahora bien, este centro es ante todo la certeza del Uno. La mayor calamidad es la pérdida del centro y el abandono del alma a los caprichos de la periferia. Ser hombre es estar en el centro; es ser centro.

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El alma debe sustraerse a la dispersión del mundo; es la cualidad de interioridad. Después la voluntad debe vencer a la pasividad de la vida; es la cualidad de actualidad. Por último, el espíritu debe trascender la inconsciencia del ego; es la cualidad de simplicidad. Percibir intelectualmente la Substancia, más allá del estrépito de los accidentes, es realizar la simplicidad. Ser uno es ser simple; pues la simplicidad es al Uno lo que la interioridad es al centro y lo que la actualidad es al presente.

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En lugar de amar el mundo hay que estar enamorado de lo interior, que está más allá de las cosas, más allá de lo múltiple, más allá de la existencia. Asimismo, hay que estar enamorado del puro Ser, que está más allá de la acción y más allá del pensamiento.

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El amor de Dios es en primer lugar la adhesión de la inteligencia a la Verdad, después la adhesión de la voluntad al Bien, y por último la adhesión del alma a la Paz que dan el Verdad y el Bien.

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La percepción de la belleza, que es una adecuación rigurosa y no una ilusión subjetiva, implica esencialmente, por una parte, una satisfacción de la inteligencia y, por otra, un sentimiento a la vez de seguridad, de infinidad y de amor. De seguridad: porque la belleza es unitiva y excluye, con una suerte de evidencia musical, las fisuras de la duda y de la inquietud; de infinidad: porque la belleza, por su propia musicalidad, hace que se fundan los endurecimientos y los límites y libera; así, al ama de sus estrecheces; de amor: porque la belleza llama al amor, es decir, invita a la unión y por lo tanto a la extinción unitiva.

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La virtud es la conformidad del alma al Modelo divino y a la obra espiritual; conformidad o participación. La esencia de las virtudes es el vacío ante Dios, el cual permite a las Cualidades divinas entrar en el corazón e irradiar en el alma. La virtud es la exteriorización del corazón puro.

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Esforzarse hacia la perfección: no porque queremos ser perfectos para nuestra gloria, sino porque la perfección es bella y la imperfección es fea; o porque la virtud es evidente, es decir, conforme a lo Real.

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La virtud separada de Dios se convierte en orgullo, como la belleza separada de Dios se convierte en ídolo; y la virtud vinculada a Dios se convierte en santidad, como la belleza vinculada a Dios se convierte en sacramento.

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Cuando Dios está ausente, el orgullo llena el vacío.

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El fundamento de la ascensión espiritual es que Dios es puro Espíritu y que el hombre se le asemeja fundamentalmente por la inteligencia; el hombre va hacia Dios mediante lo que, en él, es más conforme a Dios, a saber, el intelecto, que es a la vez penetración y contemplación y cuyo contenido (sobrenaturalmente natural) es lo Absoluto, que ilumina y libera.

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La consciencia del Ser, o de la divina Substancia, nos libera de la estrechez, de la agitación, del estrépito y de la mezquindad; es dilatación, calma, silencio y grandeza. Todo hombre ama en su fuero interno el puro Ser, la inviolable Substancia, pero este amor está oculto bajo una capa de hielo. Todo amor es en el fondo una tendencia del accidente hacia la Substancia y, por ello mismo, un deseo de extinción.

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La función cósmica, y más particularmente terrestre, de la belleza es actualizar en la criatura inteligente el recuerdo de las esencias, y abrir así la vía hacia la noche luminosa de la Esencia una e infinita.

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La belleza es un reflejo de la beatitud divina; y como Dios es verdad, el reflejo de su beatitud será esta mezcla de felicidad y verdad que encontramos en toda belleza.

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La belleza de lo sagrado es un símbolo o una anticipación, y a veces un medio, del gozo que solo Dios procura.

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El arte sagrado ayuda al hombre a encontrar su propio centro, ese núcleo que ama a Dios por naturaleza.

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Lo sagrado es la presencia del centro en la periferia, de lo inmutable en el movimiento; la dignidad es esencialmente una expresión de ello, pues también en la dignidad el centro se manifiesta en el exterior; el corazón se trasparenta en los gestos. Lo sagrado introduce en las relatividades una cualidad de absoluto, confiere a cosas perecederas una textura de eternidad.

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La razón suficiente de la inteligencia humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: el conocimiento del Bien Supremo y, por consiguiente, de todo lo que se refiere a él directa o indirectamente. Así mismo, la razón suficiente de la voluntad humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: la elección del Bien Supremo y, por consiguiente, la práctica de todo lo que lleva a él. Y también, la razón suficiente del amor humano es aquello de lo que sólo él es capaz, a saber: el amor del Bien Supremo y de todo lo que testimonia de él.

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El hombre no puede sustraerse al deber de hacer el bien, incluso le es imposible, en las condiciones normales, no hacerlo; pero es importante que sepa que es Dios quien actúa. La obra meritoria es de Dios, pero nosotros participamos en ella; nuestras obras son buenas –o mejores– en la medida en que estamos penetrados de esta consciencia.

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El sueño habitual del hombre ordinario vive del pasado y del porvenir; el corazón está como suspendido en el pasado y al mismo tiempo es como arrastrado por el futuro, en vez de reposar en el Ser. Dios es Ser, en el sentido absoluto, El es inmutable y omnisciente; El ama lo que es conforme al Ser.

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Todo está ya dicho, e incluso bien dicho; pero siempre es necesario recordarlo de nuevo, y al recordarlo, hacer lo que siempre se ha hecho: actualizar en el pensamiento las certidumbres contenidas, no en el ego pensante, sino en la substancia transpersonal de la inteligencia humana. Humana, la inteligencia es total, luego esencialmente capaz de absoluto y, por eso mismo, del sentido de lo relativo; concebir lo absoluto es también concebir lo relativo como tal, y es, a continuación, percibir en lo absoluto las raíces de lo relativo y, en éste, los reflejos de lo absoluto.

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La vía es simple; es el hombre el que es complicado. Hay que combatir esta complicación del alma, o las dificultades que el alma experimenta o que ella crea, de tres maneras. En primer lugar, por la inteligencia: el hombre toma consciencia de la relatividad –y, por lo tanto, de la nada– de las cosas en función de la absolutidad de Dios. En segundo lugar, por la voluntad: el hombre pone el recuerdo de Dios –luego la consciencia de lo Real– en el lugar del mundo, o del ego, o de determinada dificultad del mundo o del ego. En tercer lugar, por la virtud: el hombre escapa al ego y a sus miserias retirándose en su Centro, en relación con el cual el ego es exterior como el mundo. Estas son las tres perfecciones o las tres normas. Perfección de la inteligencia; perfección de la voluntad; perfección del alma.

Cuando el alma ha reconocido que su ser verdadero está más allá de este núcleo fenoménico que es el ego empírico y se mantiene de buen grado en el Centro –y ésta es la virtud principal, la pobreza, o la autoanulación, o la humildad–, el ego ordinario se le aparece como exterior a su propia prolongación; tanto más cuanto que se siente en todas partes en la Mano de Dios.

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El fundamento de la vida espiritual, y por lo tanto la razón de ser de la vida sin más, es, por una parte, la verdad, o sea la certeza de lo Real supremo, que es el sumo Bien, y, por otra parte, la vía, o sea el deseo de la salvación, que es la felicidad suprema.

A estos dos imperativos se unen necesariamente dos cualidades o actitudes; la resignación a la voluntad de Dios y la confianza en la bondad de Dios. Estas cualidades, a su vez, implican otras dos virtudes: la gratitud y la generosidad. La gratitud hacia Dios es que apreciemos el valor de lo que Dios nos da, y de lo que nos ha dado desde que nacimos.

La gratitud hacia los hombres es que apreciemos el valor de lo que los demás nos dan, incluido lo que nos da la naturaleza que nos rodea; y estos dones coinciden en el fondo con los dones de Dios.

La generosidad hacia Dios –si se puede decir así– es que nos demos a Dios, y la quintaesencia de este don es la oración sincera y perseverante.

La generosidad hacia los hombres es que nos demos a los demás, por la caridad en todas sus formas.

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El deseo de vencer defectos porque soy «yo» quien los tiene es inoperante porque es del mismo orden que estos defectos. Todo defecto es, efectivamente, una forma de egoísmo, y hasta de orgullo.

Debemos tender hacia la perfección porque la comprendemos y, por consiguiente, la amamos, y no porque deseemos que nuestro «yo» sea perfecto. En otros términos: hay que amar y realizar un virtud porque es verdadera y bella, y no porque nos embellecería si la poseyéramos; y hay que detestar y combatir un defecto porque es falso y feo, y no porque es nuestro y nos afea. Es necesario que el cariz del esfuerzo esté determinado por el objeto del esfuerzo.

Hay que realizar las virtudes para que sean, y no para que sean «mías».

Uno puede entristecerse porque desagrada a Dios, pero no porque no es santo mientras que otros lo son.

Comprender una virtud es saber como realizarla; comprender un defecto es saber como vencerlo. Entristecerse porque uno no sabe como vencer un defecto es no comprender la naturaleza de la virtud correspondiente y es aspirar a ella por egoísmo. Ahora bien, la verdad está por encima del interés.

Tener una virtud es ante todo no tener el defecto que le es contrario, pues Dios nos ha creado virtuosos. Nos ha creado a su imagen; los defectos son sobreañadidos. Por lo demás, no somos nosotros quienes poseemos la virtud, es la virtud la que nos posee.

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La pobreza es no apegarse, en la existencia, ni al sujeto ni al objeto.

Se habla mucho de las ilusiones sutiles y de las seducciones que apartan al peregrino espiritual de la vía recta y provocan su caída. Pues bien, estas ilusiones no pueden seducir más que a aquel que desea algún provecho para sí mismo, tal como poderes o dignidades o gloria, o que desea goces interiores o visiones celestiales o voces, y así sucesivamente, o un conocimiento tangible de misterios divinos.

Pero aquel que en la oración no busca nada terrenal, de modo que le es indiferente el ser olvidado por el mundo, y que además no busca ninguna sensación, de modo que le indiferente no recibir nada sensible, aquél tiene la verdadera pobreza y no se le puede seducir.

En la verdadera pobreza no queda más que la existencia pura y simple, y ésta es en su esencia Ser, Consciencia y Beatitud. En la pobreza no le queda al hombre más que lo que es, luego todo lo que es.

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Son menos las mezquindades del mundo las que nos envenenan que el hecho de pensar demasiado en ellas. Nunca deberíamos perder consciencia de la luminosa y calma grandeza del Bien Supremo, la cual disuelve todos los nudos de este mundo.

El hecho de que determinado fenómeno que nos preocupa carezca de belleza no nos obliga a carecer de ella nosotros mismos; discernimiento no es mimetismo. Sin duda, debemos tomar nota de las disonancias de este mundo, pero debemos hacerlo teniendo en cuenta sus proporciones siempre relativas y sin perder contacto con la serenidad del Ser necesario. Esto, con toda evidencia, no tiene nada que ver con un falso desapego que descansa orgullosa e hipócritamente en errores e injusticias, olvidando que no hay derecho superior al de la verdad.

En espiritualidad, más que en cualquier otro terreno, es importante comprender que el carácter de una persona forma parte de su inteligencia: sin un buen carácter –un carácter normal, y por consiguiente noble– la inteligencia, aun metafísica, es en gran parte ineficaz. El carácter es, en primer lugar, lo que queremos, y en segundo lugar, lo que amamos; la inteligencia es sí es lo que conocemos, o lo que somos capaces de conocer. Y el conocimiento de lo que está fuera de nosotros va acompañado del conocimiento de nosotros mismos.

Por eso una calificación espiritual implica una calificación moral; la voluntad y el sentimiento son prolongaciones de la inteligencia, que es esencialmente la facultad de adecuación. La voluntad, en el plano espiritual, es la tendencia a la realización; el sentimiento es –en el mismo plano– la tendencia a amar lo que es objetivamente digno de amor: lo verdadero, lo santo, lo bello, lo noble.

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Para unos, sólo el olvido de lo bello –de la «carne» según ellos– nos acerca a Dios, lo que evidentemente es un punto de vista válido, en la práctica menos; según otros –y esta perspectiva es más profunda– la belleza sensible también acerca a Dios, con la doble condición de una contemplatividad que presiente los arquetipos a través de las formas y de una actividad espiritual interiorizante que elimina las formas con miras a la Esencia.

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El sentido de la belleza actualizado por la percepción visual o auditiva de lo bello, o por la manifestación corporal, ya sea estática o dinámica, de la belleza, equivale a un «recuerdo de Dios» si se encuentra en equilibrio con el «recuerdo de Dios» propiamente dicho, el cual, por el contrario, exige la extinción de lo perceptible. A la percepción sensible de lo bello debe responder, pues, la retirada hacia la fuente suprasensible de la belleza; la percepción de la teofanía sensible exige la interiorización unitiva.

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A nuestro alrededor está el mundo del estrépito y de la incertidumbre; y hay encuentros súbitos con lo sorprendente, lo incomprensible, lo absurdo, lo decepcionante. Pero estas cosas no tienen derecho a ser un problema para nosotros, aunque sólo fuera porque todo fenómeno tiene una causas, las conozcamos o no.

Sean cuales sean los fenómenos y sean cuales sean sus causas, siempre está Lo que es, y Lo que es se sitúa más allá del mundo del estrépito, de las contradicciones y de las decepciones. Esto no puede ser alterado ni disminuido por nada, y Esto es Verdad, Paz y Belleza. Nada lo puede empañar, y nadie puede quitárnoslo.

Sean cuales sean los ruidos del mundo o del alma, la Verdad será siempre la Verdad, la Paz será siempre la Paz y la Belleza será siempre la Belleza. Estas realidades son tangibles, están siempre a nuestro alcance inmediato; basta mirar hacia ellas y sumergirse en ellas. Son inherentes a la propia existencia; los accidentes pasan, la substancia permanece.

Deja al mundo ser lo que es y toma tu refugio en la Verdad, la Paz y la Belleza, en las cuales no hay ninguna duda ni ninguna tara.

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El hombre tiene derecho a no aceptar una injusticia, importante o menor, de parte de los hombres, pero no tiene derecho a no aceptarla como una prueba de parte de Dios. Tiene derecho –pues es humano– a sufrir por una injusticia en la medida en que no consiga situarse por encima de ella, pero tiene que hacer un esfuerzo para conseguirlo; en ningún caso tiene derecho a hundirse en un abismo de amargura, pues semejante actitud conduce al infierno.

El hombre no tiene interés en primer lugar en vencer una injusticia; tiene interés en primer lugar en salvar su alma y en ganar el Cielo. Por esto sería un mal negocio obtener justicia a costa de nuestros intereses últimos, ganar por el lado de lo temporal y perder por el lado de lo eterno; a lo que el hombre se arriesga gravemente cuando la preocupación por su derecho deteriora su carácter o refuerza sus defectos.

En caso de encuentro con el mal –y debemos a Dios y a nosotros mismos el mantenernos en la paz– podemos utilizar los argumentos siguientes.

En primer lugar, ningún mal puede invalidar el Bien Supremo ni debe perturbar nuestra relación con Dios; nunca debemos perder de vista, en contacto con el absurdo, los valores absolutos.

En segundo lugar, debemos tener consciencia de la necesidad metafísica del mal.

En tercer lugar, no perdamos nunca de vista los límites del mal ni su relatividad –vincit omnia veritas–.

En cuarto lugar, hay que resignarse, con toda evidencia, a la voluntad de Dios, es decir, a nuestro destino; el destino, por definición, es aquello a lo que no podemos escapar.

En quinto lugar –y esto resulta del argumento anterior–, Dios quiere probar nuestra fe, y por tanto también nuestra sinceridad, nuestra confianza y nuestra paciencia; por esto se habla de las «pruebas de la vida».

En sexto lugar, Dios no nos pedirá cuentas por lo que hacen los demás, ni por lo que nos ocurre sin que seamos responsables de ello; sólo nos pedirá cuentas por lo que hacemos nosotros mismos.

En séptimo lugar, por último, la felicidad no es par esta vida, sino para la otra; la perfección no es de este mundo, y la última palabra la tiene la Beatitud.

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Los dos grandes escollos de la vida terrestre son la exterioridad y la materia; o, más precisamente, la exterioridad desproporcionada y la materia corruptible. La exterioridad es la falta de equilibrio entre nuestra tendencia hacia las cosas exteriores y nuestra tendencia hacia lo interior; y la materia es la substancia inferior –inferior con respecto a nuestra naturaleza espiritual– en la que estamos encerrados en la tierra (en el cielo nuestra materia será transubstanciada).

Lo que se impone no es rechazar lo exterior sin admitir más que lo interior, sino realizar una relación hacia lo interior –una interioridad espiritual, precisamente– que prive a la exterioridad de su tiranía a la vez dispersante y compresiva y que, por el contrario, nos permita «ver a Dios en todas partes»; es decir, percibir en las cosas los símbolos y los arquetipos, integrar, en suma, lo exterior en lo interior y hacer de él un soporte de interioridad. La belleza, percibida por un alma espiritualmente interiorizada, es interiorizante.

En cuanto a la materia, lo que se impone no es negarla –si ello fuera posible–, sino sustraerse a su tiranía seductora; distinguir en ella lo que es arquetípico y puro de lo que es accidental e impuro; tratarla con nobleza y sobriedad.

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La vida no es, como creen los niños y los mundanos, una suerte de espacio lleno de posibilidades que se ofrecen a nuestro capricho; es un camino que se va estrechando desde el momento presente hasta la muerte. Al final de este camino está la muerte y el encuentro con Dios, y después la eternidad. Ahora bien, todas estas cualidades están ya presentes en la oración, en la actualidad intemporal de la Presencia divina.

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Cada vez que el hombre se encuentra ante Dios con un corazón íntegro –es decir, pobre y sin hinchazón–, se encuentra en el terreno de la absoluta certeza, la de su salvación condicional así como la de Dios. Y por esto Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéramos estar ante El, como en el estado primordial, y como siempre y en todas partes; o como en la eternidad.

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Hay un hombre exterior y un hombre interior; el primero vive en el mundo y experimenta su influencia, mientras que el segundo mira hacia Dios y vive de la oración. Ahora bien, es necesario que el primero no se afirme en detrimento del segundo; es lo inverso lo que debe tener lugar. En vez de hinchar al hombre exterior y dejar morir al hombre interior, hay que dejar expandirse al hombre interior y confiar los cuidados del exterior a Dios.

Quien dice hombre exterior dice preocupaciones del mundo, o incluso mundanalidad; existe, en efecto, en todo hombre la tendencia a apegarse demasiado a tal o cual elemento de la vida pasajera, o de preocuparse demasiado por él, y el adversario se aprovecha de ello para causarnos perturbaciones. Existe también el deseo de ser más feliz de lo que se es, o el deseo de no sufrir injusticias incluso anodinas, o el deseo de comprenderlo todo siempre, o el deseo de no sufrir nunca una decepción; todo esto es mundanalidad sutil, a la que hay que responder con el desapego sereno, con la certidumbre principial e inicial de Lo único que importa, y después con la paciencia y la confianza. Cuando no viene ninguna ayuda del Cielo es porque se trata de una dificultad que podemos y debemos resolver con los medios que el Cielo ha puesto a nuestra disposición. De una manera absoluta, hay que encontrar la felicidad en la oración, es decir, hay que encontrar en ella suficiente felicidad como para no dejarnos turbar en exceso por las cosas del mundo, tanto más cuanto que las disonancias no pueden dejar de ser, siendo el mundo lo que es.

Existe el deseo de no sufrir injusticias o incluso, simplemente, de no ser perjudicado. Ahora bien, una de dos: o bien las injusticias resultan de nuestras faltas pasadas, y entonces nuestras pruebas agotan esta masa causal; o bien las injusticias resultan de nuestro carácter, y entonces nuestras pruebas lo manifiestan; en ambos casos hay que dar gracias a Dios e invocarlo con tanto más fervor, sin preocuparnos de la paja mundana. Hay que decirse también que la gracia de la oración compensa infinitamente todas las disonancias de las que podemos sufrir y que, en comparación con esta gracia, la desigualdad de los favores terrenos es una pura nada. No olvidemos nunca que una gracia infinita nos obliga a una gratitud infinita, y que la primera etapa de la gratitud es el sentido de las proporciones.

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Cada vez que el hombre se encuentra ante Dios con un corazón íntegro –es decir, pobre y sin hinchazón–, se encuentra en el terreno de la absoluta certeza, la de su salvación condicional así como la de Dios. Y por esto Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéremos estar ante El, como en el estado primordial, y como siempre y en todas partes; o como en la eternidad.

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La oración –en el sentido más amplio– triunfa sobre los cuatro accidentes de nuestra existencia: el mundo, la vida, el cuerpo, el alma; podríamos decir también: el espacio, el tiempo, la materia, el deseo. Se sitúa en la existencia como un refugio, como un islote. Sólo en ella somos perfectamente nosotros mismos, porque nos pone en presencia de Dios. Es como un diamante que nada puede empañar y al que nada se resiste.

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¿Qué es el mundo sino un flujo de formas, y qué es la vida sino una copa que, aparentemente, se vacía entre dos noches? ¿Y qué es la oración sino el único punto estable –hecho de paz y de luz– en este universo de sueño, y la puerta estrecha hacia todo lo que el mundo y la vida han buscado en vano?

En la vida de un hombre estas cuatro certezas lo son todo: el momento presente, la muerte, el encuentro con Dios, la eternidad. La muerte es una salida, un mundo que se cierra; el encuentro con Dios es como una abertura hacia una infinitud fulgurante e inmutable; la eternidad es una plenitud de ser en la pura luz; y el momento presente es, en nuestra duración, un lugar casi inasible en el que somos ya eternos –una gota de eternidad en el vaivén de las formas y las melodías–. La oración da al instante terrestre todo su peso de eternidad y su valor divino; es la santa barca que conduce, a través de la vida y de la muerte, hacia la otra orilla, hacia el silencio de luz, pero no es ella, en el fondo, quien atraviesa el tiempo repitiéndose, es el tiempo el que se detiene, por decirlo así, ante su unicidad ya celestial.

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El hombre reza, y la oración forma al hombre. El santo se ha convertido él mismo en oración, lugar de encuentro entre la tierra y el Cielo; él contiene, por ello, el universo, y el universo reza con él. Está en todas partes donde reza la naturaleza, reza con ella y en ella: en las cimas que tocan el vacío y la eternidad, en una flor que se abre, o en el canto perdido de un pájaro. Quién vive en la oración no ha vivido en vano.

Estos son algunos fragmentos extraídos del libro LAS PERLAS DEL PEREGRINO, Frithjof Schuon, editorial OLAÑETA (Apartado 296-07080 Palma de Mallorca) I.S.B.N. 84-85354-27-2

MAHASHAKTI

MAHASHAKTI

FRITHJOF SCHUON

El término shakti significa fundamentalmente la energía eficiente del Principio supremo considerado en sí mismo o en cierto nivel ontológico. Pues el Principio, o digamos el Orden metacósmico, comporta niveles y modos en virtud de la Relatividad universal, Maya, en la cual reverbera.

En el plano de la vida espiritual, este término de shakti significa la energía celestial que permite al hombre entrar en contacto con la Divinidad, por medio de ritos apropiados y sobre la base de un sistema tradicional. Esencialmente, esta divina Shakti socorre y atrae: socorre como «Madre», y atrae como «Virgen»; su socorro desciende del Cielo sobre nosotros, mientras que su atracción nos eleva hacia el Cielo. Es decir que la Shakti, como ponlifex, por un lado confiere el segundo nacimiento y por otro lado ofrece las gracias liberadoras.

Dentro de lo Absoluto, la Shakti es el aspecto de la Infinitud, que coincide con la Todo-Posibilidad y engendra a Maya, la Shakti universal y eficiente. La Infinitud es la «Beatitud», Ananda, la cual se combina en Atma con Sat, el «Ser» o el «Poder» (1), y con Chit, la «Conciencia» o el «Conocimiento». También podríamos decir que el polo Ananda es función de los polos Sat y Chit, como la unión o la experiencia es función de los polos objeto y sujeto; es de esta resultante de donde surge el Desarrollo universal, la Maya creadora con sus innumerables posibilidades hechas efectivas.

Tal vez en este punto debamos prevenir ciertas objeciones: en efecto, se podría argumentar que Maya no tiene causa porque Brahma o Alma no puede ser la causa de nada; pero esta independencia trascendente no impide de ningún modo que, bajo otro aspecto o desde otro punto de vista, Maya sea el efecto de la Infinitud de Alma, sin la cual ella sería un segundo Absoluto. Asimismo se podría objetar que el Principio supremo no tiene partes y que los tres aspectos mencionados no pueden constituirlo, lo cual es verdad, pero también es una forma de jugar con las palabras; en realidad, cada uno de los tres aspectos de Atma es lo Absoluto y cada uno contiene de una manera indistinta y en cierto modo potencial a los otros dos; aquí nos encontramos en el límite de lo expresable.

Hemos dicho que shakti equivale a energía; tal vez no sea avanzar demasiado agregar que la energía comporta esencialmente dos polos o funciones –y aquí pensamos a priori en la energía física–, que son la explosividad y la atractividad, y que todos los otros modos, tales como la rotación de un cuerpo alrededor de su eje o la revolución de un cuerpo alrededor de otro, son sólo efectos de los dos poderes fundamentales mencionados; por otra parte tanto uno como otro comportan tres modos, que son la potencialidad, la virtualidad y la efectividad, lo cual se relaciona con la explosividad de una manera más fácil de captar que la atractividad. De una forma análoga –mutatis mutandis– Maya «respira» o «danza» o «teje» el Universo; no el mundo físico solamente sino el conjunto de las «envolturas» de Atma. Todo en el movimiento del macrocosmos, así como de los microcosmos, es a priori proyección y atracción; cada uno de los dos principios puede ser concebido en sentido manifestante o en sentido reintegrante. Dios es un «centro» desde el punto de vista de su absoluto, y un «espacio» desde el de su infinitud; de modo similar, el mundo en un «centro» desde el punto de vista de su «gravedad» existencial, y un «espacio» por su indefinidad.

Con respecto al movimiento de los cuerpos celestes se observan dos enigmas –a los cuales ya hemos hecho alusión–, que son la rotación de un cuerpo alrededor de su eje y la revolución de ese mismo cuerpo alrededor de otro cuerpo; simbólicamente hablando, la rotación puede referirse al corazón y por lo tanto al Sí-mismo inmanente –a Atma «contenido» en jivatma– mientras que la revolución se referirá al Ser, por lo tanto al Principio trascendente, a Atma o Ishwara considerado en sí mismo. Es decir que el eje del planeta corresponde, en el microscosmos humano, al Corazón-Intelecto, y el sol, en el macroscosmos, al Principio divino; esta analogía no puede dejar de manifestar una causalidad ontológica, dado que un símbolo directo o intrínseco prolonga a su manera concretamente lo que simboliza. y quien dice movimiento dice energía, y en consecuencia Shakti.

La Shakti, como poder liberador inmanente y latente –o como potencialidad de liberación– se denomina Kundalini, «serpentina», a causa de que se la compara con una serpiente dormida; el despertar se produce, en el microscosmos humano, gracias a las prácticas yóguicas del tantrismo. Ello significa, desde el punto de vista de la naturaleza de las cosas o de la espiritualidad universal, que la energía cósmica que nos libera forma parte de nuestro mismo ser, pese a las gracias que la Shakti nos confiere, por misericordia, «desde fuera», y sin las cuales no hay Sendero. Por lo demás, así como Mahashakti o Parashakti –la «Energía productora suprema»– equivale al aspecto femenino de Brahma o de Atma, de igual modo la Kundalini da lugar a una divinización que la hace equivalente a la Maya creadora.

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La tradición hindú nos enseña que en la cima de la Manifestación cósmica, y por lo tanto en su sector aún divino (2), la Femineidad-Principio es la trinidad Saraswati–Lakshmi–Parvati, frente a la trinidad masculina Brahma–Visnú–Siva. Saraswati es el genio de la Sabiduría; Lakshmi el de la Bondad, de la Belleza y de la Felicidad; y Parvati, al menos bajo su aspecto terrible –y entonces es Durga o Kali–, el genio del Rigor, por lo tanto del castigo divino (3). Para captar bien el sentido de este misterio es importante no perder de vista la estructuración ontológica cuyo esquema es éste:

La Todo-Posibilidad implica no sólo la Beatitud, la Plenitud y la Riqueza inagotable, sino también el Desbordamiento o la Proyección y, en función de ésta, el Alejamiento y el Empobrecimiento. A medida que el Desbordamiento manifiesto o cosmogónico se aleja de su Fuente divina, sufre la suerte de toda irradiación, en el sentido de que los rayos, al alejarse, se debilitan, y entonces interviene el misterio del mal: el rayo cosmogónico tiende a pervertirse a fin de cuentas, es decir que se hace luciférico y tiende a hacerse Dios; ello provoca esa reacción divina que es la Shakti terrible y vengadora, Kali la «Negra» (4): Es necesario recordar la doctrina de las tres gunas, las tres tendencias cósmicas que resultan de la Sustancia universal, Prakriti (5). Ellas son, en primer lugar sattva, la tendencia que es luminosa y ascendente; en segundo término rajas, la que es ígnea, horizontal y expansiva; y en tercer lugar lamas, la que es oscura y descendente. Ahora bien, la Shakti terrible, Durga o Kali, corresponde a tamas, no porque sea mala en sí misma –la santa cólera es en sí misma un bien–, sino porque es la reacción divina a lo que es malo, es decir al luciferismo del mundo; tal como Siva, su esposo, ella es el genio de la transformación y de la destrucción, Q más bien participa en esta función de una manera eficiente. También se podría decir que Durga preside con Siva la condición temporal y la evanescencia de las cosas, mientras que Visnú–Lakshmi preside la condición espacial y la conservación.

Resumamos: el Principio, al proyectarse en Maya, se manifiesta, pero al mismo tiempo, en virtud del alejamiento cosmogónico, tiende a convertirse en «otro distinto de sí mismo», de donde surge el mal en el mundo y en consecuencia la intervención de la Shakti terrible. Todo ello es así porque la Todo-Posibilidad no puede excluir la aparente negación del Ser necesario; dicho de otra manera, no puede excluir la posibilidad –a la fuerza ilusoria pero ilusoriamente realizable– de su propia imposibilidad, si se nos permite expresarnos de esta manera. En pocas palabras, la perversión del rayo manifestado resulta de la Todo-Posibilidad en tanto que, por definición, ella implica necesariamente la posibilidad de lo inexistente haciéndose existente, o de la nada haciéndose ser; Eva no podía dejar de llevar a Adan al fondo de la aventura cosmogónica a la espera de María, energía ascendente y puerta del paraíso celeste, ya que vincit omnia Veritas.

El luciferismo que llama a la cólera de Kâlî no está solamente en las almas de los hombres, está en la naturaleza entera por el hecho de que esta, desde la perdida del Paraíso terrestre –simbólicamente hablando– se encuentra en un estado a la vez de «endurecimiento» y de «dispersión» que parece querer imitar, al revés, la Absoluteidad y la Infinitud del Principio divino.

Especifiquemos incluso que la Shakti bienhechora puede ejercer el rigor, y ella lo hace rechazando su gracia al ingrato, como una mujer puede rechazar a un hombre sin hacerle violencia; es en ese sentido que Pârvatî, que en si misma es acogedora (6), asume un rigor activo en tanto que Dûrga. De igual modo en el universo cristiano: la Santa Virgen es «Nuestra Señora del Perpétuo Socorro», pero no es ella incapaz de rigor, como lo prueba el Magníficat, tan próximo al cántico marcial de la profetisa Déborah.

A priori, Lakshmi es la diosa de la belleza y de la felicidad; en tanto que Mahalakshmi, la Lakshmi Suprema, es la fuente de todas las bendiciones; ella obliga a Visnú a perdonar a los hombres sus debilidades y sus pecados, tal como atestigua esta fórmula: «Como Padre, Visnú es el Justiciero; como Madre (Lakshmi) El es Aquel que perdona» (7). Según los advaitistas es solamente por la gracia de Mahashakti –la Shakti Suprema– que el hombre puede superar la Maya cósmica y lograr así que se haga realidad el «Uno sin segundo» (el no-dualismo), precisamente el Advaita (8).

De acuerdo con todas las evidencias, el shaktismo tiene un alcance universal; lo que es la Shakti mediadora para los hindúes lo fue Isis para los egipcios. Apuleyo recuerda esta oración egipcia: «En verdad, Tú eres la salvadora santa y eterna del género humano, siempre dispuesta a ayudar a los mortales; y Tú aportas el dulce amor de una madre a las pruebas de los infortunados.» y un santuario de Isis en Roma lleva esta inscripción: «Tú, Isis, Tú eres la salvación de tus adoradores.»

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Por razones evidentes, existe cierta relación entre la idea de Shakti y el tantrismo; con respecto a este último es importante destacar que, lejos de ser un hedonismo gratuito, tiene por el contrario exigencias sin las cuales no podría constituir un método espiritual. En primer lugar, el tantrismo presupone la intuición de la transparencia metafísica de los fenómenos y en consecuencia el sentido de las realidades arquetípicas; sobre esta base, puede producir la integración de los placeres naturales y normales, y por lo tanto legítimos, en el camino hacia los arquetipos y el Bien Soberano. Actúa esencialmente con la belleza, que es objetiva, y el goce, que es subjetivo: belleza visual, auditiva o mental, es decir formas, sonidos y palabras; y goce del olor, del gusto y del tacto, pues incluso la experiencia de un trago de agua fresca puede evocar una anaogía cósmica y celestial, lo que equivale a decir que no sólo la privación puede tener un valor espiritual, aunque ello disguste a los partidarios del ascetismo exclusivo. Una vez mas, la integración de lo agradable en la espiritualidad no es gratuita y no puede serlo: por un lado, la experiencia interiorizadora de la belleza presupone la nobleza del alma, lo cual no es poco decir, y por otro lado la experiencia análoga al placer sensorial exige la temperancia, y por lo tanto un carácter sobrio que no admite ningún exceso. En el caso de la belleza, la condición moral complementaria es análoga al contenido, pues sólo un alma bella tiene derecho a una experiencia bella; mientras que en el caso del placer, la condición moral es opuesta al contenido, pues sólo puede gozar legítimamente aquel que sabe sacrificarse. No hay camino fuera de la verdad y de la virtud, independientemente de cuáles puedan ser las apariencias desde el punto de vista de un moralismo formalista y convencional; lo que hay que destacar aquí es que la perspectiva tántrica o sháktica se basa no sobre reglas dictadas por tal oportunidad social, sino sobre la naturaleza de las cosas. Esta naturaleza es de sustancia divina y sólo se revela a aquel que sabe ver las cosas en su aspecto divino, con la mirada del hombre primordial (9).

En este punto se imponen algunas aclaraciones con respecto al amoralismo tántrico o sháktico. La idea fundamental, que no es responsable de tales desviaciones subsecuentes, es que solamente la acción interior o interiorizadora es perfecta, y no la acción incluso buena que se sitúa en el exterior sin poder salir de él; por ello se produce la sustitución aparentemente inmoral de la alternativa «interioridad o exterioridad» a la alternativa moral «bien o ma1». Pero no es suficiente que el acto sea interior, además es necesario que esté objetivamente dirigido hacia lo Absoluto y subjetivamente libre de toda motivación egoísta; debe combinar la trascendencia y la inmanencia, pues dentro de la perfecta interioridad, en el «fondo del corazón» que es el «reino de Dios», tanto el sujeto como el objeto superan el orden creado, y por lo tanto el mundo y el yo respectivamente. Todo ello permite comprender ciertas sentencias sufis como las siguientes: «Todo está maldito en el mundo, excepto el recuerdo de Dios»; y «Las buenas acciones de los profanos (awwam) son las malas acciones de los sabios (arifun)». Es por ello que los sufis aprecian, no a priori la acción religiosa realizada con miras a la salvación personal, sino la acción que coincide con una toma de conciencia desinteresada, pero liberadora, de la Realidad suprema; dentro de este conntexto las acciones religiosas solo desempeñan la función de adyuvantes, en realidad indispensables en la mayoría de los casos (10). Sea como sea, se comprenderá en qué sentido la doctrina islámica puede enseñar que los profetas –y se pensará ante todo en David, en Salomón y en Mahoma– están exentos de pecados; pero no de errores intrínsecos y accidentales y por lo tanto puramente «exteriores».

Todas estas consideraciones no significan en absoluto que el ascetismo no constituya un método plenamente valedero; el caso es que hay que comprender que, desde el punto de vista de la verdad total, el ascetismo exclusivo no es el único camino posible y también que el camino de la «abstracción» o de la eliminación puede combinarse con el de la «analogía» o de la sublimación. Desde el punto de vista de esta segunda perspectiva, nos agradaría destacar la siguiente dimensión: en la espiritualidad hindú hay una topografia simbolista de los cuerpos divinos; así es como Shankaracharya, que sin embargo fue un asceta –pero sin estrechez de espíritu–, se expresa en estos términos: «¡Oh Madre! ¡Que podamos ser aliviados de todos nuestros pesares por tus senos, de los cuales siempre brota leche y que succionan a la vez Skanda y Ganesha, tus hijos!». Ahora bien, el primero de éstos es el dios de la guerra y el segundo el de la ciencia, lo cual significa que Mahashakti ofrece alimento espiritual tanto a los kshatriyas como a los brahmanes (11).

Tal vez deberíamos mencionar aquí –en relación con el misterio de interioridad del que hemos hablado antes– el poder del mantra, de la palabra en su esencia «increada», por lo tanto interior o cardíaca a priori, e interiorizadora desde el punto de vista del ego exterior. El mantra es un sustituto revelado del sonido primordial; purificador y salvador es una manifestación de la Shakti en su carácter de poder de unión.

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En el budismo del Norte, el principio sháktico se manifiesta por la diosa Kwan-Yin (12) así como por la Tara. Kwan-Yin –la Kannon del budismo japonés– ha derivado del bodhisattwa Avalokiteshwara, genio supremo de la Misericordia; esta cualidad o esta función explica la feminización de la hipóstasis. En cuanto a la Tara, surgió de Prajnaparamita, la «Sabiduría trascendente»; es la «Madre de todos los Budas» y la «Salvadora», por lo tanto, la Shakti. Del mismo modo a María se la calificó de «Madre de todos los Profetas» y de «Corredentora»; sin olvidar el epíteto –a decir verdad muy elíptico– de «Madre de Dios».

Este último ejemplo nos muestra que la Shakti puede ser un ser humano, una mujer terrenal, y a posteriori, celestial; otros ejemplos, que surgen del mundo hindú, son Sita y Radha, a las que se invoca a veces junto a Rama ya Krishna, de donde surgen los nombres Sitaram y Radhakrishna. En el budismo hay que mencionar, aparte de los bodhisattwas, a la gran figura de Maya, la madre de Buda, a la cual el Buda-Karita de Ashvagosha describió de la siguiente manera: «El (el rey Sakya) tenía una reina llamada Maya, como para decir que fue liberada de toda ilusión (maya), un esplendor procedente de su esplendor, como la magnificencia del sol liberado de toda influencia oscurecedora; una reina suprema en la reunión de todas las reinas. Ella fue como una madre para sus súbditos (…) y fue la más eminente de las diosas para el mundo entero. Pero habiendo contemplado la gran gloria de su recién nacido (Buda) (…) la reina Maya no pudo soportar la alegría que él le dio; y para no morir por ella, subió al Cielo». De este modo la Madre de Buda, tal como la Madre de Cristo, tiene un doble mensaje: su propia naturaleza y su hijo, y los dos prodigios son poderes de ascensión y de liberación. El primero de estos mensajes es múltiple y perpetuo, es una lluvia inagotable de gracias; el segundo es único e histórico: se trata de la maternidad divina (13).

Podríamos preguntarnos si existen personificaciones humanas de la Shakti en todas las religiones; ello se puede afirmar con respecto a manifestaciones más o menos secundarias, pero no con respecto a manifestaciones supremas como las que acabamos de mencionar. En el mundo cristiano, un ejemplo de los más relevantes correspondiente al nivel secundario es el de santa María Magdalena, que combina los principios de Eva y María, lo cual implica para su personalidad cierta dimensión de misterio cósmico; también son espiritualmente características la soledad, la desnudez y la levitación por los ángeles.

En el Corán, el Islam reconoce una preponderancia suprema a María; el Chiísmo también parece atribuírsela a Fátima –hija del Profeta y madre de todos los jerifes– o incluso a ella sola por razones que surgen de una soteriología muy particular. Sea como sea, no hay nada sorprendente en que el Islam, dada su perspectiva monoteísta muy rigurosa, se encuentre poco inclinado a creer en una «divinidad humana», si bien lo hace de una manera indirecta o implícita.

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Según el Corán, los nombres Allah y Rahman son casi equivalentes: «Llamadlo Allah o llamadlo Rahman, para él son los nombres más hermosos»; lo cual indica el carácter por así decirlo sháktico del nombre Rahman. El nombre Rahim, «Misericordioso», prolonga en cierto modo el nombre Rahman, «Clemente»; lo prolonga con respecto a las criaturas, y es en ese sentido que se enseña que Allah, que es Rahman en su sustancia, es Rahim en función de la creación, o «a partir» de ésta. La gran Shakti, en el Islam, es la Rahmah: es la Bondad, la Belleza y la Beatitud de Dios (14).

Asimismo, existen formas más particulares de la Shakti, tales como la Sakinah, el «apaciguamiento» o la «dulzura», y la Barakah, la: «bendición» o la «irradiación de santidad», o también la «energía protectora»; numerosas imágenes de la Femineidad celestial, de la Shakti bienhechora y salvadora.

Desde otro punto de vista, se puede decir que la perspectiva sháktica se manifiesta en el Islam por la promoción sacramental de la sexualidad (15); esta característica pone al Islam en oposición consciente y abrupta con la perspectiva exclusivamente sacrificial y ascética del cristianismo, pero lo acerca al shaktismo y al tantrismo, por lo menos desde el punto de vista que estamos considerando (16). Según un hadilh, «el casamiento es la mitad de la religión»; es decir –por analogía– que la Shakti es la «prolongación» del Principio divino; Maya «prolonga» a Atma. Conocer a la mujer –Ibn Arabi insiste en ello– es conocerse a sí mismo; y «quien conoce su alma conoce a su Señor». Por supuesto, el alma humana es una, pero la polaridad sexual la escinde en cierto grado; ahora bien, el conocimiento de lo Absoluto exige la totalidad primordial del alma, aquello de lo cual la unión sexual es en principio la base natural e inmediata, si bien evidentemente esta totalidad puede lograrse fuera de la perspectiva erótica, pues cada uno de los sexos comporta la potencialidad del otro; pues el alma humana es precisamente una.

Según Ibn Arabi, Hiya, «Ella», es un Nombre divino como Hua, «El»; pero ello no quiere decir que la palabra Hua sea limitada, pues Dios es indivisible, y quien dice «El» también dice «Ella». Sin embargo es cierto que Dhal, la divina «Esencia», es una palabra femenina, lo cual puede referirse –tal como la palabra Haqiqah– al aspecto superior de la femineidad: de acuerdo con este punto de vista, que es precisamente el del shaktismo hindú, la femineidad es lo que supera lo formal, lo finito, lo exterior; es sinónimo de indeterminación, de ilimitación, de misterio, y también evoca al «Espíritu que vivifica» en relación con la «letra que mata». Ello equivale a decir que la femineidad en el sentido superior comporta un poder disolvente, interiorizador y liberador: libera de los endurecimientos estériles, de la exterioridad dispersante y de las formas limitativas y comprimidoras. Por un lado, se puede oponer el sentimentalismo femenino al racionalismo masculino –en promedio y sin olvidar la relatividad de las cosas–, pero por otro lado también se opone al razonamiento de los hombres la intuición de las mujeres; no obstante es ese don de la intuición, sobre todo entre las mujeres superiores, el que explica y justifica en gran parte la promoción mística del elemento femenino; en consecuencia también es en este sentido que la Haqiqah, el Conocimiento esotérico, puede aparecer como femenino (17).

El Profeta dijo de sí mismo: «La Ley (Shari’ah) es lo que yo digo; el Sendero (Tariqah) es lo que yo hago; y el Conocimiento (Haqiqah) es lo que yo soy». Ahora bien, este tercer elemento, este «ser», evoca un misterio de femineidad en el sentido de que el «ser» supera al «pensamiento», representado aquél por la masculinidad mientras que éste se puede concebir como lunar; la mujer ofrece una felicidad, no por su filosofía sino por su ser. La luna creciente esta por así decirlo «sedienta» de plenitud, si bien a ésta se la concibe como solar; asimismo la feminización de la plenitud espiritual se explica en parte por el hecho de que la metafísica está naturalmente en manos de hombres (18). Pero hay más: el carácter femenino que se puede discernir en la Sabiduría resulta igualmente del hecho de que el conocimiento concreto de Dios coincide con el amor de Dios; este amor, que en la medida de su sinceridad implica las virtudes, es como el criterio del conocimiento real. Y en este sentido la Shakti salvadora se identifica a la vez con el Amor y con la Gnosis, con la Mahabbah y con la Haqiqah.

En sus Fusus el-Hikam –en el capítulo sobre Mahoma– Ibn Arabi desarrolla una doctrina al fin y al cabo sháktica y tántrica, tomando como punto de partida al famoso hadith sobre las mujeres, los perfumes y la oración: las «tres cosas que se han hecho amables» para el Profeta por Dios. Este simbolismo significa en primer lugar que entre los objetos del amor, para el hombre, la mujer ocupa el centro (19), mientras que todas las otras cosas naturalmente dignas de amor –como un jardín, una pieza musical, una copa de vino– se sitúan en la periferia, que está indicada por los «perfumes»; la oración representa el elemento quintaesencial –la relación con el Bien Soberano– que da sentido a todo el resto. Ahora bien, según Ibn Arabi, el hombre, el varón, ama a la mujer como Dios ama al hombre, al ser humano; pues el todo ama a su parte, y el prototipo ama a su imagen; ello implica metafísica y místicamente el movimiento inverso, que va de la criatura al Creador y de la mujer al hombre. Quien dice amor dice deseo de unión, y la unión es una relación de reciprocidad, ya sea entre los sexos o entre el hombre y Dios.

Al amar a la mujer, el hombre tiende inconscientemente hacia lo Infinito, e ipso facto debe aprender a tender hacia él conscientemente, interiorizando y sublimando el objeto inmediato de su amor; asimismo la mujer, al amar al hombre, tiende en realidad hacia lo Absoluto, con las mismas virtualidades transpersonales.

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En el mundo espiritualmente lejano de los Indios de América –aunque éste es al fin y al cabo el del chamanismo mongol–, una personificación característica de la Shakti es la «Mujer-Bisonte-Blanco» que llevó la Pipa a la tribu de los Indios Lakota (20). En su substancia celestial, ella es la diosa Wohpé, que es equivalente a Lakshmi; en su aparición terrenal se llama Pté-San-Win, la «Bisonte-Blanca» precisamente. Hace tal vez varios siglos –nadie conoce la época ni el lugar– ella apareció en la Tierra vestida de blanco o de rojo, o totalmente desnuda según otra tradición; el color blanco, como la desnudez, se refiere a la primordialidad, y el color rojo corresponde a la vida, al éxito ya la felicidad. Y es la diosa Wohpé la que lleva al Cielo el humo de la Pipa, esa nube que contiene las ofrendas y las oraciones de los hombres; las ofrendas porque el tabaco sagrado está hecho de diversos ingredientes que simbolizan a los elementos del Universo, pues la oración del individuo debe ser implícitamente la de la colectividad e incluso la del mundo entero.

El rito de la Pipa evoca el simbolismo del humo sacrificial, el que sube de los altares: todo humo ritual es un Soporte de la gracia ascendente ofrecida por la Shakti misericordiosa; lo mismo sucede Con el incienso que lleva nuestras alabanzas hacia el Cielo. Entre los Pieles Rojas el incienso –en realidad la hierba aromática de la pradera– tiene una función purificadora: se purifica con humo todo objeto sacramental antes de su empleo, incluyendo al cuerpo humano antes de un rito como la Danza del Sol. El humo es la materia sacramental que utiliza la Mediadora celestial; el incienso es como un velo que a la vez envuelve y manifiesta al cuerpo invisible de la diosa.

El humo es una imagen del soplo vital; si el humo ritual es sagrado, nuestro soplo también lo es a fortiori desde el momento que transporta el Recuerdo de Dios. Y asimismo existe una relación entre el humo y el perfume; en el incienso –incluido el de los Indios– los dos simbolismos se combinan. El perfume expresa lo que en árabe se denomina la barakah la cual no otra cosa que el perfume celeste o espiritual; este emana no solamente de los santos y de las cosas sagradas, sino también de todo lo que resulta agradable a Dios, como las buenas acciones o las actitudes virtuosas.

Las flores agradan por su perfume tanto como por su belleza; ahora bien, estas dos cualidades corresponden a la femineidad y en consecuencia a la Shakti; la belleza regocija el corazón y lo apacigua, y el perfume hace respirar, evoca la ilimitación y la pureza del aire; la dilatación del pecho», como se diría en mística sufi.

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Para los hindúes, toda mujer virtuosa o hermosa es a su manera una manifestación de la Shakti; y si se puede decir que la virtud es una belleza moral, también se puede decir que la belleza es una virtud física. El mérito de esa virtud remite al Creador, y por participación también a la criatura si ésta está moral y espiritualmente a la altura de ese don; es decir que la belleza y la virtud por un lado pertenecen a priori a Dios y por otro lado, y por ello mismo, exigen una valorización espiritual de parte de la criatura.

La cualidad de Shakti en la mujer presupone la cualidad de Deva en el hombre; éste es por su naturaleza creador y amo, a menos que esté pervertido, pero incluso entonces conserva las sombras de sus cualidades naturales. Por otra parte no es necesario agregar que cada sexo participa –o puede participar– del sexo opuesto (21); la cualidad humana es una y prevalece sobre el sexo, sin suprimir en absoluto sus capacidades, sus funciones, sus deberes y sus derechos.

Las características de Deva y de Shakti indican que el ser humano, por definición, es una teofanía y no tiene la posibilidad de elegir no serlo, así como no tiene la posibilidad de elegir no ser homo sapiens. La vocación humana es hacer realidad lo que constituye la razón de ser, del hombre: una proyección de Dios y, por ello mismo, un puente entre la Tierra y el Cielo; o un punto de vista que permite a Dios verse a partir de otro diferente de él, si bien este otro, en última instancia, no es más que él mismo, pues no se conoce a Dios si no es por Dios.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––––––––––-

1.- El «Ser» y por lo mismo la «Existencia», es «Potencia» por definición: en el orden síquico, la masa implica la energía; toda materia comporta una fuerza potencial.

2.- Divino porque es «celestial» y no «terrenal»; o podemos decir: más allá del samsara, de la «transmigración», aunque comprendido dentro de la creación.

3.- Parvati comporta dos aspectos opuestos, como Siva que personifica a la vez el ascetismo y el erotismo; una paradoja cuya clase podría ser la antigua mitología dravidiana.

4.- Al cual algunos shaktas dedicaban antiguamente un culto sanguinario con el fin de aplacarlo, o de agotar las posibilidades reparadoras que exige.

5.- La Shakti de Purusha, el intelecto divino creador; Purusha y Prakriti son los dos polos de Ishwara, del Ser creador, revelador, remunerador y justiciero; por lo tanto del Dios personal.

6.- Es acogedora sobre todo bajo la forma de Umâ, la diosa «dorada» de la luz, de los perfumes y del sonido primordial; también de la iluminación sapiencial.

7.- Shankaracharya: «Yo te imploro (oh Lakshmi) que me mires con tus ojos de gracia, como al pasar, y ello me bastará para obtener tu ola de favores, oh m Madre». Agregemos que el culto de la Shakti fue instituido por Shankara en sus monasterios, lo cual es tanto más notable cuanto que el Advaita-Vedanta procede por eliminación, y el método sháktico, en cambio, por sublimación.

8.- Mencionemos a la Shakti como dakini: las diversas dakinis representan todos los aspectos posibles de Maya, desde los celestiales hasta los infernales; siempre desnudas y danzantes pueden ser furias maléficas y sanguinarias así como ángeles protectores. La Dakini suprema coincide con la Bodhi, la «Iluminación», a la cual el adepto debe unirse casi «sexualmente» –es decir existencialmente, con el corazón– para salvarse de la ronda de las existencias.

9.- La alternativa cristiana entre la «carne» y el «espíritu» nos permite recordar aquí que la corporeidad no es algo malo en sí misma, a pesar de una característica negativa que se adhirió a ella a causa de la «caída». Según una enseñanza de la cábala –obtenida por el teósofo Oetinger y retomada por Schelling– el estado corporal es el objetivo de la autorrevelación progresiva de Dios; de este modo es una perfección y no una imperfección. Cabe observar que la décima y última Sephirah, en este proceso, es una hipóstasis femenina, la «Hija»; por lo tanto es un aspecto de Mahashakti, tal com es también –en el judaismo– la Schekhina, la Presencia divina.

10.- Nada es más absurdo que pretender que la búsqueda de la salvación es “egoísmo»; a priori, incluso es un deber para el hombre, pero desde el punto de vista de la conciencia metafísica de nuestra naturaleza, tampoco es una limitación, por lo menos en la medida en que es exclusiva. Vivekananda pretendía que las personas sólo se interesaran en la salvación de los demás, lo cual no tiene sentido pues sólo puede salvar a los demás quien se salva a sí mismo; y salvar a los demás es mostrarles cómo salvarse a sí mismo, Deo Juvante.

11.- Otros ejemplos tomados del mismo himno –titulado «Inundación del Esplendor divino» (Saundarya Lahari)– son los siguientes: “¡Oh Bandera y Victoria del Rey de la Montaña (Siva) ! ¡No tenemos ni la sombra de una duda de que tus dos senos son cántaros hechos de rubí y llenos de amrita, de la bebida de la inmortalidad…! ¡Oh Hija de la Montaña! indescriptible y única es la gloria de tu ombligo, el cual en verdad es un remolino en la superficie del río Ganges… y el cual es la cavidad donde arde el fuego invencible de Kama Deva, el dios del amor que arroja flechas hechas de flores!» -El Srimad-Bhagavatam contiene simbolismos análogos que describen el cuerpo de Visnú.

12.- Empleamos aquí el término «diosa» de un modo simbólico y aproximativo, práctico si se quiere, dado que el budismo excluye la idea de una divinidad personal. En cuanto a los bodhisattwas, éstos corresponden por un lado a los arcángeles y por otro –más comúnmente y a priori– a los grandes santos que salvan las almas y que luego entran en la «iconostasia» celestial.

13.- En el budismo mahayánico hallamos además la «Tara blanca» y la «Tara verde», ambas princesas casadas con el rey tibetano que introdujo el budismo en su país; ellas encarnan dos modos muy diferentes y complementarios de favores celestiales.

14.- Cabe destacar que en árabe –y lo mismo sucede en hebreo– la palabra rahmah deriva de la raíz rahim, palabra que significa «matriz», lo cual corrobora la interpretación de la Rahmah como Femineidad divina, y por lo tanto como Mahashakti.

15.- Lo cual indica además, y paradójicamente, el velamiento de la mujer, el cual sugiere un misterio y una sacralización.

16.- Ello no quiere decir que el cristianismo no comportara además una dimensión casi tántrica, como era la caballería, que se caracterizaba por el culto de la «dama» y asimismo por una devoción particular a la Virgen.

17.- Es posible hallar ecos de esta perspectiva en la Biblia, en especial en el Libro de la Sabiduría y en el Eclesiástico; por lo tanto bajo la insignia de Salomón, lo cual no está desprovisto de significado, por lo menos desde el punto de vista de los cabalistas.

18.- En alemán la palabra «sol» –die Sonne– es femenina, y la palabra «luna» –der Mond– es masculina; ello evoca la perspectiva del matriarcado, del sacerdocio femenino, de las mujeres-profetas, y evidentemente del shaktismo. Tácito manifiesta el gran respeto que los alemanes tenían por las mujeres. y recordemos aquí la función beatífica de las walkirias, así como esta sentencia casi tántrica de Goethe:

«El Eterno Femenino nos atrae hacia lo alto» (Das Ewig-Veibliche zieht uns hinan).

19.- Cabe observar que en la mística sufi la Presencia divina, o el mismo Dios como objeto de amor o de nostalgia, se presenta a menudo como una mujer. Citemos el Diwan del Shaykh El-Allawi: «Yo me acercaba a la morada de Layla, oyendo su llamado. ¡Oh que esta voz tan dulce no pueda callar jamás! Ella (Layla) me otorgó su favor, me atrajo hacia ella y me introdujo dentro de su cerco; luego me dirigió palabras llenas de intimidad. Me hizo sentar del arte cristiano, y asimismo, en cierto sentido, en el encuentro nocturno entre Cristo y Nicodemo.

20.- Sin duda entre los autores indios es posible hallar relatos análogos, cuando no se trata del mismo relato. En todo caso el simbolismo general prevalece sobre el «mito» particular.

21.- Ello es lo que muestra gráficamente ese símbolo fundamental que es el Yin-Yang chino, que en todas sus aplicaciones expresa el principio de la reciprocidad compensatoria.

(Extraído de: RAICES DE LA CONDICION HUMANA, Frithjof Schuon, Grupo Libro, Colección Paraísos Perdidos)

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