MISTERIOS CRÍSTICOS Y VIRGINALES

MISTERIOS CRÍSTICOS Y VIRGINALES
FRITHJOF SCHUON
En nuestro libro sobre la unidad trascendente de las religiones (1), hemos explicado la función central de la invocación del Nombre divino que consideramos como el vehículo por excelencia de la realización espiritual; y hemos mostrado que esta invocación, en el mundo cristiano, es la del divino Nombre de Jesús, así como lo atestigua la Tradición eclesiástica que, como se sabe, no tiene menos autoridad que la Escritura. Algunos podrían, en efecto, estar tentados de objetar que la invocación del Nombre de Jesús no tiene fundamento escriturario; pero la institución del sacramento de la confirmación no se encuentra tampoco en los Textos sagrados, y si bien es verdad que la confirmación se encuentra al menos mencionada en los Escritos apostólicos, la misma referencia sirve en lo que concierne a la invocación. El hecho de que esta, como la otra, se funden, no en la Escritura, sino en la Tradición indica además una relación profunda, en el sentido en que estos dos medios de gracia revelan de manera semejante los «Grandes Misterios», no obstante el hecho de que el Cristianismo, integralmente esotérico e iniciático en el origen y por definición, ha debido realizar una aplicación integralmente exotérica (2); en otros términos, el Cristianismo no comporta nada que no haya sido englobado en esta aplicación, lo que no impide de ninguna manera que todos los medios de gracia hayan guardado, en ellos mismos, su sentido y su eficacia estrictamente iniciáticas. Si es indiscutible, como lo enseñan los Sufis, que Cristo no ha aportado exoterismo (sharî’ah), sino únicamente un esoterismo (haqîqah), es por otra parte también totalmente indiscutible que el Cristianismo es una religión, es decir una institución teniendo de hecho, si no de principio, un carácter exotérico; la verdad está por lo tanto en la justa combinación de estos dos axiomas. El carácter aparentemente contradictorio del Cristianismo es necesario y providencial; desde el momento en que debía constituirse en tradición independiente, tenía necesidad de una aplicación que tuviera en cuenta todas las posibilidades humanas; pero siendo enteramente de esencia iniciática -sin lo cual se identificaría con la Ley mosaica (3)- debía extender esta aplicación a todos sus contenidos, tanto si estos se refieren a los «Grandes» como a los «Pequeños Misterios». Pero esta «traducción» a un modo más exterior -y ella constituye en cierta manera una «profanación» voluntaria a la cual condesciende la Divinidad, a título excepcional y en el sentido de un «mal menor»-, esta traducción no impide en absoluto, lo repetimos, que los medios de gracia permanezcan siendo lo que ellos son por definición; todo será cuestión de interpretación y de método (4).
El Cristianismo -al que podríamos llamar provisionalmente una «religión iniciática» (5) si no fuera una contradicción en los términos- establece muchas veces, o en toda ocasión, la distinción entre los «Grandes» y los «Pequeños Misterios»(6): por ejemplo, si está fuera de duda que el Bautismo confiere la virtualidad del estado primordial, y por tanto edénica, puesto que lava del «pecado original» que es precisamente lo que separa al hombre de este estado, el complemento de este rito será la Confirmación que, ella, confiere la virtualidad del estado crístico, y por lo tanto supremo: ella da en efecto una plenitud del Espíritu Santo y vuelve «firme» (firmus) (7) para la travesía del mundo de la muerte con vistas a la «Vida eterna», que es la «salvación», en el sentido total del termino tanto como en el sentido cósmico y relativo. Como la invocación del Nombre salvador de Jesús, -practica que en la Iglesia latina a tomado la forma del Rosario y también la de las letanías-, la Confirmación no es estrictamente indispensable, y hay ahí todavía un indicio del hecho de que estos dos medios de gracia se refieren directamente a los «Grandes Misterios».
L Eucaristía es incontestablemente el medio de gracia de alguna manera «central» del Cristianismo; ella debe por lo tanto expresar integralmente lo que caracteriza a este último, y ella lo hace recapitulando, no solamente el Misterio crístico como tal, sino también su doble aplicación a los «Grandes» y los «Pequeños Misterios»: el Vino corresponde a los primeros y el Pan a los segundos, y esto está marcado no solamente por las naturalezas respectivas de las Santas Especies, sino también por los hechos simbólicos siguientes: el milagro del pan es «cuantitativo» en el sentido de que Cristo ha multiplicado aquello que existía ya, mientras que el milagro del vino es «cualitativo», dado que Cristo ha conferido al agua una cualidad que ella no tenía, a saber, la del vino; o también: el cuerpo del Redentor crucificado debió de ser atravesado con el fin de que la sangre pudiera salir de él; la sangre representa así el aspecto interior del sacrificio, lo cual además se encuentra también subrayado por el hecho de que la sangre es líquida mientras que el cuerpo es solido; el cuerpo de Cristo tuvo que ser atravesado porque, para hablar el lenguaje de Maestro Eckhart, «si quieres la semilla, debes romper la cáscara». El agua que salió del flanco de Cristo y que prueba la muerte es como el aspecto negativo del alma transmutada: es la «extinción» que acompaña o precede, según el punto de vista, la plenitud beatífica de la sangre crística; es la «muerte» que preceda a la «Vida», y que es como la prueba extrínseca de ella (8).
La aplicación propiamente religiosa de la iniciación crística implica que los «Grandes Misterios» sean prácticamente reducidos a los «Pequeños», de ahí la confusión inevitable de las Especies eucarísticas: estas idénticas en el sentido de que el Vino contiene todo lo que contiene el Pan, de manera que el «error», que más bien es una «simplificación», solo se refiere a la consideración de los «Grandes Misterios» que el exoterismo excluye precisamente. Sea como fuere, el Misterio eucarístico es único en su esencia, como la Redención es única, y la distinción que acabamos de mencionar no concierne más que a los «grados» de un mismo conjunto de Gracias; y si, en el Cristianismo, la distinción entre las dos grandes categorías de «Misterios» se encuentra reducida a un minimum en el sentido de que no es concebida más que en función de una Gracia única -pero comportando grados, conforme a las diversas posibilidades humanas- es así porque el Cristianismo no es, ni esencialmente una vía de mérito (como el Judaísmo), ni esencialmente una vía de Conocimiento (como el Vedantismo), sino antes que nada una vía de Gracia o de Amor.
Antes de ir más lejos, diremos todavía esto: se podría definir la diferencia entre el Bautismo y la Confirmación diciendo que el primero tiene una función negativa -o «negativamente positiva»- puesto que «levanta» el estado de caída -mientras que el segundo sacramento tiene una función puramente positiva en el sentido de que «da» una luz y una potencia divinas; y subrayemos también que el Bautismo se hace con agua y puede ser conferido, en principio, por todo hombre o casi, mientras que la Confirmación se hace -aparte de la imposición de las manos- con el aceite bendito y no puede ser conferida más que por un obispo, lo cual marca todavía la distinción por todo presente entre los dos géneros de «Misterios». Por lo que respecta a la Eucaristía, o más precisamente a la Comunión, ella tiene de particular que es a la vez una iniciación y un medio de método espiritual: ella no es, hablando con propiedad, ni puramente un medio de «transmisión» (análogo al diksha hindú), ni puramente un medio de «realización» (análogo al mantra), sino que tiene algo de los dos a la vez; en la medida en que puede ser considerada como un medio de método, tiene un carácter «receptivo», y por lo tanto «pasivo», que llama, al menos desde el punto de vista estrictamente iniciático a la intervención de un medio complementario, «activo» este, a saber, la invocación del Nombre divino y salvador de Jesús.
Según san Dionisio el Areopagita, el Bautismo, la Eucaristía y la Confirmación se refieren respectivamente a las vías de «purificación», de «iluminación» y de «perfección» (9); según otros, la «iluminación» es puesta en relación con el Bautismo, lo que con toda evidencia no contradice la perspectiva precedente, puesto que toda iniciación «ilumina» por definición, y puesto que el Bautismo corresponde a la iluminación concerniente a los «Pequeños misterios»; todo sacramento o «misterio» tiene aspectos múltiples, pero estas son cuestiones sobre las cuales no podemos extendernos aquí.

2
De todo lo que acabamos de expresar, se desprende -siempre con referencia al Cristianismo- el doble principio siguiente: lo que no tiene ninguna naturaleza esotérica o iniciática no podría ser crístico; lo que no está «fijado» en virtud de una aplicación exotérica -posible por definición en este caso(11)- corre el riesgo de perderse. Es por eso que el Nombre de Jesús, cuya práctica es esencial para los «Grandes Misterios», ha sido «incrustado», por así decirlo, en el Rosario, -es la gran obra de santo Domingo- o más precisamente en el Ave que es su substancia. (12).
En el Rosario latino, -la «Oración de Jesús» de la Iglesia de Occidente,- encontramos una vez más la distinción, por todo presente en el Cristianismo, entre los «Grandes» y los «Pequeños Misterios»: a los primeros e refiere el Ave, y a los segundos la Oración dominical; o también, en el Ave misma, el Nombre de Jesús se refiere a los primeros, y el de María a los segundos. El Nombre de la Virgen es, esotéricamente hablando, un «Nombre divino», pero que tiene la particularidad de que está indisolublemente ligado al divino Nombre de Jesús y no aparece mas que en función de este, exactamente como el «Loto», en la formula búdica Om Mani Padme Om, no aparece mas que en función de la «Joya» (el Buda) (13); se puede por lo tanto decir que la excelencia del Ave reside en el Nombre del Verbo que se encuentra ahí incluido como la «Joya» en el «Loto»; y, añadiremos nosotros, esta complementariedad se explica por el hecho de que se trata, en los dos casos, de una manifestación directa del Verbo.
La Oración dominical, que abre el Rosario, es la plegaria más excelente de todas, puesto que  tiene como autor a Cristo; ella es, por consiguiente, más excelente en tanto que oración, que el Ave, y es por esto que es la primera plegaria del Rosario. Pero el Ave es más excelente que la Oración dominical en tanto que contiene el Nombre de Cristo, que se identifica misteriosamente con Cristo mismo, ya que «Dios y su Nombre son idénticos»; ahora bien Cristo es más que la Oración que él ha enseñado, el Ave, conteniendo a Cristo por su Nombre, será entonces más que esta Oración; es por esta razón que las recitaciones del Ave son mucho más numerosas que las del Pater, y que el Ave constituye, con el Nombre del Verbo que ella contiene, la substancia misma del Rosario. Lo que acabamos de enunciar viene a decir que la plegaria del «servidor» dirigida al «Señor» corresponde a los «Pequeños Misterios», -y recordamos que estos conciernen a la realización del estado edénico o primordial, y por lo tanto a la plenitud del estado humano-, mientras que el Nombre mismo de Dios corresponde a los «Grandes Misterios», cuya finalidad está más allá de todo estado individual.
Desde el punto de vista microcósmico, «María» es el alma en estado de «gracia santificante», cualificada para recibir la «Presencia real»; «Jesús» es el germen divino, la «Presencia real» que debe operar la transmutación del alma, a saber la universalización de ésta, o su reintegración en lo Divino (14). «María» -como el «Loto»- es «superficie» o también «horizontal»; «Jesús» – como la «Joya»- es «centro» y desde el punto de vista dinámico, «vertical», «Jesús» es Dios en nosotros, Dios que nos penetra, nos transfigura y nos absorbe; que nos reduce, por una parte a nuestro prototipo divino, -a saber tal «Aspecto», tal «Nombre», tal -«Emanación» o «Energía» de Dios- y por otra parte a la Esencia divina, a la Divinidad como Tal.
Finalmente todavía debemos decir esto: la «deificación» comporta tres estaciones sucesivas: la purificación, la perfección, la unión. Es a estas tres estaciones a las que se relacionan respectivamente el Pater, que pide el perdón de las «ofensas», el Ave que contiene el Nombre de María, quintaesencia de toda perfección individual, y el Nombre de Jesús, que confiere la Substancia divina; es también a estas tres estaciones que se refieren las formulas del rosario musulmán (wird): la petición de perdón (istighfâr), el Nombre del Profeta (contenido en la «oración sobre el Profeta», çalât alan-Nabi), y el Nombre de Dios (contenido en la shahâdah); el Nombre del Profeta como el de la Virgen -actualiza las perfecciones virtualmente inherentes a la individualidad humana, siendo esta hecha «a la imagen de Dios», y el Nombre de Ala -como el de Jesús, Su Verbo- actualiza la divinidad potencialmente inherente a toda criatura, y virtualizada por la Confirmación.

3
Los «Misterios gozosos» conciernen a la «Presencia real» de lo Divino en lo humano, concebida en un sentido iniciático y sacramental; los «Misterios dolorosos», describen el «aprisionamiento» redentor de lo Divino en lo humano, la profanación inevitable de la «Presencia real» por las limitaciones humanas; los «Misterios gloriosos» finalmente se relacionan con la victoria de lo Divino sobre lo humano, con la liberación del alma por el Espíritu.
la Encarnación es, iniciáticamente, la entrada de Dios en el hombre, tal como tiene lugar en los sacramentos que confieren el Espíritu Santo o a Cristo; Dios ha devenido verdadero hombre, con el fin de que el hombre devenga Dios. La Visitación es la conformidad del alma a la «Presencia real»; la consciencia que tiene el hombre de «llevaren si» a la Divinidad; la concentración devocional y gozosa de todo el ser sobre el «Germen divino». El Nacimiento es la invocación del Nombre salvador, es decir lo que actualiza la virtualidad espiritual implicada en la «Presencia». Viene a continuación la Presentación: el hombre, purificado y santificado por esta Presencia de Dios, no cesa de considerarse como un simple hombre, y permanece siempre consciente, a pesar de los arrobamientos de la Gracia, de sus límites de criatura, y también de los límites que comporta el soporte divino -el Nombre- en su «materialidad» (15). Y el Encuentro: tras la «sequedad» en la cual el Nombre divino ha dejado al alma, se revela a ella como la fuente misteriosa de toda sabiduría.
En cuanto a los «Misterios dolorosos», la Agonía (en el huerto de los Olivos) es el olvido de la «Presencia real», la negligencia del «Germen divino», la somnolencia y falta de vigilancia, subrayada además por el sueño de los discípulos. La Flagelación: son las acciones incompatibles con esta divina Presencia; es la «disipación». La Coronación de Espinas: es la vanidad humana, su tendencia a atribuirse las glorias que no pertenecen más que a Dios; es el error de extraer vanidad de la Gracia. Antes de ir más lejos, debemos responder a una objeción posible, a saber, que esta interpretación -que se impone a nosotros porque está en la naturaleza de las cosas- no hace participar al contemplativo en los sufrimientos de Cristo; pero este reproche es injustificado, puesto que los defectos enumerados llaman a las virtudes que, ellas implican por definición mortificaciones y redibujan así los sufrimientos del Verbo hecho carne; así, la corona de espinas -inflingida a Cristo en un cierto sentido por la vanidad humana- deviene para el contemplativo la abnegación, el olvido de si, la atribución de toda gloria a Dios. Es necesario entonces, por una parte realizar en si mismo la Pasión de Cristo, y por otra parte evitar infligírsela; en otras palabras, quien evita a Cristo (microcósmico, interior) la Pasión, debe tomarla sobre si (en el mismo sentido), y quien no la toma sobre si, la inflinge a Cristo. La Cruz a cuestas tiene, ella también, un sentido microcósmico: Jesús, vehículo de la Gracia redentora, se carga del peso de nuestra ignorancia, de nuestro individualismo; es el Nombre divino que absorbe y anula en Su Infinitud, las miserias humanas, y purifica así el corazón del hombre por la visión beatífica. Y la Crucifixión: es el deseo, la pasión que «crucifica » a la «Presencia real» y que inmoviliza la «vida» de esta.
En cuanto a los «Misterios gloriosos», la Resurrección es la consciencia de que solo lo Divino es real, consciencia que se expande por la virtud del Nombre de Dios. La Ascensión: el alma toma consciencia de su identidad esencial con lo Divino. Pentecostés: lo Divino penetra en los pensamientos y las acciones del hombre «deificado». La Asunción: el alma se extingue en Dios. La Coronación: el alma se despierta en Dios, en el «Aspecto divino» de la que no era más que una sombra; la Virgen -coronada por el Verbo con una corona «increada»- es así el alma reintegrada en su Infinidad esencial, en su Realidad de la que ella no estaba separada más que en sueño; y, añadiremos nosotros, es para esto que la Virgen es «creada antes de la creación»: el alma debe «llegar a ser Aquello que ella es», y Aquello es «Lo que es».

NOTAS ———————————
1.- «De la Unidad Transcendente de las Religiones», Capítulo IX: «Sobre la Iniciación Crística».
2.- Es por consiguiente siempre legítimo no contar a la Iglesia entre las «organizaciones iniciáticas» propiamente dichas que pueden subsistir en Occidente, tales como el Compagnonnage y la Masonería, y que no presentan evidentemente ningún carácter religioso; la degradación de estas últimas no tiene ciertamente nada que ver con una aplicación o adaptación alguna. En cuanto a los ritos cristianos, no podría ser ilegítimo el calificarlos de exotéricos, puesto que ellos lo son de hecho, y esto desde hace mucho tiempo; esta aplicación exotérica presupone de todas maneras que estos ritos se presten a ello por su naturaleza; ahora bien nosotros sabemos que es así, siendo el Cristianismo esencialmente una «vía de Gracia».
René Guénon ha expresado este carácter excepcional del Cristianismo,- pero sin querer explicarlo- diciendo que los «sacramentos» son algo que no encuentra equivalente exacto en ninguna otra parte.
3.- Según un viejo refrán; Christi doctrina revelat quae Moysi doctrina velat.
Los comentadores de la Thora comentan que la dificultad de elocución de la que sufría Moisés le era impuesta por Dios con el fin de que no pudiera divulgar los Misterios que, precisamente, la Ley del Sinaí debía velar y no desvelar; ahora bien estos Misterios no eran otros, en el fondo, que los Misterios «crísticos».
4.- Por lo que respecta al método, es importante nunca perder de vista que el Maestro espiritual (el Starets en los Rusos) representaba uno de los pilares.
5.- El sentimiento que tienen los Cristianos de poseer una religión incomparablemente más perfecta que todas las demás reposa sobre algo real, a saber, el carácter iniciático de su religión; pero lo que ellos olvidan, es que este carácter no es de ninguna manera necesario para obtener la salvación; que este carácter iniciático representa entonces, con relación a la Ley de la que la observancia es suficiente para salvar del infierno, un añadido inútil, pero de hecho inevitable en el caso del Cristianismo. Es este carácter iniciático el que confiere a la religión cristiana, a ojos de los Musulmanes, un aspecto de «abuso», de «confusión», casi de «monstruosidad», y es sobre la «precisión», la «nitidez», la «pertinencia» de sus medios espirituales que los Musulmanes, sostienen, vis a vis del Cristianismo, su convicción de tener la mejor religión. Para ganar el Paraíso de los justos, el hombre no tiene necesidad de la «plenitud del Espíritu Santo» que confiere la Confirmación: los Cristianos son los primeros en afirmarlo, puesto que el Conocimiento intelectual, en su opinión, no es necesario para la salvación, Hay entonces, en el Cristianismo, una singular desproporción entre los medios espirituales, que son transcendentes, y la doctrina, que no admite, al menos en sus formulaciones generales y sobre todo en los Latinos, más que una finalidad individual.
6.- La misma distinción, se encuentra de una cierta manera en el complementarismo de las dos Iglesias de Occidente, y de Oriente, la primera refiriéndose a la primacía de san Pedro, y la segunda a la de san Juan, netamente expresada al final del Evangelio. Si no se quisiera admitir esta manera de ver, se debería al menos reconocer que la primacía de Pedro es relativa, y que hay cosas que se sitúan fuera de su irradiación de acción, a saber, precisamente el misterio o la función del Apóstol Juan; este es a priori el igual de Pedro, habiendo recibido todos los Apóstoles  los mismos poderes, e incluso su superior en tanto que discípulo amado, hijo adoptivo de la Virgen, hermano de Cristo y Profeta del Apocalipsis. Es decir, san Juan debe ser representado, en el mundo cristiano, en virtud de una filiación, no «jurídica», sino espiritual, por una realidad de una importancia igual en la Iglesia de Roma; en este orden de ideas, es significativo que la Iglesia de Oriente se adhiera más bien a la divinidad de Cristo que a su Pasión, lo cual no quiere decir que las dos Iglesias no posean los mismos medios de gracia. En el interior de la Cristiandad de Occidente, se encuentra todavía la distinción de las dos grandes categorías de «Misterios» en las funciones respectivas del Papa y del Emperador: si Dante ha defendido la posición de este último, no era en absoluto para defender el poder temporal contra la autoridad espiritual, sino para impedir la superposición de una autoridad espiritual delimitada, sobre el terreno de otra autoridad espiritual igualmente delimitada, correspondiendo el papado a los «Grandes Misterios» y el imperio -en tanto que heredero del sacerdocio de la Roma antigua- a los «Pequeños Misterios»; todo el problema está en el hecho de que Dante considera al Emperador, no en su papel político, sino en su función espiritual heredada de la tradición romana, y sancionada por estas palabras evangélicas: «Dar al Cesar lo que es del Cesar». En cierto sentido, el complemento exotérico natural del Cristianismo sería, para Dante, no la Ley mosaica, sino el Imperio romano, la Ley romana. El Papa, puesto que él era indiscutiblemente el sucesor del Pontifex Maximus de Roma, creía poder pretender por ello la función de Emperador, bien atribuyéndose un poder temporal demasiado extenso, o bien considerando la «consagración» del Emperador como una «institución»; ahora bien, evidentemente no es de san Pedro de quien Cesar tenía su autoridad, como Dante se dedica precisamente a mostrarlo. El Emperador, puesto que era indiscutiblemente el sucesor de Cesar y de Augusto, era por ello también Pontifex Maximus, y por lo tanto detentador de los «Pequeños Misterios». La situación era insoluble en razón de la confusión de poderes. Como hemos dicho más arriba a propósito de san Pedro, añadiremos que existe una relación simbólica entre sus negaciones y las tres posiciones siguientes: primeramente el «filosofismo», que consiste en someter la Revelación a especulaciones racionales de espíritu greco-pagano; en segundo lugar el «jurismo», que consiste en introducir en todo el ámbito de la religión una mentalidad jurídica, muy característica de la mentalidad romana; en tercer lugar el «colectivismo» -quizás de inspiración germánica- que consiste en sacrificar todo a las necesidades de la colectividad y hacer de esta un criterio de valor: de ahí la tendencia a negar todo aquello que no es accesible a la media de los hombres.
7.- Signo te et confirmo te chrismate salutis, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
8.- El Profeta, como también el Buda, por no citar más que estos ejemplos, presenta igualmente un aspecto de muerte: el Buda por su «extinción» y el Profeta por el hecho de que, aún siendo la «primera de las criaturas de Dios» (awnalu khalqi-Llâh), él debe morir como todas las criaturas; este aspecto se encuentra además indicado por la primera letra del nombre de Mahoma, el mim, que, siendo la primera letra de la palabra mawt, significa «muerte»; añadiremos que el Profeta es también la primera criatura en resucitar el Día del Juicio, y esta preeminencia marca su superioridad sobre los «simples mortales». El aspecto de muerte del que hemos hablado, y que se encuentra bajo una forma u otra en todo Hombre-Dios, confiere un sentido particular a las enunciaciones siguientes: «Nadie llegará al Padre, si no es por mi» (la crucifixión), y «Nadie encontrará a Alá, que no haya encontrado al Profeta» (la muerte). Es, en lenguaje sufí, el fanâ (la extinción) que debe preceder a el baqâ’ (la «permanencia»); es el aspecto negativo del Nirvana, que precede a su realidad positiva y eterna.
9.- El carácter iniciático de los ritos cristianos -y, de una manera general, el carácter esotérico del Cristianismo- resalta con una claridad cegadora de los escritos del santo Areopagita, y de otros escritos de los Padres; ahora bien ninguno de esos ritos ha sufrido una alteración afectando a su esencia y por lo tanto su validez y eficacia; solamente la doctrina, y también la ciencia del simbolismo (que comprende la de las formas del arte) -las dos estando además estrechamente solidarias- han sufrido los oscurecimientos y debilitamientos que han sido en parte la causa y en parte la consecuencia de esa desviación que es el mundo moderno. Un primer indicio de estos oscurecimientos era sin duda ya la introducción «jurista», en el Símbolo de Nicea -que había sin embargo sido definitivamente fijado bajo pena de anatema- del famoso Filioque; aprovecharemos esta ocasión para demostrar su error relativo: si bien es verdad que aquello que pertenece al Padre le pertenece también al Hijo, el Hijo no es sin embargo de ninguna manera el Padre, y esto es valido igualmente en aquello que concierne a la procesión del Espíritu Santo: Este «procede» del Padre y es «delegado» por el Hijo, lo que, metafísicamente, viene a decir que el Espíritu es una propiedad del Ser puro -el Padre- en tanto que tal, y no de los Atributos del Ser -el Hijo- como tal; el Espíritu por lo tanto no emana de los Atributos mas que en tanto en cuanto estos participan, siendo divinos, en el Ser puro, del que son como una primera cristalización. San Juan Damasceno afirma expresamente: «Nosotros decimos que el Espíritu Santo procede del Padre, y nosotros Lo llamamos Espíritu del Padre; no decimos de ninguna manera que el Espíritu procede del Hijo, sino que solamente Lo llamamos Espíritu del Hijo». El Espíritu Santo es el «Rayo» que va del Padre al Hijo y del Hijo al hombre; la afirmación de Cristo de que nada llega al Padre si no es por el Hijo implica entonces también que nada  viene del Padre si no es por el Hijo; es eso lo que el Filioque quiere sin duda subrayar, pero lo hace sacrificando un aspecto metafísico de la Verdad, y constituye así, por una parte un pleonasmo -aunque también una «precisión»- y por otra parte un empobrecimiento de la doctrina; de una manera general, este cuidado por la precisión -jurídica- ha tenido como consecuencia un «encogimiento» de la intelectualidad, marcada no solamente por la filosofía escolástica, sin también por la importancia siempre creciente de la oración litúrgica vocal que determina ampliamente la vida espiritual, incluso en las Ordenes más contemplativas como las de los Cartujos. Es curioso señalar que el Cristianismo, que por definición proscribe las oraciones vocales largas y complicadas -habiendo Cristo rechazado las que el Rabinismo había añadido a la religión mosaica- y que quiere que se vaya a Dios -«en espíritu y en verdad», se acerca fatalmente por sus métodos, al Rabinismo en la medida misma en la que se vuelve en su momento un exoterismo.
10.- La vida espiritual entera está representada como sumergida en la vida sacramental que la alimenta. Ya hemos señalado el paralelismo entre las tres vías («iluminación»,«nublado» y «tiniebla») y los tres principales sacramentos; el Bautismo corresponde a la primera vía bajo su doble aspecto de purificación y de iluminación, la Confirmación corresponde a la segunda por su doble aspecto de oscurecimiento del mundo visible y de elevación hacia el mundo invisible; finalmente la Eucaristía está en relación con la vida mística a la vez como unión y como salida fuera del mundo y de si mismo. La vida sacramental esta verdaderamente concebida como una «mistagogia» como una iniciación progresiva…. » (Jean Daniélou, Platonisme et Théologie Mystique). En cuanto a la invocación del Nombre de Jesús, ella no es evidentemente un sacramento, puesto que no es «recibida», sino «actuada»; pero es un misterio análogo a la Encarnación y a la Redención, que ella retraza, en modo activo, en el microcosmo.
11.- En el caso del Vedanta o del Taoísmo por ejemplo, una tal aplicación no sería de ninguna manera posible, ni necesaria además, vistas las constituciones respectivas de las tradiciones hindú y china; que el Taoísmo -como también el Sufismo- presente un aspecto popular no implica para nada que él vulgarice sus tesoros espirituales.
12.- «Hay devociones nuevas que la necesidad de singularizarse introduce; las hay interesadas, para cuyos autores son una fuente de codicia; finalmente las hay también supersticiosas. La devoción del Rosario no tiene ninguno de esos defectos. Es, bien mirándola, tan antigua como la Iglesia. Es propiamente la devoción de los Cristianos. Ella no tiende más que a resucitar y a conservar el espíritu y la vida del Cristianismo. La novedad del nombre no puede ofender más que aquellos que ignoran su verdadero sentido: Y santo Domingo al que se considera como el autor de esta devoción, no es, en efecto, más que su Restaurador… Este nuevo Apóstol viendo en su tiempo como el Cristianismo estaba reducido, por un lado por los extraños progresos de la herejía, y por otro, por la ignorancia y los desarreglos de los hijos mismos de la Iglesia, creyó encontrar en la devoción del Rosario, un potente dique para detener a los enemigos de la Fe y un medio seguro para recordar a los hijos a su propia creencia, y a la antigua piedad de sus Padres (La solida Devoción del Rosario, por un dominico desconocido de comienzos del siglo XV). Esto no significa en absoluto que el Nombre de Jesús no hay sido ya más invocado en esa época y que -incluso largo tiempo después todavía- lo sea aisladamente, o bien en el interior de una corta fórmula, como es el caso de las letanías; parece cierto que san Bernardo y otros espirituales posteriores a santo Domingo hayan practicado una invocación independiente del Rosario. En los monasterios griegos tanto como en los eslavos, una cuerda anudada forma parte de la investidura del Pequeño Hábito y del Gran Hábito; esta cuerda es ritualmente conferida al monje o a la monja. El Superior toma este rosario en su mano izquierda y dice: «Toma, hermano N., la espada del Espíritu que es la palabra de Dios, para orar a Jesús sin pausa ya que tu debes tener constantemente el Nombre del Señor Jesús en la mente, en el corazón y sobre los labios, diciendo: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi, pecador» ». El empleo de la cuerda anudada (la vervitsa o lestovka de los Rusos) es una devoción típicamente monástica o ascética; no se emplea apenas por los laicos, lo que también muestra que en la Iglesia de Oriente la distinción entre los dos grandes categorías de Misterios es mantenida de una manera más directa que en le Iglesia de Occidente. El rosario, con la formula Kyrie eleison, es también de uso en los Coptos y otros Cristianos orientales. Por lo demás, cuando san Basilio, san Juan Crisóstomo, san Benito y otros Padres hablan de «letanías» a secas, ellos entienden la repetición pura y simple del Kyrie eleison, lo que también se llama «letanías menores».
13.- Es así que en ciertas invocaciones hindúes, la de Sita-Râm por ejemplo, el Nombre de la shakti del Avatar se encuentra indisolublemente ligada al Nombre de este último; y el Nombre de la Shakti precede al del Avatar, porque en el proceso iniciático, la realidad «horizontal» a la cual se refiere el Nombre de la Shakti precede a la realidad «vertical» del verbo salvador; es una vez más la distinción entre los «Pequeños» y los «Grandes Misterios».
Lo que hemos dicho del Ave y del Mani se aplica también de una forma remarcable a la segunda Shahâdah: Muhammadun Rasûlu Llâh, en la que el Nombre del Profeta no aparece mas que en función del Nombre de Dios.
14.- Prosiguiendo las ramificaciones de esta interpretación anagógica, se podrá decir que san José -el casto padre putativo y protector de la santa Familia- corresponde al Maestro espiritual, guía desinteresado; san Juan-Bautista -el Anunciador que purifica- corresponderá a la Verdad doctrinal, y santa Isabel a la inteligencia en posesión de esta Verdad. Debemos recordar en esta ocasión que «el Espíritu Santo enseña toda verdad; es verdad que hay un sentido literal que el autor tenía a la vista, pero como Dios es el Autor de la Escritura santa, todo sentido verdadero es al mismo tiempo sentido literal; porque todo lo que es verdadero proviene de la Verdad misma, es contenido en ella, deriva de ella y es querido por ella» (Maestro Eckhart). De nuevo según Maestro Eckhart, los Apóstoles simbolizan respectivamente las doce potencias del alma, a saber cinco sentidos internos, cinco externos, la razón y la voluntad; cuando por ejemplo se dice en la Escritura que los Apóstoles Pedro y Juan «corren juntos hacia la Tumba» (de Cristo) eso significa que la razón y la voluntad (o la doctrina y el método) se penetran recíprocamente en el alma espiritual con el fin de alcanzar la esencia de las cosas. Recordemos igualmente este pasaje de Dante: «Las escrituras pueden ser comprendidas y deben ser expuestas según cuatro sentidos (literal, alegórico, moral, anagógico)… El cuarto es llamado anagógico, es decir que sobrepasa los sentidos. Lo cual ocurre cuando se expone espiritualmente una Escritura que, aun siendo verdadera en el sentido literal, significa además las cosas superiores de la Gloria eterna, así como se puede ver en el Salmo del Profeta en el que se dice que cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, Judea se volvió sana y libre. Bien que sea manifiestamente verdadero que fue así según la letra, lo que se entiende espiritualmente no es menos cierto, a saber, que cuando el alma sale del pecado, se vuelve santa y libre en su potencia» (Convivio II, I) Según Maimónides, es la oscuridad misma de los numerosos pasajes escriturarios lo que indica de una manera providencial la pluralidad de sentidos en la Escritura. «Desgracia -dice el Zohar- al hombre que pretende que la Escritura no nos enseña más que simples historias… Si así fuera, podríamos, nosotros también, hacer una escritura, que sería incluso superior a la Escritura santa dado que los libros profanos pueden encerrar ideas transcendentes». Los personajes y hechos sagrados reflejan por definición principios universales y todos los grados de estos; la anagogía es la ciencia que se funda sobre estas correspondencias.
15.- El Hombre-Dios es la Divinidad, pero la Divinidad no es el Hombre-Dios.

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El artículo «Misterios Crísticos» apareció en Julio-Agosto de 1948 en la revista Études Traditionnelles (nº 269). Nunca fue reeditado in extenso en ninguna obra. Tan solo una versión reducida se presentó en «Senderos de Gnosis». Este texto exponía por primera vez el acercamiento schuoniano del Cristianismo y fue el origen de las principales divergencias con René Guénon. En un primer momento este se enfadó sobre todo por la segunda nota que podía hacer suponer su adhesión a la presentación hecha por Schuon. Sin embargo hasta entonces Guénon no se había en realidad expresado apenas sobre la cuestión cristiana hacia la cual, dirá él, no sentía «ninguna inclinación». Después de que hubieran conversado por correo largamente, Guénon desarrollará los argumentos contrarios en su artículo «Cristianismo e Iniciación» (aparecido en Etudes Traditionnelles de septiembre-noviembre 1949 y retomado en su obra póstuma «PUNTOS DE VISTA SOBRE ESOTERISMO CRISTIANO »). Mantendrá Guénon la tesis según la cual la Iglesia cristiana era en los primeros tiempos una «organización cerrada o reservada» y afirmará que los sacramentos había perdido su carácter iniciático o esotérico «descendiendo» al ámbito exotérico en el siglo III o IV, antes del Concilio de Nicea, lo cual había afectado a «la naturaleza misma del Cristianismo». Bastantes años más tarde, Schuon desarrollará públicamente sus objeciones a las tesis guenonianas en «Quelques critiques» (Dossier H, René Guénon, L’Age d’Homme, 1948, pp 72-79).
Con todo, el cristiano tiene que saber que la iniciación es aquello que permite el acceso a los “estado superiores”, a la “deificación” o a la “iluminación en vida” (Jivan-Mukti hablando en lenguaje oriental ), sin embargo el hecho de no tener iniciación (suponiendo que Guénon tenga razón) no impide al cristiano la vida santa y el acceso a la iluminación en el momento de la muerte (Videha-Mukti), o en estados post mortem (Krama-Mukti), es decir, no impide al cristiano la “salvación” post mortem ni por supuesto la santidad en vida. Por ello la preocupación por el tema tampoco debe desembocar en angustia ni en desazón. Mucho nos tememos que occidente no está cualificado actualmente para la “iluminación en vida”, y a duras penas incluso para la salvación, visto lo visto… Además cada cual según su capacidad o sus cualificaciones recibirá lo que necesita en el momento en que lo necesite…
La polémica ha continuado con sus seguidores de primera generación, sigue ya en la segunda… y tiene visos de continuar y continuar indefinidamente… No estamos nosotros cualificados para dar la razón a unos o a otros, simplemente pensamos que estas polémicas terminan siendo tan largas como estériles, nunca acaban, y nunca se llega a ninguna conclusión… así es que nos distanciamos de tal asunto y nos centramos en la oración en vez de discutir… Dios nos dará acceso a lo que merezcamos…