Tabu de la saliva

El mismo miedo a la hechicería que ha llevado a muchos pueblos a ocultar o destruir sus recortes de pelo y uñas, ha inducido a otros pueblos y aun a los mismos a tratar su saliva de manera semejante. Dados los principios de la magia simpatética, la saliva es parte del hombre y todo lo que a ella se haga tendrá en él un efecto correspondiente. Un indio chilote que recoge el salivazo de un enemigo, lo pone en una patata y expone la patata al humo diciendo al mismo tiempo ciertos conjuros, en la creencia de que su enemigo se irá consumiendo a medida que el humo va secando la patata. También, pone el salivazo dentro de la boca de una rana y arroja al animalito a un río inaccesible e innavegable, lo que hará que la víctima humana tiemble y se estremezca de calenturas. Los nativos de Urewera, comarca de Nueva Zelandia, gozan de gran reputación como hábiles brujos. Se decía que hacían uso de la saliva de las gentes para embrujarlas. Por esto, los visitantes tenían buen cuidado de ocultar sus esputos, temiendo proveer de material a estos brujos para trabajar en su daño. Del mismo modo, en algunas tribus africanas meridionales no se atreverá a escupir ningún hombre cuando el enemigo está cerca; podría encontrar su escupitina y entregársela a un brujo que la mezclaría con ingredientes mágicos para dañar de este modo la persona que la escupió; aun en su propia casa la saliva es cuidadosamente barrida y destruida por igual razón.

Si la gente vulgar es tan cauta, natural será que los reyes y jefes lo sean mucho más. Los jefes de las islas Sandwich iban acompañados de un sirviente de confianza que llevaba una escupidera portátil y lo depositado en ella se enterraba cuidadosamente todas las mañanas para ponerlo fuera del alcance de los hechiceros. En la Costa de los Esclavos, y por la misma razón, siempre que un rey o jefe expectoraba, se recogía el esputo con sumo cuidado y se ocultaba o enterraba. Las mismas precauciones, y por la misma razón, se toman con los escupitajos del jefe deTabali en la Nigeria meridional.

El uso mágico que puede hacerse de la saliva la señala, igual que a la sangre y a las recortaduras de las uñas, como una base material apropiada para un convenio, puesto que cambiando su saliva las partes concertantes se dan así el uno al otro garantía de su buena fe. Si después alguno de ellos reniega del contrato, el otro puede castigar su perfidia por un tratamiento mágico de la saliva del perjuro, que tiene bajo su custodia. Así, cuando los wajagga del África oriental desean hacer un trato, las dos partes contratantes se sentarán con un tazón de leche o de cerveza entre ellos y después de recitar un conjuro sobre la bebida, cada uno sucesivamente tomará una bocanada de la leche o cerveza y se la introducirá al otro en la boca. En los casos urgentes, cuando no hay tiempo para gastarlo en ceremonias, sencillamente se escupirán a turno el uno al otro dentro de la boca, lo cual sella el convenio a las mil maravillas.

La rama dorada, capítulo XXI, 9

Dominio magico del sol

Así como el mago piensa que puede hacer llover, del mismo modo imagina que puede obligar al sol a brillar, apresurar su marcha o detenerla. Los ojebways imaginaron que el eclipse significaba que el sol estaba extinguiéndose y, en consecuencia, disparaban al aire flechas incendiarias, esperando que podrían reavivar su luz agonizante. Los sencis del Perú también disparaban flechas encendidas al sol durante los eclipses, pero al parecer hacían esto, más bien que para reencandilar la lámpara solar, para ahuyentar una bestia salvaje con quien estaba luchando, según ellos creían. A la inversa, algunas tribus del Orinoco durante un eclipse de luna ponían bajo tierra ramas encendidas, pues, según ellos, si la luna se extinguiera, todos los fuegos de la tierra se apagarían con ella, excepto los que estuvieran ocultos a su mirada. Durante un eclipse de sol, los kamtchacos solían sacar de sus cabañas el fuego y oraban al gran luminar para que les alumbrase como anteriormente. Pero la oración dirigida al sol muestra que esta ceremonia era religiosa más que mágica. Puramente mágica, por otro lado, era la ceremonia que cumplían los indios chilcotín en ocasiones parecidas. Hombres y mujeres, remangándose las túnicas como cuando viajan y apoyándose en garrotes como si fueran cargados con mucho peso andaban sin cesar formando un círculo, hasta que el eclipse había pasado.[1] Indudablemente creían que así sostenían los pasos cansinos del sol según caminaba su fatigosa vuelta por el cielo. De modo parecido, en el antiguo Egipto, el rey, como representante del sol, caminaba solemnemente alrededor de los muros de un templo con objeto de asegurar que el sol cumpliera su marcha diaria alrededor del cielo, sin la interrupción de un eclipse cualquiera u otro contratiempo. Y después del equinoccio de otoño, los antiguos egipcios tenían una fiesta llamada “la natividad del bastón del sol”, pues como el luminar declinaba día tras día en e) cielo y su luz y calor iban disminuyendo, suponían necesitaba un bastón en que apoyarse. Cuando un brujo de Nueva Caledonia desea un día de sol claro, lleva algunas plantas y corales al cementerio y hace a modo de un paquete con ello, añadiendo dos rizos del cabello de un niño vivo de su familia, como también dos dientes o una quijada entera del esqueleto de un antepasado. Después, trepa por un monte cuya cima se baña en los primeros rayos del sol mañanero, y allí deposita tres clases de plantas sobre una piedra plana, coloca una rama de coral seco al lado de ellas y cuelga el paquete de los hechizos sobre la piedra. A la mañana siguiente vuelve al mismo lugar y prende fuego al paquete en el momento en que el sol asoma sobre el mar. Mientras sube el humo, frota la piedra con el coral seco, invoca a sus antepasados y dice: “Sol, hago esto para que seas abrasador y te comas todas las nubes del cielo”. Repite al anochecer la misma ceremonia. Los neocaledonios también hacen sequías, por medio de una piedra en forma de disco con un agujero. En el momento en que el sol aparece, el hechicero coge la piedra y pasa y repasa varias veces una rama ardiendo por el agujero, mientras dice: “Enciendo al sol con la idea de que se comerá las nubes y secará nuestra tierra para que no pueda producir nada”. Los isleños de Banks hacen que brille el sol por medio de un sol imitado; cogen una piedra muy redonda llamada vat loa o piedra-sol, le ovillan un cordoncillo rojo alrededor y le pegan unas plumas de lechuza que representan rayos, y entonan el conjuro apropiado en voz baja. Después cuelgan la piedra de algún árbol alto tal como una higuera de Bengala o una casuarina,[2] en algún lugar sagrado.

La ofrenda que el brahmán hace por la mañana, se supone hace salir el sol[3] y se nos ha dicho que “seguramente no saldría si no hiciera esa ofrenda”. Los antiguos mexicanos concebían al sol como fuente de todas las fuerzas vitales: consecuentemente le llamaban Ipalnemohuani,[4] “aquel por quien todos viven”. Pero si concede la vida al mundo, también necesita recibir vida de éste, y como el corazón es el asiento y símbolo de la vida, ofrecían al sol corazones ensangrentados de hombres y animales para mantenerle vigoroso y habilitarle para correr su camino por el cielo. Así, los sacrificios mexicanos al sol fueron más mágicos que religiosos, estando ideados no tanto para agradarle y complacerle como para renovar físicamente sus energías de calor, luz y movimiento. La demanda constante de víctimas humanas para alimentar el fuego solar se satisfacía emprendiendo guerras todos los años contra las naciones vecinas y trayendo ejércitos de cautivos para sacrificarlos en el altar. Así, las incesantes guerras de los mexicanos y su cruel sistema de sacrificios humanos, los más monstruosos que se recuerdan,[5] tienen su origen, en gran medida, en una teoría equivocada del sistema solar. No es necesario dar ilustración más elocuente de las consecuencias desastrosas que pueden derivarse en la práctica de un error puramente especulativo. Los antiguos griegos creyeron que el sol caminaba en su carro por el cielo y por eso los rodios, que adoraban al sol como a su principal deidad, le dedicaban anualmente un carro y cuatro caballos, hundiendo la cuadriga en el mar para que lo usase. Indudablemente pensaban que después de un año entero de trabajo los antiguos caballos y el carro estarían estropeados. Es probable que, por motivo parecido, los reyes de Judá, idólatras, dedicasen carros y caballos al sol: los espartanos, persas y masagetas también sacrificaban caballos al sol. Los espartanos hacían estos sacrificios en la cumbre del monte Taigeto, la bellísima cordillera tras de la que veían ponerse el sol todas las tardes. Es tan natural que los habitantes del valle de Esparta hicieran esto, como el que los isleños de Rodas arrojasen carros y caballos al mar dentro del cual creían se hundía el sol al anochecer, pues así, ya fuera sobre la montaña o en el mar, los caballos de refresco esperarían al cansado dios en el sitio donde con más agrado los recibiría al final de su jornada.

Así como algunas gentes piensan que pueden encender el sol o darle velocidad en su carrera, otros imaginan poder retrasarle y aun pararle. En un puerto de los Andes peruanos hay dos torreones arruinados sobre lomas enfrentadas. En los muros están engrapados unos ganchos de hierro con el propósito de sostener una red extendida de torre a torre. Esta red estaba proyectada para coger al sol. Las historias de hombres que han capturado con un lazo al sol, son bastante conocidas. Cuando el sol está bajando en el otoño y se hunde cada vez más en el cielo ártico, los esquimales de Iglulik se entretienen jugando a las “cunitas de gato”[6] con objeto de enredar al sol entre las cuerdas y prevenir así su desaparición. Por el contrario, cuando el sol se va elevando en el cielo de primavera, los esquimales juegan al “cubilete y la pelota” para favorecer su vuelta. Cuando un negro australiano desea que el sol no se ponga hasta que él llegue a casa, coloca un cepellón en la horquilla de un árbol que mire exactamente en la dirección del sol poniente. Por el contrario, si desea que el sol camine más aprisa, el australiano arroja arena al aire y la sopla hacia el sol, quizás para llevarle en volandas hacia el poniente y enterrarle bajo las arenas en las que parece hundirse al llegar la noche.

Así como hay gentes que consideran posible acelerar el sol, así también hay otras que creen poder empujar a la tardía luna. Los nativos de Nueva Guinea calculan los meses por la luna y se ha sabido de algunos que arrojaban piedras y cantos a la luna, con idea de acelerar su progreso y acortar así el tiempo de la vuelta de sus amigos que estaban fuera de casa hacía doce meses, trabajando en una plantación de tabaco. Los malayos piensan que una puesta de sol brillante puede producir fiebre a una persona débil. Por eso intentan extinguir el resplandor escupiéndole agua y tirándole ceniza. Los indios shuswap creen que podrán atraer el tiempo frío quemando la madera de un árbol que haya sido partido por un rayo. La creencia puede fundarse en la observación de que, en su país, el frío sigue a las tormentas. Por eso, en primavera, cuando estos indios caminan por la nieve o en tierras altas, queman astillas de dicha madera con objeto de que la costra de nieve no se funda.

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[1] Esto nos recuerda la “danza de los viejitos” de México, que quizás tiene alguna relación con esta danza solar.

[2] Árbol cuyas hojas son parecidas a las plumas del ave corredora casuario.

[3] Chantecler, de E. Rostand.

[4] No es éste el parecer de don Alfonso Caso, que nos cuenta de la filosofía teleológica del dios invisible del rey de Texcoco, Nezahualcóyotl, denominado “el dios de la inmediata vecindad”, Tloque Nahuaque o Ipalnemohuani, “aquel por quien todos viven”.

[5] Sir James Frazer, en este mismo libro, nos recuerda sacrificios humanos mucho mas espantosos y crueles en otros pueblos y aun en época más moderna.

[6] Juego de niños muy conocido, que se hace con un bramante enredado entre los dedos siguiendo ciertas reglas y figuras.

El arbol de mayo

En algunas partes de Suecia, la víspera del “día mayo” cada muchacho lleva un brazado de ramitas de abedul verde con todas o parte de sus hojas; marchan llevando a la cabeza del grupo al violinista de la aldea y hacen la ronda de las casas cantando coplas de mayo cuyo tema más importante es una oración para el buen tiempo, una cosecha opima y bendiciones espirituales para todos. Uno de los rondadores lleva una cesta en la que le van echando obsequios de huevos y cosas semejantes. Si los muchachos son bien recibidos, clavan una ranura con hojas en el tejadillo de la puerta de la casa. Mas generalmente, es en Suecia, en el solsticio de verano cuando celebran estas costumbres; la víspera de San Juan (23 de junio) hacen una limpieza general en las casas y después las adornan con ramaje verde y flores. Ponen a lo largo del sendero o paso que conduce a la puerta de la casa solariega abetos jóvenes y otros más alrededor de la finca, construyendo muy frecuentemente en el jardín arbolados umbríos, cenadores y glorietas, todo de ramaje. En Estocolmo este día se celebra un mercado de ramaje en el que se exhiben para la venta millares de “palos mayos” (maj stanger) de dos a cuatro metros de alto, decorados con hojas, flores, tiras de papeles de colores, cáscaras de huevos doradas y ensartadas en junquillos y demás cosas por el estilo. Encienden fogatas en las lomas y colinas y la gente baila a su alrededor y saltan por encima. Mas el acontecimiento principal del día es la erección del “palo mayo”; suele ser éste un abeto alto y robusto al que cortan todas sus ramas. A veces le ponen aros y otros pedazos de madera cruzados y atados a distintas alturas del árbol, mientras otros están provistos de arcos que representan, según dicen, a un hombre con los brazos en jarras. Desde la punta a la base, no sólo el mismo maj stanger (palo mayo), sino también los aros, arcos, etc., están adornados con hojarasca, trozos de telas de colorines, doradas cáscaras de huevo y demás cosas similares, y arriba en la punta una veleta o grímpola, o también una bandera nacional. La erección del “árbol mayo”, de cuya decoración y adorno están encargadas las mozas del lugar, es un motivo de gran ceremonia: el pueblo acude y baila formando un gran círculo a su alrededor. Costumbres solsticiales estivales de la misma especie son usuales en muchas partes de Alemania; así, en las montañas del Alto Harz pintaban en las plazas de los pueblos abetos muy altos descortezados y adornados con flores y cáscaras de huevo pintadas de rojo y amarillo. Alrededor de estos árboles bailaba la gente moza durante el día y la gente formal al anochecer. También se ponían “mayos” en el día de San Juan o solsticio en algunos lugares de Bohemia. Los mozos traían del bosque un abeto esbelto clavándolo en un altozano y las mozas lo adornaban con ramilletes, guirnaldas y cintas encarnadas. Por último, lo quemaban.

No será necesario aducir muchos ejemplos, dada la extensión de la costumbre, tradicional en varios países de Europa, tales como Inglaterra, Francia, España y Alemania, de erigir el “árbol mayo” o “palo mayo” el día 1° de mayo. Nos bastarán solamente algunos. El escritor Phillip Stubbes, de la secta de los puritanos, en su Anatomía de las Ofensas (o Contumelia), cuya primera edición londinense está fechada en el año 1583, describe con aversión manifiesta cómo acostumbraban a traer su “árbol mayo” en los días de la buena reina Isabel. Su descripción nos .proporciona una visión animada de la alegre Inglaterra de antaño. “En mayo, Pentecostés o fechas parecidas, todos los jóvenes y muchachas, viejos y casados, corretean por la noche en los bosques, umbrías, lomas y montañas, donde pasan toda la velada en alegres pasatiempos: y por la mañana, cuando vuelven, traen consigo abedules y ramas de árboles para adornar sus reuniones. Y no hay que asombrarse, pues allí está un gran señor presente entre ellos como superintendente de todos sus pasatiempos y juegos, a saber, Satán, príncipe del infierno. Pero el objeto más precioso que traen entonces es su árbol mayo para llevar a casa con gran reverencia, como verán. Tiene veinte o cuarenta yuntas de bueyes y cada uno de ellos en las puntas de sus cuernos un ramillete de flores bonitas. Estos bueyes son los que acarrean para casa el árbol mayo (este ídolo hediondo, mejor aún), cubierto todo él de flores y yerbas atadas con cuerdas alrededor desde el tope hasta el pie y en ocasiones le pintan de diversos colores; con un acompañamiento de doscientos o trescientos hombres, mujeres y niños van tras él con gran devoción. Cuando le plantan en el suelo, con su revoloteo de pañuelos y banderolas echan paja al pie del árbol mayo, así como ramas verdes, e instalan casetas, pérgolas y cenadores en torno. Después bailan a su alrededor a modo de paganos en la instalación de sus ídolos, de los cuales es una copia perfecta y, mejor aún, la misma cosa. He oído noticias dignas de crédito (y en viva voce), dadas por hombres de reputación y gran seriedad, según las cuales, de cuarenta, sesenta o un centenar de doncellas que van al bosque esa noche, escasamente la tercera parte de ellas vuelven inmaculadas a sus casas”.

La Rama dorada, capítulo X

Una tortuga problematica

Hace unos cuarenta años, los sabios de Shanghai estuvieron muy preocupados con el descubrimiento de la causa de una rebelión local. Una investigación cuidadosa les dio la certeza de que la rebelión se debía a la forma de un nuevo y gran templo que había sido construido dándole por desgracia la silueta de una tortuga, animal del más perverso carácter. La dificultad era seria y el peligro arreciaba; derribar el templo hubiera sido impío y dejarlo como estaba era invitar a una serie de desastres parecidos y aun peores. Sin embargo, el genio de los profesores de geomancia de la localidad, a tono con las circunstancias, superó la dificultad triunfalmente y apartó el peligro. Para ello cegaron dos pozos que representaban los ojos de la tortuga, incapacitando al mal afamado animal para causar nuevos males.

Longevidad

Para asegurarse una larga vida, los chinos recurren a ciertos encantamientos complicados que concentran en sí mismos la esencia mágica que emana, según los principios homeopáticos, de los tiempos y las estaciones, de las personas y las cosas. Los vehículos empleados para transmitir estas influencias felices no son otros que las ropas de amortajar. De ellas se proveen en vida muchos chinos, y la mayoría de las gentes las hacen cortar y coser por muchachas solteras o mujeres muy jóvenes, calculando sabiamente que, como probablemente tales personas vivirán todavía muchos años, una parte de su capacidad para vivir mucho pasará seguramente a las telas y así retardarán por largo tiempo el momento en que deben tener su uso apropiado. Además, las prendas se coserán de preferencia en un año que tenga un mes intercalar, pues la mentalidad china cree sinceramente que las telas de amortajar hechas en un año excepcionalmente largo poseen la capacidad de prolongar la vida de un modo excepcional. Entre las vestiduras, en una de ellas en particular derrochan cuidados especiales para imbuirle esta cualidad inestimable. Es una gran túnica de seda de color azul obscuro con la palabra “longevidad” bordada sobre toda ella con hilo de oro. Regalar a un padre anciano uno de estos espléndidos y costosos ropajes, conocidos como “vestidos de longevidad”, es estimado por los chinos como un acto de piedad filial y una delicada atención. Como con esta vestidura el propósito es prolongar la vida de su propietario, éste la lleva con frecuencia, especialmente en las fiestas, con objeto de facilitar la influencia de longevidad creada por las numerosas letras de oro con las que está adornada, y de que obre con toda su fuerza sobre su propia persona. El día de su cumpleaños, sobre todo, difícilmente dejarán de ponerse esta prenda, pues el sentido común en China atribuye un gran almacenamiento de energía vital al día del cumpleaños, el que se gastará en forma de salud y vigor durante el resto del año. Ataviado con su suntuosa mortaja y absorbiendo su bendita influencia por todos los poros del cuerpo, el feliz propietario de ella recibe complacido las felicitaciones de los amigos y parientes que calurosamente le expresan su admiración por el magnífico atavío y por la piedad filial que incitó a los hijos a regalar tan bellísimo y útil presente al autor de sus días.

En La rama dorada

El mago publico

James George Frazer – El mago público

El lector recordará que nos enfrascamos en el laberinto de la magia por una consideración de dos diferentes tipos de “hombre-dios”. Esta pista ha guiado nuestros errantes pasos a través del embrollo y al fin a un terreno firme, desde donde, descansando un poco del viaje, podemos mirar hacia atrás el sendero que acabamos de andar y hacia adelante al más largo y escarpado camino que todavía hemos de subir.

Como resultado del examen precedente, pueden distinguirse convenientemente los dos tipos de “hombre-dios”, el religioso y el mágico, respectivamente. En el primero se supone que un ser de orden diferente y superior al hombre llega a encarnar, por mucho o poco tiempo, en un cuerpo humano, manifestando su poder y sabiduría sobrehumanos, haciendo milagros y profecías reveladas por medio del tabernáculo carnal que se ha dignado tomar como morada. También este tipo de hombre-dios puede denominarse apropiadamente el inspirado o encarnado. En él, su cuerpo humano es sólo un frágil vaso de barro lleno de un espíritu inmortal y divino. En cambio, el hombre-dios de la clase mágica no es otra cosa que un hombre que posee en grado inusitado los altos poderes que la mayoría de sus compañeros se arrogan, aunque en más pequeña escala, pues en una sociedad primitiva no es fácil encontrar una persona que no sea ducha en magia. Así, mientras un hombre-dios del tipo primero o inspirado deriva su divinidad de una deidad que ha condescendido a ocultar su esplendor celestial tras una máscara opaca de barro moldeado, un hombre-dios del segundo tipo deriva su poder extraordinario de una especial simpatía con la naturaleza. No es meramente el receptáculo de un espíritu divino. Su ser entero, cuerpo y alma, está así tan delicadamente acorde con la armonía universal, que un toque de su mano o un giro de su cabeza producirá una conmoción vibrante en la estructura universal de las cosas; y a la inversa, su organismo divino será agudamente sensible a los más ligeros cambios del ambiente, que dejarían enteramente impasibles a la mayoría de los mortales. Mas el límite entre los dos tipos de hombre-dios, por muy fácil que nos sea diseñarlo en teoría, raras veces puede delinearse en la práctica, por lo que no insistimos más en la distinción.

Hemos visto que el arte mágico en la práctica puede emplearse para el beneficio de los individuos o de la sociedad en general, y que según que se dirija a uno u otro de los dos objetivos puede denominársele magia pública o privada. Además, dejamos señalado que el mago público ocupa una posición de gran influencia, desde la cual, si es hombre prudente y hábil, puede avanzar poco a poco al rango de jefe o rey. Un examen de la magia pública nos conduce a la comprensión de la realeza primitiva, puesto que en la sociedad salvaje y bárbara muchos jefes y reyes en gran medida parecen deber su autoridad a su reputación como magos.

Entre los objetivos de utilidad pública que puede proponerse la magia, el más esencial es el suministro adecuado de víveres. Los ejemplos citados en las páginas anteriores prueban que los proveedores de alimentos, cazador, pescador, labrador, recurren todos a las prácticas mágicas en la consecución de sus variadas ocupaciones; mas ellos lo hacen sólo como individuos y para su beneficio y el de sus familias, y no como funcionarios públicos que actúan en interés general. Sucede lo contrario cuando los ritos no se ejecutan por los cazadores, pescadores y labriegos, sino por magos profesionales y para todos. En la sociedad primitiva, donde la uniformidad de las ocupaciones es la regla y apenas ha empezado la diferenciación de la comunidad en varias clases de trabajadores, cada hombre es más o menos su propio mago; él practica conjuros y encantamientos para su propio bien y en daño de sus enemigos. Cuando se instituye una clase especial de magos se realiza un gran progreso; en otras palabras, cuando se escoge a cierto número de hombres con el expreso propósito de beneficiar a la sociedad en general por su habilidad, ya dirigiendo su pericia contra las enfermedades, el pronóstico del futuro, la regulación del tiempo o cualquier otro designio de utilidad general. La importancia de los medios adoptados por la mayoría de estos prácticos en el cumplimiento de sus fines no debe ocultarnos la inmensa importancia de la institución misma. Aquí encontramos, al menos en los más altos grados de salvajismo, a un grupo de hombres relevados de la necesidad de ganarse la vida con el duro trabajo manual, lo que les permite y aun les anima a seguir investigando en las secretas vías de la naturaleza. Era a la vez su deber y su interés saber más que sus compañeros para familiarizarse con todo lo que pudiera ayudar al hombre en su lucha ardua con la naturaleza, todo lo que pudiera mitigar sus sufrimientos y prolongar la vida. Las propiedades de las drogas y minerales, las causas de la lluvia y de las sequías, del trueno y del relámpago, los cambios de las estaciones, las fases de la luna, la jornada diaria y el viaje anual del sol, los cambios de las estrellas, el misterio de la vida y el misterio de la muerte: todas estas cosas debieron excitar el deseo de estos tempranos filósofos, estimulándolos a encontrar soluciones a los problemas que indudablemente llamaron su atención con más frecuencia en la forma más práctica, debido a las demandas apremiantes de sus clientes, que esperaban de ellos no sólo entender, sino regular los grandes procesos naturales para el bien del hombre. No es de extrañar que sus primeros disparos dieran muy lejos del blanco. La aproximación lenta y nunca terminada hacia la verdad consiste en una perpetua formación y comprobación de hipótesis, aceptando las que en cada momento creemos adecuadas a los hechos y rechazando las demás. Las perspectivas de las causas naturales acogidas por el mágico salvaje no es dudoso que ahora parezcan manifestaciones falsas y absurdas. En su día fueron hipótesis legítimas, aunque no soportaran la prueba de la experiencia. Ridículos y vituperables son los justos calificativos, no a los que inventaron estas teorías rudas, sino a los que obstinadamente las aceptaron después de haberse propuesto otras mejores. Es indudable que ningún hombre pudo tener nunca mayores incentivos en la prosecución de la verdad que estos hechiceros salvajes. Mantener por lo menos una apariencia de sabiduría era absolutamente necesario; una simple equivocación que se descubriese podía costarles la vida. Sin duda que esto les condujo a practicar la impostura con el propósito de encubrir su ignorancia, pero también les dio el motivo más poderoso para sustituir el conocimiento fingido por el real, puesto que si se desea aparentar que se conoce alguna cosa, el mejor método es conocerla de verdad. Así, sin embargo, aunque podemos justamente rechazar las pretensiones extravagantes de los magos y condenar las supercherías con que engañaron a la humanidad, la institución original de esta clase de hombres, tomándola en su conjunto, ha producido un bien incalculable para los humanos. Ellos fueron los predecesores directos, no sólo de nuestros médicos y cirujanos, sino de nuestros investigadores y descubridores en cada una de las ramas de la ciencia natural. Ellos empezaron la obra que desde entonces llevaron sus sucesores a tan gloriosas y benéficas consecuencias, y si el comienzo fue pobre y débil, impútese a las dificultades inevitables que obstruían el sendero del conocimiento más bien que a la incapacidad natural o a la testarudez de los hombres.

La Rama dorada, cap. 5

El peso de la realeza

Tabúes regios y sacerdotales

En cierta etapa de la sociedad primitiva el rey o sacerdote está dotado, según creen, de virtudes o poderes sobrenaturales o es la encarnación de una deidad y, de acuerdo con esta fe, se le hace responsable de los malos tiempos, cosechas fracasadas y otras calamidades parecidas. En algún grado parece presumirse que el regio imperio sobre la naturaleza semejante al que tiene sobre sus súbditos y esclavos, actúa mediante actos concretos voluntarios, y en consecuencia, si agobia la sequía, el hambre, la peste o las tormentas, el pueblo atribuye su mala suerte a la negligencia o culpa de su rey y le castiga con palizas y encadenándole o, si sigue obstinado, con el destronamiento y la muerte. Algunas veces, sin embargo, al curso de la naturaleza, aunque considerado dependiente del rey, se lo supone parcialmente independiente de su voluntad. Se considera su persona, si se nos permite expresarlo así, a modo de centro dinámico del universo, del que irradian las líneas de fuerza en todas direcciones del cielo, de tal modo que un movimiento de su cabeza o el solivio de su mano afecta al instante y puede alterar seriamente alguna parte de la naturaleza. Él es el punto de apoyo del cual depende el equilibrio mundial, y la menor irregularidad por su parte puede deshacer dicho equilibrio. Por lo tanto, debe tenerse sumo cuidado por él, y también él mismo, su vida entera, hasta el más mínimo detalle, ha de ser regulada para que ningún acto suyo, voluntario o involuntario, pueda desquiciar o destruir el orden establecido de la naturaleza. De esta clase de monarcas es o, mejor aún, era el espiritual emperador del Japón, el Mikado o Dairi; él es encarnación de la diosa Sol, deidad que rige el universo, hombres y dioses incluidos. Una vez al año le presentan sus respetos los dioses y están alojados un mes en su corte; durante este mes, cuyo nombre significa “sin dioses”, no se frecuentan los templos porque no están allí, según creen. El Mikado asume en sus declaraciones oficiales y decretos, y su pueblo así lo considera, el título de “deidad manifestada o encarnada” y él reclama autoridad general sobre los dioses del Japón. Por ejemplo, en un decreto oficial del año 646, el emperador es descrito como “oí dios encarnado que gobierna el universo”.

La siguiente descripción del modo de vivir del Mikado fue escrita hace unos doscientos años. “Actualmente aun los príncipes descendientes de esta familia, y más particularmente el que se sienta en el trono, son considerados como las personas más sagradas por sí mismas y a modo de papas por nacimiento. Con objeto de conservar estas ideas tan convenientes en la mente de sus súbditos, aquéllos están obligados a tomarse un cuidado extraordinario con sus propias y sagradas personas y a hacer cosas tales que, enjuiciadas de acuerdo con las costumbres de otras naciones, serían ridículas e impertinentes. No estará mal dar algunos ejemplos de esto. Él piensa que sería muy perjudicial a su dignidad y santidad tocar el suelo con sus pies, y por esta razón, cuando quiere ir a cualquier sitio, debe ser transportado a hombros de un lado para otro. Mucho menos puede consentir en exponer su sagrada persona al aire libre, y el sol no es digno de iluminar su cabeza. Tal es la santidad que se achaca a todas las partes de su cuerpo que no se arriesga a corlarse el pelo, ni las barbas, ni las uñas. Sin embargo, y a menos de estar cada vez más sucio, se necesita que le limpien por la noche, cuando él está dormido; porque dicen ellos que lo que se recoja de su cuerno en estas horas, se le roba y, como es un robo, no perjudica a su dignidad o santidad. En tiempos antiguos estaba obligado a sentarse en el trono durante varias horas todas las mañanas, con la corona imperial puesta sobre la cabeza y a quedar inmóvil, semejante a una estatua, sin mover mano ni pie, ni la cabeza, ni los ojos, ni en absoluto parte alguna de su cuerpo pues mediante esto se pensaba que podría conservar la paz y tranquilidad en su imperio; si desgraciadamente se movía o tendía una mirada en cualquier dirección de sus dominios, estallaría la guerra, el hambre, ]qs incendios o alguna otra catástrofe pronta a desolar el país. Habiéndose descubierto mucho después que la corona imperial era el paladión que con su inmovilidad conservaba la paz en el imperio para librar del cargante deber su persona imperial, consagrada solamente a los placeres y la ociosidad, se pensó en el expediente actual de colocar la corona sobre el trono todas las mañanas durante unas horas. Sus comidas son aderezadas cada vez en cacharros nuevos y servidas en mesa y platos nuevos: todo está muy limpio y primoroso, pero hecho de loza ordinaria, pues sin un considerable gasto no podrían abandonarse o romperse después de haber servido una sola vez. Generalmente rompían todos los cacharros, temiendo que pudieran llegar a manos de cualquier inadvertido, porque creían religiosamente que si cualquier lego se atreviera a comer en aquella vajilla sagrada, se le hincharían, abrasadas, boca y garganta. El mismo temor a que sobrevinieran males se tenía de las vestiduras sagradas del Dairi; se creía que al lego que, se vistiera con ellas, sin permiso o mandato expreso del emperador, le ocasionarían hinchazón y dolores en todo el cuerpo”. Sobre el mismo tema dice un relato antiguo del Mikado: “Se consideraba como una bochornosa degradación para él, que tocara el suelo con los pies. No se permitía que diesen en su cabeza los rayos del sol o de la luna. Ninguna de las superfluidades de su cuerpo podía quitarse nunca, ni cortarse el pelo, la barba o las uñas. Se le aliñaban y servían las comidas en vajilla que servía solamente una vez”.

Se encuentran sacerdotes o, mejor aún, reyes divinos parecidos, en un nivel poco más bárbaro, en la costa oeste de África. En Punta Tiburón, cerca de Cabo Padrón, en la Guinea baja, vive solitario en el bosque el rey sacerdotal Kukulu. No puede tocar a una mujer ni dejar su casa, ni aun levantarse de la silla, en la cual tiene que dormir sentado, pues si se tumbase no se levantaría ningún viento y la navegación quedaría parada. Regula las tormentas y en general mantiene en estado salutífero y uniforme la atmósfera. En Monte Agu, en el Togo, vive un fetiche o espíritu llamado Bagba que tiene mucha importancia para el conjunto del país de los alrededores. Se le adscribe el poder de dar o retener la lluvia y es el señor de los vientos, inclusive del harmattan, viento caliente y seco que sopla del interior. Su sacerdote mora en una casa sobre el más alto pico de la montaña, donde guarda los vientos en unas vasijas enormes. Se le solicita además para que llueva, y él hace buen negocio con amuletos que consisten en colmillos y quijadas de leopardos. Aunque su autoridad es grande y él es el verdadero jefe del país, en realidad la ley del fetiche le prohibe dejar la montaña nunca y debe vivir hasta su muerte en la cúspide. Solamente una vez al año puede bajar a hacer sus compras en el mercado, pero aun entonces no debe entrar en la choza de ningún mortal y deberá volver a su lugar de exilio el mismo día. Los asuntos del gobierno en las aldeas son llevados por jefes subordinados suyos y nombrados por él. En el reino africano occidental del Congo había un pontífice supremo denominado Chitóme o Chitombé a quien los negros trataban como un dios en la tierra y todopoderoso en el cielo. De consiguiente, antes de probar las nuevas cosechas le ofrecían las primicias, temiendo que caerían sobre ellos múltiples desgracias si rompían esta ley. Cuando dejaba su residencia para visitar otros lugares de su jurisdicción, toda la gente observaba estricta continencia mientras estuviera en su excursión, por suponer que un acto de incontinencia le sería fatal. Y si se moría de muerte natural, creían que el mundo perecería y la tierra, que solamente está sostenida por su mérito y poderío, sería aniquilada inmediatamente. Entre las semibárbaras naciones del Nuevo Mundo, en la época de la conquista española se encontraron jerarquías o teocracias semejantes a la del Japón; en particular, el gran pontífice de los zapotecas parece haber presentado un estrecho paralelo con el Mikado. Era un poderoso rival del rey y este señor espiritual gobernaba Yopaa, una de las ciudades más grandes e importantes del reino, con absoluto imperio. Es imposible, se nos dice, exagerar la reverencia en que se le tenía. Era considerado como un dios a quien la tierra no tenía méritos para sostener ni el sol para brillar sobre él. Profanaba su santidad tan sólo tocando el suelo con el pie. Los oficiales que llevaban su palanquín al hombro eran miembros de las familias más distinguidas; difícilmente se dignaba mirar a nadie de los que le rodeaban y todo el que le encontraba caía con la cara en tierra temiendo que la muerte le llegaría si miraba siquiera a su sombra. Los sacerdotes zapotecas tenían ordinariamente una regla de continencia impuesta especialmente sobre el gran pontífice, pero “en ciertos días del año, que se celebraban generalmente con banquetes y bailes, era costumbre que el gran pontífice se emborrachase, y estando en este estado, creyendo que no pertenecía ni al cielo ni a la tierra, le traían una de las más bellas vírgenes de las consagradas al servicio de los dioses”. Si la criatura que nacía después era niño, le exaltaban a príncipe de la sangre y el hijo mayor de todos sucedía a su padre en el trono pontifical. Los poderes sobrenaturales atribuidos a este pontífice no están especificados, aunque es probable que recordaran a los del Mikado y Chitóme.

Siempre que, como en el Japón y en África occidental, se imagina que el orden natural y hasta la existencia del mundo están ligados a la vida del rey o sacerdote, claro es que éste será considerado por sus súbditos como un manantial de bendiciones infinitas o de infinitos daños. El pueblo tiene que estarle agradecido por la lluvia o el tiempo soleado que nutre los frutos del suelo; por el viento que trae los barcos a sus costas y hasta por el innoble suelo que les sustenta. Pero lo que él da, puede rehusarlo, y tan estrecha es la dependencia de la naturaleza a su persona, tan delicado el equilibrio de fuerza de las que es el centro que la menor irregularidad por su parte provoca un terremoto que hace temblar la tierra en sus cimientos. Y si puede ser perturbada la tierra por el más fútil acto involuntario del rey, fácil es pensar la convulsión que podría provocar su muerte. La muerte natural del Chitóme, como lo hemos visto ya, supone la destrucción de todo. Evidentemente, y en consideración a su propia seguridad, como puede estar expuesto al peligro por un acto irreflexivo del rey y más todavía por su muerte, el pueblo exigirá de su rey o sacerdote una estricta conformidad con aquello cuyo cumplimiento se cree necesario para su propia conservación y en consecuencia para la conservación de su pueblo y del mundo. La razón de ser de las despóticas monarquías primitivas, en las que el pueblo existía solamente para el soberano, es totalmente inaplicable a las que aquí estamos tratando. Por el contrario, en éstas solamente vive el monarca para sus súbditos; su vida es valiosa solamente en tanto que cumpla los deberes de su posición ordenando los eventos naturales para el beneficio de su pueblo. Tan pronto como deja de hacerlo así, el esmero en servirle, la devoción, el homenaje religioso que el pueblo entonces le prodigo, se torna en odio y desprecio, le destrona ignominiosamente y podrá agradecer si escapa con vida. Adorado un día como dios, es muerto al siguiente como criminal. Pero en esta conducta cambiante del pueblo no hay nada caprichoso o inconsecuente; por el contrario, es rectilínea. Si su rey es dios, a él deben confiar su defensa, y si no la acepta, debe dejar el puesto a otro que la asuma. Sin embargo, mientras responda a sus esperanzas, no limitan los cuidados que con él tienen y los que le obligan a tomar por sí mismo. Un rey de este género vive acosado por una etiqueta ceremonial, una red de prohibiciones y observancias cuya intención no es contribuir a su dignidad ni mucho menos a su comodidad, sino constreñirle contra una conducta que, perturbando la armonía de la naturaleza, pudiera envolver a él, a su pueblo y al universo en una catástrofe general. Lejos de aumentar su comodidad, estas observancias entorpecen todas sus acciones, aniquilan su libertad y con frecuencia su propia vida, cuyo objeto es conservarla, convirtiéndola en carga penosa y triste.

De los reyes de Loango, dotados sobrenaturalmente, se dice que el más poderoso de ellos es el que más tabús se ve obligado a obedecer: regulan todas sus acciones, su paseo y su descanso, su comida y su bebida, su sueño y su vigilia. A estas restricciones está sujeto desde su infancia el heredero del trono y según va teniendo más edad, va creciendo cada vez más el número de abstinencias y ceremonias que cumple “hasta el momento de ascender al trono, en que se pierde en el océano de los ritos y tabús”. En el cráter extinguido de un volcán, encerrado por todos lados por laderas frondosas, se encuentran las desperdigadas chozas y campos de ñame de Riabba, capital del rey nativo de Fernando Poo. Este misterioso ser vive en lo más recóndito del cráter, acompañado por un harén de cuarenta mujeres y cubierto, se dice, con monedas antiguas de plata. Salvaje desnudo como es, aún ejerce más influencia en la isla que el gobernador español de Santa Isabel. En él está encarnado, o algo así el espíritu de los bubis o habitantes aborígenes de la isla. No ha visto nunca la cara de un hombre blanco y según la firme convicción de todos los bubis, la vista de un “cara pálida” le causaría la muerte instantánea. No puede ir a ver el mar; en verdad se cuenta que jamás lo vio ni aún a distancia y que por esto lleva toda su vida unos grilletes en las piernas dentro de la penumbra crepuscular de su choza. Ciertamente, nunca ha puesto sus pies en la playa y a excepción de su mosquete y cuchillo no usa nada que venga de los blancos; telas europeas no tocan persona y desdeña el tabaco, el ron y hasta la sal.

Entre los pueblos de la Costa de los Esclavos y de habla ewe, “el rey es al mismo tiempo gran sacerdote. En esta calidad, particularmente en tiempos antiguos, era inabordable para sus súbditos. Solamente por la noche le era permitido salir de su morada con objeto de bañarse y realizar las demás necesidades naturales. Nadie sino su representante, el llamado rey visible, con tres ancianos escogidos, podía hablar con él y aun así, tenían que hacerlo sentados de espaldas a él sobre una piel de buey. No podía mirar a ningún europeo ni caballo, ni mirar al mar, razón por la cual no le estaba permitido ausentarse de su capital ni un solo momento. Estas leyes fueron derogadas en época reciente”. El mismo rey de Dahomey está sujeto a la prohibición de contemplar el mar y lo mismo sucede con los reyes de Loango y Gran Ardra, en Guinea. El mar es el fetiche de los eyeos, en el noroeste del Dahomey, y ellos y su rey están amenazados con la muerte por los sacerdotes si se atreven a mirarlo. Se cree que el rey de Gayor, en Senegal, moriría infaliblemente dentro del año si cruzase un río o brazo de mar. En Mashonalandia hasta época reciente los jefes no podían cruzar ciertos ríos, particularmente el Rurikwi y el Nyadiri; la costumbre era observada estrictamente al menos por un jefe en estos últimos años. “A ningún precio querrá cruzar el río el jefe. Si le es absolutamente necesario hacerlo, le vendan los ojos y le cruzan la corriente disparando tiros y cantando. Si él lo cruzara andando, quedaría ciego o moriría; de todos modos perdería la jefatura”. También en el sur de Madagascar, entre los mahafalys y sakalavos, está prohibido a algunos reyes navegar en el mar o cruzar ciertos ríos. Entre los sakalavos el jefe está considerado como un ser sagrado, pero atraillado por una multitud de restricciones que rigen su conducta lo mismo que la del emperador de la China. No puede intentar hacer nada, sea lo que sea, a menos que los hechiceros declaren favorables los presagios; no puede comer nada caliente y en ciertos días no puede salir de su choza, y así otras cosas. En algunas de las tribus montañesas del Asam, el jefe y su mujer tienen que observar muchos tabús respecto a los alimentos; no deben comer búfalo, cerdo, perro, gallina ni tomates. El jefe será casto, marido de una sola mujer, de la que se separa la víspera de una observancia general o pública de tabú. En un grupo de tribus, al jefe le está prohibido comer en pueblo forastero y bajo ninguna provocación, sea la que sea, pronunciará una sola palabra de denuesto. Seguramente imagina la gente que la violencia de cualquiera de estos tabús por un jefe, atraerá la desgracia sobre toda la aldea.

Los antiguos reyes de Irlanda, así como los reyes de las cuatro provincias de Leinster, Munster, Ulster y Connaught, estaban coartados por ciertas prohibiciones curiosas o tabús de cuya debida observancia suponían que dependía la prosperidad de la población del país tanto como la suya propia. Así, por ejemplo, no debería levantarse el sol sobre el reino de Irlanda antes que el rey se levantara de su lecho en Tara, la antigua capital de Erín. Le estaba prohibido apearse del caballo en día miércoles en el Magh Breagh, cruzar Magh Cuillinn después del atardecer, espolear su caballo en Fan Chomair, ir embarcado en lunes después del Bealltaine (día mayo) y dejar huellas de su ejército sobre Ath Maighue el martes después de “todos los santos”. El rey de Leinster no podía rodear Tuath Laighean por la izquierda en día miércoles ni dormir entre el Dothair (Dodden) y el Duibhlinn con la cabeza inclinada a un lado, ni acampar nueve días seguidos en las llanuras de Cualann, ni viajar por el camino de Duibhlinn en lunes, ni montar caballo enlodado y de patas negras cruzando Magh Mainstean. Al rey de Munster le estaba prohibido divertirse en la fiesta de Loch Lein de un lunes al lunes siguiente, banquetear de noche en el principio de la siega ante Geim en Leitreacha; acampar por nueve días sobre el Siuir y tener una reunión fronteriza en Gabhran. Al rey de Connaught se le prohibía terminar un tratado respecto a su antiguo palacio de Cruachan después de hacer la paz en día de todos los santos, ir con ropa moteada sobre un caballo pío al brezal de Dal Chais, acudir a una asamblea de mujeres en Seaghais, sentarse en otoño sobre los montones sepulcrales de la mujer de Maine, contender corriendo sobre caballo gris y tuerto en concurso entre dos postes en At Gallta. Al rey de Ulster le estaba impedido ir a la feria de caballos de Rath Line entre los jóvenes de Dal Araidhe, escuchar los cantos de las bandadas de pájaros de Linn Saileach después de la puesta del sol, celebrar la fiesta del toro de Dairemie-Daire, ir a Magh Cobha en el mes de marzo y beber del agua de Bo Neimhidh entre dos luces o en el crepúsculo. Si los reyes de Irlanda cumplían estrictamente éstas y otras muchas costumbres más, que estaban en uso desde tiempo inmemorial, se pensaba que no tendrían nunca mala suerte o desgracia y vivirían noventa años sin conocer los achaques de la vejez; que ninguna epidemia o mortandad sobrevendría en su reinado y que las estaciones del año serían favorables y la tierra rendiría cosechas en abundancia; mientras que si abandonaban los usos antiguos, el país sería visitado por el hambre, las plagas y los malos tiempos.

Los reyes de Egipto fueron adorados como dioses y la rutina de su vida diaria estaba regulada en todos los detalles por reglas precisas e invariables. “La vida de los reyes de Egipto —dice Diodoro— no era semejante a la de otros monarcas que son irresponsables y pueden hacer lo que quieran; por el contrario, todas las cosas estaban fijadas para ellos mediante leyes, y no solamente sus deberes oficiales sino aun los detalles de su vida diaria. . . Las horas, lo mismo del día que de la noche, fueron coordinadas para lo que tenía que hacer el rey, no lo que a él le gustase, sino lo que estaba prescrito para él… No sólo tenía su horario para las tramitaciones de los negocios públicos o sentarse a enjuiciar, sino todas las horas, para sus paseos, su baño y acostarse para dormir con su mujer y, resumiendo, para todos los actos de su vida todo estaba establecido. La costumbre le prescribía una comida sencilla; la única carne que podía comer era de ternera y solamente podía beber una determinada cantidad de vino”. Además, hay razones para creer que estas reglas fueron observadas no sólo por los antiguos faraones, sino por los reyes sacerdotales que reinaron en Tebas y Etiopía a finales de la dinastía xx.

De los tabúes impuestos a los sacerdotes podemos hallar un ejemplo notable en las reglas de vida prescritas para el Flamen Dialis de Roma, al que se le interpretaba como imagen viviente de Júpiter o encarnación humana del espíritu celestial. Eran así: el Flamen Dialis no podía montar a caballo ni aun tocar uno siquiera, ni mirar tropas bajo las armas; no podía llevar ningún brazalete que no estuviera roto, ni tener un nudo en ninguna parte de sus vestidos. Ningún fuego, salvo un fuego sagrado, podía tomarse de su casa, ni tocar harina de trigo o pan con levadura; no podía tocar ni aun nombrar a una cabra, perro, carne cruda, habas y yedra, ni reposar bajo una parra; los pies de su cama tenían que estar embadurnados de barro; su cabellera sólo podía cortarla un hombre libre y con cuchillo de bronce; los recortes de sus uñas y pelo debían ser enterrados bajo un árbol afortunado (fasto). No debía tocar un cadáver en ningún lugar donde fueran a enterrar un muerto, ni ver trabajar si era día santo, ni estar descubierto al aire libre. Si metieran en su casa a un hombre maniatado, tenían que desatarle y tirar las cuerdas por un agujero del techo para que cayeran en la calle. Su mujer, la Flamínica, tema que observar aproximadamente las mismas reglas y además otras propias para ella: no podía subir más de tres escalones de la clase de escalera llamadas griegas y en un festival especial se le impedía llevar peinados sus cabellos. La suela de sus zapatos no podía ser hecha de un animal que hubiera muerto por enfermedad o vejez, sino matado o sacrificado.

Entre los grebos de Sierra Leona hay un pontífice que lleva el título de bodia y que ha sido comparado por sutiles razones con el gran sacerdote de los judíos. Se le nombra de acuerdo con un mandato del oráculo. En una ceremonia de instalación muy complicada, le ungen, le ponen una ajorca en el tobillo como insignia de su puesto y rocían las jambas de su puerta con la sangre de una cabra sacrificada. Tiene a su cargo los talismanes públicos y los ídolos, que él alimenta con arroz y aceite todas las lunas nuevas; hace sacrificios a los muertos y a los demonios en bien de la ciudad. Nominalmente su poderío es muy grande mas en la práctica está muy limitado, pues no se atreve a arrostrar la opinión pública y es responsable, aun con su vida, de cualquier calamidad que caiga sobre el país. De él se espera que pueda obligar a la tierra a traer abundantes productos: que el pueblo goce de buena salud y que la guerra se mantenga alejada y las brujerías sean tenidas a raya. Su vida está enredada entre prescripciones de ciertos tabús o restricciones Así, no puede quedarse a dormir en ninguna casa más que en su residencia oficial, que llaman “la casa ungida” por alusión a la ceremonia hecha en la inauguración. No puede beber agua en los caminos. No puede comer mientras haya un cadáver en la ciudad y no debe tampoco observar duelo por el fallecido. Si mucre mientras ocupa el puesto, debe ser enterrado a medianoche; pocos deben ser los que se enteren de su fallecimiento y nadie debe lamentar su muerte cuando se haga pública. Si muriese víctima de una ordalía por veneno, bebiendo un cocimiento de madera de sassy, entonces sería inhumado bajo las aguas de un torrente.

Entre los todas de la India meridional, el vaquero sagrado, que actúa como sacerdote de la vaquería sagrada, está sujeto a una serie variada de restricciones enojosas y pesadas durante todo el tiempo de sus obligaciones, que puede durar muchos años. Por ejemplo, vivirá en la vaquería santa y nunca visitará su casa ni ninguna otra aldea corriente. Será célibe, y si casado, tendrá que abandonar a su esposa. Ninguna persona corriente puede tocar al vaquero santo ni a la santa vaquería; tal contacto podría macular su santidad hasta hacerle perder su ocupación. Sólo dos días a la semana, generalmente lunes y jueves, puede un profano aproximarse algo al vaquero; los demás días, si tiene algún negocio que despachar con él, se colocará a distancia (algunos dicen que a 400 metros) y le dirá su recado en alas del espacio, a voces. Además, el vaquero sagrado no se cortará el pelo ni tampoco las uñas mientras conserve su puesto. No cruzará un río por el puente, sino vadeándolo, y sólo por ciertos vados. Si en su clan muere alguien, él no puede asistir a ninguna de las ceremonias funerales a menos que primeramente dimita de su cargo y descienda del excelso rango del vaquero al de un cualquiera y vulgar mortal. Indudablemente parece ser que en épocas antiguas tenía que entregar la firma, por no decir los cubos del oficio, siempre que algún miembro de su clan se despedía de la vida. Sin embargo, estas pesadísimas restricciones han sido relegadas por completo, quedando impuestas solamente a los de clase muy eximia.

La rama dorada, capítulo XVII

Los peligros del alma

James George Frazer –

1. EL ALMA COMO MANIQUÍ

Los anteriores ejemplos nos demuestran que el oficio de rey sagrado o sacerdote está frecuentemente circundado de una serie de pesadas restricciones o tabús, cuyo principal propósito parece ser preservar la vida del hombre divino para el bien de su pueblo. Pero si el objeto de los tabús es defender su vida, surge la pregunta: ¿cómo se supone que esta observancia realiza su fin? Para comprender esto, debemos conocer la naturaleza del peligro que amenaza la vida del rey y cuál es la finalidad de estas curiosas restricciones protectoras. Por consiguiente, nos preguntamos: ¿Qué entiende por muerte el hombre primitivo? ¿A qué causas la atribuye? ¿Cómo piensa poder defenderse contra ella?
Así como el salvaje comúnmente explica los procesos de la naturaleza inanimada suponiéndolos producidos por seres vivos que obran dentro o detrás de los fenómenos, del mismo modo se explica los fenómenos de la vida misma. Si un animal vive y se mueve, piensa él, sólo puede hacerlo porque tiene dentro un animalito que le mueve; si un hombre vive y sé mueve sólo puede hacerlo porque tiene dentro un hombrecito o animal que le mueve. El animalito dentro del animal y el hombre dentro del hombre es el alma. Y como la actividad de un animal u hombre se explica por la presencia del alma, así la quietud del sueño o de la muerte se explican por su ausencia, temporal en el sueño o “trance” y permanente en la muerte. Por esto, si la muerte es la ausencia permanente del alma, el procedimiento para guardarse de ella será impedir que el alma salga del cuerpo, o bien, si ha salido, asegurar su regreso. Las precauciones que adoptan los salvajes para garantizarse uno u otro de estos fines, toman la forma de prohibiciones especiales o tabús, que no son otra cosa que reglas destinadas a asegurar la presencia continua o el retorno del alma. Concretando, son salvavidas o guardavidas. Estas generalizaciones las ilustraremos con algunos ejemplos.

Un misionero europeo, dirigiéndose a unos negros australianos, les dijo: “Yo no soy uno, como ustedes piensan, sino dos”. Al oír esto, se rieron. “Pueden reírse lo que gusten —continuó el misionero—; yo les digo que soy dos en uno: este cuerpo grande que ven, es uno; dentro hay otro pequeñito que no es visible. El cuerpo grande muere y es enterrado, pero el cuerpo pequeño vuela y se aleja cuando el grande muere.” A esta relación algunos de los negros replicaron asintiendo: “Sí, sí. Nosotros también somos dos; nosotros también tenemos un cuerpecito dentro del pecho.” Cuando les preguntó adonde se iba el cuerpecito después de la muerte, unos dijeron que al bosque, otros que al mar y uno contestó que no lo sabía. Los indios hurones pensaban que el alma tenía cabeza, cuerpo, brazos y piernas; concretando, que era un pequeño modelo completo del hombre. Los esquimales creen que “el alma presenta la misma figura que el cuerpo del hombre a quien pertenece, pero es de una naturaleza más sutil y etérea”.

Según los indios nootkas, el alma tiene la forma de un hombre diminuto; su morada es la coronilla de la cabeza. Mientras está derecho su propietario se conserva sano y robusto, pero cuando por alguna causa pierde su posición erguida, el propietario pierde el sentido. Entre las tribus indias del río Bajo Fraser, se dice que el hombre tiene cuatro almas, de las cuales la principal es de la forma de un maniquí mientras las otras tres son sombras de ella. Los malayos conciben el alma humana como un hombrecito, la mayoría de las veces invisible, del tamaño de un dedo, correspondiendo en figura, proporciones y hasta en el color de la tez al hombre en cuyo cuerpo reside Este maniquí es de una naturaleza tenue e insubstancial, aunque tan impalpable que no pueda causar desplazamiento cuando entra en un objeto físico, y puede volar rápidamente de un sitio a otro; está temporalmente alejado del cuerpo en el sueño, en el “trance” y en las enfermedades, y permanentemente ausente después de morir.

Tan exacto es el parecido del maniquí al hombre, es decir, del alma al cuerpo, que así como hay cuerpos gordos y flacos, también hay almas gordas y flacas, y así como hay cuerpos pesados y ligeros, grandes y chicos, también hay almas pesadas y ligeras, grandes y pequeñas. Las gentes de Nías piensan que a todo hombre antes de nacer le preguntan cómo le gusta de grande y pesada el alma, y según el peso o tamaño que desea, así la miden para él. El alma más pesada que se ha dado, pesa cerca de diez gramos. La longitud de la vida de un hombre está proporcionada al tamaño de su alma; por eso los niños que mueren tienen almas pequeñas. La concepción vitiana del alma como un ser humano minúsculo se aclara en la costumbre observada, a la muerte del jefe, entre los de la tribu Nakelo.

Cuando muere un jefe, unos hombres que son enterradores hereditarios le llaman cuando yace ungido y ornado sobre esterillas, diciéndole: “Levántese, señor jefe, y marchemos. Ha amanecido ya sobre el país.” Después lo llevan a la orilla del río, donde el botero espiritual llega para cruzar el río a los espíritus de los nakelo. Como ellos atienden al jefe en su última jornada, ponen sus grandes abanicos junto al suelo para protegerle, pues como uno de ellos explicó a un misionero, “su alma es un niño pequeño”. Las gentes del Punjab se tatúan creyendo que al morir, el alma, “hombrecito o mujercita” dentro del mortal armazón irá íntegro al cielo, blasonado con los mismos tatuajes que adornaron su cuerpo en vida. Algunas veces, sin embargo, y como ya veremos, se ha imaginado que el alma humana no tiene forma humana, sino animal.

2. AUSENCIA Y RETORNO DEL ALMA

Es general suponer que el alma se escapa por las aberturas naturales del cuerpo, especialmente la boca y la nariz. Por eso en Célebes colocan en ocasiones en la nariz del hombre enfermo, en su ombligo y en los pies, unos anzuelos de tal modo que si el alma intenta escapar pueda quedar enganchada y sujeta con firmeza. En el río Baram, de Borneo, un turik rehusó ceder unas piedras de forma de anzuelos porque ellas, como quien dice, tenían enganchada su alma al cuerpo evitando así que su parte espiritual llegara a separarse de la material. Cuando un hechicero o curandero dayako marino es iniciado, se supone que sus dedos han sido provistos de anzuelos con los que después capturará el alma humana en el acto de escaparse volando, para devolverla al cuerpo del paciente. Pero los anzuelos, claro es, pueden usarse para capturar las almas tanto de los enemigos como de los amigos. Conforme a este principio los cazadores de cabezas de Borneo cuelgan grandes ganchos de madera junto a los cráneos de sus enemigos, en la creencia de que esto les ayudará en sus futuras expediciones para traer y colgar nuevas presas. Uno de los utensilios de un curandero haida es un hueso ahuecado en el que embotella las almas que se escapan para devolverlas a sus respectivos dueños. Cuando alguien bosteza o estornuda en su presencia, los hindúes castañetean siempre los dedos creyendo que esto impedirá, a aquél que se le salga el alma por la boca abierta. Los naturales de las islas Marquesas cerraban la boca y la nariz del agonizante en la creencia de que le mantendrían vivo si evitaban que se le escapase el alma; costumbre idéntica se cuenta de los neocaledonios y con el mismo designio, los bagobos filipinos ponen anillas de alambre de latón en las muñecas y tobillos de sus enfermos. Por otra parte, los itonamas de América del Sur sellan los ojos, la nariz y la boca de un agonizante, para que su espíritu no se marche y arrastre a otros espíritus y por razón parecida, las gentes de Nías que temen a los espíritus de los recién fallecidos y los identifican con el aliento, procuran confinar el alma vagante en su tabernáculo terrenal, ocluyendo las narices o cerrando la mandíbula del cadáver con una atadura. Antes de dejar un cadáver, los wakelbura de Australia acostumbran a colocarle carbones encendidos en las orejas con el fin de retener al espíritu en el cuerpo, para tener el tiempo suficiente de alejarse y que el espíritu no llegase a alcanzarlos cuando saliera. En la parte sur de Célebes, para evitar la evasión del alma de una parturienta, la comadrona ata una faja todo lo más fuerte posible alrededor del cuerpo de la paciente. Los minagkabauers de Sumatra observan una costumbre parecida: sujetan alrededor de las muñecas o lomos de la parturienta una madeja de hilo o una cuerda, para que cuando el alma intente marcharse durante el parto, encuentre obstruida la salida. Y por miedo a que el alma de un niño escape y se pierda cuando nace, los alfures de Célebes, en cuanto va a haber algún nacimiento, tienen cuidado de cerrar todas las aberturas de la casa. incluso el agujero de la llave, y ocluyen cuidadosamente los huecos y hendiduras de las paredes; también cierran con ataduras las bocas de todos los animales que hay dentro y fuera de la casa, temiendo que alguno de ellos pueda tragarse el alma del niño. Por razones parecidas, todas las personas presentes en la casa, hasta la misma madre, están obligadas a mantener la boca cerrada todo el tiempo que dura el parto. Cuando se preguntó por qué no tienen también cerradas las narices temiendo que el alma del niño se meta en alguno de ellos, la respuesta fue que, siendo el aliento inhalado tanto como exhalado por los agujeros de la nariz, el alma sería expelida antes de que pudiera establecerse dentro. Las expresiones populares del lenguaje de los pueblos civilizados, tales como tener el corazón en la boca o el alma en los labios o en la nariz muestran cuán natural es la idea de que la vida o el alma pueda escapar por la boca o la nariz.

Muchas veces conciben el alma como un pájaro presto al vuelo. Esta idea ha dejado probablemente vestigios en la mayoría de los lenguajes y persiste como metáfora en poesía. Los malayos exteriorizan de muchas maneras extrañas el concepto del alma-ave. Si el alma es un ave que vuela, puede ser atraída por el arroz e impedir así que se marche o conseguir que vuelva de su peligroso vuelo.
Así, en Java, cuando se pone a una criatura por primera vez en el suelo (momento que la gente inculta considera especialmente peligroso), la colocan en un gallinero y la madre cloquea como si estuviera llamando a las gallinas, y en Sintang, Borneo, cuando cualquier persona, sea hombre, mujer o niño, cae de una casa o de un árbol y es traída a su hogar, su mujer o cualquier otra parienta corre tan rápido como puede al lugar donde acaeció el accidente y esparce arroz coloreado de amarillo mientras pronuncia: “¡Clo, clo, clo! ¡Alma, fulanito ha vuelto ya a casa! ¡Clo, clo, clo! ¡Alma!” Después reúne el arroz y lo recoge en una cesta, lo trae al paciente y deja caer los granos sobre su cabeza o su mano, repitiendo: “¡Clo, clo, clo! ¡Alma!” La finalidad de esto es evidentemente atraer al alma-ave vagabunda y reinstalarla en la cabeza de su dueño.

El alma de un durmiente se supone que, de hecho, se aleja errante de su cuerpo y visita los lugares, ve las personas y verifica los actos que él está soñando. Por ejemplo, cuando un indio del Brasil o Guayanas sale de un sueño profundo, está convencido firmemente de que su alma ha estado en realidad cazando, pescando, talando árboles o cualquiera otra cosa que ha soñado, mientras todo ese tiempo su cuerpo estuvo tendido e inmóvil en su hamaca. Un poblado bororo entero se sintió presa del pánico y estuvo a punto de ser abandonado porque alguien soñó haber visto a los enemigos aproximarse sigilosamente. Un indio macusi de quebrantada salud que soñó que su patrón le había hecho subir la canoa por una serie de torrenteras dificultosas, a la mañana siguiente fe reprochó amargamente su falta de consideración a un pobre inválido al hacerle esforzarse durante la noche. Los indios del Gran Chaco cuentan relatos increíbles como cosas que ellos han visto y oído; por eso los forasteros que no les conocen íntimamente, en su ligereza, tachan a estos indios de embusteros. En realidad, los indios están firmemente convencidos de la verdad de sus relatos, pues esas maravillosas aventuras son sencillamente lo que sueñan y no saben distinguirlo de lo que en realidad les sucede estando despiertos.

La ausencia del alma en el sueño tiene sus peligros, pues si por alguna causa queda detenida permanentemente fuera del cuerpo, la persona privada así del principio vital, morirá. Hay la creencia germánica de que el alma escapa de la boca de un durmiente en forma de ratón blanco o de pajarito y que el impedir la vuelta del ave o del animalito sería fatal para él. Por eso, en Transilvania dicen que no se debe dejar dormir a un niño con la boca abierta, pues su alma se deslizará fuera en figura de ratón y el niño no se levantará más. Son muchas las causas que pueden detener el alma de Los dormidos; así, por ejemplo, su alma puede encontrarse con la de otro dormido y pelear las dos almas. Si un negro guineo se despierta por la mañana con los huesos doloridos, piensa que su alma ha recibido una paliza de otra alma mientras dormía. También puede encontrarse con el alma de uno que acaba de morir y arrebatarla; por eso en las islas Arú los habitantes de una casa no duermen allí la noche después de la muerte de alguno de ellos, porque el alma del difunto se supone todavía en la casa y temen encontrarla en el sueño. También el alma del durmiente puede verse imposibilitada de tornar a su cuerpo por un accidente o fuerza física. Cuando un dayako sueña que ha caído al agua supone que este accidente ha ocurrido en realidad y manda buscar al hechicero para que pesque al espíritu con una red de mano en una jofaina, y después de conseguirlo, lo devuelve a su propietario. Los santals cuentan de un hombre que se quedó dormido y teniendo cada vez más sed, su alma en forma de lagarto dejó el cuerpo y entró en una jarra de agua para beber. En aquel momento aconteció que el dueño de la jarra la tapó y como el alma no pudo volver al cuerpo, el hombre murió. Mientras sus amigos estaban preparándose para enterrar el cadáver, alguien destapó la jarra para coger agua, el lagarto escapó y retornó al cadáver, que inmediatamente revivió. Él dijo que había caído en un pozo por coger agua, que había encontrado dificultades para salir y que acababa de volver; así lo comprendieron todos.

Es una regla general entre las gentes primitivas no despertar a un dormido, porque su alma está ausente y pudiera no tener tiempo de regresar; si lo hace, el hombre despierta sin alma y caerá enfermo. Si es absolutamente necesario despertar a alguien que duerme, deberá hacerse gradualmente para dar tiempo a que el alma retorne. En Matuku, a un vitiano, súbitamente despertado de su siestecilla por alguien que le pisó un pie, se le oyó implorar a su alma para que volviera. Estaba soñando en aquel instante hallarse muy lejos de allí, en Tonga, y fue grande su alarma cuando al despertar encontró su cuerpo en Matuku. La ansiedad de la muerte se retrataba en su rostro por si no lograba inducir a su alma para que cruzara velozmente el mar y regresase a su desamparado alojamiento. El hombre hubiera muerto de terror, quizá, si un misionero no hubiera estado por allí cerca para confortarlo.

Todavía más peligroso, en opinión del hombre primitivo, es cambiar de sitio a un durmiente o alterar su apariencia, pues, si se hace así, cuando regresara podría el alma no encontrar o reconocer su cuerpo, y la persona moriría. Los mínangkabauers juzgan muy inconveniente tiznar o ensuciar la cara del que duerme, pues temen que su alma renuncie a reingresar en un cuerpo así desfigurado. Los malayos patani creen que si pintan la cara a una persona mientras duerme, el alma que ha salido de ella no la reconocerá y seguirá durmiendo hasta que sea lavada la cara. En Bombay se piensa que equivale a un homicidio cambiar el aspecto de un durmiente, como pintarle la cara con diversos colores o poner bigotes a una mujer dormida, pues cuando el alma retorna no reconocería su cuerpo y su propietario moriría.

Mas para que el alma de una persona deje su cuerpo no es necesario duerma. Puede salir también en sus horas de vigilia y entonces la enfermedad, la locura o la muerte serán los resultados. Así, un hombre de la tribu australiana de los wurunjeri estaba tendido exhalando el último aliento porque su alma se había marchado. Un curandero salió en su persecución y cogió al espíritu por la mitad, precisamente cuando estaba a punto de zambullirse en el sol poniente, que es el luminoso troquel de las almas de los muertos en el momento de sumergirse en el mundo subterráneo donde el sol descansa o en el de emerger de él. Habiendo capturado al espíritu vagabundo, el doctor lo trajo dentro de su alfombra de zarigüeya y tendiéndose sobre el agonizante empujó el alma adentro del enfermo, que al cabo de un cierto tiempo revivió. Los karenes de Birmania están en continua ansiedad por si sus almas se alejan de sus cuerpos y dejan morir a sus dueños. Cuando un hombre tiene motivos para temer que su alma está próxima a tomar tan fatal resolución, ejecuta una ceremonia, en la que participa toda la familia, para retenerla o hacerla volver. Se prepara una comida que consiste en gallo y gallina, una clase especial de arroz y un racimo de plátanos. Después el cabeza de familia coge el tazón que usa para la morisqueta y golpeando con él tres veces en lo alto de la escala de mano, dice; “¡Prrruuunn! Vuelve, alma, no tardes en volver. Si llueve, te mojarás; si el sol aprieta, sudarás; te picarán los mosquitos, te chuparán las sanguijuelas, el tigre te devorará, el trueno te aplastará. ¡Prrruuunn! Vuelve, alma. Aquí estarás bien y no te faltará nada. Ven y come resguardada de los vientos y las tormentas”. Después de comer toda la familia, termina la ceremonia atándose todos la muñeca derecha con una sola cuerda que está encantada por un hechicero. De parecida manera, los lolos del suroeste de China (Yunnan) creen que el alma deja al cuerpo en las enfermedades crónicas; en este caso leen una especie de letanía complicada, llamando al alma por su nombre y rogándole que retorne de las montañas, valles, ríos, bosques, campos o de cualquier sitio donde pueda estar errabunda. Al mismo tiempo, ponen en la puerta recipientes con agua, vino y arroz para refresco del espíritu vagabundo y cansado. Cuando la ceremonia ha terminado, atan una cuerda roja en el brazo del enfermo para apersogar el alma, y debe llevar esta cuerda hasta que se caiga por sí sola.

Algunas tribus del Congo creen que cuando un hombre está enfermo, es que su alma ha dejado el cuerpo y está vagando. Se reclama la ayuda del hechicero para capturar al espíritu descarriado y devolverle al inválido. Generalmente el médico declara que ha tenido éxito, cazando el alma en la rama de un árbol. Todo el pueblo sale entonces, acompaña al doctor hasta el árbol y allí se destacan los hombres más fuertes para romper la rama en la que se supone se ha alojado el alma del enfermo. Rota la rama, la traen al pueblo haciendo demostraciones del gran peso que tiene y de la dificultad de su transporte. Cuando llegan con la rama a la choza del enfermo, le levantan y le colocan junto a la rama haciendo el hechicero los conjuros con los que ellos creen que el alma es devuelta a su dueño.

Los batakos de Sumatra atribuyen a la ausencia del alma en el cuerpo las enfermedades, el terror, la languidez y la muerte. Primero prueban llamando por señas a la errante y después la entruchan como a una gallina, desperdigando arroz. Suelen repetir estas frases: “¡Vuelve, oh alma, aunque estés distraída vagando por las selvas o las montañas o en la cañada! Mira que te llamo con un toemba bras, con un huevo del ave rajá moelija, con las once hojas salutíferas. No te detengas, ven derecha aquí; no te detengas en la selva, ni en la montaña, ni en la cañada, pues no puede ser. Ven derechamente a casa”. Una vez, cuando un conocido viajero abandonaba una aldea kayana, temiendo las madres que las almas de sus criaturas pudieran seguirle en su viaje, le trajeron los cajones donde ellas transportan a sus niños y le rogaron que rezase para que las almas de los pequeñuelos se quedasen en los cajones familiares y no se fueran con él al país lejano. En cada cajoncito. había atada una cuerda con un lazo que con el propósito de retener al espíritu vagante se hizo pasar y sujetar un dedo gordezuelo del pequeño, para estar segura cada madre de que la diminuta alma de su hijito no se marcharía a la ventura.

En una leyenda de la India se refiere que un rey transfirió su alma al cadáver de un brahmán y un jorobado traspasó su alma al cuerpo abandonado del rey. El jorobado es ahora rey y el rey es un brahamán. Sin embargo, el jorobado es invitado a demostrar su habilidad transfiriendo su alma al cuerpo muerto de un loro y el rey aprovecha la oportunidad para rescatar la posesión de su propio cuerpo. Un cuento de la misma clase, con variaciones en los detalles, reaparece entre los malayos. Un rey ha transferido incautamente su alma a un mono, lo que el visir aprovecha transpasando diestramente su propia alma al cuerpo del rey y de este modo toma posesión de la reina y del reino, mientras el verdadero rey languidece en la corte bajo su apariencia de mono. Pero un día, el falso rey, que jugaba grandes apuestas, presenciaba un combate de carneros y aconteció que el animal por quien apostaba cayó muerto. Todos los esfuerzos para animarle fueron vanos, mas el falso rey, con verdadero espíritu deportista, transfirió su propia alma al cuerpo del morueco y así reanudó el combate. El auténtico rey desde el cuerpo del mono vio su oportunidad y con gran presencia de ánimo se reintegró a su propio cuerpo que el visir había dejado temerariamente. Así volvió a sí mismo y el usurpador en el cuerpo del carnero encontró la muerte que con tanta justicia merecía. De modo análogo, los griegos cuentan como el alma de Hermotimos de Clazomene acostumbraba a salir de su cuerpo y andar por todos lados enterándose en sus correrías de todo lo que sucedía en las casas de sus amigos, hasta que un día en que su espíritu estaba ausente, sus enemigos urdieron apoderarse del cuerpo inhabitado y lo arrojaron a las llamas.

La marcha del alma no es siempre voluntaria. Puede ser extraída del cuerpo contra su deseo por espíritus, demonios o brujos. Por eso, cuando está pasando un funeral ante la casa, los karenes atan sus criaturas con unos cordones especiales a un lugar determinado, temerosos de que las almas de los niños abandonen sus cuerpos y se entren en el cadáver que conducen. Así están atados hasta que el funeral se halla fuera del alcance de la vista. Y después, cuando el cadáver ha sido depositado en la fosa, pero antes de cubrirlo de tierra, los familiares y amigos se alinean alrededor de la tumba, todos con un bambú hendido a lo largo en una mano y un palo pequeño en la otra; cada cual introduce su media caña en la fosa y arrastrando el palo por la acanaladura del bambú señala a su alma que por aquel camino puede fácilmente saltar fuera de la tumba.

Mientras van echando la tierra, sacan gradualmente los bambúes, temerosos de que las almas que ya estaban subiendo por la canal pudieran ser inadvertidamente arrastradas por la tierra que van arrojando a la fosa. Cuando ya la gente abandona el sitio, se llevan los bambúes y ruegan a las almas que se vayan con ellos. Además, a la vuelta del entierro cada karen se provee de tres pequeños ganchos hechos de ramas de árbol y llamando a su espíritu para que le siga, se va volviendo a cortos trechos y hace un movimiento como si le enganchase, e hinca después el gancho en el suelo. Así impide que el alma del vivo se quede con el alma del muerto. Cuando han enterrado a algún karo-batako y los demás están cubriendo la fosa, una bruja corre alrededor pegando al aire con una vara; lo hace para alejar las almas de los acompañantes, pues alguna de ellas podría escurrirse y caer en la fosa, quedando cubierta por la tierra y muriendo entonces su dueño.

En Uea, una de las islas Lealtad, ha sido atribuido, según creemos, a las almas de los muertos el poder de raptar las almas de los vivos, porque cuando un hombre estaba enfermo, el doctor de almas iba con un gran tropel de hombres y mujeres al cementerio. Allí los hombres tocaban flautas y las mujeres silbaban suavemente para atraer a casa el alma. Después de hacer esto durante un rato, formados en procesión, marchaban hacia la casa, tocando las flautas y silbando las mujeres todo el tiempo mientras conducían de vuelta a la errabunda alma que llevaban con delicadeza todo el camino empujándola suavemente con las palmas de las manos. Cuando entraban en la morada del enfermo, ordenaban al alma con voz al mismo tiempo estentórea e imperativa que penetrara en su cuerpo.

Con frecuencia el plagio del alma de un hombre se achacaba a los demonios. Los espasmos y convulsiones son generalmente atribuidos por los chinos a la intervención de ciertos espíritus perversos que gozan arrancando las almas de los hombres de sus cuerpos respectivos. En Amoy, los espíritus que tratan así a los bebés y niños se alegran con los títulos rimbombantes de “delegados celestiales que cabalgan galopantes bridones” y “literatos graduados, residentes a mitad del camino del cielo”. Cuando un niño se retuerce en convulsiones, la madre aterrorizada se precipita, sube al tejado de la casa y agitando una pértiga de bambú donde ha atado alguna de las ropitas del pequeñuelo, grita varias veces: “Mi pequeño fulanito, vuelve, ven a casa”. Al mismo tiempo, otro habitante de la casa golpea fuerte en un gongo con la esperanza de atraer la atención del alma descarriada, suponiendo que reconocerá su ropa familiar y se meterá en ella; esta ropita, conteniendo ya el alma del niño, se coloca al lado o encima del niño, que si no muere, seguramente se recobrará más pronto o más tarde. De igual modo, algunos indios capturan el alma perdida de un hombre con sus propios zapatos y la restauran al cuerpo calzándoselos.

En las Molucas, cuando un hombre está delicado de salud, se cree que algún diablo se ha llevado su alma al árbol, montaña o colina donde reside. Un brujo señala el lugar del domicilio del diablo y los amigos del enfermo llevan allá arroz cocido, frutas, peces, huevos crudos, una gallina, un pollo, una prenda de seda, oro, brazaletes y otros obsequios parecidos. Después de colocar la comida, rezan: “Venimos a ofrendarte, oh demonio, estas ofrendas de comida, ropas, oro y demás. Tómalas y devuélvenos el alma del enfermo por quien te rezamos. Déjala volver a su cuerpo para que el que ahora está enfermo pueda ponerse bien”. Hecho esto, comen un poco y dejan la gallina desatada como rescate por el alma del paciente; también ponen en el suelo los huevos crudos, pero la ropa de seda, el oro y los brazaletes se los llevan a casa. En cuanto llegan colocan todas las ofrendas que han recogido en una fuente de porcelana, la ponen sobre la cabeza del enfermo y dicen: “Ahora tu alma está redimida, tú lo pasarás bien y llegarás a tener canas”.

Los demonios son especialmente temidos por las personas que acaban de estrenar casa. Por esta razón, en la inauguración de una casa de los alfures de Minahassa, de Célebes, el sacerdote ejecuta una ceremonia con el propósito de reinstalar sus almas a los moradores. Cuelga un saco en el lugar de los sacrificios y después repasa una larga lista de dioses que tiene que estar toda la noche recitando sin cesar. Por la mañana ofrece a los dioses un huevo y algo de arroz. Durante este tiempo se supone que las almas de los dueños de la casa se han reunido en el saco, así que el sacerdote lo coge y sosteniéndolo sobre la cabeza del dueño de la casa, dice: “Aquí tiene su alma, aunque mañana pueda marcharse otra vez. A continuación dice y hace lo mismo con la dueña de la casa y con los demás miembros de la familia. Entre los mismos alfures hay un método de recobrar el alma de una persona enferma, bajando desde la ventana un tazón sujeto por un cinto que sirve para pescar el alma e izarla una vez dentro del tazón. Entre la misma gente, parido un sacerdote ha conseguido capturar en una tela el alma de un enfermo, se la restituye yendo precedido por una muchacha que sostiene sobre la cabeza del sacerdote una hoja muy grande a modo de sombrilla o paraguas, para que en caso de llover, no se moje el alma; detrás del sacerdote va un hombre blandiendo una espada para detener a otras almas, por si intentan rescatar el alma capturada.

Otras veces el alma perdida es devuelta en forma visible. Los indios salish o cabezas planas de Oregón (Estados Unidos) creen que el alma de una persona puede separarse por algún tiempo de su cuerpo sin causar la muerte y sin que la persona se llegue a enterar de ello. Es necesario, sin embargo, que sea encontrada pronto y devuelta a su propietario, o éste morirá. En un sueño le es revelado al curandero el nombre del que ha perdido su alma, y se apresura a comunicar tal pérdida a la víctima. Generalmente son varias las personas que sufren esta pérdida al mismo tiempo; todos los nombres le son revelados al curandero y todos le encargan recobrar sus almas. Estas “desalmadas” personas pasan toda la noche por el pueblo, de tienda en tienda, cantando y bailando. Hacia el amanecer van a una tienda aislada que queda herméticamente cerrada y en total oscuridad. Hacen un pequeño agujero en el techo a través del cual el curandero con un plumerito barre hacia dentro las almas en forma de trocitos de hueso y cosas parecidas, que va recogiendo en un trozo de estera. Hecho esto, encienden una hoguera y a su luz el curandero clasifica las almas. Primero aparta las almas de los que han muerto, de las que casi siempre hay varias, pues si diera el alma de un muerto a una persona viva, ésta moriría instantáneamente. Después elige las almas de los presentes y, mandando que se sienten en el suelo ante él, coge el alma de cada cual bajo la forma de un trocito de hueso, madera o concha y las va colocando sobre la cabeza de sus respectivos dueños, mientras las acaricia con muchos rezos y contorsiones hasta que desciendan al corazón y recuperen así su lugar debido.

También pueden ser raptadas las almas de sus cuerpos o detenidas en sus correrías no sólo por espíritus o demonios, sino también por hombres, especialmente por brujos. En Viti, si un criminal no confiesa su crimen, el jefe pide una bufanda, “con la que cazará el alma del bribón”. A la vista y en ocasiones a la simple mención de la bufanda, generalmente el culpable hace una limpia de su conciencia. Pero si no lo hace, la bufanda será tremolada sobre su cabeza hasta que queda cogida el alma, que será cuidadosamente plegada y clavada en el fondo de la canoa de un jefe, y falto de su alma, el criminal desfallecerá y morirá. Los hechiceros de la isla Danger usaban cepos para las almas. Los cepos estaban hechos con un cordón de fibras de la cubierta de los cocos, de cinco a diez metros de largo, con lazos de distinto tamaño en cada lado para que encajaran a los diferentes tamaños de las almas; para las almas gruesas había lazos grandes y para las delgadas lazos más estrechos Cuando estaba enfermo alguien contra el que los hechiceros guardaban algún resentimiento, colocaban cerca de su casa este lazo para las almas y aguardaban el vuelo de su alma. Si en figura de pájaro o de insecto quedaba capturada en las lazadas, el hombre infaliblemente tendría que morir. En algunos lugares del África occidental, los brujos están continuamente colocando trampas para secuestrar las almas que corretean fuera de sus cuerpos durante el sueño, y cuando han cazado alguna, la atan sobre una hoguera y según se va encarrujando por el calor, el propietario va enfermando. No lo hacen por malquerencia hacia la víctima sino simplemente como negocio. El brujo no guarda rencor al alma que ha capturado y está dispuesto a devolverla a su dueño si lo paga. Algunos brujos tienen hasta verdaderos asilos para las almas descarnadas y cualquiera que haya perdido o extraviado su alma, siempre puede proporcionarse otra del asilo, pagando su precio corriente. Ningún reproche cae sobre los hombres que tienen estos asilos privados o que colocan trampas para las almas que pasan; es su profesión, y la ejercen sin severidad ni dureza de sentimientos. Pero también hay miserables que, por malevolencia o con designio de lucro, ponen y arman trampas con el deliberado propósito de cazar el alma de una determinada persona, y en el fondo de la trampa y oculto por el cebo, ponen cuchillos y anzuelos que rompan y desgarren a la pobre alma, matándola de una vez o maltratándola de tal modo que haga perder la salud a su propietario, si es que logra zafarse de la trampa y retornar a él. La señorita Kingsley conoció a un kruman que estaba muy preocupado por su alma, pues varias noches seguidas había olfateado en sueños el apetitoso aroma de cangrejos ahumados sazonados con pimienta roja. Seguramente algún malintencionado había puesto una trampa con cebo de este manjar para su alma “soñadora y vágula”, intentando así causarle un penoso daño corporal e inclusive espiritual. Durante varias noches más se tomó grandes trabajos para que su alma no se descarnase marchándose mientras dormía. En el calor sofocante de la noche tropical, se tendía bajo una manta, sudando y soplando con la nariz y boca tapadas con un pañuelo para evitar que escapara su preciada alma. En Hawaii hubo hechiceros que cazaban almas de personas, las encerraban en calabazas y se las daban a comer a la gente. Apretando entre las manos un alma capturada, ellos descubrían el sitio donde algunas personas habían sido enterradas secretamente.

Quizá en ningún lugar de la tierra está el arte de secuestrar almas humanas tan cuidadosamente cultivado o llevado a tan alta perfección como en la Península Malaya. Allí, los métodos con que trabajan los brujos son tan variados como sus motivos. En ocasiones desean destruir a un enemigo, en otros casos conseguir el amor de una bella tímida o desdeñosa. Así, tomando un ejemplo de esta última clase de conjuros, mencionaremos las recomendaciones dadas para rendir el alma de la mujer deseada. Precisamente cuando la luna acaba de salir y se ve roja sobre el horizonte oriental, a la intemperie, poniéndose a la luz de la luna con el dedo gordo del pie derecho sobre el dedo gordo del izquierdo y haciendo una bocina con la mano derecha, recítase lo siguiente:

¡OM ! Disparo mi flecha, la disparo y la luna se anubla,
la disparo y el sol se extingue,
la disparo y las estrellas palidecen.
Pero no disparo al sol ni a la luna ni a las estrellas,
sino al corazón de aquella hija del clan, fulanita de tal.
¡Clo, clo, clo, alma de fulanita, ven a pasear conmigo,
ven a sentarte conmigo, ven a dormir y compartir mi almohada!
¡Clo, clo, alma!

Repiten esto tres veces y a cada repetición soplan por la bocina hecha con la mano. También se puede capturar el alma con el turbante, de este modo: salen tres noches seguidas de luna llena, se sientan sobre un hormiguero mirando a la luna, queman incienso y recitan el siguiente conjuro:

Te traigo para mascar una hoja de betel,
embadúrnala de cal, ¡oh príncipe feroz!
para que alguien, hija del príncipe distraído, la masque,
para que alguien en la aurora se pierda por mí,
para que alguien en el crepúsculo se pierda por mí;
como te acuerdas de tus padres, ¡acuérdate de mí!
como te acuerdas de tu casa y su escala, ¡acuérdate de mí!
cuando retumbe el trueno, ¡acuérdate de mí!
cuando silbe el viento, ¡acuérdate de mí!
cuando lluevan los cielos, ¡acuérdate de mí!
cuando canten los gallos, ¡acuérdate de mí!
cuando el ave Dial cuente sus cuentos, ¡acuérdate de mí!
cuando mires al sol, ¡acuérdate de mí!
cuando mires a la luna, ¡acuérdate de mí!
pues en la misma luna estoy yo.
¡Clo, clo, alma de alguien, ven acá,
no pienso entregarte mi alma,
que venga la tuya a juntarse con la mía!

Ondean después su turbante con la punta hacia la luna siete veces cada noche. Vuelven a casa y lo ponen bajo la almohada; si quieren llevarlo durante el día, queman incienso y dicen: “No es un turbante el que llevo, es el alma de alguien”.

Los indios del río Nass, en la Columbia Británica, tienen inculcada la creencia de que el médico puede tragarse el alma de su paciente por equivocación. Al doctor de quien se cree ha sucedido eso, los demás miembros de la facultad le colocan sobre el paciente y mientras uno mete los dedos en la boca y garganta del doctor, otro le golpea en el estómago con los nudillos y un tercero le palmetea las espaldas. Si, después de todo esto, el alma no está en el doctor y si el mismo procedimiento se ha empleado con todos los médicos sin éxito, deducen que el alma debe estar en la caja del médico en jefe. Cuando la presenta su dueño, colocan y registran su contenido sobre una estera nueva y cogiendo al consagrado a Esculapio le mantienen por las rodillas cabeza abajo dentro de un agujero del suelo. En esta posición le lavan la cabeza “y el agua que escurre de la ablución es recogida y echada sobre la cabeza del enfermo”. No hay duda de que el alma perdida estaba en el agua.

3. EL ALMA COMO SOMBRA Y COMO REFLEJO

Los peligros espirituales que hemos enumerado no son los únicos que acosan al salvaje. Es frecuente que considere a su sombra en el suelo y a su reflejo o imagen en el agua o en un espejo, como su alma, o en último caso, como parte vital de sí mismo y por tanto, necesariamente, como una fuente de peligros para él, pues si fuese maltratada, golpeada o herida, sentina el daño como si le hubiera sido hecho en su persona, y si queda separada de él por completo, como se cree posible, la persona morirá. En la isla de Wetar hay brujos que enferman a una persona hiriendo su sombra con una lanza o acuchillándola con un sable.

Después de destruir Sankara a los budistas de la India, cuentan que marchó a Nepal, donde tuvo algunas diferencias con el Gran Lama. Para probarle sus poderes sobrenaturales voló por el aire, mas cuando pasó sobre el Gran Lama, éste percibió su sombra deformándose y ondulándose por las desigualdades del suelo y clavó su cuchillo en ella; Sankara cayó y se quebró el cuello.

En las islas Banks hay algunas piedras de forma extraordinariamente larga que denominan “espíritus devoradores”, porque creen que están alojadas en ellas unos espíritus poderosos y peligrosos. Si la sombra de una persona cae sobre una de estas piedras, el espíritu extrae su alma y la persona muere. Tales piedras, por lo tanto, son puestas en las entradas de las casas para que sirven de guardianes; un mensajero enviado por el dueño de la casa en su ausencia, dirá en alta voz el nombre del propietario que le envía, por temor a que el vigilante espíritu pétreo imagine que viene con mala intención y le haga algún mal. En los funerales en China, cuando van a cerrar el féretro con su tapa, los circunstantes se retiran en su mayoría unos cuantos pasos e inclusive a otra habitación, porque la salud de una persona se dañaría si permitiera que su sombra quedase encerrada en una caja mortuoria. Y cuando la caja va a ser descendida a la fosa, la mayoría de los asistentes retroceden un poco, temerosos de que sus sombras puedan caer en la fosa y causar así daño a sus personas. El geomántico y sus ayudantes se colocan en el lado de la fosa que hace frente al sol y los enterradores y porteadores juntan sus sombras a sus personas firmemente, atándose bien apretada una tira de tela alrededor de sus cinturas. No son sólo los seres humanos los que se hallan expuestos a ser perjudicados por intermedio de sus sombras; también los animales pueden caer bajo los mismos riesgos hasta cierto punto. Unos caracolitos que pululan en las vecindades de las colinas calcáreas de Perak son los culpables, según se cree, de chupar la sangre del ganado por medio de sus sombras; he aquí por qué adelgazan los animales y hasta mueren marasmáticos. En Arabia creían que si una hiena pisaba una sombra humana, la persona quedaría privada de movimientos y de habla. Y que si un perro, estando en el tejado durante la luna llena, proyectase su sombra en el suelo y la pisase una hiena el perro caería del tejado como si le hubieran arrastrado con una soga. Es evidente que en estos casos, si la sombra no es el equivalente del alma, por lo menos se la considera como una parte viva del hombre o del animal, así que el daño que se haga a la sombra es sentido como si se hubiera hecho al cuerpo. Recíprocamente, si la sombra es una parte vital del hombre o de un animal, bajo circunstancias especiales puede ser tan arriesgado su contacto como el que sería ponerse en contacto con la persona o el animal.

Por eso el salvaje rehuye por principio la sombra de algunas personas que por diversas razones considera como origen de influjo peligroso. Entre estas clases peligrosas comprenden por lo regular a los enlutados y a las mujeres en general y especialmente a la suegra. Los indios shuswap están convencidos de que la sombra de una persona enlutada, cayendo sobre alguno, le enfermará. Entre los kurnai de Victoria, Australia, en la iniciación advierten a los novicios que no deben consentir que la sombra de una mujer se cruce con ellos, porque se volverían flacos, perezosos y estúpidos. Se dice que un nativo australiano, hace poco tiempo, casi murió de terror porque la sombra de su suegra cayó sobre sus piernas cuando estaba durmiendo tumbado bajo un árbol. El terror y pavor con que el salvaje inculto contempla a su suegra es uno de los hechos más corrientes de la antropología. En las tribus Yuin de Nueva Gales del Sur era muy rígida la ley que prohibía a un hombre tener ninguna comunicación con la madre de su esposa.

No podía mirarla, ni aun mirar en su dirección. Era causa de divorcio si acontecía que su sombra cayera sobre su suegra; en tal caso tenía que dejar a su esposa, que retornaba a sus padres. En Nueva Bretaña, la imaginación de los nativos no alcanza a imaginar la extensión y naturaleza de las calamidades que resultarían de una conversación accidental entre una suegra y su yerno; el suicidio de uno o de ambos quizá fuera la única solución para tamaña desgracia.

La forma más solemne de un juramento que en Nueva Bretaña puede hacerse es: “Señor, si no digo la verdad, que tenga que estrechar la mano de mi suegra.”

Donde se piensa que la sombra está tan íntimamente unida con la vida del hombre que su pérdida entraña debilitación o muerte, es natural esperar que la disminución de su tamaño sea vista con solicitud y aprensión, como significativa de un decrecimiento correspondiente de la energía vital de su propietario. En Amboina y Uliase, dos islas cercanas al ecuador, donde necesariamente hay al mediodía poca o ninguna sombra, la gente tiene como regla no salir de casa a mediodía, pues creen que si un hombre saliera podría perder la sombra de su alma. Los mangainos cuentan de un guerrero poderoso, Tukaitawa, cuyas fuerzas crecían y menguaban con la longitud de su sombra. Por la mañana, cuando su sombra era más larga, sus fuerzas eran muy grandes, pero conforme iba acortándose su sombra hacia la hora de mediodía, sus fuerzas iban decayendo, hasta que al llegar tal hora quedaba casi exánime; después, cuando la sombra volvía a crecer por la tarde, sus fuerzas retornaban. Un héroe descubrió el secreto del vigor de Tukaitawa y le mató al mediodía. En la Península Malaya, el indígena besisi teme enterrar sus muertos a mediodía, pues cree que la pequeñez de su sombra a tales horas podría acortar simpatéticamente su propia vida.

Quizá en ninguna parte se muestra con más nitidez la equivalencia de la sombra y la vida que en algunas costumbres practicadas actualmente en el sureste de Europa. En la Grecia moderna, cuando se están construyendo los cimientos de un nuevo edificio, es costumbre matar un gallo, un carnero o un cordero y dejar correr la sangre sobre la primera piedra, bajo la cual se le entierra. El objeto del sacrificio es dar fortaleza y estabilidad a la construcción. Pero en ocasiones, en lugar de matar un animal, el constructor induce a una persona a bajar a la cimentación y con cautela le mide su cuerpo o parte de él o de su sombra y entierra las medidas tomadas bajo la primera piedra o coloca la piedra sobre la sombra humana. Se cree que la persona morirá antes del año. Los rumanos de Transilvania están convencidos de que aquel cuya sombra ha sido emparedada de este modo morirá antes de los cuarenta días, así que cuando están pasando las gentes por una construcción que están elevando, se puede oír un grito de advertencia: “Cuidado con que cojan tu sombra.” No hace mucho tiempo que había todavía “comerciantes de sombras”, cuyo negocio consistía en suministrar a los arquitectos las sombras que necesitasen para asegurar sus muros. En estos casos, las medidas de la sombra se consideraban como un equivalente de la sombra misma y enterrar aquéllas es tanto como enterrar a ésta, considerada como la vida o el alma del hombre, que privado de ella muere. Esta costumbre es, pues, sustitutiva del emparedamiento de personas vivas o del aplastamiento bajo la piedra fundamental de un nuevo edificio, para darle fuerza y duración a la estructura o más concretamente, para que el espíritu furioso quede encerrado o encantado en el lugar y lo guarde contra la intrusión de enemigos.

Así como muchos pueblos creen que el alma humana radica en la sombra así otros (o los mismos) creen que reside en la imagen reflejada en el agua o en un espejo. Así, los nativos de las islas Andaman no consideran a sus sombras, sino a las imágenes reflejadas (en algún espejo) “como sus almas”. Cuando los motumotus de Nueva Guinea vieron por primera vez su imagen en un espejo, creyeron que lo que veían eran sus almas. En Nueva Caledonia los viejos opinan que el reflejo de una persona en el agua o en un espejo es su alma, mas la gente joven, enseñada por sacerdotes católicos, sostiene que se trata de un reflejo y nada más, exactamente igual que la reflexión de las palmeras en el agua. El alma reflejada, siendo externa al hombre, está expuesta a los mismos peligros que el alma-sombra. Los zulúes no miran al interior de un pozo oscuro, pues piensan que en él hay un animal que se apoderaría de sus imágenes reflejadas en el agua y así ellos morirían. Los basutos dicen que los cocodrilos tienen el poder de matar a una persona arrastrando su imagen bajo el agua. Cuando algún basuto muere de repente y sin causa aparente, sus familiares afirmarán que algún cocodrilo cogió su reflejo al cruzar alguna vez un río. En la isla Saddle, de la Melanesia, hay una laguna “donde si alguien mira, muere; el espíritu maligno se apodera de su vida por medio de su reflejo en el agua”.

Podemos comprender ahora por qué fue una máxima, lo mismo en la India que en la Grecia antiguas, no mirarse en el agua y por qué los griegos consideraban como presagio de muerte el que una persona soñase que se estaba viendo reflejada en ella. Temían que los espíritus de las aguas pudieran arrastrar la imagen reflejada de la persona, o alma, bajo el agua, dejándola así “desalmada” y para morir. Tal fue probablemente el origen de la leyenda clásica del bello Narciso, que languideció y murió al ver su imagen reflejada en la fuente.

Además, también podemos explicarnos ahora la extendida costumbre de cubrir los espejos o ponerlos vueltos contra la pared, después de morir alguno en la casa. Se teme que las almas de los vivos, proyectadas fuera de las personas en forma de reflejos, en el espejo, puedan ser llevadas por el espíritu del fallecido, que comúnmente se supone ronda por la casa hasta el entierro. La costumbre es exactamente paralela a la observada en la isla de Arú, de no dormir en una casa después de morir alguien en ella, por temor de que el alma, al proyectarse fuera del cuerpo en el sueño, pueda encontrar al espíritu muerto y sea raptada por él. La razón de que la gente enferma no deba mirar al espejo y de que el espejo del cuarto del enfermo deba cubrirse, es también evidente: en momentos de enfermedad, cuando el alma puede volar con tanta facilidad, es particularmente peligroso proyectarla fuera del cuerpo al reflejarla en un espejo. Esta regla es precisamente por esto paralela a la que obedecen algunas gentes no permitiendo a los enfermos dormir; durante el sueño, el alma sale del cuerpo y hay riesgo de que no pueda volver.

Del mismo modo que las sombras y los reflejos, con frecuencia se considera que los retratos contienen el alma de la persona retratada. Las personas que así lo creen, no permiten que se les retrate, pues si el retrato es su alma o al menos una parte vital de la persona, quien lo posea podrá ejercer una influencia nefasta sobre el original. Así, los esquimales del Estrecho de Bering creen que las gentes que tienen tratos con las brujerías, tienen también el poder de sustraer la sombra de cualquiera, que sin ella languidecerá y morirá. Una vez, en una aldea de la parte baja del río Yukón, se dispuso un explorador a tomar con su cámara fotográfica una vista de la gente que transitaba por entre las casas. Mientras enfocaba la máquina, el jefe de la aldea llegó e insistió en fisgar bajo el paño negro. Habiéndosele permitido que lo hiciera, estuvo contemplando atentamente por un minuto las figuras que se movían en el vidrio esmerilado y después, de súbito, sacó la cabeza y gritó a la gente con toda su fuerza: “Tiene todas vuestras sombras metidas en la caja”. Sobrevino el pánico entre las gentes y en un instante desaparecieron atropelladamente en sus casas.

Los tepehuanes de México miraban a la cámara con miedo cerval y se necesitaron cinco días para persuadirles a fin de que se dejaran enfocar. Cuando al fin consintieron en ello, parecían criminales antes de ser ejecutados; creían que fotografiándose, el artista se llevaría sus almas para devorarlas en sus momentos de ocio. Decían que cuando los retratos llegasen al otro país, ellos morirían u ocurriría algún otro mal. Cuando el Dr. Catat y algunos de sus compañeros estuvieron explorando el país Bara, de la costa occidental de Madagascar, el pueblo se volvió repentinamente hostil. El día antes, los viajeros, no sin dificultades, habían fotografiado a la familia real, y se les acusaba de sustraer las almas de los nativos con el propósito de venderlas cuando volvieran a Francia. Negarlo fue en vano; de acuerdo con las costumbres del país, se les obligó a coger las almas y a ponerlas en un cesto, y el Dr. Catat les ordenó que retornasen a sus respectivos dueños.

Algunos aldeanos de Sikhim demuestran un horror vivísimo, escondiéndose lejos, siempre que la lente de una cámara o “el endemoniado de la caja” se vuelve hacia ellos. Piensan que las almas se les van con los retratos, permitiendo así al dueño de éstos embrujarlos, y aseguraban que si se hacía una fotografía del paisaje, quedaría marchito. Hasta el reinado del último rey de Siam no se estampó ninguna moneda con la imagen, del rey “porque había un fuerte prejuicio contra toda clase de retratos. Cuando los europeos viajan por la selva, aun hoy, les basta dirigir las cámaras a una multitud para conseguir su dispersión instantánea. Cuando se hace una prueba fotográfica de la cara de una persona y después se lleva lejos, una parte de la vida se va con el retrato; sólo el soberano que fuese bendecido con los años de un matusalén podría permitir que su vida fuera distribuida en pequeños pedazos junto con las monedas del reino”.

Creencias análogas persisten todavía en varias partes de Europa. No hace muchos años, unas ancianas de la isla griega de Cárpatos estaban muy enfadadas porque alguien se había llevado sus fotografías y creían que en consecuencia, se debilitarían y morirían. Hay personas en el oeste de Escocia “que rehusan hacerse fotografías, temerosas de que sea de mala suerte para ellas, y dan como ejemplos los casos de varias de amistades que nunca tuvieron un día bueno después de ser fotografiadas.”

La rama dorada cap.XVII

Progreso del mago

Sir James George Frazer –

Hemos terminado nuestro examen de los principios generales de la magia simpatética. Los ejemplos con que lo hemos ilustrado proceden en su mayor parte de lo que podríamos llamar magia privada, es decir, de los ritos mágicos practicados en beneficio o daño de los hombres. Pero en la sociedad salvaje hay también lo que podemos denominar magia pública, esto es, la hechicería practicada en beneficio de la sociedad en conjunto. Siempre que las ceremonias de esta clase se observen para el bien común, es claro que el hechicero deja de ser meramente un practicón privado y en cierto modo se convierte en funcionario público. El desenvolvimiento de tal clase de funcionarios es de gran importancia para la evolución, tanto política como religiosa, de la sociedad. Cuando el bienestar de la tribu se supone que depende de la ejecución de estos ritos mágicos, el hechicero o mago se eleva a una posición de mucha influencia y reputación, y en realidad puede adquirir el rango y la autoridad propios del jefe o del rey. La profesión congruentemente atrae a sus filas a algunos de los hombres más hábiles y ambiciosos de la tribu, porque les abre tal perspectiva de honores, riqueza y poder como difícilmente pueda ofrecerla cualquier otra ocupación. Los perspicaces se dan cuenta del modo tan fácil de embaucar a los simplones cofrades y manejan la superstición en ventaja propia. No es que el hechicero sea siempre un impostor y un bribón; con frecuencia está sinceramente convencido de que en realidad posee los maravillosos poderes que le adscribe la credulidad de sus compañeros. Pero cuanto más sagaz sea, más fácilmente percibirá las falacias que impone a los tontos. De esta manera, los más habilidosos miembros de la profesión tienden a convertirse en impostores más o menos conscientes, y es lógico que estos hombres, en virtud de su habilidad superior, lleguen a ocupar la cúspide y a conquistar para ellos mismos las posiciones de mayor dignidad y autoridad más imperiosa. Las trampas tendidas al paso del brujo profesional son múltiples y como regla solamente el hombre de cabeza fría y aguda astucia conseguirá guiarse en su camino con seguridad. Por esto, tendremos siempre presente que cada una de las declaraciones y pretensiones que el hechicero anuncia son, como tales, falsas: ninguna de ellas puede sostenerse sin impostura consciente o inconsciente. Por consiguiente, el brujo que cree sinceramente en sus extravagantes pretensiones está en mucho mayor peligro que el deliberado impostor y es mucho más probable que su carrera se frustre. El hechicero honrado confía siempre en que sus conjuros y sortilegios produzcan los efectos esperados y cuando fallan, no sólo realmente, como sucede siempre, sino llamativa y desastrosamente como ocurre con frecuencia, queda anonadado; él no está preparado para explicar satisfactoriamente su fracaso, como lo está su colega impostor, y antes de que logre hacerlo es posible que caiga la culpa sobre su cabeza por obra de sus defraudados y coléricos clientes.

El resultado general es que en este grado de evolución social, el poder supremo tiende a caer en las manos de los hombres de inteligencia más perspicaz y de carácter menos escrupuloso. Si pudiéramos sopesar el daño que hacen con su bellaquería y el beneficio que confieren con su superior sagacidad, es posible que encontrásemos que lo bueno sobrepasa con mucho a lo malo, pues más desgracias han sobrevenido al mundo seguramente por obra de los tontos honestos y encumbrados en los altos puestos que por los bribones inteligentes. Una vez que el astuto trapacero ha colmado su ambición y no tiene más perspectivas egoístas que conseguir, puede poner al servicio público su talento, su experiencia y sus recursos, lo que frecuentemente hace. Muchos hombres poco o nada escrupulosos en la adquisición del poder, han sido los más benéficos en su uso, cualquiera que fuese el poder ambicionado, riqueza o autoridad política. En el campo de la política, el intrigante astuto, el victorioso despiadado, pudo terminar siendo gobernante sabio y magnánimo, bendecido en vida, llorado en muerte y admirado y aplaudido por la posteridad. Hombres así, citando dos de los más conspicuos ejemplos, fueron Julio César y Augusto. Pero un tonto es siempre un tonto y cuanto mayores sean sus facultades, tanto más desastroso será el uso que haga de ellas. La mayor calamidad de la historia inglesa, la ruptura con Norteamérica, podría no haber sucedido si Jorge III no hubiese sido un lerdo honrado.

De este modo, y en la medida en que la profesión pública de mago influyó sobre la constitución de la sociedad salvaje, tendió a entregar las riendas de los negocios públicos en manos del hombre más hábil y trasladó el poder de muchos a uno solo, substituyendo por la monarquía una gerontocracia, o mejor aún una oligarquía de ancianos, pues en general la sociedad salvaje no es gobernada por el conjunto de las personas adultas (democracia), sino por el consejo de los mayores. El cambio, cualesquiera que fueran las causas que lo produjesen y la naturaleza de los primitivos gobernantes, resultó en conjunto muy beneficioso. El nacimiento de la monarquía parece haber sido una condición esencial al emerger la humanidad del salvajismo. Ningún ser humano está tan subyugado por las costumbres y tradiciones como el salvaje: consecuentemente, en ningún estado social es su progreso tan lento y dificultoso. La vieja idea de ser el salvaje el más libre de los humanos es contraria a la verdad. Es un esclavo, y no de un amo visible, sino del pasado, de los espíritus de sus antecesores muertos, que rondan sus pasos desde que nace hasta que muere y le gobiernan con cetro de hierro. Lo que ellos hicieron es la fuente del derecho, la ley no escrita, a la que se debe una ciega e indiscutida obediencia. El campo de acción que se ofrece al talento superior para cambiar las antiguas costumbres por otras mejores es muy reducido; el hombre más capaz es arrastrado por los más ignorantes y torpes, que necesariamente dan la norma, puesto que no pueden alzarse y él sí puede caer. La superficie de tal sociedad presenta un inerte nivel uniforme, en tanto que es humanamente posible reducir las desigualdades humanas, las inconmensurables diferencias innatas y reales de capacidad y temperamento, a una apariencia falsa de igualdad. De esta condición baja y estancada de la sociedad, que los demagogos y soñadores de tiempos posteriores proclamaron como estado ideal —la edad de oro de la humanidad—, todo lo que ayudara a elevarse a la sociedad,” abriendo camino al talento y proporcionando grados de autoridad a la capacidad natural de los hombres, merece ser bien recibido por quienes tienen el bien general como norte de sus acciones. Cuando estas influencias elevadas han comenzado a operar y no pueden ser suprimidas radicalmente, el progreso de la civilización se hace relativamente rápido. Hasta las extravagancias y caprichos de un tirano podían servir para romper la cadena de costumbres que ataba tan pesadamente al salvaje. Y tan pronto como la tribu dejaba de ser regida por los tímidos y divididos consejos de los ancianos y obedecía a la dirección de una sola cabeza fuerte y decidida, se hacía formidable para sus vecinos e ingresaba en el camino del engrandecimiento, que en las tempranas edades de la historia es con frecuencia favorable al progreso social, industrial e intelectual. Extendiendo su poderío, parte por la fuerza de las armas y parte por la sumisión voluntaria de las tribus más débiles, la sociedad adquiría pronto riquezas y esclavos, y ambas cosas relevaban a ciertas clases de la lucha perpetua con la indigencia, que aprovechaban para dedicarse a la prosecución desinteresada de la sabiduría, que es el más noble y más poderoso instrumento del mejoramiento del destino humano.

Los progresos intelectuales que se revelan en el crecimiento del arte y la ciencia y el desarrollo de perspectivas más liberales no podían disociarse de los progresos económicos o industriales, los que a su vez recibían un impulso inmenso de las conquistas y el imperio. Si nos remontamos a las fuentes de la historia, vemos que no es accidental que los primeros grandes saltos hacia la civilización fueron dados algunas veces bajo gobiernos despóticos y teocráticos, como los de Egipto, Babilonia y Perú, donde el jefe supremo reclamaba y recibía la servil obediencia de sus súbditos en su doble carácter de rey y dios. No es demasiado decir que en este primitivo período, los gobiernos autocríticos ayudaron a la humanidad y, paradójicamente, a la libertad.

Así pues, la profesión pública de la magia, en lo que haya tenido de procedimiento por el que los hombres más capaces han llegado al poder supremo, ha contribuido a emancipar a los humanos de la esclavitud de la tradición, elevándolos a una vida de mayor libertad y dándoles una visión más amplia del mundo. No es éste un pequeño servicio a la humanidad. Y cuando, además, recordamos que en otro sentido la magia ha despejado el camino a la ciencia, fuerza es admitir que si la magia ha hecho mucho daño, también ha sido fuente de mucho bien y que, si es hija de un error, ha sido la madre de la libertad y de la verdad.

La rama dorada, Capítulo III 4

Vivir para siempre

“Otro relato, recogido cerca de Oldengurg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y que deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer, ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en una iglesia. Todavía está allí, en la iglesia de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata y una vez al año se mueve”.

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