ARTE

ARTE

FRITHJOF SCHUON

La mayor parte de los modernos que creen comprender al arte están convencidos de que el arte bizantino o románico no tiene ninguna superioridad sobre el arte moderno, y de que una Virgen bizantina o románica no se parece más a María que las imágenes naturalistas, sino al contrario; la respuesta es, sin embargo, fácil: la Virgen bizantina -que tradicionalmente se remonta a San Lucas o a los Angeles- está infinitamente más cerca de la realidad de María que la imagen naturalista, que es siempre forzosamente la de otra mujer, porque, una de dos: o bien se presenta una imagen de la Virgen absolutamente parecida desde el punto de vista físico, en cuyo caso sería necesario que el pintor hubiese visto a la Virgen, condición que, con toda evidencia, no podría ser cumplida -abstracción hecha de que la pintura naturalista es ilegítima-, o bien se presenta un símbolo perfectamente adecuado de la Virgen, en cuyo caso la cuestión del parecido físico, sin quedar absolutamente excluido, no se plantea ya de ningún modo. Ahora bien, es esta segunda solución -la única, por otra parte, que tiene un sentido- la que realizan los iconos: lo que ellos no expresan por la semejanza física, lo expresan mediante el lenguaje abstracto, pero inmediato, del simbolismo, lenguaje hecho de precisión y de imponderables a la vez; el icono transmite así, al mismo tiempo que una fuerza beatífica y que le es inherente en razón de su carácter sacramental, la santidad de la Virgen, es decir, su realidad interior y, a su través, la realidad universal de la que la propia Virgen es la expresión; el icono, al hacer asentir un estado contemplativo y una realidad metafísica, se convierte en un soporte de intelección, mientras que la imagen naturalista no transmite, aparte su mensaje evidente e inevitable, más que el hecho de que María era un mujer. Cierto que puede ocurrir que, sobre determinado icono, las proporciones y las formas del rostro sean verdaderamente las mismas que en la Virgen cuando vivía, pero tal parecido, si llegase a producirse realmente, sería independiente del simbolismo de la imagen y no podría ser más que consecuencia de una inspiración particular, sin duda ignorada por el propio artista; el arte naturalista podría por lo demás tener una cierta legitimidad si sirviese exclusivamente para retener los rasgos de los santos, porque la contemplación de los santos (el darshan de los hindúes) puede significar una ayuda preciosa en la vida espiritual, por el hecho de que la apariencia exterior de los santos es como el perfume de su espiritualidad; sin embargo, semejante papel, tan limitado, de un naturalismo por otra parte siempre parcial al tiempo que disciplinado, no corresponde más que a una posibilidad muy precaria.

Pero volvamos sobre la cualidad simbólica y espiritual del icono: que se sea capaz de ver esta cualidad es una cuestión de inteligencia contemplativa, y también de «ciencia sagrada»; como quiera que sea, es ciertamente falso pretender, para legitimar el naturalismo, que el pueblo tiene necesidad de un arte accesible, es decir, chato, porque no es el «pueblo» el que ha hecho el Renacimiento y su arte, como tampoco todo el «gran arte» que de él se ha derivado, sino que, por el contrario, constituye un desafío a la piedad de la gente sencilla; el ideal artístico del Renacimiento y de todo el arte moderno está, pues, muy lejos de aquello de lo que el pueblo tiene necesidad; por lo demás, el hecho cierto es que casi todas las Vírgenes milagrosas a las que el pueblo acude son bizantinas o románicas; ¿y quien se atrevería a sostener que el color negro de algunas de ellas responde o que sea particularmente accesible a éste? Por otra parte, las Vírgenes hechas por la gente del pueblo, cuando esta gente no está maleada por la influencia del arte académico, son mucho más verdaderas que las de éste.

***

Las artes se encuentran diversamente religadas a las condiciones existenciales: así, las artes plásticas pertenecen al espacio, mientras que la poesía y la música pertenecen al tiempo; ellas son auditivas e «interiores», mientras que la pintura, la escultura, la arquitectura son visuales y «exteriores».

La danza combina el espacio y el tiempo resumiendo las otras condiciones: la forma siendo representada por el cuerpo del bailarín; el número, por los movimientos; la materia, por la carne, la energía, por la vida; el espacio, por la extensión que contiene al cuerpo; el tiempo, por la duración que contiene los movimientos.

Es así como la Danza de Shiva resume las seis condiciones de la existencia, las cuales son como las dimensiones de Maya (el mundo que vemos, que es aparente), y a priori las de Atman (la Consciencia); si la danza de Shiva, el Tandava, se dice que lleva a la destrucción del mundo, es porque ella devuelve Maya a Atman, precisamente.

Y es así como toda danza sagrada devuelve los accidentes a la Substancia, o el sujeto particular, accidental y diferenciado al Sujeto universal, substancial y uno; esta es además también la función de la música y, más o menos indirectamente, de todo arte inspirado; es antes que nada la del amor en todas sus formas. De ahí el carácter intrínsecamente sagrado, aunque ambiguo, del amor y de las artes en el reino de la decadencia humana

***

A fin de dar una idea de los principios del arte tradicional, señalaremos algunos de los más generales y rudimentarios. Ante todo es preciso que la obra sea conforme al uso para la cual está destinada y que traduzca esta conformidad; si hay un simbolismo sobreañadido, hace falta que sea conforme al simbolismo inherente al objeto; no debe haber en ella conflicto entre lo esencial y lo accesorio, sino armonía jerárquica, lo que resulta, por otra parte, de la pureza del simbolismo; es preciso que el tratamiento de la materia sea conforme a esta materia; como por su parte esta materia debe de ser conforme al empleo del objeto; es preciso, en fin, no dé la ilusión de ser otra cosa que lo que es, ilusión que da siempre la impresión desagradable de la inutilidad (…) Las grandes innovaciones del arte naturalista se reducen en suma a otras tantas violaciones de los principios del arte normal: primeramente, por lo que respecta a la escultura, violación de la materia inerte, por lo que respecta a la pintura, violación de la superficie plana. En el primer caso, se trata la materia inerte como si estuviese dotada de vida, cuando es esencialmente estática y, por ello, no permite más que la representación de cuerpos inmóviles o de fases esenciales o esquemáticas del movimiento, y no la de movimientos arbitrarios, accidentales o cuasi instantáneos; en el segundo caso, el de la pintura, se trata la superficie plana como si fuese un espacio de tres dimensiones, mediante la perspectiva o los juegos de las sombras.

Se comprenderá que tales reglas no se dictan por simples razones de estética, sino que, por el contrario, se trata en este caso de aplicaciones de leyes cósmicas; la belleza será el resultado necesario. En cuanto a la belleza en el arte naturalista, ella no reside en la obra como tal, sino únicamente en el objeto que esta obra calca, mientras que, en el arte simbólico y tradicional, es la obra en sí misma la que es bella, ya sea abstracta, ya tome la belleza, en mayor o menor medida, de un modelo de la naturaleza.

***

La belleza multiforme de un santuario es como la cristalización de un flujo espiritual, de una corriente de bendiciones: como si ese poder invisible y celeste hubiera descendido a la materia -que endurece, divide y dispersa- y la hubiera transformado en una lluvia de formas preciosas, en una suerte de sistema planetario de símbolos que nos rodea y penetra por todos lados. El choque, si puede decirse así, es análogo al de la bendición misma: es directo y existencial; va más allá del pensamiento y se apodera de nuestro ser en su propia substancia.

Hay bendiciones que son como la nieve, otras como el vino, todas pueden cristalizarse en el arte sagrado. Lo que se exterioriza en tal arte es, a un tiempo, la doctrina y la bendición, la geometría y la música del Cielo.

***

La función cósmica, y más particularmente terrestre, de la belleza es actualizar en la criatura inteligente el recuerdo de las esencias, y abrir así la vía hacia la noche luminosa de la Esencia una e infinita.

*

La belleza es un reflejo de la beatitud divina; y como Dios es verdad, el reflejo de su beatitud será esta mezcla de felicidad y verdad que encontramos en toda belleza.

*

La belleza de lo sagrado es un símbolo o una anticipación, y a veces un medio, del gozo que solo Dios procura.

*

El arte sagrado ayuda al hombre a encontrar su propio centro, ese núcleo que ama a Dios por naturaleza.

*

La percepción de la belleza, que es una adecuación rigurosa y no una ilusión subjetiva, implica esencialmente, por una parte, una satisfacción de la inteligencia y, por otra, un sentimiento a la vez de seguridad, de infinidad y de amor. De seguridad: porque la belleza es unitiva y excluye, con una suerte de evidencia musical, las fisuras de la duda y de la inquietud; de infinidad: porque la belleza, por su propia musicalidad, hace que se fundan los oscurecimientos y los límites y libera, así, al alma de sus estrecheces; de amor: porque la belleza llama al amor, es decir, invita a la unión y por lo tanto a la extinción unitiva.

*

La belleza, y el amor a la belleza, dan al alma la felicidad a la que aspira por naturaleza. Si el alma quiere ser feliz de modo permanente debe llevar lo bello en sí misma; ahora bien, esto sólo puede hacerlo realizando la virtud, que también podríamos llamar la bondad o la piedad.

*

La virtud es un rayo de la Belleza divina, en la que participamos por nuestra naturaleza o por nuestra voluntad, fácilmente o difícilmente, pero siempre por la gracia de Dios.

***

(…) Este aspecto de la embriaguez (el aspecto negativo o maléfico de la embriaguez psíquica; embriaguez natural e individual, no sobrenatural y liberadora) es el que interviene en un grado cualquiera en la música profana, o en la música asimilada de manera profana, la cual amplifica el ego en vez de superarlo. De ello resulta un narcisismo refractario a la disciplina espiritual, una adoración de sí que está en las antípodas de la extinción beatífica de la que el arte sagrado pretende dar un presentimiento; escuchando una bella música, el culpable se sentirá inocente. Pero el contemplativo, al contrario, escuchando la misma música se olvidará a sí mismo presintiendo las esencias; metafóricamente hablando, encontrará la vida perdiéndola, o la perderá encontrándola. Esto equivale a decir que para el contemplativo la música evoca todo el misterio del retorno de los accidentes a la Substancia.

***

Independientemente de toda cuestión de naturalismo, ocurre con frecuencia en el arte moderno -también en la literatura- que el autor quiere decir demasiado: la exteriorización es empujada demasiado lejos, como si nada debiera quedar en el interior. Esta tendencia aparece en todas las artes modernas, incluidas la poesía y la música; aquí una vez más, lo que falta es el instinto de sacrificio, la sobriedad, la retención; el creador se vacía hasta el límite, y vaciándose invita a los demás a vaciarse igualmente y a perder así todo lo esencial, a saber, el gusto del secreto y el sentido de la interioridad, mientras que la razón de ser de la obra es la interiorización contemplativa y unitiva.

***

El artista, al modelar la obra -la forma- se da forma a sí mismo; y como la razón de ser de la forma es comunicar la esencia o el contenido celestial, el artista ve a priori éste en el continente formal; realizando la forma a partir de la esencia, se hace esencia al realizar la forma.

***

Nosotros, hombres exiliados en la tierra -a menos de poder contentarnos con esta sombra del Paraíso que es la naturaleza virgen- debemos crearnos un ambiente que por su verdad y su belleza evoque nuestro origen celestial y, por lo mismo, también nuestra esperanza. Al crear, el hombre debe proyectarse en la materia según su personalidad espiritual e ideal, no según su estado de caída, a fin de poder reposar su alma y su espíritu en un ambiente que le recuerde dulce y santamente lo que él debe ser.

***

El arte se refiere esencialmente al misterio del velo: es un velo hecho del mundo y de nosotros mismos y se coloca así entre nosotros y Dios, pero es transparente en la medida en que es perfecto y en que comunica lo que al mismo tiempo disimula. El arte es verdadero, es decir, transmisor de Esencia, en la medida en que es sagrado, y es sagrado, luego medio de recuerdo o de interiorización, en la medida en que es verdadero.

***

El dilema de los moralistas encerrados en la alternativa del «blanco o negro» se resuelve metafísicamente por la complementariedad entre la trascendencia y la inmanencia: según la primera, nada es realmente bello porque sólo Dios es la Belleza; según la segunda, toda belleza es realmente bella porque es la Belleza de Dios. De ello resulta que toda belleza es a la vez una puerta cerrada y una puerta abierta o, dicho de otro modo, un obstáculo y un vehículo. O bien la belleza nos aleja de Dios porque se identifica enteramente en nuestro espíritu con su soporte terreno, que en tal caso ejerce la función de ídolo, o bien nos aproxima a Dios porque percibimos en ella las vibraciones de Beatitud y de Infinitud que emanan de la Belleza divina.

Muy paradójicamente, lo que acabamos de decir se aplica también a las virtudes; los sufíes insisten en ello. Como las bellezas físicas, las bellezas morales son a la vez soportes y obstáculos: son soportes gracias a su naturaleza profunda, que pertenece ontológicamente a Dios, y son obstáculos en la medida en que el hombre se las atribuye como mérito cuando no son más que aperturas hacia Dios en medio de las tinieblas de la debilidad humana.

La virtud separada de Dios se convierte en orgullo, como la belleza separada de Dios se convierte en un ídolo; y la virtud unida a Dios se convierte en santidad, como la belleza unida a Dios se convierte en sacramento.

***

El arte no tradicional, del que nos es preciso decir algunas palabras, engloba el arte clásico de la antigüedad y del Renacimiento y se prolonga hasta el siglo XIX, el cual engendra, por reacción contra el academicismo, la pintura impresionista y los géneros análogos; esta reacción se descompone rápidamente en toda clase de perversidades, ya «abstractas», ya «surrealistas»; en todo caso, sería más propio hablar de «sub-realismo». No hace falta decir que hay incidentalmente, tanto en el impresionismo como en el clasicismo -en el que englobamos al romanticismo, puesto que sus principios técnicos son los mismos-, obras válidas, pues las cualidades cósmicas no pueden dejar de manifestarse en este terreno, y una determinada aptitud individual no puede dejar de prestarse a esta manifestación; pero estas excepciones, en que los elementos positivos consiguen neutralizar los principios erróneos o insuficientes, están lejos de poder compensar los graves inconvenientes del arte extratradicional, y nosotros renunciaríamos de buena gana a todas sus producciones si fuese posible desembarazar al mundo de la pesada hipoteca del culturalismo occidental, con sus vicios de impiedad, dispersión y envenenamiento. Lo menos que se puede decir es que no es este género de grandeza la que nos aproxima al Cielo. «Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque el Reino de Dios es de los que se les parecen.»

***

Los Padres del siglo VIII, muy diferentes en esto a las autoridades religiosas del XV, y el XVI que traicionaron el arte cristiano abandonándolo a la impura pasión de los mundanos y a la imaginación ignorante de los profanos, tenían conciencia plena de la santidad de todos los medios de expresión de la tradición; en el segundo concilio de Nicea, estipularon también que «el arte (la perfección integral del trabajo) pertenece sólo al pintor, mientras que la ordenación (es decir, la elección del tema) y la disposición (a saber, el tratamiento del tema desde el punto de vista simbólico tanto como técnico o material) pertenece a los Padres», lo que equivale a situar toda iniciativa artística bajo la autoridad directa y activa de los jefes espirituales de la Cristiandad. Siendo así, ¿cómo se debe explicar que la mayor parte de los medios religiosos testimonien, desde hace algunos siglos, una lamentable incomprensión por todo lo que, siendo de orden artístico, no es en su opinión más que una cosa «exterior»? (…) nada podría influenciar mejor las disposiciones profundas del alma que un arte sagrado; el arte profano, por el contrario, inclusive si tiene alguna eficacia psicológica en las almas poco inteligentes, agota sus medios en razón misma de su superficialidad y su grosería, y acaba por provocar las consabidas reacciones de menosprecio, que son como la reacción provocada por el desprecio que ha manifestado el arte profano, sobre todo en sus comienzos, por el arte sagrado. Es bien sabido que nada podría suministrar un alimento más inmediatamente tangible a la irreligión que la insípida hipocresía de la imaginería religiosa; algo que estaba destinado a estimular la piedad en los creyentes no hace sino conformar a los incrédulos en su impiedad; ahora bien, es preciso reconocer que el arte sagrado no tiene en absoluto este carácter de espada de doble filo, porque, siendo más abstracto, da menos pábulo a las reacciones síquicas hostiles. Ahora, cualesquiera que sean las especulaciones que atribuyen a las masas la necesidad de una imaginería ininteligible y radicalmente falseada, el caso es que las elites existen y tiene ciertamente necesidad de otra cosa; el lenguaje que les conviene es no el que evoca las sandeces humanas, sino las profundidades divinas, y un lenguaje tal no podría emanar del simple gusto profano, ni siquiera del genio, sino que debe proceder esencialmente de la tradición, lo que implica que la obra de arte sea ejecutada por un artista santificado o «en estado de gracia».