Francisca y la muerte

– Santos y buenos días- dijo la muerte, y ninguno de los presentes la
pudo reconocer. ¡Claro!, Venía la parca con su trenza retorcida bajo el
sombrero y su mano amarilla en el bolsillo.
– Si no molesto -dijo-, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
– Pues mire- le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló
con su dedo rudo de labrador:
– Allá por los matorrales que bate el viento ¿ve? Hay un camino que sube
la colina. Arriba hallará la casa.
– “Cumplida está”, pensó la muerte, y dando las gracias echó a andar por
el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y
todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la
mañana.
Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida
ya la señora Francisca.
– “Menos mal, poco trabajo; un solo caso”, se dijo satisfecha de no
fatigarse la muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino
apretado de romerillo y rocío.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo
semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los
retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo
soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los
cañaverales no tenían una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el
suelo al aire y un olor a vida subiendo de las flores.
Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera
mirara tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué
hacerse? ; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así pues echo y echo a andar la muerte por los caminos hasta llegar a
casa de Francisca.
– Por favor, con Panchita -dijo adulona la muerte.
– Abuela salió temprano -contestó una nieta de oro, un poco temerosa
aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
– ¿Y a qué hora regresa? -preguntó.
– ¡Quién lo sabe! -dijo la madre de la niña-. Depende de los quehaceres
por el campo, anda trabajando.
Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda,
por tanto mundo bonito y ajeno.
– Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
– Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta
el anochecer.
“¡Chin!”, Pensó la muerte, “se me irá el tren de las cinco. NO; mejor
voy a buscarla”. Y levantando su voz, dijo la muerte:
– ¿Dónde, me dijo, pudiera encontrarla ahora?
– De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz sembrando.
-¿Y dónde está el maizal? ­preguntó la muerte.
– Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
– Gracias- dijo secamente la muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Soltóse
la trenza la muerte y rabió:
– “¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!” Escupió y continuó su
sendero
sin tino. Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y
la
nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un
caminante:
-Señor, ¿Pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos caminos?
– Tiene suerte -dijo el caminante-, media hora lleva en casa de los
Noriega.
Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
– Gracias- dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un
nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar
el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde
la mitad del esfuerzo. Así, por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a
casa de los Noriega.
– Con Francisca, a ver si me hace el favor.
– Ya se marchó.
– ¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto?
-¿Por qué tan de pronto? -le respondieron-. Sólo vino a ayudarnos con el
niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
-Bueno… verá -dijo la muerte turbada-, es que siempre una hace la
sobremesa en todo, digo yo.
– Entonces usted no conoce a Francisca.
– Tengo sus señas -dijo burocrática la impía.
– A ver; dígalas -esperó la madre. y la muerte dijo:
– Pues… con arrugas; desde luego ya son sesenta años.
– ¿Y qué más?
– Verá… el pelo blanco… casi ningún diente propio… la nariz,
digamos…
– ¿Digamos qué?
– Filosa.
– ¿Eso es todo?
– Bueno… además de nombre y dos apellidos.
– Pero usted no ha hablado de sus ojos.
– Bien; nublados… sí, nublados han de ser… ahumados por los años.
– No, no la conoce -dijo la mujer-. Todo lo dicho está bien, pero no los
ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Esa, a quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin
preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del
sombrero.
– Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que Francisca
estaba a un tiro de ojo de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas
sólo vio la muerte la pastura recién cortada y nada de Francisca, ni
siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los
botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó
la hora:
– “¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!” Y echó la
muerte de regreso, maldiciendo. Mientras,a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y,
sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso:
– Francisca, ¿cuándo te vas a morir? –
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el
saludo alegre:
– Nunca -dijo-, siempre hay algo que hacer.

hagamos un trato

Hagamos un trato…

Si una vez adviertes que te miro a los ojos,
y una veta de amor reconoces en los míos,
no pienses que deliro,
piensa simplemente que puedes estar conmigo.
Si otras veces me encuentras huraña sin motivo,
no pienses que es flojera;
igual puedes contar conmigo.
Pero hagamos un trato: yo quisiera contar contigo,
es tan lindo saber que existes,
uno se siente vivo y cuando digo esto,
no es para que vengas corriendo en mi auxilio,
sino para que sepas tú siempre puedes contar conmigo.

De Mario Benedetti.

No oyes ladrar a los perros

No oyes ladrar los perros

Juan Rulfo

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A MANERA DE PRESENTACIÓN

Ahi tienes que había una vez un muchacho más loco, que toda la vida se la había pasado sueñe y sueñe. Y sus sueños eran, como todos los sueños, puras cosas imaginarias. Primero soñó en que se encontraba de pronto con la bolsa llena de dinero y que compraba todos los dulces de todos los sabores que había en todas las tiendas del mundo. Así era de rico. Después soñó en tener una bicicleta y unos patines y una buena bola de cani­cas. Más tarde, soñó en ser chofer o maquinista de un tren para recorrer lugares. Y se pasaba las tardes tirado de barriga en el suelo, soñando en las cosas interesantes que habría más allá de los cerros que tenía enfrente. En el pueblo de él había unos cerros muy altos. Y a veces soñaba ser un zopilote y volar, muy suavemente como vuelan los zopilotes hasta dejar atrás aquel pueblo donde no sucedía nunca nada interesante.

Una vez vinieron los Reyes Magos y le trajeron un libro lleno de monitos donde se contaban historias de piratas que reco­rrían las tierras y los mares más raros que tú o yo hayamos visto. Desde entonces no tuvo otro quehacer que estarse leyen­do aquella clase de libros donde él encontraba un relato pare­cido al de sus sueños.

Se volvió muy flojo. Porque a todos los que les gusta leer mucho, de tanto estar sentados, les da flojera hacer cualquier otra cosa. Y tú sabes que el estarse sentado y quieto le llena a uno la cabeza de pensamientos. Y esos pensamientos viven y toman formas extrañas y se enredan de tal modo que, al cabo del tiempo, a la gente que eso le ocurre se vuelve loca.

Aquí tienes un ejemplo: Yo.

Fragmento de una carta de Juan Rulfo a Clara Aparicio 26 de mayo de 1947

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-Tú que vas allá arriba, Ignacio, díme si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
-No se ve nada.
-Ya debemos estar cerca.
-Sí, pero no se oye nada.
-Mira bien.
-No se ve nada.
-Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

-Sí, pero no veo rastro de nada.
-Me estoy cansando.
-Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

-¿Cómo te sientes?
-Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuando le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.

Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

-¿Te duele mucho?
-Algo -contestaba él.

Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.

Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los o jos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

-No veo ya por dónde voy -decía él.

Pero nadie le contestaba.

E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca.

Y él acá abajo.

-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderazaba para volver a tropezar de nuevo .

-Éste no es ningún camino. Nos dijerón que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme que ves tú que vas allá arriba, Ignacio?

-Bájame, padre.
-¿Te sientes mal?

-Sí.

-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

-Te llevaré a Tonaya.

-Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

-Quiero acostarme un rato.

-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hiio.

-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo enconrré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras verguenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal de que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajnando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le toco la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije “Ese no puede ser mi hijo.”

-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

-No veo nada.

-Peor para ti, Ignacio.

-Tengo sed.

-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

-Dame agua.

-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguantate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

-Tengo mucha sed y mucho sueño.

-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza. … Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su soten. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los te jados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejabán, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

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ES QUE SOMOS MUY POBRES

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comen­zaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a escon­der aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, to­dos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cum­plir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madru­gada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.

A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.

Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.

Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque quería­mos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.

No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pa­sar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó des­pertarla cuando le abría la puerta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerra­dos, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.

Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidien­do que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.

Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él es­taba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río roda­ban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.

Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.

La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.

Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éra­mos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas ma­las. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.

Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.

Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos herma­nas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.

La única esperanza que nos queda es que el becerro esté toda­vía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.

Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreve­rencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”

Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La pe­ligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.

-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que aca­bará mal.

Ésa es la mortificación de mi papá.

Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.

Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacu­dirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a tra­bajar por su perdición.

castillos en el aire

Castillos en el aire

Quiso volar, igual que las gaviotas,
libre en el aire, por el aire libre.
Y los demás dijeron: pobre idiota,
no sabe que volar, es imposible

Pero extendió sus alas hacia el cielo
poco a poco fue ganando altura
y los demás quedaron en el suelo
guardando la cordura.

Y construyó castillos en el aire…
a pleno sol, en nubes de algodón
en un lugar a donde nunca nadie
pudo llegar usando la razón.

Y construyó ventanas fabulosas,
llenas de luz, de magia y de color
y convocó al duende de las cosas
que tienen mucho que ver con el amor.

En los demás, al verlo tan dichoso,
cundió la alarma, se dictaron normas,
no fuera a ser que sea contagioso
tratar de ser feliz de aquella forma.

La conclusión, fue clara y contundente
lo condenaron por su chifladura,
a convivir de nuevo con la gente
vestido de cordura.

Por construir castillos en el aire
a pleno sol, en nubes de algodón
en un lugar a donde nunca nadie
pudo llegar usando la razón.

Por construir ventanas fabulosas.
llenas de luz, de magia y de color
y convocar al duende de las cosas
que tienen mucho que ver con el amor.

Así termina la historia del idiota
que libre en el aire, por el aire libre
quiso volar igual que las gaviotas,
pero eso es imposible.

Alberto Cortez

A bordo de una barca

A bordo de una barca

Po Chu I

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Tomo tus poemas

y los leo a la luz de una vela.

Cuando termino la lectura

la vela está casi consumida

pero aún no ha amanecido.

Siento escozor en los ojos;

apago la vela y permanezco sentado en la oscuridad

escuchando las olas

que suavemente empuja el viento

contra la proa de la barca.

Vivir es crear

“Vivir es crear, morir es renovarse.

Vivir y morir, en suma, es transformarse.

La amistad en todas sus variedades y atributos

es el mayor atractivo de la vida.

No te aflijas porque se crucen en tu camino

el egoísmo, la envidia, la mentira, la hipocresía,

la maldad y el olvido…

Defiéndete sin espíritu de venganza,

ten paciencia y valor, lucha, sigue adelante,

elévate, rinde culto a la verdad, el sabor

a la justicia, el trabajo, a la belleza,

al amor… y vencerás!!!

El dolor, más que el placer, te enseñará

el sentido de la vida.”

Agradezco ser mujer

Agradezco ser mujer …

Agradezco ser un animal, porque los hombres han

puesto en peligro la supervivencia del planeta.

Agradezco ser hembra, porque el hombre no es el centro del

universo, sino apenas un eslabón más en la cadena de la vida.

Agradezco que me digan que soy irracional, porque la razon

ha conducido a los peores actos de barbarie.

Agradezco no haber inventado la tecnología, porque la

tecnología ha envenenado el agua y el ozono.

Agradezco que me hayan colocado más cerca de la

naturaleza, porque nunca estaré sola.

Agradezco que me hayan confinado al hogar y a la familia,

porque puedo hacer de toda la Tierra mi hogar y mi familia.

Estoy feliz de que me llamen ama de casa,

porque puedo apoderarme de la mía.

Estoy feliz de no ser competitiva, porque

entonces seré solidaria.

Estoy feliz de ser el reposo del guerrero,

porque puedo cortarle el pelo mientras duerme.

Estoy feliz de que me hayan excluido del campo

de batalla, porque la muerte no me es indiferente.

Estoy feliz de haber sido excluida del poder,

porque lejos del poder me alejo de la ambición

y la codicia.

Estoy feliz de que me hayan excluido del arte y

la ciencia, porque los puedo inventar de nuevo.

Me agrada saber que mi cerebro es más pequeño

que el cerebro del hombre, porque entonces mi

cerebro cabe en todas partes.

Me agrada que me digan que carezco de lógica,

porque entonces puedo crear una lógica menos fría

y más vital.

Me agrada que me digan que soy vanidosa,

porque puedo mirarme al espejo sin sentirme culpable.

Me agrada que me digan que soy emocional,

porque puedo llorar y reír a gusto.

Me agrada que me digan que soy histérica,

porque entonces puedo lanzar los platos a la

cabeza de quien intenta hacerme daño.

Me gusta que me llamen bruja, porque entonces

puedo cambiar la dirección de los vientos a mi favor.

Me gusta que me llamen demonio, porque

puedo quemar el lecho donde me abusan.

Me gusta que me llamen puta, porque entonces puedo

hacer el amor con quien me dé la gana.

Me gusta que me digan débil, porque me

recuerdan que la unión hace la fuerza.

Me gusta que me digan chismosa, porque

nada de lo humano me será ajeno.

Pero lo que más agradezco, lo que más me

agrada, lo que más me gusta y lo que me

hace más feliz, es que me digan loca, porque

entonces ninguna libertad me será negada.

Una y mil veces me quemó la Inquisición y

aprendí a nacer de las cenizas.

Me encerraron en un harén y encerrada

no dejé de reír.

Me pusieron un cinturón de castidad y

adquirí las artes de un cerrajero.

Cargué fardos de leña y me hice fuerte.

Me pusieron velos en la cara y aprendí

a mirar sin ser vista.

Me despertaron los niños a medianoche

y aprendí a mantenerme en vigilia.

No me enviaron a la Universidad y aprendí

a pensar por mi cuenta.

Transporté cántaros de agua

y supe mantener el equilibrio.

Me extirparon el clítoris

y aprendí a gozar con todo el cuerpo.

Pasé días bordando y tejiendo

y mis manos aprendieron

a ser más exactas

que las de un cirujano.

Segué trigo y coseché maíz,

pero me quitaron la comida

y con hambre aprendí a vivir.

Me sacrificaron a los dioses

y a los hombres

y volví a vivir.

Me golpearon y perdí los dientes

y volví a vivir.

Me asesinaron y me ultrajaron

y volví a vivir.

Me quitaron a mis hijos

y en el llanto volví a la vida.

Con tanta fortaleza acumulada,

con tantas habilidades y destrezas aprendidas,

Mujer, si lo intentas,

tú puedes dar vuelta el mundo…

Tatiana Lobo-Chilena

Nacionalizada Costarricense

Inedito

“Las condiciones ideales que estás buscando

no existen. Jamás se podrá eliminar un cierto número

de defectos. El truco consiste en saber que, a pesar de

todos esos defectos, eres una persona extraordinaria. 

Tú te conoces muy bien, pero intenta ir más allá de

los límites a los cuales estás habituado; intenta ser –

durante diez minutos por dia- aquella persona que siempre deseaste ser.

Si el problema es la inhibición, fuerza una

conversación. Si el problema es la culpa, siéntete

aprobado. Si la dificultad es sentirte rechazado por

el mundo, procura conscientemente, atraer todas

las miradas. Pasarás por una que otra

situación difícil, pero valdrá la pena.

Quien consigue ser lo que soñó durante diez minutos

por dia, ya está haciendo un progreso grande”.

Paulo Coelho – Inédito

La voz del maestro

GIBRÁN KHALIL GIBRÁN
LA VOZ DEL MAESTRO
(1959)

I

EL MAESTRO Y EL DISCÍPULO

1. VIAJE DEL MAESTRO A VENECIA

Y sucedió que el Discípulo vio al Maestro pasear en silencio arriba y abajo del jardín, y en su pálido semblante mostrábanse señales de profunda .tristeza. El Discípulo saludó al Maestro en nombre de Alá y le preguntó cuál era la causa de su dolor. El Maestro hizo un ademán con el báculo y rogó al Discípulo que se sentase en la piedra junto al estanque de los peces. Así lo hizo el Discípulo, preparándose a escuchar la voz del Maestro.

Y éste dijo:

Quieres que te relate la tragedia que mi Memoria repite cada día y cada noche en el escenario de mi corazón. Estás cansado ya de mi prolongado silencio y del secreto que no te revelo, y te atribulas ante mis suspiros y -lamentaciones. Te dices a tí mismo: “Si el Maestro no me admite en el templo de sus tristezas, ¿cómo voy a poder penetrar jamás en la morada de sus afectos?”
Escucha mi historia… Préstame oído, pero no me compadezcas, porque la piedad es parados débiles, y yo estoy fuerte todavía en medio de mi aflicción.
Desde los días de mi juventud me ha venido persiguiendo en el sueño y en la vigilia el fantasma de una extraña mujer. La veo cuando estoy a solas por la noche, sentada junto a mi lecho. En el silencio de la medianoche escucho, su dulce voz. Muchas veces, al cerrar los ojos, siento el tacto de sus suaves dedos en mis labios; y cuando abro los ojos, el miedo me invade y repentinamente empiezo a escuchar el susurro de los ecos de la Nada…
Frecuentemente me siento desorientado y me digo: “¿No será mi fantasía la que me hace dar vueltas hasta parecer que me pierdo entre las nubes? ¿No habré forjado yo desde lo más hondo de mis sueños una nueva divinidad de voz melodiosa y manos tibias? ¿He perdido acaso los sentidos y, en medio de mi locura, he creado esta cara y amada compañera? ¿Me he retirado de la sociedad de los hombres y del bullicio de la ciudad para poder estar a solas con el objeto de mi adoración? ¿Habré cerrado los ojos y los oídos a las formas y rumores de la Vida, para poder admirarla mejor y escuchar su melodiosa voz?
Me pregunto a mí mismo muchas veces: “¿Soy un loco a quien le place estar solo, y que de los fantasmas de su soledad modela una compañera y esposa para su alma?”
Te hablo de una Esposa y te asombra el oír esta palabra. Pero, ¿cuántas veces nos desconcertamos ante una experiencia extraña que rechazamos como imposible, aunque su realidad no puede borrarse de nuestra mente por mucho que lo intentemos?
Esta mujer de mis visiones ha sido en realidad mi esposa, y ha compartido conmigo los gozos y sinsabores de la vida. Cuando me despierto por la mañana, la veo reclinada sobre mi almohada, mirándome con ojos rutilantes de bondad y amor maternal. Está conmigo cuando planeo cualquier empresa y me ayuda a realizarla. Cuando me siento a comer, ella toma asiento junto a mí e intercambiamos ideas y palabras. Al anochecer, está conmigo de nuevo y me dice:
-Llevamos mucho tiempo encerrados en este lugar. Salgamos a caminar por los campos y las praderas.
Entonces dejo mi trabajo y la sigo por el campo, nos sentamos en una piedra elevada y contemplo el horizonte distante. Ella me señala la nube dorada y me hace notar la canción que gorjean los pájaros antes de retirarse a pasar la noche, agradeciendo al Señor por la dádiva de su libertad y de su paz.
De cuando en cuando viene a mi habitación, en mis momentos de ansiedad y tribulación. Pero, en cuanto la diviso, todos mis cuidados y zozobras se truecan en alegría y calma. Cuando mi espíritu se subleva contra la injusticia del hombre para el hombre, y veo su rostro entre otros rostros de los cuales estoy dispuesto a huir, sosiégase la tempestad de mi corazón, a la que sucede su voz celestial de paz. Cuando estoy sólo y los crueles dardos de la vida despedazan mi corazón y me encadenan a la tierra los grilletes de la vida, observo que mi compañera me mira con los ojos llenos de amor, y mi amargura se torna en mansedumbre, y la Vida se me antoja un Edén de felicidad.
Acaso me preguntes cómo puedo estar contento con esta existencia tan rara, y cómo un hombre como yo, en plena primavera de la vida, es capaz de encontrar alegría en fantasmas y ensueños. Pero yo te digo que los años que he pasado en tal estado constituyen la piedra angular de cuanto he llegado a conocer sobre la vida, la Belleza, la Dicha y la Paz.
Porque la compañera de mi fantasía y yo hemos sido como pensamientos que flotan libremente ante la luz del Sol o sobre la superficie de las aguas, entonando un cántico a la luz de la Luna… Un cántico de paz que endulza el espíritu y conduce a la belleza inefable.
Vida es lo que vemos y experimentamos a través del espíritu; pero llegamos a conocer el mundo que nos rodea a través de nuestro entendimiento y de nuestra razón. Y ese conocimiento nos produce gran alegría o tristeza. Yo estaba destinado a experimentar la tristeza antes de llegar a los treinta años. Ojalá hubiese muerto antes de alcanzar los años que secaron la sangre de mi corazón y la savia de mi vida, deJ andome como un árbol seco con ramas que ya no se columpian a la dulce brisa, y en las que no construyen sus nidos los pájaros.
El Maestro se calló y sentándose junto a su Discípulo, continuó:

Hace veinte años, el gobernador del Monte Líbano me mandó a Venecia en una misión de estudio, con una carta de recomendación para el alcalde de la ciudad, a quien había conocido en Constantinopla. Zarpé del Líbano a borde de una nave italiana en el mes de Nisán. El aire primaveral era fragante y las nubes blancas se cernían sobre el horizonte como hermosas pinturas. ¿Con qué palabras podré describirte el júbilo que sentí durante la travesía? Todas son muy pobres y muy escasas para expresar los sentimientos que laten en el corazón del hombre.
Los años que pasé con mi etérea compañera estuvieron llenos de gozo, de delicias y de paz. Jamás sospeché que el Dolor estuviese esperándome, ni que el Sufrimiento acechase en el fondo de mi copa de Alegría.
Cuando el vehículo me apartaba de mis montañas y valles nativos y me acercaba a la costa, mi compañera iba sentada a mi lado. Estuvo conmigo los tres días jubilosos que pasé en Beirut, recorriendo la ciudad junto a mí, deteniéndose donde yo me detenía, sonriendo cuando me topaba con algún amigo.
Cuando me senté en el balcón del hotel que dominaba la ciudad, ella se incorporó a mis sueños.
Pero un gran cambio se efectuó -en mí cuando estaba a punto de embarcarme. Sentí una mano misteriosa que me agarraba y tiraba de mí hacia atrás; y oí en mi interior una voz, que murmuraba:
– ¡Regresa! ¡No te vayas! ¡Vuélvete al puerto antes de que se dé el barco a la vela!
Pero yo no quise escuchar aquella voz. Cuando izaron las velas, me sentí como un pájaro que de repente hubiera caído entre las garras de un halcón y que lo arrebataba a lo alto del cielo.
Al anochecer, cuando las montañas y las colinas del Líbano no se perdían en el horizonte, me encontré solo en la popa de la embarcación. Miré en torno, buscando a la mujer de mis sueños, a la mujer que amaba mi corazón, a la esposa de mis días, pero ya no estaba junto a mí. La hermosa doncella cuyo semblante veía cada vez que miraba al cielo, cuya voz escuchaba en el sosiego de la noche, cuya mano sostenía cuando vagaba por las calles de Beirut… ya no estaba junto a mí.
Por vez primera en mi vida me encontré completamente solo en un bajel que surcaba el mar profundo. Me puse a pasear por cubierta, llamándola desde el fondo de mi cora zón, mirando a las olas con la esperanza de descubrir su rostro. Pero todo fue en vano. A medianoche, cuando todos los pasajeros se habían retirado, yo seguía en cubierta, solo, atormentado y lleno de ansiedad.
De repente levanté los ojos, ¡y allí estaba la compañera de mi vida, por encima de mí, en una nube, a corta distancia de la proa! Salté de gozo, abrí anchurosamente los brazos y exclamé:
-¡Por qué me has abandonado, amada mía! ¿Adónde te has ido? ¿Dónde has estado? ¡Acércate amorosamente a mí y ya no me dejes solo jamás!
Pero ella no se movió. En su cara advertí señales de pena y amargura, que jamás hasta entonces había visto. Hablando quedamente y en tono triste, me dijo:
-He surgido de las profundidades del mar para verte una vez más. Vete ahora a tu camarote y duérmete,. entr.egado al sueño.
Dichas estas palabras, se fundió con las nubes y se desvaneció. La llamé a gritos frenéticamente, como un niño hambriento. Abrí los brazos en todas las direcciones, pero lo único que estrecharon fue el aire nocturno, denso de humedad. Bajé a mi litera, sintiendo dentro de mí el flujo y el reflujo de los furiosos elementos. Era como si estuviese a bordo de otra nave completamente distinta, agitado por las ríspidas marejadas de la Perplejidad y la Desesperación.
Por extraño que parezca, en cuanto toqué con el rostro la almohada, me quedé profundamente dormido.
Soñé, y en mi sueño vi un manzano en forma de cruz, pendiente de la cual, como crucificada, estaba la compañera de mi vida. De sus manos y pies manaban gotas de sangre, que caían sobre las flores marchitas del árbol.
La embarcación bogaba día y noche, pero yo me sentía como en trance, no sabiendo si era un ser humano que viajaba a un clima distinto o un espectro que se movía a través de un cielo encapotado. En vano imploré a la Providencia para que me concediese oír el rumor de su voz, o ver un atisbo de su sombra, o gozar la suave caricia de sus frágiles dedos sobre mis labios.
Transcurrieron catorce días y seguía todavía solo. El día decimoquinto, a la luz de la Luna, avistamos la costa de Italia a lo lejos y entre dos luces arribamos al puerto. Un gentío a bordo de góndolas ornamentadas con insignias salió al encuentro de la nave para dar la bienvenida de la ciudad a los pasajeros.
La ciudad de Venecia está situada sobre muchas pequeñas islas, próximas la una a la otra. Sus calles son canales y sus numerosos palacios y residencias están construidas sobre el agua. Las góndolas son su único medio de transporte.
Mi gondolero me preguntó adónde iba, y cuando le dije, que quería visitar al alcalde de Venecia, me miró con extraño misterio. Según nos internábamos por los canales, la noche fue extendiendo su manto negro sobre la ciudad. Brillaban luces en las ventanas abiertas de los palacios y de las iglesias, y sus reflejos en el agua daban a la ciudad el aspecto de algo entrevisto en la visión fantasmagórica de un poeta, hechicera y encantadora a la vez.
Cuando la góndola llegó a la confluencia de los canales, escuché de pronto el trágico tañido de las campanas de una iglesia. Aunque estaba en trance espiritual, ausente totalmente de la realidad, los ecos se hundieron en mi corazón y me deprimieron el espíritu.
La góndola atracó y quedó amarrada al pie de una escalinata de mármol que llevaba a una calle enlosada. El gondolero señaló hacia un suntuoso palacio que se erguía en medio de un jardín, y me dijo:
-Aquí está tu destino.
Lentamente fui subiendo los peldaños que conducían hasta el palacio, seguido por el gondolero que cargaba mis pertenencias. Al llegar a la puerta, le pagué y despedí, dándole las gracias.
Llamé y la puerta se abrió. Cuando entré, me saludaron rumores de llantos y sollozos. Me estremecí y me quedé estupefacto. Se me acercó un anciano criado de la casa que me preguntó en tono sombrío qué deseaba.
-¿Es éste el palacio del alcalde? -le pregunté.
Me dijo que sí con una inclinación de cabeza. Entonces le entregué la misiva que me diera el gobernador del Líbano. La miró y se retiró solemnemente hacia la puerta que comunicaba con el salón de recepciones.
Me volví hacia el criado joven y le pregunté la causa de la tristeza que se cernía sobre la habitación. Me contestó que ese mismo día había muerto la hija del alcalde, y mientras decía estas palabras, se cubrió el rostro y derramó lágrimas amargas.
Imagínate lo que podía sentir un hombre que acababa de surcar el océano, fluctuando entre la esperanza y la desesperación y que-, al terminar su viaje, se encontraba a la puerta de un palacio poblado por los crueles fantasmas de la consternación y el llanto. Imagínate los sentimientos de un extranjero que busca hospitalidad y descanso en un palacio, y que sólo se halla con las alas blancas de la muerte.
No tardó en regresar el viejo criado, y con una inclinación me dijo:
-El álcalde os espera.
Me acompañó hacia otra puerta que había al extremo de un pasillo y con un ademán me invitó a pasar. Allí me encontré con un conjunto de sacerdotes y otros dignatarios, hundidos en el más profundo silencio. En el centro de la estancia me recibió un hombre anciano de luenga barba blanca, que me estrechó la mano y me dijo:
-Tenemos la desgracia de daros la. bienvenida cuando venís de tierras tan remotas, en un día que lloramos la pérdida de nuestra amadísima hija. Sin embargo, confío en que nuestra pena no interfiera para nada con vuestra misión, que puedo aseguraros haré lo posible por atender.
Le di las gracias por su bondad y expresé mis condolencias más sinceras. Tras lo cual me señaló un asiento y yo me incorporé al austero y silencioso grupo.
Al contemplar los tristes rostros de los presentes y escuchar sus sollozos ahogados, sentí que el corazón se me agobiaba de abatimiento y dolor.
No tardaron en marcharse uno tras otro los dolientes y sólo quedamos el atribulado padre y yo. Cuando también yo hice ademán de retirarme, me retuvo y me dijo:
-Amigo mío, os suplico que no os vayáis, Sed nuestro huésped, si es que no tenéis inconveniente en acompañarnos en nuestro luto.-Sus palabras me conmovieron hondamente, asentí con un ademán y él siguió diciendo:-Los hombres del Líbano son sumamente hospitalarios con los extranjeros; no debemos dejarnos ganar en bondad y cortesía por nuestro invitado del Líbano.
Tocó una campanilla y apareció un mayordomo, vestido con un magnífico uniforme.
-Muestra a nuestro huésped el aposento del ala oriental -le dijo- y haz que lo atiendan como se merece mientras está con nosotros.
El mayordomo me condujo a una habitación espaciosa y amueblada con lujo. En cuanto se retiró, me dejé caer en el diván y empecé a reflexionar sobre mi situación en esta tierra extranjera. Pasé revista á las primeras horas que había pasado en ella, tan lejos de mi patria nativa.
A los pocos minutos regresó el mayordomo, trayéndome la cena en una bandeja de plata. Después de comer, me puse a pasear por la estancia, asomándome de cuando en cuando a la ventana para contemplar el cielo veneciano y escuchar las voces de los gondoleros y el rítmico batir de sus remos. No tardé en sentirme adormilado y, reclinando mi fatigado cuerpo en la cama, me entregué completamente a un olvido de todo, en que se mezclaba el aturdimiento del sueño con el despejo de la vigilia.
No sé cuántas horas estaría sumido en este estado, porque hay grandes espacios de la vida que atraviesa el espíritu y no seríamos capaces de medir con el tiempo, ese invento del hombre. Lo único que sentí entonces y siento todavía es la poco venturosa condición en que me encontraba.
De pronto advertí qué un fantasma flotaba sobre mí; era un espíritu sutil que me llamaba, aunque no con señales sensibles. Me levanté y me dirigí hacia el pasillo, como impelido o arrastrado por alguna fuerza divina. Caminaba sin voluntad, como en sueños y se me antojaba que me movía en un mundo más allá del tiempo y del espacio.
Cuando llegué al fondo del corredor, abrí una puerta y me encontré en una antecámara de vastas proporciones, en cuyo centro se levantaba un féretro rodeado de cirios llameantes y guirnaldas de flores blancas. Me arrodillé junto al ataúd y miré a la figura que yacía inerte en él. Allí, delante de mí, cubierta por el velo de la muerte, estaba la faz de mi adorada, de la compañera de mi vida. Era la mujer a quien tanto amara, yerta ahora en el frío de la muerte, envuelta en un sudario blanco, rodeada de blancas flores y velada por el silencio de los siglos.
¡Oh Señor del Amor, de la Vida y de la Muerte! Tú eres el creador de nuestras almas. Tú guías nuestros espíritus hacia la luz y hacia las tinieblas. Tú calmas nuestros corazones y los sobresaltas de dolor o de esperanza. Tú me acabas de mostrar a la compañera de mi juventud en esta forma helada e inerte. Señor, Tú me has arrancado de mi patria para llevarme a otra y me has revelado el poder de la muerte sobre la vida y del dolor sobre la alegría. Tú has plantado un lirio blanco en el desierto de mi quebrantado corazón y me has trasladado a un valle remoto para enseñarme otro lirio seco.
¡Oh amigos de mi soledad y mi destierro! Dios ha querido que apure el cáliz amargo de la vida. Hágase su voluntad. No somos más que frágiles átomos en el cielo infinito; y sólo nos cabe obedecer y acatar la voluntad de la Providencia.
Si amamos, ese amor no es de nosotros ni para nosotros. Si nos regocijamos, nuestro gozo no está en nosotros sino en la vida misma. Si padecemos, nuestro sufrimiento no está en nuestras heridas, sino en el corazón mismo de la Naturaleza. No estoy lamentándome al narrarte esta historia, porque el que se lamenta duda de la vida, y yo soy un firme creyente. Creo en el valor de las hieles que van mezcladas en cada brebaje que apuro en la copa de la vida. Creo en la belleza del dolor que penetra y satura mi corazón. Creo en la compasión última de estos dedos de acero que me despedazan el alma.
Esta es mi historia. ¿Cómo voy a poder terminarla, cuando en realidad no tiene fin?
Me quedé arrodillado ante el féretro, hundido en el silencio y estuve contemplando aquél semblante angelical hasta que llegó la aurora. Entonces me levanté y volví a mi aposento, abatido bajo el peso abrumador de la Eternidad y sostenido por el dolor de toda la humanidad sufriente.
Tres semanas después abandoné Venecia y regresé al Líbano. Antojábaseme que había vivido miles de años en las vastas y mudas profundidades del pasado.
Pero la visión me siguió. Aunque la volví a encontrar muerta, en mí continuaba viva aún. A su sombra he padecido y he aprendido. Tú sabes perfectamente bien, discípulo mío, cuáles han sido mis sufrimientos.
Me he esforzado por comunicar a mi pueblo y a sus gobernantes el conocimiento y la sabiduría: Llevé a Al-Haris, gobernador del Líbano, el llanto de los oprimidos que estaban siendo vejados y aplastados por las injusticias y perversidades de los funcionarios de su Estado y de los dignatarios de la iglesia.
Le aconsejé que siguiese el camino de sus antepasados y tratase a sus súbditos como ellos, con clemencia, caridad y comprensión. Le dije: “El pueblo es la gloria de nuestro reino y la fuente de su prosperidad.” Díjele más todavía: “Cuatro cosas hay que un gobernante debe desterrar de su reino: la ira, la avaricia, la mentira y la violencia.”
Por estas y otras enseñanzas, fui castigado, desterrado y excomulgado por la Iglesia.
Pero llegó una noche en que Al-Haris, con el corazón atribulado, no podía conciliar el sueño. De pie ante su ventana contemplaba el firmamento. ¡Qué maravilla! ¡Cuántos cuerpos celestes perdidos en el infinito! ¿Quién creó este mundo misterioso y admirable? ¿Quién dirige las trayectorias de estas estrellas? ¿Qué relación tienen estos remotos cuerpos con el nuestro? ¿Quién soy yo y por qué estoy aquí? Todas estas preguntas se formulaba Al-Haris a sí mismo.
Entonces se acordó de mi destierro y se arrepintió del duro trato a que me había sometido. Inmediatamente mandó a buscarme, implorando mi perdón. Me hizo merced de un manto oficial y me proclamó su consejero ante todo el pueblo, mientras me colocaba una llave de oro en la mano. No siento la menor pesadumbre por mis años de destierro. El que quiera buscar la verdad y anunciarla a la humanidad tiene que sufrir. Mis dolores me han enseñado a comprender los de mi prójimo; ni la persecución ni el destierro han empañado la visión que palpita dentro de mí.
Y ahora estoy fatigado…

Terminada su historia, el Maestro despidió a su Discípulo, que se llamaba Almuhtada, lo cual quiere decir “el Converso”, y se dirigió a su retiro para reposar en cuerpo y alma del cansancio de los viejos recuerdos.

2. MUERTE DEL MAESTRO

Dos semanas después, el Maestro enfermó y una multitud de admiradores suyos acudió a la ermita para preguntar por su salud. Cuando llegaron a la puerta del jardín, vieron que salían de las habitaciones del Maestro un sacerdote, una monja, un médico y Almuhtada. El Discípulo amado anunció la muerte del Maestro. El gentío empezó a llorar y a sollozar, pero Almuhtada no derramó una sola lágrima ni habló una palabra.
Quedóse algún tiempo hundido en sus propios pensamientos, hasta que por fin se irguió sobre la piedra del estanque de los peces y habló:
Hermanos y compatriotas: acaban todos de escuchar la triste noticia de la muerte del Maestro. El inmortal Profeta del Líbano se ha entregado al sueño eterno y su alma bien aventurada se eleva por encima de nosotros en los cielos del espíritu, más allá de la tristeza y de la pesadumbre. Su alma se ha desprendido de la esclavitud del cuerpo,y ha arrojado las cargas y la fiebre de esta vida terrenal.
El maestro ha abandonado este mundo material, ataviado con las vestiduras de la gloria y ha pasado a otro mundo libre de penalidades y aflicciones. Ahora está donde nuestros ojos no pueden verlo ni nuestros oídos escucharle. Mora en el mundo del espíritu, cuyos habitantes lo necesitan acuciosamente. Está ahora adquiriendo el conocimiento de un nuevo cosmos, cuya historia y hermosura siempre lo han fascinado y cuya lengua él se ha esforzado siempre por aprender.
Su vida en esta tierra constituyó una larga cadena de hechos gloriosos. Fue una vida de meditación constante, porque el Maestro no descansaba más qué en el trabajo. Amaba el trabajo, que definió como amor visible.
Fue la suya un alma inquieta, que no podía descansar sino en el regazo de la vigilia. Fue el suyo un corazón amante que rebosaba de bondad y de celo.
Tal fue la vida que llevó en esta tierra…
Era un manantial de sabiduría que brotaba del seno de la Eternidad, una corriente pura de ese conocimiento que riega y vivifica la mente del Hombre.
Y ahora ese río ha desembocado en las playas de la Eternidad. ¡Que ningún intruso lo llore ni derrame lágrimas por su partida!
Debe tenerse presente que sólo los que han estado frente al Templo de la Vida, sin hacer fructificar la tierra con una gota de sudor de su frente, se hacen acreedores a las lágrimas y a las lamentaciones cuando la abandonan.
Pero, ¿no pasó por ventura el Maestro todos los días de su vida trabajando en beneficio de la Humanidad? ¿Hay entre los presentes alguno que no haya bebido de la fuente pura de su sabiduría? Por eso, el que desee honrarlo que ofrezca a su alma bienaventurada un himno de alabanza y acción de gracias, no los ecos lúgubres de sus lamentos. El que desee rendirle el homenaje que se merece, que asimile el conocimiento en los libros llenos de sabiduría que ha legado al mundo.
¡Al genio nada se le da, sólo se recibe de él! Sólo así debe honrárselo. No hay que llorar por él, sino alegrarse y beber de lo hondo de su sabiduría. Solamente así podrá pagársele el tributo que se le debe.

Después de oír las palabras del Discípulo, la muchedumbre se retiró y todos volvieron a sus casas con una sonrisa en los labios y con cánticos de acción de gracias en el corazón.
Almuhtada quedó solo en este mundo, pero la soledad jamás tomó posesión de su corazón, porque la Voz del Maestro resonó siempre en sus oídos, exhortándolo a seguir trabajando y a sembrar las palabras del Profeta en los corazones y mentes de cuantos querían escucharlo por su libre voluntad. Pasaba muchas horas en el jardín meditando a solas sobre los pergaminos que le entregara el Maestro, y en los cuales había dejado escritas sus palabras de sabiduría.
A los cuarenta días continuos de meditación, Almuhtada abandonó el retiro de su Maestro y empezó a peregrinar por los villorios, aldeas y ciudades de la Antigua Fenicia.
Un día que cruzaba la plaza del mercado de la ciudad de Beirut, lo siguió una muchedumbre. Se detuvo en un paseo público, el gentío se agolpó en torno suyo y él les habló con la voz del Maestro, diciendo:

El árbol de mi corazón está cargado de frutos; venid, vosotros los hambrientos y recogedlos. Comed y saciaos… Venid y recibid de la abundancia de mi corazón y aliviadme la carga. Mi alma se abate bajo el peso del oro y de la plata. Venid, buscadores de tesoros ocultos, llenad vuestras bolsas y aligerad mi peso…
Mi corazón rebosa hasta los bordes con el vino de los siglos. Venid, todos los sedientos, bebed y apagad vuestra sed. El otro día vi a un rico de pie a la puerta del templo, extendiendo sus manos llenas de piedras preciosas a los transeúntes, mientras los llamaba y decía:
Tengan piedad de mí. Quítenme estas joyas de encima, porque han debilitado mi alma y endurecido mi corazón. Compadézcanse de mí, llévenselas y devuélvanme la salud.
Pero ninguno de los fieles prestaba oídos a sus súplicas. Me quedé mirando al hombre y dije para mis adentros: Seguramente sería mejor que fuese un mendigo, que vagase por las calles de Beirut alargando su mano temblorosa, pidiendo limosnas y que se volviese a casa por la noche con las manos vacías.
He visto a un acaudalado y generoso jeque de Damasco plantar sus tiendas en el desierto árido de Arabia y en las laderas de las montañas. Al anochecer enviaba a sus esclavos a buscar viajeros para darles albergue y acogida en sus tiendas. Pero los ásperos caminos estaban solitarios y los criados no le llevaron jamás invitado alguno.
Y reflexioné sobre la suerte del triste jeque y el corazón me habló, diciendo: “Indudablemente, sería, mejor que fuese un pordiosero, con un báculo en la mano y una escudilla colgándole del brazo y que compartiese al mediodía el pan de la amistad con sus compañeros junto a los montones de basura de las afueras de la ciudad…”
Vi en Líbano a la hija del gobernador, que se levantaba del lecho ataviada con un manto precioso. Llevaba la cabellera ungida de almizcle y su cuerpo estaba envuelto en perfumes. Paseaba por el jardín del palacio de su padre en busca de un enamorado. Las gotas de rocío que humedecían la hierba mojaban la orla de su vestido. ¡Pero ay! Entre todos los súbditos de su padre no había quien la amase.
Al reflexionar sobre el ánimo atribulado de la hija del gobernador, mi alma me advirtió, diciéndome: “¿No sería mejor para ella acaso ser la hija de un oscuro labrador, que condujese al pasto las ovejas de su padre y las volviese al aprisco al anochecer, entre las fragancias de la tierra y de las viñas, con su tosco vestido de pastora?” Por lo menos, por mal que le fuesen las cosas, podría huir furtivamente de la cabaña de su padre y en el silencio de la noche salir en busca de su amado, que la esperaría junto al arroyuelo murmurante.
El árbol de mi corazón está cargado de frutos. Venid, almas hambrientas, recogedlos, comed y saciaos. Mi espíritu rebosa de vino añejo. Venid, corazones sedientos, bebed y apagad vuestra sed…
Ojalá fuera yo un árbol que no floreciese ni diese fruto; porque el dolor de la fertilidad es más cruel que la amargura de la infecundidad; y el sufrimiento del generoso acaudalado es más terrible que la miseria del pobre mendigo…
Ojalá fuera yo un pozo seco, para que la gente arrojase piedras a mis profundidades. Porque es preferible ser un pozo vacío -que una fuente de agua pura, no tocada por labios sedientos.
Pediría a Dios ser una caña rota, pisoteada por el pie del hombre, porque eso es mejor que ser una lira en casa de alguien que tenga los dedos llagados y todos los miembros de su hogar sean sordos.
Oídme, hijos e hijas de mi patria; meditad sobre estas palabras que os han llegado a través de la voz del Profeta. Haced un hueco para ellas en los senos de vuestro corazón y que la semilla de la sabiduría germine en el jardín de nuestra alma. Porque este es el don precioso del Señor.

Y la fama de Almuhtada se extendió por toda la tierra y mucha ‘gente acudía a rendirle homenaje de otros países y a escuchar al vocero del Maestro.
Acosábanle médicos, letrados, poetas y filósofos con diversas preguntas, dondequiera que lo encontraban, lo mismo en la calle que en la iglesia, en la mezquita, en la sinagoga o en cualquier lugar en que se, congregasen los hombres. Sus mentes quedaban enriquecidas con sus hermosas palabras, que pasaban de boca en boca.
Les hablaba de la Vida y de la Realidad de la Vida, diciéndoles así:

El hombre es como la espuma del mar, que flota sobre la superficie del agua. Cuando sopla el viento, se desvanece como si nunca hubiese existido. Así son nuestras vidas arrebatadas por el soplo de la Muerte…
La Realidad de la Vida es la Vida misma, que no comienza en el vientre de la madre ni termina en la tumba.
Porque los años que pasan no son más que un momento en la vida eterna; y el mundo de la materia y cuanto en él hay no es sino un sueño comparado con el despertar que llamamos el terror dula Muerte.
El éter propaga todos los ecos de nuestra risa, todos los suspiros que exhalan nuestros corazones y conservan su resonancia, que responde a cada veso nacido de la alegría.
Los ángeles llevan la cuenta de cada lágrima derramada por la tristeza, y llevan a los oídos de los espíritus que flotan en el cielo del Infinito cada canción de Alegría emanada de nuestros afectos.
Allí, en el mundo futuro, vamos a ver y sentir todas las vibraciones de nuestras emociones y todos los movimientos de nuestro corazón. Comprenderemos el significado de la divinidad que hay dentro de nosotros y a la que no prestamos atención porque estamos arrastrados por la Desesperación.
Esa acción que, en medio de nuestra culpa, llamamos hoy flaqueza, aparecerá mañana como eslabón esencial de la cadena completa del Hombre.
Las tareas crueles por las que no hemos recibido compensación vivirán con nosotros e irradiarán su esplendor y serán heraldos de nuestra gloria; y las penalidades que hemos soportado serán como una guirnalda de laurel en nuestras cabezas glorificadas…

Después de pronunciar estas palabras, estaba el Discípulo a punto de retirarse de la muchedumbre para descansar corporalmente de los afanes del día, cuando divisó a un joven que miraba a una hermosa doncella con ojos en los cuales se reflejaba la perplejidad.
Y el discípulo se dirigió a él, diciendo:

¿Estás preocupado por los numerosos credos que profesa la Humanidad? ¿Estás extraviado en el valle de-las creencias contrarias? ¿Crees que el estar libre de energía es menos grave y pesado que el yugo de la sumisión, y que la opcion a disentir proporciona al hombre más seguridad que el baluarte del asentimiento?
Si estás en este caso; haz de la Belleza tu religión y adórala como si fuese tu diosa; porque es la obra visible, manifiesta y perfecta de las manos de Dios. Aléjate de los que han jugado con lo divino como si fuese una farsa y se han asociado con la codicia y el orgullo; cree en cambio en lo divino de la belleza, que es al mismo tiempo el comienzo de nuestro culto a la Vida y la fuente de nuestra hambre de Felicidad.
Haz penitencia ante la Belleza y expía por tus pecados, porque la Belleza acerca más tu corazón al trono de la mujer, que es el espejo de tus afectos y la maestra de tu corazón en los secretos de la Naturaleza, hogar de tu vida.
Y antes de despedir al gentío que lo rodeaba, añadió:
En este mundo hay dos linajes de hombres: los hombres de ayer y los hombres de mañana. ¿A cuál de ellos pertenecéis, hermanos . míos? Venid, permitidme que os observe y averiguad si sois de los que entran en el mundo de la luz, o de los que avanzan por el país de las tinieblas. Venid, decidme quién sois y qué sois.
¿Eres un político que dice para sus adentros: “Voy a valerme de mi patria en beneficio propio?” Entonces, no eres sino un parásito que vive de los demás. O bien, ¿eres un patriota sinceró, que susurra al oído de su yo interior: “Me gusta entregarme al servicio de mi país como ciudadano fiel?” En ese caso, eres un oasis en el desierto, dispuesto a apagar la sed del caminante.
¿O eres un mercader que te aprovechas y explotas las necesidades de la gente, acumulando bienes para revenderlos a precios exhorbitantes? Si es así, eres un réprobo; y lo mismo da que mores en un palacio o que tu casa sea la cárcel. ¿O eres un hombre honrado que facilitas al labrador y al tejedor dar salida a sus productos, medias entre comprador y vendedor y permites que ganen también los demás y no tú solo? Entonces, eres un hombre justo; y no importa que te colmen de elogios o de ignominia.
¿Eres un líder religioso, que tejes con la sencillez y simplicidad de los creyentes un manto escarlata para tu cuerpo, y con su bondad una corona de oro para tu cabeza y aunque te aprovechas de la abundancia de Satanás, vas predicando el odio a Satanás? En ese caso eres un hereje y lo mismo da que ayunes todo el día y’reces toda la noche. ¿O eres el hombre fiel que ve en la bondad del pueblo una base para el mejoramiento de toda la nación y en cuya alma está la escala de la perfección que lleva hasta el Espíritu Santo? Si eres de esos, vienes a ser como un lirio en el jardín de la Verdad; y no importa que tu fragancia se propague entre los hombres o se disipe en el aire, porque allí será conservada eternamente.
¿O eres un periodista que vende sus principios en los mercados de esclavos y se realiza en la calumnia, en la desventura de la gente y en el crimen? Entonces eres como un buitre voraz que trata de hartarse de carne putrefacta.
¿O eres un maestro que se asoma al escenario de la historia e inspirado en las glorias del pasado, predica a la humanidad y obra de conformidad con lo que predica? Si es así, constituyes un remedio para la humanidad doliente y un bálsamo para los corazones dolidos.
¿Eres acaso un gobernador que mira por encima del hombro a sus gobernados y que no se afana más que por exprimirles la bolsa y explotarlos en beneficio propio? Pues entonces, eres como cizaña en el granero de la Nación.
¿Eres un servidor público dedicado, que ama al pueblo y está siempre alerta para proporcionarles bienestar y eres celoso por su prosperidad? Si es así, eres una verdadera bendición en los campos de pan de la nación.
¿O eres uno de esos maridos que se considera con derecho a cometer toda clase de atropellos, pero estima ilegal cúalquier acción reprensible de su esposa? En ese caso, eres como los salvajes ya desaparecidos, que vivían en las cavernas y se tapaban la desnudez con pieles de alimañas.
O bien, ¿eres un compañero fiel, cuya esposa está siempre a tu lado, compartiendo cada uno de tus pensamientos, de tus alegrías y de tus triunfos? Si eres así, vienes a ser como el que camina al amanecer al frente de una nación hacia el mediodía de la justicia, de la razón y de la sabiduría.
¿Eres un escritor que yergue ufanamente su cabeza por encima del vulgo, mientras su cerebro se empantana en el abismo del pasado, lleno de andrajos y desechos inútiles de las edades?. Si es así, eres como un charco de agua estancada, ¿O eres uno de esos pensadores profundos que escudriñan su yo interior, eliminando lo que es inútil, gastado y malo, para quedarse únicamente con lo que es útil y bueno? En ese caso, eres maná para el hambriento y agua clara y fresca para el sediento.
¿Eres un poeta lleno de ruido y vacío de ecos musicales? Entonces eres como uno de esos payasos que nos hacen reír cuando lloran y nos hacen llorar cuando ríen.
¿O eres una de esas almas privilegiadas en cuyas manos ha puesto Dios un laúd para que solaces el espíritu de los hombres con sones celestes y lleves a tus prójimos hacia la Vida y la Belleza de la Vida? Si te cabe esa suerte, eres como una antorcha que ilumina nuestro camino, una dulce inspiración para nuestros tristes corazones y una revelación de lo divino en nuestros sueños.
Por lo tanto, la humanidad está dividida en dos largas hileras, una integrada por los ancianos y tullidos, que se apoyan en débiles bastones y van jadeando al avanzar por el camino de la Vida como si estuviesen escalando la cumbre de una montaña cuando, en realidad están descendiendo al abismo.
Y la otra hilera está integrada por jóvenes que parecen correr con alas en los pies, cantando como si tuviesen cuerdas argentinas en sus gargantas y ascienden hacia las cumbres como arrastrados por algún poder mágico e irresistible.
¿A cuál de estos dos grupos pertenecéis, hermanos míos? Formulaos vosotros mismos esta pregunta, cuando estéis solos en el silencio de la noche.
Juzgad por vosotros mismos si pertenecéis a los Esclavos del Ayer o a los Hombres Libre del Mañana.

Y Almuhtada se volvió a su retiro y no se dio a ver en muchos meses, porque se entregó a la lectura y a la reflexión de las sabias palabras que su Maestro dejara escritas en los pergaminos de que lo hizo heredero. Aprendió mucho, sobre todo muchas cosas que jamás había oído de los labios de su Maestro y de las cuales no tenía la menor idea. Hizo voto de no abandonar la ermita hasta haber estudiado y dominado a fondo cuanto el Maestro había dejado en la tierra, para podérselo comunicar, a sus conciudadanos. De esta manera Almuhtada se impuso en las doctrinas de su Maestro, olvidado de sí mismo y de cuanto lo rodeaba, así como de todos aquellos hombres que habían escuchado su palabra en los mercados y calles de Beirut.
En vano intentaron sus seguidores localizarlo y llegar hasta donde estaba, cuando empezaron a preocuparse por su suerte. El mismo gobernador del Monte dirigiéndose a los funcionarios del estado, se encontró con que declinaba tal honor con el mensaje siguiente:
“Volveré pronto a verte y traeré un mensaje especial para todo el pueblo.”
El gobernador decretó que todos los ciudadanos saliesen a recibir a Almuhtada el día que iba a aparecer en público, para darle la bienvenida con todo género de honores en sus casas, en las iglesias, mezquitas, sinagogas y centros de estudio y que estuviesen dispuestos a escuchar con reverencia sus palabras, porque su voz era la voz del Profeta.
El día en que por fin salió Almuhtada de su retiro para dar comienzo a su misión se convirtió en una jornada de regocijo y celebración popular. Almuhtada se expresó con toda libertad y sin rebuscamientos ni rodeos de ningún género, predicó el evangelio del amor y de la hermandad. Nadie se atrevió a amargarlo siquiera con el destierro del país, ni con las excomuniones de la Iglesia. ¡Cuán otro había sido el sino triste de su Maestro, al cual habían desterrado y excomulgado, sin otorgarle un perdón eventual y sin volverlo a llamar de su exilio!
La voz de Almuhtada resonó bajo los cielos de todo el Líbano. Pasando el tiempo, sus palabras se imprimieron en un libro en forma de.epístolas, que se distribuyó por la Antigua Fenicia y otros países árabes. Algunas de las epístolas estaban redactadas con las palabras mismas del Maestro; pero otras fueron rescatadas por Maestro y Discípulo de volúmenes antiguos de sabiduría y tradiciones populares.

II

LA VOZ DEL MAESTRO

1. DE LA VIDA

La Vida es una isla en un océano de soledad, una isla cuyos macizos de rocas son esperanza, cuyos árboles son sueño, cuyas flores son soledad y cuyos arroyuelos son sed.
Vuestra vida, hombres compañeros míos, es una isla separada de todas las demás islas y regiones. Por muchas que sean las naves qué zarpan de vuestras costas rumbo a otros climas, por muchas que sean las embarcaciones que tocan vuestras playas, seguís siendo una isla solitaria que adolece de las angustias de la soledad y de ansia de felicidad. Sois desconocido para vuestros semejantes y estáis muy lejos de su simpatía y de su comprensión.
Hermano mío, yo te he visto sentado sobre tu montaña dorada, regodeándote en tus riquezas, ufano de tus tesoros y seguro en tu fe ciega de que cada puñado de oro qué has amasado constituye un eslabón invisible que une los deseos y pensamientos de los demás hombres con los tuyos.
Te he visto con los ojos de mi mente como a un gran conquistador que acaudillase sus tropas, empeñado en destruir las fortalezas de sus enemigos. Pero, al mirarte de nuevo, no he encontrado más que un corazón solitario anclado en tus arcones, un pájaro sediento encerrado en una jaula dorada, con su vasija de agua vacía.
Te he visto, hermano mío, encaramado al trono de la gloria, mientras tu pueblo te rodeaba aclamando tu majestad, cantando las glorias de tus grandes hazañas, encomiando tu sabiduría y alzando hacia ti sus ojos con la expresión de quien mira a un profeta, exultantes y jubilosos sus espíritus hasta el mismo pabellón de los cielos.
Y cuando paseabas la mirada sobre tus súbditos, observé en tu faz las señales de la felicidad y del poder y del triunfo, como si fueses tú el alma de su cuerpo.
Pero, al volver a mirarte, he aquí que te encontré solo en tu soledad, de pie junto a tu trono, como un desterrado que alarga su mano en todas direcciones, suplicando compasión y piedad a espectros invisibles, mendigando albergue, aunque sólo haya dentro de él un poco de calor y amistad.
Te he visto, hermano mío, enamorado de una hermosa mujer, entregando el corazón ante el altar de su belleza. Cuando sorprendí la mirada de ternura y amor maternal que te lanzaba, me dije: “¡Viva el Amor que ha desterrado la soledad de este hombre y ha unido su corazón con otra!” Pero, cuando levanté nuevamente hacia ti mis ojos, vi dentro de tu amante corazón otro corazón solitario, derramando en vano amargas lágrimas por revelar sus secretos a una mujer; y tras tu alma transida de amor, otra alma solitaria que era como una nube vagarosa, deseaba en vano disolverse en lágrimas que anegasen los ojos de tu amada.
Tu vida, hermano mío, es una morada solitaria separada de las viviendas de los demás hombres. Es una casa en cuyo interior no puede penetrar la mirada del vecino. Si se hundie se en las tinieblas, la lámpara de tu vecino no podría alumbrarla. Si estuviese vacía de provisiones, no podrían llenarla las despensas de tus vecinos. Si estuviese en un desierto, no podrías pasar a los jardines de los demás hombres, labrados y cuidados por otras manos. Si se levantase en la cumbre de una montaña, no podrías bajarla al valle hollado por los pies de otros hombres.
El espíritu de tu vida, hermano mío, está asediado por la soledad y si no fuese por esa soledad y ese abandono, tú no serías tú, ni yo sería yo. De no ser por esta soledad y este abandono desolado, llegaría a creer, al oír tu voz, que era la mía; y al ver tu rostro, que era yo mismo mirándome en un espejo.

2. MÁRTIRES DE LA LEY DEL HOMBRE

¿Has nacido acaso en la cuna del dolor y criado en el regazo de la desventura y en la casa de la opresión? ¿Estás comiendo un mendrugo seco, humedecido sólo con tus lágrimas ?
¿Eres un soldado a quien la dura ley del hombre obliga a abandonar a tu esposa y a tus hijos, para lanzarte al campo de batalla a defender la Avaricia, que tus gobernantes llaman falsamente Deber?
¿Eres un poeta contento con las migajas de la vida, feliz con tu posesión de pergamino y tinta, que habitas como un extranjero en tu patria, desconocido para tus semejantes?
¿Eres un prisionero, aherrojado en oscura celda por algún delito insignificante y condenado por quienes tratan de reformar al hombre, corrompiéndole?
¿Eres una joven a la que Dios ha otorgado el don de la belleza, pero víctima de la torpe licencia del rico que te engañó y compró tu cuerpo, pero no tu corazón y te abandonó a la miseria y a la desgracia?
Si eres uno de estos seres, eres mártir de la ley del hombre. Eres un desdichado y tu desdicha es fruto de la iniquidad del fuerte y de la injusticia del tirano, de la brutalidad del rico y del egoísmo del libertino y del avaro.
¡Animo, dolientes amados míos, porque tras este mundo de materia hay un Gran Poder, un Poder que es todo justicia, misericordia, piedad y amor!
Sois como una flor que crece a la sombra; la suave brisa llega y se lleva nuestra semilla a la luz del Sol, donde volveréis a vivir en la belleza.
Sois como el árbol desnudo que se encorva bajo las nieves del invierno. ¡Llegará la Primavera y extenderá sobre vosotros sus lozanas ropas verdes! ¡Y la Verdad rasgará el velo de lágrimas que oculta nuestra brisa! Yo os meto dentro de mí, afligidos hermanos míos, yo os amo y desprecio a vuestros opresores.

Citas-339

“Su diversión (del hombre dios) consiste en jugar con cargas que a otro abrumarían”

Código de Manú

“Domina (el hombre dios), no porque desee hacerlo, sino por el simple hecho de existir”

Código de Manú

“La muerte por la patria se merece una veneración eterna”

SS

“Si quieres crear un mundo mejor, debes empezar por los seres humanos”

Proverbio filosófico

“¿Será la locura la que me hace luchar por lo inalcanzable o esa lucha impide mi locura?”

Dr. Doom

“Yo juego a ganar, así que voy a ganar”

Batman

“Causar terror. La mejor parte de mi trabajo”

Batman

“Yo iría al infierno con tal de salvar esta ciudad”

Batman

“Demasiada perfección es un error”

El Topo

“Las chanzas, la ironía y los malentendidos no nos afectan: ¡El futuro nos pertenece!”

SS

“Hombre de la SS tu honor se llama fidelidad”

SS

“Solo un hombre de cada mil es líder, el otro 999 prefiere seguir a las mujeres”

Groucho Marx

“Que Dios acabe con nosotros si nosotros no acabamos con Moby Dick”

Cap. Acab

“El que cumple con su deber se encuentra por encima de la critica a la que se someten todos los hombres”

Príncipe Eugenio

“La fuerza solo se justifica cuando implica obligación de servir”

Darre

“No se muere por el comercio, sino solamente por un ideal”

SS

“Un hombre que esta dispuesto a luchar por una causa, no será ni podrá ser nunca un hipócrita ni un lamebotas sin carácter”

SS

“El peor camino que se puede escoger es no escoger ninguno”

Federico el Grande

“Un hombre honrado es para mi, de la mejor nobleza y del mayor valor, pues su virtud brilla en todo lo que hace”

Federico el Grande

“El que no es dueño de si mismo no es libre”

Claudio

“Lo que hacemos en vida resuena en la eternidad”

Maximus

“El hombre fue creado para servirle al poder del Universo, y no el universo fue creado para el servicio del hombre”

Otomitl

“Solo el guerrero puede vencer las dificultades del Tonalli (destino). Entonces preparémonos como guerreros, como hombres jaguar”

Otomitl

“No medites para salirte de este mundo, medita para estar atento en la acción y en la inacción de tu interior como de tu exterior.”

Ihuimécatl

“El hombre perfecto es quien tiene pensamientos propios, sentimientos propios y pasiones propias.”

Ihuimécatl

“Quien no actúa correctamente, su mente se extravía en el laberinto de los pensamientos estériles”

Ihuimécatl

“¿No por acaso es un absurdo amar a alguien o cosa alguna hasta la muerte sin antes amarse a si mismo?”

Sr. Huitzilopochtli

“Tienes que subir uno tras otro los peldaños del despertar si quieres vencer a la muerte.”

Gustav Meyrinck

“La muerte nos reta y nosotros nacemos para aceptar el reto”

Don Juan Matus

“Los guerreros hacen eso, derrotan a la muerte y esta reconoce su derrota dejándolos en libertad para no retarlos mas”

Don Juan Matus

“Mi camino es el del desarrollo de las posibilidades ocultas del hombre”

Gurdjieff

“El que es no se preocupa de parecer”

Rückert

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