donde los océanos se encuentran

Donde todos los océanos se encuentran, aflora una isla pequeña. Allí, desde siempre, vivían Lania y Lisíope, ninfas hermanas al servicio del mar. Que en el manso regazo de la playa, venía a depositar sus ahogados.
Cabía a Lania, la más fuerte, tirarlos de la rompiente. Cabía a Lisíope, la más delicada, lavarlos con agua dulce de la fuente, envolverlos en las sábanas de lino que juntas habían tejido. Cabía a ambas devolverlos al mar para siempre.
Y en la tarea que nunca sé agotaba, pasaban las hermanas sus días de pocas palabras.
Fue en uno de esos días que Lania, viendo un cuerpo de bruces aproximarse ondulando, entró en las olas para buscarlo y asiéndolo por los cabellos lo trajo hasta la arena. Ya estaba casi llamando a Lisíope cuando, al virarlo de cara al sol, percibió que era un hombre joven y lindo. Tan lindo como nunca antes había visto. Tan lindo, que prefirió ella misma buscar agua para lavar aquella sal, ella misma, con su peine de concha, desenredar aquellos bucles.
Sin embargo, al envolverlo en la sábana ocultándole cuerpo y rostro, tan grande fue su sufrimiento que, en un susto, se descubrió enamorada.
No, ella no devolvería aquel mozo, pensó con furia de decisión. Y rápida, antes de que Lisíope llegara, corrió hacia una lengua de piedra que estrecha y cortante avanzaba mar adentro.
-¡Muerte!- llamó en voz alta llegando a la punta. -¡Muerte! Ven a ayudarme.
No demoró mucho y sin ruido, la Muerte satió de dentro del agua.
-Muerte, -dijo Lania con ansia. -Desde siempre he aceptado todo lo que tú me traes y trabajo sin nada pedir. Pero hoy, a cambio de tantos que te devolví, pido que seas generosa y me des al único que mi corazón escogió.
Tocada por tamaña pasión, convino la Muerte, instruyendo a Lania: durante la marea descendente debería colocar el cuerpo del mozo sobre la arena, con la cabeza volteada hacia la mar. Cuando la marea subiese, tocando sus cabellos con la primera espuma, él volvería a la vida.
Así lo hizo Lania. Y así aconteció que el mozo abrió los ojos y la sonrisa.
Pero en vez de sonreír sólo para ella que lo amaba tanto, pronto sonrió más para Lisíope y sólo para Lisíope tenía ojos.
De nada valían las insistencias de Lania, las disculpas con que intentaba apartarlo de la hermana. De nada valía adornarse, cantar más alto que las olas. Cuanto más exigía, menos conseguía. Cuanto más lo buscaba para sí, más a la otra pertenecía.
Entonces un día, antes del amanecer, arrodillada sobre la punta de la piedra, Lania llamó nuevamente:
-¡Muerte! ¡Muerte! Ven a atenderme.
Y cuando la Silenciosa llegó, en llanto y rabia le pidió que atendiese sólo el último de sus pedidos. Llevarse a la hermana. Y más nada quería.
Seducida por tamaño odio, convino la muerte. E instruyó: debería acostar a la hermana sobre la arena lisa de la marea descendente, con los pies vueltos hacia el mar. Cuando, subiendo el agua, el primer beso de sal la acariciase. Ella se la llevaría.
Y así fue que Lania esperó una noche de luna, cálida y perfumada, y acercándose a Lisíope le dijo:
-Está tan linda la noche, hermana mía, que preparé tu cama junto a la brisa, allá donde la arena de la playa es más fina y más lisa.
Y conduciéndola hasta el lugar donde ya había puesto su almohada, la ayudó a acostarse, cubriéndola con el lino de la sábana.
En seguida, sigilosa, se deslizó hasta un árbol que crecía a la orilla de la playa y subió hasta la primera rama, escondiéndose entre las hojas. De ojos bien abiertos esperaría para ver cumplirse la promesa.
Pero la noche era larga, en la brisa venía aroma de jazmín, el mar apenas murmuraba. Y poco a poco abrazada al tronco, Lania se durmió.
Duerme Lania en el árbol, duerme Lisíope cerca del agua, cuando un rayo de luz de luna vino a despertar al mozo que duerme, casi llamándolo allá afuera con todo su encanto. Y él se levanta y sale. Y trastornado de perfumes camina, vaga lentamente por la isla hasta llegar a la playa y parar junto a Lisíope. En el suelo, el rostro de ella parece hacerse más dulce, boca entreabierta en una sonrisa.
Sin osar despertarla, el joven se acuesta a su lado. Después bien despacio, extiende la mano, hasta tocar la mano delicada que emerge de la sábana.
Sube el amor en su pecho. En la noche, la marea sube.
Ya era de día cuando Lania, trepada en la rama, despertó. Luz en los ojos, procuró la claridad. Vio la almohada abandonada. Vio la sábana ondulando a lo lejos. De la hermana ningún vestigio.
La Muerte hizo lo convenido, -pensó bajando para correr al encuentro del mozo. Pero no corrió mucho. Delante de sus pasos, estampada en la arena, topóse con la forma de dos cuerpos acostados lado a lado. La marea ya había borrado los pies, en breve llegaría a la cintura. Pero en la arena mojada la marca de las manos se mantenía unida, como a la espera de las olas que subían. 

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El mago de la música

Vivía hace muchos, muchos años un músico

que había comenzado a tocar en su tierna infancia.

Cuando llevaba los bueyes a pacer,

solía cortar una caña,

hacía de ella una flauta y tocaba con tanto arte,

que los bueyes dejaban de tascar la hierba

y le escuchaban, aguzadas las orejas.

Los pájaros del bosque

se callaban y hasta

las ranas enmudecían

en los pantanos.

Iba de noche al prado,

donde reinaba la alegría:

mozos y mozas cantaban,

bromeaban, se reían;

en fin, los jóvenes siempre

son bullangueros.

Las noches eran tibias,

la tierra emanaba un cálido vaho,

y todo en torno rebosaba una inefable belleza.

Pues bien, en cuanto llegaba el músico

y se ponía a tocar la flauta,

los mozos y las mozas

quedaban quietos y callados.

Y a cada uno le parecía

que algo dulce, muy dulce,

llenaba su corazón, y se le

antojaba que una fuerza enigmática

lo levantaba en vilo y

lo elevaba más y más alto,

hasta el límpido cielo azul,

esmaltado de luminosas estrellas.

Permanecían los pastores sin moverse,

olvidados de que les dolían las manos y los pies

de tanto trabajar durante el día,

olvidados del hambre que los torturaba.

Todos escuchaban al músico,

embargados del deseo de que aquel

embrujo durase toda la vida.

La flauta enmudecía de pronto,

pero nadie se atrevía a

moverse por temor

a espantar el eco mágico

que se esparcía tremolante

por el robledal y se

elevaba hasta el cielo mismo.

Volvía a dejar oír su voz la flauta,

emitiendo esta vez una melodía triste.

Y sentían todos una gran congoja…

Regresaban al anochecer los mujiks

y las mujeres que

trabajaban las tierras del señor,

oían la música aquella y se detenían a escucharla,

subyugados por su encanto.

Y ante ellos desfilaba toda su vida, r

osario de miserias y amarguras,

con el malvado señor, el juez y los capataces.

Y sentían tal tristeza,

que les acometía el deseo de llorar a voz en grito,

como se llora a los difuntos, como si a sus hijos

se los llevaran a la guerra.

Pero de pronto tocaba el músico un aire alegre.

Los mujiks y las mujeres arrojaban a un lado

del camino sus guadañas, rastrillos y horquilla,

se ponían en jarras y venga a bailar en alegre zarabanda.

Bailaba la gente,

bailaban los caballos,

bailaban los árboles en el robledal,

bailaban las estrellas, bailaban las nubes,

todo bailaba con desbordante júbilo.

Así era el músico mago:

podía hacer con el corazón

humano lo que se le antojaba.

Creció el músico,

se hizo un violín y se fue a ver mundo.

Dondequiera que se pusiese a tocar,

la gente lo agasajaba como a un invitado grato,

y luego le llenaba el zurrón para

que no tuviera que ayunar por el camino.

Muchos años estuvo el músico recorriendo

el mundo y alegrando a las gentes sencillas.

Pero los señores le tomaron un odio mortal,

ya que dondequiera que tocase,

los mujiks dejaban de obedecerles.

Sí, el músico era para los

señores como una raspa el ojo,

como una espina en la garganta.

Por ello resolvieron deshacerse de él.

A más de uno incitaron para que asesinase al músico

de una cuchillada o lo echase al río.

Pero nadie quiso perpetrar tan horrendo crimen:

los hombres sencillos amaban al músico,

y los capataces le temían, creyéndole un mago.

Entonces, los señores se pusieron

de acuerdo con los demonios.

Ya sabéis que los señores y los

demonios son astillas de un mismo palo.

En cierta ocasión, cuando el músico iba por un bosque,

los demonios enviaron a su encuentro

doce lobos hambrientos.

Cerraron los lobos el paso al músico,

haciendo entrechocar sus colmillos,

los ojos ardiéndoles como ascuas.

El músico no llevaba consigo

más que el violín y el zurrón.

“En fin -se dijo-, está visto

que ha llegado mi última hora”.

Sacó el músico del zurrón su

violín para tocar por última vez,

antes de que le llegara la muerte;

se recostó en un árbol y pasó el arco por las cuerdas.

Dejó oír el violín su voz, semejante a la de un ser vivo,

y un dulce temblor estremeció el bosque.

Quedaron inmóviles árboles y arbustos,

no se movía ni una sola hoja.

Los lobos, petrificados, abiertas las fauces,

escuchaban con las orejas aguzadas,

olvidados de que estaban hambrientos.

Dejó de tocar el músico,

y los lobos, como dormidos,

se adentraron lentamente en el bosque.

Siguió el músico su camino.

El sol se había puesto ya tras el bosque

y sólo iluminaba las cimas de los árboles,

vertiendo sobre ellas raudales de oro.

Reinaba en torno un silencio tan profundo,

que se hubiera oído el volar de una mosca.

Se sentó el músico en la orilla del río,

sacó del zurrón el violín y empezó a tocar.

Tocaba tan bien, que la tierra y

el cielo le escuchaban arrobados.

Y cuando tocó una polca,

todo alrededor empezó la danza.

Las estrellas se arremolinaban como la nieve

en los días de ventisca,

las nubecillas bogaban por el cielo,

y los peces se entusiasmaron tanto, que

el río bullía como agua puesta al fuego.

El dios de las aguas tampoco

pudo resistir la tentación y

se puso asimismo a danzar con tanto brío,

que el río salió de madre;

los diablos se asustaron y abandonaron l

os remansos dormidos.

Furiosos rechinaban los dientes,

pero no podían hacer nada contra el músico.

Viendo que el dios de las aguas

causaba daños a los hombres,

anegando huertos y campos, el músico dejó de tocar,

guardó el violín en el zurrón y

prosiguió su incesante deambular.

Iba el músico por el camino y se

le acercaron corriendo dos señoritos.

-Hoy tenemos fiesta- le dijeron.

Toca para nosotros, señor músico.

Te pagaremos espléndidamente.

El músico quedó pensativo:

anochecía y no sabía dónde podría hallar albergue.

Además, tenía el bolsillo vacío. Por eso dijo:

-Está bien, tocaré.

Los señoritos llevaron al músico a un palacio.

Había allí un sinfín de señoritos y señoritas.

Sobre una mesa se veía una enorme y honda vasija.

Los señoritos y las señoritas se

acercaban a ella; uno tras otro,

hundían en la vasija un dedo y se untaban en los ojos.

Se acercó a la vasija el músico,

mojó en ella un dedo y se lo pasó por los ojos.

Apenas hubo hecho esto, vio que quienes

había allí no eran señoritos y señoritas,

sino brujas y diablos y que aquello no era un palacio,

sino el infierno.

“¡Vaya -se dijo el músico-, ya veo a

qué fiesta me han traído los señoritos!

¡Bien, ahora os tocaré!”.

Afinó el violín y pasó el arco por las cuerdas.

El infierno estalló entonces en mil pedazos,

y las brujas y los diablos se

dispersaron en todas direcciones.

 

soledad

Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.
No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.

FIN

Pedro de Miguel

Aprendiz de Samurai

Aprendiz de Samurai  Autor: Lo Desconocido. Hoy era un día feliz para Kan, hoy cumplía 12 años y su padre habíaprometido concederle el mayor de los tesoros. Una espada de Samurai.Naturalmente no sería una espada de doble diamante como la de su padre,sería una sencilla espada katana. Lo demás habría de ganárselo por simismo. Era un inmenso honor el que le hacía su padre. A partir de ahoradejaba de ser un niño para convertiste en todo un aprendiz de Samurai. Unbrillante futuro se presentaba por delante si estaba dispuesto a aprendery a trabajar. Y kan lo estaba desde lo más profundo de su corazón.  Su padre Kazo estaba frente a él, solemne e imponente como era natural ensu persona. El anciano Samurai aparentaba mucha menos edad de la querealmente tenía, solo su larga cabellera blanca y unos ojos llenos desabiduría rebelaban su verdadera edad. Su armadura de General Samuaireflejaba los dorados rayos del sol como si fuera de oro mientras que losdobles diamantes engastados en la empuñadura de su propia espada katanaformaba un doble arco iris enlazado en su base. Kazo había luchado milbatallas y formado a cientos de Samurais, y por fin hoy iba a instruir asu propio hijo. Un acontecimiento que llevaba esperando desde hace doceaños. En sus manos sostenía la futura katana de su hijo, un arma poderosaque debía usarse con sabiduría. Kan debía entender que lo más importantede un Samuai no era su arma, sino su sabiduría y su honor.  La cara de Kan resplandeciente de honor y gozo al recibir su espada, llenóel corazón de su padre de un orgullo como nunca antes había sentido. Ahoraya era oficial, el joven aprendiz había superado todas las sutiles trampasque se le habían tendido y por sus propios méritos se había convertido enuno más del clan.  Esa misma noche, después de las celebraciones y las risas, padre e hijo sesentaron juntos alrededor de la hoguera. La noche era cálida y en el cielolucían las estrellas como luciérnagas en un estanque, la Luna llenabrillaba con fuerza, como si quisiera arropar al joven Samurai con susrayos de luz.  – Hijo mío – La voz de Kazo era grabe, relajante y penetrante como lascaricias de una madre – Hoy has dado un paso muy importante en tu vida.Has dejado de ser una persona normal, has dejado el bosque paraintroducirte en el camino de la vida por el sendero del Samurai. Hassuperado la trampa invisible que tienden los fantasmas del miedo y delfracaso. Nunca luches contra los fantasmas del miedo, ellos harán quetodos los problemas parezcan agolparse para vencerte y doblegarte, cuandoestos fantasmas te ataquen, no te defiendas, sigue adelante enfentandote alos problemas uno a uno. Ese es el único secreto del éxito hijo mío.  – Si padre, estas semanas las dudas recorrían mi mente – Kan miraba a laLuna en busca de fuerzas para expresar lo que había sentido – no sabía sisería capaz de llegar al final, tenía miedo de entrar en la senda delSamurai por miedo al fracaso, por miedo a decepcionarte, por miedo a quese rieran de mi los demás mientras no domine todas las técnicas como lohace un Samurai de verdad. Era un dolor intenso – dijo mientras su mano seposaba en su estomago – como si me clavaran afiladas agujas en elestomago. Pero me di cuenta que si no empezaba, habría fracasado aun antesde intentarlo. – Sus ojos se clavaron en los de su padre – No se sillegaré algún día a ser un Samurai tan bueno y poderoso como tú padre,pero ten por seguro que lo intentaré hasta con el ultimo vestigio de mialma, nunca me rendiré al camino. Siempre seguiré adelante.  Kazo no podría estar más orgulloso. Su hijo poseía una fuerza que leconduciría allí donde el quisiera. Por que nadie mejor que el viejoSamurai sabía que él mayor secreto para conseguir en la vida lo que sedesea es el no rendirse jamas. A su tierna edad ya conocía ese secreto sinduda llegaría muy lejos, mucho más lejos que su padre el General deGenerales.  – Hijo, ahora eres parte de los Samurais y por lo tanto has de regirtecomo tal – El viejo Samurai cogió un grueso leño y se lo paso a su hijo. -Parte este leño hijo mío, se que puedes hacerlo.  – Pero padre, este leño es muy grueso, – dijo el joven abatido – y yo solotengo doce años, aun no soy un hombre maduro. No tengo la fuerzasuficiente.  – Claro que tienes la fuerza hijo, pero tu fuerza no esta en tus músculos- sentenció a la vez que rodeaba con su grande y cálida mano el estrechobrazo de su hijo – Si no en tu cabeza, es en tu inteligencia y en tufuerza de voluntad donde posees la energía suficiente para realizar todoaquello que desees. Si piensas que no eres capaz de hacerlo… seguramentenunca serás capaz. Sin embargo, si estás convencido de que es posible, ydesde el fondo de tu corazón brilla la verde llama de la esperanza y la feen ti mismo. Podrás hacer lo que desees, solo habrás de buscar el medio.  – Pero padre… – Kan quería creer a su padre, era un Samurai y losSamurais nunca mienten. Entonces debía existir una forma… pero cual -¡Ya se! Ahora yo también soy un Samurai, ¡puedo hacer lo imposible!  Y desenfundando por primera vez su espada katana lanzó con todas susfuerzas un terrible golpe contra el tronco… consiguiendo que la katanase incrustara fuertemente dentro del tronco. Kan intentó sacarla de untirón, pero sus esfuerzos eran inútiles. Estaba demasiado fuertementeenganchada. Se estaba poniendo muy nervioso, y si no fuera por que lacálida mano de su padre le calmó, como tantas veces había hecho depequeño, se habría echado a llorar.  – Tu intento ha sido digno de elogio Kan, pero has de aprender antes dehacer. – El viejo samurai tomo entre sus manos la espada de su hijo y conun giro rápido de muñeca extrajo la espada del tronco. – Has de fijarte pequeños objetivos, fáciles de cumplir con tus capacidades,para conseguir lo que deseas. – Dicho esto devolvió la espada a su hijo. -Primero intenta crear una zanja en el tronco, no de un golpe directo, sino de dos curvos que te ayuden a debilitar la rama.  Kan lanzó un tajo curvo y cortante que hizo saltar unas astillas deltronco, a continuación lanzó otro en dirección opuesta que hizo que casila mitad del tronco se dispersara por el suelo. Animado repitió laoperación y unos instantes después el grueso tronco reposaba en el suelo,partido en dos pedazos y un montón de astillas.  – Tienes razón padre! El tronco entero era demasiado para mí, pero poco apoco he logrado debilitarlo y al final yo he vencido. Si hubiera pensadoque no podía, nunca lo hubiera intentado. Pero decidí que era capaz, quedebía de existir una manera de cortarlo y la encontré!  – Siempre existe una manera – La voz del viejo Samurai penetro en losoídos de su hijo grabando estas palabras a fuego – siempre existe unamanera de lograr lo que deseamos.  – Y para ello debemos hacer lo que sea padre – Pregunto inocentemente Kan.  Kazo se alarmo, no quería que su hijo le interpretara mal, siempre habíaque regirse por el honor y la generosidad, pero una vez que vio lainocente mirada de su hijo, la calma se apoderó otra vez de su corazón.  – Hijo, Puedes conseguir todo lo que desees en la vida solo con que ayudesa otras personas a conseguir lo que ellas desean.  – No entiendo padre.  – Tu sabes que el granjero siempre recoge más de lo que siembra ¿No esasí? – Kazo sabía que su hijo había ayudado a sembrar a sus vecinos y sehabía quedado maravillado al ver como crecían las planas día a día y comode un puñado se semillas surgían, con el tiempo, cientos de sabrososfrutos – Pues igual que el granjero siempre recoge más que lo que siembra,tu debes saber que no estas solo y has de ayudar todo lo que puedas a tuequipo, si lo haces así después recogerás la cosecha más fructífera quenunca ayas soñado.  Kan quedó pensativo, todavía era muy joven para entender todas laspalabras de su padre, pero el sabía que su padre siempre había sidogeneroso y gracias a ello había llegado a ser un general de generales, poreso decidió firmemente que él haría lo mismo.  – Padre, tengo una duda que me atormenta – Se sinceró Kan – antes no te laquise decir por que hoy es un día de dicha. Pero no concuerda con lo queme acabas de decir.  – ¿Si hijo?  – Ayer conté a mis amigos del pueblo que me iba a convertir en Samurai,que aprendería los secretos de nuestro arte y que me convertiría en eltipo de guerrero más poderoso que existe – los ojos de Kan se clavaron enel crujiente fuego – y los otros niños se rieron de mí, me dijeron que eraun blandengue, que todo eran mentiras y que tuviera cuidado por que lo másseguro es que me dieran una paliza los verdaderos Samurais por mentiroso yque luego me echarían a la hoguera. ¿he de ser generoso también con esosniños padre?  – Hijo… – Una sonrisa de comprensión surcaba los labios del viejoSamurai, a él le había pasado lo mismo en su juventud y sabía que lasmismas personas que hoy criticaba y ridiculizaban a su hijo, mañana seríansus más fervientes admiradores por su valentía y coraje – Hay una formamuy fácil de evitar las criticas…  -¿Cual es padre? – Pregunto entusiasmado Kan  – … simplemente no seas nada y no hagas nada, consigue un trabajo debarrendero y mata tu ambición. Es un remedio que nunca falla.  – ¡Pero Padre! Eso no es lo que yo quiero, yo quiero ser fuerte y poderosocomo tú, tengo aspiraciones y sueños que quiero cumplir en la vida. Y solotengo esta vida para hacer esos sueños realidad ¿Como me pides que hagaeso?  – Entonces Kan, ten mucho cuidados con los ladrones de sueños – dijo Kazomisterioso – ¿Los ladrones de sueños? – El niño Samurai miro temeroso a sualrededor  – ¿Que son? ¿demonios de la noche? ¿Duendes malignos? ¿Seres tenebrosos?  – No hijo, son tus amigos y personas cercanas a ti – Los ojos de su hijolo miraban con una expresión triste, como si le acabara de caer el mundoencima – No te preocupes, solo son amigos tuyos, mal informados quequieren protegerte, quieren todo el bien para ti y que no sufras, por esointentarán detenerte en todos los proyectos que hagas, para evitar quefracases y te hagas daño.  – Pero entonces son como los fantasmas del miedo y del fracaso, quieren mibien y sin embargo me infringen el mayor daño que puede existir. Róbamemis sueños, mis ambiciones y por tanto las más poderosas armas que tengode alcanzar lo que yo quiero. Si nunca lo intento… nunca lo conseguiré.Es cierto que si lo intento puedo fracasar, sin embargo también puedotener éxito y conseguir lo que yo quiero!  – Eso es hijo y además, sin quererlo, acabas de descubrir tus tres armasmás poderosas.  – ¡Cuales! dímelo – su ilusión ante la perspectiva de tener más armas eraenorme.  – La primera el Entusiasmo, si crees en lo que haces y de verdad te gustapodrás conseguirlo todo y debes creerlo con todos los vestigios de tu ser.  Kan asintió con la cabeza temeroso de interrumpir a su padre.  – La segunda ¡El Empuje! Has de aprender y trabajar, aprender y trabajar ydespués… enseñar, aprender y trabajar. Solo con el trabajo conseguirástus objetivos. Si pretendes aprovecharte de la gente solo encontraras elfracaso, sin embargo, si trabajas con honor, en equipo y siempre intentassuperarte… no habrá nada que pueda pararte.  Kan posó la mano en su corazón y se prometió a si mismo, en absolutosilencio que siempre trabajaría con honor y que nadie le pararía.  – Y tercero la Constancia – los ojos de Kan preguntaban a su padre que erala constancia, acaso no era lo mismo que el empuje – La Constancia hijomío, es la capacidad de aguantar en los tiempos duros y seguir trabajandopara que vengan los tiempos buenos, la constancia es el Arte de ContinuarSiempre! Tú ahora acabas de empezar y mañana empezarás a practicar con losSamurais. Al principio, después de cada entrenamiento, te dolerán losmúsculos y estarás cansado, tendrás ganas de abandonarlo todo por quepensarás que esto es demasiado duro para ti. Pero si eres Contante ycontinuas aprendiendo y practicando, poco a poco tu cuerpo se iráadaptartando y desarrollando, así como tu mente. Y veras como cada vez lascosas te resultarán más fáciles y obtendrás más resultados y másfácilmente. Los comienzos son siempre duros hijo, y solo si eres Contantetendrás el éxito asegurado.  Kazo vio como su joven hijo asentía medio dormido. Ya era tarde y hoyhabía aprendido más que en toda su vida. EL viejo Samurai cogió a su jovenhijo y ahora aprendiz de su arte en sus brazos, levantando, a pesar de suavanzada edad, como si de una pluma se tratara.  Su hijo le susurro algo al oído como “gracias papa!” antes de quedarsedormido. El general de generales se preguntó si realmente su hijo seguiríaal pie de la letra todos los consejos que hoy había aprendido. Sabía quesi así lo hacía llegaría aun más alto de lo que él, general de generales,había logrado.  Fin 

MI situación económica me obliga a irme al norte

Mi situacion economica me obliga irme al norte
Oyeme, mi hija, que te vienes al norte, pero te vienes a sabiendas de lo que realmente encontraras aca. No quiero que un día me digas que no te dije toda la verdad… la verdad que muchos compatriotas se les olvida contar cuando están abriendo las maletas repletas de regalos en sus países natales, estos hermanos que no quieren hablar de lo que duele.

Te cuento la verdad, para que tu hagas una decisión a sabiendas de lo que vas a ganar y perder.

La vida por estos lares es dura, y si te vienes, no pienses que todos tus problemas se resolverán aquí, es mejor que te vengas sin problemas y con una actitud de trabajo que te dara la fuerza de seguir adelante cuando no encuentres las caras amigas de tu familiares, de tus amigos o de tus compañeros de trabajo. Aquí vienes a pagar el derecho de silla, aquí te amarras bien los pantalones y a empujar pa’ delante olvidándote de lo que fuiste en tu país. Aprenderás mucho, quedándote o viniéndote. Si te vienes conocerás muchos lugares, personas, eventos interesantes y si te quedas, pues valoras lo que tienes y lo disfrutaras como se debe.

No te cuento estas cosas para desanimarte, al contrario, quiero que vengas a estos lares dispuesta a trabajar muy duro. Fíjate que muchas veces para hacerme un salario decente necesito hasta tres trabajos, pero de eso no hay problema, aquí hay trabajos por doquier. Eso si los salarios son bajísimos y el costo de vida es carísima, es por eso que debes conformarte a vivir en una casa repleta de personas para poder pagar la renta y mandar el resto a tu familia en tu país. Hay mí’ hija, cuando mandas el dinero no te queda ni para un hot dog, pero que le vamos hacer, así es la vida. Mira aquí uno matándose para mandar unos centavitos y cuando estos son recibidos allá por nuestro familiares, los malgastan porque piensan que el dinero aquí lo cortamos de los árboles – no se quien empezó esta mentira- pero es una mentira gordotota. Porque es cierto que les mandamos el dinero porque nosotros nos sacrificamos de todo y allá ellos gastando el dinero que lo hicimos con el sudor de sangre. Yo creo, que lo gastan de esta forma porque a ellos no les ha tocado sufrir para entender como nos ha costado hacer esos centavitos, bueno aquí le paro, mi hijita… solo te diré que lo que mas me duele es la soledad, la soledad por no hablar bien el Ingles, la soledad de vivir en otra cultura, la soledad de no ser completamente parte de esta sociedad, eso mi hija cala en los huesos y te empuja las lagrimas para afuera.

No te cuento estas cosas para que te desanimes, te las cuento para que entiendas que iniciar una nueva vida en otro país no es fácil, pero al mismo tiempo cuando te adaptas disfrutas el placer de vivir en una nueva tierra, pero te advierto que tu ya no serás la que eres, serás parte de la nueva raza híbrida del Norte.

Silvia Porras

el llanto de la arena

El llanto de la arena

            En cuanto llegó a Marrakech, el misionero decidió que todas las mañanas daría un paseo por el desierto que comenzaba tras los límites de la ciudad. En su primera caminata, vio a un hombre estirado sobre la arena, con la mano acariciando el suelo y el oído pegado a tierra.
                  “Es un loco” pensó.
                Pero la escena se repitió todos los días, por lo que, pasado un mes, intrigado por aquella conducta extraña, resolvió dirigirse a él. Con mucha dificultad – ya que aún no hablaba árabe con fluidez – se arrodilló a su lado y le preguntó:
                – ¿Qué es lo que está usted haciendo?
                – Hago compañía al desierto, y lo consuelo por su soledad y sus lágrimas.
                – No sabía que el desierto fuese capaz de llorar.
                – Llora todos los días, porque sueña con volverse útil para el hombre y transformarse en un inmenso jardín, donde se puedan cultivar flores y toda clase de plantas y cereales.
                – Pues dígale al desierto que él cumple bien su misión – comentó el misionero. – Cada vez que camino por aquí, comprendo mejor la verdadera dimensión del ser humano, pues su espacio abierto me permite ver lo pequeños que somos ante Dios.
                Cuando contemplo sus arenas, imagino a los millones de personas en el mundo que fueron creadas iguales, aunque no siempre el mundo sea justo con todas. Sus montañas me ayudan a meditar. Al ver el sol nacer en el horizonte, mi alma se llena de alegría, y me aproximo al Creador.

                El misionero dejó al hombre y volvió a sus quehaceres diarios. Cual no fue su sorpresa al encontrarlo a la mañana siguiente en el mismo lugar y en la misma posición.
                – ¿Ya transmitió al desierto todo lo que le dije? – preguntó.
                El hombre asintió con un movimiento de cabeza.
                  – ¿Y aún así continúa llorando?
                  – Puedo escuchar cada uno de sus sollozos. Ahora llora porque pasó miles de años pensando que era completamente inútil, y desperdició todo ese tiempo blasfemando contra Dios y su destino.
                – Pues explíquele que, a pesar de que el ser humano tiene una vida mucho más corta, también pasa muchos de sus días pensando que es inútil. Raramente descubre la razón de su destino, y casi siempre considera que Dios ha sido injusto con él. Cuando llega el momento en que, finalmente, algún acontecimiento le demuestra el porqué y para qué ha nacido, considera que es demasiado tarde para cambiar de vida, y continúa sufriendo. Y, al igual que el desierto, se culpa por el tiempo que perdió.
                – No sé si el desierto me escuchará – dijo el hombre. Él ya está acostumbrado al dolor, y no consigue ver las cosas de otra manera.
                – Entonces vamos a hacer lo que yo siempre hago cuando siento que las personas han perdido la esperanza. Vamos a rezar.

                Ambos se arrodillaron y rezaron; uno se giró en dirección a la Meca porque era musulmán, el otro juntó las manos en plegaria porque era católico. Cada uno rezó a su Dios, que siempre fue el mismo Dios, aunque las personas insistieran en llamarlo con nombres diferentes.

                Al día siguiente, cuando el misionero retomó su paseo matinal, el hombre ya no estaba allí. En el lugar donde acostumbraba a abrazar la arena, el suelo parecía mojado, ya que había nacido una pequeña fuente. En los meses subsiguientes, esta fuente creció y los habitantes de la ciudad construyeron un pozo en torno de ella.

                Los beduinos llaman al lugar “Pozo de las lágrimas del desierto”. Dicen que todo aquel que beba su agua conseguirá transformar el motivo de su sufrimiento en la razón de su alegría: y terminará encontrando su verdadero destino.

erase una vez

erase una vez……..

“Un buen día, Dios bajó del cielo disfrazado de mendigo.  Paseaba
por el campo cuando vio a un grupo de campesinos trabajando la
tierra.  Decidió entonces gastarles una pequeña broma, para ello se
puso un sombrero multicolor: rojo a un lado, blanco al otro, verde
por delante y negro por detrás.

Cuando los labradores volvían a sus hogares al atardecer comentaban
lo del viejo mendigo.

-¿Recordáis al anciano que paseaba por el campo con un sombrero
blanco? -dijo uno de los campesinos.

Y un segundo campesino contestó:

-No, no te equivoques, era un sobrero rojo.

-Que no, hombe, que no, que te digo que era blanco.

-Sí, hombre, ni que estuvieras ciego ¿qué crees? ¿que no sé
distinguir un sombrero blanco de uno rojo? -replicó el segundo.

-Pues hijo será que estas ciego.

-¿Ciego yo! lo que me faltaba por oír.  No tengo ningún problema de
vista, te lo aseguro.  Será que estás borracho.

Y entonces intervio un tercer campesino:

-Los dos estáis ciegos, ese anciano llevaba un sombrero verde.

-Pero bueno, ¿os hebéis vuelto todos locos? el sombrero era
claramente negro, negro como el carbón.  Es evidente que estabais
medio dormidos cuando le visteis pasar.  Manudo trío de atontados…

Pues ahí no acabó la cosa, los cuatro campesinos se empezaron enn
una violenta discusión y acabaron enemistándose.

Y aún hoy mucho tiempo después, siguen enfrentados, pero no sólo
ellos, también las generaciones siguientes.  Hoy en día los
distintos bandos- la liga del sobrero blanco, la del sombrero rojo,
la del verde y la del negro-  siguen convencidos de saber cúal es el
color del sombrero de Dios.

¿Y Dios? ¿qué opina de todo esto, pues bien, Dios sigue paseando por
los campos con su sombrero, con un aire entristecido, los campesinos
siguen tan enzarzados en su eterna pelea que ni siquiera se han
percatado de su presencia.

la prision

La prisión

    El mundo es una prisión y nosotros somos los prisioneros:
    ¡haz un boquete en el muro de la prisión y sal de ella!
    Jalal al-Din Rumi. (Masnavi I982).

Imagínate a un hombre que tiene que rescatar a gente de cierta prisión. Se ha decidido que sólo hay un modo plausible de llevar esto a cabo.

El libertador tiene que entrar en la prisión sin atraer la atención. Debe permanecer allí relativamente libre para actuar durante cierto período. La solución escogida es que entrará como convicto.

Por consiguiente, hace los preparativos, oportunos para que le capturen y le sentencien. Como otros que han caído víctimas de este sistema, se le envía a la prisión que es su meta.

Cuando llega, sabe que se le ha despojado de cualquier posible dispositivo que le pudiese haber ayudado en una escapada. Todo lo que posee es su plan, su ingenio, su habilidad y su conocimiento. Por lo demás, tiene que arreglárselas con equipo improvisado, adquirido en la propia prisión.

El mayor problema es que los prisioneros sufren de psicosis carcelaria. Esto les hace pensar que su prisión es el mundo entero. Otra característica es el olvido de partes esenciales de su pasado. Por consiguiente, casi no poseen memoria alguna de la existencia, perfil y detalle del mundo exterior.

La historia de los compañeros de prisión de este hombre es una historia carcelaria. Sus vidas son vidas carcelarias. Piensan y actúan en base a ello.

Por ejemplo, en vez de acumular pan como provisión para la huida, lo moldean y hacen dominós con los cuales juegan. Saben que alguno de estos juegos son diversiones, pero otros los consideran reales. A las ratas, que podían entrenar como medio de comunicación con el exterior, las tratan como animales domésticos. Beben el líquido de limpieza que contiene alcohol, el cual les produce alucinaciones placenteras. Considerarían una triste pérdida, incluso un crimen, si alguien lo usase para drogar y dejar inconscientes a los guardianes, haciendo posible la huida.

El problema se agrava, ya que los desdichados han olvidado el significado de algunas de las palabras normales que hemos estado usando. Si les pides una definición para palabras tales como “provisiones”, “viaje”, “huida”, obtendrías una lista de significaciones como “rancho carcelario”, “caminar de un bloque de celdas a otro”, y “evitar el castigo por parte de los guardianes”.

“El mundo exterior” sonaría a sus oídos como una extraña contradicción: “Ya que éste es el mundo, este lugar donde vivimos -dirían-, ¿cómo puede haber otro fuera?”.

El hombre que está trabajando en el plan de rescate, al principio, sólo puede actuar mediante analogía.

Hay pocos prisioneros que acepten sus analogías, ya que a ellos les parecen locos balbuceos. Cuando dice “necesitamos provisiones para nuestro viaje de huida al mundo exterior”, por supuesto, a ellos les suena como el absurdo siguiente: “Necesitamos provisiones -alimentos para usar en la prisión- para nuestro viaje -trasladarnos de un bloque de celdas a otro- de huida -evitar el castigo de los guardianes- al mundo exterior -a la prisión exterior…”

Algunos de los prisioneros de mente más seria puede que digan que quieren entender el significado de sus palabras, pero ya han olvidado el lenguaje del mundo exterior.

Cuando este hombre muere, algunos de los prisioneros hacen de sus palabras y actos un culto carcelario. Lo utilizan para consolarse a sí mismos y para encontrar argumentos contra el siguiente libertador que se las ingenie para llegar hasta ellos.

Sin embargo, una minoría, de vez en cuando, escapa.

Juan Salvador Gaviota

PRIMERA PARTE
I

Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de pitanza. Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, estaba practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil torsión requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue más que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció de-tenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un… solo… centímetro… mas… Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molestan en aprender sino las normas de vuelo más elementales: cómo ir y volver entre playa y comida. Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura, experimentando
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire más tiempo, con menos esfuerzos; y sus planeos no terminaban con el normal chapuzón al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras sí una estela plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se desanimaron aún más. .
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡ Hijo, ya no eres más que hueso y plumas!
-No me importa ser sólo hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar es muy bonito, pero no puedes comerte un. planeo, ¿sabes? No olvides que la razón de volar es comer.
Juan asintió obedientemente. Durante los dias sucesivos, intentó comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de pan y algún pez. Pero no le dio resultado.
Es todo tan inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Gaviota saliera solo de nuevo hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.
A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos voló a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza a ceder.
Una vez. tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado, trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a alta velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego inclinándose hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez que trataba de mantener alzada su ala izquierda, giraba violentamente hacia ese lado, y al tratar de levantar su derecha para equilibrarse, entraba, como un rayo, en una descontrolada barrena.
Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez veces lo intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora, terminó en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.
Empapado, pensó al fin que la clave debía ser mantener las alas quietas a alta velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces dejar las alas quietas.
Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical, el pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y estables desde el momento en que pasó los setenta kilómetros por hora. Necesitó un esfuerzo tremendo, pero lo consiguió. En diez segundos, volaba como una centella sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora. ¡Juan había conseguido una marca mundial de velocidad para gaviotas!
Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en el instante en que cambió el ángulo de sus alas, se precipitó en el mismo terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por hora, el desenlace fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo.

II

Cuando recobró el sentido, era ya pasado el anochecer, y se halló a la luz de la Luna y flotando en el océano. Sus alas desgreñadas parecían lingotes de plomo, pero el fracaso le pesaba aún más sobre su espalda. Débilmente deseó que el peso fuera suficiente para arrastrarle al fondo, y así terminar con todo.
A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. No hay forma de evitarlo. Soy gaviota. Soy limitado por naturaleza. Si estuviese destinado a aprender tanto sobre volar tendría por cerebro cartas de navegación. Si estuviese destinado a volar a alta velocidad, tendría las alas cortas de un halcón, y comería ratones en lugar de peces. Mi padre tenía razón. Tengo que olvidar estas tonterías. Tengo que volar a casa, a la Bandada, y estar contento de ser como soy: una pobre y limitada gaviota.
La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió. Durante toda la noche, el lugar para una gaviota es la playa y, desde ese momento, se prometió ser una gaviota normal. Así todo el mundo se sentiría más feliz.
Cansado se elevó de las oscuras aguas y voló hacia tierra, agradecido de lo que había aprendido sobre cómo volar a baja altura con el menor esfuerzo.
-Pero no -pensó-. Ya he terminado con esta manera de ser, he terminado con todo lo que he aprendido. Soy una gaviota como cualquier otra gaviota, y volaré como tal.
Así es que ascendió dolorosamente a treinta metros y aleteó con más fuerza luchando por llegar a la orilla.
Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera de la Bandada. Ahora no habría nada que le atara a la fuerza que le impulsaba a aprender, no habría más desafíos ni más fracasos. Y le resultó grato dejar ya de pensar, y volar, en la oscuridad, hacia las luces de la playa.
¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad!
Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. La Luna y las luces centelleando en el agua, trazando luminosos senderos en la oscuridad, y todo tan pacífico y sereno…
¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si hubieras nacido para volar en la oscuridad, tendrías los ojos del búho! ¡Tendrías por cerebro cartas de navegación! ¡Tendrías las alas cortas de un halcón!
Allí, en la noche, a treinta metros altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó. Sus dolores, sus resoluciones, se esfumaron.
¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de halcón!
¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más que un ala muy pequeñita, no necesito más que doblar la parte mayor de mis alas y volar con los extremos! ¡Alas cortas!
Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento en el fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las antealas a su cuerpo, dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento, y cayó en picado vertical.
El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. La tensión de las alas a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien, y con un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente el picado y salió disparado sobre las olas, como una gris bala de cañón bajo la Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas rayas, y se regocijó. ¡ A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! ¡Si pico desde mil metros en lugar de quinientos, ¿a cuánto llegaré…?
Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran viento. Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas que aceptan lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no necesita esa clase de promesas.
Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada de la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación.
Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus antealas, extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia el mar. Al pasar los dos mil metros, logró la velocidad máxima, el viento era una sólida y palpitante pared sonora contra la cual no podía avanzar con más rapidez. Ahora volaba recto hacia abajo a trescientos veinte kilómetros por hora. Tragó saliva, comprendiendo que se haría trizas si sus alas llegaban a desdoblarse a esa velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de gaviota. Pero la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad era pura belleza.
Empezó su salida del picado a trescientos metros, los extremos de las alas batidos y borrosos en ese gigantesco viento, y justamente en su camino, el barco y la multitud de gaviotas se desenfocaban y crecían con la rapidez de una cometa.
No pudo parar ; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad.
Una colisión sería la muerte instantánea.
Así es que cerró los ojos.
Sucedió entonces que esa mañana. justo después del amanecer, Juan Salvador Gaviota se disparó directamente en medio de la Bandada de la Comida marcando trescientos dieciocho kilómetros por hora, los ojos cerrados y en medio de un rugido de viento y plumas. La Gaviota de la Providencia le sonrió por esta vez, y nadie resultó muerto
Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo, aún zumbaba a doscientos cuarenta kilómetros por hora. Al reducir a treinta y extender sus alas otra vez, el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo.

III

Sólo pensó en el triunfo. ¡ La velocidad máxima! ¡Una gaviota a trescientos veinte kilómetros por hora! Era un descubrimiento, el momento más grande y singular en la historia de la Bandada, y en ese momento una nueva época se abrió para Juan Gaviota. Voló hasta su solitaria área de prácticas, y doblando sus alas para un picado desde tres mil metros, se puso a trabajar se en seguida para descubrir la forma de girar.
Se dio cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de su ala una fracción de centímetro, causaba una curva suave y extensa a tremenda velocidad. Antes de haberlo aprendido, sin embargo, vio que cuando movía más de una pluma a esa velocidad, giraba como una bala de rifle… y así fue Juan la primera gaviota de este mundo en realizar acrobacias aéreas.
No perdió tiempo ese dia en charlar con las otras gaviotas, sino que siguió volando hasta después de la puesta del Sol. Descubrió el rizo, el balance lento, el balance en punta, la barrena invertida, el medio rizo invertido.
Cuando Juan Gaviota volvió a la Bandada ya en la playa, era totalmente de noche. Estaba mareado y rendido. No obstante, y no sin satisfacción, hizo un rizo para aterrizar y un tonel rápido justo antes de tocar tierra. Cuando sepan, pensó, lo del Descubrimiento, se pondrán locos de alegría. ¡Cuánto mayor sentido tiene ahora la vida! En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a los pesqueros, ¡hay una razón para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra ignorancia, podremos descubrirnos como criauras de perfección, inteligencia y habilidad. ¡ Podremos ser libres!
¡Podremos aprender a volar!
Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas.
Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando Juan tomó tierra, y parecía que habían estado así reunidas durante algún tiempo. Estaban, efectivamente, esperando.
¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! -Las palabras de la Gaviota Mayor sonaron con la voz solemne propia de las altas ceremonias. Ponerse en el Centro sólo significaba gran vergüenza o gran honor. Situarse en el Centro por Honor, era la forma en que se señalaba a los jefes más destacados entre las gaviotas. Por supuesto, pensó, ¡ la Bandada de la Comida… esta mañana: vieron el Descubrimiento! Pero yo no quiero honores. No tengo ningún deseo de ser líder. Sólo quiero compartir lo que he encontrado, y mostrar esos nuevos horizontes que nos están esperando. Y dio un paso al frente.
-Juan Salvador Gaviota -dijo el Mayor-. ¡Ponte al Centro para tu Vergüenza ante la mirada de tus semejantes!
Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. Sus rodillas empezaron a temblar, sus plumas se combaron, y le zumbaban los oídos. ¿Al Centro para deshonrarme? ¡ Imposible! ¡ El Descubrimiento! ¡No entienden! ¡ Están equivocados! ¡ Está equivocados!
-… por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz solemne-, al violar la dignidad y la tradición de la Familia de las Gaviotas…
Ser centrado por deshonor significaba que le expulsarían de la sociedad de las gaviotas, desterrado a una vida solitária allá en los Lejanos Acantilados.
-… algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se paga. La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo que hemos nacido para comer y vivir el mayor tiempo posible.
Una gaviota nunca replica al Consejo de la Bandada, pero la voz de Juan se hizo oír:
-¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más responsable que una gaviota que encuentra y persigue un significado, un fin más alto para la vida? Durante mil años hemos luchado por las cabezas de los peces, pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender; para descubrir; ¡para ser libres! Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre lo que he encontrado…
La Bandada parecía de piedra.
-Se ha roto la Hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo cerraron solemnemente sus oídos y le dieron la espalda

IV

Juan Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen, a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos y a ver.
Aprendía más cada día. Aprendió que un picado aerodinámico a alta velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba a tres metros bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni pan duro para sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta durante la noche a través del viento de la costa, atravesando ciento cincuenta kilómetros de sol a sol. Con el mismo control interior, voló a través de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y deslumbradores… mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para regalarse allí con los más sabrosos insectos.

Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada, lo obtuvo ahora para sí mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que había pagado. Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, y al desaparecer aquéllas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.
Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan planeando; pacífico y solitario, en su querido cielo. Las dos gaviotas que aparecieron junto a sus alas eran puras como luz de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el alto cielo nocturno. Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que volaban; los extremos de sus alas avanzando a un preciso y constante centímetro de las suyas.
Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había superado jamás. Torció sus alas, y redujo su velocidad a un solo kilómetro por hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron también la suya, en formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.
Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. Se dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo en formación impecable.
Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical. Giraron con él, sonriendo.
Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir:
-Muy bien. ¿Quiénes sois?
-Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos. -Las palabras fueron firmes y serenas-. Hemos venido a llevarte más arriba, a llevarte a casa.
-¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exilado. Y ahora volamos a la vanguardia del Viento de la Gran Montaña. Unos cientos de metros más, y no podré levantar más este viejo cuerpo.
-Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha terminado, y ha llegado la hora de que empiece otra.
Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el entendimiento iluminó ese instante de la existencia de Juan Gaviota. Tenían razón. El era capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.
Echó una larga y última mirada al cielo, a esa magnífica tierra de plata donde tanto había aprendido.
-Estoy listo -dijo al fin.
Y Juan Salvador Gaviota se elevó con las dos radiantes gaviotas para desaparecer en un perfecto y oscuro cielo.

Segunda Parte
V

De modo que esto es el cielo, pensó, y tuvo que sonreírse. No era muy respetuoso analizar el cielo justo en el momento en que uno está a punto de entrar en él.
Al venir de la Tierra por encima de las nubes y en formación cerrada con las dos resplandecientes gaviotas, vio que su propio cuerpo se hacía tan resplandeciente como el de ellas.
En verdad, allí estaba el mismo y joven Juan Gaviota, el que siempre había existido detrás de sus ojos dorados, pero la forma exterior había cambiado.
Su cuerpo sentía cómo gaviota, pero ya volaba mucho mejor que con el antiguo. ¡Vaya, pero si con la mitad del esfuerzo, pensó, obtengo el doble de velocidad, el doble de rendimiento que en mis mejores días en la Tierra!
Brillaban sus plumas, ahora de un blanco resplandeciente, y sus alas eran lisas y perfectas como láminas de plata pulida. Empezó, gozoso, a familiarizarse con ellas, a imprimir potencia en estas nuevas alas.
A trescientos cincuenta kilómetros por hora le pareció que estaba logrando su máxima velocidad en vuelo horizontal. A cuatrocientos diez pensó que estaba volando al tope de su capacidad, y se sintió ligeramente desilusionado. Había un límite a lo que podía hacer con su nuevo cuerpo, y aunque iba mucho más rápido que en su antigua marca de vuelo horizontal, era sin embargo un límite que le costaría mucho esfuerzo mejorar. En el cielo, pensó, no debería haber limitaciones.
De pronto se separaron las nubes y sus compañeros gritaron:
-Feliz aterrizaje, Juan -y desaparecieron sin dejar rastro.
Volaba encima de un mar, hacia un mellado litoral. Una que otra gaviota se afanaba en los remolinos entre los acantilados. Lejos, hacia el Norte, en el horizonte mismo, volaban unas cuantas más. Nuevos horizontes, nuevos pensamientos, nuevas preguntas. ¿Por qué tan pocas gaviotas? ¡El paraíso debería estar lleno de gaviotas! ¿Y por qué estoy tan cansado de pronto? Era de suponer que las gaviotas en el cielo no deberían cansarse, ni dormir.
¿Dónde había oído eso? El recuerdo de su vida en la Tierra se le estaba haciendo borroso. La Tierra había sido un lugar donde había aprendido mucho, por supuesto, pero los detalles se le hacían ya nebulosos; recordaba algo de la lucha por la comida, y de haber sido un Exilado.
La docena de gaviotas que estaba cerca de la playa vino a saludarle sin que ni una dijera una palabra. Sólo sintió que se le daba la bienvenida y que ésta era su casa. Habia sido un gran día para él, un día cuyo amanecer ya no recordaba.
Giró para aterrizar en la playa, batiendo sus alas hasta pararse un instante en el aire, y luego descendió ligeramente sobre la arena. Las otras gaviotas aterrizaron también, pero ninguna movió ni una pluma. Volaron contra el viento, extendidas sus brillantes ajas, y luego, sin que supiera él cómo, cambiaron la curvatura de sus plumas hasta detenerse en el mismo instante en que sus pies tocaron tierra. Había sido una hermosa muestra de control, pero Juan estaba ahora demasiado cansado para intentarlo. De pie, allí en la playa, sin que aún se hubiera pronunciado ni una sola palabra, se durmió.
Durante los próximos días vio Juan que había aquí tanto que aprender sobre el vuelo como en la vida que había dejado. Pero con una diferencia. Aquí había gaviotas que pensaban como él. Ya que para cada una de ellas lo más importante de sus vidas era alcanzar y palpar la perfección de lo que más amaban hacer: volar. Eran pájaros magníficos, todos ellos, y pasaban hora tras hora cada día ejercitándose en volar, ensayando aeronáutica avanzada.
Durante largo tiempo Juan se olvidó del mundo de donde había venido, ese lugar donde la Bandada vivía con los ojos bien cerrados al gozo de volar, empleando sus alas como medios para encontrar y luchar por la comida. Pero de cuando en cuando, sólo por un momento, lo recordaba.
Se acordó de ello una mañana cuando estaba con su instructor mientras descansaban en la playa después de una sesión de toneles con ala plegada.
-¿Dónde están los demás, Rafael? -preguntó en silencio, ya bien acostumbrado a la cómoda telepatía que estas gaviotas empleaban en lugar de graznidos y trinos-. ¿Por qué no hay más de nosotros aquí? De donde vengo había…
-…miles y miles de gaviotas. Lo sé. -Rafael movió su cabeza afirmativamente-. La única respuesta que puedo dar, Juan, es que tú eres una gaviota en un millón. La mayoría de nosotros progresamos con mucha lentitud. Pasamos de un mundo a otro casi exactamente igual, olvidando en seguida de dónde habíamos venido, sin preocuparnos hacia dónde íbamos, viviendo sólo el momento presente. ¿Tienes idea de cuántas vidas debimos cruzar antes de que lográramos la primera idea de que hay más en la vida que comer, luchar, o alcanzar poder en la Bandada? ¡Mil vidas, Juan, diez mil! Y luego cien vidas más hasta que empezamos a aprender que hay algo llamado perfección, y otras cien para comprender que la meta de la vida es encontrar esa perfección y reflejarla. La misma norma se aplica ahora a nosotros, por supuesto: elegimos nuestro mundo venidero mediante lo que hemos aprendido en éste. No aprendas nada, y el próximo mundo será igual que éste, con las mismas limitaciones y pesos de plomo que superar.
Extendió sus alas y volvió su cara al viento.
-Pero tú, Juan -dijo-, aprendiste tanto de una vez que no has tenido que pasar por mil vidas para llegar a ésta.
En un momento estaban otra vez en el aire, practicando. Era difícil mantener la formación cuando giraban para volar en posición invertida, puesto que entonces Juan tenía que ordenar inversamente su pensamiento, cambiando la curvatura, y cambiándola en exacta armonía con la de su instructor.
-Intentemos de nuevo -decía Rafael una y otra vez-: Intentemos de nuevo.
-Y por fin-: Bien. -Y entonces empezaron a practicar los rizos exteriores.
Una noche, las gaviotas que no estaban practicando vuelos nocturnos se quedaron en la arena, pensando. Juan echó mano de todo su coraje y se acercó a la Gaviota Mayor, de quien se decía iba pronto a trasladarse más allá de este mundo.
-Chiang… -dijo, un poco nervioso.
La vieja gaviota le miró tiernamente.
-¿Sí, hijo mío?
En lugar de perder fuerza con la edad, el Mayor la había aumentado; podía volar más y mejor que cualquiera gaviota de la Bandada, y había aprendido habilidades que las otras sólo empezaban a conocer.
-Chiang, este mundo no es el verdadero cielo, ¿verdad?
El Mayor sonrió a la luz de la Luna.
-Veo que sigues aprendiendo, Juan.
-Bueno, ¿qué pasará ahora? ¿A dónde iremos? ¿Es que no hay un lugar que sea como el cielo?
-No, Juan, no hay tal lugar. El cielo no es un lugar, ni un tiempo. El cielo consiste en ser perfecto. -Se quedó calIado un momento-. Eres muy rápido para volar, ¿verdad?
-Me… me encanta la velocidad -dijo Juan, sorprendido, pero orgulloso de que el Mayor se hubiese dado cuenta.
-Empezarás a palpar el cielo, Juan, en el momento en que palpes la perfecta velocidad. Y esto no es volar a mil kilómetros por hora, ni a un millón, ni a la velocidad de la luz. Porque cualquier número es ya un límite, y la perfección no tiene límites; La perfecta velocidad, hijo mío, es estar allí.
Sin aviso, y en un abrir y cerrar de ojos, Chiang desapareció y apareció al borde del agua, veinte metros más allá. Entonces desapareció de nuevo y volvió en una milésima de segundo, junto al hombro de Juan.
-Es bastante divertido -dijo.

VI

Juan estaba maravillado. Se olvidó de preguntar por el cielo.
-¿Cómo lo haces? ¿Qué se siente al hacerlo? ¿A qué distancia puedes llegar?
-Puedes ir al lugar y al tiempo que desees -dijo el Mayor-. Yo he ido donde y cuándo he querido. -Miró hacia, el mar-. Es extraño. Las gaviotas que desprecian la perfección por el gusto de viajar, no llegan a ninguna parte, y lo hacen lentamente. Las que se olvidan de viajar por alcanzar la perfección, llegan a todas partes, y al instante. Recuerda, Juan, el cielo no es un lugar ni un tiempo, porque el lugar y el tiempo poco significan. El cielo es…
-¿Me puedes enseñar a volar así?
-Juan Gaviota temblaba ante la conquista de otro desafío.
-Por supuesto, si es que quieres aprender.
-Quiero. ¿Cuándo podemos empezar?
-Podríamos empezar ahora, si lo deseas.
-Quiero aprender a volar de esa manera -dijo Juan, y una luz extraña brilló en sus ojos-. Dime qué hay que hacer.
Chiang habló con lentitud, observando a la joven gaviota muy cuidadosamente.
-Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier sitio que exista -dijo-, debes empezar por saber que ya has llegado…
El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejase de verse a sí mismo como prisionero de un cuerpo limitado, con una envergadura de ciento cuatro centímetros y un rendimiento susceptible de programación. El secreto era saber que su verdadera naturaleza vivía, con la perfección de un número no escrito, simultáneamente en cualquier lugar del espacio y del tiempo.
Juan se dedicó a ello con ferocidad, día tras día, desde el amanecer hasta después de la medianoche. Y a pesar de todo su esfuerzo no logró moverse ni un rnilímetro del sitio donde se encontraba.
-¡Olvídate de la fe! -le decía Chiang una y otra vez-. Tú no necesitaste fe para volar, lo que necesitaste fue comprender lo que era el vuelo. Esto es lo mismo. Ahora inténtalo otra vez…
Así un día, Juan, de pie en la playa, cerrados los ojos, concentrado, como un relámpago comprendió de pronto lo que Chiang habíale estado diciendo.
-¡Pero si es verdad! ¡Soy una gaviota perfecta y sin limitaciones! -Y se estremeció de alegría.
-¡Bien! -dijo Chiang, y hubo un tono de triunfo en su voz.
Juan abrió sus ojos. Quedó solo con el Mayor en una playa completamente distinta; los árboles llegaban hasta el borde mismo del agua, dos soles gemelos y amarillos giraban en lo alto.
-Por fin has captado la idea -dijo Chiang-, pero tu control necesita algo más de trabajo…
Juan se quedó pasmado.
-¿Dónde estamos?
En absoluto impresionado por el extraño paraje, el Mayor ignoró la pregunta.
-Es obvio que estamos en un planeta que tiene un cielo verde y una estrella doble por sol.
Juan lanzó un grito de alegría, el primer sonido que había pronunciado desde que dejara la Tierra:
-¡RESULTÓ!
-Bueno, claro que resultó, Juan. Siempre resulta cuando se sabe lo que se hace. Y ahora, volviendo al tema de tu control…
Cuando volvieron, había anochecido. Las otras gaviotas, miraron a Juan con reverencia en sus ojos dorados, porque le habían visto desaparecer de donde había estado plantado por tanto tiempo.
Aguantó sus felicitaciones durante menos de un minuto.
-Soy nuevo aquí. Acabo de empezar. Soy yo quien debe aprender de vosotros.
-Me pregunto si eso es cierto, Juan -dijo Rafael, de pie cerca de él-. En diez mil años no he visto una gaviota con menos miedo de aprender que tú.
-La Bandada se quedó en silencio, y Juan hizo un gesto de turbación.
-Si quieres, podemos empezar a trabajar con el tiempo -dijo Chiang-, hasta que logres volar por el pasado y el futuro. Y entonces, estarás preparado para empezar lo más dificil, lo más colosal, lo más divertido de todo. Estarás preparado para subir y comprender el significado de la bondad y el amor.
Pasó un mes, o algo que pareció un mes, y Juan aprendía con tremenda rapidez. Siempre había sido veloz para aprender lo que la experiencia normal tenía para enseñarle, y ahora, como alumno especial del Mayor en Persona, asimiló las nuevas ideas como si hubiera sido una supercomputadora de plumas.
Pero al fin llegó el día en que Chiang desapareció. Había estado hablando calladamente con todos ellos, exhortándoles a que nunca dejaran de aprender y de practicar y de esforzarse por comprender más acerca del perfecto e invisible principio de toda vida. Entonces, mientras hablaba, sus plumas se hicieron más y más resplandeciente hasta que al fin brillaron de tal manera que ninguna gaviota pudo mirarle.
-Juan -dijo, y éstas fueron las últimas palabras que pronunció-, sigue trabajando en el amor.
Cuando pudieron ver otra vez, Chiang había desaparecido.

VII

Con el pasar de los días, Juan se sorprendió pensando una y otra vez en la Tierra de la que había venido.
Si hubiese sabido allí una décima, una centésima parte de lo que ahora sabía, ¡cuánto más significado habría tenido entonces la vida! Quedóse allí en la arena y empezó a preguntarse si habría una gaviota allá abajo que estuviese esforzándose por romper sus limitaciones, por entender el significado del vuelo más allá de una manera de trasladarse para conseguir algunas migajas caídas de un bote. Quizás hasta hubiera un exilado por haber dicho la verdad ante la Bandada. Y mientras más practicaba Juan sus lecciones de bondad, y mientras más trabajaba para conocer la naturaleza del amor, más deseaba volver a la Tierra. Porque, a pesar de su pasado solitario, Juan Gaviota había nacido para ser instructor, y su manera de demostrar el amor era compartir algo de la verdad que había visto, con alguna gaviota que estuviese pidiendo sólo una oportunidad de ver la verdad por sí misma.
Rafael, adepto ahora a los vuelos a la velocidad del pensamiento y a ayudar a que los otros aprendieran, dudaba.
-Juan, fuiste exilado una vez. ¿Por qué piensas que alguna gaviota de tu pasado va a escucharte ahora? Ya sabes el refrán, y es verdad: Gaviota que ve lejos, vuela alto. Esas gaviotas de donde has venido se lo pasan en tierra, graznando y luchando entre ellas. Están a mil kilómetros del cielo. ¡Y tú dices que quieres mostrarles el cielo desde donde están paradas! ¡Juan, ni siquiera pueden verlos extremos de sus propias alas! Quédate aquí. Ayuda a las gaviotas novicias de aquí, que están bastante avanzadas como para comprender lo que tienes que decirles.
Se quedó callado un momento, y luego dijo:
-¿Qué habría pasado si Chiang hubiese vuelto a sus antiguos mundos? ¿Dónde estarías tú ahora?
El último punto era el decisivo, y Rafael tenía razón. Gaviota que ve lejos, vuela alto.
Juan se quedó y trabajó con los novicios que iban llegando, todos muy listos y rápidos en sus deberes. Pero volvióle el viejo recuerdo, y no podía dejar de pensar en que a lo mejor había una o dos gaviotas allá en la Tierra que también podrían aprender. ¡Cuánto más habría sabido ahora si Chiang le hubiese ayudado cuando era un Exilado!
-Rafa, tengo que volver -dijo por fin-. Tus alumnos van bien. Te podrán incluso ayudar con los nuevos.
Rafael suspiró, pero prefirió no discutir. -Creo que te echaré de menos, Juan -fue todo lo que dijo.
-¡Rafa, qué vergüenza! -dijo Juan reprochándole-. ¡No seas necio! ¿Qué intentamos practicar todos los días? ¡Si nuestra amistad depende de cosas como el espacio y el tiempo, entonces, cuando por fin superemos el espacio y el tiempo, habremos destruido nuestra propia hermandad! Pero supera el espacio, y nos quedará sólo un Aquí. Supera el tiempo, y nos quedará sólo un Ahora. Y entre el Aquí y el Ahora, ¿no crees que podremos volver a vernos un pár de veces?
Rafael Gaviota tuvo que soltar una carcajada.
-Estás hecho un pájaro loco -dijo tiernamente-. Si hay alguien que pueda mostrarle a uno en la Tierra cómo ver a mil millas de distancia, ése será Juan Salvador Gaviota. -Quedóse mirando la arena-: Adiós, Juan, amigo mío.
-Adiós, Rafa. Nos volveremos a ver.
-Y con esto, Juan evocó en su pensamiento la imagen de las grandes bandadas de gaviotas en la orilla de otros tiempos, y supo, con experimentada facilidad, que ya no era sólo hueso y plumas, sino una perfecta idea de libertad y vuelo, sin limitación alguna.

Pedro Pablo Gaviota era aún bastante joven, pero ya sabía que no había pájaro peor tratado por una Bandada, o con tanta injusticia.
-Me da lo mismo lo que digan -pensó furioso, y su vista se nubló mientras volaba hacia los Lejanos Acantilados-. ¡Volar es tanto más importante que un simple aletear de aquí para allá! ¡Eso lo puede hacer hasta un… hasta un mosquito! ¡Sólo un pequeño viraje en tonel alrededor de la Gaviota Mayor, nada más que por diversión, y ya soy un Exilado! ¿Son ciegos acaso? ¿Es que no pueden ver? ¿Es que no pueden imaginar la gloria que alcanzarían si realmente aprendiéramos a volar?
Me da lo mismo lo que piensen. ¡Yo les mostraré lo que es volar! No seré más que un puro Bandido, si eso es lo que quieren. Pero haré que se arrepientan…
La voz surgió dentro de su cabeza, y aunque era muy suave, le asustó tanto que se equivocó y dio una voltereta en el aire.
-No séas tan duro con ellos, Pedro Gaviota. Al expulsarte, las otras gaviotas solamente se han hecho daño a sí mismas, y un día se darán cuenta de ello; y un día verán lo que tú ves. Perdónales y ayúdales a comprender.
A un centímetro del extremo de su ala derecha volaba la gaviota más resplandeciente de todo el mundo, planeando sin esfuerzo alguno, sin mover una pluma, a casi la máxima velocidad de Pedro.
El caos reinó por un momento dentro del joven pájaro.
-¿Qué está pasando? ¿Estoy loco? ¿Estoy muerto? ¿Qué es esto?
Baja y tranquila continuó la voz dentro de su pensamiento, exigiendo una contestación:.
-Pedro Pablo Gaviota, ¿quieres volar?
-¡SI, QUIERO VOLAR!
-Pedro Pablo Gaviota, ¿tanto quieres volar que perdonarás a la Bandada, y aprenderás, y volverás a ella un día y trabajarás para ayudarles a comprender?
No había manera de mentirle a este magnífico y hábil ser, por orgulloso o herido que Pedro Pablo Gaviota se sintiera.
-Sí, quiero -dijo suavemente.
-Entonces, Pedro -le dijo aquella criatura resplandeciente, y la voz fue muy tierna-, empecemos con el Vuelo Horizontal…

TERCERA PARTE
VIII

Juan giraba lentamente sobre los Lejanos Acantilados; observaba. Este rudo y joven Pedro Gaviota era un alumno de vuelo casi perfecto. Era fuerte, y ligero, y rápido en el aire, pero mucho más importante, ¡tenía un devastador deseo de aprender a volar!
Aquí venia ahora, una forma borrosa y gris que salía de su picado con un rugido, pasando como un bólido a su instructor, a doscientos veinte kilómetros por hora. Abruptamente se metió en otra pirueta con un balance de dieciséis puntos, vertical y lento, contando los puntos en voz alta.
… nueve… diez… ves-Juan-se-me-está-terminando-la-velocidad-del-aire… on-ce… Quiero-paradas-perfectas-y-agudas-como-las-tuyas… doce… pero ¡caramba!-no-puedo-llegar. …trece… a-estos-tres-úl-timos-puntos… sin.. .. cator… ¡aaakk…!
La torsión de cola le salió a Pedro mucho peor a causa de su ira y furia al fracasar. Sé fue de espaldas, volteó, se cerró salvajemente en una barrena invertida, y por fin se recuperó, jadeando, a treinta metros bajo el nivel en que se hallaba su instructor.
-¡Pierdes tu tiempo conmigo, Juan! ¡ Soy demasiado tonto! ¡Soy demasiado estúpido! ¡Intento e intento, pero nunca lo lograré!
Juan Gaviota le miró desde arriba y asintió.
-Seguro que nunca lo conseguirás mientras hagas ese encabritamiento tan brusco. ¡Pedro, has perdido sesenta kilómetros por hora en la entrada! ¡Tienes que ser suave! Firme, pero suave, ¿te acuerdas?
Bajó al nivel de la joven gaviota.
-Intentémoslo juntos ahora, en formación. Y concéntrate en ese encabritamiento. Es una entrada suave, fácil.
Al cabo de tres meses, Juan tenía otros seis aprendices, todos Exilados, pero curiosos por ésta nueva visión del vuelo por el puro gozo de volar.
Sin embargo, les resultaba más fácil dedicarse al logro de altos rendimientos que a comprender la razón oculta de ello.
-Cada uno de nosotros es en verdad una idea de la Gran Gaviota, una idea ilimitada de la libertad -diría Juan por las tardes, en la playa-, y el vuelo de alta precisión es un paso hacia la expresión de nuestra verdadera naturaleza. Tenemos que rechazar todo lo que nos limite. Esta es la causa de todas estas prácticas a alta y baja velocidad, de estas acrobacias…

… y sus alumnos se dormirían, rendidos después de un día de volar. Les gustaba practicar porque era rápido y excitante y les satisfacía esa hambre por aprender que crecía con cada lección. Pero ni uno de ellos, ni siquiera. Pedro Pablo Gaviota, había llegado a creer que el vuelo de las ideas podía ser tan real como el vuelo del viento y las plumas.
-Tu cuerpo entero, de extremo a extremo del ala -diría Juan en otras ocasiones-, no es más que tu propio pensamiento, en una forma que puedes ver. Rompe las cadenas de tu pensamiento, y romperás también las cadenas de tu cuerpo. -Pero dijéralo como lo dijera, siempre sonaba como una agradable ficción, y ellos necesitaban más que nada dormir.

IX

Había pasado un mes tan sólo cuando Juan dijo que había llegado la hora de volver a la Bandada.
-¡No estamos preparados! -dijo Enrique Calvino Gaviota-. ¡Ni seremos bienvenidos! ¡Somos Exilados! No podemos meternos donde no seremos bienvenidos, ¿verdad?
-Somos libres de ir donde queramos y de ser lo que somos -contestó Juan, y se elevó de la arena y giró hacia el Este, hacia el país de la Bandada.
Hubo una breve angustia entre sus alumnos, puesto que es Ley de la Bandada que un Exilado nunca retorne, y no se había violado la Ley ni una sola vez en diez mil años. La Ley decía quédate, Juan decía partid; y ya volaba a un kilómetro mar adentro. Si seguían allí esperando, él encararía por sí solo a la hostil Bandada.
-Bueno, no tenemos por qué obedecer la Ley si no formamos parte de la Bandada, ¿verdad? -dijo Pedro, algo turbado-. Además, si hay una pelea, es allá donde se nos necesita.
Y así ocurrió que, aquella mañana, aparecieron desde el Oeste ocho de ellos en formación de doble-diamante, casi tocándose los extremos de las alas. Sobrevolaron la playa del Consejo de la Bandada a doscientos cinco kilómetros por hora, Juan a la cabeza, Pedro volando con suavidad a su ala derecha, Enrique Calvino luchando -mente a su izquierda. Entonces la formación entera giró lentamente hacia la derecha, como si fuese un solo pájaro… de horizontal… a… invertido… a… horizontal, con el viento rugiendo sobre sus cuerpos.
Los graznidos y trinos de la cotidiana vida de la Bandada se cortaron como si la formación hubiese sido un gigantesco cuchillo, y ocho mil ojos de gaviota les observaron, sin un solo parpadeo. Uno tras otro, cada uno de los ocho pájaros ascendió agudamente hasta completar un rizo y luego realizó un amplio giro que terminó en un estático aterrizaje sobre la arena. Entonces, como si este tipo de cosas ocurriera todos los días, Juan Gaviota dio comienzo a su crítica del vuelo.
-Para comenzar -dijo, con una sonrisa seca-, llegasteis todos un poco tarde al momento de juntaros…
Un relámpago atravesó a la Bandada. ¡Esos pájaros son Exilados! ¡Y han vuelto! ¡Y eso… eso no puede ser! Las predicciones de Pedro acerca de un combate se desvanecieron ante la confusión de la Bandada.
-Bueno, de acuerdo: son Exilados -dijeron algunos de los jóvenes-, pero, oye, ¿dónde aprendieron a volar así?
Pasó casi una hora antes de que la Palabra del Mayor lograra repartirse por la Bandada: Ignoradlos. Quien hable a un Exilado será también un Exilado. Quien mire a un Exilado viola la Ley de la Bandada.
Espaldas y espaldas de grises plumas rodearon desde ese momento a Juan, quien no dio muestra de darse por aludido. Organizó sus sesiones de prácticas exactamente encima de la Playa del Consejo, y, por primera vez, forzó a sus alumnos hasta el límite de sus habilidades.
-¡Martín Gaviota -gritó en pleno vuelo-, dices conocer el vuelo lento! ¡ Pruébalo primero y alardea después! ¡VUELA!
Y de esta manera, nuestro callado y pequeño Martín Alonso Gaviota, paralizado al verse blanco de los disparos de su instructor, se sorprendió a sí mismo al convertirse en un mago de vuelo lento. En la más ligera brisa, llegó a curvar sus plumas hasta elevarse sin el menor aleteo, desde la arena hasta las nubes y abajo otra vez.
Lo mismo le ocurrió a Carlos Rolando Gaviota, quien voló sobre el Gran Viento de la Montaña a ocho mil doscientos metros de altura y volvió, maravillado y feliz y azul de frío, y decidido a llegar aún más alto al otro día.
Pedro Gaviota, que amaba como nadie las acrobacias, logró superar su caída “en hoja muerta”, de dieciséis puntos, y al día siguiente, con sus plumas refulgentes de soleada blancura, llegó a su culminación ejecutando un tonel triple que fue observado por más de un ojo furtivo.
A toda hora Juan estaba junto a sus alumnos, enseñando, sugiriendo, presionando, guiando. Voló con ellos contra noche y nube y tormenta, por el puro gozo de volar, mientras la Bandada se apelotonába miserablemente en tierra.
Terminado el vuelo, los alumnos descansaban en la playa y llegado el momento escuchaban de cerca a Juan. Tenía él ciertas ideas locas que no llegaban a entender, pero también las tenía buenas y comprensibles.
Poco a poco, por la noche, se formó otro círculo alrededor de los alumnos; un círculo de curiosos que escuchaban allí, en la oscuridad, hora tras hora, sin deseo de ver ni de ser vistos, y que desaparecían

X

Un mes después del Retorno, la primera gaviota de la Bandada cruzó la línea y pidió que se le enseñara a volar. Al preguntar, Terrence Lowell Gaviota se convirtió en un pájaro condenado, marcado por el Exilio y octavo alumno de Juan.
La próxima noche vino de la Bandada Esteban Lorenzo Gaviota, vacilante por la arena, arrastrando su ala izquierda hasta desplomarse a los pies de Juan.
Ayúdame -dijo apenas, hablando como los que van a morir-. Más que nada en et mundo, quiero volar…
-Ven pues -dijo – Juan-. Subamos, dejemos atrás la tierra y empecemos.
-No me entiendes. Mi ala. No puedo mover mi ala.
-Esteban Gaviota, tienes la libertad de ser tú mismo, tu verdadero ser, aquí y ahora, y no hay nada que te lo pueda impedir. Es la ley de la Gran Gaviota, la Ley que Es.
-¿Estás diciendo que puedo volar?
-Digo que eres libre.
Y sin más, Esteban Lorenzo Gaviota extendió sus alas, sin el menor esfuerzo y se alzó hacia la oscura noche. Su grito, al tope de sus fuerzas y desde doscientos metros de altura, sacó a la Bandada de su sueño:
-¡Puedo volar! ¡ Escuchen! ¡ PUEDO VOLAR!
Al amanecer había cerca de mil pájaros en torno al círculo de alumnos, mirando con curiosidad a Esteban. No les importaba si eran o no vistos, y escuchaban, tratando de comprender a Juan Gaviota.
Habló de cosas muy sencillas: que está bien que una gaviota vuele; que la libertad es la misma esencia de su ser; que todo aquello que impida esa libertad debe ser eliminado, fuera ritual o superstición o limitación en cualquier forma.
-¿Eliminado -dijo una voz en la multitud-, aunque sea Ley de la Bandada?
-La única Ley verdadera es aquélla que conduce a la libertad -dijo Juan-. No hay otra.
-¿Cómo quieres que volemos como vuelas tú? -intervino otra voz-. Tú eres especial y dotado y divino, superior a cualquier pájaro.
-¡Mirad á Pedro, a Terrence, a Carlos Rolando, a María Antonio! ¿Son también ellos especiales dotados y divinos? No más que vosotros, no más que yo. La única diferencia, realmente la única, es que ellos han empezado a comprender lo que de verdad son y han empezado a ponerlo en práctica.
Sus alumnos, salvo Pedro, se revolvían intranquilos. No se habían dado cuenta de que era eso lo que habían estado haciendo.
Día a día aumentaba la muchedumbre que venía a preguntar, a idolatrar, a despreciar.
-Dicen en la Bandada que si no eres el hijo de la misma Gran Gaviota -le contó Pedro a Juan, una mañana después de las prácticas de velocidad avanzada-, entonces lo que ocurre contigo es que estás mil años por delante de tu tiempo.
Juan suspiró. Este es el precio de ser mal comprendido, pensó. Te llaman diablo o te llaman dios.
-Qué piensas tú, Pedro? ¿Nos hemos anticipado a nuestro tiempo?
Un largo silencio.
-Bueno, esta manera de volar siempre ha estado al alcance de quien quisiera aprender a descubrirla; y esto nada tiene que ver con el tiempo. A lo mejor nos hemos anticipado a la moda, a la manera de volar de la mayoría de las gaviotas.
-Eso ya es algo -dijo Juan, girando para planear invertidamente por un rato-. Eso es algo mejor que aquello de anticiparnos a nuestro tiempo.
Ocurrió justo una semana más tarde. Pedro se hallaba explicando los principios del vuelo a alta velocidad a una clase de nuevos alumnos. Acababa de salir de su picado desde cuatro mil metros -una verdadera estela gris disparada a pocos centímetros de la playa-, cuando un pajarito en su primer vuelo planeó justamente en su camino, llamando a su madre. En una décima de segundo, y para evitar al joven, Pedro Pablo Gaviota giró violentamente a la izquierda, y a más de trescientos kilómetros por hora fue a estrellarse contra una roca de sólido granito.
Fue para él como si la roca hubiese sido una dura y gigantesca puerta hacia otros mundos. Una avalancha de miedo y de espanto y de tinieblas se le echó encima junto con el golpe, y luego se sintió flotar en un cielo extraño, extraño, olvidando, recordando, olvidando; temeroso y triste y arrepentido; terriblemente arrepentido.
La voz le llegó como en aquel primer día en que había conocido a Juan Salvador Gaviota.
-El problema, Pedro, consiste en que debemos intentar la superación de nuestras limitaciones en orden, y con paciencia. No intentamos cruzar a través de rocas hasta algo más tarde en el programa.
-¡Juan!
-También conocido como el Hijo de la Gran Gaviota -dijo su instructor, secamente.
-¿Qué haces aquí? ¡Esa roca! ¿No he… no me había… muerto?
-Bueno, Pedro, ya está bien. Piensa. Si me estás hablando ahora, es obvio que no has muerto, ¿verdad? Lo que sí lograste hacer fue cambiar tu nivel de conciencia de manera algo brusca. Ahora te toca escoger. Puedes quedarte aquí y aprender en este nivel -que para que te enteres, es bastante más alto que el que dejaste-, o puedes volver y seguir trabajando en la Bandada. Los Mayores estaban deseando que ocurriera algún desastre y se han sorprendido de lo bien que les has complacido.
-Por supuesto que quiero volver a la Bandada. ¡Estoy apenas empezando con el nuevo grupo.!
-Muy bien, Pedro. ¿Te acuerdas de lo que decíamos acerca de que el cuerpo de uno no es más que el pensamiento puro…?

XI

Pedro sacudió su cabeza, extendió sus alas, abrió sus ojos, y se halló al pie de la roca y en el centro de toda la Bandada allí reunida. De la multitud surgió un gran clamor de graznidos y chillidos cuando empezó a moverse.
-¡Vive! ¡El que había muerto, vive!
-¡Le tocó con un extremo del ala!
-¡Lo resucitó! ¡El Hijo de la Gran Gaviota!
-¡No! ¡El lo niega! ¡Es un diablo! ¡DIABLO! ¡Ha venido a aniquilar a la Bandada!
Había cuatro mil gaviotas en la multitud asustadas por lo que había sucedido, y el grito de ¡DIABLO! cruzó entre ellas como viento en una tempestad oceánica. Brillantes los ojos, aguzados los picos, avanzaron para destruir.
-Pedro, ¿te parecería mejor si nos marchásemos? -preguntó Juan.
-Bueno, yo no pondría inconvenientes si…
Al instante se hallaron a un kilómetro de distancia, y los relampagueantes picos de la turba se cerraron en el vacío.
-¿Por qué será -se preguntó perplejo Juan- que no hay nada más difícil en el mundo que convencer a un pájaro de que es libre, y de que lo puede probar por sí mismo si sólo se pasara un rato practicando? ¿Por qué será tan difícil?
Pedro aún parpadeaba por el cambio de escenario.
-¿Qué hiciste ahora? ¿Cómo llegamos hasta aquí?
-Dijiste que querías alejarte de la turba, ¿no?
-¡Sí! pero, ¿cómo has…?
-Como todo, Pedro. Práctica.
A la mañana siguiente, la Bandada había olvidado su demencia, pero no Pedro.
-Juan, ¿te acuerdas de lo que dijiste hace mucho tiempo acerca de amar lo suficiente a la Bandada como para volver a ella y ayudarla a aprender?
-Claro.
-No comprendo cómo te las arreglas para amar a una turba de pájaros que acaba de intentar matarte.
-¡Vamos, Pedro, no es eso lo que tú amas! Por cierto que no se debe amar el odio y el mal. Tienes que practicar y llegar a ver a la verdadera gaviota, ver el bien que hay en cada una, y ayudarlas a que lo vean en sí mismas. Eso es lo que quiero decir por amar. Es divertido, cuando le aprendes el truco. Re-cuerdo, por ejemplo, a cierto orgulloso pájaro, un tal Pedro Pablo Gaviota. Exilado reciente, listo para luchar hasta la muerte contra la Bandada, empezaba ya a construirse su propio y amargo infierno en los Lejanos Acantilados. Sin embargo, aquí lo tenemos ahora, construyendo su propio cielo, y guiando a toda la Bandada en la misma dirección.
Pedro miró a su instructor, y por un momento hubo miedo en sus ojos.
-¿Yo, guiando? ¿Qué quieres decir: yo guiando? Tú eres el instructor aquí. ¡Tú no puedes marcharte!
-¿Ah, no? ¿No piensas que hay acaso otras Bandadas, otros Pedros, que necesitan más a un instructor que ésta, que ya va camino de la luz?
-¿Yo? Juan, soy una simple gaviota, y tú eres…
-¿…el único Hijo de la Gran Gaviota, supongo? -Juan suspiró y miró hacia el mar-. Ya no me necesitas. Lo que necesitas es seguir encontrándote a ti mismo, un poco más cada día; a ese verdadero e ilimitado Pedro Gaviota. El es tu instructor. Tienes que comprenderle, y ponerlo en práctica.
Un momento más tarde el cuerpo de Juan trepidó en el aire, resplandeciente, y empezó a hacerse transparente.
-No dejes que se corran rumores tontos sobre mí, o que me hagan un dios. ¿De acuerdo, Pedro? Soy gaviota. Y quizá me encante volar…
-¡JUAN!
-Pobre Pedro. No creas lo que tus ojos te dicen. Sólo muestran limitaciones. Mira con tu entendimiento, descubre lo que ya sabes, y hallarás la manera de volar.
El resplandor se apagó. Y Juan Gaviota se desvaneció en el aire.

XII

Después de un tiempo, Pedro Gaviota se obligó a remontar el espacio y se enfrentó con un nuevo grupo de estudiantes, ansiosos de empezar su primera lección.
-Para comenzar -dijo pesadamente-, tenéis que comprender que una gaviota es una idea ilimitada de la libertad; una imagen de la Gran Gaviota, y todo vuestro cuerpo, de extremo a extremo del ala, no es más que vuestro propio pensamiento.
Los jóvenes se miraron con extrañeza. ¡Vaya, hombre!, pensaron, eso no suena a una norma para hacer un rizo…
Pedro suspiró y empezó otra vez:
-¡ Hum!… ah… muy bien -dijo, y les miró críticamente-. Empecemos con el Vuelo Horizontal. -Y al decirlo, comprendió de pronto que, en verdad, su amigo no había sido más divino que el mismo Pedro.
¿No hay límites, Juan? pensó. ¡ Bueno, llegará entonces el día en que me apareceré en tu playa, y te enseñaré un par de cosas acerca del vuelo!
Y aunque intentó parecer adecuadamente severo ante sus alumnos, Pedro Gaviota les vio de pronto tal y como eran realmente, sólo por un momento, y más que gustarle, amó aquello que vio. ¿No hay límites, Juan?, pensó, y sonrió. Su carrera hacia el aprendizaje había empezado.

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