La leyenda de San Borondón(Canarias)

CRISTÓBAL, EL QUE VENDIÓ SU ALMA AL DIABLO

    Cuando Cristobal llegó a su casa, después de haber cumplido el servicio militar, con sus manos finas y limpias, y vió que tenía que dedicarse al trabajo del campo, pensó que esto ya no era para él. Los primeros días que tuvo que coger la azada y el pico se le llenaron las manos de vejigas. Y sin más decidió cambiar de oficio.

    Se hizo cazador. Colgó su escopeta al hombro y se marcho al monte. Un día que estaba descansando a la sombra de un árbol, se presentó ante é1 una terrible fiera que quería devorarlo; pero Critóbal, valiente y seguro, apuntó con su escopeta y derribó a la fiera. En esto se oyó una fuerte voz:
-Ya veo que eres valiente, Cristóbal; y aquí estoy para hacer un trato contigo.
La voz era del Diablo. Cristóbal contestó:
-Dime que trato es ese y después hablaremos.
-Quiero que me vendas tu alma, -le dijo el Diablo-. Durante cinco años tu alma estará pendiente de mí. Si antes de los cinco años mueres, el alma será mía. Si pasan esos cinco años y no has muerto, vuelves a quedar libre y podrás disponer de tu alma.
-Y a cambio de eso que me das?-pregunto el cazador.
-A cambio de eso te daré este abrigo. Es un abrigo que te dará todo el dinero que quieras; basta con que metas las manos en los bolsillos y pidas. Pero ahora falta que te ponga mi verdadera condición: en esos cinco años que dure mi poder, no podrás cortarte el pelo, afeitarte ni lavarte. Y siempre llevarás el mismo abrigo encima.
-De acuerdo-dijo Cristóbal.
-Y en este mismo sitio dentro de cinco años-dijo el Diablo. Y se separaron.

Cuatro años llevaba ya Cristóbal recorriendo el mundo con el abrigo puesto, con el pelo crecido, la barba larga y sucia, con una cara que daba miedo, Y no podía presentarse delante de nadie, porque todo el mundo huía. Una noche llegó a un pueblo y se dirigió a la posada. Al entrar, y asi que fue visto por el dueño, este no sabía donde meterse; temblaba todo asustado. Cristóbal pidió posada, y a cambio daría todo el dinero que le pidiesen. El posadero le dijo que le daría un cuarto apartado, si le prometía no salir de él, porque si los demás huéspedes lo veían, abandonarían todos la posada. Cristóbal lo prometió y se fue a dormir.

Poco después de estar acostado llegó a la posada un buen hombre, que vivía en un pueblo vecino. Estaba cansado y quería dormir para continuar su camino a la noche siguiente. El posadero le dijo:
-No tengo más que un cuarto donde poderlo meter: pero hay en el un hombre tan horrible que no me atrevo a aconsejarle que
pase la noche en su compañía. Más que un hombre parece una fiera. El recién llegado le contestó que eso no importaba, que lo que quería era pasar la noche de cualquier manera. Lo convinieron así.

    Entró en el cuarto donde estaba Cristóbal. Primero no se dijeron nada: al cabo de un rato se pusieron a hablar. Y el buen hombre contó a Cristóbal que había llegado al pueblo aquel por asuntos de un pleito, y que lo había perdido, lamentándose de que todas sus tierras y casa no le alcanzaran para pagar lo que le pedían. Cristóbal echó mano al bolsillo del abrigo v sacó muchos miles de duros, que entregó al hombre, diciéndole:
-Tenga usted y pague sus deudas; y vuelva tranquilo a su casa.
E1 buen hombre no quería creer lo que estaba viendo; pero terminó por aceptar el favor que aquel ser tan espantoso le hacía. Después le dijo:
-Yo quiero agradecerle a usted lo que ha hecho por mí. Quiero que venga a mi casa y vera las tres hijas que tengo. Si alguna de ellas lo quiere por marido, después que yo les cuente lo que usted ha hecho por mí, no tengo inconveniente ninguno.
Al amanecer del siguiente día marchó el buen hombre para su casa y anunció a sus hijas la visita que iban a recibir y el fin que tenía.

    Al anochecer, y antes de la llegada de Cristóbal, las dos muchachas mayores se peinaron, se empolvaron y se miraron al espejo. La más pequeña no pudo hacerlo, porque estaba siempre metida en la cocina y no tenía tiempo ni de lavarse.
Cuando Cristóbal llegó, estaban las tres esperandolo en la sala. No hizo más que asomar, y las dos mayores salieron huyendo, espantadas. La más pequeña se quedó y contempló a Cristóbal sin miedo. Este le dijo:
-¡No se asusta la niña!… ¿De verdad me quiere por marido? .
-Yo no me asusto, y lo acepto; porque usted ha hecho un bien muy grande a mi padre y a mi casa.
Cristóbal le contó toda su vida, el pacto con el Diablo y lo que todavía le quedaba. Ella contestó que nada le importaba, y que esperaría todo el tiempo que fuese menester.

-Está bien, dijo él. Me quedan dos años: uno para terminar mi trato con el Diablo y otro para recorrer el mundo en busca del dinero que he ido enterrando. Para que cuando vuelva te conozca y me conozcas, este anillo que llevo lo partiremos en dos; tu conservaras una mitad y yo la otra. Si al yo volver se emparejan los dos pedazos de anillo, no habrá duda de quien eres tú y de quien sea yo. Y entonces nos casaremos.

    Dicho esto salió a la calle y se marchó mundo adelante. Pasó el quinto año. Cristóbal y el Diablo se encontraron en el mismo lugar de la primera vez. Al verlo aparecer le dijo el Diablo:
-No he podido contigo, Cristóbal. Dame el abrigo y asunto terminado.
-Antes de dartelo–contestó Cristóbal-, me tienes que pelar, afeitar y lavar. Déjame como la primera vez que me viste.
Al Diablo no le quedo otro remedio, y recuperado su abrigo dejó solo a Cristóbal.

    Se transformó en un arrogante mozo, blanco de cara y fuerte de cuerpo. Tenía ahora el alma muy cantenta. Iba alegre recorriendo el mundo y recogiendo el dinero que había enterrado en muchos sitios. Pasado un año llegó a casa de las tres hermanas. Cuando el llegó, sólo se hallaban presentes las dos mayores, porque la más pequeña estaba siempre en la cocina, entre la ceniza y el fuego. Viendo a tan arrogante galán en la casa, las dos mozas no cabían en sí de contentas.
Pero Cristóbal pregruntó:
-¿No hay mas mozas en la casa?
-No; solamente nosotras, porque la criada está en la cocina.
-No importa, -dijo el muchacho-: quiero ver a la criada.
Y aunque las otras dos no querían, no quedó otro remedio que llamarla. Al verla entrar, Cristóbal se acerco a ella:
-¿No tiene usted un pedazo de anillo que hace dos años le entregó un hombre que sacó a su padre de un gran apuro?
-Sí; lo tengo aquí.
Y sacó de una faltriquera el medio anillo que, comparado con el que traía Cristóbal, hacían un anillo entero.
-Yo soy aquel hombre horrible que las asusto a ustedes. Como ésta fue la que me quiso entonces, con ella me quiero casar
ahora.

    Se celebraron las bodas con gran alegría. Pero la envidia atormentaba a las dos hermanas mayores. Y desesperadas, se tiraron a un aljibe y murieron ahogadas. A1 tiempo que esto sucedía, una voz se dejó oir a Cristóbal. Era la voz del Diablo, que decía:
-Cristóbal: he ganado yo; que por tu alma he ganado dos.
Y con esto se acaba el cuento.
 

LA ISLA DE SAN BORONDÓN

    Grandes y muchos fueron los prodigios que conoció San Brandán en su busqueda de aquel Paraiso donde Adán estuvo sentado el primero. Fue Barinthus, el ermitaño, quien le habló de aquella tierra prodigiosa en Ia que Dios permitía a sus santos que viviesen después de la muerte. Durante dos semanas el ermitaño Barinthus y su ahijado el monje Mernoc habían vagado por aquel maravilloso sitio, que estaba más al oeste de la Isla de las Delicias, en donde abundaban las flores y los árboles frutales, y cuyo suelo se pavimentaba de piedras preciosas. Asi recorrieron el lugar hasta que llegaron a un ancho
río. Cuando iban a sortearlo se les apareció un ángel que, prohibiéndoles continuar, los condujo de nuevo a su barco. Volvieron a la Isla de las Delicias, allí quedó el monje Mernoc, Barinthus regresó a Irlanda y, de camino a su monasterio, visitó a su primo Brandán y le narró sus aventuras.

    Tan impresionado quedó San Brandán por lo que le oyó a Barinthus que al día siguiente propuso a San Maclovio y catorce de sus discípulos emprender viaje en busca de la Tierra Prometida. Durante cuarenta días se prepararon para las fatigas del viaje, ayunando un día de cada tres, y aplicados en la construcción de un velero, de la clase “curragh” , cuyos
costados y cuadernas eran de mimbre que cubrían con piel de vaca curtida con corteza de roble. Para cuarenta días almacenaron provisiones y, también suficientes pieles para reemplazar las que cubrían el entramado de la nave. En medio del barco, al que bautizaron “Trinidad”, levantaron un mástil, y se hicieron con una vela y un timón. Entonces surcaron el mar.

    Durante siete años erraron por el Atlántico y avistaron muchas islas extrañas, como la de San Albeus en donde vivían veinticuatro monjes que, excepto para cantar himnos, no pronunciaban palabra desde hacía ocho años y conversaban mediante un lenguaje de signos. Después de aprovisionarse llegaron a una isla cubierta de viñas que producían uvas del tamaño de manzanas, y bastaba una de aquellas uvas para alimentar a un hombre durante todo un día. Y advirtieron también San Brandán, San Maclovio y sus monjes durante la travesía una gran columna de cristal con una envoltura de plata o de vidrio que permanecía de pie en medio del océano. Y encontraron demonios, pigmeos, gatos marinos y marinas serpientes, y dragones, buitres y ángeles. Y en una de tres islas volcánicas que avistaron descubrieron a Judas sentado en una roca donde descansaba de su tormento, pues era domingo. Y visitaron una isla habitada solo por grandes ovejas blancas. Y estuvieron en la isla que era el Paraiso de los Pájaros, en donde los árboles no daban hojas sino menudas criaturas cubiertas de plumas que colgaban por el pico de las ramas, succionando el jugo de la corteza.

    Grandes y muchos fueron los prodigios que conoció San Brandán en sus siete años de navegar hasta hallarse en la Tierra Prometida. Y allí, como a Barinthus, el ermitaño, y al monje Mernoc, el mismo ángel le prohibió cruzar el ancho río y le invitó a volver a su barco “Trinidad”, llevándose él y los suyos todas las frutas y piedras preciosas que pudiesen cargar. Cruzó el anillo de niebla que envolvía al Paraiso y tornó a Irlanda San Brandán. Y allí contó repetidas veces a sus hermanos como fue su aventura, donde disfrutaron con gozo, donde pasaron aprietos y cómo, en cuanto les hizo falta, encontró dispuesto y a punto todo cuando a Dios pidiera.

    Durante siete años erraron por el Atlántico San Brandán y San Maclovio y en la travesía muchas islas extrañas conocieron. Como la que habría de tomar su nombre del santo, por mas que tambien le decían “Aprósitus” o Inaccesible, “Non Trubada” y “Encubierta”. Y es que largo tiempo llevaban navegando los santos monjes sin descubrir tierra, con lo que sobrevino el día de Pascua. Rogó entonces San Brandán para que les hiciese Dios la gracia de hallar algún enclave en el que poder decir misa. Oyó el Señor los votos de su siervo y dispuso que en medio del mar apareciese repentinamente una isla. Asi fue como desembarcaron y, a los primeros pasos que dieron por el lugar, hallaron el cadaver de un gigante que yacía en un sepulcro. Por indicacion de San Brandán resucitó San Maclovio al gigante, al que instruyeron en la religión cristiana dándole idea del misterio de la Trinidad y de las penas del infierno. Luego lo bautizaron, poniéndole por nombre Milduo, y le dieron permiso para morir de nuevo.

    Erigieron los viajeros un altar y celebraron la Pascua con un hermoso oficio lleno de fervor. Cogieron, para guisarla, la carne que habían guardado en el barco y, en seguida, acumularon leña para asarla. Cuando estuvo aderezada la comida se prepararon para comerla. Más de pronto todos se pusieron a dar gritos, llenos de temor, porque la.tierra entera temblaba y se iba alejando mucho de la nave. Calmó a los monjes San Brandán, recogieron las provisiones y embarcaron todos de nuevo.

    Aunque ya a diez leguas de distancia, desde el velero pudieron divisar con toda nitidez el fuego que habían encendido sobre la isla que, aprisa, iba desapareciendo. Asi, como una engañosa ballena, acabó por hundirse en el océano, dispuesta a resurgir de entre las aguas para asombro y maravilla de navegantes.