El mago de la música
Vivía hace muchos, muchos años un músico
que había comenzado a tocar en su tierna infancia.
Cuando llevaba los bueyes a pacer,
solía cortar una caña,
hacía de ella una flauta y tocaba con tanto arte,
que los bueyes dejaban de tascar la hierba
y le escuchaban, aguzadas las orejas.
Los pájaros del bosque
se callaban y hasta
las ranas enmudecían
en los pantanos.
Iba de noche al prado,
donde reinaba la alegría:
mozos y mozas cantaban,
bromeaban, se reían;
en fin, los jóvenes siempre
son bullangueros.
Las noches eran tibias,
la tierra emanaba un cálido vaho,
y todo en torno rebosaba una inefable belleza.
Pues bien, en cuanto llegaba el músico
y se ponía a tocar la flauta,
los mozos y las mozas
quedaban quietos y callados.
Y a cada uno le parecía
que algo dulce, muy dulce,
llenaba su corazón, y se le
antojaba que una fuerza enigmática
lo levantaba en vilo y
lo elevaba más y más alto,
hasta el límpido cielo azul,
esmaltado de luminosas estrellas.
Permanecían los pastores sin moverse,
olvidados de que les dolían las manos y los pies
de tanto trabajar durante el día,
olvidados del hambre que los torturaba.
Todos escuchaban al músico,
embargados del deseo de que aquel
embrujo durase toda la vida.
La flauta enmudecía de pronto,
pero nadie se atrevía a
moverse por temor
a espantar el eco mágico
que se esparcía tremolante
por el robledal y se
elevaba hasta el cielo mismo.
Volvía a dejar oír su voz la flauta,
emitiendo esta vez una melodía triste.
Y sentían todos una gran congoja…
Regresaban al anochecer los mujiks
y las mujeres que
trabajaban las tierras del señor,
oían la música aquella y se detenían a escucharla,
subyugados por su encanto.
Y ante ellos desfilaba toda su vida, r
osario de miserias y amarguras,
con el malvado señor, el juez y los capataces.
Y sentían tal tristeza,
que les acometía el deseo de llorar a voz en grito,
como se llora a los difuntos, como si a sus hijos
se los llevaran a la guerra.
Pero de pronto tocaba el músico un aire alegre.
Los mujiks y las mujeres arrojaban a un lado
del camino sus guadañas, rastrillos y horquilla,
se ponían en jarras y venga a bailar en alegre zarabanda.
Bailaba la gente,
bailaban los caballos,
bailaban los árboles en el robledal,
bailaban las estrellas, bailaban las nubes,
todo bailaba con desbordante júbilo.
Así era el músico mago:
podía hacer con el corazón
humano lo que se le antojaba.
Creció el músico,
se hizo un violín y se fue a ver mundo.
Dondequiera que se pusiese a tocar,
la gente lo agasajaba como a un invitado grato,
y luego le llenaba el zurrón para
que no tuviera que ayunar por el camino.
Muchos años estuvo el músico recorriendo
el mundo y alegrando a las gentes sencillas.
Pero los señores le tomaron un odio mortal,
ya que dondequiera que tocase,
los mujiks dejaban de obedecerles.
Sí, el músico era para los
señores como una raspa el ojo,
como una espina en la garganta.
Por ello resolvieron deshacerse de él.
A más de uno incitaron para que asesinase al músico
de una cuchillada o lo echase al río.
Pero nadie quiso perpetrar tan horrendo crimen:
los hombres sencillos amaban al músico,
y los capataces le temían, creyéndole un mago.
Entonces, los señores se pusieron
de acuerdo con los demonios.
Ya sabéis que los señores y los
demonios son astillas de un mismo palo.
En cierta ocasión, cuando el músico iba por un bosque,
los demonios enviaron a su encuentro
doce lobos hambrientos.
Cerraron los lobos el paso al músico,
haciendo entrechocar sus colmillos,
los ojos ardiéndoles como ascuas.
El músico no llevaba consigo
más que el violín y el zurrón.
“En fin -se dijo-, está visto
que ha llegado mi última hora”.
Sacó el músico del zurrón su
violín para tocar por última vez,
antes de que le llegara la muerte;
se recostó en un árbol y pasó el arco por las cuerdas.
Dejó oír el violín su voz, semejante a la de un ser vivo,
y un dulce temblor estremeció el bosque.
Quedaron inmóviles árboles y arbustos,
no se movía ni una sola hoja.
Los lobos, petrificados, abiertas las fauces,
escuchaban con las orejas aguzadas,
olvidados de que estaban hambrientos.
Dejó de tocar el músico,
y los lobos, como dormidos,
se adentraron lentamente en el bosque.
Siguió el músico su camino.
El sol se había puesto ya tras el bosque
y sólo iluminaba las cimas de los árboles,
vertiendo sobre ellas raudales de oro.
Reinaba en torno un silencio tan profundo,
que se hubiera oído el volar de una mosca.
Se sentó el músico en la orilla del río,
sacó del zurrón el violín y empezó a tocar.
Tocaba tan bien, que la tierra y
el cielo le escuchaban arrobados.
Y cuando tocó una polca,
todo alrededor empezó la danza.
Las estrellas se arremolinaban como la nieve
en los días de ventisca,
las nubecillas bogaban por el cielo,
y los peces se entusiasmaron tanto, que
el río bullía como agua puesta al fuego.
El dios de las aguas tampoco
pudo resistir la tentación y
se puso asimismo a danzar con tanto brío,
que el río salió de madre;
los diablos se asustaron y abandonaron l
os remansos dormidos.
Furiosos rechinaban los dientes,
pero no podían hacer nada contra el músico.
Viendo que el dios de las aguas
causaba daños a los hombres,
anegando huertos y campos, el músico dejó de tocar,
guardó el violín en el zurrón y
prosiguió su incesante deambular.
Iba el músico por el camino y se
le acercaron corriendo dos señoritos.
-Hoy tenemos fiesta- le dijeron.
Toca para nosotros, señor músico.
Te pagaremos espléndidamente.
El músico quedó pensativo:
anochecía y no sabía dónde podría hallar albergue.
Además, tenía el bolsillo vacío. Por eso dijo:
-Está bien, tocaré.
Los señoritos llevaron al músico a un palacio.
Había allí un sinfín de señoritos y señoritas.
Sobre una mesa se veía una enorme y honda vasija.
Los señoritos y las señoritas se
acercaban a ella; uno tras otro,
hundían en la vasija un dedo y se untaban en los ojos.
Se acercó a la vasija el músico,
mojó en ella un dedo y se lo pasó por los ojos.
Apenas hubo hecho esto, vio que quienes
había allí no eran señoritos y señoritas,
sino brujas y diablos y que aquello no era un palacio,
sino el infierno.
“¡Vaya -se dijo el músico-, ya veo a
qué fiesta me han traído los señoritos!
¡Bien, ahora os tocaré!”.
Afinó el violín y pasó el arco por las cuerdas.
El infierno estalló entonces en mil pedazos,
y las brujas y los diablos se
dispersaron en todas direcciones.