donde los océanos se encuentran

Donde todos los océanos se encuentran, aflora una isla pequeña. Allí, desde siempre, vivían Lania y Lisíope, ninfas hermanas al servicio del mar. Que en el manso regazo de la playa, venía a depositar sus ahogados.
Cabía a Lania, la más fuerte, tirarlos de la rompiente. Cabía a Lisíope, la más delicada, lavarlos con agua dulce de la fuente, envolverlos en las sábanas de lino que juntas habían tejido. Cabía a ambas devolverlos al mar para siempre.
Y en la tarea que nunca sé agotaba, pasaban las hermanas sus días de pocas palabras.
Fue en uno de esos días que Lania, viendo un cuerpo de bruces aproximarse ondulando, entró en las olas para buscarlo y asiéndolo por los cabellos lo trajo hasta la arena. Ya estaba casi llamando a Lisíope cuando, al virarlo de cara al sol, percibió que era un hombre joven y lindo. Tan lindo como nunca antes había visto. Tan lindo, que prefirió ella misma buscar agua para lavar aquella sal, ella misma, con su peine de concha, desenredar aquellos bucles.
Sin embargo, al envolverlo en la sábana ocultándole cuerpo y rostro, tan grande fue su sufrimiento que, en un susto, se descubrió enamorada.
No, ella no devolvería aquel mozo, pensó con furia de decisión. Y rápida, antes de que Lisíope llegara, corrió hacia una lengua de piedra que estrecha y cortante avanzaba mar adentro.
-¡Muerte!- llamó en voz alta llegando a la punta. -¡Muerte! Ven a ayudarme.
No demoró mucho y sin ruido, la Muerte satió de dentro del agua.
-Muerte, -dijo Lania con ansia. -Desde siempre he aceptado todo lo que tú me traes y trabajo sin nada pedir. Pero hoy, a cambio de tantos que te devolví, pido que seas generosa y me des al único que mi corazón escogió.
Tocada por tamaña pasión, convino la Muerte, instruyendo a Lania: durante la marea descendente debería colocar el cuerpo del mozo sobre la arena, con la cabeza volteada hacia la mar. Cuando la marea subiese, tocando sus cabellos con la primera espuma, él volvería a la vida.
Así lo hizo Lania. Y así aconteció que el mozo abrió los ojos y la sonrisa.
Pero en vez de sonreír sólo para ella que lo amaba tanto, pronto sonrió más para Lisíope y sólo para Lisíope tenía ojos.
De nada valían las insistencias de Lania, las disculpas con que intentaba apartarlo de la hermana. De nada valía adornarse, cantar más alto que las olas. Cuanto más exigía, menos conseguía. Cuanto más lo buscaba para sí, más a la otra pertenecía.
Entonces un día, antes del amanecer, arrodillada sobre la punta de la piedra, Lania llamó nuevamente:
-¡Muerte! ¡Muerte! Ven a atenderme.
Y cuando la Silenciosa llegó, en llanto y rabia le pidió que atendiese sólo el último de sus pedidos. Llevarse a la hermana. Y más nada quería.
Seducida por tamaño odio, convino la muerte. E instruyó: debería acostar a la hermana sobre la arena lisa de la marea descendente, con los pies vueltos hacia el mar. Cuando, subiendo el agua, el primer beso de sal la acariciase. Ella se la llevaría.
Y así fue que Lania esperó una noche de luna, cálida y perfumada, y acercándose a Lisíope le dijo:
-Está tan linda la noche, hermana mía, que preparé tu cama junto a la brisa, allá donde la arena de la playa es más fina y más lisa.
Y conduciéndola hasta el lugar donde ya había puesto su almohada, la ayudó a acostarse, cubriéndola con el lino de la sábana.
En seguida, sigilosa, se deslizó hasta un árbol que crecía a la orilla de la playa y subió hasta la primera rama, escondiéndose entre las hojas. De ojos bien abiertos esperaría para ver cumplirse la promesa.
Pero la noche era larga, en la brisa venía aroma de jazmín, el mar apenas murmuraba. Y poco a poco abrazada al tronco, Lania se durmió.
Duerme Lania en el árbol, duerme Lisíope cerca del agua, cuando un rayo de luz de luna vino a despertar al mozo que duerme, casi llamándolo allá afuera con todo su encanto. Y él se levanta y sale. Y trastornado de perfumes camina, vaga lentamente por la isla hasta llegar a la playa y parar junto a Lisíope. En el suelo, el rostro de ella parece hacerse más dulce, boca entreabierta en una sonrisa.
Sin osar despertarla, el joven se acuesta a su lado. Después bien despacio, extiende la mano, hasta tocar la mano delicada que emerge de la sábana.
Sube el amor en su pecho. En la noche, la marea sube.
Ya era de día cuando Lania, trepada en la rama, despertó. Luz en los ojos, procuró la claridad. Vio la almohada abandonada. Vio la sábana ondulando a lo lejos. De la hermana ningún vestigio.
La Muerte hizo lo convenido, -pensó bajando para correr al encuentro del mozo. Pero no corrió mucho. Delante de sus pasos, estampada en la arena, topóse con la forma de dos cuerpos acostados lado a lado. La marea ya había borrado los pies, en breve llegaría a la cintura. Pero en la arena mojada la marca de las manos se mantenía unida, como a la espera de las olas que subían. 

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