las casas de los toltecas

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América; F.C.E., México 1994 pág.77
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Federico Navarrete Linares.
Ilustrador: Susana Abundis.
Hace mil años, Tula, en el centro de México, llegó a ser una gran ciudad en donde vivían muchos miles de personas. Las casas de sus habitantes estaban construidas una al lado de la otra como en nuestras ciudades modernas. Como a los habitantes de cualquier ciudad, a los toltecas les preocupaba defender su privacía, y por eso elevaban altas bardas de piedra y adobe para separar sus casas de la calle. Las puertas ten&iac ute;an forma de “ele” y para entrar a la casa era preciso dar dos vueltas, de modo que ningún curioso podía asomarse al patio interior sin ser descubierto.

El patio era el centro de la casa. En él había un altar para el dios que protegía a los habitantes. Alrededor del patio estaban los cuartos en que vivía cada familia. Las familias que compartían una casa eran de parie ntes, quizá hermanos o primos.

    Los cuartos estaban elevados sobre el nivel del patio y tenían pisos encalados de cal y arena. Para llegar al cuarto había que subir una escalera de dos o tres escalones y apartar la cortina de tela que tapaba la puerta. Los muros era n de adobe y también estaban encalados. Las familias más pobres, sin embargo, tenían que conformarse con un piso de tierra y con muros sin cal. Los techos eran planos, hechos de madera y cemento. Tenían canales especiales para desaguar el agua de las lluvias. Las casas eran frescas en el tiempo de calor y calientes en el invierno. En su cuarto cada familia realizaba todas sus actividades. En un extremo de la habitación estaba el fogón donde las mujeres preparaban las tortillas de maíz y los otros alimentos. Con el tiempo, las paredes de ese rincón se enegrecían por el humo. En ese mismo lugar las mujeres tenían sus utencilios para hilar y coser. Los hombres solían sentarse en el otro extremo de la habitación para realizar sus labores. Algunas casas, por ejemplo, tenían hornos de cerámica, otras, talleres para hacer cuchillos de obsidiana. Cuando llegaba la noche, todos los miembros de la familia dormía n en el piso, sobre petates de mimbre, muy cerca unos de otros para protegerse del fría.

    Como en todas las ciudades hay ladrones, los toltecas tenían que proteger sus bienes más valiosos, como las hermosas vasijas traídas de tierras lejanas. Para ello tenían sótanos, a los que que se llegaba por una p uerta de madera que se escondía debajo de un petate.

    Las casas de Tula no dejaban de cambiar. Si un hijo se casaba, había que construirle un nuevo cuarto, para que viviera en él con su mujer y sus hijos. También se podía aprovechar el espacio libre en una habitación para construir una bodega en la que se guardaba maíz. Si la familia era próspera, podía decorar las paredes con piedras talladas o pintarlas de colores. Las obras eran realizadas por albañiles profesionales que se encargaban d e ir a las canteras por la piedra y el barro y de elevar los muros y los techos. Las casas toltecas

    Hace mil años, Tula, en el centro de México, llegó a ser una gran ciudad en donde vivían muchos miles de personas. Las casas de sus habitantes estaban construidas una al lado de la otra como en nuestras ciudades modernas . Como a los habitantes de cualquier ciudad, a los toltecas les preocupaba defender su privacía, y por eso elevaban altas bardas de piedra y adobe para separar sus casas de la calle. Las puertas tenían forma de “ele” y para entrar a la casa era preciso dar dos vueltas, de modo que ningún curioso podía asomarse al patio interior sin ser descubierto.

    El patio era el centro de la casa. En él había un altar para el dios que protegía a los habitantes. Alrededor del patio estaban los cuartos en que vivía cada familia. Las familias que compartían una casa eran de p arientes, quizá hermanos o primos.

    Los cuartos estaban elevados sobre el nivel del patio y tenían pisos encalados de cal y arena. Para llegar al cuarto había que subir una escalera de dos o tres escalones y apartar la cortina de tela que tapaba la puerta. Los muros era n de adobe y también estaban encalados. Las familias más pobres, sin embargo, tenían que conformarse con un piso de tierra y con muros sin cal. Los techos eran planos, hechos de madera y cemento. Tenían canales especiales para desaguar el agua de las lluvias. Las casas eran frescas en el tiempo de calor y calientes en el invierno. En su cuarto cada familia realizaba todas sus actividades. En un extremo de la habitación estaba el fogón donde las mujeres preparaban las tortillas de maíz y los otros alimentos. Con el tiempo, las paredes de ese rincón se enegrecían por el humo. En ese mismo lugar las mujeres tenían sus utencilios para hilar y coser. Los hombres solían sentarse en el otro extremo de la habitación para realizar sus labores. Algunas casas, por ejemplo, tenían hornos de cerámica, otras, talleres para hacer cuchillos de obsidiana. Cuando llegaba la noche, todos los miembros de la familia dormía n en el piso, sobre petates de mimbre, muy cerca unos de otros para protegerse del fría.

    Como en todas las ciudades hay ladrones, los toltecas tenían que proteger sus bienes más valiosos, como las hermosas vasijas traídas de tierras lejanas. Para ello tenían sótanos, a los que que se llegaba por una p uerta de madera que se escondía debajo de un petate.

    Las casas de Tula no dejaban de cambiar. Si un hijo se casaba, había que construirle un nuevo cuarto, para que viviera en él con su mujer y sus hijos. También se podía aprovechar el espacio libre en una habitación para construir una bodega en la que se guardaba maíz. Si la familia era próspera, podía decorar las paredes con piedras talladas o pintarlas de colores. Las obras eran realizadas por albañiles profesionales que se encargaban d e ir a las canteras por la piedra y el barro y de elevar los muros y los techos.

El conejo y el coyote (Mixteco)

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F.C.E., México 1994 pág.110.
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Elisa Ramírez.
Ilustrador: Andrés Sánchez de Tagle.
Un conejo entraba cada noche a comer frijol del frijolar de un viejito.

    Hacía mucho destrozo.

    -¿Qué animal estará haciendo esto? -se preguntaba el viejo.

    Un día se decidió a poner un espantapájaros. Primero puso uno de piedra, luego otro de trapo. ¡Nada! Por fin hizo un mono de cera de Campeche.

    -Con ese sí lo voy a atrapar.

    Allí estaba el mono cuando en la noche llegó el conejo a cenar.

    Hágase a un lado, hágase a un lado que vengo a comer -le dijo el conejo molesto. Pero al empujarlo para pasar, se le quedó pegada una mano en la cera.

    -Suélteme la mano, que traigo prisa. ¿Por qué me molesta si todos los días vengo aquí?

    El mono no contestaba. El conejo le dió una bofetada con la otra mano y también se le quedó pegada.

    -Suélteme si no quiere que lo agarre a patadas, para eso tengo patas.

    Lo pateó y se le quedó pegada la pata. Le di otra patada y también la otra pata se le pegó. Allí estaba, hecho bolita y todavía gritando:

    -Suélteme o le voy a dar con la cola.

    Nada le contestó el mono. Le dió un coletazo y la cola se le pegó a la cera.

    -¿Por qué me agarra? Todos los días ceno aquí, ni quien se metiera conmigo.

    ¡Y que lo muerde! También se le quedó pegado el hocico. Le dió con las orejas y hasta las orejas se le pegaron. Todo pegosteado y engarruñado estaba al día siguiente, cuando lo halló el viejito.

    -¡Ah, conque eras tú! Ahora verás.

    Se llevó el conejo para su casa y allí le dijo a su mujer que lo cocinara. La mujer puso a calentar agua. Mientras hervía, el viejo lo amarró en el patio de atrás de la casa. El conejo vio cómo se acercaba un coyote despacito, despacito. Lo llamó:

    -Hermano, hermano, ven. Mira qué desgracia la mía, quieren que me case con la hija de esta gente, pero yo no quiero. Mira, yo soy muy chaparro, estoy chico. No me voy a ver bien caminando junto a ella. En cambio tú estás alto y grande. A ti sí te q ueda. ¿No me cambias de lugar?

    -Pero no me van a querer a mí -dijo el coyote.

    -¡Cómo que no! Tú sí eres de su tamaño, le vas a gustar más.

    -¿Tú crees?

    -Claro. Desátame y yo te amarro a ti.

    Cuando los de la casa salieron por el conejo y vieron al coyote amarrado quedaron muy sorprendidos.

    -Yo soy el que se va a casar con su hija.

    -¡Que hija ni que nada! y le dieron de palos

    Cuando logró desatarse, el coyote todo lastimado salió a buscar al conejo. Lo encontró cerca de unos zopilotes.

    -¡Ajá!, me engañaste. Por tu culpa me pegaron!

    -No, yo no. Ha de haber sido uno de mis hermanos, somos muchos de familia. No te enojes.

    -Te voy a comer, conejo, por haberme engañado. No te me escapas.

    -No, espérate, ando cuidando estos guajolotes, me los encargaron. Velos un ratito, ahora vengo. Si te da hambre te comes uno, yo no tardo.

    Pero no eran guajolotes, eran zopilotes.

    -Está bien. Pero no me vayas a engañar.

    El coyote les daba vuelta a sus guajolotes que eran zopilotes. Trató de comerse uno y nada: se fue de hocico contra el suelo, pues los zopilotes volaron. Salió detrás del conejo. Cuando lo encontró le dijo:

    -Ahora sí, te voy a comer.

    -Ya ni modo, pero no me comas aquí, llévame a esa loma para que veas el paisaje mientras comes. Allá cortamos hojas tiernas para que me comas bien. Aquí me vas a comer todo lleno de tierra, se te pueden quebrar los dientes.

    Se fueron.

    -Pero eso sí, cárgame hasta allá -dijo el conejo.

    -Bueno.

    El coyote lo llevó a cuestas todo el camino. Cuando llegaron arriba, el conejo le dijo:

    -¿Ya ves? Siempre es bonito comer con buena vista. Voy por hojas para tenderlas para que me comas a gusto, con las manos limpias. Así no te ensucias. Espérame, voy a traer las hojas para tenderte la mesa.

    -Bueno.

    Salió corriendo y ya no regresó. El coyote daba vueltas, buscándolo, pero ya nunca lo volvió a ver.

mitos de los indios zuni

Mito de los indios zuni (U.S.A.)

Aparecido originalmente en el “Thirteen Annual Report of the Bureau of American Ethnology” y reproducido en E. Marienstras La resistencia india en los Estados Unidos México. Siglo XXI. 1982. pág. 47/8.

“Antes del comienzo de toda creación, sólo Awonawilona (El que crea y contiene todo, el Padre de la paternidad de todas las cosas) poseía el ser. No había absolutamente nada más en el gran espacio de los tiempos sino una negra oscuridad y por doquier el vacío y la desolación.”

“En el comienzo de la creación absoluta, Awonawilona suscitó un engendramiento en sí mismo y proyectó sus pensamientos en el espacio de tal modo que nubes y vapores de crecimiento experimentaron el desarrollo y la expansión.”

“Así, por medio de su saber innato El-que-contiene-todo se creó a sí mismo en la persona y la forma del Sol que tenemos por nuestro padre y que de ese modo llegó a existir y a aparecer. Con su aparición, vino la luz que iluminó los espacios y con la iluminación de los espacios las grandes brumas se unieron, se espesaron y cayeron, de tal modo que el agua se formó por el agua; sí, el mar que sostiene el mundo.”

“Habiendo sacado de la superficie de su persona su parte de sustancia carnal, el Sol padre formó la materia seminal de dos mundos; con ella fecundó las aguas inmensas, y he aquí que del calor de su luz esas aguas marinas se volvieron verdes y aparecieron espumas sobre ellas, creciendo y ganando peso hasta que se convirtieron en Awitelin-Tsita, ‘la Madre-tierra-cuatro-veces-recipiendaria’ y Apoyan-Tä’chu, ‘el Padre-cielo-que-cubre-todo’.”

“De la copulación fecundadora de Awitelin-Tsita y de Apoyan-Tä’chu, extendidos sobre las aguas inmensas, fue concebida la vida terrestre; así nacieron todos los seres de la tierra, los hombres y las criaturas, en la cuádruple matriz del mundo.”

como es el mundo segun los siux

Como es el mundo de los Sioux

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág. 122
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Elisa Ramírez.
Ilustrador: José Luis Acevedo.
Los lakota y los demás pueblos de las praderas de Norteamérica, agrupan cuanto existe en el mundo en grupos de cuatro.

    Según ellos cuatro son las direcciones: el Poniente, el Norte, el Sur y el Oriente.

    El tiempo también se divide en cuatro: el día, la noche, las lunas y el año.

    Todas las plantas que brotan de la tierra tienen cuatro partes: las raíces, los tallos, las hojas y los frutos.

    Cuatro son las especies de seres que respiran: los que se arrastran, los que vuelan, los que caminan en cuatro patas y los que caminan en dos.

    Hay cuatro cosas sobre nuestra tierra: el Sol, la Luna, el cielo y las estrellas.

    Cuatro son las deidades: los Grandes, los Ayudantes de los Grandes, los que están por debajo de ellos y los Espíritus.

    La vida del hombre también se divide en cuatro etapas: la primera infancia, la niñez, el estado adulto y la vejez. Por último los hombres tienen cuatro dedos en sus cuatro manos y pies. Los dedos pulgares y dedos gordos de los pies están frente a ellos para ayudarlos a trabajar y también son cuatro.

    El Gran Espíritu hizo todo en grupos de cuatro y los hombres deben obedecer esta norma y agrupar las cosas y tiempos así.

    Además, las cuatro partes del mundo tienen forma de un círculo, pues el Gran Espíritu también quiso que todo fuera circular.

    Éstas son las palabras de un chamán de los oglala, que son parientes de los lakota:

              “El Gran Espíritu hizo que todo fuera circular, excepto las piedras. Por eso las piedras destruyen. El Sol y el cielo, la Luna y la Tierra son redondos como escudo, el cielo además es hondo como un cuenco. Cuanto respira es redondo, como el cuerpo de los hombres. Cuanto crece de la tierra es redondo como los tallos. Si así lo hizo el Gran Espíritu, los hombres deben considerar al círculo sagrado, pues es el signo de la naturaleza. Es el signo de los cuatro confines d el mundo y los vientos que entre ellos vuelan. También es el signo del año. El día y la noche, la Luna, dan vueltas en el cielo. El círculo es el signo de los tiempos.”

    Por eso los oglala y los demás hacen redondos sus tipis. También sus campamentos son circulares y se sientan en ruedas durante las ceremonias.

    El círculo es el refugio y la casa. Los adornos en forma de círculo representan el mundo y el tiempo.

    Cuando los hombres se sientan en un círculo alrededor de una fogata para fumar la pipa sagrada, la pasan de uno a otro y dicen:

          “En círculo te paso esta pipa, a ti que con el Padre vives; en círculo hacia el día que comienza; en círculo hacia el hermoso; en círculo completo por los cuatro lugares del tiempo. Paso la pipa al padre, con el cielo. Fumo el Gran Espíritu. Séanos dado tener un día azul.”

Marpiyawin y los lobos

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág. 19
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Elisa Ramírez.
Ilustrador: Felipe Dávalos.
Los sioux eran una tribu viajera, iban de campamento en campamento, a lo largo del año. Se sentían a gusto en cada nuevo lugar pues no se mudaban a sitios extraños, sino que conocían bien todos los mejores lugares para establecer sus aldeas. Alzar y bajar los tipis era una tarea fácil a la cual estaban acostumbrados y que realizaban con gran rapidez. Cuando escaseaba la pastura para los caballos, cuando la caza se alejaba, cuando el agua de un arroyo era más abundante en otro sitio o cuando llegaba el invierno, los sioux movían sus campamentos.

    Un día, la aldea entera estaba en marcha. Muchas mujeres y niños formaban la partida. Numerosos caballos de carga acarreaban los tipis y enseres; los hombres cuidaban los caballos de guerra y de caza; todos avanzaban. Entre ellos, iba una joven con un perrito. El cachorro era juguetón y ella lo quería mucho, pues lo había cuidado desde recién nacido, cuando aún no abría los ojos.

    El camino se le hacia corto pues el cachorro jugaba con ella y los demás muchachos.

    Cuando oscureció, vio que el perro no estaba. Lo buscó en el campamento y vio que nadie lo tenía. Lo llamó. “Tal vez se habrá ido con los lobos, como otros perros de la aldea, y regresar pronto. Tal vez volvió al viejo campamento”, pensó la muchacha recordando las costumbres de los demás perros de la aldea.

    Sin decir ni una palabra a nadie, regresó a buscarlo. No había riesgo de perderse, conocía bien el camino. Volvió hasta donde quedaban las huellas del campamento de verano, allí durmió. Esa noche cayó la primera nevada de otoño sin despertarla. A la mañana siguiente, reanudó la búsqueda.

    Esa tarde nevó más fuerte y Marpiyawin se vio obligada a refugiarse en una cueva. Estaba muy oscura, pero la protegía del frío. En su bolsa llevaba wasna, carne de búfalo prensada con cerezas ùsemejante al queso secoù, y no tendría hambre.

    La muchacha durmió y en sueños tuvo una visión: los lobos le hablaban y ella les entendía; cuando ella les dirigía la palabra, también parecían comprenderla. Le prometieron que con ellos no pasaría hambre ni frío. Al despertar, se vio rodeada de lobos pero no se asustó.

    Varios días duró la tempestad y los lobos le llevaban conejos tiernos para que comiera; de noche, se acostaban junto a ella para calentarla. Al poco tiempo eran ya muy amigos.

    Cuando la nevada escampó los lobos se ofrecieron a llevarla a la aldea de invierno. Atravesaron valles y arroyos, cruzaron ríos y subieron y bajaron montañas hasta llegar al campamento donde estaba su gente. Allí Marpiyawin se despidió de sus amigos. A pesar de la alegría que sentía de volver con los suyos, se entristecía de dejar a los lobos. Cuando se separaron, los animales le pidieron que les llevara carne grasosa a lo alto de la montaña.

    Contenta, ella prometió volver y se dirigió al campamento.

    Cuando Marpiyawin se acercó a la aldea, percibió un olor muy desagradable. ¿Qué sería? Era el olor de la gente. Por primera vez se daba cuenta de cuán distintos son el olor de los animales y el de las personas. Así supo cómo rastrean los animales a los hombres y por qué su olor les molesta. Había pasado tanto tiempo con los lobos que había perdido su olor humano.

    Los habitantes de la aldea se pusieron felices al verla, pensaban que la había secuestrado alguna tribu enemiga. Ella contó su historia y señaló a los lobos; apenas se veían sus siluetas dibujadas contra el cielo, en lo alto de la montaña.
    -Son mis salvadores -les dijo, gracias a ellos estoy viva.
    La gente no supo qué pensar. Todos le dieron carne para que la ofreciera a los lobos. Estaban tan contentos y sorprendidos que mandaron un mensajero a cada tipi, para avisar que Marpiyawin había regresado y para pedir carne para sus salvadores.

    La muchacha llevó la comida a los lobos; durante los meses de crudo invierno alimentó a sus amigos. Nunca olvidó su lengua y, a veces, los gritos de los lobos que la llamaban se oían por toda la aldea. Se hizo vieja, los demás le preguntaban lo que querían decir los lobos. Así, sabían si se acercaba una nevada o si merodeaba algún enemigo. Fue así como se le dio a Marpiyawin el sobrenombre de Wiyanwan si kma ni tu ompiti: la vieja que vivió con los lobos.

Los tarahumaras:La forma del mundo

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág.28
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Luis Rojo.
Ilustrador: Felipe Dávalos.
Cuentan los abuelos que sus abuelos sabían una historia muy vieja, tan vieja que fue contada por los primeros hombres que existieron, y que éstos la supieron porque el que es Padre así lo dijo: porque esto fue lo primero que supieron de él.

    En el principio nadie sabía cómo era la forma de la Tierra ni por que el cielo estaba allá arriba sin caerse. Los primeros que vivieron no sabían cómo explicarse esto. Por más que esforzaban la mirada no alcanzaban a mirar dónde terminaba el mundo, no sabían que detenía al cielo. Tomaron la decisión de mandar a los más fuertes y valerosos a recorrer la Tierra para saberlo.

    Cuando los más fuertes llegaron a la orilla de la Tierra encontraron a los moradores de los confines, pero estos no sabían que podía haber más allí ni tampoco sabían que existiera el que es Padre. Nada les importaba, sólo estaban allí.

    Los enviados decidieron ir más allá , fueron y escucharon la palabra del que es Padre. Él les dijo que no debían ir más lejos. Le preguntaron quéé había ahí y por quéé no podían ir. La palabra del que es Padre les contestó que no hallarían nada, que sólo encontrarían las columnas de fierro que sostienen al cielo. Les dijo que la Tierra es circular como una tortilla o como un tambor, y que el cielo es como una tienda de campaña azul sostenida por columnas de fierro. Les explicó que si llegaban hasta donde están las columnas tendrían que subir por ellas para alcanzar el sitio donde esta él, pero que nunca podrían regresar con los suyos.

    Esto dijo el que es Padre, esto dijeron al regresar los primeros tarahumaras y así lo contaron a sus hijos y éstos a los suyos.

Elsolylaluna alprincipio deltiempo: Tarahumaras

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág.201
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Gabriela Rábago.
Ilustrador: María María Acha.
En el principio del mundo, de esto hace ya mucho tiempo, era grande la oscuridad sobre la Tierra, pues el Sol y la Luna no la podían iluminar. Eran dos pobres niños vestidos con hojas de palma que vivían solos en una cabaña. No tenían vacas ni ovejas. Lo único que comía la Luna eran piojos de la cabeza del Sol. Los dos eran oscuros y no brillaban. Por eso, el Lucero de la Mañana era el único ast ro que esparcía alguna luz sobre el mundo.

También había seiscientos tarahumaras que no hallaban que hacer a causa de la oscuridad. Para andar tenían que cogerse de las manos, y de todas maneras tropezaban. Así no podían trabajar ni conocerse unos a otros.

    Entonces los tarahumaras fueron a buscar al Sol y a la Luna. Los curaron tocándoles el pecho con crucecitas mojadas en tesgüino. Así comenzaron a brillar y a dar luz. Ese fue su principio. Los tarahumaras de ahora, hijos de aquel los seiscientos hombres, cuentan que fue así como se iluminó la tierra y pudieron trabajar y verse las caras.

lakuta le kipa:La ultima mujer yagan.

Tomado del libro Hijos de la Primavera:vida y palabras de los indios de América; F.C.E., México 1994 pág.175
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Federico Navarrete Linares.
Ilustrador: María María Acha.
Me llamo Lakuta le kipa. Lakuta es el nombre de un pájaro y kipa quiere decir mujer. Cada yagán lleva el nombre del lugar donde nace, y mi madre me trajo al mundo en la bahía Lakuta. Por eso me pusieron por nombre Mujer Lakuta. Así es nuestra raza, somos nombrados según la tierra que nos recibe. Pero ahora todos me conocen como Rosa, porque así me bautizaron los misioneros ingleses que vinieron a enseñar su religión a nuestra tierra.

    Soy la última de la raza de Wollaston. Los wollaston eran una de las cinco tribus yaganas. Cada una de esas tribus vivía en distinta parte en las islas al sur de la Tierra del Fuego, pero todos éramos dueños de la misma palabra, todos hablábamos la misma lengua. Ahora han muerto todos y sólo quedo yo, que ya estoy vieja.

    No sé cuando nací. Cuando era pequeña vivía con mi papá y mi mamá. Los acompañaba a pescar y a matar nutrias. Mi papá tenía una canoa grande, hecha de un tronco escarbado con hacha y una tabla encima, para que no entrara el agua. Ni un poco se filtraba, pero ¡cómo se movía! Las guaguas íbamos en la parte de atrás, envueltas con ropas que nos daban en la misión. No nos podíamos mover.

    -Que no se levanten los chicos a mirar el fondo del mar. Porque puede venir una cosa mala -decía mi padre.

    Por eso nos quedábamos quietos y no podíamos jugar. Siempre había fuego en la canoa para calentarnos. Lo prendían sobre arena y yerbas y el calor se sentía de proa a popa. Pero yo pasaba mucho frío. Mi mamá remaba y mandaba a bordo.

    Nadie sabía nadar, porque ya se estaban perdiendo las costumbres de los antiguos. Por eso, cuando se hundía una canoa ¡al fondo se iban todos! Nunca salíamos cuando había marejada, pero a veces nos pillaba el mal tiempo en medio del canal y yo me asustaba mucho.

    En tierra siempre encontrábamos un lugar para acampar y ahí armábamos nuestro ákar. Sólo teníamos que levantar las varas de la tienda, que eran largas y se juntaban en la parte de arriba, y luego taparlas con las telas que nos daban en la misión. Adentro prendíamos un fuego y nos quedábamos comiendo mariscos. A la hora de dormir nos tapábamos y sentíamos un lindo calorcito que desparramaba la fogata por todo el ákar.

    Así íbamos de una isla a otra, buscando en la naturaleza lo que podíamos comer. Por eso éramos más sanos que los hombres de hoy, que son tan políticos para comer. No éramos nada tontos. Ni hablar de lo rico que es el lobo de mar chiquitito, bien asado y con sal y otros condimentos. El aceite de lobo también es muy bueno. Si se toma frío engorda mucho y ayuda a mantener el calor. Los pájaros de la playa son muy sabrosos de comer.

    A mi me encantaba el challe y una vez me enfermé. Amanecí con tremendo dolor de cabeza y mi madrina tuvo que sanarme. Agarró una rama de chaura y la puso sobre mi cabeza, haciendo “juuuuuummm” con la boca hasta que la enfermedad pasó.

    A veces iba con mi madrina y mi mamá a cazar pájaros cuando estaba oscuro. Nos subíamos a la canoa y nos acercábamos sin hacer ruido a las barrancas donde vivían. Las dos levantaban sus palos con fuego para encandilarlos. Caían varios dentro de la canoa y ahí mismo los matábamos.

    En el tiempo del verano siempre habia huevos. Comíamos tantos que nos quedábamos dormidos de llenos.

    Después de comer, esperábamos que el mar se calmara y partíamos otra vez. Así era nuestra costumbre, como los gitanos. Y hasta hoy me gusta andar en canoa de un lado a otro, porque así es la naturaleza de mi raza.

    Cuando apenas caminaba me quisieron llevar a la escuela de los ingleses, en la misión de Tekenica. Ahí llevaban a todos los chicos aunque tuvieran padre y madre, para que aprendieran. Mi mamá me contaba que a las mujeres les enseñaban a hilar y a tejer, y que cuando hacían mal su trabajo, las hacían sacar los puntos para que aprendieran bien. Pero cuando llegó mi tiempo de estudiar, ya no había escuela ni enseñaban a tejer porque no hacía falta. Los niños y los chiquillos que iban a la escuela empezaron a morir de golpe, casi al mismo tiempo, como si los estuvieran envenenando. Era alguna enfermedad que los atacaba, tal como ahora llega alguna tos mala y agarra a muchos; sólo que entonces no había doctor ni vacunas.

    Por eso no fui a la escuela.

    En esa época ya andábamos todos vestidos con la ropa que nos daban los misioneros, ya teníamos todos zapatos. Los antiguos no eran así, ellos andaban pelados. Sólo se ponían un cuero muy pequeño de nutria o de foca sobre la espalda. Por eso eran más sanos, no sentían frío ni siquiera cuando había nieve. Nosotros, en cambio, usamos tanto trapo y nos morimos más que antes.

    Antes, en el invierno, cuando caía mucha nieve, las mujeres se divertían haciendo bolas con las manos y correteándose. También inflaban el estómago de un animal y lo tiraban de un lado a otro como pelota. Era muy entretenido, decía mi madre. Pero yo no alcancé a jugar así, porque ya no había niños que jugaran conmigo. Ya nos estábamos acabando.

    Cuando había mal tiempo, los ancianos se juntaban en el ákar y contaban sus historias junto al fuego. Ellos me contaron que el arco iris que está en el cielo se llama Watauineiwa. A él le piden favores los hechiceros yaganes y también todos los que necesitan algo porque Watauineiwa no castiga, sólo ayuda. Si uno mira al cielo cuando sale el arco iris, puede ver uno pequeño junto al más grande. El pequeño se llama Akainij y es hijo del otro. Los dos son lo mismo.

    Cuando hay tempestad se le pide que venga la calma. Si hay un niño huérfano, sin padre y sin madre, las personas que lo cuidan lo llevan ante Watauineiwa y Akainij para que hable y les pida:

    “Yo estoy solo, no tengo padre, no tengo madre, no tengo hermano”, les dice el niño huérfano.

    Watauineiwa lo ayuda. Al otro día amanece en calma para mariscar. Se puede salir en la canoa y no falta alimento. Es como si el niño hubiera pedido perdón para que todo está bien en la tierra y termine el mal clima.

    Cuando había mal clima los hechiceros también salían de su ákar para rogar que mejorara el tiempo.

    A los yaganes les dijeron que Watauineiwa es como el padre de Jesucristo y Akainij, su hijo. Así me contaron. Rezarle al arco iris es rezarle a Jesucristo.

    “Matahuakaiak , ayúdanos” le decían.

    Hoy día ya nadie cree en nada. A veces me pregunto cómo los antiguos sabían tanto, porque andaban pelados y no iban a la escuela. Pero aprendían porque hablaban con Watauineiwa.

    Tiempo después nos fuimos a vivir a la misión, en el pueblo de Douglas, con los ingleses. Ya no anduvimos más por ahí, mariscando y pescando. Los ingleses nos daban casas para vivir, pero las viejas no se acostumbraban. Querían su ákar, les gustaba vivir según la naturaleza de la raza.

    Todas las mañanas tocaban la campana para avisar la hora de ir a la iglesia. Chicos y viejos teníamos que ir durante la semana y también el domingo. Los que sabían leer inglés rezaban con un librito. Una veterana estaba enojada todo el tiempo.

    -¡Clavaron a Jesucristo! -decía indignada.

    Los sábados nos repartían víveres. No nos faltaba la carne porque ya había muchas vacas en Navarino. También abundaban los guanacos. Su carne es rica y su grasa es buena para hacer sopaipillas.

    Los hombres iban al monte a trabajar la leña y las viejitas los mandaban a mariscar. Míster Williams, el misionero, les pedía erizos, cholgas, centollas y a cambio les entregaba alimentos. Mis paisanos partían con sus canoas de tronco o sus chitas para agarrar a los animales del mar. Eran muy inteligentes, podían fabricarse todo lo que necesitaban para vivir.

    De vez en cuando llegaba un barco desde Inglaterra, con regalos para los yaganes. En Navidad nos tenían que dar ropas y frazadas. Eran muy lindas las que yo tenía.

    Llevábamos poco tiempo en Douglas cuando mi padre murió ahogado. Fue por el licor que habían importado unos rancheros. Una paisana robó unas botellas y partieron hacia Douglas con una canoa. Iban mi abuelo, mi padre, otro hombre, la ladrona y Keity, una bonita mujer yagana. Mi padre estaba tan enamorado de ella que iba a dejar a mi madre para irse con ella, pero el otro hombre también la quería. Les faltaba muy poco para llegar a Douglas, estaban ya cerca de la orilla cuando empezaron a pelear mi padre y ese hombre y la canoa se volteó. Mi abuelo y mi padre murieron ahogados por tomar esa grapa. Pobres.

    Todos fuimos a verlos. Estaban tirados en la playa. Lloré cuando vi a mi padre y ahí me quede sentada a su lado, llorando y mirando. De Mejillones y otros lados empezó a llegar la familia. Eran muchos. Tenían que hacer su duelo yagán.

Chiminiguagua

Chiminigagua

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América; F.C.E., México 1994 pág.108
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Silvia Tuchman.
Ilustrador: Felipe Dávalos.
Contaban los antiguos muiscas que antes de que existiera algo en este mundo, cuando la oscuridad llenaba todo como una eterna noche, sólo existía una gran cosa que no tenía forma ni cara. Pero en su interior poseía la luz. Por eso los antepasados la llamaron Chiminigagua.

    Dicen también que una vez Chiminigagua se hirió el gigantesco vientre y de su herida empezó a asomar un haz luminoso. De esta primera luz surgió la vida.

    Después Chiminigagua creó grandes aves negras y las echó a volar para que derramaran su aliento sobre las cimas. De sus bocas salían leves soplos de aire luminoso y transparente, que hicieron que la Tierra se viera clara e iluminada, como es ahora.

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