LOS SIMBOLOS PRECOLOMBINOS
Cosmogonía, Teogonía, Cultura
El verdadero Padre Ñamandu, el Primero,
de una pequeña porción de su propia divinidad,
de la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora
hizo que se engendrasen llamas y tenue neblina.
Habiéndose erguido
de la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora,
concibió el origen del lenguaje humano.
De la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora
creó nuestro Padre el fundamento del lenguaje humano
e hizo que formara parte de su propia divinidad.
Antes de existir la tierra,
en medio de las tinieblas primigenias,
antes de tenerse conocimiento de las cosas,
creó aquello que sería el fundamento del lenguaje humano
e hizo el verdadero Primer Padre Ñamandu
que formara parte de su propia divinidad.
Habiendo concebido el origen del futuro lenguaje humano,
de la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora,
concibió el fundamento del amor.
Antes de existir la tierra,
en medio de las tinieblas primigenias,
antes de tenerse conocimiento de las cosas,
y en virtud de su sabiduría creadora,
concibió el origen del amor.
Habiendo creado el fundamento del lenguaje humano,
habiendo creado una pequeña porción de amor,
de la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora
el origen de un solo himno sagrado lo creó en su soledad
Antes de existir la tierra,
en medio de las tinieblas originarias,
antes de conocerse las cosas,
creó en su soledad el origen de un himno sagrado.
La literatura de los guaraníes.- Recopilado y traducido por el antropólogo León Cadogan. Joaquín Mortiz, México, 1965.
PREFACIO
Apenas comenzó el autor a concebir la idea de un trabajo sobre la simbólica precolombina advirtió que su perspectiva no podría ser comprendida sin antes exponer ciertas ideas (símbolo, mito, rito, sociedad tradicional, etc.), es decir, el marco teórico donde se inscribe su trabajo. En definitiva, que su libro iba a tratar tanto de lo precolombino, su cosmogonía y teogonía, como constituir una introducción a la Simbólica. Una obra de este tipo ha de ser necesariamente sintética (casi un esquema de trabajo) y no se podrá entonces considerar aquí con la riqueza y amplitud que se merecen cada uno de los temas que se tocan, reservándonos esta labor para nuevas oportunidades. Pensamos sin embargo que este trabajo brinda la posibilidad de comprender en esencia a las antiguas culturas americanas, -y a las ‘primitivas’, arcaicas y tradicionales en general- y ser un punto de nucleamiento de nuevas investigaciones y labores para los que se interesan en el símbolo y las culturas precolombinas. Esto es así para el autor, por qué no decirlo, puesto que el estudio de los símbolos tradicionales americanos coadyuvó en él a su conocimiento de símbolos universales y porque el conocimiento de estos universales le hizo comprender ciertas ideas acerca del pensamiento y la cosmogonía de los precolombinos. Este estudio está dirigido al lector no especializado -aunque tal vez pudieran sacar de él algún provecho los expertos- y como ya dijimos es tanto para el que desea interiorizarse en la Vía Simbólica y su funcionamiento como para el que posee afición e intriga por las culturas precolombinas o arcaicas.
Quiere dejarse aquí sentado el profundo agradecimiento a los esforzados cronistas, comentaristas e investigadores de todos los tiempos, extranjeros y americanos, gracias a los cuales se ha podido escribir este libro -que pretende ser en su medida un homenaje al pensamiento indígena- y cuya obra se cita en el texto y la bibliografía.
Por último quiere indicarse que el autor cree en la capacidad actuante del símbolo, en su virtud transformadora, a la par que sostiene que los símbolos están hoy presentes, tan sólo esperando ser vivificados.
INDICE CASTELLANO Prefacio
Capítulo I * Introducción a la Simbología Precolombina
Capítulo II La Simbología Americana
Capítulo III Los Símbolos, los Mitos y los Ritos
Capítulo IV El Centro y el Eje
Capítulo V El Mundo Precolombino
Capítulo VI Algunos Errores Filosóficos
Capítulo VII Ciertas Peculiaridades en la Visión del Mundo de una Sociedad Arcaica
Capítulo VIII La Iniciación
Capítulo IX * El Redescubrimiento de América
Capítulo X Cosmogonía y Teogonía
Capítulo XI * El Cosmos y la Deidad
Capítulo XII La Dualidad: Energías Ascendentes y Descendentes
Capítulo XIII Algunos Símbolos Fundamentales
Capítulo XIV * Símbolos Numéricos y Geométricos
Capítulo XV El Simbolismo Constructivo
Capítulo XVI * Plantas y Animales Sagrados
Capítulo XVII Arte y Cosmogonía
Capítulo XVIII * Mitología y Popol Vuh
Capítulo XIX Algunos Temas Relacionados con los Calendarios
Capítulo XX * Los Calendarios Mesoamericanos
BIBLIOGRAFIA
* En web “América Indígena”
Italiano: Intr. V VI
English: Book
CONTRAPORTADA
El redescubrimiento de América a quinientos años del viaje de Almirante Colón
Una obra sintética y fundamental que tanto habla de lo precolombino, su cosmogonía y teogonía, como constituye una introducción a la Simbología. Federico González nos brinda la posibilidad de comprender en esencia a las antiguas culturas americanas, así como a las “primitivas”, arcaìcas y tradicionales en general. La sacralidad simbólica de la naturaleza (piedras, árboles, animales, astros), los mitos, la arquitectura del templo y la ciudad, los calendarios, la agricultura, el maíz (como en otros lugares el trigo), las artesanías, los juegos y el arte de la guerra, la música y los cantos, las pinturas, el tatuaje y las danzas, sacrificìos y festividades, conforman para el hombre tradicional -en particular aquí el americano- su experiencia cotidiana de lo sagrado, su conocimiento de la cosmogonía que se le revela mediante los símbolos, los mitos y los ritos, y a la cual él conoce y recrea por su intermedio, por mucho que puedan sorprendernos las extraordinarias formas una cultura que, corno toda aquella que está viva, reconoce a la deidad -y a la vida- corno un perpetuo asombro. Pues es lo sagrado lo que conforma su propia expresión -la del mundo y la de nosotros mismos- y no al contrario, según la programación que nos ha sido impuesta.
INTRODUCCION A LA SIMBOLOGIA PRECOLOMBINA
FEDERICO GONZALEZ
La sociedad a la que pertenecemos, es decir la contemporánea, ha concebido la idea de que Dios -la unidad original- es un invento del hombre, aunque algunos de sus miembros piensan más bien que la deidad es un descubrimiento humano producido en cierta etapa de la historia. En ambos casos es el hombre el que crea a Dios en absoluta contradicción con lo aseverado unánimente por todas las tradiciones y civilizaciones de que se tenga memoria, las cuales afirman y establecen la correcta relación jerárquica entre el creador y su criatura. Esta flagrante inversión nace lógicamente del desconocimiento actual que poseemos acerca de lo sagrado, razón que nos obliga inconscientemente a ‘humanizar’ el concepto de Dios, hacerlo antropomorfo -lo que equivale a reducir a la deidad a las categorías del pensamiento y la concepción humana- y minimizarlo a la escala del hombre de hoy día y a la estrechez de su visión. El cual no encuentra nada mejor entonces que hacer morir a los dioses, no ‘creer’ ya en ellos sino más bien en lo ‘humano’ -lo cual ¡ay! es tomado como un progreso- como si fuera posible que las energías cósmicas y armónicas cuyos principios expresan las deidades dejaran de ser, o existir, por el simple expediente de negarlas.
Estamos acostumbrados a pensar acerca de los panteones griego, romano, egipcio, caldeo o maya -o aun en el de los judíos, cristianos, islámicos, hinduístas y budistas-, como si sus dioses fuesen la propiedad privada de esos pueblos y religiones, y que además esos dioses fueran enteramente diferentes entre sí con identidades perfectamente particularizadas en un sistema clasificatorio imaginario. La realidad de lo sagrado queda así reducida a la capacidad ‘especulativa’ del hombre -o a un membrete indicativo en un casillero- y no se observa sin embargo que esos mismos hombres reconocieron a la deidad a través de los ‘números’ o medidas armónicas como patrones o módulos de pensamiento universal y expresión de las ideas arquetípicas siempre presentes como partes constitutivas del cosmos, que los símbolos representan y cuya energía-fuerza no ha dejado ni dejará de manifestarse mientras existan el tiempo y el espacio. Lo mismo acontece con los astros y estrellas -en particular, el Sol, la Luna, Venus y las Pléyades-, símbolos de los dioses a determinado nivel, planetas y constelaciones que por cierto han sobrevivido a los caldeos, egipcios, griegos, romanos y mayas y que aún podemos observar a ojo descubierto en cualquier noche clara. Estos astros y estrellas significan las energías cósmicas que son la expresión de los principios divinos y es imprescindible recordar que son los mismos astros y estrellas de hoy aquéllos que contemplaron en la bóveda celeste antes del ‘descubrimiento’ de América los pueblos precolombinos, los cuales los identificaron en su cosmogonía con determinadas ideas-fuerza, cuya manifestación las estrellas expresan en la inmensidad del cielo, del cual dependen la tierra y el hombre. Somos otras las personas que habitamos bajo el firmamento en la tierra que labraron las antiguas civilizaciones americanas, pero los números y los astros -como encarnaciones de los principios eternos- siguen siendo los mismos y están tan vivos como las deidades, las cuales por otra parte se siguen expresando como fenómenos naturales y atmosféricos y energías anímicas y espirituales siempre presentes en la creación. Pues es sabido que los dioses no mueren y eso es precisamente lo que los ha hecho inmortales en todo tiempo y lugar. O mejor, lo son porque han muerto a la muerte y ya no pueden morir. El dios sacrificado resucita, se regenera, y transforma sus energías cristalizándolas en el cielo bajo la forma de un planeta, símbolo del principio que ese dios testimonia de manera activa y manifestada. Los dioses, incluso, son anteriores a esta creación y de hecho su sacrificio es lo que la produce “cuando aún era de noche”, como nos lo dice el mito teotihuacano.
Las cosmogonías precolombinas constituyen una modalidad de la Cosmogonía arquetípica -en la que el hombre está incluido- más allá de cualquier especulación personal y pese a las diferentes formas o modos en que ella se exprese de acuerdo a las características de espacio, tiempo o manera, que a la vez velan y revelan su contenido prototípico, su esencia. Por eso es que esas cosmogonías también están vivas hoy día, en sus símbolos y mitos, que esperan ser vivificados por su conocimiento, por su invocación, para que generen toda la magnitud de su energía potencial. Los hombres antiguos han desaparecido pero no sus dioses eternos -Quetzalcóatl, Kukulkán, Viraacocha-1 que aún conviven con nosotros y conforman gran parte de la historia de los países americanos y aunque no lo advirtamos, la nuestra misma. En verdad aún muchos millones de personas -en el norte, centro y sur de América- los invocan con los antiguos ritos tradicionales y también bajo distintas formas religiosas o teñidas de folklore. La deidad es igual para todos los pueblos que la conocen, así la llamen de una u otra manera, o tome esta o aquella forma particular; esto es válido para todas las tradiciones vivas o muertas puesto que la deidad “en sí” es finalmente una sola aunque sus manifestaciones sean múltiples. Cuando los sabios nahuas, los tlamatinime fueron interrogados por los doce primeros religiosos católicos arribados a México acerca de sus creencias y se enteraron por boca de sus inquisidores que sus dioses ya no existían pidieron morir con ellos. Luego aceptaron hablar con calma:
“Romperemos un poco, ahora un poquito abriremos el secreto, el arca del Señor nuestro”. “Vosotros dijisteis que nosotros no conocemos al Señor del cerca y del junto, a aquél de quien son los cielos y la tierra. Dijisteis que no eran verdaderos nuestros dioses. Nueva palabra es ésta, la que habláis, por ella estamos perturbados, por ella estamos molestos. Porque nuestros progenitores, los que han sido, los que han vivido sobre la tierra, no solían hablar así”.
Y a continuación describen y enumeran en forma sencilla para ser entendidos una serie de imágenes de la divinidad, la tradición y el rito, que dicho sea de paso se corresponden con sus análogas cristianas. Y luego, recapitulando:
“Nosotros sabemos a quién se debe la vida, a quién se debe el nacer, a quién se debe el ser engendrado, a quién se debe el crecer, cómo hay que invocar, cómo hay que rogar”.
Como se verá por sus propias palabras puede observarse en realidad que los tlamatinime no alcanzaban a comprender esa situación que los excedía. ¿Cómo los hombres podían suprimir por decreto a los dioses? y ¿cómo lo único efectivo, lo cierto, podía ser aniquilado por las ilusiones y la sombra? Oigámoslos:
“Ciertamente no creemos aún, no lo tenemos por verdad, aun cuando os ofenda”.2
Ofendidos o no, los conquistadores abolieron su imagen del mundo, del espacio y del tiempo, su concepción de la vida y del hombre, sus mitos y ritos, y destruyeron la casi totalidad de su cultura. Y como desgraciadamente estas culturas están aparentemente muertas debemos seguir un difícil proceso de reconstrucción a través de sus fragmentos, códigos y monumentos parcialmente completos, las crónicas de los conquistadores y distintos testimonios, así como por jirones aún vivos del folklore, la danza, el diseño de los tejidos y cestería, sus monumentos, etc., para poder entenderlas. Pero también y sobre todo haremos hincapié en sus símbolos – y mitos cosmogónicos y teogóe;nicos claros y precisos que se corresponden con símbolos y mitos de otros pueblos, incluidos sus modelos del universo y estructuras culturales -evidentes por ejemplo, en el símbolo constructivo, de base geométrica y numeral-, los que nos permiten por analogía aproximamos al conocimiento de las tradiciones americanas y tener una visión lo suficientemente neta de ellas, al menos como fundamento para intentar comprenderlas en su esencia sin que sólo signifiquen tristes ruinas o antiguallas sin sentido o un pasado desconocido, hipotético y grandioso del cual todo se ignora. Por otra parte y como ya hemos dicho, a pesar del saqueo, la sistemática aniquilación y el múltiple vejamen sufrido, las tradiciones precolombinas aún están vivas y vigentes, reveladas en sus símbolos, en sus mitos y en su cosmogonía, en sus ideas arquetípicas, sus módulos armónicos y sus dioses que no esperan sino ser vivificados para que actualicen su potencia; es decir, ser aprehendidos, comprendidos con el corazón, para que actúen en nosotros.
NOTAS
1 De los que se dice han de volver.
2 El libro de los Coloquios de los Doce, capítulo VII del texto náhuatl publicado por W. Lehmann. Traducción de Miguel León Portilla.
CAPITULO II LA SIMBOLOGIA AMERICANA
I
Uno de los temas que más se destacan cuando nos enfrentamos con el estudio de las sociedades precolombinas es la coincidencia en casi todos los autores europeos de la conquista y aun de siglos posteriores en pensar que los americanos eran de origen judío,1 ya habían sido cristianizados, o de algún modo confuso derivaban sus conocimientos y tradiciones del Viejo Mundo. Estas opiniones se basaban sin duda en la similitud de símbolos, mitos y modos culturales, que aunque tomasen formas diferentes eran sin embargo análogos a los suyos. Esto es señalado por los franciscanos Fray Bemardino de Sahagún y Motolinía, por el dominico Diego Durán, por el jesuita Joseph de Acosta, así corno por Mendieta, Las Casas, Torquemada, López de Gómara, Ramos Gavilán, Gregorio García, Antonio de la Calancha, Poma de Ayala y la generalidad de los cronistas; asimismo entre los comentaristas posteriores como Veytia y Clavijero, etc., para no citar sino algunos, todos ellos hombres de la Iglesia o versados en asuntos religiosos, filosóficos y teológicos.2 A decir verdad, también las coincidencias entre el cristianismo, sus símbolos, mitos y ritos y la tradición precolombina son harto numerosas.3 Comenzando por sus teogonías, donde las ideas de un Ser Supremo, de un dios creador y una deidad civilizadora y salvadora configuran una génesis y un apocalipsis, una muerte y una resurrección ligadas al sacrificio y la transformación cíclica y siguiendo por ciertos mitos como el de la virginidad de la madre de un dios héroe y su nacimiento sin necesidad de padre, antinatura, que aparece repetidamente. El primer caso se observa en la civilización del valle central de México entre los indios de Nicaragua y Costa Rica, los de Bogotá, los de Quito y otros grupos pertenecientes al Imperio Inca como los harochiri e incluso los guaranies de Paraguay y Brasil, siendo conocido por los zuni y otros indígenas de los Estados Unidos y los patagones argentinos. El segundo es muy neto entre los nahuas y aztecas (los dioses Quetzalcóatl y Huitzilopochtli son hijos de vírgenes), y en los indios quiché de Guatemala, Ixbalanché y Hunahpú, los héroes por excelencia, son hijos de la doncella Ixcuiq. Asimismo los chibchas de Colombia reverenciaban a un hijo del sol que fue fecundado por intermedio de sus rayos en una virgen; y Viracocha, en el Perú, embaraza a una joven agraciada sin que ésta lo advierta.4 Esto sin mencionar algunos mitos como el del diluvio conocido en toda la América Precolombina y el de la existencia pretérita de gigantes en lo cual coincidían con las tradiciones bíblicas y greco-romanas. Pero lo que realmente sorprende a los conquistadores, o a los pocos que son capaces de ver, es nada menos que el símbolo de la cruz por doquier, lo cual por consideraciones debidas a las circunstancias se debe ocultar o callar. En efecto, esta representación se halla explícita en su forma más sencilla o de maneras derivadas, sola u organizada en conjuntos, en la entera extensión del continente americano. Y es más, el símbolo de que hablamos -que por cierto es pre-cristiano- constituye el esquema cosmológico de estas culturas, siempre presente en sus manifestaciones de cualquier tipo que éstas sean. Nos estamos refiriendo a los cuatro brazos o posibilidades de expansión horizontal en el plano y al centro como lugar de recepción y síntesis de la energía vertical (alto-bajo), que de esta manera por medio de la cruz se irradia en la totalidad del espacio. Aunque tal vez lo que más llama la atención de los frailes es la similitud de algunos rituales con los sacramentos que ellos administran. Así por ejemplo con respecto a la confesión practicada por los aztecas, mayas e incaicos, al matrimonio, al bautismo -del que el reticente Diego de Landa, obispo de Yucatán, sin embargo afirma con orgullo:
“No se halla el bautismo en ninguna parte de las indias sino en esta de Yucatán (lo cual no era cierto) y aun con vocablo que quiere decir nacer de nuevo u otra vez”,
y a la comunión. En relación con esta última señalaremos lo que nos dice Sahagún vinculado con la ceremonia que se efectuaba en honor a Huitzilopochtli en la que el pueblo comulgaba comiendo un trozo de la estatua del dios, que a esos efectos estaba confeccionada con una golosina que aún es popular en el México contemporáneo a la que se llama alegría.5 El verdadero tema al respecto lo constituye el hecho de que el sacrificio ritual de animales y su inmediata ingestión en ciertas fechas y lugares precolombinos -como por otra parte es verificable en la casi totalidad de las culturas, siendo hoy mismo comprobable en comunidades ‘primitivas’- conformaba un acto sagrado de importancia vital, tanto individual como colectiva. El sacramento cristiano de la eucaristía simboliza mediante el pan y el vino lo que otras tradiciones ejemplifican por sus correspondientes: la carne y sobre todo la sangre como forma de comunión con la deidad. Creemos que bajo una perspectiva análoga podrán tal vez entenderse los cruentos sacrificios humanos efectuados en honor y alimento del sol como generador y conservador de la vida.6 De todas maneras estas similitudes entre las civilizaciones del Nuevo y Viejo Mundo no tienen nada de casual ya que los símbolos y los mitos fundamentales de todas las culturas son manifiesta y esencialmente los mismos ante nuestro ignorante asombro.7 Esta sorpresa no es tal en cuanto procedemos a verificar y comprobar este aserto y también en cuanto nos ponemos a pensar que lo que en verdad representan estos símbolos y estos mitos -es decir las ideas universales que expresan- son las mismas en todas partes, derivadas de un Conocimiento y una Tradición común, a la que podríamos llamar ‘no histórica’, o mejor, ‘metahistórica’. Por ese motivo es que la Simbología utiliza la comparación entre símbolos de distintas civilizaciones como método para iluminar los símbolos particulares, sistema que utilizaremos asimismo en este texto en relación con el conjunto de las culturas americanas -en la medida de nuestras posibilidades-, y el mosaico multifacético en que se expresa el pensamiento precolombino.
No hay en la actualidad quien niegue seriamente el origen sagrado de toda civilización en cuanto éste es mítico y metafísico -según esas tradiciones lo proclaman-, del cual por otra parte se desprenden sus conocimientos, artes, ciencias e industrias, incluidos la fundación de su ciudad -cuando son sedentarios- y el nombre o identidad de sus habitantes. En ese sentido estas manifestaciones parecerían responder unánimemente a una idea arquetípica de la cual derivan los modelos culturales y las estructuras religiosas, económico-sociales y políticas, los comportamientos y los usos y costumbres. Es por eso y a pesar de las variadas formas en que esas culturas tradicionales se expresan que se puede encontrar entre ellas tan asombrosas analogías pues se refieren todas a lo mismo. Lo cual nos permite a nuestra vez efectuar relaciones y asimilaciones igualmente sorprendentes.
Los historiadores de las religiones limitan y ubican en el espacio y en el tiempo a la cultura que estudian, aunque los mejores de ellos, encabezados por Mircea Eliade, llevan sus investigaciones a la estructura misma de lo religioso expresando su origen atemporal. La Simbología no toma en consideración sino en forma secundaria las condiciones históricas donde se produce el símbolo, destacando por el contrario valores no históricos, es decir esenciales y arquetípicos. Pero sobre todo lo que diferencia al simbólogo y al historiador de las religiones es la actitud con que enfrentan el conocimiento. Efectivamente, el simbólogo no sólo toma a los símbolos, mitos o ritos como objetos estáticos -que tienen una historia- sino también como sujetos dinámicos siempre presentes, que se están manifestando ahora. O sea, como capaces de cumplir una función mediadora entre lo que expresan en el orden sensible y la energía invisible -la idea- que los ha generado. En ese sentido no hay tampoco una historia de los símbolos. No sólo por reconocer éstos un origen atemporal, sino porque la mayor parte de ellos son comunes y aparecen en muchísimas tradiciones separadas en el espacio y en el tiempo -como si ellos fueran consubstanciales con el hombre y la vida- y se dan a veces hasta de manera idéntica en cuanto a sus significaciones más alejadas (en el tema de la ‘brujería’, por ejemplo), asunto éste que con un poco de paciencia y buena fe le es dado observar y comprender a cualquiera. Ello lleva a reconocer un origen común, o aceptar la idea de una tradición histórica unánime, lo que seguramente es válido si se consideran enormes ciclos que incluyen no sólo decenas de culturas -la mayor parte ignoradas- sino también profundas alteraciones geográficas en la tierra como cambios en la posición de los polos en correspondencia con fenómenos celestes, etc.8 Razón por la que el simbólogo prefiere tomar al símbolo en sí -sin descuidar su contexto-, en cuanto éste no es sólo un objeto comparable a otro objeto, sino que además es considerado como sujeto de una realidad siempre existente que lo ha plasmado, a la que expresa de manera directa. La idea que manifiesta y a la vez oculta el símbolo es lo que a la Simbología le interesa. Por lo que el simbólogo aspira no sólo a la comprensión histórica o meramente intelectual del símbolo, sino a su conocimiento metafísico, a su aprehensión supra-intelectual -obtenida mediante su concurso-, a la identificación o encarnación de lo que el símbolo o mito manifiesta tal cual hacían los integrantes de los pueblos que los diseñaron con ese propósito. Los cuales los utilizan como soportes o vehículos cognoscitivos entre distintos planos de una realidad que ellos consideraban única y sagrada, la que era testificada por esos símbolos y mitos. Dicho en otras palabras: el simbólogo no se ocupa, salvo de manera secundaria, por los símbolos considerados bajo una perspectiva histórica o simplemente ‘intelectual’, sino que tomando en cuenta la identidad de los símbolos tradicionales aparecidos en distintos tiempos y lugares -material que ha obtenido de la Historia de las Religiones y de la Religión Comparada-, trata de comprender, vivenciar, o encarnar el concepto, o la idea, que ellos representan y de la cual son los emisarios.9 Esto es particularmente válido en el estudio y la meditación sobre las manifestaciones humanas, es decir, culturales, en cuanto ellas constituyen un conjunto simbólico donde la huella de una historia invisible y eterna -arquetípica-, se proyecta en las formas temporales de lo visible.
II
Ya indicamos en la nota inicial, haciendo una referencia personal, que no hemos transpuesto literalmente a la tradición precolombina lo que por nuestros estudios hemos aprendido de otras civilizaciones tradicionales, sino que por el contrario, empapados del mundo de los antiguos americanos, su atmósfera, sus códigos y formas, es que hemos llegado a comprender la identidad de los símbolos, mitos y ritos de la Tradición Unánime, así ésta se halle viva o aparentemente muerta. Sin duda los esquemas de nuestro pensamiento, la forma de concebir y los modos de acercarnos al pasado precolombino son europeos como los de todos los investigadores que conocemos. Esto se debe a nuestra educación, ya que las estructuras mentales de todos los occidentales actuales -y eso es lo que somos- son análogas, comenzando por la determinación que imponen la lógica y los esquemas lingüísticos, como asimismo lo son nuestras pautas de aprendizaje y actuación, aunque muchos de nosotros no lo advirtamos o pensemos en contrario. Por otra parte anotaremos que el haber nacido en determinado lugar del Nuevo Mundo, o el tener la misma sangre de los pueblos que crearon las civilizaciones precolombinas, o aun hablar su lengua actual, es sólo una ventaja secundaria para comprender la cosmogonía indígena original.10 Los griegos contemporáneos casi nada saben de su pasado mítico y de sus antiguas ‘creencias’, y aún en la época de Platón la mayor parte las ignoraba con generosidad. En otro caso, como pudiera ser el de una tradición viva, la hindú por ejemplo, tal vez suceda que a la fecha un extranjero no nacido en ella pueda comprenderla y vivirla mucho más profunda y verdaderamente -en lo que ella es en sí- que un simple devoto atenaceado por la superstición y la confusión de las imágenes, como en general sucede con la mayoría de los hindúes actuales. Otra cosa es cuando los integrantes de una tradición conocen perfectamente y no sólo de manera exterior o superficial el sentido de sus símbolos, mitos y ritos -que siempre deben ser aprendidos- y sobre todo cuando se tiene bien patente lo que éstos son, es decir cuando se comprende su función mediadora y trascendental encuadrada en el marco de una cosmogonía original, a la que describen, la cual al ser vivenciada produce un estado de conciencia al que se puede acceder merced a la iniciación en el conocimiento que los propios símbolos, mitos y ritos provocan. Con seguridad que quien haya experimentado estos conceptos y reconocido las formas en que ellos se manifiestan generando tal o cual cultura podrá entonces entender la esencia de esa cultura, su razón de ser -incluso histórica-, su idea del espacio, del tiempo, del movimiento, del número, la medida y el lenguaje, y por lo tanto de su pensamiento, del que derivan todas sus acciones o creaciones, las que se expresan a través de manifestaciones simbólicas.
Para poder asimilar la realidad, para integrarse a ella, es menester previamente tener una descripción de la misma, cualquiera que ésta fuese.11 El hombre procede siempre así aunque no lo sepa o lo niegue. Es tan válida una concepción del mundo donde la tierra es un plano y al mismo tiempo el centro del universo, como un sistema descriptivo tridimensional en donde la tierra es una esfera que gira alrededor del sol, su eje. Lo mismo vale -y éste es un tema directamente vinculado con lo anterior- para la representación gráfica plana y su extraordinario poder de síntesis y sugestión en contraposición con los contrastes de luz-sombra y perspectiva que caracterizan al arte occidental de los últimos siglos, e igualmente para la geometría llamada plana en comparación con la espacial.
Fuera de nuestro campo mental -y mientras éste no sufra una apertura- es imposible comprender algo que nos es completamente ajeno. Esto sucedió con los europeos con respecto a los indígenas en la época de la conquista y en la actualidad constituye aún el más importante escollo en nuestros esfuerzos por acercarnos a este riquísimo y complejo acervo tradicional. Todo nos hace pensar que la generalidad de los religiosos, soldados y funcionarios que llegaron a América no conocían la verdadera significación, la íntima realidad de sus propios símbolos, sacramentos e instituciones, sino a lo sumo de una manera piadosa-moral (como buenos usos y costumbres) o legalística, oficial y administrativa, de ningún modo metafísica ni esotérica, lo que indica con precisión que no los conocían en su totalidad. Esto no nos debe extrañar pues hasta hoy no ha variado el panorama involutivo de Occidente, lo que por otra parte se debe a razones cíclicas. Se puede pensar que algo similar acontecía en el seno de las sociedades precolombinas a la llegada de los españoles, sobre todo con el grueso de la población, incluidos la mayor parte de sus líderes y jefes, aunque cabría hacer algunas distinciones entre las variadas culturas que conformaban el mapa de la América antigua. Sin embargo hay una diferencia: los sabios y altos sacerdotes indígenas parecen conocer -a través de distintos documentos se lo puede comprobar- o haber conocido hasta muy poco tiempo atrás los secretos de la vida, la cosmogonía y la deidad, mientras los religiosos cristianos -salvo honrosas excepciones en cuanto a alguna ciencia humanista o ‘clásica’- sólo aparentan ser, en el mejor de los casos, personas devotas o bien intencionadas, cuando no funcionarios de la corona, o espías fanáticos de la conversión masiva de infieles, pero nunca hombres de conocimiento en el verdadero sentido de esta palabra.12 La opinión ‘oficial’ de la Iglesia con respecto a las tradiciones precolombinas aún sigue siendo para muchos de sus prelados aquélla que las juzgaba como inspiradas en el demonio, y eran y siguen siendo para esos elementos el producto idolátrico de la más oscura ignorancia o de su cándida ingenuidad infantil. Este fanatismo cercano al desprecio absoluto por aquello que se desconoce -junto con todos los argumentos que apuntan y señalan al ejercicio del poder- explica en parte el por qué de la extinción casi total de la sabiduría que creó no sólo los grandes monumentos y obras de arte que hoy nos asombran, sino también y fundamentalmente su modelo cosmogónico, sus calendarios astronómicos y rituales, las escrituras jeroglíficas, simbólicas e ideogramáticas; o sea, las estructuras de pensamiento que hicieron florecer la vida en el seno de esas culturas. La pérdida resulta desoladora y esto se nota mucho más aun cuando se alcanza a comprender a través de los fragmentos que han llegado hasta nosotros la magnitud y la calidad de estas civilizaciones tradicionales equiparables a las más sabias y refinadas del mundo entero pero con ciertas formas y originalidades tan sutiles y elaboradas en algunos casos, y tan sorprendentes en otros, que no se las puede hallar en ninguna otra parte. Quien se haya dejado fascinar por la atmósfera y la belleza de las civilizaciones precolombinas podrá comprender con claridad a qué nos estamos refiriendo. Daremos un sencillo ejemplo de originalidad apenas emulado por la mitología griega. Se trata en este caso de los mitos mayas de la creación, los que se expresan de manera notoriamente humorística,13 pero con una comicidad áspera y gruesa, cuando no grotesca y sangrienta. Pues toda gestación -la del sol, la del hombre, la del maíz- parecería ser el fruto del engaño, la burla, la dificultad, la contradicción, el castigo o la venganza, expresados de una forma casi tan cínica y sardónica como desenfadada que, por cruda, pudiera parecer chocante. El sacrificio y el crimen ritual y la constante contradicción de los opuestos se contraponen en una astuta danza de ritmos encontrados, descabellada y desopilante, en la que domina la presencia permanente de lo discontinuo, lo intempestivo y lo absurdo, de lo absolutamente paradójico e irreal y donde el único elemento constante es la transformación de los seres y la mutación de las formas que aparecen y desaparecen, mueren y nacen y participan de una misma sustancia universal. Esta descripción de los orígenes, (es decir la forma que toma para ellos cualquier concepción) tiene en su base algo absolutamente extraordinario, asombroso, desproporcionado, tal vez monstruoso y por cierto sagrado, que despierta -como reacción inmediata de atracción y rechazo- la hilaridad y provoca la carcajada como una manera de evocación del hecho asombroso o divino, del tiempo atemporal, llamando así al hado mediante la exaltación, el regocijo desmesurado -capaz de producir un estado análogo al del tiempo mítico-, las chanzas, fiestas y libaciones rituales.14 Tal vez sea necesario realizar un esfuerzo psicológico cada vez que nos encontremos con ejemplos como éste en nuestra investigación del mundo precolombino y en general en todos los estudios universales referidos a símbolos, mitos y ritos, pues éstos, como manifestación de lo sagrado son bien distintos de lo que el hombre ordinario pretende o imagina. Si no se efectúa este trabajo y no somos capaces al menos de variar nuestra perspectiva, de cambiar el punto de vista respecto a la comprensión de estas expresiones, ellas nos parecerán burda y simplona ignorancia llena de superstición de acuerdo a patrones y programaciones donde la deidad, lo sagrado, es vinculado estrechamente con la pompa, la solemnidad, lo ‘sublime’, las maneras exteriores y la higiene, cuando no con una pretendida austeridad egoísta y seca, no creativa, o una actividad devota y moralista.
NOTAS
1 Llama la atención la identidad entre el nombre hebreo Adam = rojo, y el color racial que se atribuían a sí mismos los habitantes de América, el que por otra parte es igual al otorgado a los habitantes de la Atlántida.
2 Aún en el siglo XIX, el presbítero D. Juarros apoyándose en la autoridad de F. de Fuentes y Guzmán, nos dice en su Compendio de la Historia del Reino de Guatemala: “los citados Toltecas eran de la casa de Israel, y que el gran profeta Moisés los sacó del cautiverio en que los tenia Faraón…” Tratado IV, Capítulo 1. Editorial Piedra Santa. Guatemala, 1981. Incluso los sabios indígenas seguramente comprendiendo lo arquetípico y simbólico que expresan las ‘genealogías’ han llegado a decir: “Somos los nietos de los abuelos Abraham, Isaac y Jacob, que así se llamaban. Somos además los de Israel.” Historia de los Xpantzay de Tecpan (ver Recinos, su traductor, en Bibliografía)
3 Cuando nos referimos a tradición precolombina estamos sin duda generalizando pues en verdad nos referimos a numerosas culturas más o menos independientes -como sus lenguas- distribuidas a lo largo y lo ancho de América, las que sin embargo guardan una evidente relación entre sí, lo que nos permite tratarlas de manera conjunta. Volveremos más adelante sobre el tema.
4 Para los talarnancas de Costa Rica, Sibú, un niño-dios, nace de una mujer embarazada por el viento.
5 También lo hacían en otras fiestas con las efigies de Tezcatlipoca (según Motolinía) y de otras deidades.
6 Son conocidos los sacrificios humanos en honor a Varuna en un pueblo de innegable religiosidad como es el hindú.
7 El Inca Garcilaso de la Vega nos advierte con respecto a las ‘historias’ de sus antepasados: “El que las leyere podrá cotejarlas a su gusto, que muchas hallará semejantes a las antiguas, así de la Santa Escritura como de las profanas y fábulas de gentilidad antigua”. (Comentarios Reales, Primera Parte, Capítulo Quinto). Este comentario adquiere particular interés si se piensa que el cronista, mestizo, hijo de hidalgo español y princesa peruana conoció en su infancia y adolescencia el mundo indígena de forma directa recibiendo una doble educación y pasando luego a residir en España y otros lugares de Europa como ‘hombre culto’ entre los de su tiempo.
8 El último de estos grandes cambios es para Platón la desaparición de la Atlántida, situada precisamente en el océano que toma de ella su nombre -el cual separa al Viejo del Nuevo Mundo-, “más allá de las columnas de Hércules”, lo que parecería ser un denominador común a la mayoría de las tradiciones históricas, aunque muy remoto en el tiempo. Hasta fines del siglo XIX y comienzos de éste ha subsistido la teoría de un origen Atlántico para los indios americanos. (Ver Marcos E. Becerra, Por la Ruta de la Atlántida). En los siglos XVI y XVII esta tesis era común según lo testifica la bibliografía, (ver por ejemplo: Origen de los indios del Nuevo Mundo de Fray Diego García, libro IV, capítulo VI, Crónica de la Nueva España de Francisco Fernández de Salazar, Libro I capítulo 2, donde se cita también a Agustín de Zárate y una obra suya sobre el descubrimiento y conquista del Perú, etc.), así como la comparación de los númenes, símbolos y ritos precolombinos con las deidades y mitos greco-romanos y religiones abrahámicas. El Renacimiento e incluso el post-renacimiento estaban demasiado cerca aún de lo tradicional como para mofarse o tildar de fantasías a cosas que fueron aceptadas durante siglos por la gente más sabia y culta de la época como lo era la existencia de la Atlántida o la correspondencia y equivalencia entre diferentes dioses de diversos panteones y culturas. Sólo con el racionalismo, el evolucionismo, y finalmente el positivismo, estas ideas son tomadas como anticuadas y objeto de escarnio. Para que no haya confusión, desde ya, el autor declara que el punto de vista en que se ubica no es afectado de ninguna manera por estos tres ‘ismos’ filosóficos que desembocan el uno en el otro de modo natural e histórico, complementándose, y a los que considera los promotores de la vertiginosa caída de la sociedad contemporánea. El racionalismo establece una división tajante e ilusoria entre el cuerpo y el alma y aísla a la mente de su contexto. A partir de él todo es dual: adentro y afuera. El evolucionismo es pura ciencia ficción. Las especies son fijas y la idea de progreso indefinido, un escapismo como cualquier otro. El positivismo hace cada vez más empírico al método de conocer y ‘materializa’ y solidifica más que nunca las búsquedas del pensamiento, la ciencia y el arte.
9 Tal vez pudiera decirse -no sin pretensión- que el trabajo del simbólogo comienza cuando el del historiador de las religiones finaliza.
10 Una tradición -viva o muerta- no es patrimonio de un país o grupo. Como forma parte de la Tradición Primordial y Unánime es patrimonio del hombre, de la humanidad. Y esto se encuentra dado por su propio carácter, su universalidad conceptual.
11 Aun la sociedad contemporánea en su involución pretende ordenar una serie de acontecimientos empíricos con este fin aunque su enorme soberbia la ha llevado a construir una auténtica torre de Babel. Una cárcel donde sus moradores están sujetos al terror y donde sistemáticamente se los tortura.
12 Los americanos eran más ‘primitivos’ como afortunadamente lo habían sido los griegos órficos con respecto a los ‘clásicos’. Los hispanos habían perdido el nivel espiritual e intelectual acuñado durante el reinado de Alfonso el Sabio, que hizo de Toledo la Jerusalén de Occidente.
13 También entre otras varias culturas norteamericanas, mesoamericanas y sudamericanas.
14 En la relación que hace el licenciado Gómez Palacio sobre La Provincia de Guatemala, las costumbres de los indios y otras cosas notables puede leerse lo siguiente: “Si se emborrachaban y bebían con exceso estas gentes, no lo hacían tanto por vicio, cuando por que en esto creían que hacían un gran servicio a Dios, y así el principal que se emborrachaba más era el Rey y los Señores principales. Otros no se emborrachaban pero no era porque ellos fuesen de menos valer, sino porque ellos habían de gobernar la tierra y Proveer en los negocios del Reino, mientras que el rey estaba ocupado en aquella Religión y se emborrachaba”.
CAPITULO III LOS SIMBOLOS, LOS MITOS Y LOS RITOS
Debemos hacer algunas precisiones acerca de lo que el símbolo es para la Simbología y por lo tanto lo que ésta estudia y expresa, como asimismo dar una idea de lo que es un conjunto de símbolos en acción, es decir el mundo del símbolo tal como es vivido por una sociedad tradicional o arcaica en la que tanto el símbolo como el mito y sobre todo el rito -que abarca el total de las acciones cotidianas aún está vigente y es comprendido en su significación esencial como vinculación directa con lo sagrado y no como convención, alegoría o metáfora, o sea como algo vago que está fuera del ser. Para las sociedades tradicionales y primitivas el símbolo constituye -y toda expresión o manifestación, ya sea macro o microcósmica, es simbólica- una señal real que se produce dentro de un conjunto de señales igualmente vivas que se entrelazan y relacionan entre sí a través de la pluralidad de sus significados, conformando un lenguaje o código cifrado propio y revelador con el que además cohesionan a la comunidad en que se manifiestan.
Esto se debe a que tanto el símbolo como el mito o el rito son el puente entre una realidad sensible, perceptible y cognoscible a simple vista y el misterio de su auténtica y oculta naturaleza que es su origen. Ya que ellos son una expresión que se revela al manifestarse, estableciendo de manera efectiva el vínculo entre lo conocido y lo desconocido, entre un plano de la realidad que se percibe ordinariamente y los principios invisibles que le han dado lugar, lo que por otra parte constituye su razón de ser como tales, la que ellos testimonian al transformarse en vehículos. Esto inmediatamente les otorga un carácter sagrado -tabuado, si se quiere- en cuanto expresión directa de los principios, las fuerzas y las energías originales, de las cuales ellos son los mensajeros.1
Va de suyo que la idea que se tiene del símbolo en la sociedad contemporánea es muy otra y esto se debe a que ya no se le conoce, o sencillamente se lo utiliza como simple convención y en algunos casos apenas si se le otorga un valor sustitutivo o como probable, sinónimo de lo que tal vez pudiera llegar a ser, es decir, de algo alegórico e incompleto que necesitara de una traducción racional y de una interpretación lógica o analítica para poder ser comprendido. Lo que equivale a decir que ya no es tomado inequívocamente como emisario de una energía-fuerza sino que es encarado como un objeto independiente de su medio que debe ser considerado empíricamente en el laboratorio de la mente, tal la extrañeza y la desconfianza que produce. Aunque es muy frecuente también -casi la norma- que ni siquiera se advierta a los símbolos, o que simplemente se los pase por alto como si estos no existieran porque no los notamos o los consumimos, o no tuviesen ningún valor porque se los desconoce y se ignoran sus significados. Esto se debe a que una sociedad como la nuestra, orgullosamente desacralizada, que ha roto su conexión con los orígenes y la idea de un plano superior a la simple materia o a la comprobación física-empírica, no lo acepta -salvo a veces en sus aspectos psicológicos más elementales-, por lo que el símbolo como mediador entre dos realidades -o planos de la realidad- carece de sentido en un esquema de este tipo, y su comprensión queda limitada a la versión que hace de él una oscura señal casi insignificante que no indica sino algo igualmente no-significativo o relativo. El mundo es entonces una masa gris que deviene, una multiplicación horizontal de gestos indefinidos que se realizan en forma mecánica, casi sin que lo queramos, y que nada dice a nadie en razón de la autocensura que trae aparejado el entrenamiento que la sociedad contemporánea nos otorga. Puesto que utilizando estos modelos de pensamiento todo queda fuera de nosotros y nos es ajeno ya que la vía simbólica de comunicación se ha interrumpido y entonces los símbolos, los mitos y los ritos se presentan como diferentes a nosotros mismos, en tanto que objetos estáticos a los que atribuimos determinadas características formales o exteriores, exclusivamente literales y cuantitativas, negando de este modo su potencia generadora, su identidad de sujetos dinámicos -lo que es lo mismo que decir su razón de ser- por lo que lógicamente nos parecen falsos e improbables, tan dispuestos al cambio como las insignias, o tan superados -según nuestra ignorancia supone como la observación de los ciclos de la luna, el sol y las estrellas y todo aquello en que la antigüedad ponía empeño, en las ‘edades oscuras’ en las que aún no se había inventado el progreso.
Algo se interpone actualmente entre nosotros y el símbolo, como también entre nosotros y la realidad. El individualismo nos ha separado de nuestro contexto al punto de que constantemente hay un espacio entre lo que es y nosotros, entre el ser y la otridad. Este espacio nos garantiza a los modemos la idea de poseer una ‘personalidad’ con la que nos identificamos, la que nos hace así extranjeros a nosotros mismos y a nuestro contexto al obligarnos a aceptar esta forma de ver tan comprometida con el condicionamiento en que nacemos y vivimos y del que actuamos como cómplices ya que nadie sino los damnificados somos los que mantenemos impuestos estos valores en el campo de nuestra conciencia. El resultado de esta separación es la angustia y el deseo, la soledad y la desintegración, puesto que la cohesión que garantizan los símbolos, su función mediadora, no es reconocida, ha sido olvidada, o peor aún, es tergiversada por nuestra comprensión actual que nos hace ver la realidad del mundo como exterior y hostil, tan extraña como indiferente. Algo tan frío, lejano y vacío de contenido como nosotros mismos, cuando en verdad se trata de un universo integrado perfectamente en la armonía de sus partes y correspondencias, que expresa una realidad no escindida ni fragmentaria, un organismo gigantesco que nos incluye en el torrente sanguíneo de su vida cósmica, al que solemos contemplar como algo atroz o curioso sin relacionarlo inmediatamente con nuestro ser; en el mejor de los casos como algo simpático observado desde la vereda de enfrente.
Para la Simbólica, el símbolo, el mito y el rito testimonian activamente a nivel sensible las energías que los han conformado. Por ese motivo debe haber una correlatividad muy precisa entre el símbolo, el mito y el rito y lo que éstos manifiestan, sin lo cual no expresarían nada. Esta correspondencia entre idea y forma (no en el sentido escolástico sino actual de este último término), esencia y substancia, inmanifestación y manifestación, hacen del símbolo la unidad precisa para religar dos naturalezas opuestas, que encuentran en el cuerpo simbólico -en cuanto sujeto dinámico y objeto estático- su complementariedad. Por otro lado y como bien se dice: lo menor es símbolo de lo mayor y no a la inversa.
Y se hace esta aclaración referida especialmente a la posibilidad de comprensión cabal del pensamiento de una sociedad tradicional -la precolombina- que reconoce al símbolo como el lenguaje universal que ha sido capaz de fecundarla y darle vida. En este sentido los símbolos han creado a las sociedades y no éstas a sus símbolos -sin olvidar la interacción mutua-, pues ellos están entretejidos en la trama misma de la vida y el hombre.
En cierto aspecto no hay nada fuera del símbolo -como tampoco del cosmos- ya que éste expresa la totalidad de lo posible en cuanto todas las cosas son significativas y ellas reflejan lo inmanifestado mediante lo manifestado. Por lo que a los símbolos y a los mitos no es necesario inventarlos, ya están dados, son eternos y ellos se revelan al hombre, o mejor, en el hombre. El cual simboliza en sí al cosmos en pequeño sin pretender que el macrocosmos lo esté simbolizando específicamente a él. Los héroes civilizadores, reveladores y salvadores como Quetzalcóatl o Viracocha, no son seres humanos que como tales y gracias a sus méritos se hayan deificado o convertido en astros, sino que por el contrario, son dioses o estrellas que -como los hombres- han caído del firmamento y deben recorrer el inframundo y morir por el autosacrificio para renacer a su verdadera identidad y ocupar su auténtico lugar en el cielo que, además, es su origen. Para las culturas precolombinas este rito universal es ejemplificado en la bóveda celeste por el Sol, la Luna y Venus en particular -y todos los planetas y estrellas en general- y por sus ciclos de aparición y desaparición, muerte y resurrección, de los que la tierra y el ser humano dependen, ya que han visto en ellos la manifestación más alta de los modelos o arquetipos universales y eternos en los que fundamentaron su cosmogonía. Las leyes de la analogía y la correspondencia se basan en la interrelación de un plano menor y conocido y otro mayor y desconocido. Lo conocido simboliza a lo desconocido y éste jamás puede ser un símbolo de aquél.
Una sociedad tradicional y/o arcaica adopta el punto de vista de la unidad, lo hace suyo, puesto que de ella emanan todas las cosas: la vida, el sustento y la cultura, mientras que la sociedad moderna acepta el de la multiplicidad, el de la individualidad fragmentada y autosuficiente que progrede indefinidamente por el juego de su dialéctica. El primer enfoque es sintético, el segundo analítico. El tradicional tiende a la simultaneidad, a la visión concéntrica, el otro a la sucesión, a la inmensa minucia. La perspectiva moderna está construida con la lógica del racionalismo; contrariamente la antigüedad ordenaba su visión del mundo por medio de la analogía y sus mecanismos de asociación. La correspondencia entre los fenómenos, seres y cosas resulta entonces natural puesto que ellos simbolizan distintos aspectos de los principios universales que los han generado. Nada de casual hay en un mundo así porque todo adquiere su sentido en el conjunto y el hombre acata una voluntad superior que analógicamente se le revela en el interior de su conciencia. Y es en virtud de esta complementariedad que todas las cosas, los fenómenos y los seres, se buscan y corresponden, se atraen y se rechazan, pero no se excluyen. Hacen la guerra o viven en paz, pero tienen un sentido armónico que imita el ritmo del aspir y el expir universales.
Los parentescos entre las cosas resultan así evidentes y ellas vibran a la misma frecuencia y han sido generadas por una matriz única, y las formas, los colores y todas las cualidades o diferenciaciones posibles sólo son modalidades de una misma onda sujeta a idénticos principios, expresados en la totalidad del concierto cósmico. Lo similar atrae lo similar y se funde y se conjuga con él. Y los opuestos no se eliminan porque hay un punto de equilibrio común -que no es ni lo uno ni lo otro, ni esto ni aquello- en donde todas las cosas coinciden, aun para volver a oponerse y retornar a complementarse. Esto no quita la responsabilidad individual porque es en el interior del corazón del ser humano -como protagonista del drama cósmico- y no fuera, donde se produce e igualmente se comprende este hecho, y es por tanto en ese corazón donde se concilian las contradicciones. En cierto modo la vida entera depende de ese hombre que así toma conciencia de su ser y de su verdadera responsabilidad como símbolo intermediario entre la tierra y el cielo. Entonces y bajo esta luz las cosas de su entorno estarán sacralizadas y él mismo emulará las cualidades de los dioses, encarnará los principios universales con los que sincroniza en simultaneidad.
En una sociedad así las cosas no suceden linealmente en forma prevista sino que todos los días son el primero de la creación y todo está tan vivo que puede suceder cualquier cosa en cualquier momento. El hombre no imagina ni proyecta lo que vendrá sino que vivencia constantemente la eternidad del presente. Para el pensamiento precolombino el cosmos y la vida se están creando ahora mismo, no son un hecho histórico, y se participa activamente en esa generación. Por cierto, la existencia vista de este modo es un riesgo y sin duda una aventura permanente y no es extraño entonces que se conciba como un momento de paso y un lugar de transformación, como un sueño del que hay que despertar. El tiempo no ha sucedido antes ni sucederá después porque siempre está sucediendo, constantemente es presente, y abarca la totalidad del espacio, donde se expresa siempre como algo sobrenatural cargado de energías constructivas y destructoras representadas por númenes y cifras sagradas según puede observarse en sus calendarios. El movimiento, que es una imagen de la inmovilidad, es la huella visible que ésta deja al manifestarse, gracias a la cual podemos acceder a la eternidad de su reposo. Y es mediante las analogías, que vinculan a los símbolos, los mitos y los ritos con su origen increado, que el ser humano podrá jugar su papel y cumplir su destino en relación con las leyes y las estructuras del modelo cosmogónico, de las que hablaremos seguidamente.
NOTAS
1 En lo futuro, cuando nos refiramos al símbolo, hemos de entender también mito y rito, pues desde nuestra perspectiva estos son idénticos y cumplen exactamente la misma función reveladora. El mito, que desde luego es simbólico, manifiesta un hecho ejemplar, que por serlo, organiza la vida de los que creen y confían en él. Es más, éste constituye su íntegra creencia y por lo tanto instaura su confianza pues en cualquier sociedad tradicional es la manifestación misma de la verdad al nivel humano. Los ritos son símbolos en acción y expresan en forma directa las creencias y la cosmogonía que asimismo las historias míticas traducen. Estas tres manifestaciones complementarias revelan los secretos más profundos de la vida, el cosmos y el ser y conforman todas las imágenes posibles del hombre tradicional. Y por lo tanto su identidad.
CAPITULO IV EL CENTRO Y EL EJE
Tal vez en ninguna sociedad tradicional sea tan notoria la obsesión de simbolizar el eje y el centro como se puede observar en las antiguas culturas americanas. En todas sus manifestaciones estos símbolos están presentes expresados en los cuatro rumbos del espacio y el tiempo y en el quinto punto equidistante y central en el que se conjugan, que marca el eje vertical, la dirección alto-bajo, cielo-tierra. Nos dice Alfonso Caso: 1
“Una de las ideas fundamentales de la religión azteca consiste en agrupar a todos los seres según los puntos cardinales y la dirección central, o de abajo arriba”.
“Los cuatro hijos de la pareja divina (que representa la dirección central, arriba y abajo, es decir, el cielo y la tierra) son los regentes de las cuatro direcciones o puntos cardinales”.
“Esta idea fundamental de los cuatro puntos cardinales y de la región central, se encuentra en todas las manifestaciones religiosas del pueblo azteca y es uno de los conceptos que sin duda este pueblo recibió de las viejas culturas de Mesoamérica”.
En el Popol Vuh puede leerse:
“Grande era la descripción y el relato de cómo se acabó de formar todo el cielo y la tierra, así como fue formado y repartido en cuatro partes, cómo fue señalado y el cielo fue medido y se trajo la cuerda de medir y fue extendida en el cielo y en la tierra, en los cuatro ángulos, en los cuatro rincones”.
Para los mayas el mundo era una superficie plana y cuadrada, un cocodrilo o iguana que flotaba en un lago, al igual que el Cipactli de los aztecas, el dragón chino, o la tortuga mítica de los iroquíes norteamericanos y también de los hindúes y muchos otros pueblos tradicionales. En el centro de la tierra, que era una isla, crecía un inmenso árbol, una ceiba, como símbolo axial y en cada una de las esquinas de este cuadro había asimismo un árbol más pequeño en el que moraba un pájaro. Fray Diego de Landa comenta:
“Adoraban cuatro llamados Bacabs cada uno de ellos. Estos, decían, eran cuatro hermanos a los cuales puso Dios cuando creó el mundo, a las cuatro partes de él sustentando el cielo (para que) no se cayese”.2
En el mito de la fundación del imperio Inca, una pareja ancestral, Manco Capac y Mama Ocllo, después de un intenso viaje, una peregrinación auspiciada por el sol quien les había regalado un bastón de oro -símbolo del eje- consiguen hundirlo sin dificultad en un lugar mágico y preciso en donde según el astro debían detenerse pues ese sería su centro, el sitio donde fundar y desarrollar su imperio. La señal se había producido y ella mostraba la conjunción de cielo y tierra dada por la verticalidad del bastón como factor masculino y la receptividad horizontal de la tierra como componente femenino. En aquel lugar mítico que según ciertas leyendas resultó ser el Cuzco se manifestó pues la confluencia de dos energías sin contradicción -como se había profetizado- produciéndose la reconciliación de opuestos que hizo posible la irrupción de la energía celeste, divina, axial, en forma de efluvios que mediante la labor de este pueblo, heredero del sol, se podrían extender en las cuatro direcciones del espacio y en la totalidad del tiempo cíclico, marcado este último también por el cuaternario de las estaciones en el año o el de las grandes eras del mundo -a las que asimismo se asociaba con los cuatro estados de la materia- o el de las horas del día.3 En la fundación de México Tenochtitlan el simbolismo no es menos evidente. Nuevamente una isla -símbolo como el del omphalos universalmente utilizado para marcar el centro- donde se encuentran una piedra y un nopal -que como la montaña y el árbol son expresiones del eje- y sobre ellos un águila y una serpiente (o dos corrientes de energía cósmica manifestándose por dos fuentes de agua, una de color rojo, otra azul, expresiones ambas de la dualidad y de la complementariedad de los contrarios) que son las señales que buscan durante años dirigidos por su deidad, Huitzilopochtli, imagen guerrera y solar. Allí encuentran su centro, su ubicación, y a partir de él es que han de crear su nación, cumplir su destino como pueblo y como hombres, en la totalidad del espacio y el tiempo que desde ese momento se ordenan y sacralizan, es decir existen verdaderamente, pueden ser considerados como tales. Miguel Léon Portilla dice: 4
“Huitzilopochtli para mostrar su complacencia, habló a sus sacerdotes. Les hizo saber cómo su destino suponía que se extendieran por los cuatro cuadrantes del mundo, precisamente a partir del corazón de la futura ciudad, desde allí donde habían levantado su templo, espacio sagrado por excelencia. Aunque en cierto modo toda Tenochtitlan nace y existe en espacio sagrado, ello es sobremanera en lo que toca al recinto del templo mayor”.
“El tiempo primigenio -ab origine, illo tempore- en que su nueva existencia transcurre, desde la manifestación del dios portentoso se desenvolverá en una secuencia que culminará en el espacio sagrado, en la región de, los lagos”.
Efectivamente esto es así en perfecta correspondencia con toda civilización tradicional y fundación de las ciudades en el tiempo y el espacio sacralizado, exclusión hecha de las modernas metrópolis y su pseudo-cultura.5 Por otra parte la imagen del corazón como centro -reflejo del eje- está presente en la mayor parte, si no en todas las tradiciones conocidas y esta simbolización del centro de la ciudad como posibilidad de irrigación del organismo social, es decir, de la totalidad de ese ser, se transpone al individuo que conforma esa misma sociedad, al que se le otorga una nueva vida al iniciarse en una realidad distinta, en un tiempo y un espacio regenerados. Los indios de Estados Unidos también lo encaran de la misma manera:
“Entre las tribus sioux la cabaña sagrada donde tienen lugar las iniciaciones representa el universo. Su techo simboliza la bóveda celeste, el suelo la tierra, las cuatro paredes, las cuatro direcciones del espacio cósmico, … La Construcción de la cabaña sagrada repite, pues, la cosmogonía”.
Esta cita pertenece a Mircea Eliade, autor que se encarga también de aclaramos que:
“la experiencia del espacio sagrado hace posible la ‘fundación del mundo’… Allí donde lo sagrado se manifiesta en el espacio, lo real se desvela, el mundo viene a la existencia. Pero la irrupción de lo sagrado no se limita a proyectar un punto fijo en medio de la fluidez amorfa del espacio profano, un ‘Centro’ en el ‘Caos’; efectúa también una ruptura de nivel, abre una comunicación entre los niveles cósmicos (La Tierra y el Cielo) y hace posible el tránsito de orden ontológico, de un modo de ser a otro.”
Todo esto que efectivamente es así nos sugiere una serie de asociaciones. En primer lugar se destaca la relación eje, centro, corazón, templo, espacio sagrado, iniciación, regeneración del ser, nueva vida y realidad, etc. Esto frente al caos amorfo, indeterminación, reiteración y esclavitud cíclica, vida falsa, mundo profano, etc. Tratemos de aclarar algunos términos a la luz del conocimiento tradicional que es, precisamente, quien los emplea.
Lo Sagrado y lo Profano
Hemos visto que el eje vertical ubicado en el centro efectúa como intermediario la relación cielo-tierra, alto y bajo, y es simbolizado por el árbol, la piedra (miniatura de la montaña), el templo y específicamente en Mesoamérica por la pirámide. Le cabe al hombre ser el más alto y completo exponente de la verticalidad pues es é1 quien corona y acaba la creación, ya que conjuga en sí las energías de lo celeste y lo terrestre, y es a través de su conducto que se recrea perennemente el cosmos. Ya hemos dicho que para las civilizaciones precolombinas el mundo era un plano de base cuadrangular rodeado por el mar que en la línea del horizonte se fundía con la cúpula celeste (“las aguas celestes de la mar divina”). Por debajo de esta tierra -en algunos casos sostenida por columnas, dioses o gigantes- se encuentra el inframundo, el país de los muertos. Como ya se ha destacado se patentiza en esta concepción que los americanos pensaban lo mismo que las tradiciones del Viejo Mundo y la Antigüedad. Incluso esta asunción de la tierra como una superficie plana es sustentada prácticamente en forma unánime por los primeros padres del cristianismo: San Clemente de Alejandría, San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, Lactancio, etc., y es heredada tanto de la Tradición griega como de otras civilizaciones. En todo caso no es exclusiva, aunque si propia, es decir, autóctona. Más bien parece ser que todas las versiones conocidas de estos símbolos y mitos son adaptaciones de un mismo acontecimiento no histórico, entretejido en la trama del hombre. El número cinco que está en la base de la cosmogonía precolombina -los cuatro puntos cardinales y el centro o quintaesencia- es por definición el número del hombre, del microcosmos para la simbólica occidental y también el lugar del emperador -como mediador, gobe