Los simbolos precolombinos

LOS SIMBOLOS PRECOLOMBINOS
Cosmogonía, Teogonía, Cultura
El verdadero Padre Ñamandu, el Primero,
de una pequeña porción de su propia divinidad,
de la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora
hizo que se engendrasen llamas y tenue neblina.
Habiéndose erguido
de la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora,
concibió el origen del lenguaje humano.
De la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora
creó nuestro Padre el fundamento del lenguaje humano
e hizo que formara parte de su propia divinidad.
Antes de existir la tierra,
en medio de las tinieblas primigenias,
antes de tenerse conocimiento de las cosas,
creó aquello que sería el fundamento del lenguaje humano
e hizo el verdadero Primer Padre Ñamandu
que formara parte de su propia divinidad.
Habiendo concebido el origen del futuro lenguaje humano,
de la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora,
concibió el fundamento del amor.
Antes de existir la tierra,
en medio de las tinieblas primigenias,
antes de tenerse conocimiento de las cosas,
y en virtud de su sabiduría creadora,
concibió el origen del amor.
Habiendo creado el fundamento del lenguaje humano,
habiendo creado una pequeña porción de amor,
de la sabiduría contenida en su propia divinidad,
y en virtud de su sabiduría creadora
el origen de un solo himno sagrado lo creó en su soledad
Antes de existir la tierra,
en medio de las tinieblas originarias,
antes de conocerse las cosas,
creó en su soledad el origen de un himno sagrado.

La literatura de los guaraníes.- Recopilado y traducido por el antropólogo León Cadogan. Joaquín Mortiz, México, 1965.

PREFACIO
Apenas comenzó el autor a concebir la idea de un trabajo sobre la simbólica precolombina advirtió que su perspectiva no podría ser comprendida sin antes exponer ciertas ideas (símbolo, mito, rito, sociedad tradicional, etc.), es decir, el marco teórico donde se inscribe su trabajo. En definitiva, que su libro iba a tratar tanto de lo precolombino, su cosmogonía y teogonía, como constituir una introducción a la Simbólica. Una obra de este tipo ha de ser necesariamente sintética (casi un esquema de trabajo) y no se podrá entonces considerar aquí con la riqueza y amplitud que se merecen cada uno de los temas que se tocan, reservándonos esta labor para nuevas oportunidades. Pensamos sin embargo que este trabajo brinda la posibilidad de comprender en esencia a las antiguas culturas americanas, -y a las ‘primitivas’, arcaicas y tradicionales en general- y ser un punto de nucleamiento de nuevas investigaciones y labores para los que se interesan en el símbolo y las culturas precolombinas. Esto es así para el autor, por qué no decirlo, puesto que el estudio de los símbolos tradicionales americanos coadyuvó en él a su conocimiento de símbolos universales y porque el conocimiento de estos universales le hizo comprender ciertas ideas acerca del pensamiento y la cosmogonía de los precolombinos. Este estudio está dirigido al lector no especializado -aunque tal vez pudieran sacar de él algún provecho los expertos- y como ya dijimos es tanto para el que desea interiorizarse en la Vía Simbólica y su funcionamiento como para el que posee afición e intriga por las culturas precolombinas o arcaicas.
Quiere dejarse aquí sentado el profundo agradecimiento a los esforzados cronistas, comentaristas e investigadores de todos los tiempos, extranjeros y americanos, gracias a los cuales se ha podido escribir este libro -que pretende ser en su medida un homenaje al pensamiento indígena- y cuya obra se cita en el texto y la bibliografía.

Por último quiere indicarse que el autor cree en la capacidad actuante del símbolo, en su virtud transformadora, a la par que sostiene que los símbolos están hoy presentes, tan sólo esperando ser vivificados.

INDICE CASTELLANO Prefacio
Capítulo I * Introducción a la Simbología Precolombina
Capítulo II La Simbología Americana
Capítulo III Los Símbolos, los Mitos y los Ritos
Capítulo IV El Centro y el Eje
Capítulo V El Mundo Precolombino
Capítulo VI Algunos Errores Filosóficos
Capítulo VII Ciertas Peculiaridades en la Visión del Mundo de una Sociedad Arcaica
Capítulo VIII La Iniciación
Capítulo IX * El Redescubrimiento de América
Capítulo X Cosmogonía y Teogonía
Capítulo XI * El Cosmos y la Deidad
Capítulo XII La Dualidad: Energías Ascendentes y Descendentes
Capítulo XIII Algunos Símbolos Fundamentales
Capítulo XIV * Símbolos Numéricos y Geométricos
Capítulo XV El Simbolismo Constructivo
Capítulo XVI * Plantas y Animales Sagrados
Capítulo XVII Arte y Cosmogonía
Capítulo XVIII * Mitología y Popol Vuh
Capítulo XIX Algunos Temas Relacionados con los Calendarios
Capítulo XX * Los Calendarios Mesoamericanos
BIBLIOGRAFIA

* En web “América Indígena”

Italiano: Intr. V VI
English: Book

CONTRAPORTADA
El redescubrimiento de América a quinientos años del viaje de Almirante Colón
Una obra sintética y fundamental que tanto habla de lo precolombino, su cosmogonía y teogonía, como constituye una introducción a la Simbología. Federico González nos brinda la posibilidad de comprender en esencia a las antiguas culturas americanas, así como a las “primitivas”, arcaìcas y tradicionales en general. La sacralidad simbólica de la naturaleza (piedras, árboles, animales, astros), los mitos, la arquitectura del templo y la ciudad, los calendarios, la agricultura, el maíz (como en otros lugares el trigo), las artesanías, los juegos y el arte de la guerra, la música y los cantos, las pinturas, el tatuaje y las danzas, sacrificìos y festividades, conforman para el hombre tradicional -en particular aquí el americano- su experiencia cotidiana de lo sagrado, su conocimiento de la cosmogonía que se le revela mediante los símbolos, los mitos y los ritos, y a la cual él conoce y recrea por su intermedio, por mucho que puedan sorprendernos las extraordinarias formas una cultura que, corno toda aquella que está viva, reconoce a la deidad -y a la vida- corno un perpetuo asombro. Pues es lo sagrado lo que conforma su propia expresión -la del mundo y la de nosotros mismos- y no al contrario, según la programación que nos ha sido impuesta.

INTRODUCCION A LA SIMBOLOGIA PRECOLOMBINA
FEDERICO GONZALEZ
La sociedad a la que pertenecemos, es decir la contemporánea, ha concebido la idea de que Dios -la unidad original- es un invento del hombre, aunque algunos de sus miembros piensan más bien que la deidad es un descubrimiento humano producido en cierta etapa de la historia. En ambos casos es el hombre el que crea a Dios en absoluta contradicción con lo aseverado unánimente por todas las tradiciones y civilizaciones de que se tenga memoria, las cuales afirman y establecen la correcta relación jerárquica entre el creador y su criatura. Esta flagrante inversión nace lógicamente del desconocimiento actual que poseemos acerca de lo sagrado, razón que nos obliga inconscientemente a ‘humanizar’ el concepto de Dios, hacerlo antropomorfo -lo que equivale a reducir a la deidad a las categorías del pensamiento y la concepción humana- y minimizarlo a la escala del hombre de hoy día y a la estrechez de su visión. El cual no encuentra nada mejor entonces que hacer morir a los dioses, no ‘creer’ ya en ellos sino más bien en lo ‘humano’ -lo cual ¡ay! es tomado como un progreso- como si fuera posible que las energías cósmicas y armónicas cuyos principios expresan las deidades dejaran de ser, o existir, por el simple expediente de negarlas.

Estamos acostumbrados a pensar acerca de los panteones griego, romano, egipcio, caldeo o maya -o aun en el de los judíos, cristianos, islámicos, hinduístas y budistas-, como si sus dioses fuesen la propiedad privada de esos pueblos y religiones, y que además esos dioses fueran enteramente diferentes entre sí con identidades perfectamente particularizadas en un sistema clasificatorio imaginario. La realidad de lo sagrado queda así reducida a la capacidad ‘especulativa’ del hombre -o a un membrete indicativo en un casillero- y no se observa sin embargo que esos mismos hombres reconocieron a la deidad a través de los ‘números’ o medidas armónicas como patrones o módulos de pensamiento universal y expresión de las ideas arquetípicas siempre presentes como partes constitutivas del cosmos, que los símbolos representan y cuya energía-fuerza no ha dejado ni dejará de manifestarse mientras existan el tiempo y el espacio. Lo mismo acontece con los astros y estrellas -en particular, el Sol, la Luna, Venus y las Pléyades-, símbolos de los dioses a determinado nivel, planetas y constelaciones que por cierto han sobrevivido a los caldeos, egipcios, griegos, romanos y mayas y que aún podemos observar a ojo descubierto en cualquier noche clara. Estos astros y estrellas significan las energías cósmicas que son la expresión de los principios divinos y es imprescindible recordar que son los mismos astros y estrellas de hoy aquéllos que contemplaron en la bóveda celeste antes del ‘descubrimiento’ de América los pueblos precolombinos, los cuales los identificaron en su cosmogonía con determinadas ideas-fuerza, cuya manifestación las estrellas expresan en la inmensidad del cielo, del cual dependen la tierra y el hombre. Somos otras las personas que habitamos bajo el firmamento en la tierra que labraron las antiguas civilizaciones americanas, pero los números y los astros -como encarnaciones de los principios eternos- siguen siendo los mismos y están tan vivos como las deidades, las cuales por otra parte se siguen expresando como fenómenos naturales y atmosféricos y energías anímicas y espirituales siempre presentes en la creación. Pues es sabido que los dioses no mueren y eso es precisamente lo que los ha hecho inmortales en todo tiempo y lugar. O mejor, lo son porque han muerto a la muerte y ya no pueden morir. El dios sacrificado resucita, se regenera, y transforma sus energías cristalizándolas en el cielo bajo la forma de un planeta, símbolo del principio que ese dios testimonia de manera activa y manifestada. Los dioses, incluso, son anteriores a esta creación y de hecho su sacrificio es lo que la produce “cuando aún era de noche”, como nos lo dice el mito teotihuacano.
Las cosmogonías precolombinas constituyen una modalidad de la Cosmogonía arquetípica -en la que el hombre está incluido- más allá de cualquier especulación personal y pese a las diferentes formas o modos en que ella se exprese de acuerdo a las características de espacio, tiempo o manera, que a la vez velan y revelan su contenido prototípico, su esencia. Por eso es que esas cosmogonías también están vivas hoy día, en sus símbolos y mitos, que esperan ser vivificados por su conocimiento, por su invocación, para que generen toda la magnitud de su energía potencial. Los hombres antiguos han desaparecido pero no sus dioses eternos -Quetzalcóatl, Kukulkán, Viraacocha-1 que aún conviven con nosotros y conforman gran parte de la historia de los países americanos y aunque no lo advirtamos, la nuestra misma. En verdad aún muchos millones de personas -en el norte, centro y sur de América- los invocan con los antiguos ritos tradicionales y también bajo distintas formas religiosas o teñidas de folklore. La deidad es igual para todos los pueblos que la conocen, así la llamen de una u otra manera, o tome esta o aquella forma particular; esto es válido para todas las tradiciones vivas o muertas puesto que la deidad “en sí” es finalmente una sola aunque sus manifestaciones sean múltiples. Cuando los sabios nahuas, los tlamatinime fueron interrogados por los doce primeros religiosos católicos arribados a México acerca de sus creencias y se enteraron por boca de sus inquisidores que sus dioses ya no existían pidieron morir con ellos. Luego aceptaron hablar con calma:

“Romperemos un poco, ahora un poquito abriremos el secreto, el arca del Señor nuestro”. “Vosotros dijisteis que nosotros no conocemos al Señor del cerca y del junto, a aquél de quien son los cielos y la tierra. Dijisteis que no eran verdaderos nuestros dioses. Nueva palabra es ésta, la que habláis, por ella estamos perturbados, por ella estamos molestos. Porque nuestros progenitores, los que han sido, los que han vivido sobre la tierra, no solían hablar así”.
Y a continuación describen y enumeran en forma sencilla para ser entendidos una serie de imágenes de la divinidad, la tradición y el rito, que dicho sea de paso se corresponden con sus análogas cristianas. Y luego, recapitulando:
“Nosotros sabemos a quién se debe la vida, a quién se debe el nacer, a quién se debe el ser engendrado, a quién se debe el crecer, cómo hay que invocar, cómo hay que rogar”.
Como se verá por sus propias palabras puede observarse en realidad que los tlamatinime no alcanzaban a comprender esa situación que los excedía. ¿Cómo los hombres podían suprimir por decreto a los dioses? y ¿cómo lo único efectivo, lo cierto, podía ser aniquilado por las ilusiones y la sombra? Oigámoslos:
“Ciertamente no creemos aún, no lo tenemos por verdad, aun cuando os ofenda”.2
Ofendidos o no, los conquistadores abolieron su imagen del mundo, del espacio y del tiempo, su concepción de la vida y del hombre, sus mitos y ritos, y destruyeron la casi totalidad de su cultura. Y como desgraciadamente estas culturas están aparentemente muertas debemos seguir un difícil proceso de reconstrucción a través de sus fragmentos, códigos y monumentos parcialmente completos, las crónicas de los conquistadores y distintos testimonios, así como por jirones aún vivos del folklore, la danza, el diseño de los tejidos y cestería, sus monumentos, etc., para poder entenderlas. Pero también y sobre todo haremos hincapié en sus símbolos – y mitos cosmogónicos y teogóe;nicos claros y precisos que se corresponden con símbolos y mitos de otros pueblos, incluidos sus modelos del universo y estructuras culturales -evidentes por ejemplo, en el símbolo constructivo, de base geométrica y numeral-, los que nos permiten por analogía aproximamos al conocimiento de las tradiciones americanas y tener una visión lo suficientemente neta de ellas, al menos como fundamento para intentar comprenderlas en su esencia sin que sólo signifiquen tristes ruinas o antiguallas sin sentido o un pasado desconocido, hipotético y grandioso del cual todo se ignora. Por otra parte y como ya hemos dicho, a pesar del saqueo, la sistemática aniquilación y el múltiple vejamen sufrido, las tradiciones precolombinas aún están vivas y vigentes, reveladas en sus símbolos, en sus mitos y en su cosmogonía, en sus ideas arquetípicas, sus módulos armónicos y sus dioses que no esperan sino ser vivificados para que actualicen su potencia; es decir, ser aprehendidos, comprendidos con el corazón, para que actúen en nosotros.

NOTAS
1 De los que se dice han de volver.
2 El libro de los Coloquios de los Doce, capítulo VII del texto náhuatl publicado por W. Lehmann. Traducción de Miguel León Portilla.

CAPITULO II LA SIMBOLOGIA AMERICANA
I
Uno de los temas que más se destacan cuando nos enfrentamos con el estudio de las sociedades precolombinas es la coincidencia en casi todos los autores europeos de la conquista y aun de siglos posteriores en pensar que los americanos eran de origen judío,1 ya habían sido cristianizados, o de algún modo confuso derivaban sus conocimientos y tradiciones del Viejo Mundo. Estas opiniones se basaban sin duda en la similitud de símbolos, mitos y modos culturales, que aunque tomasen formas diferentes eran sin embargo análogos a los suyos. Esto es señalado por los franciscanos Fray Bemardino de Sahagún y Motolinía, por el dominico Diego Durán, por el jesuita Joseph de Acosta, así corno por Mendieta, Las Casas, Torquemada, López de Gómara, Ramos Gavilán, Gregorio García, Antonio de la Calancha, Poma de Ayala y la generalidad de los cronistas; asimismo entre los comentaristas posteriores como Veytia y Clavijero, etc., para no citar sino algunos, todos ellos hombres de la Iglesia o versados en asuntos religiosos, filosóficos y teológicos.2 A decir verdad, también las coincidencias entre el cristianismo, sus símbolos, mitos y ritos y la tradición precolombina son harto numerosas.3 Comenzando por sus teogonías, donde las ideas de un Ser Supremo, de un dios creador y una deidad civilizadora y salvadora configuran una génesis y un apocalipsis, una muerte y una resurrección ligadas al sacrificio y la transformación cíclica y siguiendo por ciertos mitos como el de la virginidad de la madre de un dios héroe y su nacimiento sin necesidad de padre, antinatura, que aparece repetidamente. El primer caso se observa en la civilización del valle central de México entre los indios de Nicaragua y Costa Rica, los de Bogotá, los de Quito y otros grupos pertenecientes al Imperio Inca como los harochiri e incluso los guaranies de Paraguay y Brasil, siendo conocido por los zuni y otros indígenas de los Estados Unidos y los patagones argentinos. El segundo es muy neto entre los nahuas y aztecas (los dioses Quetzalcóatl y Huitzilopochtli son hijos de vírgenes), y en los indios quiché de Guatemala, Ixbalanché y Hunahpú, los héroes por excelencia, son hijos de la doncella Ixcuiq. Asimismo los chibchas de Colombia reverenciaban a un hijo del sol que fue fecundado por intermedio de sus rayos en una virgen; y Viracocha, en el Perú, embaraza a una joven agraciada sin que ésta lo advierta.4 Esto sin mencionar algunos mitos como el del diluvio conocido en toda la América Precolombina y el de la existencia pretérita de gigantes en lo cual coincidían con las tradiciones bíblicas y greco-romanas. Pero lo que realmente sorprende a los conquistadores, o a los pocos que son capaces de ver, es nada menos que el símbolo de la cruz por doquier, lo cual por consideraciones debidas a las circunstancias se debe ocultar o callar. En efecto, esta representación se halla explícita en su forma más sencilla o de maneras derivadas, sola u organizada en conjuntos, en la entera extensión del continente americano. Y es más, el símbolo de que hablamos -que por cierto es pre-cristiano- constituye el esquema cosmológico de estas culturas, siempre presente en sus manifestaciones de cualquier tipo que éstas sean. Nos estamos refiriendo a los cuatro brazos o posibilidades de expansión horizontal en el plano y al centro como lugar de recepción y síntesis de la energía vertical (alto-bajo), que de esta manera por medio de la cruz se irradia en la totalidad del espacio. Aunque tal vez lo que más llama la atención de los frailes es la similitud de algunos rituales con los sacramentos que ellos administran. Así por ejemplo con respecto a la confesión practicada por los aztecas, mayas e incaicos, al matrimonio, al bautismo -del que el reticente Diego de Landa, obispo de Yucatán, sin embargo afirma con orgullo:

“No se halla el bautismo en ninguna parte de las indias sino en esta de Yucatán (lo cual no era cierto) y aun con vocablo que quiere decir nacer de nuevo u otra vez”,
y a la comunión. En relación con esta última señalaremos lo que nos dice Sahagún vinculado con la ceremonia que se efectuaba en honor a Huitzilopochtli en la que el pueblo comulgaba comiendo un trozo de la estatua del dios, que a esos efectos estaba confeccionada con una golosina que aún es popular en el México contemporáneo a la que se llama alegría.5 El verdadero tema al respecto lo constituye el hecho de que el sacrificio ritual de animales y su inmediata ingestión en ciertas fechas y lugares precolombinos -como por otra parte es verificable en la casi totalidad de las culturas, siendo hoy mismo comprobable en comunidades ‘primitivas’- conformaba un acto sagrado de importancia vital, tanto individual como colectiva. El sacramento cristiano de la eucaristía simboliza mediante el pan y el vino lo que otras tradiciones ejemplifican por sus correspondientes: la carne y sobre todo la sangre como forma de comunión con la deidad. Creemos que bajo una perspectiva análoga podrán tal vez entenderse los cruentos sacrificios humanos efectuados en honor y alimento del sol como generador y conservador de la vida.6 De todas maneras estas similitudes entre las civilizaciones del Nuevo y Viejo Mundo no tienen nada de casual ya que los símbolos y los mitos fundamentales de todas las culturas son manifiesta y esencialmente los mismos ante nuestro ignorante asombro.7 Esta sorpresa no es tal en cuanto procedemos a verificar y comprobar este aserto y también en cuanto nos ponemos a pensar que lo que en verdad representan estos símbolos y estos mitos -es decir las ideas universales que expresan- son las mismas en todas partes, derivadas de un Conocimiento y una Tradición común, a la que podríamos llamar ‘no histórica’, o mejor, ‘metahistórica’. Por ese motivo es que la Simbología utiliza la comparación entre símbolos de distintas civilizaciones como método para iluminar los símbolos particulares, sistema que utilizaremos asimismo en este texto en relación con el conjunto de las culturas americanas -en la medida de nuestras posibilidades-, y el mosaico multifacético en que se expresa el pensamiento precolombino.

No hay en la actualidad quien niegue seriamente el origen sagrado de toda civilización en cuanto éste es mítico y metafísico -según esas tradiciones lo proclaman-, del cual por otra parte se desprenden sus conocimientos, artes, ciencias e industrias, incluidos la fundación de su ciudad -cuando son sedentarios- y el nombre o identidad de sus habitantes. En ese sentido estas manifestaciones parecerían responder unánimemente a una idea arquetípica de la cual derivan los modelos culturales y las estructuras religiosas, económico-sociales y políticas, los comportamientos y los usos y costumbres. Es por eso y a pesar de las variadas formas en que esas culturas tradicionales se expresan que se puede encontrar entre ellas tan asombrosas analogías pues se refieren todas a lo mismo. Lo cual nos permite a nuestra vez efectuar relaciones y asimilaciones igualmente sorprendentes.

Los historiadores de las religiones limitan y ubican en el espacio y en el tiempo a la cultura que estudian, aunque los mejores de ellos, encabezados por Mircea Eliade, llevan sus investigaciones a la estructura misma de lo religioso expresando su origen atemporal. La Simbología no toma en consideración sino en forma secundaria las condiciones históricas donde se produce el símbolo, destacando por el contrario valores no históricos, es decir esenciales y arquetípicos. Pero sobre todo lo que diferencia al simbólogo y al historiador de las religiones es la actitud con que enfrentan el conocimiento. Efectivamente, el simbólogo no sólo toma a los símbolos, mitos o ritos como objetos estáticos -que tienen una historia- sino también como sujetos dinámicos siempre presentes, que se están manifestando ahora. O sea, como capaces de cumplir una función mediadora entre lo que expresan en el orden sensible y la energía invisible -la idea- que los ha generado. En ese sentido no hay tampoco una historia de los símbolos. No sólo por reconocer éstos un origen atemporal, sino porque la mayor parte de ellos son comunes y aparecen en muchísimas tradiciones separadas en el espacio y en el tiempo -como si ellos fueran consubstanciales con el hombre y la vida- y se dan a veces hasta de manera idéntica en cuanto a sus significaciones más alejadas (en el tema de la ‘brujería’, por ejemplo), asunto éste que con un poco de paciencia y buena fe le es dado observar y comprender a cualquiera. Ello lleva a reconocer un origen común, o aceptar la idea de una tradición histórica unánime, lo que seguramente es válido si se consideran enormes ciclos que incluyen no sólo decenas de culturas -la mayor parte ignoradas- sino también profundas alteraciones geográficas en la tierra como cambios en la posición de los polos en correspondencia con fenómenos celestes, etc.8 Razón por la que el simbólogo prefiere tomar al símbolo en sí -sin descuidar su contexto-, en cuanto éste no es sólo un objeto comparable a otro objeto, sino que además es considerado como sujeto de una realidad siempre existente que lo ha plasmado, a la que expresa de manera directa. La idea que manifiesta y a la vez oculta el símbolo es lo que a la Simbología le interesa. Por lo que el simbólogo aspira no sólo a la comprensión histórica o meramente intelectual del símbolo, sino a su conocimiento metafísico, a su aprehensión supra-intelectual -obtenida mediante su concurso-, a la identificación o encarnación de lo que el símbolo o mito manifiesta tal cual hacían los integrantes de los pueblos que los diseñaron con ese propósito. Los cuales los utilizan como soportes o vehículos cognoscitivos entre distintos planos de una realidad que ellos consideraban única y sagrada, la que era testificada por esos símbolos y mitos. Dicho en otras palabras: el simbólogo no se ocupa, salvo de manera secundaria, por los símbolos considerados bajo una perspectiva histórica o simplemente ‘intelectual’, sino que tomando en cuenta la identidad de los símbolos tradicionales aparecidos en distintos tiempos y lugares -material que ha obtenido de la Historia de las Religiones y de la Religión Comparada-, trata de comprender, vivenciar, o encarnar el concepto, o la idea, que ellos representan y de la cual son los emisarios.9 Esto es particularmente válido en el estudio y la meditación sobre las manifestaciones humanas, es decir, culturales, en cuanto ellas constituyen un conjunto simbólico donde la huella de una historia invisible y eterna -arquetípica-, se proyecta en las formas temporales de lo visible.

II
Ya indicamos en la nota inicial, haciendo una referencia personal, que no hemos transpuesto literalmente a la tradición precolombina lo que por nuestros estudios hemos aprendido de otras civilizaciones tradicionales, sino que por el contrario, empapados del mundo de los antiguos americanos, su atmósfera, sus códigos y formas, es que hemos llegado a comprender la identidad de los símbolos, mitos y ritos de la Tradición Unánime, así ésta se halle viva o aparentemente muerta. Sin duda los esquemas de nuestro pensamiento, la forma de concebir y los modos de acercarnos al pasado precolombino son europeos como los de todos los investigadores que conocemos. Esto se debe a nuestra educación, ya que las estructuras mentales de todos los occidentales actuales -y eso es lo que somos- son análogas, comenzando por la determinación que imponen la lógica y los esquemas lingüísticos, como asimismo lo son nuestras pautas de aprendizaje y actuación, aunque muchos de nosotros no lo advirtamos o pensemos en contrario. Por otra parte anotaremos que el haber nacido en determinado lugar del Nuevo Mundo, o el tener la misma sangre de los pueblos que crearon las civilizaciones precolombinas, o aun hablar su lengua actual, es sólo una ventaja secundaria para comprender la cosmogonía indígena original.10 Los griegos contemporáneos casi nada saben de su pasado mítico y de sus antiguas ‘creencias’, y aún en la época de Platón la mayor parte las ignoraba con generosidad. En otro caso, como pudiera ser el de una tradición viva, la hindú por ejemplo, tal vez suceda que a la fecha un extranjero no nacido en ella pueda comprenderla y vivirla mucho más profunda y verdaderamente -en lo que ella es en sí- que un simple devoto atenaceado por la superstición y la confusión de las imágenes, como en general sucede con la mayoría de los hindúes actuales. Otra cosa es cuando los integrantes de una tradición conocen perfectamente y no sólo de manera exterior o superficial el sentido de sus símbolos, mitos y ritos -que siempre deben ser aprendidos- y sobre todo cuando se tiene bien patente lo que éstos son, es decir cuando se comprende su función mediadora y trascendental encuadrada en el marco de una cosmogonía original, a la que describen, la cual al ser vivenciada produce un estado de conciencia al que se puede acceder merced a la iniciación en el conocimiento que los propios símbolos, mitos y ritos provocan. Con seguridad que quien haya experimentado estos conceptos y reconocido las formas en que ellos se manifiestan generando tal o cual cultura podrá entonces entender la esencia de esa cultura, su razón de ser -incluso histórica-, su idea del espacio, del tiempo, del movimiento, del número, la medida y el lenguaje, y por lo tanto de su pensamiento, del que derivan todas sus acciones o creaciones, las que se expresan a través de manifestaciones simbólicas.
Para poder asimilar la realidad, para integrarse a ella, es menester previamente tener una descripción de la misma, cualquiera que ésta fuese.11 El hombre procede siempre así aunque no lo sepa o lo niegue. Es tan válida una concepción del mundo donde la tierra es un plano y al mismo tiempo el centro del universo, como un sistema descriptivo tridimensional en donde la tierra es una esfera que gira alrededor del sol, su eje. Lo mismo vale -y éste es un tema directamente vinculado con lo anterior- para la representación gráfica plana y su extraordinario poder de síntesis y sugestión en contraposición con los contrastes de luz-sombra y perspectiva que caracterizan al arte occidental de los últimos siglos, e igualmente para la geometría llamada plana en comparación con la espacial.

Fuera de nuestro campo mental -y mientras éste no sufra una apertura- es imposible comprender algo que nos es completamente ajeno. Esto sucedió con los europeos con respecto a los indígenas en la época de la conquista y en la actualidad constituye aún el más importante escollo en nuestros esfuerzos por acercarnos a este riquísimo y complejo acervo tradicional. Todo nos hace pensar que la generalidad de los religiosos, soldados y funcionarios que llegaron a América no conocían la verdadera significación, la íntima realidad de sus propios símbolos, sacramentos e instituciones, sino a lo sumo de una manera piadosa-moral (como buenos usos y costumbres) o legalística, oficial y administrativa, de ningún modo metafísica ni esotérica, lo que indica con precisión que no los conocían en su totalidad. Esto no nos debe extrañar pues hasta hoy no ha variado el panorama involutivo de Occidente, lo que por otra parte se debe a razones cíclicas. Se puede pensar que algo similar acontecía en el seno de las sociedades precolombinas a la llegada de los españoles, sobre todo con el grueso de la población, incluidos la mayor parte de sus líderes y jefes, aunque cabría hacer algunas distinciones entre las variadas culturas que conformaban el mapa de la América antigua. Sin embargo hay una diferencia: los sabios y altos sacerdotes indígenas parecen conocer -a través de distintos documentos se lo puede comprobar- o haber conocido hasta muy poco tiempo atrás los secretos de la vida, la cosmogonía y la deidad, mientras los religiosos cristianos -salvo honrosas excepciones en cuanto a alguna ciencia humanista o ‘clásica’- sólo aparentan ser, en el mejor de los casos, personas devotas o bien intencionadas, cuando no funcionarios de la corona, o espías fanáticos de la conversión masiva de infieles, pero nunca hombres de conocimiento en el verdadero sentido de esta palabra.12 La opinión ‘oficial’ de la Iglesia con respecto a las tradiciones precolombinas aún sigue siendo para muchos de sus prelados aquélla que las juzgaba como inspiradas en el demonio, y eran y siguen siendo para esos elementos el producto idolátrico de la más oscura ignorancia o de su cándida ingenuidad infantil. Este fanatismo cercano al desprecio absoluto por aquello que se desconoce -junto con todos los argumentos que apuntan y señalan al ejercicio del poder- explica en parte el por qué de la extinción casi total de la sabiduría que creó no sólo los grandes monumentos y obras de arte que hoy nos asombran, sino también y fundamentalmente su modelo cosmogónico, sus calendarios astronómicos y rituales, las escrituras jeroglíficas, simbólicas e ideogramáticas; o sea, las estructuras de pensamiento que hicieron florecer la vida en el seno de esas culturas. La pérdida resulta desoladora y esto se nota mucho más aun cuando se alcanza a comprender a través de los fragmentos que han llegado hasta nosotros la magnitud y la calidad de estas civilizaciones tradicionales equiparables a las más sabias y refinadas del mundo entero pero con ciertas formas y originalidades tan sutiles y elaboradas en algunos casos, y tan sorprendentes en otros, que no se las puede hallar en ninguna otra parte. Quien se haya dejado fascinar por la atmósfera y la belleza de las civilizaciones precolombinas podrá comprender con claridad a qué nos estamos refiriendo. Daremos un sencillo ejemplo de originalidad apenas emulado por la mitología griega. Se trata en este caso de los mitos mayas de la creación, los que se expresan de manera notoriamente humorística,13 pero con una comicidad áspera y gruesa, cuando no grotesca y sangrienta. Pues toda gestación -la del sol, la del hombre, la del maíz- parecería ser el fruto del engaño, la burla, la dificultad, la contradicción, el castigo o la venganza, expresados de una forma casi tan cínica y sardónica como desenfadada que, por cruda, pudiera parecer chocante. El sacrificio y el crimen ritual y la constante contradicción de los opuestos se contraponen en una astuta danza de ritmos encontrados, descabellada y desopilante, en la que domina la presencia permanente de lo discontinuo, lo intempestivo y lo absurdo, de lo absolutamente paradójico e irreal y donde el único elemento constante es la transformación de los seres y la mutación de las formas que aparecen y desaparecen, mueren y nacen y participan de una misma sustancia universal. Esta descripción de los orígenes, (es decir la forma que toma para ellos cualquier concepción) tiene en su base algo absolutamente extraordinario, asombroso, desproporcionado, tal vez monstruoso y por cierto sagrado, que despierta -como reacción inmediata de atracción y rechazo- la hilaridad y provoca la carcajada como una manera de evocación del hecho asombroso o divino, del tiempo atemporal, llamando así al hado mediante la exaltación, el regocijo desmesurado -capaz de producir un estado análogo al del tiempo mítico-, las chanzas, fiestas y libaciones rituales.14 Tal vez sea necesario realizar un esfuerzo psicológico cada vez que nos encontremos con ejemplos como éste en nuestra investigación del mundo precolombino y en general en todos los estudios universales referidos a símbolos, mitos y ritos, pues éstos, como manifestación de lo sagrado son bien distintos de lo que el hombre ordinario pretende o imagina. Si no se efectúa este trabajo y no somos capaces al menos de variar nuestra perspectiva, de cambiar el punto de vista respecto a la comprensión de estas expresiones, ellas nos parecerán burda y simplona ignorancia llena de superstición de acuerdo a patrones y programaciones donde la deidad, lo sagrado, es vinculado estrechamente con la pompa, la solemnidad, lo ‘sublime’, las maneras exteriores y la higiene, cuando no con una pretendida austeridad egoísta y seca, no creativa, o una actividad devota y moralista.

NOTAS
1 Llama la atención la identidad entre el nombre hebreo Adam = rojo, y el color racial que se atribuían a sí mismos los habitantes de América, el que por otra parte es igual al otorgado a los habitantes de la Atlántida.
2 Aún en el siglo XIX, el presbítero D. Juarros apoyándose en la autoridad de F. de Fuentes y Guzmán, nos dice en su Compendio de la Historia del Reino de Guatemala: “los citados Toltecas eran de la casa de Israel, y que el gran profeta Moisés los sacó del cautiverio en que los tenia Faraón…” Tratado IV, Capítulo 1. Editorial Piedra Santa. Guatemala, 1981. Incluso los sabios indígenas seguramente comprendiendo lo arquetípico y simbólico que expresan las ‘genealogías’ han llegado a decir: “Somos los nietos de los abuelos Abraham, Isaac y Jacob, que así se llamaban. Somos además los de Israel.” Historia de los Xpantzay de Tecpan (ver Recinos, su traductor, en Bibliografía)
3 Cuando nos referimos a tradición precolombina estamos sin duda generalizando pues en verdad nos referimos a numerosas culturas más o menos independientes -como sus lenguas- distribuidas a lo largo y lo ancho de América, las que sin embargo guardan una evidente relación entre sí, lo que nos permite tratarlas de manera conjunta. Volveremos más adelante sobre el tema.
4 Para los talarnancas de Costa Rica, Sibú, un niño-dios, nace de una mujer embarazada por el viento.
5 También lo hacían en otras fiestas con las efigies de Tezcatlipoca (según Motolinía) y de otras deidades.
6 Son conocidos los sacrificios humanos en honor a Varuna en un pueblo de innegable religiosidad como es el hindú.
7 El Inca Garcilaso de la Vega nos advierte con respecto a las ‘historias’ de sus antepasados: “El que las leyere podrá cotejarlas a su gusto, que muchas hallará semejantes a las antiguas, así de la Santa Escritura como de las profanas y fábulas de gentilidad antigua”. (Comentarios Reales, Primera Parte, Capítulo Quinto). Este comentario adquiere particular interés si se piensa que el cronista, mestizo, hijo de hidalgo español y princesa peruana conoció en su infancia y adolescencia el mundo indígena de forma directa recibiendo una doble educación y pasando luego a residir en España y otros lugares de Europa como ‘hombre culto’ entre los de su tiempo.
8 El último de estos grandes cambios es para Platón la desaparición de la Atlántida, situada precisamente en el océano que toma de ella su nombre -el cual separa al Viejo del Nuevo Mundo-, “más allá de las columnas de Hércules”, lo que parecería ser un denominador común a la mayoría de las tradiciones históricas, aunque muy remoto en el tiempo. Hasta fines del siglo XIX y comienzos de éste ha subsistido la teoría de un origen Atlántico para los indios americanos. (Ver Marcos E. Becerra, Por la Ruta de la Atlántida). En los siglos XVI y XVII esta tesis era común según lo testifica la bibliografía, (ver por ejemplo: Origen de los indios del Nuevo Mundo de Fray Diego García, libro IV, capítulo VI, Crónica de la Nueva España de Francisco Fernández de Salazar, Libro I capítulo 2, donde se cita también a Agustín de Zárate y una obra suya sobre el descubrimiento y conquista del Perú, etc.), así como la comparación de los númenes, símbolos y ritos precolombinos con las deidades y mitos greco-romanos y religiones abrahámicas. El Renacimiento e incluso el post-renacimiento estaban demasiado cerca aún de lo tradicional como para mofarse o tildar de fantasías a cosas que fueron aceptadas durante siglos por la gente más sabia y culta de la época como lo era la existencia de la Atlántida o la correspondencia y equivalencia entre diferentes dioses de diversos panteones y culturas. Sólo con el racionalismo, el evolucionismo, y finalmente el positivismo, estas ideas son tomadas como anticuadas y objeto de escarnio. Para que no haya confusión, desde ya, el autor declara que el punto de vista en que se ubica no es afectado de ninguna manera por estos tres ‘ismos’ filosóficos que desembocan el uno en el otro de modo natural e histórico, complementándose, y a los que considera los promotores de la vertiginosa caída de la sociedad contemporánea. El racionalismo establece una división tajante e ilusoria entre el cuerpo y el alma y aísla a la mente de su contexto. A partir de él todo es dual: adentro y afuera. El evolucionismo es pura ciencia ficción. Las especies son fijas y la idea de progreso indefinido, un escapismo como cualquier otro. El positivismo hace cada vez más empírico al método de conocer y ‘materializa’ y solidifica más que nunca las búsquedas del pensamiento, la ciencia y el arte.
9 Tal vez pudiera decirse -no sin pretensión- que el trabajo del simbólogo comienza cuando el del historiador de las religiones finaliza.
10 Una tradición -viva o muerta- no es patrimonio de un país o grupo. Como forma parte de la Tradición Primordial y Unánime es patrimonio del hombre, de la humanidad. Y esto se encuentra dado por su propio carácter, su universalidad conceptual.
11 Aun la sociedad contemporánea en su involución pretende ordenar una serie de acontecimientos empíricos con este fin aunque su enorme soberbia la ha llevado a construir una auténtica torre de Babel. Una cárcel donde sus moradores están sujetos al terror y donde sistemáticamente se los tortura.
12 Los americanos eran más ‘primitivos’ como afortunadamente lo habían sido los griegos órficos con respecto a los ‘clásicos’. Los hispanos habían perdido el nivel espiritual e intelectual acuñado durante el reinado de Alfonso el Sabio, que hizo de Toledo la Jerusalén de Occidente.
13 También entre otras varias culturas norteamericanas, mesoamericanas y sudamericanas.
14 En la relación que hace el licenciado Gómez Palacio sobre La Provincia de Guatemala, las costumbres de los indios y otras cosas notables puede leerse lo siguiente: “Si se emborrachaban y bebían con exceso estas gentes, no lo hacían tanto por vicio, cuando por que en esto creían que hacían un gran servicio a Dios, y así el principal que se emborrachaba más era el Rey y los Señores principales. Otros no se emborrachaban pero no era porque ellos fuesen de menos valer, sino porque ellos habían de gobernar la tierra y Proveer en los negocios del Reino, mientras que el rey estaba ocupado en aquella Religión y se emborrachaba”.

CAPITULO III LOS SIMBOLOS, LOS MITOS Y LOS RITOS
Debemos hacer algunas precisiones acerca de lo que el símbolo es para la Simbología y por lo tanto lo que ésta estudia y expresa, como asimismo dar una idea de lo que es un conjunto de símbolos en acción, es decir el mundo del símbolo tal como es vivido por una sociedad tradicional o arcaica en la que tanto el símbolo como el mito y sobre todo el rito -que abarca el total de las acciones cotidianas aún está vigente y es comprendido en su significación esencial como vinculación directa con lo sagrado y no como convención, alegoría o metáfora, o sea como algo vago que está fuera del ser. Para las sociedades tradicionales y primitivas el símbolo constituye -y toda expresión o manifestación, ya sea macro o microcósmica, es simbólica- una señal real que se produce dentro de un conjunto de señales igualmente vivas que se entrelazan y relacionan entre sí a través de la pluralidad de sus significados, conformando un lenguaje o código cifrado propio y revelador con el que además cohesionan a la comunidad en que se manifiestan.
Esto se debe a que tanto el símbolo como el mito o el rito son el puente entre una realidad sensible, perceptible y cognoscible a simple vista y el misterio de su auténtica y oculta naturaleza que es su origen. Ya que ellos son una expresión que se revela al manifestarse, estableciendo de manera efectiva el vínculo entre lo conocido y lo desconocido, entre un plano de la realidad que se percibe ordinariamente y los principios invisibles que le han dado lugar, lo que por otra parte constituye su razón de ser como tales, la que ellos testimonian al transformarse en vehículos. Esto inmediatamente les otorga un carácter sagrado -tabuado, si se quiere- en cuanto expresión directa de los principios, las fuerzas y las energías originales, de las cuales ellos son los mensajeros.1

Va de suyo que la idea que se tiene del símbolo en la sociedad contemporánea es muy otra y esto se debe a que ya no se le conoce, o sencillamente se lo utiliza como simple convención y en algunos casos apenas si se le otorga un valor sustitutivo o como probable, sinónimo de lo que tal vez pudiera llegar a ser, es decir, de algo alegórico e incompleto que necesitara de una traducción racional y de una interpretación lógica o analítica para poder ser comprendido. Lo que equivale a decir que ya no es tomado inequívocamente como emisario de una energía-fuerza sino que es encarado como un objeto independiente de su medio que debe ser considerado empíricamente en el laboratorio de la mente, tal la extrañeza y la desconfianza que produce. Aunque es muy frecuente también -casi la norma- que ni siquiera se advierta a los símbolos, o que simplemente se los pase por alto como si estos no existieran porque no los notamos o los consumimos, o no tuviesen ningún valor porque se los desconoce y se ignoran sus significados. Esto se debe a que una sociedad como la nuestra, orgullosamente desacralizada, que ha roto su conexión con los orígenes y la idea de un plano superior a la simple materia o a la comprobación física-empírica, no lo acepta -salvo a veces en sus aspectos psicológicos más elementales-, por lo que el símbolo como mediador entre dos realidades -o planos de la realidad- carece de sentido en un esquema de este tipo, y su comprensión queda limitada a la versión que hace de él una oscura señal casi insignificante que no indica sino algo igualmente no-significativo o relativo. El mundo es entonces una masa gris que deviene, una multiplicación horizontal de gestos indefinidos que se realizan en forma mecánica, casi sin que lo queramos, y que nada dice a nadie en razón de la autocensura que trae aparejado el entrenamiento que la sociedad contemporánea nos otorga. Puesto que utilizando estos modelos de pensamiento todo queda fuera de nosotros y nos es ajeno ya que la vía simbólica de comunicación se ha interrumpido y entonces los símbolos, los mitos y los ritos se presentan como diferentes a nosotros mismos, en tanto que objetos estáticos a los que atribuimos determinadas características formales o exteriores, exclusivamente literales y cuantitativas, negando de este modo su potencia generadora, su identidad de sujetos dinámicos -lo que es lo mismo que decir su razón de ser- por lo que lógicamente nos parecen falsos e improbables, tan dispuestos al cambio como las insignias, o tan superados -según nuestra ignorancia supone como la observación de los ciclos de la luna, el sol y las estrellas y todo aquello en que la antigüedad ponía empeño, en las ‘edades oscuras’ en las que aún no se había inventado el progreso.

Algo se interpone actualmente entre nosotros y el símbolo, como también entre nosotros y la realidad. El individualismo nos ha separado de nuestro contexto al punto de que constantemente hay un espacio entre lo que es y nosotros, entre el ser y la otridad. Este espacio nos garantiza a los modemos la idea de poseer una ‘personalidad’ con la que nos identificamos, la que nos hace así extranjeros a nosotros mismos y a nuestro contexto al obligarnos a aceptar esta forma de ver tan comprometida con el condicionamiento en que nacemos y vivimos y del que actuamos como cómplices ya que nadie sino los damnificados somos los que mantenemos impuestos estos valores en el campo de nuestra conciencia. El resultado de esta separación es la angustia y el deseo, la soledad y la desintegración, puesto que la cohesión que garantizan los símbolos, su función mediadora, no es reconocida, ha sido olvidada, o peor aún, es tergiversada por nuestra comprensión actual que nos hace ver la realidad del mundo como exterior y hostil, tan extraña como indiferente. Algo tan frío, lejano y vacío de contenido como nosotros mismos, cuando en verdad se trata de un universo integrado perfectamente en la armonía de sus partes y correspondencias, que expresa una realidad no escindida ni fragmentaria, un organismo gigantesco que nos incluye en el torrente sanguíneo de su vida cósmica, al que solemos contemplar como algo atroz o curioso sin relacionarlo inmediatamente con nuestro ser; en el mejor de los casos como algo simpático observado desde la vereda de enfrente.

Para la Simbólica, el símbolo, el mito y el rito testimonian activamente a nivel sensible las energías que los han conformado. Por ese motivo debe haber una correlatividad muy precisa entre el símbolo, el mito y el rito y lo que éstos manifiestan, sin lo cual no expresarían nada. Esta correspondencia entre idea y forma (no en el sentido escolástico sino actual de este último término), esencia y substancia, inmanifestación y manifestación, hacen del símbolo la unidad precisa para religar dos naturalezas opuestas, que encuentran en el cuerpo simbólico -en cuanto sujeto dinámico y objeto estático- su complementariedad. Por otro lado y como bien se dice: lo menor es símbolo de lo mayor y no a la inversa.

Y se hace esta aclaración referida especialmente a la posibilidad de comprensión cabal del pensamiento de una sociedad tradicional -la precolombina- que reconoce al símbolo como el lenguaje universal que ha sido capaz de fecundarla y darle vida. En este sentido los símbolos han creado a las sociedades y no éstas a sus símbolos -sin olvidar la interacción mutua-, pues ellos están entretejidos en la trama misma de la vida y el hombre.

En cierto aspecto no hay nada fuera del símbolo -como tampoco del cosmos- ya que éste expresa la totalidad de lo posible en cuanto todas las cosas son significativas y ellas reflejan lo inmanifestado mediante lo manifestado. Por lo que a los símbolos y a los mitos no es necesario inventarlos, ya están dados, son eternos y ellos se revelan al hombre, o mejor, en el hombre. El cual simboliza en sí al cosmos en pequeño sin pretender que el macrocosmos lo esté simbolizando específicamente a él. Los héroes civilizadores, reveladores y salvadores como Quetzalcóatl o Viracocha, no son seres humanos que como tales y gracias a sus méritos se hayan deificado o convertido en astros, sino que por el contrario, son dioses o estrellas que -como los hombres- han caído del firmamento y deben recorrer el inframundo y morir por el autosacrificio para renacer a su verdadera identidad y ocupar su auténtico lugar en el cielo que, además, es su origen. Para las culturas precolombinas este rito universal es ejemplificado en la bóveda celeste por el Sol, la Luna y Venus en particular -y todos los planetas y estrellas en general- y por sus ciclos de aparición y desaparición, muerte y resurrección, de los que la tierra y el ser humano dependen, ya que han visto en ellos la manifestación más alta de los modelos o arquetipos universales y eternos en los que fundamentaron su cosmogonía. Las leyes de la analogía y la correspondencia se basan en la interrelación de un plano menor y conocido y otro mayor y desconocido. Lo conocido simboliza a lo desconocido y éste jamás puede ser un símbolo de aquél.

Una sociedad tradicional y/o arcaica adopta el punto de vista de la unidad, lo hace suyo, puesto que de ella emanan todas las cosas: la vida, el sustento y la cultura, mientras que la sociedad moderna acepta el de la multiplicidad, el de la individualidad fragmentada y autosuficiente que progrede indefinidamente por el juego de su dialéctica. El primer enfoque es sintético, el segundo analítico. El tradicional tiende a la simultaneidad, a la visión concéntrica, el otro a la sucesión, a la inmensa minucia. La perspectiva moderna está construida con la lógica del racionalismo; contrariamente la antigüedad ordenaba su visión del mundo por medio de la analogía y sus mecanismos de asociación. La correspondencia entre los fenómenos, seres y cosas resulta entonces natural puesto que ellos simbolizan distintos aspectos de los principios universales que los han generado. Nada de casual hay en un mundo así porque todo adquiere su sentido en el conjunto y el hombre acata una voluntad superior que analógicamente se le revela en el interior de su conciencia. Y es en virtud de esta complementariedad que todas las cosas, los fenómenos y los seres, se buscan y corresponden, se atraen y se rechazan, pero no se excluyen. Hacen la guerra o viven en paz, pero tienen un sentido armónico que imita el ritmo del aspir y el expir universales.

Los parentescos entre las cosas resultan así evidentes y ellas vibran a la misma frecuencia y han sido generadas por una matriz única, y las formas, los colores y todas las cualidades o diferenciaciones posibles sólo son modalidades de una misma onda sujeta a idénticos principios, expresados en la totalidad del concierto cósmico. Lo similar atrae lo similar y se funde y se conjuga con él. Y los opuestos no se eliminan porque hay un punto de equilibrio común -que no es ni lo uno ni lo otro, ni esto ni aquello- en donde todas las cosas coinciden, aun para volver a oponerse y retornar a complementarse. Esto no quita la responsabilidad individual porque es en el interior del corazón del ser humano -como protagonista del drama cósmico- y no fuera, donde se produce e igualmente se comprende este hecho, y es por tanto en ese corazón donde se concilian las contradicciones. En cierto modo la vida entera depende de ese hombre que así toma conciencia de su ser y de su verdadera responsabilidad como símbolo intermediario entre la tierra y el cielo. Entonces y bajo esta luz las cosas de su entorno estarán sacralizadas y él mismo emulará las cualidades de los dioses, encarnará los principios universales con los que sincroniza en simultaneidad.

En una sociedad así las cosas no suceden linealmente en forma prevista sino que todos los días son el primero de la creación y todo está tan vivo que puede suceder cualquier cosa en cualquier momento. El hombre no imagina ni proyecta lo que vendrá sino que vivencia constantemente la eternidad del presente. Para el pensamiento precolombino el cosmos y la vida se están creando ahora mismo, no son un hecho histórico, y se participa activamente en esa generación. Por cierto, la existencia vista de este modo es un riesgo y sin duda una aventura permanente y no es extraño entonces que se conciba como un momento de paso y un lugar de transformación, como un sueño del que hay que despertar. El tiempo no ha sucedido antes ni sucederá después porque siempre está sucediendo, constantemente es presente, y abarca la totalidad del espacio, donde se expresa siempre como algo sobrenatural cargado de energías constructivas y destructoras representadas por númenes y cifras sagradas según puede observarse en sus calendarios. El movimiento, que es una imagen de la inmovilidad, es la huella visible que ésta deja al manifestarse, gracias a la cual podemos acceder a la eternidad de su reposo. Y es mediante las analogías, que vinculan a los símbolos, los mitos y los ritos con su origen increado, que el ser humano podrá jugar su papel y cumplir su destino en relación con las leyes y las estructuras del modelo cosmogónico, de las que hablaremos seguidamente.

NOTAS
1 En lo futuro, cuando nos refiramos al símbolo, hemos de entender también mito y rito, pues desde nuestra perspectiva estos son idénticos y cumplen exactamente la misma función reveladora. El mito, que desde luego es simbólico, manifiesta un hecho ejemplar, que por serlo, organiza la vida de los que creen y confían en él. Es más, éste constituye su íntegra creencia y por lo tanto instaura su confianza pues en cualquier sociedad tradicional es la manifestación misma de la verdad al nivel humano. Los ritos son símbolos en acción y expresan en forma directa las creencias y la cosmogonía que asimismo las historias míticas traducen. Estas tres manifestaciones complementarias revelan los secretos más profundos de la vida, el cosmos y el ser y conforman todas las imágenes posibles del hombre tradicional. Y por lo tanto su identidad.

CAPITULO IV EL CENTRO Y EL EJE
Tal vez en ninguna sociedad tradicional sea tan notoria la obsesión de simbolizar el eje y el centro como se puede observar en las antiguas culturas americanas. En todas sus manifestaciones estos símbolos están presentes expresados en los cuatro rumbos del espacio y el tiempo y en el quinto punto equidistante y central en el que se conjugan, que marca el eje vertical, la dirección alto-bajo, cielo-tierra. Nos dice Alfonso Caso: 1
“Una de las ideas fundamentales de la religión azteca consiste en agrupar a todos los seres según los puntos cardinales y la dirección central, o de abajo arriba”.
“Los cuatro hijos de la pareja divina (que representa la dirección central, arriba y abajo, es decir, el cielo y la tierra) son los regentes de las cuatro direcciones o puntos cardinales”.

“Esta idea fundamental de los cuatro puntos cardinales y de la región central, se encuentra en todas las manifestaciones religiosas del pueblo azteca y es uno de los conceptos que sin duda este pueblo recibió de las viejas culturas de Mesoamérica”.

En el Popol Vuh puede leerse:

“Grande era la descripción y el relato de cómo se acabó de formar todo el cielo y la tierra, así como fue formado y repartido en cuatro partes, cómo fue señalado y el cielo fue medido y se trajo la cuerda de medir y fue extendida en el cielo y en la tierra, en los cuatro ángulos, en los cuatro rincones”.

Para los mayas el mundo era una superficie plana y cuadrada, un cocodrilo o iguana que flotaba en un lago, al igual que el Cipactli de los aztecas, el dragón chino, o la tortuga mítica de los iroquíes norteamericanos y también de los hindúes y muchos otros pueblos tradicionales. En el centro de la tierra, que era una isla, crecía un inmenso árbol, una ceiba, como símbolo axial y en cada una de las esquinas de este cuadro había asimismo un árbol más pequeño en el que moraba un pájaro. Fray Diego de Landa comenta:

“Adoraban cuatro llamados Bacabs cada uno de ellos. Estos, decían, eran cuatro hermanos a los cuales puso Dios cuando creó el mundo, a las cuatro partes de él sustentando el cielo (para que) no se cayese”.2

En el mito de la fundación del imperio Inca, una pareja ancestral, Manco Capac y Mama Ocllo, después de un intenso viaje, una peregrinación auspiciada por el sol quien les había regalado un bastón de oro -símbolo del eje- consiguen hundirlo sin dificultad en un lugar mágico y preciso en donde según el astro debían detenerse pues ese sería su centro, el sitio donde fundar y desarrollar su imperio. La señal se había producido y ella mostraba la conjunción de cielo y tierra dada por la verticalidad del bastón como factor masculino y la receptividad horizontal de la tierra como componente femenino. En aquel lugar mítico que según ciertas leyendas resultó ser el Cuzco se manifestó pues la confluencia de dos energías sin contradicción -como se había profetizado- produciéndose la reconciliación de opuestos que hizo posible la irrupción de la energía celeste, divina, axial, en forma de efluvios que mediante la labor de este pueblo, heredero del sol, se podrían extender en las cuatro direcciones del espacio y en la totalidad del tiempo cíclico, marcado este último también por el cuaternario de las estaciones en el año o el de las grandes eras del mundo -a las que asimismo se asociaba con los cuatro estados de la materia- o el de las horas del día.3 En la fundación de México Tenochtitlan el simbolismo no es menos evidente. Nuevamente una isla -símbolo como el del omphalos universalmente utilizado para marcar el centro- donde se encuentran una piedra y un nopal -que como la montaña y el árbol son expresiones del eje- y sobre ellos un águila y una serpiente (o dos corrientes de energía cósmica manifestándose por dos fuentes de agua, una de color rojo, otra azul, expresiones ambas de la dualidad y de la complementariedad de los contrarios) que son las señales que buscan durante años dirigidos por su deidad, Huitzilopochtli, imagen guerrera y solar. Allí encuentran su centro, su ubicación, y a partir de él es que han de crear su nación, cumplir su destino como pueblo y como hombres, en la totalidad del espacio y el tiempo que desde ese momento se ordenan y sacralizan, es decir existen verdaderamente, pueden ser considerados como tales. Miguel Léon Portilla dice: 4

“Huitzilopochtli para mostrar su complacencia, habló a sus sacerdotes. Les hizo saber cómo su destino suponía que se extendieran por los cuatro cuadrantes del mundo, precisamente a partir del corazón de la futura ciudad, desde allí donde habían levantado su templo, espacio sagrado por excelencia. Aunque en cierto modo toda Tenochtitlan nace y existe en espacio sagrado, ello es sobremanera en lo que toca al recinto del templo mayor”.
“El tiempo primigenio -ab origine, illo tempore- en que su nueva existencia transcurre, desde la manifestación del dios portentoso se desenvolverá en una secuencia que culminará en el espacio sagrado, en la región de, los lagos”.

Efectivamente esto es así en perfecta correspondencia con toda civilización tradicional y fundación de las ciudades en el tiempo y el espacio sacralizado, exclusión hecha de las modernas metrópolis y su pseudo-cultura.5 Por otra parte la imagen del corazón como centro -reflejo del eje- está presente en la mayor parte, si no en todas las tradiciones conocidas y esta simbolización del centro de la ciudad como posibilidad de irrigación del organismo social, es decir, de la totalidad de ese ser, se transpone al individuo que conforma esa misma sociedad, al que se le otorga una nueva vida al iniciarse en una realidad distinta, en un tiempo y un espacio regenerados. Los indios de Estados Unidos también lo encaran de la misma manera:

“Entre las tribus sioux la cabaña sagrada donde tienen lugar las iniciaciones representa el universo. Su techo simboliza la bóveda celeste, el suelo la tierra, las cuatro paredes, las cuatro direcciones del espacio cósmico, … La Construcción de la cabaña sagrada repite, pues, la cosmogonía”.

Esta cita pertenece a Mircea Eliade, autor que se encarga también de aclaramos que:

“la experiencia del espacio sagrado hace posible la ‘fundación del mundo’… Allí donde lo sagrado se manifiesta en el espacio, lo real se desvela, el mundo viene a la existencia. Pero la irrupción de lo sagrado no se limita a proyectar un punto fijo en medio de la fluidez amorfa del espacio profano, un ‘Centro’ en el ‘Caos’; efectúa también una ruptura de nivel, abre una comunicación entre los niveles cósmicos (La Tierra y el Cielo) y hace posible el tránsito de orden ontológico, de un modo de ser a otro.”
Todo esto que efectivamente es así nos sugiere una serie de asociaciones. En primer lugar se destaca la relación eje, centro, corazón, templo, espacio sagrado, iniciación, regeneración del ser, nueva vida y realidad, etc. Esto frente al caos amorfo, indeterminación, reiteración y esclavitud cíclica, vida falsa, mundo profano, etc. Tratemos de aclarar algunos términos a la luz del conocimiento tradicional que es, precisamente, quien los emplea.

Lo Sagrado y lo Profano
Hemos visto que el eje vertical ubicado en el centro efectúa como intermediario la relación cielo-tierra, alto y bajo, y es simbolizado por el árbol, la piedra (miniatura de la montaña), el templo y específicamente en Mesoamérica por la pirámide. Le cabe al hombre ser el más alto y completo exponente de la verticalidad pues es é1 quien corona y acaba la creación, ya que conjuga en sí las energías de lo celeste y lo terrestre, y es a través de su conducto que se recrea perennemente el cosmos. Ya hemos dicho que para las civilizaciones precolombinas el mundo era un plano de base cuadrangular rodeado por el mar que en la línea del horizonte se fundía con la cúpula celeste (“las aguas celestes de la mar divina”). Por debajo de esta tierra -en algunos casos sostenida por columnas, dioses o gigantes- se encuentra el inframundo, el país de los muertos. Como ya se ha destacado se patentiza en esta concepción que los americanos pensaban lo mismo que las tradiciones del Viejo Mundo y la Antigüedad. Incluso esta asunción de la tierra como una superficie plana es sustentada prácticamente en forma unánime por los primeros padres del cristianismo: San Clemente de Alejandría, San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, Lactancio, etc., y es heredada tanto de la Tradición griega como de otras civilizaciones. En todo caso no es exclusiva, aunque si propia, es decir, autóctona. Más bien parece ser que todas las versiones conocidas de estos símbolos y mitos son adaptaciones de un mismo acontecimiento no histórico, entretejido en la trama del hombre. El número cinco que está en la base de la cosmogonía precolombina -los cuatro puntos cardinales y el centro o quintaesencia- es por definición el número del hombre, del microcosmos para la simbólica occidental y también el lugar del emperador -como mediador, gobe

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  • Crow

    CAPITULO VIII LA INICIACIÓN
    De entrada diremos que si bien una sociedad tradicional comparte la vivencia de lo sagrado, no todos sus integrantes lo hacen al mismo grado, o de idéntica manera. Hay diversos estadios en el conocimiento de la realidad invisible, de la Suprema Identidad, que se dan en la conciencia de algunos de los individuos pertenecientes a esa sociedad, lo que marca su función dentro de la misma. Por otro lado, los modos de realización son disímiles de acuerdo a las características peculiares de los pueblos y los individuos, al tiempo y espacio que les tocó vivir, a su destino histórico o personal, etc. Algo es común sin embargo a todos los grados de Conocimiento de otros planos o mundos: la Iniciación. En efecto, esta realidad compartida por todos los pueblos en todas las épocas y con la que topa el etnólogo, el arqueólogo, el historiador, el filósofo, en fin, el estudioso del hombre o de la antigüedad, es un hecho evidente y por lo tanto es obvia su importancia, lo mismo que es necesario esclarecer su significado por más que las concepciones en boga no le otorguen sino un valor secundario tratándolas como ceremonias rituales, costumbrismos con explicaciones naturalistas o sociales, o la asimilen exclusivamente a la ‘educación’ profana o a prácticas mágicas.
    Este hecho cultural unánime que es la Iniciación marca la vida del aprendiz que accede a ella y establece el paso de un estado de conocimiento a otro, de un plano de la conciencia a uno diferente, de lo profano a lo sagrado, de una manera de ser en el mundo a otra de concebirlo y, por lo tanto, de ser. Sin embargo hay distintos tipos de iniciaciones: algunas son efectuadas a determinada edad o en cierta época del año y son fijas y colectivas celebrándose con fiestas, ceremonias y palabras exactas y gestos idénticos de los que participa todo el pueblo en su debido momento. Tales las iniciaciones relacionadas con los ritos del año nuevo (y muerte del año anterior) y vinculadas con la vegetación y la fecundidad. Asimismo los ritos de la pubertad, que abren a la comunidad el acceso a la regeneración y otro nivel de la realidad. Igualmente hay iniciaciones graduales y sucesivas para los interesados o llamados al Conocimiento, en planos cada vez más altos y profundos, buscando la realización de otros estados del Ser Universal, los que son siempre enseñados por maestros a discípulos de acuerdo y por mediación de los símbolos, las tradiciones, los mitos y los ritos, secretos y actuantes, que describen y reactualizan los misterios cosmogónicos, posibilitando así que éstos se vivifiquen y den acceso a la comprensión del mundo y del hombre, al Conocimiento y la Sabiduría. Así nos relata Sahagún que en el Calmécac a los aprendices

    “les enseñaban todos los versos de canto, para cantar, que se llamaban divinos cantos, los cuales versos estaban escritos en sus libros por caracteres; y más les enseñaban la astrología indiana, y las interpretaciones de los sueños y la cuenta de los años ….” (Libro III, Cap. VIII).
    “Los adivinos que tenían los libros de las adivinanzas y de las venturas de los que nacen, y de las hechicerías y agüeros, y de las tradiciones de los antiguos que vinieron de mano hasta ellos” (Libro I, Cap. XII).

    Y Landa afirma:
    “…Las ciencias que enseñaban eran la cuenta de los años, meses y días, las fiestas y ceremonias, la administración de sus sacramentos, los días y tiempos fatales, sus maneras de adivinar, remedio para los males, sus antigüedades, leer y escribir con sus letras y caracteres en los cuales escribían con figuras que representaban las escrituras”. (Relación de las Cosas de Yucatán, Cap. VII).
    Esta clase de individuos que son pocos han gobernado por períodos cíclicos a los pueblos por su conocimiento, sabiduría y aptitudes, y en todo caso son los que han diseñado o promovido siempre –por su actuación en el mundo– todas las culturas. Sus iniciaciones son llamadas sapienciales y son siempre las más altas y se manifiestan aun en pueblos muy primitivos donde se enseñan los conocimientos y misterios tribales; pero las iniciaciones, como ya indicamos, toman diversas formas de acuerdo a la naturaleza de los individuos y los pueblos y a las épocas cíclicas o históricas que les ha tocado vivir; las iniciaciones guerreras no son las ya mencionadas sapienciales y las artesanales tampoco son las guerreras.1
    Es más, sin el hecho real y efectivo de la Iniciación nada podría saberse ni entenderse acerca del hombre y la vida de esos pueblos. Y más aún: este acontecimiento grandioso por el que se obtiene el ser gradualmente y por intermedio del cual nos comprendemos a nosotros mismos y a nuestro papel en el mundo, es el que nos conecta con la realidad de otros planos de los que podría decirse son los específicamente humanos –y lo distinguen al hombre de especies más limitadas–, los que también explican la existencia del universo y la nuestra, pues incluyen la identidad del Conocer y el Ser, de cara a lo cual todo lo que no es el Conocimiento sólo es ilusión, o una forma del engaño y la mentira. Para la perspectiva tradicional si no fuera por la Iniciación en los misterios la vida no tendría ningún sentido.2 Y por cierto que ella no es para estas sociedades un simple formalismo de trámite o una alegoría, sino la posibilidad –la necesidad– real de conocer y revivir la cosmogonía original, la virginidad del comienzo, lo que otros llaman realización espiritual y que puede obtenerse a través del símbolo y del rito –y las prácticas de observación, investigación y estudio, conjuntamente con las de meditación, contemplación y oración del corazón– que no son meras convenciones o ceremonias, pues el educador, el iniciador auténtico, es finalmente el numen que se revela al ser humano, al que todo hay que enseñárselo puesto que todo lo aprende. ¿Quién instruyó al hombre sino el dios educador? ¿Qué sino el origen mítico –que se traduce siempre por hechos históricos, temporales o anecdóticos– y la irrupción de lo sagrado en lo profano justificaría la realidad del mundo y nuestra existencia, santificándola, haciéndola verdad? ¿Cómo podría mantenerse y reproducirse un pueblo que no estuviera fundamentado en el conocimiento auténtico de las cosas? La muerte a un plano de conciencia –tal vez pudiera decirse, a un grado de experiencia– y la resurrección a un plano mayor, en cuanto más amplio y universal al menos, están íntimamente ligadas a la idea de destrucción del pasado, de fin de las imágenes conceptuales del hombre viejo y renacimiento a otro mundo, el del hombre nuevo; y también con ideas de trabajo, disciplina, orden, sacrificio –que viene de sacrum facere, de hacer sacro–, o mejor, de autosacrificio, en relación con las pruebas que deben sortearse y vencerse en los ritos de iniciación y que obligatoriamente han de vivirse no sólo en la mera superficialidad, sino en la interioridad de la conciencia, para estar efectivamente en el camino del Conocimiento, de la intuición inteligente percibida de manera directa, es decir, para ser un iniciado o tener algún grado de iniciación.3 Si queremos comprender a los pueblos arcaicos debemos abordar el asunto de la Iniciación como hecho cosmogónico real, verdad reconocida en todas las culturas tradicionales y arcaicas, acontecimiento que provoca un comercio ininterrumpido entre hombres y dioses (fuerzas invisibles, espíritus, ángeles, monstruos, etc.) por intermediación de la colectividad como pueblo sagrado e iniciado en general, y en particular por la intervención de aquellos que se han dado en llamar ‘especialistas de lo sagrado’ (hombres de conocimiento, sabios, magos, chamanes, sacerdotes, jefes, adivinos, brujos, hechiceros, curanderos, yerberos, etc.) en los distintos niveles en que estos ‘especialistas’ se expresan de acuerdo y en virtud de sus conocimientos.

    Decíamos que una de las características comunes a todas las iniciaciones es la de las pruebas a que es sometido el aspirante. En la actualidad esas pruebas se producen con los adeptos que comienzan a avanzar en la vía del conocimiento, se transponen y manifiestan como contrariedades con respecto al medio, al que viven como alienado, falso e ignorante, y lo que es peor, un reflejo de la propia individualidad puesto que la programación que nos ha infligido es la misma que la nuestra. Por lo tanto, aquél que a través de una búsqueda empieza a encontrar las piezas sueltas de una cosmogonía como soporte de una ontología y una auténtica metafísica y compromete todo su ser en ello –puesto que las ideas son creadoras, generadoras–, ya se trate de lo intelectual, lo emocional y aun de lo instintivo, percibirá una reforma de su visión del mundo a la par que una conversión de la psiqué, lo cual constituye una renuncia a un mundo de imágenes falsas, parto harto difícil para los protagonistas. Que se encuentran con verdaderas pruebas existenciales e individuales dadas por la lucha entre una nueva lectura de la realidad que supone el verdadero conocimiento y otra vieja e ignorante que sin embargo conforma nuestra identidad de acuerdo a aquello que dice que se es lo que se conoce; a saber, que hay identidad entre el ser y el conocer. Por otra parte desenmascarar las equivocaciones y errores de ese medio ignorante, desemboca de una u otra manera en la marginación.

    Los ritos agrarios, y en general todos los mitos y símbolos vinculados con la naturaleza (y sus ritmos y ciclos), constantemente la sacralizan al tomarla como la manifestación del Ser y además, su esposa, reflejo invertido de la divinidad, en la que ésta se expresa de modo inmanente. En particular están ligados con la ronda de las estaciones: la paralización y anquilosamiento del invierno, el despertar mágico de la primavera, la riqueza fructífera del verano y la melancolía del otoño. Hay pueblos que no tienen sino dos estaciones, la lluviosa y la seca, como sucede con numerosos pueblos americanos; la primera está relacionada con la generación, en la segunda, por el contrario, muere la vegetación que es el alimento de bestias y mortales.

    Los dioses y sus peripecias están íntimamente vinculados a los acontecimientos naturales, pero los dioses, o la energía de los dioses, es la que se encuentra oculta en los fenómenos y no son éstos los que generan o ponen nombre a los dioses, pues hay una jerarquía evidente entre los espíritus creadores y las criaturas.

    El dios náhuatl del viento Ehécatl, por ejemplo, no es tal sólo porque sople el aire, ya que en una cultura arcaica todo está unido indisolublemente y esta agitación de la atmósfera está conectada con la respiración divina y también con la humana y con el hálito vital del hombre y el mundo, con la fertilidad y la conservación y destrucción regeneradora que se produce en la bipolaridad verano-inviemo, aspir-expir, y en varios otros pares de opuestos relacionados directamente con la vida y la muerte, o con la muerte y la resurrección, tan inmejorablemente ejemplificados por los ritmos naturales de la vegetación, sabiamente utilizados en la cultura del agro.

    Con esto queremos dejar aclarado que la Iniciación, que equivale a una regeneración, a un cambio de piel en el que se deja la ‘otra’ existencia, está íntimamente vinculada con estos ritmos naturales y por lo tanto con los agrarios, reiteramos, por ser éstos una exteriorización, o un modelo prototípico de creación de una nueva vida, a cualquier nivel que ésta se produzca. En este último sentido también el arrebato chamánico (inspiración divina) debe relacionarse con el aire en general y sobre todo vérsele como productor de vida y asimismo iniciador (psicopompos) de un proceso que el viento propicia y transmite, y que de seguirse el orden correcto, o natural, culminará con el nacimiento de un nuevo ser en la época adecuada, como sucede comúnmente con todos los frutos.

    Pero lo que verdaderamente ha estado siempre presente en estos ritos –lo que es claro en los misterios de Eleusis, para nombrar sólo un ejemplo– es que todas estas ceremonias evocan una muerte y una resurrección, vale decir que no sólo representan el nacer a un nuevo estado a partir de los temblores, miedo y agonía de un deceso, sino que ejemplifican cabal y nítidamente y de manera concreta el tránsito post-mortem del alma, o sea el viaje que el ser realiza al ‘más allá’ inmediatamente después de la muerte. Ha de reiterarse que los trances ‘chamánicos’ igualmente repiten esta experiencia, visualizada asimismo como un descenso a los infiernos, o al centro de la tierra, de la que emerge el iniciado como nuevo, reconstruido, y con una percepción regenerada de la realidad. Estos chamanes son a la vez psicopompos y su descenso al país de los muertos muchas veces se debe a la tarea de rescatar un alma perdida. En todo caso esta experiencia se ve muchas veces coronada por el éxito luego de una serie de aventuras en el otro mundo, de terribles peligros y obstáculos –entre los que se destacan unánimemente en toda América el cruce de un río y un puente como en otras tradiciones– lo cual reproduce simbólicamente el trayecto del alma en el proceso de Iniciación a los misterios cósmicos, ontológicos y metafísicos, o sea la navegación post-mortem hacia el país de los ancestros.

    Hay una dialéctica del dolor. Dios es Amor y necesita Amor. Ama y es Amado. El dolor surge entonces como un ansia de ese amor y la imperiosa necesidad de amar. Toda las tradiciones del mundo han conocido esa paradoja, esta inversión y complementación, esta analogía que liga indestructiblemente a todos los pueblos entre sí y constituye la dinámica del mundo. El dolor como forma de amor a Dios forma parte de la dialéctica de la creación y no sólo era practicada por la tradición judeocristiana, por los descubridores, sino también y en forma muy rigurosa por los precolombinos. Este tipo de sacrificio, muchas veces sangriento, adquiría su completo sentido en las pruebas de iniciación, donde el Conocimiento y la preparación a otras realidades y formas de percibir diferentes, auténticas y verdaderas, necesitaba de la propia esencia, del ser del iniciado.

    Aunque debemos advertir que por desgracia lo que más abundantemente subsiste cuando desaparece una auténtica tradición son los elementos más bajos, ligados con la brujería y la superstición, los que, por otra parte, coexistían con ella, aunque prohibidos y penalizados cuando se encontraba vigente, tal el caso de los quichés y los indios de la Verapaz donde los hechiceros eran castigados con la pena de muerte.

    Para finalizar diremos que si bien las iniciaciones sapienciales constituyen la máxima jerarquía en una gran civilización tradicional, eso no implica que esa iniciación, más perfecta desde el punto de vista de la complejidad de su pensamiento, rica en todos sus órdenes y refinada en sus concepciones y manifestaciones, sea de una clase mayor a la obtenida por otros grupos de una manera más directa. La filosofía se expresa en un lenguaje sucesivo y dialéctico y por lo tanto está más alejada de su objeto que la intuición directa que no necesita expresión en sí misma, que es precisamente lo que pretende la filosofía en cuanto metafísica. Cuando el hombre se consolida crea la civilización y construye sus templos en piedra, lo cual requiere conocimientos en arte, ciencia e industria, que han de ser enseñados y aprendidos en un largo proceso, pues se trata también en lo individual de la construcción del verdadero hombre, del templo interior. Esto lo proporcionaba gradualmente el Calmécac entre los aztecas, y por cierto que las iniciaciones sapienciales exigen ciencias y artes más complicadas que la simple transmisión de los mitos y secretos tribales de padre a hijo, o de maestro a discípulo. Lo que se conoce es lo mismo –al nivel que esto sea– pero el habitante de una civilización tiene una serie de nombres, valores y categorías para clasificar sus vivencias, mientras que el otro –encarnándolas también– no los necesita. Dependemos de las imágenes mentales que poseemos y si nunca hemos tenido idea de la filosofía griega y su lenguaje o la cultura “clásica” es inútil pensar que tendremos experiencias en ese sentido. Lo cual no quiere decir que la vivencia no sea la misma, expresada en un código o en otro, ya que en definitiva todas las lenguas son una sola lengua universal.

    NOTAS
    1 “Sin que pudieran ver a Viracocha, los muy antiguos le hablaban y adoraban. Y mucho más los maestros tejedores que tenían una labor tan difícil, adoraban y clamaban”. (Dioses y hombres de Huarochirí), manuscrito indígena colonial. Traducción J. M. Arguedas, México, 1975). Viracocha, dios educador, era el que había enseñado las artes a los hombres estableciendo así la comunicación cielo-tierra. Este es un bello ejemplo de invocación ritual por intermedio de una iniciación artesanal, particularmente si se toma en consideración que los textiles de la zona, en que se encontró este manuscrito, se cuentan entre los más bellos y perfectos del inundo. Es notoria la poca importancia que los cronistas coloniales prestaron a las artesanías como forma ritual y didáctica, como recepción y transmisión de conocimientos, aunque alaban las condiciones y la industria de los naturales y el Códice Florentino, verbigracia, ilustra claramente sus actividades. Los informantes indígenas de Sahagún equiparan a los alfareros (artífices-toltecas) a los sabios y maestros, en cuanto son creadores, dan vida a la masa informe. “El que da un ser al barro; de mirada aguda, moldea, amasa el barro. El buen alfarero pone esmero en las cosas, enseña al barro a mentir, dialoga ‘con su propio corazón, hace vivir a las cosas, las crea, todo lo conoce como si fuera un tolteca…”. Lo mismo sucede con los pintores: “El buen pintor; entendido, Dios en su corazón, que diviniza con su corazón las cosas, dialoga con su propio corazón”. (Texto traducido por Miguel León Portilla). Por otra parte, los motivos ‘decorativos’ artesanales no son creaciones populares como se suele creer, sino que constituyen diseños perfectamente establecidos y repetidos ceremonialmente, símbolos tradicionales reveladores de un pensamiento e idea cosmogónica.
    2 También la Iniciación, como se ha indicado, es equivalente al viaje de los muertos en el más allá y asimismo se la equipara con el recorrido de los astros por el inframundo y siempre se la asocia con pruebas y trabajos y como hemos señalado con muerte y resurrección.
    3 Los jóvenes incas escalaban un monte, el Huanacauri, como parte de sus trabajos iniciáticos; los indios de Estados Unidos se autotorturan en la célebre Sun dance; en toda Mesoamérica está presente la idea de atravesar uno o nueve ríos muy peligrosos como parte del viaje de ultratumba. Esto es común al pensamiento arcaico de todo el mundo, pudiendo observarse actualmente también en el pensamiento Tradicional Africano. En las iniciaciones de los indios del sureste de los Estados Unidos, tribus agricultoras y guerreras, los grados jerárquicos de conocimiento iniciático y crecimiento interior se marcaban exteriormente por medio de una incisión o tatuaje labrado en la piel. Cuando se le ponía el primer nombre al muchacho se le hacía la primera. Cuando se convertía en aspirante guerrero, en la adolescencia, se le practicaba la segunda. Y la tercera se efectuaba cuando había sufrido con éxito las pruebas iniciáticas de la guerra y era un hombre verdadero, al que se le ponía un nuevo y auténtico nombre. De allí en más las incisiones eran múltiples de acuerdo a la experiencia, habilidad y valor testimoniados en la batalla.

    El próximo año se cumple el V centenario del descubrimiento de América. Nuestra revista, aunque incluirá siempre material acerca de lo indoamericano, no quiere dejar pasar esta fecha sin señalar otra vez hacia la cuasi ignorada Tradición Precolombina y tratar de hacerla conocer a la luz de la Filosofía Perenne; por eso queremos publicar aquí un capítulo de Los Símbolos Precolombinos. Cosmogonía, Teogonía, Cultura. 
    Codex Borgia
    Códice Borgia, c. 1400.

    EL REDESCUBRIMIENTO DE AMERICA
    FEDERICO GONZALEZ

    Las tradiciones precolombinas son, quizás, las culturas que más se han estudiado y sobre las que más se ha escrito en el último siglo, en particular en el ámbito especializado (Antropología, Arqueología, etc.) pero las menos comprendidas en su integridad, salvo honrosas excepciones. Sin embargo, en la época actual se cuenta con muchísimos más elementos e información sobre ellas gracias a la “universalización” del mundo, producida por la eclosión de las ciencias de la comunicación, las que siendo duales, igualmente son capaces de brindar informaciones verídicas y utilizables como computarizar valores sin ton ni son.

    Re–descubrir América a quinientos años del viaje del Almirante Colón significa, a la luz de los medios y los valores actuales, comprender el gran mensaje que los pueblos que allí vivieron legaron a la posteridad, o sea, al género humano. Lo que ellos una y otra vez destacaron en sus culturas, símbolos y mitos que heredaron al futuro al vivenciar este Conocimiento cotidiana y ritualmente. Estas manifestaciones, expresadas por las distintas sociedades a lo largo y ancho del continente americano, sus usos y costumbres, sus ritos, las distintas conformaciones socioeconómicas y los diversos aspectos, incluso étnicos, pertenecientes a diferentes pueblos indígenas en el espacio y el tiempo, se afirma incluso en sus lenguas, en sus “filosofías”, en su concepción del mundo y el hombre, presente también en las innumerables muestras que van desde la escritura de sus códices y la realización de sus calendarios, hasta las adaptaciones culturales propias de la vida nómade, patentizándose en su poesía, escultura, orfebrería, tejeduría y cestería, etc., etc., todas ellas simbólicas.

    Es interesante destacar que muchas de estas culturas aparentemente muertas están vivas hoy día y siguen expresándose a sí mismas por medio de ritos y ceremonias que revelan su origen, a veces en un sincretismo cristianizado, o bajo el disfraz agradable del folklore, o en algunas de ellas, como lo han hecho desde siempre, tradicionalmente, según nos lo certifica el trabajo de los antropólogos actuales y las crónicas de la colonia, así como el relato de innumerables viajeros extranjeros, a los que hay que agregar la extraordinaria labor de los estudiosos de lo indígena en Europa y América.1

    Todos estos testimonios están a mano de quien quiera familiarizarse con ellos y lo único que se necesita para realizar una investigación de esta naturaleza es buena voluntad, interés y paciencia, armas con las que se podrá conquistar la comprensión de las culturas precolombinas, tanto en su carácter formal o sustancial de manifestación, invariablemente rico, admirable y sugerente, como en su realidad, es decir, en su auténtica raíz, en su esencia; lo que es comprenderlas de verdad, o sea, hacer nuestros esos valores, ese conocimiento que, como ya se ha dicho, nos legaron. También es comprender una sociedad tradicional e igualmente la mentalidad arcaica, origen de todas las grandes civilizaciones, entre las que se destaca la precolombina, a la par de las mayores conocidas que se hayan dado tanto en Occidente como en Oriente.

    Por otra parte, descubrir su cosmovisión, a veces análoga y a veces exacta a la de otros pueblos es -además de una sorpresa y como toda verificación cualitativa un placer- la prueba de que existe una cosmogonía arquetípica, un modelo del universo cuya estructura manifiesta lo que se ha dado en llamar la Filosofía Perenne, la que aparece de modo universal a pesar de los innumerables ropajes con que se viste en distintas geografías y tiempos. Fray Juan de Torquemada en su Monarquía Indiana (prólogo al libro VII) advierte con sagacidad:

          “Y no te parezca fuera de propósito, tratando de indios occidentales y de su modo de religión, hacer memoria de otras naciones del mundo, tomando las cosas que han usado desde sus principios, porque uno de mis intentos, escribiendo esta larga y prolija historia ha sido dar a entender que las cosas que estos indios usaron, así en la observancia de su religión como en las costumbres que tuvieron, que no fueron invenciones suyas nacidas de su solo antojo, sino que también lo fueron de otros muchos hombres del mundo”.2

    Relieve de Yaxchilán
    Tal vez la expresión Filosofía Perenne no alcanza a explicar a esta ciencia, razón por la que se le ha llamado también Religión Perenne y Universal; acaso esta última expresión sea aun menos clara que la primera y podrá producir equívocos… Se pudiera igualmente llamar Gnosis Perenne, o Cosmovisión Universal o Tradición Unánime, pero no es su nominación sino su contenido lo verdaderamente importante, lo trascendente. Sin embargo esta concepción del mundo común a todas las tradiciones verificables, que se manifiesta de un modo unánime (a pesar como se ha dicho de sus diferencias formales, las que hacen precisamente que cada una se destaque con sus valores propios que a la vez la distinguen y la identifican) no es conocida hoy en el mundo moderno sino por unos pocos, ya que no se enseña de manera masiva y oficial siendo además negada por las concepciones de este mismo mundo moderno, razón por la que el hombre contemporáneo, a la inversa del hombre tradicional, o sea al revés del hombre de todos los tiempos, ha desechado las energías espirituales y sutiles como componentes activos de la manifestación cósmica, siempre presentes en ella, y sólo se interesa por lo material y limitado de lo cual toma prolija nota estadística.

    Hay que aclarar que las analogías reales que poseen las distintas tradiciones entre sí, derivadas de sus concepciones metafísicas, ontológicas y cosmogónicas, no son meras coincidencias de forma y similitudes casuales, sino por el contrario adecuaciones de una misma realidad universal intuida (revelada) por todos los hombres de todos los lugares y tiempos; la que está fundada en la verdadera naturaleza del ser humano y el cosmos. De allí que esas filosofías sean auténticamente perennes y que revelen un pensamiento idéntico de distintas maneras, adecuado a circunstancias de mentalidad, tiempo y lugar. Igualmente es sabido que existen pautas que permiten identificar el pensamiento tradicional, su cosmovisión, su simbólica, su Imago Mundi, no expresada exclusivamente de modo lógico o discursivo. El hombre, como ente completo, incluye diversos grados de ser dentro de sí que exceden el racionalismo, y en ese sentido debe remarcarse la garantía que son los símbolos al respecto, como lo expondremos más adelante. Miguel León Portilla, en su libro La Filosofía Náhuatl nos dice:

          “En el pensamiento cosmológico náhuatl encontraremos, más aun que en sus ideas acerca del hombre, innumerables mitos. Pero hallaremos también en él profundos atisbos de validez universal. De igual manera que Heráclito con sus mitos del fuego inextinguible y de la guerra ‘padre de todas las cosas’, o que Aristóteles con su afirmación del motor inmóvil que atrae, despertando el amor con todo lo que existe, así también los sabios indígenas sacerdotes náhuatles, tlamatinime, tratando de comprender el origen temporal del mundo y su posición cardinal en el espacio, forjaron toda una serie de concepciones de rico simbolismo”.

    Es de hacer notar también que no sólo la tradición precolombina sufrió la incomprensión de su cultura, la que debía morir a manos de una tradición históricamente más poderosa: la europea cristiana, sino que la propia naturaleza del continente y sus habitantes fueron disminuidos sistemáticamente desde la conquista hasta nuestros días. Desde negar el alma de los indígenas hasta inventar acerca de las especies vegetales y animales americanas, como fue el caso de Buffon y algunos otros, los que atribuían debilidad a estas especies y las consideraban inferiores.3

    Pájaro y árbol de vida
    cruciforme. Yaxchilán.
    Desde la época del descubrimiento se tuvo en Europa una enorme cantidad de tabúes respecto al nuevo continente. Todos estos elementos generaban seguramente en la mente europea determinadas imágenes de atracción y rechazo por lo desconocido, incertidumbre, sospechas, temor y un fuerte impulso de negar todo aquello que no cabía dentro de sus esquemas mentales a los que otorgaba valor de verdad simplemente porque eran los propios y los del entorno cultural conocido. Era imposible con toda la sarta de prejuicios mentales y tabúes religiosos que poseían los descubridores que consideraran a los aborígenes y su cultura como algo que armonizara con su concepción del hombre y el mundo.

    Por otra parte su rol de conquistadores y misioneros, es decir, su función de evangelizadores y civilizadores, de hombres providenciales en suma, hacía imposible a priori cualquier intento de valorización de las culturas vencidas. Estaban, pues, condicionados por su tiempo y por el sitio geográfico de su nacimiento. Debe tenerse también en cuenta para el estudio imparcial de la Tradición Precolombina, que el período cíclico general en que se encontraban estos pueblos antes del descubrimiento era de decadencia al igual que el de la propia cultura europea.

    No debe culparse a los descubridores de su ignorancia de la Filosofía Perenne, o sea, del sentido real y auténtico de su propia tradición. El esoterismo cristiano había sido olvidado en España y la Inquisición era muy activa en ese tiempo. Como ya se ha dicho, el propio Occidente ignora hoy día el sentido metafísico y simbólico de su tradición.

    A raíz del descubrimiento las reacciones fueron muy distintas tanto en la península ibérica como en el resto del continente, de acuerdo a los países, los puntos de vista, los intereses y el grado de cultura de cada cual.4

    Por un lado, desde el punto de vista de los descubridores, debía encontrarse alguna justificación intelectual acerca de esas tierras y sobre todo de esas gentes nuevas; por el otro, debía asimilarse a esos pueblos bárbaros y salvajes a lo que era la civilización en ese entonces para los europeos. No había tiempo para tratar de entender al vencido y su lugar en la historia y en el continente sobre el que las otras grandes potencias ya habían comenzado a poner los ojos. Se impidió viajar al Nuevo Mundo a todo aquél que no fuese español. Quedó así sujeta América a España y por lo tanto partícipe de sus vaivenes ideológicos y también de sus desgarramientos y contradicciones. Estas últimas se presentaron en el nuevo continente protagonizadas por dos personajes prototípicos: el soldado y el sacerdote. El primero sólo interesado en el poder y los valores materiales, enemigo del indio, al que despreciaba y maltrataba tratándolo como sirviente. El segundo como protector de los naturales, interesado verdaderamente por ellos e incluso por su tradición, aunque con las debidas precauciones; tal el caso de numerosos religiosos cronistas, a los que hay que estar particularmente agradecidos por sus trabajos. Sin embargo, desde el punto de vista de la Filosofía Perenne, entre ellos no hay ningún sabio de la talla de aquellos numerosos que fincaban en las distintas ciudades y cortes europeas contemporáneamente, especialmente en Italia.

    Estos cronistas nos narran que una de las cosas que más repugnó a los descubridores, y a ellos mismos, fueron los sacrificios humanos. Estas prácticas, que hoy son tan difíciles de entender, han sido sin embargo comunes a todos los pueblos arcaicos y se han dado en todas las sociedades. De ninguna manera se intenta con esto “justificar” a esos pueblos que no necesitan de la “justificación” de nadie; más bien se pretende abordar el tema objetivamente, prescindiendo del criterio actual y de nuestro inevitable sentimentalismo, lo cual es propio de cualquier investigación seria. Estos sacrificios se han practicado también por egipcios, griegos y romanos, a saber: nuestros ancestros culturales. Entre estos últimos fueron prohibidos oficialmente por el senado sólo en el año 97 A.C. No solamente los celtas, germánicos y precolombinos conocieron estos sacrificios; aún se practican en algunas tribus africanas. Casi siempre estos ritos van seguidos de la ingestión de la carne (la energía, el poder) de la víctima. La sustitución del hombre por el animal o alguna otra especie vegetal se da igualmente en forma rítmica e histórica. Pensamos que no se puede juzgar a una sociedad arcaica con valores actuales dada la diversa mentalidad que los hace otros, y establece un abismo entre lo que imagina el hombre de hoy día que es él y el mundo, y la forma de vivir de un ser humano tradicional.
    Codex Vaticanus
    Serpiente bicéfala.
    Codex Vaticanus, 3733.
    Una de las causas de fondo por la que resulta difícil el estudio del pensamiento indígena es, sin duda, la pérdida paulatina del sentido cíclico del tiempo, que Occidente, a partir de una solidificación de su cultura, de la eclosión de las grandes ciudades (lo que supone un alejamiento de los períodos naturales), y una creciente individualización, transformó en un tiempo lineal y cronológico, mientras los arcaicos fundamentaron sus cosmogonías, y por lo tanto su manera de ser, entender y vivir, a partir de un tiempo reincidente que como una energía regeneradora está viva y siempre actuante conjuntamente con un espacio en perpetua formación.

    En efecto, el ciclo diario y anual del sol ha sido para los pueblos tradicionales una prueba de la armonía y complejidad de la máquina del mundo y de su industria constante. El mundo mismo (la máquina) cubierto por el ropaje de la naturaleza, cambiante con las estaciones, no es sino un símbolo del ritmo universal que antecede, constituye y sucede a cualquier manifestación. El misterio del ritmo, expresándose en ciclos y periodos, es la magia que subyace en todo gesto; y la vida del cosmos, su símbolo natural. El sol es entonces una de las expresiones más obvias de esa magia; en sus periodos marca con nitidez la regularidad del tiempo, el que procede según su arbitrio.5 En el año ordena las estaciones y regula los climas y las cosechas y de su gobierno depende la vida de los hombres. Es por eso el padre, palabra que designa tanto su paternidad omnipotente con respecto a la creación, como limita sus funciones al humanizarlas. Por detrás del astro hay otra energía que lo ha conformado y le ha dado funciones reguladoras que encauzan la vida de los hombres. Lo mismo sucede con las demás estrellas y con las manifestaciones naturales, hasta las más mínimas, lo que constituye un concierto de leyes y una danza de símbolos y analogías en un conjunto perfectamente intercomunicado en el centro del cual se encuentra el ser humano. El conocimiento de estas relaciones da lugar a la ciencia de los ciclos y los ritmos –otro de los nombres que podría darse a la Filosofia Perenne– la que se cristaliza en los mesoamericanos en su complejo calendario, instrumento mágico de relaciones y correspondencias numéricas y artefacto de sabiduría, con el cual se regían los destinos sociales e individuales.

    Para los pueblos americanos esa periodicidad solar era cuadriforme (sol de mediodía, sol nocturno y dos ocasos; solsticio de verano, de invierno y dos equinoccios) y esa estructura cuaternaria se hallaba presente en cualquier manifestación; a su vez cuatro eran los puntos límite del horizonte,6 y cuatro los “colores” o diferenciaciones básicas entre todas las cosas (recordar los cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra compartidos con la civilización greco–romana). Todo ciclo se divide, entonces, de modo cuaternario, y esta realidad conforma el modelo más sencillo del universo, producto de la partición del propio binario, o sea, su potencialidad (4 = 22). A estos cuatro puntos espacio–temporales hay que agregar un quinto, que se halla en el centro de ellos, constituyendo su origen y su razón de ser, asimilado al hombre y a su verticalidad como intermediario de comunicación tierra–cielo, o sea, entre dos planos distintos de la realidad. Este es el esquema básico de la cosmovisión precolombina. Alfredo López Austin afirma:

          “La superficie terrestre estaba dividida en cruz, en cuatro segmentos. El centro, el ombligo, se representaba como una piedra verde preciosa horadada, en la que se unían los cuatro pétalos de una gigantesca flor, otro símbolo del plano del mundo. En cada uno de los extremos del plano horizontal se erguía un soporte del cielo. Con el eje central del cosmos, el que atravesaba el ombligo universal, eran los caminos por los que bajaban los dioses y sus fuerzas para llegar a la superficie de la tierra. De los cuatro árboles irradiaban hacia el punto central las influencias de los dioses de los mundos superiores e inferiores, el fuego del destino y el tiempo, transformando todo lo existente según el turno de dominio de los númenes. En el centro, encerrado en la piedra verde preciosa horadada, habitaba el dios anciano, madre y padre de los dioses, señor del fuego y de los cambios de naturaleza de las cosas”.7

    Símbolo solar
    Códice Dresde
    También esta división cuaternaria presente en todo era válida para los grandes ciclos sobre los cuales tenían complejas y elaboradas teorías. Se puede, asimismo, aplicar su forma de ver y dividir con ella en cuatro la vida o desarrollo de cualquier pueblo: recolectores, nómades con agricultura incipiente, sedentarios agricultores y eclosión de las ciudades, lo que constituye el nacimiento, crecimiento, decadencia y caída de cualquier organismo social. Esto ha sido incluso protagonizado por sus culturas que, desde luego, no han podido sustraerse a estas leyes universales por ellos descubiertas, o mejor, reveladas a sus sabios y profetas. Nos dice J. Imbelloni:

          “La sucesión de los Soles es en América la imagen de los 4 ciclos vitales que se han sucedido en la tierra hasta el período presente. Al terminarse un ciclo vital, el Sol que le brindó calor y lumbre desaparece del cielo (al igual que los demás astros) y aparece otro Sol al comienzo de la Edad sucesiva. El intervalo está caracterizado por un periodo de tiniebla cósmica, un verdadero interludio sin vida, ni calor, ni luz, en el cual los hombres sobrevivientes a la última calamidad imploran angustiosamente que amanezca”.8

    Los ciclos de los que se habla, comunes a los precolombinos y a otros pueblos arcaicos, constituyen una Tradición Unánime y deben ser puestos en relación con ruedas que giran independientes y que cumplen su propio ciclo, o mejor, su período dentro de un ciclo, las que al engranar con otras –como sucedió con la Tradición Precolombina y la Cristiana– no tienen necesariamente que compartir la “evolución” de ese mismo período cíclico, como es fácil comprobarlo. Las culturas indígenas que coexistían con las grandes civilizaciones americanas no se encontraban siempre en un mismo período rítmico y por lo tanto estaban en un disímil estado de desarrollo. Pero esto no significa que estuvieran más o menos evolucionadas en el sentido que se le suele dar a ese término, o sea, como sinónimo de un progreso indefinido. Vivía cada cual una etapa de su historia como un hombre vive su infancia, su juventud, su madurez y su vejez, antes de acabar inexorablemente. Reiteremos: un ciclo mayor contiene a indefinidos menores, subdividiéndose estos a su vez. Una sociedad puede encontrarse ante una barrera de la historia y padecer su fin, su disolución en cualquier período evolutivo; tal cual un niño, un joven, una persona madura o un anciano pueden enfrentar la muerte en cualquier momento. Eso es lo que sucedió con la Tradición Precolombina, la que prácticamente sucumbió con el descubrimiento; sin embargo, puede reconstruirse su ser por medio de los documentos y monumentos que atestiguan su pasado, por sus símbolos que siendo arquetípicos aún están vivos y nos transmiten su manera de ver la Tradición Unánime, el modelo cosmogónico en acción a la luz de la Filosofía Perenne y Universal. Desgraciadamente los indígenas actuales al parecer únicamente conservan algunas formas de la sabiduría ancestral, y con el paso del tiempo hemos podido observar que aun estas se pierden al poseer solo un contenido emocional, cuando no supersticioso, o de tipo nigromántico, según el caso.

    Atlante. Chichén Itzá.

    NOTAS
    1 En términos generales los indígenas de hoy día practican la devoción como forma profunda de acercamiento a la deidad (bhakti yoga), influida directamente por el cristianismo y con numerosos resabios arcaicos.
    2 En el mismo sentido, Gonzalo Fernández de Oviedo Cronista Mayor de Indias escribe en su Historia General: “Y así me parece en la verdad que, de muchas cosas que nos admiramos en verlas usadas entre estas gentes e indios salvajes, miran nuestros ojos en ellas lo mismo o cuasi que habemos visto o leído de otras nasciones de nuestra Europa e de otras partes del mundo bien enseñadas”.
    3 Ver A. Gerbi, La Naturaleza de las Indias Nuevas y La Disputa del Nuevo Mundo, México, F.C.E. 1978 y 1982.
    4 Pero sin duda fue una revolución desde la perspectiva geográfica, o sea de la coordenada espacial que modificó las concepciones mentales que se poseían en ese momento y con las cuales aun los europeos se identificaban. Este tema de la modificación de la mentalidad europea y occidental por medio de la geografía y sobre todo la cartografía, cambió su concepción espacial (en un mapa están fijos los sitios, los que no eran anteriormente sino perfectos descubrimientos o redescubrimientos, en la dinámica del viaje) y la limitó, fijándola. Es sabido que las ciencias geográficas renacieron en esta misma época muy influenciadas precisamente por el descubrimiento de América.
    5 Muchos pueblos indígenas han vivido al terror como manifestación de lo sagrado, como un sentimiento o energía de la deidad y con ese criterio pueden aclararse muchos aspectos de sus culturas. En ese sentido, no siempre se contaba con la aparición del astro. Y el temor, asociado a la veneración y a su majestad y a la magia del ritmo ritual producía (o favorecía) estados muchas veces colectivos de catarsis, o de comunicación con las emanaciones invisibles. Estas eran particularmente notorias cuando el ciclo diario del sol combinaba con el anual, especialmente en el solsticio de invierno, y aun más cuando a esta coincidencia había que sumarle otra correspondiente a un ciclo mayor, como era el caso del período de 52 años (siglo) en mesoamérica.
    6 Lo que puede resultar curioso para alguien inadvertido es que espacio y tiempo coinciden en esta concepción cósmica tal cual sucede en la ciencia moderna a partir de Einstein. Sin embargo, dicha perspectiva no es sólo indígena sino propia de todos los pueblos tradicionales. Y el estudio de sus distintas cosmogonías, lejos de ser por este motivo tedioso, se enriquece extraordinariamente con las formas que toma cada tradición particular.
    7 Cuerpo humano e ideología. UNAM, México 1984, pág. 66/7.
    8 Religiosidad Indígena Americana. Castañeda, Bs. As. 1979, pág. 87.

    CAPITULO X COSMOGONIA Y TEOGONIA
    Se considera a Nezahualcóyotl, rey de Tezcoco, como uno de los herederos de la antigua tradición tolteca que, sin duda, de una u otra manera fue la matriz de la mayor parte de las grandes civilizaciones mesoamericanas conocidas actualmente.
    Ya nos hemos referido a la pirámide que mandó construir de ‘nueve andanas’ sobre las cuales estaba Tloque Nahuaque, el dios desconocido, el dador de la vida, aquél que no tenía segundo. Esa pirámide era sin duda no solamente un adoratorio, según la idea que hoy tenemos de ese término, sino también un modelo a escala del universo –como todos los templos tradicionales–, la manifestación simbólica de la cosmogonía heredada de la cultura tolteca. Volveremos sobre el tema a lo largo de este libro, aunque queremos destacar ahora otro asunto, el de la poesía de Nezahualcóyotl en cuanto ésta es también la expresión de la imagen del cosmos que poseía el rey-poeta. Refiriéndose a la deidad nos dice:

    “No en parte alguna puede estar la casa del inventor de sí mismo.
    Dios, es señor nuestro, por todas partes es invocado,
    por todas partes es también venerado.
    Se busca su gloria, su fama en la tierra.
    Él es quien inventa a sí mismo: Dios.
    Por todas partes es también venerado.
    Se busca su gloria, su fama en la tierra”.
    Este inventor de sí mismo es, por cierto, un artista creador:

    “Oh, tú con flores
    pintas las cosas,
    Dador de la Vida:
    con cantos tú
    las metes en tinte,
    las matizas de colores:
    a todo lo que ha de vivir en la tierra! Luego queda rota
    la orden de Aguilas y Tigres:
    ¡Sólo en tu pintura
    hemos vivido aquí en la tierra!”

    Esta concepción de la vida como la actividad del pincel divino se refleja en el hombre que:

    “En la casa de las pinturas comienza a cantar,
    ensaya el canto,
    derrama flores,
    alegra el canto.
    Resuena el canto,
    los cascabeles se hacen oír,
    a ellos responden
    nuestras sonajas floridas.
    Derrama flores,
    alegra el canto.

    Sobre las flores canta
    el hermoso faisán,
    su canto despliega
    en el interior de las aguas.
    A él responden
    varios pájaros rojos,
    el hermoso pájaro rojo
    bellamente canta.

    Libro de pinturas es tu corazón,
    has venido a cantar,
    haces resonar tus tambores,
    tú eres el cantor.

    En el interior de la casa de la primavera,
    alegras a las gentes.”

    Homologar el universo con una casa de pinturas –al igual que aquélla donde se guardaban los códices–, la biblioteca y pinacoteca divina, y al hombre como capaz de recrear el canto universal (ser su bardo o ministro), es una explosión de formas y colores, algo deslumbrante.1 Es concebir al mundo –y a nuestro paso por la vida– como una permanente obra de arte donde se proyectan indefinidas imágenes cambiantes, igualmente bellas y fantásticas, así estén coloreadas por la dicha o la tristeza, por el florecimiento de la paz o por la dramática batalla cósmica. José Luis Martínez escribe: “…la vida le parece a Nezahualcóyotl semejante a los libros pintados y el Dador de la Vida actúa con los hombres como el tlacuilo que pinta y colorea las figuras para darles vida. Pero, al igual que en los libros, también los hombres van siendo consumidos por el tiempo:

    ‘Como una pintura
    nos iremos borrando,
    corno una flor
    hemos de secarnos
    sobre la tierra,
    cual ropaje de plumas
    del quetzal, del zacuán
    del azulejo, iremos pereciendo.’
    nada puede hacerse contra ello, todos pereceremos, de cuatro, en cuatro, y esta vida fingida del libro que la divinidad pinta y borra caprichosamente es nuestra única posibilidad de existencia”.2

    La casa o templo de los cantos y pinturas es donde se vive lo sagrado, la energía de los dioses por medio de danzas, flores y colores, lo que equivale a decir, a través de la poesía, la belleza y las ciencias del ritmo como símbolos de los númenes que activamente configuran el universo del que esa casa o templo es un reflejo. Por otra parte los recitados, los cantos y las pinturas actúan conjuntamente en los rituales que dramatizan los mitos y actualizan las creencias y energías cosmogónicas al simbolizarlas, como piensan E. S. Thompson y Miguel León Portilla de estas ceremonias en las que se conjugaban la lectura de códices con recitados, tanto en la civilización maya como en la náhuatl, aunque, como es lógico, esta no fuese la manera exclusiva de invocación.

    Sin embargo, esta ‘casa’ o templo –esta caja teatral con sus personajes y escenografías, este escenario o tablado–, este espacio sagrado que es el cosmos, tiene una forma, una estructura que las construcciones de los hombres imitan; su base es cuadrangular y se lo visualiza o bien como pirámide de lados triangulares y escalonada cuando se quiere destacar la presencia de varios grados o planos de realidad en él –9 ó 13 cielos– o bien como un sencillo cono, como es el caso de las tiendas nómades indígenas o simplemente como cubos, así las casas cultuales de numerosas tribus, las que en los mitos y códices mayas se hallan rodeadas de iguanas gigantescas.3 Se debe enfatizar que para los precolombinos el espacio no es sólo algo estático, dividido en cuatro puntos cardinales fijos y ausentes, sino que está tan vivo como el tiempo, recreándose constantemente y constituyendo un elemento activo y permanente de la manifestación; los espíritus que lo conforman actúan a perpetuidad como energías implicadas en el proceso generativo donde se conjugan con las deidades del tiempo y sus cifras numéricas y los númenes del movimiento, divinidades pasajeras siempre presentes. Asimismo el sol no es algo fijo, sino que éste expresa distintos tipos de energía cuando nace (oriente), cuando está en su apogeo (sur-mediodía) o cuando se pone (occidente).4 Esta dinámica de reflejos o energías múltiples construye y destruye el cosmos perennemente y también lo equilibra, para conservarlo, constituyendo la dialéctica, la ley del ritmo universal que en las coordenadas de tiempo, espacio y movimiento se asemeja a una caja de espejos, o de sueños. Ometéotl, Dios uno y dual como el andrógino primordial platónico, el hermafrodita alquímico, la esfera ideal pitagórica, o las dos mitades del huevo del mundo egipcio e hindú, permanece impasible mientras se alternan estas dos energías, emanadas sin embargo de su cuerpo increado que no se inmuta ni transforma:

    “el Madre de los dioses, Padre de los dioses;
    el que está tendido en el ombligo de la tierra,
    el que está metido en un encierro de turquesas,
    el que está encerrado en aguas color de pájaros azules,
    el dios viejo, el que habita en las sombras del recinto
    de los muertos”.5
    La manifestación de esta suprema deidad –una y dual y, por lo tanto, trina– es el plano del mundo, el cuaternario, sobre el que asimismo ella actúa, sintetizándose en la quintaesencia, o punto central (lo que es claro en el signo de la cruz) el cual es simbolizado por el número cinco, que se convierte así en un módulo, en una proporción presente en todos los seres y cosas, medida arquetípica de la armonía universal. Estas ideas son el fundamento de la teogonía y la cosmogonía náhuatl y son también válidas para toda la tradición americana –con diferentes variantes secundarias como seguiremos viendo– haciendo la salvedad de que una teogonía no es una teología dogmática, así como la cosmogonía no es una cosmología en el sentido de una tesis ‘científica’ basada en la estadística, sino una simbólica, en la acepción real de esta palabra.

    De otro lado la comparación entre las diversas sociedades precolombinas y sus expresiones simbólicas es tan válida como la comparación de estas culturas con otras que no sean autóctonas y continentales. Ya los griegos y romanos que vivieron y fecundaron el pensamiento tradicional y coexistieron con otros pueblos y culturas de muy diversa naturaleza que la suya –piénsese en la multitud de influencias y formas religiosas y filosóficas que caracterizaron al Mediterráneo, antes y después de Cristo– daban como cosa normal hacer las transposiciones del panteón o de los símbolos de una civilización a otra y de ésta a una tercera, porque de este mismo modo habían procedido los seguidores de estas deidades o ideas, lo que equivale a decir que las asimilaciones se habían producido en forma espontánea, lográndose naturalmente las identidades y las equivalencias –adaptadas a un nuevo contexto, a una cultura surgente– que se tomaban como parte del desenvolvimiento normal de una sociedad y de las relaciones que en ella se producen. Comparaban distintos panteones y sus símbolos y registraban las distintas formas y nombres que las energías de lo sagrado, la deidad, asumía de acuerdo a los lugares, los tiempos y los hombres. Por otra parte los mismos mecanismos del pensamiento son asociativos y la comparación se produce instantáneamente, pues forma parte del discurso de la mente. Para establecer una proposición cualquiera cuya evidencia no es inmediata, la mente selecciona por sustitución un problema y lo relaciona con otro, y éste a su vez con un tercero hasta que llega a uno conocido –a través de este proceso concatenado y prototípico–, cuya verdad ya ha sido establecida con anterioridad, o se hace evidente, con lo cual se ilumina tanto la validez de la proposición en sí, como el conjunto –el contexto de una sociedad tradicional en este caso– en el que ella se efectúa.

    Es importante saber que la unidad cultural y lingüística de los pueblos indoeuropeos en sus diversas fases y transformaciones ha sido establecida con claridad –pese a la atomización de las formas– y este simple enunciado ahorra tiempo y zanja dificultades relativas a los problemas de interrelaciones culturales y tradicionales y despeja dudas y aclara conceptos que permanecían olvidados y que la ciencia moderna tal cual la conocemos siempre ignoró. Sin embargo también se crean nuevas dificultades puesto que si bien es cierto que la unidad tradicional del pensamiento arquetípico, la identidad de las Ideas –y por lo tanto de la cosmogonía y teogonía de civilizaciones que parecen tan dispares para los legos como la judía, la egipcia, la irania, la griega y la hindú– resulta evidente, no acontece lo mismo con las numerosas maneras que ellas toman en el desenvolvimiento histórico –que no es parejo en todas las tradiciones–, las cuales son las formas que asumen las ideas y los arquetipos para expresarse. Si mediante una metodología comparativa establecemos las mismas identidades prototípicas y simbólicas –y aun en sus manifestaciones secundarias– entre las civilizaciones y culturas indoeuropeas y las precolombinas, llegaremos no sólo a descubrir impresionantes relaciones formales sino a alterar nuestra concepción del mundo y negar la validez de las hipótesis pseudooficiales y pseudocientíficas en boga y sus juicios. Juicios que parten de una descripción dada de la realidad que han heredado sin saberlo, y que consideran propia, y aun personal, sin ser más que un paquete de tesis y opiniones fantásticas emitidas desde hace solo tres o cuatro siglos, a las que toman como si fueran el mundo mismo (vale decir, que confunden a lo que hoy se piensa del cosmos con lo que es el cosmos en sí),6 y a las que hacen multiplicarse sin ton ni son, desconociendo la posibilidad de un punto de vista distinto al suyo, que así se condena como algo sospechoso e ‘ilegal’ merced a sus prejuicios y condicionamientos; aunque éste se encuentre perfectamente documentado y sea accesible a todo aquél que se abra e interese en el tema, persona que, como sujeto de estas inquietudes, vivirá sus resultados como revelaciones ya que ellos disipan su ignorancia y brillan con la luz del Conocimiento, que, por otra parte, siempre se basta a sí mismo.

    NOTAS
    1 Curiosamente, el mazdeísmo da al paraíso el nombre de ‘mansión de los cantos’.
    2 José Luis Martínez, Nezahualcóyotl, Vida y Obra, Fondo de Cultura Económica, México, 1980.
    3 J. Eric S. Thompson, Historia y Religión de los Mayas, Editorial Siglo XXI, México, 1977.
    4 El tiempo para los precolombinos no es lineal sino cíclico, circular. En esto coinciden plenamente con todas las sociedades tradicionales donde el símbolo de la Rueda –imagen del ciclo que vuelve a su punto de partida– tiene un papel tan destacado, lo mismo que en los mitos asociados al ‘eterno retorno’. Prueba fehaciente de ello son los calendarios, que se repiten de manera invariable –como el ciclo de los planetas y el paso de ciertas estrellas–, aunque nunca de forma idéntica sino análoga, dada la cantidad de variables, posibilidades y nuevas coordenadas que se establecen de continuo en virtud de la inmensa diversidad de elementos, correlaciones y factores siempre diferentes que entran en juego en el drama cósmico y que hacen que una situación o un ser no puedan repetirse jamás de manera exacta, o sea en su misma forma o manifestación individualizada, pero sí como proyecciones de un arquetipo eterno con el que se corresponden e identifican.
    5 Códice Florentino, traducción de Angel Mª Garibay K.
    6 Es decir, se considera a una descripción de la realidad corno si fuera la realidad misma. Hay un documento que prueba claramente el nivel de conocimiento que tenía la mayor parte de los pueblos precolombinos a la llegada de los europeos. No se trata en este caso de sacerdotes que responden »a sus invasores, como en el episodio de los Tlamatinime narrado en el capítulo primero de esta obra, sino de un guerrero, Nicarao, que contesta a las admoniciones y juicios de González Dávila, primer conquistador de la actual Nicaragua, país que, por otro lado, lleva su nombre por este cacique. El hecho está narrado en la primera de las Décadas de Pedro Mártir de Anglería, conocido humanista del siglo XVI. Allí se da cuenta de un diálogo entre ellos, donde el conquistador, después de vencerlo, comenzó a amonestarle diciéndole que sería bueno que ya los indios no se hicieran la guerra entre sí, que dejaran de bailar y emborracharse, que obedeciesen de una vez al Rey de España que era todopoderoso y al Pontífice que era infalible. A lo que Nicarao respondió que la guerra no se la iban a dejar a las mujeres, y con bailar y emborracharse no le hacían daño a nadie. A continuación comenzó a hacer preguntas: ¿Cómo, si la religión de los españoles les prohibía matar, por qué ellos entonces mataban a los indios? Y más sibilinamente, y esto es lo interesante: ¿Tenían ellos acaso noticia del diluvio? ¿Habría otro? ¿Qué sucedería al fin de los tiempos: se destruiría el mundo o caerían los astros sobre él? ¿Cuándo cesaría el curso del sol y se apagaría junto con la luna y las estrellas? ¿Cómo eran de grandes los astros y quién los sostenía y hacía mover? ¿A dónde irá el alma después de la separación del cuerpo? ¿Tal vez el Rey y el Pontífice no se morirían por ser uno todopoderoso y el otro infalible? Y, además, cambiando de terna, ¿para qué querían tanto oro unos pocos hombres? Es evidente que el cacique que había perdido su batalla frente al español no por falta de valor sino por la diferencia técnica en el armamento, conocía perfectamente la ignorancia de los ambiciosos conquistadores y con despecho debía rendirse ante la fuerza de los que ya nada sabían de la cosmogonía y la teogonía universal, lo que demuestra una superioridad intelectual y espiritual del conquistado ante el conquistador, el cual no supo, es obvio decirlo, responder a sus preguntas. Este texto es citado aquí como ejemplo del conocimiento que sobre los problemas de la cosmogonía y la teogonía tenían los precolombinos, especialmente en una nación pequeña en la que no hubiera podido verse ninguna gran civilización.

    EL COSMOS Y LA DEIDAD
    FEDERICO GONZALEZ

    Ya hemos hablado del centro como quinta dirección diciendo que allí mora Ometéotl, el dios dual. En efecto, en ese punto se concentra la energía vertical que desciende y asciende entre los dos polos de un eje. Esa misma polaridad ascendente-descendente de energías va a repetirse en el plano horizontal conformando los propios límites del cuadrángulo, equilibrándolo, o entre los brazos de la cruz, dando lugar a las armoniosas tensiones de la figura, en donde la energía ascendente-descendente se desdobla oponiéndose por pares y manteniendo al centro como lugar de reposo, como punto de conjunción de las contradicciones y sitio de comunicación axial con otros planos o mundos; los cielos o grados superiores y los estadios inferiores, el infernus, el país subterráneo. Ubicado en ese eje inmóvil también está Xiuhtecuhtli como dios del fuego, en el sentido de que éste representa la energía central y constituye el principio simbólico original que –a través de su desdoblamiento y de sus oposiciones internas– genera la ronda alternada de los elementos, la guerra constante de las vibraciones y formaciones cósmicas. Ese mismo dios es el patrón del año o del siglo, lo que representa el fuego nuevo, o sea el nacimiento del tiempo que constantemente se regenera a sí mismo, siempre cambiante pero inalterable en su esencia, dios viejo, tan antiguo como la creación temporal que él mismo signa y origina por su actividad, conformando el plano horizontal donde se manifiesta la vida. Para los náhuatl nacer en la tierra es descender de la morada celeste original para vivir una existencia ilusoria cuyo verdadero sentido se realizará efectivamente cuando culmine como un ascenso a los cielos, operaciones ambas –la del descenso y el ascenso– que se efectúan a través del mismo eje central que está representado por el dios del fuego primigenio y del tiempo como encarnación de una energía dual original presente en todas las cosas –lo que repta y lo que vuela, el cielo y la tierra– cuya síntesis siempre renovada es capaz de generar el plano creacional por la oposición y la conjunción de su actividad y su reposo, es decir, gracias al ritmo alternado y dual del aspir y el expir universal que se expande hacia los cuatro rumbos del mundo –como flechas lanzadas por guerreros–, configurándolo, limitándolo.
    Ese principio original y central se expresa en forma dual en las cuatro direcciones del espacio, y asimismo en cuatro fases del tiempo y en cuatro modalidades de la materia, etc.,1 signando con esa marca cuaternaria toda manifestación de cualquier tipo ya que esa es la característica inherente a la expresión cósmica, lo que la define y en la que invariablemente se halla siempre presente la energía radiante del principio –el fuego original–, la deidad más antigua manifestándose por parejas, en forma dual. De allí que las deidades derivadas del Omeyocan se traduzcan en pares, en conjuntos o funciones masculino-femeninas que simbolizan y conforman el juego dialéctico del cosmos, las fuerzas centrípetas y centrífugas y su constante realización de la estabilidad y el orden por intermedio del binario y la complementación de opuestos que él ejemplifica. Así las duplas divinas abarcan la totalidad y se despliegan en la sacralidad evidente de la manifestación a la que sellan con los nombres de cielos, planetas y estrellas, tormentas, lluvias y fenómenos atmosféricos, energías de la tierra y la naturaleza, presentes en la fauna y la flora que, en general, rigen sobre los misterios de la vida y la santificación del hombre como gran protagonista del drama cósmico, en una escala descendente que va de lo más sutil a lo más denso, de los principios universales a las aplicaciones particulares, de lo aéreo a lo sólido, en una gama continua de transformaciones que poseen, sin embargo, idénticas estructuras, por lo que las deidades de la tierra –y las del inframundo–, por analogía, no dejan de tener las mismas características prototípicas que las celestes, razón por la que pueden considerarse un duplicado de aquellas, o ellas mismas a otro nivel de consideración o lectura, lo que en casi todas las tradiciones se ejemplifica con la relación de parentesco filial: padre-hijo, abuelo-nieto o dios viejo-dios joven. Este es el caso de la generalidad de los númenes precolombinos, que al igual que los de la ‘gentilidad’ destacaban de esta manera los aspectos pasivos y activos –a veces reunidos en un solo personaje– de determinados atributos divinos que en casi todas las formas tradicionales se extienden a los astros y a los números y a sus equivalentes proyecciones geométricas, códigos verdaderamente prototípicos y universales que nos permiten rescatar su idea de la cosmogonía y comprender su pensamiento. Esta concepción está también explícita unánimemente en las antiguas culturas americanas por la presencia mítica y simbólica de los gemelos,2 los que siendo dos han tenido origen en un mismo y único huevo, simbolizando la manifestación dual de un mismo principio, a veces presentados como hermanos enemigos que suelen guerrear significando energías opuestas –una activa, la otra pasiva, una lumínica y brillante, la otra opaca y tenebrosa– o compartir amigables aventuras; lo que describe el rechazo y la simpatía mutua, la atracción y la repulsión de aquello que siendo de naturaleza común tiene que vivir separado en dos géneros –como en el caso de la pareja humana– que dramáticamente se contraponen y se asemejan.

    Esta realidad está descrita con profunda intuición por A. López Austin,3 quien nos dice refiriéndose al concepto del eje del mundo entre los antiguos nahuas:

  • Crow

    SIMBOLOS NUMERICOS Y GEOMETRICOS
    FEDERICO GONZALEZ

    Para una sociedad tradicional el concepto de número difiere diametralmente del que acerca de él pudiera tener una sociedad profana como la nuestra. Esto debe subrayarse puesto que fueron las sociedades tradicionales las que crearon los números como conceptos de relación, que sus sabios e inspirados obtuvieron por revelación, mientras que la sociedad moderna sólo se ha aprovechado de ellos, tergiversando su sentido y utilizándolos exclusivamente para sus fines materiales, ignorando su auténtico significado, su verdadera esencia. En otras palabras, que los ha denigrado teniendo en cuenta sólo sus valores cuantitativos, negando las cualidades de los números, las ideas y los conceptos que ellos expresan. Por otra parte los contemporáneos tomamos a nuestro código numérico como una realidad ya dada, sin pararnos a reflexionar qué es lo que este sistema está manifestando. Los números expresaban y siguen expresando ideas. Conceptos metafísicos acerca de todo aquello que está numerado o que participa de las categorías de lo numerable, es decir, de aquello que es nombrable, finito y sucesivo. De otro lado, estas ‘numeraciones’ son la medida armónica de todas las cosas y la forma en que ellas se relacionan entre sí. Son pautas rítmicas, módulos y ciclos que generan –en cuanto conceptos– la ‘proporción’ y revelan las ‘cifras’ secretas del cosmos, de las que ellos son componentes activos. Es obvio que la unidad no responde a la misma idea que el binario o la tríada, y no manifiesta lo mismo, pero en la actualidad eso no se considera por la menguada visión horizontal y chata que de estos conceptos tenemos al considerarlos como simples factores de multiplicación cuantitativa. Apuntaremos además que esas numeraciones se refieren a distintas energías y a su intervención ordenada en el universo, pues ya se ha dicho que ellas testifican las interrelaciones de los elementos creativos –sus ondas, sus vibraciones– que se conjugan en el cuerpo numérico. Viniendo a un ejemplo bien sencillo diremos que hasta los menos dotados saben que no es lo mismo estar solo (uno) que en pareja (dos) o en triángulo (tres). El número obviamente altera nuestras relaciones con los otros y nuestro ser en el mundo pues interviene activamente en las situaciones como componente de las mismas al signarlas o marcarlas con su sello conceptual y vital. Sin embargo, en términos generales, al hombre de este siglo se le escapa hasta el más simple sentido de la idea de número y, de hecho, los más nunca han reflexionado sobre ello y no están interesados en el tema. Pero lo que sí llama la atención es que no sólo la masa común haya perdido toda noción de que el número es el signo de una cualidad que él representa y fija, de un concepto que él expresa de manera inequívoca, capaz de articularse y jugar con otros conceptos, sino que hasta los matemáticos actuales –que se supone especialistas– desconocen a la fecha su verdadera carga conceptual y se manejan con criterios cuantitativos, los mismos que los del mercado, aunque expresados en términos algebraicos, fundamentalmente aptos para lo comercial y material, pero no para el Conocimiento.
    La aritmética tradicional se corresponde con la geometría y los números con las figuras geométricas formando códigos simbólicos complementarios que manifiestan conceptos idénticos, correspondencias y analogías. Por otra parte en los tres primeros números se sintetizan todos los otros. De la unión de la unidad y el binario que es su reflejo, es decir, de la tríada, proceden los demás, y de este triángulo primordial derivan todas las formas. Hay también para las civilizaciones tradicionales una relación directa entre números y letras. Al punto de que para muchos alfabetos los números eran representados por letras y no tenían signos específicos. Este no es el caso de las antiguas culturas americanas que no conocieron el alfabeto, pero se quiere destacar esta correspondencia porque tanto el código alfabético como el numérico describen toda la realidad, es decir, todo aquello que es nombrable o numerable –en el sentido de ‘cifras’, medidas armónicas, ‘proporciones’–, en suma, la totalidad del cosmos, lo cognoscible.

    Esta tríada a la que más atrás nos hemos referido ha sido siempre considerada sagrada –como la unidad, el binario y en general todos los números– por sus mismas propiedades y atributos particulares que se manifiestan en su naturaleza trina, lo que de por sí es la expresión inevitable de un principio. A saber, un hecho arquetípico que se solidifica en una serie como representación de ideas y energías que se materializan de manera mágica, misteriosa, pero obedeciendo a leyes precisas y universales que los códigos numéricos y sus correspondencias geométricas simbolizan. Aunque estos módulos en su forma expresiva exterior no fueran los mismos que los de hoy, en que nos manejamos con la reciente notación arábiga, son idénticos los arquetipos a que ambos se refieren e iguales las leyes del cosmos –para todo tiempo y lugar– y uno solo el modelo del universo. Se verá entonces que la numerología occidental se corresponde perfectamente con la indiana, aunque esta última era corrientemente vigesimal –y por lo tanto también decimal– teniendo ambas como base común el número cinco. Diremos algo acerca de estos cinco primeros números de base, comunes a varios pueblos, pero sobre todo a indígenas y cristianos, que es el tema que ahora nos ocupa. Algo hemos adelantado acerca de la tríada, como forma o arquetipo básico, concepto presente en todas las cosas manifestadas, las que se generan por su multiplicación.1 También afirmamos que ella se produce de la amalgama de la unidad primordial con su propio reflejo y agregaremos que ese hecho, que se designa en forma sucesiva (1, 2, 3), es en realidad simultáneo y eterno, y de él proceden todos los números, o sea, todos los seres manifestados. Veamos ahora algo de la unidad y el binario, conceptos que se hallan en el fundamento y origen de toda civilización o cultura tradicional, entre ellas las americanas.

    La dualidad ha sido destacada en numerosas oportunidades como el motor fundamental de las creencias y culturas de los precolombinos. Esto es particularmente claro entre incas y aztecas si los tomamos como dos ejemplos de civilizaciones desarrolladas al arribo de los europeos. En la primera, Manco Capac y Mama Ocllo, equiparados al sol y a la luna, el oro y la plata, fundan conjuntamente el Cuzco, el cual se divide desde su centro en dos partes, una masculina y activa, la otra femenina y pasiva, a la que denominaron parte alta y parte baja y a las que nosotros equiparamos a la vertical y a la horizontal. En efecto, si consideramos dos energías simbolizadas por lo alto-bajo, una ascendente y otra descendente, encontraremos que hay un punto neutro, común a ambas, donde no existen las oposiciones. Ese centro o medio en el que se complementan los contrarios crea un plano (o mundo) donde esa conjunción ocurre, el cual es un reflejo de la unidad metafísica original que dio lugar a la manifestación de la unidad aritmética representada por el número uno o el punto geométrico. Ese punto o centro es el que genera el plano (o mundo) en cuestión –en este caso la civilización incaica– actuando en él como reflejo del eje invisible, o dicho de otro modo, de la energía activa y vertical que condiciona la recepción horizontal al copular con ella, creando así el plano (o mundo) referido, cuyos límites están dados constantemente por su misma progresión, que aunque puede considerarse indefinida está marcada por sus propias leyes numéricas que se suceden ad infinitum. El número cuatro signa pues la primera manifestación –acción de los tres principios ontológicos o primordiales en el universo (3 + l = 4), el plano creacional y sus limitaciones, gracias a las cuales puede constituirse cualquier ser u objeto, y es asimilado entonces al mundo y en particular a la tierra.2

    Debemos aclarar que toda esta producción dialéctica es sucesiva en cuanto a que la energía de la unidad, sumándose constantemente a la energía del número precedente, lo transforma en su cualidad aunque permaneciendo ella siempre presente e inalterable a lo largo de la serie numérica.

    Añadiremos que el cero es en aritmética un concepto que no sólo indica falta de cantidad o ausencia de determinación numérica, sino que sirve como un mecanismo de posición y de orden en las decenas, centenas, millares, etc., lo que permite gran ductibilidad en el manejo de las notaciones y facilidad en el cálculo de grandes unidades. Los mayas conocían el cero y utilizaban la notación posicional en sus cifras, salvo que su sistema era vigesimal en vez de decimal. En realidad utilizaron el cero mucho antes que en Europa ya que hasta el siglo VIII de nuestra era no se comenzó a usar el sistema de posición que hoy compartimos los contemporáneos, el que es de origen hindú, y fue difundido en Medio Oriente y Europa por los árabes –aunque su divulgación sólo se produjo entre el siglo X y el XII–, sistema que posee ventajas obvias con respecto a los números romanos. Es interesante recordar que el sistema de cuenta y cálculo por piedrecillas (o granos de maíz) de distintos colores o ubicadas en diferentes grupos, común a las tradiciones precolombinas y atestiguado por varios cronistas, es básicamente el mismo que aquél con el que efectuaban los pitagóricos sus ‘medidas’ y sus abstractas ‘especulaciones’.

    El binario se halla patentizado en el mito de la fundación de la ciudad azteca y en las manifestaciones de esta sociedad. Es sabido que a la llegada de los españoles el templo mayor de Tenochtitlan estaba coronado por un doble santuario, uno dedicado a Huitzilopochtli –pintado de rojo–, imagen del sol ascendente (de la tierra al cielo), del cenit, del sur y el mediodía, y otro a Tlaloc –pintado de azul–, dios de la lluvia, ligado al trueno, al relámpago, el rayo y el agua, deidad descendente (del cielo a la tierra), emparentada con los dioses de la fecundidad y la luna, númenes de la vegetación y la generación que sólo son posibles cuando las energías del sol y la lluvia –ascendentes y descendentes–, del cielo y de la tierra, del águila y la serpiente se unen sin exclusión.3 No insistiremos con ejemplos de la dualidad pues son innumerables en la tradición precolombina y el lector puede sacarlos por sí solo, pero sí queremos señalar la concepción del binario que posee la sociedad moderna, es decir, aquélla con que nos ha aprovisionado, el bagaje de nuestras convicciones, y su diferencia con la que tiene una sociedad tradicional. Respecto a esto diremos que la concepción tradicional no rechaza el mal o la energía descendente, subterránea u horizontal según diferentes terminologías, sino que lo acepta de acuerdo al conocimiento que posee de la cosmogonía y la teogonía, la cual testifica el reciclaje continuo de dos energías universales, fuerzas contrarias que no se excluyen y a las que incorpora como partes integrantes de la realidad y la vida, constituyendo entrambas –y en las relaciones mutuas a que estas fuerzas o principios dan lugar– un conjunto de módulos, de medidas, de emanaciones arquetípicas que en su ‘coagulación’ se manifiestan incluso fenoménicamente –y los dioses personifican de manera polifacética. Lo que es el caso, entre muchos otros, de la lucha de Tezcatlipoca como deidad nocturna y oscura y Quetzalcóatl como deidad diurna y luminosa, y asimismo entre este último y su gemelo Xolotl, a veces representado por una calavera, los que constantemente se hallan batallando entre sí, y equilibrándose de esta manera, como bien lo demuestra el perenne drama cósmico ejemplificado por el juego de tensiones existente en cualquier cuaternario, donde ellas se oponen por partida doble, dos a dos.4 Opuestamente, los contemporáneos nos hemos educado en un medio que siempre nos obliga a elegir entre bueno y malo y esto es la causa principal, la raíz, de nuestro condicionamiento. Agravado este hecho porque la única salida a la disyuntiva está dada por la elección de una pretendida bondad adjudicada a uno de los polos –monismo– con exclusión del otro al que no se considera siquiera, al serle atribuido un valor negativo por lo que no debe ser tomado en cuenta sino exterminado de cuajo, sin advertir que la primacía que otorgamos a uno de los factores de la dualidad bueno-malo está dada por valoraciones completamente relativas, circunstanciales o de interés puramente personal o grupal como son las ‘ideologías’, usos, costumbres, fobias y manías de la sociedad actual, canalizadas por medio de la nación, el estado, la clase, cuando no la etnia, a que necesariamente pertenecemos. Lo mismo sucede con lo bonito y lo feo, el gusto o el disgusto, lo provechoso y lo despreciable, todos ellos valores de naturaleza tan variable como sus contrarios, con los que pudieran intercambiarse y a los que se les atribuye una supuesta verdad definitiva y objetiva.

    El cuaternario como concepto de manifestación creacional, idea de generación y límite, o como forma de la tierra (figurada por el cuadrado o por la cruz), es básico en las antiguas culturas americanas, y queremos recalcar una vez más que esta última forma geométrica es equivalente al círculo (una cruz en movimiento genera una circunferencia) en cuanto una y otra simbolizan el mismo plano creacional, alternativamente en su faz estática y dinámica, en su contracción y dilatación, en su cristalización y expansión, asimiladas respectivamente a lo sólido y lo aéreo, a la tierra y al cielo, o sea que ambas constituyen figuras complementarias, como asimismo lo son el mundo (plano horizontal) y el hombre (eje vertical). En ese sentido, siendo el cinco el número del ser humano, como centro virtual de la irradiación cósmica, este número, multiplicado por el de la tierra o plano creacional, conforma el todo de las posibilidades manifestadas, el número veinte, medida o módulo ‘mágico’ común a diversas culturas y civilizaciones precolombinas.5

    Repetimos: el círculo y el cuadrado son símbolos análogos que han sido utilizados por distintas sociedades con el mismo objeto, o en una misma sociedad, alternativa o conjuntamente, vinculados al cielo y a la tierra como representación de las dos mitades del modelo cósmico. Por otra parte, los símbolos asociados al círculo y al cuadrado o derivados de ellos corren igual suerte y también se corresponden, como es el caso de la espiral circular –como representación de la evolución y la salida del cosmos– y la cuadrada, las que en lo volumétrico y en el simbolismo constructivo, son respectivamente los edificios del zigurat (sig-gurat, literalmente, monte) y la pirámide como posibilidad de un ascenso vertical, sucesivo y escalonado, revelado por la inmutabilidad de un eje, que es el centro y el origen de ambos monumentos. Sólo queremos destacar –y así finalizamos este capítulo– que para una cultura tradicional tanto las estrellas, como las piedras, plantas, animales y los hombres, juegan una partida de relaciones mutuas, una danza de sutiles posibilidades, que se complementan en la cadencia rítmica en que se desenvuelven y corresponden las unas y las otras marcando las pautas, las medidas de su interrelación, conjugadas en el número como síntesis del sentido arquetípico que estos ‘módulos’, ‘medidas’, ‘cifras’ y ‘proporciones’ conllevan. Y es sobre esta base conceptual que se han de estudiar las simbólicas aritméticas y geométricas precolombinas, e igualmente ser orientado cualquier trabajo en esta dirección.

    NOTAS
    1 Ver René Guénon, La Gran Tríada, Obelisco, Barcelona 1986.
    2 El número 4 es igual a 2 x 2 ó 22 lo que equivale a decir la totalidad de las posibilidades de la dualidad multiplicadas por sí mismas. Nótese que en las civilizaciones mesoamericanas esta progresión está simbolizada por el número 400, que es igual a 20 x 20, o sea, el equivalente a la serie numérica indefinida.
    3 Entre los mayas actuales se ha estudiado con respecto a la salud corporal el síndrome calor-frío, como oposición de dos contrarios presentes en la totalidad del cosmos –también señalados como seco-húmedo–, que deben complementarse para restablecer el equilibrio vital. Esta forma de medir la energía se extiende a distintos tipos de enfermedades, alimentos, hierbas, etc. y se transfiere a personajes, hechos y situaciones. Es autóctona y no deriva de la medicina hipocrática o de la árabe. Simplemente, como en tantas otras cosas, coincide con otras tradiciones en los conceptos arquetípicos.
    4 “Los canela, de la meseta que se eleva al sur de la desembocadura del Amazonas, tienen mitades matrilineales exógamas, una compuesta por los habitantes de la parte este del círculo del hábitat y otra por los del oeste. Durante el período de las lluvias se organiza una carrera entre niños de las dos mitades, a los que se pintan entonces de rojo y negro respectivamente; una de las mitades representa el este, el sol, el día, la tierra, el rojo y el período de la sequía; la otra el oeste, la luna, la noche, el agua, el negro y el período de las lluvias. Estas dos mitades que se reparten lo existente con la misma rigurosa coherencia que en las religiones iraníes y chinas, promueven con su actividad ritual el ritmo benéfico del universo y la naturaleza”. (Las Religiones en los Pueblos sin Tradición Escrita, Las Religiones de los Indios de América, colección Historia de las Religiones, Nº 11, Ake Hultkrantz, Siglo XXI, México, 1982, pág. 303).
    5 Con respecto al número nueve queremos destacar que por sus características intrínsecas y como elemento integrante de cualquier conjunto, introduce en él el concepto de circularidad, o cíclico. Lo mismo vale para sus múltiplos y submúltiplos.

    CAPITULO XV
    SIMBOLISMO CONSTRUCTIVO
    Las sociedades tradicionales han construido su ciudad, símbolo de su cultura, como una imagen del orden cósmico. La ciudad terrestre es una imitación de la ciudad celeste y su estructura está tomada del arquetipo eterno. El plano de la ciudad de los hombres ha de ser un calco de los números y medidas que rigen el universo y una manifestación ritual del plan divino que ejecutan los dioses. La ciudad y la cultura entera testimonian esta actitud y este conocimiento expresado a través de las leyes de la analogía, o de correspondencia inversa, establecen de este modo una comunicación con lo celeste, un vínculo entre un plano conocido y otro desconocido, entre los seres visibles y las energías de los númenes invisibles. De esta manera la ciudad –la comunidad– participa de esta relación en mayor o menor grado, puesto que se encuentra articulada a partir de un centro que es el encargado de establecer efectivamente este perpetuo fluir de las emanaciones sagradas que garantizan el orden y la cultura, y aún más: la vida. Este eje o centro es representado por el templo, o la casa cultual centro de la ciudad o aldea –o por el sacerdote, jefe o chamán en la comunidad– a partir del cual se estructuran todas las categorías.1
    Como se sabe, en la América precolombina, especialmente en Mesoamérica, la pirámide de punta truncada ha sido el templo por antonomasia y es su verticalidad escalonada, de mayor a menor, la que permite establecer contacto con los mundos invisibles y siempre presentes llamados cielos. El símbolo de la pirámide es exactamente equivalente al de la montaña, y de hecho muchas de las pirámides precolombinas fueron construidas a partir de montes naturales. Es pues la montaña –como el hombre– símbolo de la verticalidad, de la comunicación axial, y establece la relación cielo-tierra complementándolas. Está unión se efectúa en el corazón de la montaña, en la caverna, o en lo más oscuro y espeso de la selva y asimismo en el corazón del hombre.2

    En la simbólica del templo cristiano este lugar de encuentro y realización está representado por el sagrario –el sancta sanctorum hebreo– y es general que el monte y la caverna sagrada sean asimilados al templo y al tabernáculo (o a la cripta), respectivamente. Los egipcios, que también construyeron pirámides sagradas, ubicaban dentro de las mismas una serie de espacios o habitaciones verdaderamente funerarias donde se realizaban los ritos de iniciación; la casa cultual es pues fundamentalmente el espacio o lugar donde se produce la iniciación en el conocimiento. Es a partir de un eje central que establece la vinculación cielo-tierra (y también mundo subterráneo), como se realiza la vida de una cultura.3 Y lo mismo es aplicable al hombre ya que él como microcosmos es un templo hecho a imagen y semejanza del macrocosmos, templo divino o casa de Dios, y han sido análogos el plan y las leyes que cimentaron a uno y otro.

    En el caso del templo mayor de Tenochtitlan, corazón del pueblo azteca, el simbolismo mágico-teúrgico es evidente puesto que los templos y las construcciones que caracterizaban a esta ciudadela sagrada fueron erigidos en el lugar exacto donde los antiguos mexicanos recibieron los signos, las señales divinas que les ordenaban instalarse allí después de cincuenta y dos años de arduo peregrinaje. Este es un caso patente –como el de los incas en el Cuzco y otros comprobados históricamente en el área precolombina– de cómo se establece y se irradia una cultura en las constantes migraciones de la especie humana, y de qué forma sus estructuras simbólicas se pueden transponer al ser individual, en cuanto éste asimismo es capaz de establecer en un momento dado de su vida, a través de sus signos y señales propios, una vinculación directa con otros mundos, con diferentes planos integrativos de una realidad única, advertida por medio de sus manifestaciones de más en más sutiles e impalpables. Lo que equivale a la vivencia de estadios secretos del Ser Universal, y al conocimiento de una cosmogonía simbolizada en este caso por la pirámide de base cuadrangular y los diversos niveles que hay que ascender escalonadamente hacia la cima.

    Si proyectamos en el plano la figura volumétrica de la pirámide, obtendremos un pequeño cuadrado central y otra serie de cuadrados que lo circundan –en una serie numéricamente igual a los estadios piramidales–, desde lo interior a lo exterior, del centro a la periferia, de lo apenas virtual hasta el límite de su propia manifestación. Lo que simboliza la posibilidad del retorno a esa virtualidad misteriosa, impasible, por intermedio del templo piramidal escalonado desde la base hasta la culminación central o axial. Lo que configura un recorrido inverso si lo consideramos de acuerdo a la perspectiva del hombre que construyó el templo terrestre con respecto a la del Arquitecto Universal, el cual creó el plano celeste desde su Unidad a la multiplicidad de sus expresiones, mientras que el hombre –una de esas expresiones– debe ir de la manifestación a la inmanifestación, de lo creado a lo increado, de lo humano a lo suprahumano o divino. Esto es un retorno a los orígenes, a la fuente, a lo invisible que siempre se patentiza en obras. En otra parte nos hemos ya referido a estos temas,4 aquí sólo señalaremos que el templo o centro cultual,5 reúne las energías verticales con las horizontales, atrapando al tiempo sucesivo y fugaz en el espacio sagrado, siendo éste el recipiendario de las energías o vibraciones divinas, de lo eterno, para difundirlas en el plano de la tierra, en la horizontalidad de la comunidad social la cual se organiza de acuerdo a la proximidad o distancia que mantenga con él ya que éste constituye el símbolo de la receptividad, de la revelación de la sabiduría sagrada. El templo es la imagen viva del cosmos, la conjunción y la complementariedad de la tierra y el cielo dadas en el caso de la pirámide por el cuadrado de la base (tierra) y el triángulo de las caras (cielos). En algunas sociedades tradicionales este cielo es representado por un círculo o semicírculo que en la tridimensionalidad es la bóveda o cúpula que remata el cuadrado de base del edificio, aunque en ciertas tradiciones como la griega (e igualmente en algunas construcciones romanas y cristianas), también es la forma triangular alternándose con la circular la que corona puertas, monumentos y altares, siendo el triángulo y el círculo o semicírculo equivalentes y usados indistintamente como figuras del cielo,6 en contraste con el cuadrángulo de la tierra, aunque conformando con él un armonioso conjunto, una sola construcción equiparable al cosmos entero. Al respecto nos dice Torquemada citando las Etimologías de San Isidoro:

    “Antiguamente los gentiles sentaban los templos y moradas de sus fingidos en muchas maneras… pero en una sola cosa fue siempre estable y permaneciente que fue en darles cuatro partes, constituyéndoles cabeza y pies y brazos, diestro y siniestro… De esta manera edificaron, de los antiguos, los que mejor discurso tuvieron, sus templos; y en esta forma hallamos haberlos usado estas indianas gentes… De esta misma manera usamos, comúnmente los cristianos, el edificar las casas y templos de Dios….”7
    En Texcoco existía a la llegada de los europeos una magnífica pirámide-templo que constaba de nueve estadios simbolizando los nueve cielos –en la mayoría de los documentos esos cielos son trece, o se utilizan el nueve y el trece como equivalentes– o los grados sucesivos de conocimiento de la verdadera realidad del hombre y de la vida –que acuerdo al pensamiento tradicional es más invisible que visible– los que conformaban la cosmogonía de los pueblos náhuatl. Esta pirámide fue mandada construir por Nezahualcóyotl, un personaje-símbolo de la sabiduría precolombina, y constituía su orgullo y su legado.8 Esos nueve cielos tenían su contrapartida en nueve infiernos subterráneos, una especie de réplica invertida de aquéllos.9 Para el pensamiento tradicional americano, como ya lo hemos afirmado, la tierra es un plano cuadrangular que se prolonga en las aguas del mar y se une al cielo –las aguas superiores– en la línea del horizonte.10 Los astros, representaciones celestes de la deidad, recorren el firmamento desde un extremo al otro del horizonte muriendo en el occidente para volver a elevarse nuevamente por el este, lo cual es considerado como una resurrección. El período aquel en que el astro no es visible es tomado como una visita o un pasaje por el inframundo, por la tierra de los muertos.11 Esto es particularmente evidente en el caso del Sol, la Luna y sobre todo Venus y las deidades asociadas a estos astros cuyo mayor exponente es la figura de Quetzalcóatl, el Hermes americano, acaso el dios más importante del panteón indígena, el cual tomó diversos nombres según las lenguas y costumbres de los pueblos que lo conocían y veneraban según lo llevamos dicho. Lo mismo sucede con la tierra, que muere en el invierno y nace con las lluvias, y también con la vida y costumbres de una serie de animales que por ese motivo –por ser partícipes de la dialéctica de la deidad– son sagrados. Tal es el caso del colibrí que hiberna durante meses y efectivamente parece como muerto para finalmente renacer en toda su belleza, alegría y esplendor, y del salmón entre las tribus norteamericanas y canadienses del noroeste, que llegada cierta época del año emigra hacia el mar para volver a remontar los ríos contra corriente y desovar en su lugar original, completando todo un ciclo vida-muerte-vida, manifestado igualmente por la mariposa que sufre la transformación de lo terrestre en lo volátil y nace en la primavera, en la estación de las lluvias y la generación junto con las flores, todo lo cual, desde luego, está emparentado con las leyes de la construcción del cosmos y la ejecución permanente del plan divino que incluye una constante regeneración vital, lo que se encuentra íntimamente asociado con la iniciación en cuanto ésta instaura a través de un mecanismo análogo, vida-muerte-vida, el auténtico ser, el nombre verdadero, la increíble posibilidad de lo humano utilizando a la tierra como un soporte para el desenvolvimiento y desarrollo de esta potencialidad.

    NOTAS
    1 Fray Diego de Landa nos dice: “En el centro de la población estaban sus templos con sus bellas plazas, y en todo el rededor de los templos se levantaban las casas de los señores, de los sacerdotes y de las personas más importantes. Después venían las casas de aquéllos que eran tenidos en la más alta estimación, y en las afueras de la ciudad se encontraban las casas de las clases más bajas”.
    2 También el árbol participa de esta simbólica de pasaje axial y por eso se lo llama árbol de la vida. En las culturas mayas ciertos personajes míticos suben por su tronco y se pierden en el cielo de su follaje transformándose en otros seres, mayormente en monos.
    3 Ya hemos afirmado que ciertas tradiciones dividen el espacio vertical en tres estadios a los que denominan cielo, tierra y atmósfera o mundo intermediario. Otras llaman a estos tres planos cielo, tierra e inframundo. Ambas divisiones en tres mundos son equivalentes y homologables y se refieren en el simbolismo vegetal del árbol, a copa, tronco y raíces.
    4 Federico González, La Rueda, Una Imagen Simbólica del Cosmos, Symbolos, Barcelona, 1986.
    5 En ciertos grupos la casa habitación cumple esta función: el ara, el altar, es el hogar, el fuego que transformado en humo (incienso) sale al exterior por una abertura practicada en la cúspide es el motor de las transformaciones. El pater familiae es el sacerdote, o su mujer la sacerdotisa.
    6 Esto tiene también razones numéricas para que así sea; nueve es el cuadrado de tres.
    7 Monarquía Indiana, Libro VIII, Cap. III.
    8 Fernando de Alva Ixtlixochitl, Obras Históricas (U.N.A.M., México 1977), p. 126.
    9 Obsérvese la correspondencia con lo descrito por Dante en La Divina Comedia. Esta similitud es particularmente significativa ya que la cosmología dantesca es la concepción tolomeica, cristiana y medioeval y corresponde más que a una visión geocéntrica a una ubicación antropocéntrica. El sacerdote católico M. Asín Palacios ha destacado la íntima semejanza entre La Divina Comedia y la cosmología islámica expresada por el sabio Ibn al-Arabí. Otros críticos han ampliado estos comentarios relacionándola con la Cábala hebrea y con las concepciones iranias y budistas. A todos estos comentarios no les falta razón aunque están encarados desde el punto de vista de las influencias históricas y fuentes originales a las que, por otra parte, Dante no tuvo acceso directo. Lo mismo sucede con las simbólicas precolombinas ya que La Divina Comedia fue escrita casi dos siglos antes que el descubrimiento de América. En realidad lo que estas concepciones unánimes manifiestan es la unidad de la doctrina tradicional, expresión simbólica de la cosmogonía siempre presente.
    10 Para la cosmogonía eran trece los señores del día y nueve los señores de la noche (o inframundo). A los nueve dioses diurnos y celestes les agregaban los cuatro que corresponden a los puntos cardinales. O sea, los marcados por los límites del espacio en la línea del horizonte, el plano cuadrangular de la superficie de las aguas –que servía de permanente contacto entre el mundo de la luz y el de la oscuridad. Según esto, los trece señores de la luz se dividen en nueve celestes y cuatro terrestres. En correspondencia y de forma invertida con los nueve celestes se encuentran los nueve del inframundo, separados por el plano cuadrangular de la tierra. Para los nahuas la pareja creadora primitiva había engendrado cuatro hijos que habitaban los cuatro rumbos de Tlactípac, la superficie de la tierra, y habían formado los cielos y los dioses que rigen los niveles subterráneos.
    11 La kiva, templo y lugar de iniciación de gran parte de las culturas norteamericanas, tiene su entrada por el techo sobre el nivel de la tierra y por ella se desciende hasta el fondo del recinto situado bajo el nivel terrestre, símbolo del inframundo, siendo su salida la misma que la entrada pero ahora en recorrido ascendente o cenital.

    PLANTAS Y ANIMALES SAGRADOS
    FEDERICO GONZALEZ

    Nuestro propósito en este capítulo sólo es tratar de hacer una rápida descripción de ciertas plantas y animales sagrados de carácter simbólico, y por lo tanto altamente significativo. Para comenzar, afirmaremos que todo es sagrado o mágico en una sociedad tradicional o arcaica, pero ciertos símbolos vegetales y animales; tienen en estas sociedades una carga que los distingue como energías específicas y diferenciadas de las otras. No en vano estas plantas y bestias están asociadas invariable y unánimemente con determinadas deidades a las que representan. Nos interesa, pues, el valor que tenían estos símbolos de la naturaleza para la mentalidad precolombina y su estrechísima relación con la cosmogonía. Igualmente nos interesa hacer una somera ilustración sobre algunas plantas y animales americanos, los que permitieron no sólo por su utilidad material, sino también por sus intrínsecos valores míticos y simbólicos, la creación y conservación de las culturas indoamericanas, muchas de las cuales se encuentran vivas aun físicamente por el culto heredado a estas deidades.

    Como sabemos, los indios de América representaban a sus númenes bajo formas y rasgos de plantas y bestias. Esto indica el grado de sacralización que tenían esos elementos en la sociedad respectiva y el papel que jugaban en la comunidad. Aun de manera literal esos vegetales y animales eran sagrados y revelaban la presencia de la divinidad en el mundo. Se trataba de teofanías, o sea la manifestación de la deidad a través de un ser o cosa cualquiera, en este caso una especie vegetal o animal que encarnaba determinados atributos divinos. Energías mágicas y misteriosas que cada ejemplar de la naturaleza posee en sí y despliega en el espacio, comunicándolas. Por cierto que esta concepción es válida para toda la América precolombina y sólo varían los animales o las plantas que sirven de vehículo a esas energías cósmicas (celestes, terrestres o del inframundo), ya que tal animal puede ser suplantado por este o aquel otro, así como tal o cual bebida ritual puede ser el producto de esta o aquella planta, pues a diferentes formas geográficas y distintos climas y alturas corresponden diversas especies botánicas y zoológicas, aunque debe señalarse que siempre el sentido esencial de los símbolos, los ritos y los mitos permanece idéntico a pesar de presentarse algunas veces de manera múltiple y aun aparentemente disímil.
    Existen algunos elementos constantes en toda la extensión de la América precolombina referidos a las especies botánicas y zoológicas. Por un lado tenemos los símbolos, ritos y mitos relacionados con el cultivo del maíz, que como se sabe era un dios para la mentalidad indígena (recuérdese también que para los mayas el hombre del tiempo actual, el hombre de hoy, fue hecho de maíz). De otro, la presencia de tres animales-símbolos que aparecen también en el Viejo Mundo y que suelen acoplarse en un solo complejo. Nos referimos al águila, la serpiente y el jaguar (tigre); a estas constantes nos referiremos posteriormente. El tabaco es otra planta sagrada y ritual utilizada en la totalidad de las culturas americanas. Muchos ejemplos de la sacralidad de la flora y la fauna se encuentran por doquier en la bibliografía de los temas precolombinos y por cierto que esta reverencia del aborigen americano no se debía a una interpretación animista o exclusivamente a un temor supersticioso y menos aún a una devoción de esclavo por aquello que le daba el sustento material, sino a un respeto debido a la sacralidad de la naturaleza como expresión directa del acto creacional del que él mismo era partícipe. Las civilizaciones tradicionales y los pueblos primitivos han tenido una imagen bien diferente de lo que hoy entendemos por el término naturaleza. No se trata de la deificación, en términos modernos, de lo natural; de un ‘naturalismo’ ni de un ‘animismo’ que sería su ‘lógica’ consecuencia. Los pueblos precolombinos como todos los pueblos tradicionales ven en el mundo y en la naturaleza una imagen de Dios, una irrupción perenne de lo infinito en lo finito y en la obra de la creación una constante teofanía.

    El hombre arcaico no se siente solo ni aislado en la naturaleza ni pretende ser su propietario. Los animales, las plantas y hasta las piedras, así como los ríos, lagos y lluvias constituyen parte de su ser. Igualmente lo es el firmamento con sus variadas formas y las épocas y ciclos naturales de vida, muerte y resurrección ejemplificados por las estaciones del tiempo y los movimientos de los astros, a saber: la vida misma como un ritual perenne y una interrelación o entrecruzamiento de energías constantes, horizontales y verticales, espaciales y temporales. Razón por la que el mundo entero es un código que puede entenderse y leerse tanto en las configuraciones del cielo como en los símbolos que son las plantas y los animales. Sin duda, el símbolo vegetal más claro es el del árbol, o la planta en general, como representación de las energías cósmicas. Copa, tronco y raíces constituyen sus niveles aéreo, terrestre y subterráneo, equiparables a cielo, tierra e inframundo, como ya lo hemos indicado. Por otra parte, la planta, o el árbol, es un símbolo axial y vertical capaz de conectar estos diferentes niveles o mundos entre sí, y por lo. tanto un medio de comunicación, un vehículo entre cielo y tierra. Pero no sólo la planta es un signo claro y lleno de contenido, también lo es la agricultura, o sea el cultivo de las mismas y las etapas procesuales de su siembra, desarrollo y fructificación, las que también conforman un conjunto de símbolos, de secuencias ligadas a la idea de vida-muerte-resurrección presente en todos los mitos y ritos agrarios. La planta de maíz ocupa en este sentido una situación central puesto que ensamblada en el meollo de las culturas americanas cumple una función esencial en el complejo mundo precolombino ya que es un testigo evidente del reciclaje e interacción constante de las fuerzas cosmogónicas, de las energías descendentes y ascendentes que se concentran en la semilla y se despliegan en la planta y su fruto: la mazorca. En otros términos, podría hablarse de una conjunción de principios o elementos. El agua evidentemente se expresa por las lluvias al igual que el aire por el viento. El fuego presta su calor para que se genere la simiente en la matriz de la tierra. Igualmente en lo vinculado a los estados de la materia a partir del calor del fuego: sólido, líquido y gaseoso. Esta constante rotación y conjunción de opuestos se encuentra siempre presente en una concepción tradicional o arcaica. Por lo tanto el entero mundo y cualquier entorno se halla animado por espíritus invisibles que se expresan mediante símbolos y fenómenos visibles. En ese caso el alimento que se obtiene de la planta es también sagrado y por lo tanto un manjar nutritivo excelso, a tal punto que es fuente de vida para el hombre. Una planta mágica, o Arbol de Vida arquetípico que lo da todo continuamente sin esperar nada, verdadero regalo de los dioses a los humanos, quienes extraen su existencia de este sustento divino. Se comulga con la divinidad cuando se come el maíz y la preparación de los distintos alimentos que con él se fabricaban antiguamente se efectuaba –y aún en algunas partes se efectúa– de modo ritual al igual que las etapas de su siembra y recolección.1

    La vida entera es para la mentalidad indígena un rito continuo, un show que cuenta entre sus protagonistas al sol, la luna y el séquito de planetas que en movimiento constante producen el día y la noche, las estaciones del año e influyen directamente en la vegetación y en sus cosechas como símbolos de las energías macho-hembra, activo-pasivo, cielo-tierra, lo que lleva a la fecundación prohijada por los dioses intermediarios y atmosféricos: el trueno, el relámpago y el rayo. Sus ritos, mitos y símbolos son, pues, emulaciones de esta danza que bailan los dioses, cuya expresión en el plano de la tierra es el despliegue espacial de lo manifestado. Las perpetuas demostraciones de la fertilidad y generación de la naturaleza son un constante asombro para el indio tradicional que reverencia en ellas la presencia de la sacralidad en cuya familiaridad vive de uno u otro modo sumergido. Sin embargo cada una de estas plantas significa una energía mágica y específica y desde ese punto de vista cumple una función diferente a las otras, es utilizada para distintos usos, porta su propio mensaje y es parte integral de la vida del hombre.

    No hay en la mentalidad indígena un límite preciso entre el individuo y la naturaleza (tampoco entre lo natural y lo sobrenatural) en razón de la anteriormente enunciada interrelación e interdependencia de todas las cosas (entre ellas también dioses y hombres), realidad evidente y rasgo común a todos los pueblos y hombres tradicionales, los cuales no ponen énfasis en la individualidad de sus concepciones o personas sino en la universalidad del conjunto del que son parte constituyente, y viven en el perpetuo asombro del devenir y en la certeza de la trascendencia de un Gran Espíritu que se manifiesta por la totalidad de la naturaleza como imagen y expresión de lo sobrenatural.

    Con respecto al símbolo animal diremos que éste es utilizado en todas las culturas y civilizaciones tradicionales conocidas, muertas o vivas. Para el propio Occidente el Zodíaco está compuesto de varios signos animales al igual que los calendarios mesoamericanos.2 En el Cristianismo la asimilación de Jesús al pez, al cordero, al pelícano, etc. es frecuente. En forma invertida hay animales que son tabú en el sentido más estricto de este término y consecuentemente está prohibida la ingestión de sus carnes. Ejemplo de esto es el cerdo para las tradiciones judía e islámica.

    Tampoco es extraña a las tradiciones indígenas la idea de que formamos parte de un animal gigantesco que abarca la totalidad de las cosas, tal cual Itzám-Ná, dios de la mitología cosmogónica Maya, según ya lo hemos expresado. En otras culturas americanas se repite esta imagen. También que los animales representan una energía llamada ‘dueño’ –o señor– de los animales.

    Los animales-símbolos se refieren a determinadas energías cósmicas. Para la simbólica precolombina este es el caso del complejo águila-serpiente-jaguar, y su integración en determinadas concepciones como la serpiente emplumada (dragones con alas y tigres, o leones alados, son frecuentes en varias tradiciones). Podríamos decir que en una cosmovisión como la indígena estas energías se interrelacionaban promoviendo el equilibrio armónico del mundo a través del desequilibrio y la desarmonía de las partes, o fuerzas.3 El equilibrio de energías debía, a toda costa, establecerse a como diera lugar, aunque fuese por medio de la guerra. Eso explica las órdenes de caballeros águilas y jaguares o halcones y pumas en México y Perú, y las batallas rituales que llevaban a cabo (la ‘guerra florida’ mesoamericana), pues ellas eran símbolos de las fuerzas cósmicas en continua interacción y por lo tanto en constante oposición y fricción. En términos generales el águila representa las posibilidades de lo aéreo y celeste; la serpiente al elemento intermediario o tierra (aunque hay que remarcar la existencia de una serpiente celeste); el jaguar es asimilado invariablemente a las energías bestiales, al punto de hacer de él un dios del inframundo. Sin embargo la piel del jaguar es igualmente el firmamento y sus manchas son las estrellas, las que a su vez son los ojos de los animales invisibles de la noche. Igualmente en la piel de la serpiente mesoamericana están inscriptos todos los secretos cosmogónicos (como en el caparazón de la tortuga, para los chinos) y por lo tanto es un símbolo sagrado evidente. Esta interrelación entre animales terrestres, del inframundo, y bestias celestes es clara en las tradiciones americanas y parece como normal y establecida. Eso se debe a que para los precolombinos los dioses del cielo y los del inframundo son los mismos, pero invertidos, y descienden y ascienden por un idéntico eje vertical. Los hindúes pensaban de igual modo puesto que los asura, no son sino devas ‘caídos’. En igual sentido se expresan las angeologías judaica, cristiana e islámica.

    Para los Aztecas la diosa Xochiquetzal, encarnación del amor, la vegetación, las flores y la fecundidad, habitaba en el noveno cielo, el Tamoanchan o paraíso mítico. Era la esposa o contraparte femenina de Tlaloc, dios de las aguas. Como lluvia descendía a lo más hondo de la tierra, a la descomposición y transformación que caracteriza al país de los muertos, mundo subterráneo donde reina Tezcatlipoca, el cual la rapta, para liberarla luego restituyéndola a su morada celeste.

    Es, pues, una diosa descendente-ascendente, a la que también le toca representar el papel gestor de la fecundación de la tierra por las aguas y la del constante reciclaje de la vida simbolizada por la regeneración de la naturaleza patentizada también en todos los ritos agrarios.4

    Esta relación entre cielo-tierra, tierra-cielo, se establece por intermedio del aire, la lluvia y otras deidades atmosféricas y de la tormenta (trueno, rayo, relámpago) directamente ligadas a ellos. Debe señalarse al viento como transformador y emisario de la resurrección vegetal. Pero de ninguna manera son sólo eso las deidades correspondientes al viento. El aire también transporta el sonido e igualmente el polen y las semillas de las plantas. Pero por sobre todo es el símbolo del espíritu, el aliento, o el soplo vital, e inclusive de la palabra, y en este sentido debe recordarse al verbo como vehículo creacional y generativo, presente en numerosas tradiciones universales y también mencionado en varias de la América Antigua, especialmente cuando se comprende que ese verbo no es otra cosa que el logos griego. En todo caso, el viento como gestor de la fertilidad de la tierra interviene perennemente en el acto creacional, precediendo a las lluvias que son su consecuencia.5

    Entre los animales sagrados indoamericanos deben destacarse especialmente las aves por su contenido mítico y ritual. En efecto, las representaciones de aves simbólicas y en particular la utilización de sus plumas tanto en tocados corno en otras manifestaciones de la vida cultural, se encuentran extendidas en toda la superficie del continente. Es conocida la importancia de las plumas de águila entre los indígenas de Norteamérica y México, y las de los lujosos animales tropicales en Centroamérica, el Caribe y la Amazonia. Esta presencia e importancia de la pluma es notoria en el sur del continente, y se le suele asociar con la belleza, a la par que con el arrojo de las actividades guerreras, e ideas de vuelo y pensamientos imaginativos o sublimes, lo que es claro en el ejemplo de la flecha. Debe decirse aquí que esta arma no está vista sólo como artefacto apto para la caza o la batalla –actividades que son sagradas para un pueblo tradicional y arcaico– sino como símbolo intermediario o mensajero entre tierra y cielo, función expresamente atribuida a las aves y pájaros en general, y por extensión a todas las plumas, como las que dan direccionalidad al vuelo de las flechas. Para la mentalidad precolombina estas últimas son capaces de fecundar la tierra, por lo que las gotas de lluvia que el viento promueve son asimiladas física y metafísicamente, como en otros pueblos, al semen celeste.

    Por otra parte, la simbología zoomorfa es fundamental para la mentalidad indígena que ve en los animales vehículos o intermediarios entre el hombre y el espíritu y por lo tanto vínculos entre el ser humano y la deidad, a los cuales pueden dirigirse súplicas por su propio carácter. Inversamente los númenes se expresan por su mediación y ellos son portadores de mensajes, los que se reciben en visión o en la simple vigilia. Los animales guardan en su intimidad algo de la pureza del que los creó y en ese sentido se encuentran cerca de Él, y el hombre puede aprovechar su energía para establecer relaciones a su través con aquél que ellos inversamente representan, ya que ellos son sus mensajeros y en sentido doble su función mediadora. Esto da lugar a una afinidad hombre-animal-dios, a tal punto que estos animales se identifican, por un lado, con ciertos aspectos de lo divino, y por otro con características humanas, a tal punto que los mismos indios consideran en sus tradiciones la existencia de un ‘doble’ o ‘alter ego’ animal: el nahual.

    El Maíz

    “Cuando no había aún cielo ni tierra; cuando el mundo estaba oculto, cuando no habla cielo ni tierra, el jade precioso de tres puntas, el maíz, nació de la gracia… Entonces ocurrió el nacimiento de la primera piedra preciosa, el jade de la gracia, el maíz… Allí estaban sus cabellos: su divinidad le llegó al aparecer…” (Chilam Balam de Chumayel).

    El maíz es una conjunción de lluvia y fuego, de energías ascendentes y descendentes que al equilibrarse producen la planta y su fruto, la vida y el alimento. En ese sentido, el maíz –como el cactus, como el árbol en general, según lo llevamos dicho– es igualmente un símbolo de la verticalidad del eje que une a cielo y tierra y por lo tanto se identifica asimismo con el hombre en cuanto éste es un signo de esta mediación y surge como resultado de la conjunctio oppositorum de dos energías cósmicas que porta en sí mismo.
    Esta visión, y la domesticación consiguiente de la planta por el indio a la que cultiva desarrollando en ella una serie de potencialidades que estaban implícitas en su ser, es signo de la coparticipación hombre-naturaleza, complementación obtenida por medio de la inteligencia y el esfuerzo conscientes, propios del ser humano, que así se diferencia de las otras especies y cumple un papel intermediario en la creación, aunque esta función en el caso que nos ocupa –el paso de una comunidad de recolectores-cazadores a la pre-agricultura y de ésta a la agricultura o cultura del agro– no se puede llevar a cabo e imponer en vastas áreas que corresponden a pueblos diferentes sin que transcurra un largo número de años y asimismo una serie de dificultosas pruebas y trabajos. Es enorme la cantidad de conocimientos, relaciones y fatigas que deben conjugarse para que esto sea posible. Sin embargo una vez obtenido el logro, éste es tan increíble y maravilloso que adquiere por sí (y secundariamente por su uso y aplicaciones) categoría sagrada o divina. Ello se debe en última instancia a que en todos los mitos americanos del maíz éste aparece como entregado por los dioses a los hombres, lo que equivale a decir que les fue revelado en alguna noche de su tiempo mítico, manteniendo la vida de estos hombres receptores y generadores del maíz puesto que eran ellos los que lo sembraban y cultivaban físicamente, aunque su inspiración fuese divina.

    Eso sin considerar lo que la cultura del agro (ordenamiento del caos de la tierra), tan arduamente conseguida, promueve. Es decir, sus proyecciones generativas, o lo que crea de nuevo en la vida humana y sus manifestaciones culturales y sociales, lo cual se traduce necesariamente en términos históricos.

    En una concepción mágico-religiosa como la indígena donde la vida es constantemente actual y los seres que participan en ella están siempre interesados en el presente, existen elementos y dioses que varían de significado en el correr del tiempo diario, o anual. Todo esto tiene que ver, sin duda, con los ciclos de vegetación que reflejan estos procesos y con los ritos y mitos agrarios que lo representan en forma simbólica. Así se distingue al sol del amanecer del de mediodía y el del ocaso. Lo mismo sucede con las distintas estaciones de la luna en su ciclo y con las aguas de lluvia, las que eran consideradas buenas o malas, maléficas o benéficas, según el mes del año, el día en el mes y la hora en el día en que se producían sus influencias, descargándolas, e igualmente con la energía del viento que se expresa a veces como tormenta y tornado y otras como alegres y perfumadas brisas.

    Para los indígenas el tiempo está vivo –como el espacio– y las distintas formas y manifestaciones de la naturaleza, que ellos distinguen y conocen perfectamente, son fenómenos múltiples que reinciden a perpetuidad. Precisamente para ellos el saber está unido a este tipo de experiencias de la sacralidad de la naturaleza que la mentalidad indígena relaciona constantemente entre sí. Es lógico que un sistema tan amplio y complejo, en donde los distintos componentes se alternan de manera casi infinita, constituya un refinado instrumento de percepción. En todo caso el registro de este enorme cúmulo de datos, o más bien de vivencias (que a veces sólo se distinguen por apenas un matiz), y su efectivización ritual cotidiana, daría a los indios americanos un caudal de imágenes y sutilezas de todo tipo (las que han apreciado los investigadores en las lenguas nativas) que, desde luego, no es lo que interesa a los habitantes de nuestras grandes ciudades, adictos a la simplificación, al compromiso televisivo y a la labor productiva agrícola masiva. Por cierto que el pensamiento indígena es cualitativo y no cuantitativo como el de la sociedad en que vivimos. Y precisamente el maíz es desde este punto de vista el símbolo más granado de la cualificación de la naturaleza por medio de la participación activa y directa del hombre. Aunque queremos señalar que el cultivo de la planta no se generó en términos de producción cuantitativos porque esta posibilidad no cabe en una mentalidad de tipo arcaico. La cualidad puede engendrar la cantidad, pero la cantidad, por definición, es limitativa y relativa.

    Vemos entonces que el maíz es un tema central en la vida y en la simbólica de las culturas precolombinas. En los tres códices mayas que han sobrevivido, el Dios del maíz, o Dios de la agricultura, aparece noventa y ocho veces según Morley, el cual afirma: “Se le representa siempre como un joven y algunas veces con una mazorca de maíz como ornamento de la cabeza”. Queremos destacar aquí esta representación de la juventud perenne del maíz en el sentido de que éste nunca muere; de la inmortalidad de la generación. En los mitos creacionales náhuatl Quetzalcóatl es quien revela a los humanos el secreto y les entrega el maíz después de haberlos creado. Los aztecas llamaban Centéotl a esta deidad del maíz, y en su honor realizaban sus fiestas rituales. Asimismo la adivinación (pensar en el sentido etimológico del término) se efectuaba en América empleando como intermediarios a los granos de maíz, a los que también se utilizaba como medio de conteo para determinados cálculos rituales. Igualmente en Suramérica el maíz fermentado constituía una bebida sagrada: la chicha. Es interesante también observar cómo se planta el maíz, pues cada semilla debe ser introducida en un hoyo que se abre –y luego se cierra– para ello, y no se siembra como otros cereales al ‘boleo’. Los antillanos consideraban a la coa, el instrumento con que abrían la tierra para introducir la semilla, un equivalente del falo humano, muchas veces relacionado con el símbolo de la serpiente. Debe igualmente mencionarse la similitud entre los dientes del maíz y los dientes humanos. Dicho de otra manera: entre lo devorado y el devorador, lo que viene a corroborar de modo definitivo, para una mentalidad analógica, que el maíz es el alimento por excelencia, ligado al hombre por una afinidad evidente también presente en el ‘pelo’ del maíz, al que se considera como su áurea cabellera. Del mismo modo, creemos que es útil recordar los distintos colores de los diversos tipos de mazorca y su relación con los colores cosmogónicos de cada cultura indígena. Para los Mayas, la semilla es introducida por el hombre y luego trabajada por los nueve señores del inframundo, a los que se agregan los trece de ‘arriba’, que le dan vigor a la planta de maíz, por intermedio de las lluvias para que éste pueda ascender a la superficie de la tierra.

    En este sentido, los mitos, ritos y símbolos relacionados con la agricultura en general –y en este caso con el maíz en especial– configuran una imagen de los pasos del proceso iniciático (preparación del adepto, descenso a los infiernos, pruebas y muerte y posterior resurrección, crecimiento y fructificación). Esto es así porque ambos procesos participan de la misma creación cósmica, del idéntico modelo universal, válido para toda generación, a la que estos procesos igualmente simbolizan.

    Recordemos una vez más que para las culturas precolombinas la vida es mágica y se expresa por la sacralidad de la naturaleza. Magia es advertir y comprender la generación, estudiar el crecimiento de una planta o los movimientos animales del cielo. Y sobre todo la correspondencia de estos ciclos vitales y su complementación produciendo la armonía universal. Los hombres de hoy solemos pensar en el creador como un misterio, (y tal vez algunos de nosotros en el misterio de lo increado), pero a veces olvidamos el perfecto misterio de la creación, de la criatura siempre viva. El maíz es tal vez una de las encarnaciones más evidentes de la energía que produce ese misterio, y era tomado como un prototipo asombroso de la generación, lo que asimismo expresa el grado de conocimiento y la cultura del agro americana.

    Para finalizar, anotaremos que los pueblos nómades y recolectores en su marcha son asimilados al tiempo y a su proyección espacial. Su simbolismo es animal, mientras que el de los sedentarios es vegetal, pese a que conservan también los signos animales. Esto se debe al distinto tipo de existencia que ambos llevan y por lo tanto a la forma en que viven el mundo, lo cual está presente en su modo de expresar la cosmogonía. Igualmente las artes que predominan entre los sedentarios son las visuales, ligadas al espacio, lo que resulta nítido en el necesario ejercicio de la arquitectura y la construcción de la ciudad. Las artes del tiempo están más ligadas con la marcha y se expresan poética y musicalmente, como lo muestran los pastores, sus endechas y sus flautas. Los símbolos vegetales están más referidos a la actividad agrícola y por lo tanto a un encuadre espacial. Por el contrario, los animales circulan libremente por el espacio y su constante actividad es un símbolo del movimiento, el cual no es sino la proyección espacial del tiempo –según René Guénon– y de allí su vinculación neta con los calendarios.6 Esta diferenciación tiene importancia en la lectura de los símbolos animales y vegetales y se ha de tener en cuenta también para entender la mentalidad arcaica y tradicional y los valores atribuidos a las bestias y a las plantas en sus cosmogonías; en este caso sólo hemos querido señalar algunos ejemplos referidos a la riquísima Tradición Precolombina, objeto de este estudio.

    NOTAS
    1 En cuanto a otras plantas cuyo carácter es fundamentalmente sagrado, como el ya mencionado tabaco, las especies alucinógenas (peyótl, hongos, ayahuasca, coca, datura, etc.) y ciertas bebidas fermentadas derivadas de vegetales e ingeridas de manera ritual y tradicional (pulque, chicha, etc.) constituyen un grupo específico que debe ser diferenciado del resto de las especies tanto alimenticias como medicinales, aunque todo el mundo vegetal fuera partícipe de la sacralidad de la naturaleza.
    2 Ya Humboldt comparó a los calendarios mesoamericanos, incluso al de los indios muiscas de Colombia con los de distintas tradiciones (del Tíbet, de la Tartaria, el Egipcio, el Caldeo y el Griego) encontrando en ellos idénticos conceptos acerca de sus cosmogonías y su visión espacio-temporal y mágico-religiosa, aunque revestidos de distintas formas zoológicas e incluso con diferentes computaciones astronómicas como base de sus cálculos, pero coincidiendo y correspondiéndose en la concepción general.
    3 Igualmente toda combinación de estas bestias antes nombradas entre sí, y otras, y la incorporación del ser humano en estas fusiones zoológicas (tan caras a griegos y romanos herederos de los egipcios, y presentes de modo universal en la cultura de todos los pueblos, desde las llamadas altas civilizaciones hasta ciertas tribus ‘primitivas’ existentes en la actualidad) son muestras de esta actitud.
    4 Un ejemplo de este reciclaje cielo-tierra, tierra-cielo, o sea la perpetua relación entre los dioses descendentes y ascendentes, puede advertirse en los motivos de aves y peces en la cerámica y tejidos de las culturas peruanas de la costa y en muchos de ellos la metamorfosis de unos en otros. En este caso específico es clara la interdependencia de la vida de aves y peces pues estos últimos viven del guano (desperdicios) de aquéllas, y éstas de la ingestión de los peces.
    5 Nos preguntamos por qué Ehécatl o Hurakán van a ser sólo deidades del viento en el sentido naturalista y meramente físico o fenoménico de la palabra, cuando por otra parte se sabe de otras muchísimas manifestaciones y funciones de esos númenes. Para los hebreos, el término Ruah (o sea, el espíritu, del latín spiritus), se puede traducir literalmente como viento. Y esta energía o atributo divino se halla en toda la creación como un principio del cual derivan Neshamah y Nefesh: respectivamente el aliento y el ánima vital. El término maya ik puede ser traducido como espíritu, vida, aliento y también viento.
    6 Etimológicamente zodíaco significa ‘rueda de la vida’. Sin embargo hay otras versiones que le atribuyen derivar de zoo = animal. Una y otra no se excluyen mutuamente.

    CAPITULO XVII
    ARTE Y COSMOGONIA
    Para comprender el arte tradicional hay que poder apreciar el contexto en que éste está inserto. De hecho hay que cambiar el punto de vista que los contemporáneos solemos tener sobre el arte, pues para los hijos de este tiempo histórico la valorización apenas está determinada por la individualización de una serie de objetos o artefactos separados, a los que se les asigna características estéticas de acuerdo a parámetros fijados por el ‘gusto’, tan variable como la moda. Lo mismo sucede con los conceptos filosóficos y científicos subjetivos que, como artículos de consumo hoy son una cosa y mañana otra sin que nadie se interese por ellos verdaderamente sino en función del status que otorgan a aquéllos que pretenden cultivarlos. Al contrario, cualquier manifestación artística tradicional no tiene un valor casual y arbitrario fijado por un tribunal imaginario. Ni siquiera se le asigna un valor personal en el sentido de que es la producción creativa salida de las manos de un artista particular que quiere señalar algo más o menos genial. Por otra parte es anónimo. Su mayor interés radica en ser la expresión de un concepto en relación con otros con los cuales se complementa conformando una verdadera sinfonía de significados que se interrelacionan entre sí, los que conjuntamente configuran la cultura de la que los seres particulares son hijos y en la cual se realizan, en toda la extensión de la palabra, pues ella representa la suma de las posibilidades individuales. Por ese motivo las obras de arte verdaderas son simbólicas, en el sentido de que son el testimonio de una serie de ideas que cuajan en distintas manifestaciones, las cuales necesariamente han de producir objetos manufacturados con arte, artísticos, en la medida en que son fieles a un arquetipo original. Y es obvio que si no se conoce ese arquetipo ideal, ya sea cosmogónico, filosófico, cultural, es poco lo que se puede apreciar del arte tradicional; eso sin negar su belleza formal, la riqueza y la técnica con que han sido elaboradas las obras, las cuales bien pueden constituir la puerta de entrada a una apreciación mucho mayor, directamente ligada a un conocimiento más profundo de lo que estas obras realmente están representando. Para el espectador actual verdaderamente interesado, la obra de arte no debe fundamentar su valor en el mero goce estético según hoy se lo comprende, sino en su posibilidad evocativa, que nos abre las puertas a la contemplación, lo que verdaderamente constituye la percepción directa de la belleza. Pero esto no siempre puede ser conseguido de manera espontánea, o de modo natural, sino bien por el contrario, en la mayoría de los casos es el producto de un entrenamiento, de un aprendizaje paciente y concentrado, específicamente en una sociedad como la nuestra, totalmente alejada de las claves simbólicas y el conocimiento cosmogónico, la que debe más bien desprenderse de sus prejuicios estéticos y comenzar lentamente a r