Cuentos mayas

Juego de Pedro iguana

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág. 89
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Gabriela Rábago.
Éste es un juego para niñas y niños.

    El escenario es un bosque y se trata de buscar a Pedro Iguana. El muchacho que lo representa se oculta entre los árboles, mientras los otros se quedan en su lugar con los ojos tapados.

    Una vez que se ha escondido, Pedro Iguana grita: “­¡Vengan!” y los demás salen a buscarlo al tiempo que corean un verso:

    “¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿Dónde estás, Pedro Iguana?”

    Pedro tiene que responder con un silbido si los jugadores van lejos de su rastro; pero si están cerca, se mantiene en silencio para no delatarse.

    Cuando al fin lo encuentran, debe tratar de huir. Los cazadores se le echan encima para atraparlo y Pedro Iguana rara vez consigue escapar.

    El juego continúa y el muchacho que lo encontró primero se convierte en el nuevo Pedro Iguana.

Juan Perez Jolote

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág.140
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Gabriela Rábago.
Ilustrador: Andrés Sánchez de Tagle.
Ésta es la historia de Juan Pérez Jolote, un indio maya tzotzil de San Juan Chamula, en México. En este capítulo nos cuenta sobre sus primeros años.

    No sé en que año nací. Mis padres no lo sabían, nunca me lo dijeron. Soy indio chamula, conocí el Sol allá en el lugar de mis antepasados que está cerca del Gran Pueblo, en el paraje de Cuchulumtic.

    Me llamo Juan Pérez Jolote. Lo de Juan, porque mi madre me parió el día de la fiesta de San Juan, patrón del pueblo. Soy Pérez Jolote porque así se nombraba a mi padre. Yo no sé cómo hicieron los antiguos, nuestros “tatas”, para ponerle a la gente nombres de animales. A mi me tocó el del guajolote.

    Conocí la tierra de cerquita, porque desde muy pequeño me llevaba mi padre a quebrarla para la siembra. Me colocaban en medio de mi padre y mi madre cuando trabajaban juntos en la milpa. Era yo tan tierno que apenas podía con el azadón. Estaba tan seca y tan dura la tierra, que mis canillas se doblaban y no podía yo romper los terrones. Esto embravecía a mi padre, y me golpeaba con el cañón del azadón, y me decía:

    -¡Cabrón, hasta cuándo te vas a enseñar a trabajar!

    Algunas veces mi madre me defendía, pero a ella también la golpeaba.

    Ahora pienso que tuve mala suerte con ese padre que me tocó. Bien me daba cuenta que a otros niños sus papás los trataban con muchas consideraciones y con harta paciencia los enseñaban. Pero a mí ese padre, con su trago y sus golpes, hizo que se me creciera el miedo en la barriga y ya no quería aguantarme junto a él, no me fuera a matar en un descuido.

    Un día domingo, a la hora en que pasa por el camino la gente que vuelve de San Andrés, después de la plaza, me acerqué a una mujer zinacanteca y le dije llorando:

    -Mira, señora, llévame para tu casa, porque mi papá me pega mucho. Aquí tengo mi seña todavía, y acá, en la cabeza, estoy sangrando. Me pegó con el cañón de la escopeta.

    -Bueno -me dijo la mujer-. Vámonos.

    Y me llevó para su casa donde tenía sus hijos, en Nachij.

    No muy cerca de esta casa, en otro paraje, había una señora viuda que tenía cincuenta carneros. Cuando supo que yo estaba allí, vino a pedirme diciendo a la mujer que me había traído:

    -¿Por qué no me das ese muchacho que tienes aquí? No tiene papá, no tiene mamá. Yo tengo mis carneros y no tengo quién me los cuide.

    Luego me preguntó la mujer que me trajo:

    -¿Quieres ir más lejos de aquí, donde tu papá no te va a encontrar?

    -Sí -le dije. Y me fui con la mujer de los carneros, sin saber adónde me llevaba… pero más lejos.

    No recuerdo cuántos meses estuve con aquella mujer; pero fue poco tiempo, porque me fueron a pedir otros zinacantecos. Eran hombre y mujer, me querían para que cuidara sus frutales. Le dieron a la viuda una botella de trago, y me dejó ir.

    Yo sentía ganas de jugar a Pedro Iguana con otros niños, o ser un “cazador” en el juego de escarbar la moneda, pero los grandes nomás me daban trabajo. Mi nuevo trabajo era espantar los pájaros que se estaban comiendo las granadas y los plátanos. Aquí, mis patrones tenían dos hijos. Eran muy pobres. Para vivir sacaban trementina de los ocotales y la llevaban a vender a Chapilla. Siquiera los viejos me compraron unos huaraches.

    Un día me llevaron a tierra caliente a buscar maíz. Allá trabajaban los zinacantecos haciendo milpa. Llegaron con un señor que tenía montones de mazorcas. Todos ayudamos al señor del maíz en su trabajo; unos desgranaban metiendo las mazorcas en una red y golpeando duro con unos palos, otros lo juntaban y lo encostalaban. A mí me puso a trabajar el dueño, como si fuera mi patrón, y todo el día estuve recogiendo frijol del que se queda entre la tierra. Cuando terminé, me puso a romper calabazas con un machete, para sacarles las pepitas.

    Cumplimos tres días de trabajo. Luego los viejos se fueron con sus hijos y yo me quedé para desquitar el maíz que se habían llevado. Con el dueño del maíz estuve partiendo calabazas, hasta que se juntaron otros quince días. Y aunque los viejos tenían que desquitar más cargas de maíz, ya no me dejaron allá. Me dio gusto irme con ellos a su casa porque las plagas y los mosquitos de tierra caliente no dejan dormir. Me dieron para mí una carguita de caracoles de río y eso me puso más contento.

    Pasó el tiempo y me volvieron a llevar a tierra caliente. Esta vez los viejos se habían quedado en casa: fui solo con los dos hermanos. Llegamos donde vivía el hombre que tenía el maíz y me dejaron vendido con él por dos fanegas. Llevábamos cuatro bestias y los dos hermanos las cargaron con el maíz que recibieron a cambio de mí. Entonces me dijeron:

    Aquí quédate. Volvemos por ti dentro de ocho días.

    Pero ya no volvieron.

    Lloré porque iba a quedarme lejos. Los viejos no me pegaban. Nunca me regañaron… Tal vez me querían; pero eran pobres y no tenían maíz, no tenían tierra… ­¡Cómo volver a su casa si me habían vendido para tener qué comer!

    Todos los días llegaba un ladino que vivía en una hacienda cerca de Acala. Era el dueño de la tierra, y el zinacanteco del maíz le pagaba por sembrar en ella… Este ladino iba a ser mi nuevo dueño.

    Me quería llevar con él porque no tenía hijo y estaba solo con su mujer. El señor que me compró se llamaba Leocadio. Al día siguiente, de madrugada, oí que relinchaba su caballo. Habló con el dueño del maíz. Llegaba para llevarme. Me montó en las ancas de su caballo, y fui con él a su casa.

    Al llegar me entregó con su señora diciéndole:

    -Mira, hijita, aquí traigo este muchachito que se llama Juan, para que nos sirva en el día. Para que traiga agua en el tecomate y para que le dé de comer a los coches. Le entregas un machete viejo para que rompa las calabazas.

    Cuando estuve con el señor Leocadio, supieron las autoridades que el señor tenía un huérfano y le avisaron que me iba a recoger el gobierno para ponerme en un internado. Y un día, por la mañana, llegaron dos policías cuando yo ya había regresado de la ordeña. Me preguntaron de dónde era y les dije que era chamula. También tuve que decir que mis papás estaban vivos y que salí huido de mi casa porque me golpeaba mucho mi papá.

    Llamaron por teléfono a San Cristóbal y de allí a Chamula, para mandar llamar a mi padre con los mayores del pueblo. Antes que llegara mi padre, le dije al señor presidente:

    -No quiero ir con él, no sea que me vaya a matar por el camino.

    Cuando mi padre llegó, eso le dijo el presidente, y que yo iría si iba mi madre a buscarme. Mi padre volvió a Chamula y yo me quedé con el señor presidente.

    A los quince días volvió solo mi papá y me dijo:

    -Ya no te voy a pegar… Vamos a la casa, tu madre llora por ti.

    Yo no sé si le creí que ya no me iba a pegar; me regresé nomás para no darle penas a mi madre.

    Habían pasado siete meses desde que salí de mi casa. Ocho días después de haber vuelto, mi padre empezó de nuevo a darme con cueros, mecapales y palos, y a decir que había sufrido mucho para encontrarme. Ahora me tocaba a mí sufrir la lluvia de golpes y de insultos. Me daban hartas ganas de huirme otra vez, mucho más lejos de tierra caliente, y ya no regresar, ni siquiera por mi mamá.

    Un día pidió mi papá doce pesos a un habilitador de los que andan enganchando gente para llevarla a trabajar a las fincas. Cuando llegó el día para salir al camino, no lo encontraron porque estaba emborrachándose, y me llevaron a mí en su lugar para que desquitara el dinero que él había recibido. Fue conmigo mi tío Marcos. Hicimos cuatro días de camino.

    La finca estaba en tierra caliente y tenía plantaciones de cacao y de hule. Pero no trabajé como los demás; sólo traía agua de un pocito para un caporal. Los hombres fueron contratados por un mes y les pagaron doce pesos. Cuando cumplieron el mes, llegaron otras cuadrillas a la finca para ocupar su lugar. Mi tío y yo volvimos a nuestras casas.

    Todos los días, desde que regresé, iba con mi mamá a traer leña al monte. Una vez fuimos los tres: mi papá, mi mamá y yo. Llevábamos una bestia que era muy cimarrona: no se dejaba cargar. Yo detenía el lazo de la bestia; pero mi mamá no aguantaba la carga de leña que iba a ponerle encima. Entonces mi papá cogió una raja de leña y nos dio con ella. A mi mamá le pegó en la cabeza y le sacó sangre. Volvieron a cargar la bestia, y después de pegarle también a ella, recibió la carga.

    Volvimos al paraje; pero yo me quedé en el camino y me fui a San Cristóbal. Conocía el camino por que mi papá y mi mamá me llevaban con frecuencia cargado de zacate para venderlo allá.

    Cuando llegué, me encontré en la calle con un hombre que buscaba gente para las fincas de Soconusco. Le dije que si me llevaba, pero de huido, ésa era la verdad, porque mi papá me pegaba. Él me dijo que con mucho gusto me llevaría. Fue a hablar con el habilitador, y luego me preguntó que cuánto dinero quería. Yo le dije que lo que me diera, pero que no fuera mucho. Eso dije y recibí doce pesos.

    Llegué a una finca de Soconusco donde ganaba diez centavos diarios. Trabajaba con los patojos, pues aparte trabajaban los hombres y aparte nosotros. Los hombres lo hacían por tarea. Yo limpiaba las matas de café para que no criaran monte.

    El patrón y el caporal me querían mucho y con frecuencia el caporal me mandaba por la tierra de los tacanecos acompañando a su mujer. Yo me sentía a gusto.

    Pasó un año, y me siguieron dando diez centavos diarios por que me descontaban para desquitar lo que me habían adelantado. Así se me fue haciendo costumbre desquitar.

la viaja diabla (cuento quechua)

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América; F.C.E., México 1994 pág.87
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Katyna Henríquez.
Ilustrador: María María Acha.
Ocurrió que dos pequeños hermanos, una niña y un varón, fueron enviados por sus padres a buscar leña. Por allí iban los pequeños buscando troncos y ramas para el hogar, contentos iban los pequeños. De pronto distinguieron a lo lejos algo blanco y dijeron: “Allí debe haber harta leña para llevar. Hasta la loma llegaron, pero no era leña, sólo huesos de caballo que parecían leña.

    Los pequeños hermanitos, muy juntitos, siguieron el camino buscando leña. De nuevo algo blanco distinguieron pero sólo eran cañas de bambú. Seguían buscando cuando la noche cayó y sintieron frío y mucho miedo. “¿Sabremos volver? ¿preguntó el hermanito?. “¿Cómo llegaremos? ¿Sabremos volver?” Estaban perdidos.

    Caminaron hasta que llegaron a una cueva alumbrada. Una viejita salió de la cueva y los saludó: “¿Qué quieren, niños? ¿Qué es lo que quieren?” Los hermanitos le contaron que estaban perdidos, que tenían miedo, mucha hambre y frío. “¡Alójenos, señora, alójenos!” gritaban desesperados.

    Eso hizo la viejita y les dio papitas para comer, pero no eran papitas hervidas sino piedras, y les dio carne asada pero era de sapo. Piedras y sapo les dio de comer. Como estaban muy cansados pidieron a la abuela un sitio para dormir. Entonces ella dispuso que el chico dormiría en un rincón, solito, mientras que la niña, que era sonrosada y rolliza, dormiría con ella. Así lo dispuso.

    Al día siguiente el niñono encontró a su hermana por ninguna parte, no estaba en la cueva su hermanita. “Se ha ido por agua al pozo” le dijo la vieja”. Anda, toma esta calabaza y trae otro poco de agua. Eso hizo el niño y se fue caminando al pozo. Pero allí no estaba su hermana sólo un sapito que croaba: “Croac, croac, croac”. Eso no es una calabaza, es su cabeza. es la calavera de tu hermana donde llevas el agua. Como su hermanita era sonrosada y rolliza, la vieja se la había comido mientras dormía. “Croac, croac, croac” continuó el sapito.” La vieja es bruja, diablo, duende, se ha comido todita a tu hermana. No vuelvas.

    A lo lejos se acercaba la muy bruja. El niño era flaquito, no era sonrosado y rollizo, pero ella tenía más hambre de niño y quería alcanzarlo. “Oye, chiquito. Espera, chiquito” le gritaba mientras él huía asustado. “No era calabaza, era mi hermana, la cabecita de mi hermana”, pensaba muy triste el niño. Cuando llegó a su casa le contó todo a sus padres. “Vamos por tu hermana dijeron los padres. Pero allá no había nada, ni vieja, ni cueva, ni hermanita, ni nada. Y así termina.

Gregori Condori Mamani (cuento Quechua)

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América; F.C.E., México 1994 pág.71
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Federico Navarrete Linares.
Ilustrador: Andrés Sánchez de Tagle.
Ésta es la historia de la vida de Gregorio, un indio quechua del Perú. En este primer volumen nos cuenta de su infancia.

    Me llamo Gregorio Condori Mamani, soy runa, mi lengua es el quechua. Vengo de Acopia, un pueblo que está en la sierra, no muy lejos del Cusco.

    Fui un niño huérfano. No sé si mi madre me parió para un casado, para un soltero o para un viudo. No sé quién es mi padre. Eso sólo lo sabe ella, que ya murió y ahora es alma. Lo único que sé es que una vez mi tío Luis me dijo que mi madre me arrojó a esta vida en el pueblo de Layo. Ése es mi legítimo pueblo porque ahí nací, pero nunca lo he visitado.

    Cuando era muy niño y no reventaba mi boca ni para decir mi nombre, mi madre me entregó a mi madrina para que me cuidara, porque ella no tenía hijos. Crecí con ella. Pero su esposo era muy tacaño y me pegaba por t odo, hasta por lo que comía, y a veces me hacía sangrar.

    Era muy pobre y huérfano, y estaba en poder de mi madrina. Ella me cortó los cabellos. Un día, cuando ya era grandecito, me dijo:

    -Ahora que ya tienes fuerzas y los huesos duros, tienes que ir a trabajar. Te haré, pues, tu fiambre para que vayas a buscar un trabajo, a ver si traes plata siquiera para la sal de la sopa lawa que comes. Ya no te puedo mantener porque ma&n tilde;ana tendrás mujer e hijos, y a lo mejor te toca una mujer que no te vaya a ayudar en nada, y entonces me puedes maldecir. Y yo no quiero que después de mi muerte alguien me maldiga; porque me puedo volver un alma penante. Así, s erá mejor que tú solo, desde ahora, aprendas a tejer tu vida para que mañana mantengas a tu familia.

    Así me habló mi madrina y le respondí:

    -Bueno, mamá.

    Entonces, desde ese día, en mi corazón se prendió, como alfiler, la idea de salir de la casa de mi madrina para ir a buscar trabajo. Poco después llegó un arriero a mi pueblo. En muchos caballos y mulas traí ;a sal y azúcar para cambiarlas por lana, chuño y moraya. Me dijeron que ese arriero llevaba chiquitos al Cusco para que trabajaran de sirvientes en las casas de sus compadres. Lo busquéé para decirle que me llevara con él. Cua tro días más tarde salimos del pueblo.

    Era tiempo de lluvias; la lluvia y la nevada caían día y noche, hasta que las lomas y las pampas quedaban blancas, todas cubiertas de nieve. Creo que partimos un día martes, casi sin saber a dónde íbamos, porque n o se veía el camino. Las mulas y los caballos andaban al tanteo, y ya por la tarde, cuando el Padre Sol estaba bien inclinado, salió un ratito; los cerros se pusieron blancos, reverberando de luz y empezaron a arder como espejos. Más tarde nos detuvimos a dormir y cuando estábamos bajando las cargas de la piara de mulas, empezó una lluvia fuerte y los truenos caían a nuestro lado, reventando como camaretazos muy fuertes. Todos nos asustamos. Las mulas y los cabal los, de puro susto querían salir de su corral para escaparse y el arriero nos ordenó que los sujetáramos. Así nos quedamos toda la noche, abrazados a los animales.

    En medio de esa lluvia, todo mojadito, mis ojos empezaron a dolerme, como si los hubiera tocado un fierro candente como el que se usa para marcar caballos. Creo que el Sol de la tarde me quemó los ojos. Como nunca me habían dolido con ese dolor que dan ganas de arrancárselos, empecé a gritar. En eso me dijo otro peón:

    -No seas bruto, indio: bájate el pantalón, amontona harta nieve y siéntate encima; verás que tu dolor va a pasar.

    Hice lo que me dijo y bajó un poco el dolor de mis ojos, pero al día siguiente estaba enfermo y tenía las nalgas todas hinchadas. No pude seguir al arriero y sus hombres y me dejaron encargado en una estancia de ovejeros. Ah&ia cute; me curó la señora de la casa.

    Ojalá a esta señora de buen corazón el Señor la haya hecho sentar a su lado, porque ella es la que me salvó cuando yo ya estaba caminando a la otra vida.

    Seguro mi estrella era quedarme dando vueltas por la sierra, penando pueblo tras pueblo. Como no sabía el camino que habían tomado los arrieros, cuando me curéé me quedé con la familia de ovejeros.

    Pero el dueño de la estancia tenía hartos chiquitos que eran unos diablos pendencieros y querían pegarme a menudo. Yo no me dejaba. Ellos jode y jode, hasta que se me acababa la paciencia y les pegaba y los hacía chillar . Por eso varias veces me fuetearon.

    Como en ese lugar había poca comida y me maltrataban, regreséé a Acopia, a casa de mi madrina. Creo que a ella le dio gusto verme, pero su esposo seguía pegándome por todo. Por eso me volví a ir poco despué s. Estoy seguro que mi madrina lloraría cuando se enteró que me fui, porque no sabe nada de mí desde que salí de Acopia. Seguro que lloró siempre, seguro que siempre me buscó. “¿Dónde está ; mi pobre hijo?”, diría. “¿Dónde está mi Gregorio? ¿Dónde se ha ido? ¿Habrá subido al cielo? ¿Se lo llevó el río? ¿Lo enterró el cerro?”

    Viajéé con un carnicero que dormía afuera de los pueblos bajo un toldo que él mismo llevaba. Yo lo ayudaba arreando sus ovejas y él me daba de comer, pero una noche me abandonó en plena pampa. Lo busquéé va rios días hasta que una señora me recogió para que le cuidara sus ovejas. Después me fui al pueblo de Sicuani con unos arrieros que pasaron por su casa. Ahí viví con otro carnicero. Pero este carnicero también era diablo. Me pegaba mucho. Mi oreja ya no era oreja. Mi espalda ya no era espalda. Me pegaba demasiado. Allí pastaba vacas. En lo que pastaba, como todo chico, me quedaba dormido. Otras veces se me hacía tarde. Por eso me pegaba, me colgaba con soga de un tirante y me daba orín fermentado con hollín. Yo tenía que tomar aquello por miedo a que me azotara en la espalda, hasta sangrar.

    Por eso una noche me fui de Sicuani. Quería ir a otro pueblo, pero no tomé el camino porque tenía miedo de encontrarme al diablo. Estaba muy temeroso. Pero me encontré a un hombre y una mujer que pescaban en la noche. -¿Eres de esta vida o de la otra vida? -me dijo el hombre. -Soy de esta vida -contesté. -¿Entonces, quién eres y a dónde vas? -Así estoy caminando, nada más. No tengo padre. Ellos eran runas nomás, como yo, y tenían buen corazón, porque me dijeron: -¿Quisieras irte con nosotros? Me dieron su fiambre, sacado de su atadito. Sólo eso comí. Nos fuimos a la tierra de la mujer, al ayllu de Ariza. En ese pueblo todos eran buenos y de alma limpia. Este hombre, Gumercindo, me tenía muy estimado porque lo ayudaba a cultivar. Desde chiquito sabía arar con la yunta. Iba al aporque cargadito del yugo de la yunta y por eso me querían más. Cuando ayudaba a los demás de chacra en chacra, los del ayllu no me daban chicha ni trago, porque todavía no sabía tomarla, pero comida me daban en abundancia. Por eso mi estómago andaba bien, pero mi ropa estaba toda haraposa, porque no me vestían. Estuve en la casa de don Gumercindo más de un año. Pero cierto día me pasó mala suerte. Yo creo que la mala suerte está en mí, pegada como lunar negro. Esa vez vinimos a Sicuani con dos asnos cargados de harina de trigo para vender. Mientras trataba de montar un asno, el otro volteó una esquina, y cuando fui tras él, había desaparecido. Lo busquéé y lo busquéé hasta que se hizo de noche y un misti me dijo que seguramente lo habían robado. Por esa razón decidí no volver más con Gumercindo y me fui con otro misti. Después estuve con una señora. Iba de casa en casa sin poder quedarme en ninguna, por que siempre perdía los animales que cuidaba y siempre me corrían. Cuando iba a los cerros, tras las ovejas, armaba amistad con otros chicos ovejeros y jugaba con ellos mientras las ovejas comían. Hacíamos bolas de trapo para patear, trompos de unos troncos de chachacomo. Si estaba solo me quedaba dormido. Hasta ahora no he perdido esta costumbre de dormir al instante, donde me siente. Bueno, en lo que pastaba a las ovejitas en los cerros, mientras jugaba o mientras dormía, ééstas se dañaban porque comían papas o pasto verde, o el zorro se las comía.

    No sé por qué, pero así será mi suerte: he andado de casa en casa desde la vez que vi la luz del día, haciendo renegar a nuestro Dios. Ésa es la suerte de los que hemos sido arrojados a este mundo para sufrir. De esa manera los pobres curamos las heridas de Dios, que está lleno de llagas. Cuando sus heridas estén totalmente curadas, el sufrimiento desaparecerá de es te mundo. Esto nos dijo una vez en el cuartel un cabo, y nosotros le dijimos:

    -¿t;Cómo?, ¡;cuán grandes son esas heridas que no desaparecen con tanto sufrimiento! Ni que fuera mata caballo.

    Ahora, cuando hago memoria, digo que hay más sufrimiento que antes. Esta vida ya no es para aguantar. En mi ignorancia digo, si las llagas de este Dios son causa para tanto sufrimiento, ¿por quéé no se le busca y se le cura? Así le dije un día a mi mujer, y ella me respondió:

    -Dicen que para eso, para curar a Dios, los extranjeros han ido en avión al monte de la Mama Killa.

    Y esos días todos en las calles hablaban de que los gringos habían llegado a la Mama Killa después de viajar una semana en avión. Pero yo creo que eso sólo es habladuría.

las casas de los toltecas

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América; F.C.E., México 1994 pág.77
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Federico Navarrete Linares.
Ilustrador: Susana Abundis.
Hace mil años, Tula, en el centro de México, llegó a ser una gran ciudad en donde vivían muchos miles de personas. Las casas de sus habitantes estaban construidas una al lado de la otra como en nuestras ciudades modernas. Como a los habitantes de cualquier ciudad, a los toltecas les preocupaba defender su privacía, y por eso elevaban altas bardas de piedra y adobe para separar sus casas de la calle. Las puertas ten&iac ute;an forma de “ele” y para entrar a la casa era preciso dar dos vueltas, de modo que ningún curioso podía asomarse al patio interior sin ser descubierto.

El patio era el centro de la casa. En él había un altar para el dios que protegía a los habitantes. Alrededor del patio estaban los cuartos en que vivía cada familia. Las familias que compartían una casa eran de parie ntes, quizá hermanos o primos.

    Los cuartos estaban elevados sobre el nivel del patio y tenían pisos encalados de cal y arena. Para llegar al cuarto había que subir una escalera de dos o tres escalones y apartar la cortina de tela que tapaba la puerta. Los muros era n de adobe y también estaban encalados. Las familias más pobres, sin embargo, tenían que conformarse con un piso de tierra y con muros sin cal. Los techos eran planos, hechos de madera y cemento. Tenían canales especiales para desaguar el agua de las lluvias. Las casas eran frescas en el tiempo de calor y calientes en el invierno. En su cuarto cada familia realizaba todas sus actividades. En un extremo de la habitación estaba el fogón donde las mujeres preparaban las tortillas de maíz y los otros alimentos. Con el tiempo, las paredes de ese rincón se enegrecían por el humo. En ese mismo lugar las mujeres tenían sus utencilios para hilar y coser. Los hombres solían sentarse en el otro extremo de la habitación para realizar sus labores. Algunas casas, por ejemplo, tenían hornos de cerámica, otras, talleres para hacer cuchillos de obsidiana. Cuando llegaba la noche, todos los miembros de la familia dormía n en el piso, sobre petates de mimbre, muy cerca unos de otros para protegerse del fría.

    Como en todas las ciudades hay ladrones, los toltecas tenían que proteger sus bienes más valiosos, como las hermosas vasijas traídas de tierras lejanas. Para ello tenían sótanos, a los que que se llegaba por una p uerta de madera que se escondía debajo de un petate.

    Las casas de Tula no dejaban de cambiar. Si un hijo se casaba, había que construirle un nuevo cuarto, para que viviera en él con su mujer y sus hijos. También se podía aprovechar el espacio libre en una habitación para construir una bodega en la que se guardaba maíz. Si la familia era próspera, podía decorar las paredes con piedras talladas o pintarlas de colores. Las obras eran realizadas por albañiles profesionales que se encargaban d e ir a las canteras por la piedra y el barro y de elevar los muros y los techos. Las casas toltecas

    Hace mil años, Tula, en el centro de México, llegó a ser una gran ciudad en donde vivían muchos miles de personas. Las casas de sus habitantes estaban construidas una al lado de la otra como en nuestras ciudades modernas . Como a los habitantes de cualquier ciudad, a los toltecas les preocupaba defender su privacía, y por eso elevaban altas bardas de piedra y adobe para separar sus casas de la calle. Las puertas tenían forma de “ele” y para entrar a la casa era preciso dar dos vueltas, de modo que ningún curioso podía asomarse al patio interior sin ser descubierto.

    El patio era el centro de la casa. En él había un altar para el dios que protegía a los habitantes. Alrededor del patio estaban los cuartos en que vivía cada familia. Las familias que compartían una casa eran de p arientes, quizá hermanos o primos.

    Los cuartos estaban elevados sobre el nivel del patio y tenían pisos encalados de cal y arena. Para llegar al cuarto había que subir una escalera de dos o tres escalones y apartar la cortina de tela que tapaba la puerta. Los muros era n de adobe y también estaban encalados. Las familias más pobres, sin embargo, tenían que conformarse con un piso de tierra y con muros sin cal. Los techos eran planos, hechos de madera y cemento. Tenían canales especiales para desaguar el agua de las lluvias. Las casas eran frescas en el tiempo de calor y calientes en el invierno. En su cuarto cada familia realizaba todas sus actividades. En un extremo de la habitación estaba el fogón donde las mujeres preparaban las tortillas de maíz y los otros alimentos. Con el tiempo, las paredes de ese rincón se enegrecían por el humo. En ese mismo lugar las mujeres tenían sus utencilios para hilar y coser. Los hombres solían sentarse en el otro extremo de la habitación para realizar sus labores. Algunas casas, por ejemplo, tenían hornos de cerámica, otras, talleres para hacer cuchillos de obsidiana. Cuando llegaba la noche, todos los miembros de la familia dormía n en el piso, sobre petates de mimbre, muy cerca unos de otros para protegerse del fría.

    Como en todas las ciudades hay ladrones, los toltecas tenían que proteger sus bienes más valiosos, como las hermosas vasijas traídas de tierras lejanas. Para ello tenían sótanos, a los que que se llegaba por una p uerta de madera que se escondía debajo de un petate.

    Las casas de Tula no dejaban de cambiar. Si un hijo se casaba, había que construirle un nuevo cuarto, para que viviera en él con su mujer y sus hijos. También se podía aprovechar el espacio libre en una habitación para construir una bodega en la que se guardaba maíz. Si la familia era próspera, podía decorar las paredes con piedras talladas o pintarlas de colores. Las obras eran realizadas por albañiles profesionales que se encargaban d e ir a las canteras por la piedra y el barro y de elevar los muros y los techos.

El conejo y el coyote (Mixteco)

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F.C.E., México 1994 pág.110.
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Elisa Ramírez.
Ilustrador: Andrés Sánchez de Tagle.
Un conejo entraba cada noche a comer frijol del frijolar de un viejito.

    Hacía mucho destrozo.

    -¿Qué animal estará haciendo esto? -se preguntaba el viejo.

    Un día se decidió a poner un espantapájaros. Primero puso uno de piedra, luego otro de trapo. ¡Nada! Por fin hizo un mono de cera de Campeche.

    -Con ese sí lo voy a atrapar.

    Allí estaba el mono cuando en la noche llegó el conejo a cenar.

    Hágase a un lado, hágase a un lado que vengo a comer -le dijo el conejo molesto. Pero al empujarlo para pasar, se le quedó pegada una mano en la cera.

    -Suélteme la mano, que traigo prisa. ¿Por qué me molesta si todos los días vengo aquí?

    El mono no contestaba. El conejo le dió una bofetada con la otra mano y también se le quedó pegada.

    -Suélteme si no quiere que lo agarre a patadas, para eso tengo patas.

    Lo pateó y se le quedó pegada la pata. Le di otra patada y también la otra pata se le pegó. Allí estaba, hecho bolita y todavía gritando:

    -Suélteme o le voy a dar con la cola.

    Nada le contestó el mono. Le dió un coletazo y la cola se le pegó a la cera.

    -¿Por qué me agarra? Todos los días ceno aquí, ni quien se metiera conmigo.

    ¡Y que lo muerde! También se le quedó pegado el hocico. Le dió con las orejas y hasta las orejas se le pegaron. Todo pegosteado y engarruñado estaba al día siguiente, cuando lo halló el viejito.

    -¡Ah, conque eras tú! Ahora verás.

    Se llevó el conejo para su casa y allí le dijo a su mujer que lo cocinara. La mujer puso a calentar agua. Mientras hervía, el viejo lo amarró en el patio de atrás de la casa. El conejo vio cómo se acercaba un coyote despacito, despacito. Lo llamó:

    -Hermano, hermano, ven. Mira qué desgracia la mía, quieren que me case con la hija de esta gente, pero yo no quiero. Mira, yo soy muy chaparro, estoy chico. No me voy a ver bien caminando junto a ella. En cambio tú estás alto y grande. A ti sí te q ueda. ¿No me cambias de lugar?

    -Pero no me van a querer a mí -dijo el coyote.

    -¡Cómo que no! Tú sí eres de su tamaño, le vas a gustar más.

    -¿Tú crees?

    -Claro. Desátame y yo te amarro a ti.

    Cuando los de la casa salieron por el conejo y vieron al coyote amarrado quedaron muy sorprendidos.

    -Yo soy el que se va a casar con su hija.

    -¡Que hija ni que nada! y le dieron de palos

    Cuando logró desatarse, el coyote todo lastimado salió a buscar al conejo. Lo encontró cerca de unos zopilotes.

    -¡Ajá!, me engañaste. Por tu culpa me pegaron!

    -No, yo no. Ha de haber sido uno de mis hermanos, somos muchos de familia. No te enojes.

    -Te voy a comer, conejo, por haberme engañado. No te me escapas.

    -No, espérate, ando cuidando estos guajolotes, me los encargaron. Velos un ratito, ahora vengo. Si te da hambre te comes uno, yo no tardo.

    Pero no eran guajolotes, eran zopilotes.

    -Está bien. Pero no me vayas a engañar.

    El coyote les daba vuelta a sus guajolotes que eran zopilotes. Trató de comerse uno y nada: se fue de hocico contra el suelo, pues los zopilotes volaron. Salió detrás del conejo. Cuando lo encontró le dijo:

    -Ahora sí, te voy a comer.

    -Ya ni modo, pero no me comas aquí, llévame a esa loma para que veas el paisaje mientras comes. Allá cortamos hojas tiernas para que me comas bien. Aquí me vas a comer todo lleno de tierra, se te pueden quebrar los dientes.

    Se fueron.

    -Pero eso sí, cárgame hasta allá -dijo el conejo.

    -Bueno.

    El coyote lo llevó a cuestas todo el camino. Cuando llegaron arriba, el conejo le dijo:

    -¿Ya ves? Siempre es bonito comer con buena vista. Voy por hojas para tenderlas para que me comas a gusto, con las manos limpias. Así no te ensucias. Espérame, voy a traer las hojas para tenderte la mesa.

    -Bueno.

    Salió corriendo y ya no regresó. El coyote daba vueltas, buscándolo, pero ya nunca lo volvió a ver.

como es el mundo segun los siux

Como es el mundo de los Sioux

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág. 122
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Elisa Ramírez.
Ilustrador: José Luis Acevedo.
Los lakota y los demás pueblos de las praderas de Norteamérica, agrupan cuanto existe en el mundo en grupos de cuatro.

    Según ellos cuatro son las direcciones: el Poniente, el Norte, el Sur y el Oriente.

    El tiempo también se divide en cuatro: el día, la noche, las lunas y el año.

    Todas las plantas que brotan de la tierra tienen cuatro partes: las raíces, los tallos, las hojas y los frutos.

    Cuatro son las especies de seres que respiran: los que se arrastran, los que vuelan, los que caminan en cuatro patas y los que caminan en dos.

    Hay cuatro cosas sobre nuestra tierra: el Sol, la Luna, el cielo y las estrellas.

    Cuatro son las deidades: los Grandes, los Ayudantes de los Grandes, los que están por debajo de ellos y los Espíritus.

    La vida del hombre también se divide en cuatro etapas: la primera infancia, la niñez, el estado adulto y la vejez. Por último los hombres tienen cuatro dedos en sus cuatro manos y pies. Los dedos pulgares y dedos gordos de los pies están frente a ellos para ayudarlos a trabajar y también son cuatro.

    El Gran Espíritu hizo todo en grupos de cuatro y los hombres deben obedecer esta norma y agrupar las cosas y tiempos así.

    Además, las cuatro partes del mundo tienen forma de un círculo, pues el Gran Espíritu también quiso que todo fuera circular.

    Éstas son las palabras de un chamán de los oglala, que son parientes de los lakota:

              “El Gran Espíritu hizo que todo fuera circular, excepto las piedras. Por eso las piedras destruyen. El Sol y el cielo, la Luna y la Tierra son redondos como escudo, el cielo además es hondo como un cuenco. Cuanto respira es redondo, como el cuerpo de los hombres. Cuanto crece de la tierra es redondo como los tallos. Si así lo hizo el Gran Espíritu, los hombres deben considerar al círculo sagrado, pues es el signo de la naturaleza. Es el signo de los cuatro confines d el mundo y los vientos que entre ellos vuelan. También es el signo del año. El día y la noche, la Luna, dan vueltas en el cielo. El círculo es el signo de los tiempos.”

    Por eso los oglala y los demás hacen redondos sus tipis. También sus campamentos son circulares y se sientan en ruedas durante las ceremonias.

    El círculo es el refugio y la casa. Los adornos en forma de círculo representan el mundo y el tiempo.

    Cuando los hombres se sientan en un círculo alrededor de una fogata para fumar la pipa sagrada, la pasan de uno a otro y dicen:

          “En círculo te paso esta pipa, a ti que con el Padre vives; en círculo hacia el día que comienza; en círculo hacia el hermoso; en círculo completo por los cuatro lugares del tiempo. Paso la pipa al padre, con el cielo. Fumo el Gran Espíritu. Séanos dado tener un día azul.”

Marpiyawin y los lobos

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág. 19
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Elisa Ramírez.
Ilustrador: Felipe Dávalos.
Los sioux eran una tribu viajera, iban de campamento en campamento, a lo largo del año. Se sentían a gusto en cada nuevo lugar pues no se mudaban a sitios extraños, sino que conocían bien todos los mejores lugares para establecer sus aldeas. Alzar y bajar los tipis era una tarea fácil a la cual estaban acostumbrados y que realizaban con gran rapidez. Cuando escaseaba la pastura para los caballos, cuando la caza se alejaba, cuando el agua de un arroyo era más abundante en otro sitio o cuando llegaba el invierno, los sioux movían sus campamentos.

    Un día, la aldea entera estaba en marcha. Muchas mujeres y niños formaban la partida. Numerosos caballos de carga acarreaban los tipis y enseres; los hombres cuidaban los caballos de guerra y de caza; todos avanzaban. Entre ellos, iba una joven con un perrito. El cachorro era juguetón y ella lo quería mucho, pues lo había cuidado desde recién nacido, cuando aún no abría los ojos.

    El camino se le hacia corto pues el cachorro jugaba con ella y los demás muchachos.

    Cuando oscureció, vio que el perro no estaba. Lo buscó en el campamento y vio que nadie lo tenía. Lo llamó. “Tal vez se habrá ido con los lobos, como otros perros de la aldea, y regresar pronto. Tal vez volvió al viejo campamento”, pensó la muchacha recordando las costumbres de los demás perros de la aldea.

    Sin decir ni una palabra a nadie, regresó a buscarlo. No había riesgo de perderse, conocía bien el camino. Volvió hasta donde quedaban las huellas del campamento de verano, allí durmió. Esa noche cayó la primera nevada de otoño sin despertarla. A la mañana siguiente, reanudó la búsqueda.

    Esa tarde nevó más fuerte y Marpiyawin se vio obligada a refugiarse en una cueva. Estaba muy oscura, pero la protegía del frío. En su bolsa llevaba wasna, carne de búfalo prensada con cerezas ùsemejante al queso secoù, y no tendría hambre.

    La muchacha durmió y en sueños tuvo una visión: los lobos le hablaban y ella les entendía; cuando ella les dirigía la palabra, también parecían comprenderla. Le prometieron que con ellos no pasaría hambre ni frío. Al despertar, se vio rodeada de lobos pero no se asustó.

    Varios días duró la tempestad y los lobos le llevaban conejos tiernos para que comiera; de noche, se acostaban junto a ella para calentarla. Al poco tiempo eran ya muy amigos.

    Cuando la nevada escampó los lobos se ofrecieron a llevarla a la aldea de invierno. Atravesaron valles y arroyos, cruzaron ríos y subieron y bajaron montañas hasta llegar al campamento donde estaba su gente. Allí Marpiyawin se despidió de sus amigos. A pesar de la alegría que sentía de volver con los suyos, se entristecía de dejar a los lobos. Cuando se separaron, los animales le pidieron que les llevara carne grasosa a lo alto de la montaña.

    Contenta, ella prometió volver y se dirigió al campamento.

    Cuando Marpiyawin se acercó a la aldea, percibió un olor muy desagradable. ¿Qué sería? Era el olor de la gente. Por primera vez se daba cuenta de cuán distintos son el olor de los animales y el de las personas. Así supo cómo rastrean los animales a los hombres y por qué su olor les molesta. Había pasado tanto tiempo con los lobos que había perdido su olor humano.

    Los habitantes de la aldea se pusieron felices al verla, pensaban que la había secuestrado alguna tribu enemiga. Ella contó su historia y señaló a los lobos; apenas se veían sus siluetas dibujadas contra el cielo, en lo alto de la montaña.
    -Son mis salvadores -les dijo, gracias a ellos estoy viva.
    La gente no supo qué pensar. Todos le dieron carne para que la ofreciera a los lobos. Estaban tan contentos y sorprendidos que mandaron un mensajero a cada tipi, para avisar que Marpiyawin había regresado y para pedir carne para sus salvadores.

    La muchacha llevó la comida a los lobos; durante los meses de crudo invierno alimentó a sus amigos. Nunca olvidó su lengua y, a veces, los gritos de los lobos que la llamaban se oían por toda la aldea. Se hizo vieja, los demás le preguntaban lo que querían decir los lobos. Así, sabían si se acercaba una nevada o si merodeaba algún enemigo. Fue así como se le dio a Marpiyawin el sobrenombre de Wiyanwan si kma ni tu ompiti: la vieja que vivió con los lobos.

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