Gregori Condori Mamani (cuento Quechua)

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América; F.C.E., México 1994 pág.71
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Federico Navarrete Linares.
Ilustrador: Andrés Sánchez de Tagle.
Ésta es la historia de la vida de Gregorio, un indio quechua del Perú. En este primer volumen nos cuenta de su infancia.

    Me llamo Gregorio Condori Mamani, soy runa, mi lengua es el quechua. Vengo de Acopia, un pueblo que está en la sierra, no muy lejos del Cusco.

    Fui un niño huérfano. No sé si mi madre me parió para un casado, para un soltero o para un viudo. No sé quién es mi padre. Eso sólo lo sabe ella, que ya murió y ahora es alma. Lo único que sé es que una vez mi tío Luis me dijo que mi madre me arrojó a esta vida en el pueblo de Layo. Ése es mi legítimo pueblo porque ahí nací, pero nunca lo he visitado.

    Cuando era muy niño y no reventaba mi boca ni para decir mi nombre, mi madre me entregó a mi madrina para que me cuidara, porque ella no tenía hijos. Crecí con ella. Pero su esposo era muy tacaño y me pegaba por t odo, hasta por lo que comía, y a veces me hacía sangrar.

    Era muy pobre y huérfano, y estaba en poder de mi madrina. Ella me cortó los cabellos. Un día, cuando ya era grandecito, me dijo:

    -Ahora que ya tienes fuerzas y los huesos duros, tienes que ir a trabajar. Te haré, pues, tu fiambre para que vayas a buscar un trabajo, a ver si traes plata siquiera para la sal de la sopa lawa que comes. Ya no te puedo mantener porque ma&n tilde;ana tendrás mujer e hijos, y a lo mejor te toca una mujer que no te vaya a ayudar en nada, y entonces me puedes maldecir. Y yo no quiero que después de mi muerte alguien me maldiga; porque me puedo volver un alma penante. Así, s erá mejor que tú solo, desde ahora, aprendas a tejer tu vida para que mañana mantengas a tu familia.

    Así me habló mi madrina y le respondí:

    -Bueno, mamá.

    Entonces, desde ese día, en mi corazón se prendió, como alfiler, la idea de salir de la casa de mi madrina para ir a buscar trabajo. Poco después llegó un arriero a mi pueblo. En muchos caballos y mulas traí ;a sal y azúcar para cambiarlas por lana, chuño y moraya. Me dijeron que ese arriero llevaba chiquitos al Cusco para que trabajaran de sirvientes en las casas de sus compadres. Lo busquéé para decirle que me llevara con él. Cua tro días más tarde salimos del pueblo.

    Era tiempo de lluvias; la lluvia y la nevada caían día y noche, hasta que las lomas y las pampas quedaban blancas, todas cubiertas de nieve. Creo que partimos un día martes, casi sin saber a dónde íbamos, porque n o se veía el camino. Las mulas y los caballos andaban al tanteo, y ya por la tarde, cuando el Padre Sol estaba bien inclinado, salió un ratito; los cerros se pusieron blancos, reverberando de luz y empezaron a arder como espejos. Más tarde nos detuvimos a dormir y cuando estábamos bajando las cargas de la piara de mulas, empezó una lluvia fuerte y los truenos caían a nuestro lado, reventando como camaretazos muy fuertes. Todos nos asustamos. Las mulas y los cabal los, de puro susto querían salir de su corral para escaparse y el arriero nos ordenó que los sujetáramos. Así nos quedamos toda la noche, abrazados a los animales.

    En medio de esa lluvia, todo mojadito, mis ojos empezaron a dolerme, como si los hubiera tocado un fierro candente como el que se usa para marcar caballos. Creo que el Sol de la tarde me quemó los ojos. Como nunca me habían dolido con ese dolor que dan ganas de arrancárselos, empecé a gritar. En eso me dijo otro peón:

    -No seas bruto, indio: bájate el pantalón, amontona harta nieve y siéntate encima; verás que tu dolor va a pasar.

    Hice lo que me dijo y bajó un poco el dolor de mis ojos, pero al día siguiente estaba enfermo y tenía las nalgas todas hinchadas. No pude seguir al arriero y sus hombres y me dejaron encargado en una estancia de ovejeros. Ah&ia cute; me curó la señora de la casa.

    Ojalá a esta señora de buen corazón el Señor la haya hecho sentar a su lado, porque ella es la que me salvó cuando yo ya estaba caminando a la otra vida.

    Seguro mi estrella era quedarme dando vueltas por la sierra, penando pueblo tras pueblo. Como no sabía el camino que habían tomado los arrieros, cuando me curéé me quedé con la familia de ovejeros.

    Pero el dueño de la estancia tenía hartos chiquitos que eran unos diablos pendencieros y querían pegarme a menudo. Yo no me dejaba. Ellos jode y jode, hasta que se me acababa la paciencia y les pegaba y los hacía chillar . Por eso varias veces me fuetearon.

    Como en ese lugar había poca comida y me maltrataban, regreséé a Acopia, a casa de mi madrina. Creo que a ella le dio gusto verme, pero su esposo seguía pegándome por todo. Por eso me volví a ir poco despué s. Estoy seguro que mi madrina lloraría cuando se enteró que me fui, porque no sabe nada de mí desde que salí de Acopia. Seguro que lloró siempre, seguro que siempre me buscó. “¿Dónde está ; mi pobre hijo?”, diría. “¿Dónde está mi Gregorio? ¿Dónde se ha ido? ¿Habrá subido al cielo? ¿Se lo llevó el río? ¿Lo enterró el cerro?”

    Viajéé con un carnicero que dormía afuera de los pueblos bajo un toldo que él mismo llevaba. Yo lo ayudaba arreando sus ovejas y él me daba de comer, pero una noche me abandonó en plena pampa. Lo busquéé va rios días hasta que una señora me recogió para que le cuidara sus ovejas. Después me fui al pueblo de Sicuani con unos arrieros que pasaron por su casa. Ahí viví con otro carnicero. Pero este carnicero también era diablo. Me pegaba mucho. Mi oreja ya no era oreja. Mi espalda ya no era espalda. Me pegaba demasiado. Allí pastaba vacas. En lo que pastaba, como todo chico, me quedaba dormido. Otras veces se me hacía tarde. Por eso me pegaba, me colgaba con soga de un tirante y me daba orín fermentado con hollín. Yo tenía que tomar aquello por miedo a que me azotara en la espalda, hasta sangrar.

    Por eso una noche me fui de Sicuani. Quería ir a otro pueblo, pero no tomé el camino porque tenía miedo de encontrarme al diablo. Estaba muy temeroso. Pero me encontré a un hombre y una mujer que pescaban en la noche. -¿Eres de esta vida o de la otra vida? -me dijo el hombre. -Soy de esta vida -contesté. -¿Entonces, quién eres y a dónde vas? -Así estoy caminando, nada más. No tengo padre. Ellos eran runas nomás, como yo, y tenían buen corazón, porque me dijeron: -¿Quisieras irte con nosotros? Me dieron su fiambre, sacado de su atadito. Sólo eso comí. Nos fuimos a la tierra de la mujer, al ayllu de Ariza. En ese pueblo todos eran buenos y de alma limpia. Este hombre, Gumercindo, me tenía muy estimado porque lo ayudaba a cultivar. Desde chiquito sabía arar con la yunta. Iba al aporque cargadito del yugo de la yunta y por eso me querían más. Cuando ayudaba a los demás de chacra en chacra, los del ayllu no me daban chicha ni trago, porque todavía no sabía tomarla, pero comida me daban en abundancia. Por eso mi estómago andaba bien, pero mi ropa estaba toda haraposa, porque no me vestían. Estuve en la casa de don Gumercindo más de un año. Pero cierto día me pasó mala suerte. Yo creo que la mala suerte está en mí, pegada como lunar negro. Esa vez vinimos a Sicuani con dos asnos cargados de harina de trigo para vender. Mientras trataba de montar un asno, el otro volteó una esquina, y cuando fui tras él, había desaparecido. Lo busquéé y lo busquéé hasta que se hizo de noche y un misti me dijo que seguramente lo habían robado. Por esa razón decidí no volver más con Gumercindo y me fui con otro misti. Después estuve con una señora. Iba de casa en casa sin poder quedarme en ninguna, por que siempre perdía los animales que cuidaba y siempre me corrían. Cuando iba a los cerros, tras las ovejas, armaba amistad con otros chicos ovejeros y jugaba con ellos mientras las ovejas comían. Hacíamos bolas de trapo para patear, trompos de unos troncos de chachacomo. Si estaba solo me quedaba dormido. Hasta ahora no he perdido esta costumbre de dormir al instante, donde me siente. Bueno, en lo que pastaba a las ovejitas en los cerros, mientras jugaba o mientras dormía, ééstas se dañaban porque comían papas o pasto verde, o el zorro se las comía.

    No sé por qué, pero así será mi suerte: he andado de casa en casa desde la vez que vi la luz del día, haciendo renegar a nuestro Dios. Ésa es la suerte de los que hemos sido arrojados a este mundo para sufrir. De esa manera los pobres curamos las heridas de Dios, que está lleno de llagas. Cuando sus heridas estén totalmente curadas, el sufrimiento desaparecerá de es te mundo. Esto nos dijo una vez en el cuartel un cabo, y nosotros le dijimos:

    -¿t;Cómo?, ¡;cuán grandes son esas heridas que no desaparecen con tanto sufrimiento! Ni que fuera mata caballo.

    Ahora, cuando hago memoria, digo que hay más sufrimiento que antes. Esta vida ya no es para aguantar. En mi ignorancia digo, si las llagas de este Dios son causa para tanto sufrimiento, ¿por quéé no se le busca y se le cura? Así le dije un día a mi mujer, y ella me respondió:

    -Dicen que para eso, para curar a Dios, los extranjeros han ido en avión al monte de la Mama Killa.

    Y esos días todos en las calles hablaban de que los gringos habían llegado a la Mama Killa después de viajar una semana en avión. Pero yo creo que eso sólo es habladuría.