Cuentos mayas

Juego de Pedro iguana

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág. 89
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Gabriela Rábago.
Éste es un juego para niñas y niños.

    El escenario es un bosque y se trata de buscar a Pedro Iguana. El muchacho que lo representa se oculta entre los árboles, mientras los otros se quedan en su lugar con los ojos tapados.

    Una vez que se ha escondido, Pedro Iguana grita: “­¡Vengan!” y los demás salen a buscarlo al tiempo que corean un verso:

    “¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿Dónde estás, Pedro Iguana?”

    Pedro tiene que responder con un silbido si los jugadores van lejos de su rastro; pero si están cerca, se mantiene en silencio para no delatarse.

    Cuando al fin lo encuentran, debe tratar de huir. Los cazadores se le echan encima para atraparlo y Pedro Iguana rara vez consigue escapar.

    El juego continúa y el muchacho que lo encontró primero se convierte en el nuevo Pedro Iguana.

Juan Perez Jolote

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América, F. C. E., México, 1994, pág.140
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Gabriela Rábago.
Ilustrador: Andrés Sánchez de Tagle.
Ésta es la historia de Juan Pérez Jolote, un indio maya tzotzil de San Juan Chamula, en México. En este capítulo nos cuenta sobre sus primeros años.

    No sé en que año nací. Mis padres no lo sabían, nunca me lo dijeron. Soy indio chamula, conocí el Sol allá en el lugar de mis antepasados que está cerca del Gran Pueblo, en el paraje de Cuchulumtic.

    Me llamo Juan Pérez Jolote. Lo de Juan, porque mi madre me parió el día de la fiesta de San Juan, patrón del pueblo. Soy Pérez Jolote porque así se nombraba a mi padre. Yo no sé cómo hicieron los antiguos, nuestros “tatas”, para ponerle a la gente nombres de animales. A mi me tocó el del guajolote.

    Conocí la tierra de cerquita, porque desde muy pequeño me llevaba mi padre a quebrarla para la siembra. Me colocaban en medio de mi padre y mi madre cuando trabajaban juntos en la milpa. Era yo tan tierno que apenas podía con el azadón. Estaba tan seca y tan dura la tierra, que mis canillas se doblaban y no podía yo romper los terrones. Esto embravecía a mi padre, y me golpeaba con el cañón del azadón, y me decía:

    -¡Cabrón, hasta cuándo te vas a enseñar a trabajar!

    Algunas veces mi madre me defendía, pero a ella también la golpeaba.

    Ahora pienso que tuve mala suerte con ese padre que me tocó. Bien me daba cuenta que a otros niños sus papás los trataban con muchas consideraciones y con harta paciencia los enseñaban. Pero a mí ese padre, con su trago y sus golpes, hizo que se me creciera el miedo en la barriga y ya no quería aguantarme junto a él, no me fuera a matar en un descuido.

    Un día domingo, a la hora en que pasa por el camino la gente que vuelve de San Andrés, después de la plaza, me acerqué a una mujer zinacanteca y le dije llorando:

    -Mira, señora, llévame para tu casa, porque mi papá me pega mucho. Aquí tengo mi seña todavía, y acá, en la cabeza, estoy sangrando. Me pegó con el cañón de la escopeta.

    -Bueno -me dijo la mujer-. Vámonos.

    Y me llevó para su casa donde tenía sus hijos, en Nachij.

    No muy cerca de esta casa, en otro paraje, había una señora viuda que tenía cincuenta carneros. Cuando supo que yo estaba allí, vino a pedirme diciendo a la mujer que me había traído:

    -¿Por qué no me das ese muchacho que tienes aquí? No tiene papá, no tiene mamá. Yo tengo mis carneros y no tengo quién me los cuide.

    Luego me preguntó la mujer que me trajo:

    -¿Quieres ir más lejos de aquí, donde tu papá no te va a encontrar?

    -Sí -le dije. Y me fui con la mujer de los carneros, sin saber adónde me llevaba… pero más lejos.

    No recuerdo cuántos meses estuve con aquella mujer; pero fue poco tiempo, porque me fueron a pedir otros zinacantecos. Eran hombre y mujer, me querían para que cuidara sus frutales. Le dieron a la viuda una botella de trago, y me dejó ir.

    Yo sentía ganas de jugar a Pedro Iguana con otros niños, o ser un “cazador” en el juego de escarbar la moneda, pero los grandes nomás me daban trabajo. Mi nuevo trabajo era espantar los pájaros que se estaban comiendo las granadas y los plátanos. Aquí, mis patrones tenían dos hijos. Eran muy pobres. Para vivir sacaban trementina de los ocotales y la llevaban a vender a Chapilla. Siquiera los viejos me compraron unos huaraches.

    Un día me llevaron a tierra caliente a buscar maíz. Allá trabajaban los zinacantecos haciendo milpa. Llegaron con un señor que tenía montones de mazorcas. Todos ayudamos al señor del maíz en su trabajo; unos desgranaban metiendo las mazorcas en una red y golpeando duro con unos palos, otros lo juntaban y lo encostalaban. A mí me puso a trabajar el dueño, como si fuera mi patrón, y todo el día estuve recogiendo frijol del que se queda entre la tierra. Cuando terminé, me puso a romper calabazas con un machete, para sacarles las pepitas.

    Cumplimos tres días de trabajo. Luego los viejos se fueron con sus hijos y yo me quedé para desquitar el maíz que se habían llevado. Con el dueño del maíz estuve partiendo calabazas, hasta que se juntaron otros quince días. Y aunque los viejos tenían que desquitar más cargas de maíz, ya no me dejaron allá. Me dio gusto irme con ellos a su casa porque las plagas y los mosquitos de tierra caliente no dejan dormir. Me dieron para mí una carguita de caracoles de río y eso me puso más contento.

    Pasó el tiempo y me volvieron a llevar a tierra caliente. Esta vez los viejos se habían quedado en casa: fui solo con los dos hermanos. Llegamos donde vivía el hombre que tenía el maíz y me dejaron vendido con él por dos fanegas. Llevábamos cuatro bestias y los dos hermanos las cargaron con el maíz que recibieron a cambio de mí. Entonces me dijeron:

    Aquí quédate. Volvemos por ti dentro de ocho días.

    Pero ya no volvieron.

    Lloré porque iba a quedarme lejos. Los viejos no me pegaban. Nunca me regañaron… Tal vez me querían; pero eran pobres y no tenían maíz, no tenían tierra… ­¡Cómo volver a su casa si me habían vendido para tener qué comer!

    Todos los días llegaba un ladino que vivía en una hacienda cerca de Acala. Era el dueño de la tierra, y el zinacanteco del maíz le pagaba por sembrar en ella… Este ladino iba a ser mi nuevo dueño.

    Me quería llevar con él porque no tenía hijo y estaba solo con su mujer. El señor que me compró se llamaba Leocadio. Al día siguiente, de madrugada, oí que relinchaba su caballo. Habló con el dueño del maíz. Llegaba para llevarme. Me montó en las ancas de su caballo, y fui con él a su casa.

    Al llegar me entregó con su señora diciéndole:

    -Mira, hijita, aquí traigo este muchachito que se llama Juan, para que nos sirva en el día. Para que traiga agua en el tecomate y para que le dé de comer a los coches. Le entregas un machete viejo para que rompa las calabazas.

    Cuando estuve con el señor Leocadio, supieron las autoridades que el señor tenía un huérfano y le avisaron que me iba a recoger el gobierno para ponerme en un internado. Y un día, por la mañana, llegaron dos policías cuando yo ya había regresado de la ordeña. Me preguntaron de dónde era y les dije que era chamula. También tuve que decir que mis papás estaban vivos y que salí huido de mi casa porque me golpeaba mucho mi papá.

    Llamaron por teléfono a San Cristóbal y de allí a Chamula, para mandar llamar a mi padre con los mayores del pueblo. Antes que llegara mi padre, le dije al señor presidente:

    -No quiero ir con él, no sea que me vaya a matar por el camino.

    Cuando mi padre llegó, eso le dijo el presidente, y que yo iría si iba mi madre a buscarme. Mi padre volvió a Chamula y yo me quedé con el señor presidente.

    A los quince días volvió solo mi papá y me dijo:

    -Ya no te voy a pegar… Vamos a la casa, tu madre llora por ti.

    Yo no sé si le creí que ya no me iba a pegar; me regresé nomás para no darle penas a mi madre.

    Habían pasado siete meses desde que salí de mi casa. Ocho días después de haber vuelto, mi padre empezó de nuevo a darme con cueros, mecapales y palos, y a decir que había sufrido mucho para encontrarme. Ahora me tocaba a mí sufrir la lluvia de golpes y de insultos. Me daban hartas ganas de huirme otra vez, mucho más lejos de tierra caliente, y ya no regresar, ni siquiera por mi mamá.

    Un día pidió mi papá doce pesos a un habilitador de los que andan enganchando gente para llevarla a trabajar a las fincas. Cuando llegó el día para salir al camino, no lo encontraron porque estaba emborrachándose, y me llevaron a mí en su lugar para que desquitara el dinero que él había recibido. Fue conmigo mi tío Marcos. Hicimos cuatro días de camino.

    La finca estaba en tierra caliente y tenía plantaciones de cacao y de hule. Pero no trabajé como los demás; sólo traía agua de un pocito para un caporal. Los hombres fueron contratados por un mes y les pagaron doce pesos. Cuando cumplieron el mes, llegaron otras cuadrillas a la finca para ocupar su lugar. Mi tío y yo volvimos a nuestras casas.

    Todos los días, desde que regresé, iba con mi mamá a traer leña al monte. Una vez fuimos los tres: mi papá, mi mamá y yo. Llevábamos una bestia que era muy cimarrona: no se dejaba cargar. Yo detenía el lazo de la bestia; pero mi mamá no aguantaba la carga de leña que iba a ponerle encima. Entonces mi papá cogió una raja de leña y nos dio con ella. A mi mamá le pegó en la cabeza y le sacó sangre. Volvieron a cargar la bestia, y después de pegarle también a ella, recibió la carga.

    Volvimos al paraje; pero yo me quedé en el camino y me fui a San Cristóbal. Conocía el camino por que mi papá y mi mamá me llevaban con frecuencia cargado de zacate para venderlo allá.

    Cuando llegué, me encontré en la calle con un hombre que buscaba gente para las fincas de Soconusco. Le dije que si me llevaba, pero de huido, ésa era la verdad, porque mi papá me pegaba. Él me dijo que con mucho gusto me llevaría. Fue a hablar con el habilitador, y luego me preguntó que cuánto dinero quería. Yo le dije que lo que me diera, pero que no fuera mucho. Eso dije y recibí doce pesos.

    Llegué a una finca de Soconusco donde ganaba diez centavos diarios. Trabajaba con los patojos, pues aparte trabajaban los hombres y aparte nosotros. Los hombres lo hacían por tarea. Yo limpiaba las matas de café para que no criaran monte.

    El patrón y el caporal me querían mucho y con frecuencia el caporal me mandaba por la tierra de los tacanecos acompañando a su mujer. Yo me sentía a gusto.

    Pasó un año, y me siguieron dando diez centavos diarios por que me descontaban para desquitar lo que me habían adelantado. Así se me fue haciendo costumbre desquitar.