LAS TEOLOGIAS LOCALES COMO EXPRESION DE LA FE ENCARNADA.

LAS TEOLOGIAS LOCALES COMO EXPRESION DE LA FE ENCARNADA.
José Vicente Monteagudo.
  “Teología” es un concepto que puede evocar resonancias distintas: para un no-creyente es un discurso vacío de contenido, pues Dios no es más que una idea creada por el hombre; para un creyente al que las “movidas”  de la Iglesia le “resbalan” es cosa de curas y en todo caso, una reflexión sobre una idea muy particular y personal sobre Dios; para los que nos movemos en el mundillo de la Iglesia tiene también varias connotaciones: es un pozo inagotable desde el cual justificar razonablemente una ideología y una tendencia eclesial; o una ciencia que, sistemáticamente elaborada, se estudia en facultades, seminario y centros teológicos (y que está alejada de la realidad social y cultural); o una simple especulación sobre conceptos inmutables, reservada para unos pocos “sabios”( y para la curia romana).
Sin embargo, tiene también un sentido para mí más significativo: indudablemente es un discurso racional y riguroso, pero cuyo estímulo, objeto y finalidad es la fe y su sentido para  el cristiano. Surge de la experiencia de fe, desde la que éste se pregunta por las implicaciones que para su vida y la de los demás tiene, y por cómo hacer esta fe inteligible al mundo del que forma parte el hombre de hoy. Es una reflexión que busca superar todo fundamentalismo porque sirve de motor dinamizador de las fórmulas demasiado rígidas de los dogmas (si bien éstos hacen un servicio a la identidad de la propia fe).
 
En resumen, el contexto cultural concreto en que uno vive plantea determinadas preguntas a la vivencia del creyente: su fe, para madurar y no quedarse en un nivel de inocencia o de simple contestación social tiene que dar respuestas adecuadas a la realidad que le rodea y entrar en diálogo con ella. Durante muchos años, la teología ha tenido una formulación caracterizada por una centralización del saber (no sólo teológico) en los países desarrollados. La teología europea ha marcado la pauta desde unas bases filosóficas e ideológicas también europeas (platonismo, aristotelismo, tomismo, escolástica, existencialismo, liberalismo, etc.).
Pero las diferentes iglesias cristianas se han extendido enormemente por América Latina, Africa, Asia y Oceanía, lugares que culturalmente son incluso radicalmente distintos a la vieja Europa. ¿Cómo puede transmitirse el Evangelio en esas culturas sin imponer nuestras categorías teológicas que responden a esquemas grecolatinos?¿No es la fe acaso un don que se recibe y no algo impuesto y aprendido de memoria? También, en el primer mundo aparecen en nuestros días otros planteamientos culturales e ideológicos que afectan a estas cuestiones: cultura gitana, feminismo, nacionalismos, inmigrantes, etc.
Existen actualmente muchísimas visiones del mundo distintas dentro de una misma Iglesia, y cada comunidad tiene derecho a expresar su fe también desde esquemas distintos, con una teología contextualizada, propia, local. Surge aquí otra cuestión: ¿puede la comunidad ser fiel tanto al propio entorno cultural en que vive, piensa y siente, como a la fe en Cristo recibida de la tradición cristiana?
 
Hay un sentimiento creciente de que las teologías heredadas de las iglesias del primer mundo no se adaptan de forma adecuada a circunstancias culturales muy diferentes. Se les ha acusado de paternalistas y colonialistas porque no ofrecen una respuesta real a sus inquietudes y problemas. Documentos del Concilio Vaticano II (Decreto “Ad Gentes”) o la  “Evangelii Nuntiandi” de Pablo VI hablan de una teología misional y emplean vocablos como: “indigenización”, “inculturación”, “adptación”, “localización”, “contextualización”, etc.
Esta nueva teología o mejor dicho estas nuevas teologías desarrollan su labor precupadas por el contexto, método e historia. Comienzan por un estudio detallado del contexto, por lo que echan mano, no sólo de la filosofía sino también de la antropología, sociología, etnología, semiótica, etc.: su desarrollo da más prioridad al papel de la comunidad como creadora de teología a la luz de la historia de su contexto (dominaciones raciales, económicas, sexuales e ideológicas). A este trabajo teológico se le ha llamado “teologías indígenas”, “etnoteología”, “inculturación”, “teología contextual” o “teología local”: este último´es el término más apropiado, porque hace referencia a la “iglesia local” y porque cada contexto admite un acercamiento distinto.
En su proceder, las teologías locales responden a diversos modelos:

1) Se dan modelos de traducción. Buscan un paralelismo entre lo esencial de la fe y de la cultura en que se transmite, pero su análisis cultural es superficial e interesado por la urgencia pastoral y porque lo que se transmite como esencial de la fe no va desnudo culturalmente hablando, sino que conlleva imposiciones de la cosmovisión occidental.

2) Modelos de adaptación: tratan a la cultura con mayor seriedad, se dividen en tres grupos.  El primero intenta construir una cosmovisión de la cultura local que sirva de base para la elaboración teológica; sin embargo pretende una teología académica y sistemática que no responde a las inquietudes profundas de la cultura: no deja de ser un esquema noratlántico de elaborar teología.
El segundo se basa en la fidelidad a la “Iglesia uniforme del Nuevo Testamento” (propio de las iglesias calvinistas) como base filosófica fundamental; pero se trata de una precomprensión europea de la reforma protestante del siglo XVI.
El tercer grupo busca anunciar la fe apostólica para que sea asimilada por la cultura local desde sus propios esquemas vitales: respeta así la tradición cristiana y las tradiciones autóctonas, pero ¿dónde se puede encontrar una cultura pura en la que el cristianismo no haya influído ya? ¿Vamos a negar a determinadas tribus o etnias la posibilidad de responder desde su fe a las influencias del mundo occidental que ya han calado en su cultura?

3) Por fin, contamos con los modelos contextuales: se fijan más en el contexto cultural peculiar en que la fe es recibida, se expresa y asimila para que desde las comunidades cristianas de este entorno sean capaces de construir una teología propia, o “su” teología.
Dos son los procedimientos que sigue este modelo: a) los procedimientos etnográficos, que se preocupan por responder a los problemas de la identidad racial, nacional, femenina, etc. dónde ésta ha sido “colonizada” o es absorvida por otra identidad cultural dominante. Analiza la problemática del entorno e interpela desde ahí a la tradición cristiana. Su debilidad consiste en no atender al cambio social que crea conflictos en un determinado contexto. Puede convertirse entonces en un conservadurismo cerrado sobre sí que dogmatiza la propia herencia histórica.b) Los procedimientos de liberación atienden a los conflictos que genera el cambio social y el choque de culturas con intereses divergentes. Se centran en la situación de violencia, opresión, pobreza y discriminación que sufren determinados pueblos y sectores sociales, y desde aquí hacen una lectura creyente desde la oferta de salvación que en la Biblia aparece. Su peligro consiste en que pueden centrarse demasiado en la acción liberadora y no tienen en cuenta la profundidad del mensaje de la fe, con lo que se cierran en una lucha irracional contra el poder y destruyen la religiosidad popular. Sin embargo estos procedimientos son los que mejor han dado respuesta a la realidad de la cultura local.

Después de éste análisis, hay que rercordar que el sujeto principal que elabora una teología local es la comunidad cristiana: ella puede hacer una lectura de la Escritura y la Tradición desde su propia identidad y situación. La teología se convierte así en una pedagogía para la acción. Es en este momento cuando aparece la figura del teólogo profesional, que toma esa experiencia vivida  en su comunidad y la contrasta con la experiencia de otras comunidades y con la experiencia del pasado, abriéndo su comunidad a nuevas perspectivas. Después adquieren protagonismo los  “profetas” y los “poetas”. Los primeros son las voces críticas  de la comunidad y los que descudren la Palabra de Dios en los “reglones torcidos” de aquélla; los poetas traducen todo ello a símbolos y metáforas que manifiestan con profundidad toda esa experiencia de vida.
Con todo ello, vemos que tanto el evangelio como la iglesia (católica o protestante) se interrelacionan dentro de una cultura a través de una comunidad concreta. Esta se pone a la  escucha de la cultura, no desde un análisis funcionalista (demasiado pragmático y poco atento a lo simbólico), ni desde materialismos o ecologismos (útiles para contextos culturales en cambio, pero reduccionista en su interpretación de cosmovisiones sólo a partir del entorno físico), ni tampoco desde lecturas estructuralistas (que descubren estructuras de identidad y cambio cultural pero que, al basar la elaboración cultural en estructuras mentales, subordinan demasiado lo empírico), sino desde el análisis semiótico. Éste permite acercarse a la cultura local dejando hablar a la misma; se acerca a sus “textos” (expresiones mínimas de identidad o de cambio social de una cultura: peleas de gallos, corridas de toros, bodas gitanas, reducción de la cultura vitivinícola de Albacete, etc.,) y descubre en ellos un conjunto de signos y metáforas que se interrelacionan y transmiten mensajes.
De esta forma, la cultura se manifiesta por sí misma en su significación profunda. La labor de la teología se situaría por ello desde la perspectiva del receptor (y no desde el emisor como en los modelos de traducción y adaptación). Éste me dice qué simbología y qué reglas he de seguir para que la fe pueda decir algo a la experiencia de la cultura en que una comunidad está insertada. La teología se constituye entonces en un instrumento al servicio de la autenticidad de la fe encarnada en la vida del hombre concreto.

LA MUERTE-3885

LA MUERTE
Antonio Carrascosa Mendieta

El reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.
También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra.

(Mt 13, 44-45)

¿No es una inmensa alegría haber encontrado aquello por lo que merece la pena vender todo? ¿Qué es la vida humana sino el tanteo por encontrar ese único tesoro? Cada vez que me enfrento con verdad a mi vida más percibo la venta continua, permanente, imparable, brutal… que la preside. Como un goteo persistente, vendemos nuestros días, nos vendemos en ellos sin parar.
Tú me han enseñado que somos capaces de encontrar la razón de esta venta de vida, que no son una venta absurda nuestros días, que merece la pena venderlo todo y con urgencia cuando descubrimos el tesoro. ¡Qué alegría si podemos encontrarlo! Tú sí que encontraste esta perla de inigualable valor, la perla que le da valor a todo… Encontraste en tu misión por el Reino aquello que justifica cualquier entrega… Y me invitas a descubrirme en mí escondido en lo que vivo día a día, a palpar aquél que soy, y tocándome decirme: merece la pena venderlo todo para ser yo cada vez más. ¿Hay tesoro mayor?Merece la pena vender mi vida gota a gota a favor de este proyecto que soy. Meerce la pena incluso, … tu lo sentiste como nadie…, venderse a través de la muerte si uno descubre que sólo a través de ella llegarás a ser el que quieres ser. Y no será una venta ajena a lo que hemos ido vendiéndonos toda la vida. Al contrario, porque hará que tengan su único sentido.
Un tesoro que hay que guardar en lo escondido, porque sólo allí es tesoro. Y allí secretamente voy buscándolo, y voy alimentándome y alimentando a otros… Y un tesoro que fecundará a nuevos buscadores de tesoros sólo a través de mi muerte, como tú con tu muerte fecundas nuestra búsqueda. En lo escondido, allí la muerte hará que seamos aquello que, después de haberlo vendido todo, queríamos ser. Y entonces, sólo entoncer,  será “mi” muerte…  y entonces, sólo entonces,  seré por fin yo… Y entonces, sólo entonces, serás tú en mí para siempre.

0. Confesión personal.
Una confesión personal: me da mucho respeto hablar de este tema, me sobrecoge un poco… Lo cual entra dentro de lo normal, no creo que lo tenga que justificar. Pero me apetecía también acercarme a este tema para poner palabra a lo que voy tímidamente buscando, palpando y tanteando, también acompañado por alguno de vosotros.
Y me da mucho respeto y sobrecoge no tanto por la misma muerte, sino por mis palabras. Me da miedo que suenen a hueco, que sean meras especulaciones, que no terminen de llegar, que se caigan y no duren cuando nos enfrentamos a la experiencia de la muerte cara a cara. O más bien, cuando nos enfrentemos a la vida cara a cara.
Sólo puedo decir que acepto el riesgo. Que sé que mis palabras nunca podrán acertar del todo ni en esta experiencia ni en ninguna, pero que tienen que ser dichas para acercarme a ellas.

1. Las dificultades que rondan este tema.
Cuando uno se propone hablar de esta realidad aquí o en cualquier otro momento apropiado para ello encuentra muchas barreras. Podríamos resumirlas diciendo algo muy simple (ojalá que todo lo que diga sea tan simple…): casi siempre preferimos eludir el tema. Supone casi una reacción instintiva el deseo de quejarnos cuando en una conversación ha aparecido el tema. Incluso culpabilizamos de masoquismo impropio al que hace aparecer el tema de la muerte entre nosotros.
Y no sólo en la conversación, sino, lo que es más grave, en la propia experiencia que tenemos de la muerte, tanto si nos toca en primera persona como en segunda muy cercana. La reacción más natural es eludirla
Incluso estoy seguro que para más de uno de los que estamos aquí nos crea una cierta incomodidad que este tema se haya hecho un hueco en unas charlas de formación y nada menos que en un ciclo con el tema de “creer en la iglesia del futuro”.
¿Y por qué este reparo, este querer pasar por alto? Yo apuntaría varias causas. No me detendré demasiado, porque no es a este nivel al que quiero tratar el tema. Si acaso algo más en la última de las razones.
–    La primera es nuestra propia cultura que acalla la muerte, que la saca de la experiencia cotidiana. Son otros los intereses de una cultura donde se prima fundamentalmente el disfrute, la vida, la salud, etc. También desde un cansancio de una época (bastante lejana ya, todo hay que decirlo) donde tenía un protagonismo impropio y bastante inhumano.
–    Nuestro propio miedo, nuestra inexperiencia en temas que requieren de una profundidad importante. Es algo tan serio que no nos valen los esquemas que habitualmente tratamos para abordar otras experiencias mucho más epidérmicas
–    Y yo quisiera traer aquí una tercera dificultad: las soluciones precipitadas que a veces hemos dado a este tema no han favorecido un clima de acercamiento a la realidad de la muerte. Es tan dura la realidad que casi siempre hemos acudido a ella con “tranquilizantes” mal utilizados. Me refiero, por ejemplo, al tema de la resurrección y la vida junto a Dios. Quiero decir que en ocasiones hemos querido tapar con la Resurrección la muerte, poniendo como fuera de consideración lo que significa morir. Y así, la fe en la resurrección ha sido otra manera más de eludir la muerte.
Y no porque no crea en la Resurrección. Ni porque no crea que la fe en la Resurrección no pueda aportar nada a nuestra reflexión sobre la muerte. Pero intuyo  que sin comprender la experiencia de la muerte no podemos comprender lo que significa resucitar, porque percibo que es precisamente en el corazón de la experiencia de la muerte donde se nos revela lo que significa eso que llamamos resurrección.
Hablaré por tanto poco de la Resurrección. Siento si con ello os decepciono (ya me pasó una vez cuando me tocó hablar de la muerte de Jesús). Creo en la resurrección porque creo en la muerte. Y cuando digo creo en la muerte digo algo más que el hecho de que va a suceder como acontecimiento físico, que en él se esconde el misterio de lo que soy… Pero vayamos por partes.

2. Nuestro objetivo.
Ésta última idea me permite aclarar lo que pretendemos en esta reflexión. Por supuesto, no hablamos de la muerte para, como era norma en otros tiempos, asustar la vida, relativizar el valor de la vida o amenazarla, Pero tampoco quiero hablar de la muerte para ayudarnos a domesticarla, a taparla, a subordinarla a otra pretendida experiencia más nuclear.
Quiero hablar de la muerte para vivirla humanamente, para comprenderla desde la vida y desde el ser humano que somos cada uno de nosotros. Mirarla cara a cara (en la medida que esto es posible) desnudándola de todos los ropajes que nuestra culutura, nosotros o esas respuestas precipitadas le han puesto encima para ocultarla. Yo lo expresaría con un juego de palabras, pero que a mí me dice mucho: vivir humanamente la muerte, humanizar vivamente la muerte. Hacerla parte esencial de lo humano y hacerla parte esencial de la vida (no flotando sobre ella o en un rincón de la misma).
No quiero pensar en este tema con el deseo de “prepararnos” para poder apaciguarla y no nos muerda en exceso, sino para vivir el hecho de que vamos a morir. Para que algo tan serio como es la muerte sea vivido por mí, desde nuestra experiencia de hombres y mujeres, para que algo tan nuestro como es nuestra muerte se perciba desde la vida y no desde ningún lado oscuro (o excesivamente brillante…)
Y quiero que lo hagamos como discípulos de Jesús. Ello quiere decir que su propia experiencia ilumina la nuestra. De cómo él fue viviendo su muerte podemos encontrar luz sobre cómo vivirla nosotros. Y al contrario, también experimentando la muerte desde nuestra vida podremos adentrarnos más en la experiencia del maestro, comprenderla y adherirnos a él. No nos será difícil adentrarnos en esta experiencia de Jesús porque es un tema nuclear en los evangelios, yo diría que es “el” tema sobre el que los evangelistas construyen sus relatos.
Esta tarea que es vivir humanamente la muerte estoy convencido de que es un camino vital. Es decir, que no es que en un momento puntual de la vida adquiramos esa comprensión, sino que esto supone todo un camino… Y camino vital porque no es una comprensión intelectual (ésa me temo que no sirve para nada)lo que buscamos, sino una compresión desde la vida.
Bueno pues este camino es que pretendo iluminar… Más bien, el camino que quiero recorrer y en el que me gustaría sentirme acompañado por vosotros. En esta luz para el camino, intento orientar, apuntar solamente

3. El camino.
1). Porque es un camino esencialmente personal y tiene que ser recorrido personalmente. Por ahí precisamente quisiera empezar: comprender la muerte supone un camino que tiene que recorrer cada uno personalmente porque es “su” muerte y no otra la que tiene que humanizar desde su vida, vivir desde su humanidad. Esta es mi primera intuición: nadie puede recorrer este camino al que me invito y os invito y no debemos delegar en nadie este camino. Necesito hacer de la muerte mi muerte (qué duras suenan estas palabras… uno siente la tentación de suavizarlas). Mirar cara a cara esta verdad tan humana.
Entre otras muchas cosas, esto nos alerta contra soluciones generales, teorías, ideologías, etc. Ni yo ni nadie puede dar recetas para nada en la vida, porque lo vital tiene que ser recorrido por uno mismo
Cierto que esto no se hace en todos los momentos, no vamos a estar a todas horas con esta mirada directa. Pero aunque no se haga en todos los momentos, requiere sus momentos. Hay momentos en que nos queremos dejar coger de tu mano… Desde nuestras cegueras reconforta sentir únicamente el calor de tu mano. Sin ver por dónde vamos, pero conscientes de que nos sacas de nuestro pueblo, a un apartado… Para con saliva y tierra ir lavando nuestros ojos. Sabiendo que no vemos nítidamente ni siquiera con tu ayuda, pero con la esperanza de que los ojos se nos abrirán del todo…
2) El proceso quiere dotar de sentido a la muerte. Algo que visto desde fuera es una cuestión puramente física darle un sentido humano. Quizás suene algo raro esto, pero en definitiva es también lo que hacemos con la vida: también la vida es algo puramente físico… y es posible vivirla así, como cualquier organismo vivo. Sin embargo, intentamos durante toda la existencia elevarnos sobre esta facticidad, sobre esta pura animalidad e intentar encontrar un sentido, algo que trascienda lo puramente físico. De tal manera que convertimos lo importante no tanto en el hecho de vivir, sino en lo que le de significado y color en la vida (amor, verdad, belleza, comunicaciónetc).
Pues lo mismo quizás podríamos decir de la muerte (quizás no sea mucho, pero no es poco tampoco): lo que físicamente es pura desaparición y destrucción puede ser “sentidizado”, es decir, dotado de un sentido. Reconozco que quizás sea más difícil que en el caso de la vida, pero quizás no tanto…. Bueno..
Cuál sea ese sentido es precisamente lo que buscamos con este camino y, como decía en el anterior punto, no es algo que esté al principio y se nos dé, sino que tendrá que buscarlo cada uno. Hacer de la muerte “mi” muerte consiste en darle un sentido, un significado para mí… Y destaco aquí sobre todo este para mí.
En este punto quería tan solo advertir que el camino requiere como un presupuesto: es posible darle sentido a mi muerte (no sé si a la muerte en general, pero sí a mi muerte. No lo tengo, lo busco… pero creo que es posible.
3) Intuyo,  y esto sea quizás el núcleo de todo lo que voy a decir, que comprender la muerte va muy de la mano de comprender esencialmente la vida, darle un sentido a mi muerte es dar sentido a mi vida. Caminan juntas ambas búsquedas de sentido, una seguro que nos lleva a la otra y se iluminan mutuamente. Porque ambas están tejidas del mismo género. Si algún sentido tiene la muerte tendrá que estar muy ligado al que tenga la vida. Por eso tomarse en serio la muerte y mirarla cara a cara nos pide tomar en serio la propia vida y mirarla cara a cara. Quizás uno de nuestros problemas y miedos, nuestros reparos a encararnos con la muerte sea que no tenemos la seriedad de vida que se requiere para un experiencia así. Y para ello hay que volverse no sobre a vida en general, sino sobre “mi” vida. El camino de búsqueda de sentido de la muerte no es otro que el de la vida. No busquemos en los huecos, en los reversos, en los aposentos anteriores, superiores o inferiores de la vida. Busquemos en la vida misma, en mi vida misma.
Si algo hemos aprendido de ti, Maestro, es la unidad que tiene en ti muerte y vida, tan íntimamente unidas que tus discípulos, cuando recordaban lo vivido contigo, todo parecía ser parte de tu muerte y parte tu vida a la vez. Cualquier gesto o palabra tuya era recordada como activando tu muerte y tu vida a la vez.
Por eso, la propuesta que aquí os hago es emprender un camino que nos lleve a desentrañar el sentido que tiene “mi” vida. Por eso quizás hable aquí más de la vida que de la muerte.
4) Para emprender este camino necesito releer mi vida y ver que no sólo he sido un organismo vivo (lo decíamos antes), sino que ha habido experiencias que me han elevado de la mera condición física, experiencias de sentido diría yo, que dan color a la vida. Experiencias como el amor, la paternidad y la filiación, la amistad, la alegría de ciertos momento, el goce estético… Pero no sólo lo positivo: también nuestros fracasos, nuestros desalientos, nuestros límites nunca aceptados, etc.¿No es todo esto un paso más allá que lo puramente fenoménico?
¿Y no es todo ello lo que en definitiva somos? Claro que sí. En todo ello es en lo que nos hemos ido dibujando a lo largo de la vida.
Y todas estas experiencias, aquellas que nos hacen, tienen el eco de lo definitivo, de lo irrepetible, de que una vez vivido queda para siempre sin poder volver a ser: una experiencia de amistad o amor, un fracaso, un momento especialmente intenso de amistad… cosas que brillan en el firmamento de nuestra vida de una vez para todas, sin posibilidad de repetirse, pero con un eco que llega a nuestros días. Vamos descubriendo lo de irrepetible y definitivo que tiene todo lo que hacemos. Ha sido… Y no volver a ser… Y es que no puede ni debe volver a ser… Pero ha sido.
Pero aun irrepetibles, si son evocadas con esta intensidad es porque permanecen presentes en nosotros de algún modo, que hay una línea que las une a lo que ahora estamos viviendo.
Os invito a percibir lo que somos. No somos únicamente un fruto de casualidades y de las corrientes de la vida que nos llevan. Por debajo de todo ello (y todas estas experiencias nos lo demuestran) existo yo. No soy simplemente vivido: vivo yo. Existo yo!
5) Desde esta mirada, que como os vengo diciendo, se desarrolla a lo largo de toda una vida de búsqueda, voy intuyendo poco a poco lo que podríamos llamar mi lugar en el mundo, el para qué de mi estar vivo. Como veis casi estamos dando vueltas a lo mismo (aunque supongo que en cada vuelta nos llevamos “algo”). A través de esa mirada que me va descubriendo los momentos y las experiencias que me hacen ser humano puedo ir acercándome al para qué de mi vida. No con frases hechas, no con doctrinas religiosas o ideológicas impuestas desde fuera. Tampoco desde la culpabilidad de lo que no he llegado a ser ni desde la fantasía de lo que me hubiera gustado ser. No desde lo que he vivido como fundamental soy capaz de trazar una línea que conecte todo y percibir lo que llamaría mi misión. ¿Qué es lo que estamos llamados a ser en nuestra vida? Esta es la pregunta. Y para responderla no podemos echar mano de ningún manual sino de lo que hemos ido viviendo. Allí está escrito si sabemos leerlo. Unos pueden intuir la entrega familiar como misión, otros una profunda misión profesional que da sentido a todo, etc.
Creo que así fue, Jesús, como fuiste tomando conciencia de que todo te llevaba hacia una misión que pusiste como centro organizador de su vida. Le llamaste Reino: esa vida la organizaste en torno a hacer presente la gracia amorosa de Dios para con Israel. Sabemos que esta conciencia no te llegó por ciencia infusa, sino la destilaste de tu propia experiencia, de tus propios tanteos, de tantas horas con los tuyos hablando y escuchando. Allí descubriste qué era lo que en el fondo movía tu vida como centro más profundo. Allí queremos vernos de tu mano: ver nuestra propia misión, el para qué de lo que vivimos.
Y en esa misión no sólo veo mis decisiones, mi voluntad, sino también descubro que siendo mía, brotando de mí, alguien la ha puesto en mí, alguien la sostiene. Me atrevo a nombrar a Dios desde mi misión. Lo que me hace ser más yo es lo que más me une a Dios.
6) Y permitidme aquí que sugiera un nuevo paso en este camino: uno puede leer todo lo que es su misión desde una clave: la desposesión de sí. Ese hilo conductor que es la misión, el para qué de la vida, no es sólo realización personal sino irse “entregando”. O mejor dicho, me realiza entregándome fuera de mí.
Uno va viendo que su vida adquiere sentido en la medida en que va saliendo de sí: va siendo a través de ir gastando el ser.
Las experiencias citadas antes (amor, fracaso, alegría, paternidad, etc.) son auténticas experiencias de desgaste. Una desposesión en la línea de la misión, pero no por ello menos “entrega”. Y no sólo por nuestra voluntad: el desgaste de las fuerzas, la desaparición de otros, la lejanía, nos hace ir viendo que la vida es precisamente esta continua experiencia de desgaste. Unas veces ofrecida… Otras arrancada.
No era eso, Jesús, lo que querías decir con aquello de que quien pierde la vida la gana: precisamente vivir es ir desposeyéndonos de la vida: mostraste en tu propia misión que desgastarse es humanizarse. Así enseñaste a los tuyos a ser humano: dándote todo a ellos, entrega que sólo con nuevas entregas se renueva.
7) Y no es ésta una desposesión que se derrame y pierda, sino que da su fruto, como la semilla que muere. La desposesión y entrega que ha nacido de nuestra misión ha “fructificado” en algo distinto de ella misma.
Por frutos se entiende siempre algo que brota de sí (muy nuestro) pero que a la vez se desprende de nosotros y es distinto… Son frutos en otros seres humanos cercanos, en la historia humana, en la naturaleza… En todo lo que podríamos llamar patrimonio humano.
Frutos de nuestra desposesión que hacen vivir y crecer a otros. En algunos casos los tenemos muy conscientes y presentes, fundamentalmente hablo de los que sentimos más cerca… (es lo que hemos sembrado en los hijos, en los amigos, padres, hermanos,…) Pero también sin saberlo a ese pozo común en el que la humanidad se nutre.
Cuando hablo de frutos pienso no en ayudas externas, en enseñanzas, en cosas materiales, en lo genético: no es algo de mí que está en el otro (el que conozco y también el que no conozco)… Por eso que soy de verdad, por esa misión por mi humanidad desposeída habito en los otros.
Quizás en este punto pueda parecer esto un poco teórico, subido a las nubes… Pero no: lo que ocurre es que estas intuiciones no son accesibles con la sola voluntad de tenerlas: a veces se nos presentan. Y no siempre son fáciles de decir.
Hay algo en cada uno de nosotros que se ha enraizado ya fuera de nosotros, que nos ha llevado a otros hogares. Necesitamos una mirada tranquila y profunda para ver todo esto.
Ayúdanos, Maestro a sostener esta mirada en la tuya, donde ibas percibiendo cómo quedabas en los tuyos más cercanos, cómo no eras sólo para ellos un rabí o un sabio, sino que aquello que tú vivías con tanta intensidad estaba empezando a nacer en ellos.
¿Qué es la Iglesia sino estos frutos que unos a otros nos vamos entregando? No somos un mero grupo, pero tampoco algo invisible o abstracto previo a nosotros. No. la iglesia son todos estos frutos de creyentes, el fruto de todas nuestras desposesiones y entregas, sostenidas por la del Maestro de Galilea. De ello nos alimentamos. Creer en la Iglesia es creer que todos los que tras generaciones hemos intentado seguir a Jesús hemos creado un patrimonio compartido con nuestras entregas. Y que todo esto es indestructible, piedra fuerte que ni el peor de los males puede destruir
8)Y desde ahí te atreviste a una apuesta más nuclear y definitiva. Jesús: viste que crecías en ellos y ellos en ti, que tu presencia les hacía crecer. Pero también entreviste que sólo había una manera de lograr que esta presencia fuera definitiva: la muerte. Los acontecimientos violentos en tu contra, la más que probabilidad de que acabases violentamente fue la ocasión que aprovechaste para aquellas desposesión total que haría que los tuyos te recogieran para siempre: una muerte provocada por una fidelidad a la misión hasta el extremo haría que quedases en ellos como ninguna otra experiencia pudiese lograrlo.
Ello me hace preguntarme, nos hace preguntarnos, si, en coherencia con nuestra desposesión, desgaste, entrega en la misión, no habrá frutos que sólo nuestra muerte hará madurar, si no habrá una presencia en los otros, en ese patrimonio común, que sólo con mi muerte podré lograr. Pensar que hay algo de mí, algo de lo que soy que sólo puede comunicarse a través de mi muerte. Una irradiación a los demás, al mundo, a nosotros mismos que nunca lograré de otra manera. Sé que es un atrevimiento… pero me atrevo porque tú te atreviste.
Una entrega final, total, un fruto total en continuidad con lo que he sido y no como destrucción de lo que he sido. La entrega final unida a todas las anteriores.
Permitidme una comparación (que tiene, claro está, la limitación de todas las comparaciones): la muerte como esa clave de las cúpulas: es la última que se pone, sin las anteriores piedras no podría ponerse esta última. Pero luego sostiene a todas las demás. La muerte sostiene así toda nuestra vida, todo lo que hemos sido. Da razón última a toda la vida Muerte como palabra final de todo el relato de mi vida, clave para entenderlo y no sólo un abrupto final del libro.
9) Con todo lo dicho creo que entenderemos que sólo hay una manera de acoger y hacer nuestra la muerte: con una fe desnuda. Ante la muerte, más desnuda que nunca.
Y me refiero a una fe en nosotros, en uno mismo. Es fe en el fruto que somos y que vamos madurando. Fe en que no somos un mero devenir, una caña agitada por el viento, sino que existimos de verdad. Fe en que esa línea fundamental que veo en mi vida, esa misión, es lo que soy. Fe en la realidad misteriosa que soy. Y desnuda, porque la muerte me pone de manifiesto no soy más que esa realidad misteriosa. Nada más. Pero indestructiblemente eso.
Fe en Dios. No en el Dios que está detrás de la muerte, sino que Dios que me habita toda mi vida, que es el núcleo de ese misterio que soy. Eres ese Tú en mí, que en un cortejo que dura toda la vida nos vamos buscando. Tú que me has llamado a ser yo mismo. Quisiéramos que en el momento final de nuestra vida podamos decir: sé tú todo en mí, sin reservas, porque sólo así podré llegar a ser yo de verdad.
Fe en Dios que es pura y desnuda porque ya no caben más mediaciones, ni imaginaciones, ni medias tintas, ni siquiera palabras que puedan expresarla: sólo nos quedará la fe en ti.
En la muerte aprendemos que la desposesión de nuestra vida pide una totalidad insuperable. Ocasión para mostrar que nuestra apuesta por lo que somos no esconde trampa. Así podemos decir contigo, Jesús, maestro y compañero de camino, lo mismo que susurraste en la cruz después de una búsqueda humana insuperable: todo está cumplido. No queda nada ya que hacer, que dar, que desposeer, que entregar para llegar a ser uno mismo. El fruto está maduro y sólo queda de nosotros la fe desnuda, es decir: entonces ya somos lo que hemos estado buscando toda una vida, ya somos de Dios sin reservas: todo está cumplido. En mí, en lo que de mí queda en los otros, en lo que de mí queda en Dios… Todo esta cumplido.

TRES PREGUNTAS A CONTEMPLATIVOS.

TRES PREGUNTAS A CONTEMPLATIVOS.
Que no hay libro de instrucciones para ser hombre de fe en nuestro tiempo, hace tiempo que lo sabemos. Lo que sí tenemos a mano es la memoria de los empeños de otros por vivir en la verdad, una verdad que sólo puede ser precariamente alcanzada en la medida en que se la persigue, porque aún no la poseemos. Y no es poco que estemos alerta para que, en la medida de lo posible, podamos saborear eso que a ellos nos une y descubrimos misteriosamente en nosotros. Por eso convocamos en estas páginas de RUT a tres personas en quienes reconocemos una búsqueda sincera, búsqueda a la que se han dedicado con una constancia y seriedad sólo comparable a lo desapercibidos que pasan para la sociedad.

Aunque alguno de nuestros tres invitados no se reconoce como cristiano, en los tres apreciamos una vida que es consciente de sí misma, que ha cuidado el silencio y la reflexión; en los tres apreciamos que siguen intentando decir su propia palabra sobre la humanidad, sin pretender ir más allá de lo que sinceramente creen y modestamente viven. Por eso, nos atrevemos a presentarlos como contemplativos.

Sin haberlo pretendido, en esta entrevista por triplicado hemos reunido a dos hombres y una mujer cuya historia ha comenzado, ha pasado, o se desarrolla hoy en Cataluña. MONTSERRAT DE LA CRUZ (Barcelona, ¿1950?) es Carmelita Descalza en el Convento de La Inmaculada de Villarrobledo (Albacete). Durante años ha sido superiora de su comunidad y siempre ha estado dispuesta a la animación y el acompañamiento de otros. JOAN CARLES ELVIRA (Barcelona, 1956) es un monje Benedictino del Monasterio de Montserrat y se dedica, entre otras tareas, a coordinar la revista “Studia Monastica”. MANUEL GRANADOS (Granada, 1960), que se confiesa agnóstico, es profesor de guitarra flamenca en la Escuela de Música del Liceo de Barcelona. Su vigoroso espíritu humanista nos ha interesado tanto como su talante inquieto y dialogante. A estos amigos les planteamos tres preguntas.

1. La primera tiene que ver con el papel que las religiones puedan jugar en el enriquecimiento de lo humano. Bueno será que reflexionemos sobre ello, sin olvidar los pecados históricos de las religiones pero sin pretender que éstos las desautorizan y expulsan del diálogo sobre lo que hoy necesitamos para ser más humanos. Concretamente les preguntamos: ¿cómo ayuda lo religioso a ahondar y crecer en humanidad?.

2. En la segunda pregunta pedimos que se nos describa ese ahondamiento en la humanidad, o lo que es lo mismo: ¿cómo describirías el crecimiento espiritual?.  La estrecha relación que descubrimos entre estas dos preguntas pone en evidencia nuestra convicción de que se puede hablar de lo espiritual en sentido amplio, no específicamente religioso, y que esa espiritualidad “primaria”, tiene que ver con la búsqueda de la autenticidad humana.

3. Por último, y centrándonos ya en la tradición cristiana, pedimos a estos buscadores que compartan algún eco que haya tenido en ellos y en su itinerario ese Jesús siempre “perdido y hallado”: constantemente perdido en milenarias tradiciones pero una y otra vez hallado en el templo de la humanidad auténtica. Concretamente, les preguntamos: ¿Qué aspectos de la figura de Jesús de Nazaret crees que se han olvidado, o se han recalcado menos, y sin embargo a ti te han ayudado en tu vida y tu búsqueda?

Estos investigadores no nos ahorran nuestra investigación, pero sí pueden ayudarnos a reconocer algunos elementos de nuestro paisaje humano, social y religioso, elementos a los que quizá no habíamos puesto nombre aún.

Joan Carles Elvira. Monasterio de Montserrat.

1. Están más que probadas las posibles secuelas negativas de la religión. No obstante, ¿cómo ayuda lo religioso a ahondar y crecer en humanidad?

Existe un viejo adagio latino que reza así: corruptio optimi pessima (la corrupción de lo óptimo es pésima). La religión puede ser ocasión de lo mejor y de lo peor con respecto a lo humano. En el fondo, las personas, más que buenas o malas somos sobre todo ambiguas. Cuanto más se alza uno hacia lo mejor de sí mismo, más sutiles son las tentaciones que lo asaltan. Cuanta más luz irradia una persona, mayor es la sombra que proyecta su figura. La fe –la fe en Dios unida a la fe en uno mismo- nos permite avanzar a través de esa ambigüedad constitutiva, al no ahorrarnos es esfuerzo de la lucidez. La verdadera fe evita que acabemos evadiéndonos de la realidad, por más que nuestras autodefensas instintivas nos inciten a ello tan a menudo. Cuando vivimos de la fe, la conciencia de nuestra finitud no nos aplasta y podemos reconocer en paz que nunca vivimos aquello que habíamos deseado vivir. Pero precisamente la fe puede hacer de esa conciencia un estímulo par avanzar por nuestro camino. La fe, en definitiva, debería ayudar al creyente a vivir mejor su condición humana.

No tengo claro que el cristianismo sea una religión más entre las otras. Con esta afirmación no hago ningún juicio acerca de la superioridad o no del cristianismo desde el punto de vista religioso. Me pregunto únicamente si, a medida que la cultura moderna se universaliza, el atavismo religioso –se exprese como se exprese- inherente a la condición humana no sostendrá cada vez menos la fe en Jesús. Quizás entonces comience una nueva etapa de la misión de un cristianismo en vías de mutación: favorecer una búsqueda de Dios que tenga en la profundización de lo humano su punto de partida. ¿Cómo se concreta esto? Me parece que cada uno debe descubrirlo por sí mismo y para ello hay que prestar especial atención a los acontecimientos y a los encuentros personales que pueblan nuestra vida, pasada y presente. La palabra de Dios, convenientemente interpretada, puede aún ofrecernos valiosas pistas para esa búsqueda. Creo, sobre todo, que cuando alguien alcanza a vivir cercano a Jesús de Nazaret de una manera estable, la fe que deposita en él es factor de maduración humana por las llamadas y exigencias que comporta. Diría que el evangelio, meditado y orado a lo largo de una vida, no ayuda a ahondar y crecer en humanidad por la luz que nos viene de la humanidad misma de Jesús. Nos humanizamos cuando la alegría de las bienaventuranzas llega a sernos connatural, a fuerza de tantos momentos en los que aprendemos a amarlo todo con dolor callado.

2. ¿Cómo describirías el crecimiento espiritual? Ilústralo con etapas y momentos de crisis, si te es posible.

Entiendo por crecimiento espiritual aquel itinerario de fe que logra articular madurez humana y experiencia de Dios. A mi entender, la dimensión personal constituye el punto de partida de la experiencia espiritual. Todo itinerario de fe es siempre un asunto personal, aunque no individualista. Hay crecimiento espiritual cuando uno percibe determinadas llamadas que se traducen en la exigencia interior de un cambio de vida y en el descubrimiento de una nueva manera de ver las cosas. Por la respuesta de fidelidad que estas llamadas suscitan a lo largo de los años tomamos conciencia de la obra de Dios en nuestra existencia y, por extensión, en la de los demás. Esta toma de conciencia revela progresivamente la Presencia que nos habita y que es fundamento de la propia interioridad y de toda comunión interpersonal.
Un itinerario de estas características tiene su pedagogía específica, de la que podrían destacarse tres etapas fundamentales. En un principio se parte de la realidad personal asumida positivamente, como mejor base para iniciar un discernimiento sobre el camino a tomar. Sigue un periodo de integración que pasa por la purificación del corazón, sede del deseo, y por el aprendizaje de una autonomía abierta a la alteridad, cuando es su apertura el Tú divino y a los que le son encomendados el sujeto trasciende desde dentro su subjetividad si negarla. Sólo entonces, en un tercer momento, se atisba la meta del itinerario espiritual, que no es otra que la madurez de la persona centrada en Dios mediante una donación de sí sin reservas pero libremente asumida.

A las etapas de la vida espiritual corresponden otras tantas de crecimiento humano. Así, por ejemplo, la edad de la juventud tiene sus ritmos propios que conviene respetar. Hoy sabemos que, si no explicaciones causales, sí podemos evidenciar ciertas constantes que nos orientan acerca de tendencias verificables en muchos itinerarios personales. Normalmente uno de los momentos más significativos resulta ser el del acceso a la vida adulta, que se sitúa aproximadamente en torno a los cuarenta años. Su signo característico acostumbra a ser una crisis de realismo, cuando la identidad personal y el correspondiente proyecto vital no se armonizan bien con unos ideales venidos a menos. Llega entonces la hora de la verdad de una existencia humana y, bajo una perspectiva cristiana, la hora de la segunda conversión, el momento de la experiencia teologal, cuando nos sostenemos principalmente gracias a la fe, la esperanza y el amor desde una experiencia de Dios en la que la búsqueda de certezas inmediatas deja paso a la confianza radical.

Entre el momento de la juventud y el de la vida adulta media un espacio que, a mi juicio, es decisivo para el crecimiento espiritual. En ese periodo se ponen las bases de la personalidad, con sus raíces y equipamientos. También germinan entonces las semillas de no pocos fracasos que apuntan siempre en el horizonte de la vida humana. Mientras dura el ciclo expansivo de la juventud, nada mejor, pues, que potenciar de manera simultánea la búsqueda de Dios y un sano desarrollo personal. Se crece por esta vía cuando uno explora, desde sí mismo, nuevas síntesis entre lo humano y lo espiritual. Con el tiempo, sin embargo, llegará un momento de ruptura –el de la experiencia teologal-, ruptura que, en el caso del joven abierto a la fe, conviene no forzar antes de tiempo pero tampoco retrasar indefinidamente.
El crecimiento espiritual es siempre una delicada obra de discernimiento, cuyos rasgos más genuinos son la discreción y la paciencia de los lentos avances .

3. ¿Qué aspectos de la figura de Jesús de Nazaret crees que se han olvidado, o se han recalcado menos, y sin embargo a ti te han ayudado en tu vida y tu búsqueda?

Me limitaré a señalar un aspecto, el de la comunión que se llegó a establecer entre Jesús y sus discípulos. Una comunión que, a mi entender, era fruto tanto de lo que Jesús aportó a sus discípulos como de lo que éstos, a su vez, suscitaron en Jesús. Es a ese nivel como mejor se nos revela, a mi entender, lo esencial del cristianismo.
Para ilustrar lo que quiero decir intentemos aproximarnos a la experiencia de Jesús. Vista de manera global, su vida puede dividirse en dos periodos. El de los inicios, un tiempo de expansión, de éxito, en el que la palabra y la acción de Jesús llegan a las multitudes y provocan una reacción de entusiasmo colectivo. Un tiempo en el que todo parece confirmar las expectativas mesiánicas de un pueblo que no consigue levantar cabeza. Los discípulos participan también de esas mismas expectativas, pues, al igual que los demás judíos, viven de una herencia común. Jesús, sin embargo, descubre, no sin experimentar sus dudas, que de seguir por ese camino dejaría de ser fiel a su misión. Comienza entonces un segundo periodo en el que Jesús se niega a jugar el papel que le viene impuesto por el entorno. Inevitablemente, los enfrentamientos con los representantes del pueblo judío se hacen cada vez más fuertes y el abandono de las multitudes, más evidente. Incluso entre sus allegados se inician las deserciones. Jesús comprende que sus días están contados. Pese a todo, un grupo de discípulos permanece a su lado, a pesar del desconcierto que experimentan ante el comportamiento del Maestro –desconcierto que podemos entrever en numerosos pasajes del evangelio. No llegan a vislumbrar el alcance de lo que se avecina pero confían noblemente en quien les ha despertado a lo mejor de sí mismos, haciéndoles entrever la posibilidad de una existencia totalmente nueva. Nunca nadie como Jesús les había calado tan hondo… Es entonces cuando Jesús cambia de estrategia y se concentra en el reducido número que permanece a su lado. Jesús toma conciencia de la imposibilidad de la obra de Dios entre los hombres si o es desde la humildad y desde la pobreza de medios, e intenta transmitir este mensaje a sus discípulos más íntimos. Comprende que su presencia en ellos y en medio de ellos constituirá el verdadero fermento que prosiga la obra iniciada por él, cuando después de amarles hasta el extremo entregará su vida como última exigencia de su misión. Con el tiempo, nuevos discípulos se irán uniendo a esa comunidad originaria y el futuro quedará abierto. Se cumple de este modo la verdad del mensaje que anunciaban las parábolas: en lo pequeño y humilde se manifiesta eficazmente la obra salvadora de Dios. Reconocemos ahí toda la espiritualidad del “pequeño resto” que recorre la azarosa historia de Israel…

Es en las relaciones de persona a persona como Dios quiere hacerse presente a la humanidad. “Cuando dos o tres se reúnan en mi nombre, yo estaré en medio de ellos”. En Jesús somos revelación los unos para los otros. Crecemos en humanidad cuando nos damos a los otros, recibiendo de ellos, en ese don, lo que nosotros solos no llegaríamos a descubrir de nosotros mismos. Marcel Legaut ha puesto de relieve, con la finura humana y espiritual que le caracteriza, el alcance de esa comunión: “Todo induce a pensar que Jesús y sus discípulos conocieron ese alumbramiento recíproco. Jesús los reveló a sí mismos tanto más cuanto que por su parte se descubría progresivamente a sí mismo a través de su misión siempre más clara, imperiosa y original, abierta paulatinamente al infinito del hombre. Y tanto más recibió de ellos cuanto más les dio lo que justamente esperaban sin poderlo expresar o incluso sin ser conscientes de ello. Así, una comunidad de naturaleza absolutamente nueva se estableció entre Jesús y sus discípulos. Nació de lo que se engendraba en él para ellos y por ellos, y de lo que se desplegaba en ellos por él y para él. Esa comunidad ¿acaso no fue, de alguna manera, el origen de la importante intuición que hizo afirmar a Jesús su unión con Dios y con sus discípulos, y descubrir la básica identidad de ambas uniones? Esa comunidad ayudó intrínsecamente a la realización de Jesús y de su misión. Y luego, en el surco de esa primera comunidad, bajo su inspiración y en relación con ella, otras comunidades nacen constantemente, la renuevan y la perpetúan”. 

De este texto de Legaut destaco dos intuiciones que, a mi entender, dibujan perspectivas del cristianismo apenas exploradas, a no ser por la experiencia mística. La primera es la de la básica identidad entre la unión de Jesús con Dios y la de Jesús con sus discípulos. Así como Dios era para Jesús el padre que le engendraba en su ser de hijo, así Jesús es para sus discípulos el padre espiritual que los engendra a la fe y los transforma interiormente. De igual modo, así como Dios estaba presente en Jesús de una manera única, así Jesús se hace presente entre sus discípulos y es el fundamento de su comunión fraterna. La “resurrección” de Jesús cobra de ese modo contenido existencial para nosotros: Dios quiere hacérsenos presente a través de Jesús. Y segunda intuición: la comunión engendra una comunidad, crea la Iglesia. En esa comunión se da de igual modo reciprocidad: lo que sería imposible que se diese en solitario se alcanza gracias a la colaboración creativa de la comunidad. Me parece que a eso se refería Jesús cuando pidió a sus discípulos que se amaran los unos a los otros como él los había amado. Jesús se dio totalmente a sí mismo para que esa fraternidad fuese fermento de una humanidad que necesita de ella para llegar a su plenitud. En esa humanidad cumplida Dios se reconocerá para serlo todo en todos. Con palabras de Legaut: “Todo sucede como si Dios se buscara a través de un mundo al que intenta crear a su imagen para encontrarse en él de una manera nueva. Dios estaría ligado a la suerte de una creación que Él reemprende constantemente porque constantemente decae. Por ella y con ella, Dios se habría puesto en manos de los hombres. Entonces, la misión de Jesús consistiría en ir hasta el límite de sus fuerzas y de su luz con una perfección digna de la llamada divina, y en introducir así a sus discípulos en los caminos de la obra divino-humana de la que dependen tanto Dios como el hombre”. 

Montserrat de la Cruz. Carmelita Descalza. Villarrobledo. 

1. Están más que probadas las posibles secuelas negativas de la religión. No obstante, ¿cómo ayuda lo religioso a ahondar y crecer en humanidad?

Cuando la religión causa efectos negativos, es sencillamente porque se ha vivido mal, ya que “volver” a las Fuentes de la Espiritualidad, es la “salvación del mundo” y la plenitud de toda vida humana. Lo que la dimensión religiosa aporta al crecimiento y desarrollo del ser humano es dignidad y plenitud. Porque el ser humano, creado “a imagen y semejanza de Dios”, es demasiado grande para contentarse con cualquier cosa. La persona humana no es “una máquina productiva”, ni un sujeto que sólo aspire al éxito o al bienestar. Y sabemos que la superficialidad lleva al ser humano a un callejón sin salida. Cuando la persona está creada sobre todo, para cultivar el espíritu, acoger al misterio y, como fruto de esto, experimentar el gozo interior.

Una sociedad huérfana de salvación y de esperanza necesita muchas cosas, pero de lo que más tiene necesidad, aunque no lo sepa, es de personas orantes, espirituales, místicas. Porque para crecer, la persona debe adentrarse en su misterio y llegar al corazón de su vida. Lo dijo hace años el Vaticano II: «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su creador».

El problema principal de toda persona, no es la religión, sino la vida, el vivir de una manera digna del ser humano. Y lo que está en la base de todo ser humano, es dar sentido a la propia existencia, actuar de manera responsable y caminar por la vida con esperanza.

La persona de hoy, como la de todos los tiempos, no puede acallar los interrogantes que le grita nuestra existencia. Sólo los espirituales -yo diría, y sin miedo, los místicos, los que acogen el misterio- nos enseñan a intuir el enigma del ser humano. Nacido para vivir y abocado a la muerte, buscando remedio a todo, y sin capacidad para remediarse a sí mismo; anhelando la verdad, y autoengañándose constantemente; reclamando la libertad y con miedo a disfrutar de ella… Y éstas no son situaciones extraordinarias, es la realidad cotidiana de cada jornada, que debe ser iluminada por la luz del Dios revelado en Jesucristo.
Sólo personas que vivan desde ahí aportarán salvación y esperanza a nuestro mundo.

2. ¿Cómo describirías el crecimiento espiritual? Ilústralo con etapas y momentos de crisis, si te es posible.

El crecimiento espiritual es un trabajo de “limpieza”, realizado en el corazón. Toda la corriente profética del Antiguo Testamento así lo proclama y predica, y Jesús, lleva a plenitud esta realidad salvadora.

Opta por la vida interior es entrar en un camino liberador de todas las conscientes o inconscientes esclavitudes que padecemos y nos acechan. Entrar en la Escuela del Evangelio es aprender a amar en libertad, y tener desde ahí una pertenencia fecunda en la Iglesia y con el mundo, si no exenta de conflictos, si cuajada de futuro. Y esto, porque el problema que resquebraja la libertad y superficializa nuestro vivir religioso está dentro del corazón humano.

Las crisis son necesarias en todo crecimiento humano y espiritual. Los apóstoles siguen a Jesús en un primer momento, dejando barcas, casa, familia…, después, viene la crisis y el desconcierto del viernes y del sábado. El Domingo, son “encontrados” por el Resucitado, es con esa experiencia cuando aprenden a amar, y el amor hace que se olviden de ellos mismos: …Señor, tu lo sabes todo, tú sabes que te quiero (Juan 21, 17).

Y sólo después de esa conversión, Jesús entrega “sus ovejas”, “su Reino”, y confirma a Pedro en su misión. Este proceso es válido para nuestro momento actual. Estamos, creo, los cristianos y los consagrados, demasiado preocupados de nosotros mismos. Nuestro momento histórico tiene sed de respuestas, y nosotros debemos buscar cómo mostrar a los demás el Evangelio, traducido en formas de vida.

3. ¿Qué aspectos de la figura de Jesús de Nazaret crees que se han olvidado, o se han recalcado menos, y sin embargo a ti te han ayudado en tu vida y tu búsqueda?
La “espiritualidad del seguimiento de Jesús” es mucho más que un texto o una página del Evangelio. Seguir a Jesús es optar por lo que él optó, y hacer el camino que Él hizo, que Él es. El seguimiento es “muerte” a una forma de vida… y resurrección a otra forma de ser. Cambiar de “lugar” teológica y socialmente.
Será porque el Señor me ha regalado la vocación de la vida contemplativa, pero creo que los momentos destacados de la vida de Jesús siempre se realizan en un “espacio” contemplativo. La oración es un hecho destacado en la vida de Jesús; un rasgo esencial que lleva al centro de su Evangelio. Por eso, la oración es un modo fundamental de seguir a Jesús, y de significar el ser de la Iglesia. Por eso, la oración se justifica a sí misma, es seguimiento de Jesús; y es servicio eclesial. El problema de la Iglesia es problema contemplativo místico.

Si por un imposible se quisiera borrar a Dios de la conciencia humana, la persona quedaría reducida a un proyecto inacabado. Y todos sabemos que detrás de cualquier tramo de nuestra historia personal, y como respuesta a nuestros interrogantes más hondos, siempre está Jesucristo, como el único Salvador. Un Salvador del que hoy muchos dudan, y al que no pocos han abandonado. Un Dios al que muchos buscan sin saberlo. Un Dios al que, como Pedro, he respondido en los momentos más críticos de mi vida: Señor ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna… (Juan 6, 68). Esta respuesta, más con el ser que con los labios, siempre se realiza en un momento contemplativo. Místico.

En mi afán por rescatar la palabra místico y misterio del lugar común donde se la quiere abandonar, debo recordar que en el Nuevo Testamento no tiene el significado que ordinariamente se le da en nuestro lenguaje. Solemos decir: “Es un misterio para mí. Me supera. No lo entiendo”; y si digo: “es un místico”, todavía es una expresión más ambigua, lejana y desconocida. Sin embargo, en el Nuevo Testamento su significado es distinto. El misterio, aunque nunca llegue a ser agotado completamente, puede ser conocido y sobre todo puede ser vivido gradualmente, y además desde la normalidad. Aunque requiera un proceso de formación y de crecimiento en la fe. Este proceso, nos lleva a una creciente comprensión de nosotros mismos, de la sociedad, de la historia y, por encima de todo, de Dios (Lucas 2,52).

La persona humana es un misterio también. Somos un misterio unos para otros. Pero lentamente, gradualmente, nos vamos revelando unos a otros, y cuanto más vivimos en relación de amistad, más crecemos y experimentamos el conocimiento. El misterio así vivido es fuente de gozo y liberación.

Manuel Granados
1.- Como describirías lo que es el crecimiento espiritual:

El crecimiento espiritual como cualquier otro tipo de crecimiento tiene que ver con la formación y el medio que te rodea, Nada te es ajeno, los seres y el medio físico que te envuelve en diferentes etapas de tu vida, te sensibilizan hacia unos sectores y sus pronunciamientos, y te alejan de otros. En realidad lo que existen son posicionamientos en muchos casos involuntarios. Dónde más se pone de relieve el crecimiento espiritual es en la etapa de la madurez, en  ella considero que se consolida una visión nueva de la realidad propiciada por las experiencias anteriores ahora asimiladas. Este pasado comprendido e interpretado es el que se convierte – siempre que se mantenga viva una actitud de búsqueda – en una llama encendida.

2.- Como  ayuda lo religioso a ahondar y crecer en humanidad:

Lo religioso que podríamos denominar ética y nunca liturgia ni ritual, te debe de ayudar a crecer en humanidad en la medida de los valores que promulgues o busques basándote en los preceptos tópicos de cada religión, desgraciadamente el binomio religioso-humanidad, al no tener contenido, te aleja de la realidad y en cambio si ayuda a crear una humanidad virtual.

3.- Aspectos de la figura de Jesús…

Jesús aporta una visión racional y equitativa de las cosas, del mundo y del hombre; proporciona dignidad al ser humano y a su vez una confianza radical en el prójimo, la cual le posibilita madurar y crecer.
Quiero destacar un perfil de Jesús que la instituciones religiosas han desacreditado, hablamos del Jesús más social y crítico con la religión.
La dignidad, la capacidad de lucha, el tesón en la búsqueda de un encuentro mejor entre los hombres no es por otra parte patrimonio de ese imaginario, se podría decir que la figura de Jesús sigue siendo importantísima pero entendiendo que otras muchas también lo son, lo fueron y lo serán. Por eso se puede hablar de búsquedas sin tener que recurrir a él y entender que hay otras en las que él es un eslabón indispensable.

LA ESTRUCTURA DEL MUNDO SEGÚN LOS MAPUCHES

  LA ESTRUCTURA DEL MUNDO SEGÚN LOS MAPUCHES

Por maestro Don Aukanaw

(en “La ciencia secreta de los mapuches”)

Representación teatral de un ritual mapuche difundido por la Universidad de Chile (foto en página web de dicha universidad)

    Como todos los pueblos, los mapuches crearon una cosmovisión, una imagen de la totalidad de lo real. Así aún hoy, la “gente de la tierra” se relaciona con un universo preñado de sentido y sacralidad. Su interpretación mítica de la existencia nace en sus tierras ancestrales, en los suelos de Patagonia. Aquí un texto de el maestro Don Aukanaw, perteneciente a una obra mayor, “La ciencia secreta de los mapuches”.

   

  LA ESTRUCTURA DEL MUNDO SEGÚN LOS MAPUCHES

Por Maestro Don Aukanaw

    Los mapuche tienen una concepción heroica de la vida y de la inmortalidad, bastante similar a la de los pueblos celtas y germanos. Esta concepción es aristocrática, pues está reservada a los jefes políticos religiosos (soberanos o iniciados).
Así, el destino del alma de los fallecidos es el siguiente:

1°) Los héroes: Los guerreros muertos en combate, los ülmen (aristócratas y jefes), los miembros de la clase sacerdotal (en cualquiera de sus jerarquías), los fulminados por el rayo, etc., ascienden a los cielos y allí moran, manifestándose generalmente en las cimas de las montañas y, especialmente, en los volcanes. Para coadyuvar a tal ascensión se los solía enterrar a los ülmen en lugares sagrados, como lo alto de las montañas (sitios más cercanos al cielo), en los pillan-lelfün (ámbito territorial de Nguillatun) o se cremaban para que el fuego los elevara rápidamente trasmutados en humo.
Desde los cielos estos difuntos, transformados en divinidades menores, idénticas a los héroes griegos o germanos, velan por el bienestar de la raza y particularmente por sus poblados (lof). En los cielos combaten a los héroes españoles y con los soldados argentinos. Los antiguos germanos tenían igual concepto con sus ein heriars, guerreros que vivían en el Walhalla y repetían sus combates terrenos.
Los héroes en mapuche se llaman pillan (que no deben confundirse con el poderoso Wenu Pillan, aspecto kratofánico por excelencia de la Divinidad, que los comanda).

    Los pillan, como toda kratofanía, son ambivalentes. Su ira puede dañar a un mapuche del mismo modo que dañan a los winka (no-mapuche). Castigan a los traidores a la raza y a los conversos al cristianismo lanzando sus flechas mágicas productoras de enfermedades sobre los ganados y sobre los hombres.

    Están siempre presentes en todas las batallas de los mapuche que preservan la religión y la tradición y los ayudan a destruir al enemigo con la colaboración de los ngen, que activan fenómenos geológicos y meteorológicos demoledores para el winka invasor.

    El general Kallfükura es un gran pillan que vela por los suyos. Se dice que dentro de poco ha de venir a reunirse con ellos, lo que lo hace merecedor de atenciones sacras.

2°) Los niños: Los que mueren prematuramente tienen un lugar especial en los inframundos y allí aguardan el momento propicio para completar en este mundo el ciclo vital interrumpido.

3°) Las mujeres de los héroes: Ellas siguen el camino de sus compañeros cuando aceptan una muerte heroica y se inmolan en la tumba de su hombre, mueren en el campo de batalla (cumpliendo funciones de apoyo) o son buscadas por el héroe en los inframundos de donde las saca y las lleva a los cielos.

4°) El común: Los que mueren de viejos o a causa del wekufü. Al igual que los cobardes van a parar a alguno de los inframundos, donde llevan una existencia a la inversa de la terrestre: si robaron, serán robados; si calumniaron, serán calumniados.

5°) Variantes: Algunos héroes que no murieron en el campo de batalla, aunque sí en forma heroica (cargada de fuerza), suelen tomar como morada el lugar donde se transmutaron en héroes, ocupando algún objeto propio de este sitio (una roca, por ejemplo). Estos pillan dispensan ayuda a los transeúntes y castigan a los malintencionados. Su veneración se suele confundir, por ser formalmente análoga, con la tributada a los Ngen. Las apachetas les suelen ser características y son mediadores (werken) con divinidades como la Ñuke Mapu (Madre Tierra).

    Estas cinco tipologías suelen tener algunas variaciones en distintas parcialidades mapuche.

    Los mapuche suelen disentir en el número de pisos o mapu de que consta el Cosmos. La más ortodoxa de las versiones es la de 4 superiores y 4 inferiores. Todas las otras son sólo distintos puntos de vista que no contradicen tal esquema. Los hay que cuentan 3 (1 cielo, la Mapu, 1 inframundo); los que cuentan 5 (4 cielos y la Mapu); los que 6 (los 4 cielos, la Mapu, y el inframundo como una unidad); los que 7 (4 cielos, la Mapu y 3 inframundos); los que 8 (los 4 cielos y 4 infiernos, dejando tácita la Mapu; los que 9 (la totalidad del conjunto). Esta discrepancia de puntos de vista particulares suele ser muy común en todas las tradiciones arcaicas. Dice al respecto Guenón: “es común a todas las doctrinas tradicionales la división en tres mundos, pero adquiere formas diversas. En la India misma no hay dos que coincidan externamente, aunque no se contradigan. Estas formas diversas son resultantes de diferentes puntos de vista”.

El viaje del alma mapuche

    Las almas de los muertos comunes siempre van al Oeste, lugar donde el sol pasa al inframundo a través de una abertura o puerta (konweantü). Es la entrada o puerta del sol. Las almas deben recorrer un camino horizontal hacia el Oeste, y una vez llegadas a esta boca o puerta inician su viaje descendente hacia el inframundo (Figs. 1 y 2).
Cuando el sentido de este fenómeno se perdió, junto con el valor del Sol como psicopompo (conductor de almas), recién entonces se comenzó a atribuir el valor de la entrada occidental a objetos concretos y se ubicó en lugar de ella al mismo inframundo.

    Los mapuche orientales ubican la morada de las almas en la cordillera o del otro lado de la misma; los occidentales en las zonas costeras; los de la costa del Pacífico en islas occidentales (como por ejemplo la isla Mocha); los de la isla Mocha en regiones allende el mar. Esta isla es análoga a aquella de la tradición celta llamada Ouesant.

    La cordillera y sus cumbres son espacios sagrados, moradas donde se manifiestan los pillan. Estos seres involucran en el concepto mapuche a los Wenu Mapu Ülmen y a los Wenu Mapu Kona (ciertos seres celestiales) así como a los héroes. Esta circunstancia, que reviste a la cordillera de un carácter sagrado a la vez que funerario, sirvió para aumentar la perplejidad de los mapuche cisandinos; estos últimos ya habían antes confundido los siguientes elementos entre sí: inframundo-entrada occidental-cordillera. A esa confusión sumarán las valencias exclusivas de la cordillera, fusionando la morada de los héroes (sita en la cordillera, y por lo tanto al Oeste) con el inframundo y la entrada occidental.

    El resultado de este proceso es tener localizados en la cordillera, sita en el Oeste, tanto la morada de los héroes como al inframundo con sus wekufü. Con el tiempo se llegará a confundir los pillan con los wekufü (a lo que ayudará la ambivalencia de ambos seres) o a considerar la cordillera y sus volcanes como lugares infernales, en tanto que, en realidad, son lo contrario. Más aumenta esta confusión entre los mapuche neuquinos o rionegrinos que emigraron hacia la costa del Pacífico, huyendo de la guerra del general Roca, conservando su sistema de valores. Allí precisamente es donde el sistema de referencia cosmológico comenzaría a generar las inconsecuencias que hoy día son detectables. Súmese a todo lo anterior la influencia de los misioneros que endosaban a los pillan la categoría de diablos y se verá reforzada la errónea idea de que el infierno está en la cordillera. Algunos mapuche orientales emigrados al otro lado de la cordillera han desplazado los Andes a la isla Mocha o a algún lugar ignoto allende los mares.

 

    Es importante consignar que para el mapuche cisandino surge un problema que no existe para el transandino: el cruce de la cordillera. El alma del cisandino debe subir a la cima de los volcanes en donde hay tendido un puente peligroso que se debe atravesar, pasado el cual con éxito deberán seguir hasta el Pacífico y de allí hasta la “puerta del sol”, donde el barquero infernal los conducirá a través del primer río de los avernos hasta la tierra firme del primer inframundo.

    Los mapuche transandinos aparentemente no necesitan la ascensión andina, pero en algunos casos se dice que sí (¿resabio de cuando los mapuche vivían al este de la cordillera?). El caer del puente peligroso así como el no pagar el peaje al barquero infernal tienen las mismas consecuencias: transformarse en un alma en pena (alue), y estar en consecuencia a merced de los magos negros (kalku), y de los wekufü malignos (wedakewekufü). Esto suele acontecerles a quienes no se les hicieron las ceremonias fúnebres correspondientes.

OBSERVACIONES

    Es de capital importancia para la comprensión de lo expuesto tener en consideración los siguientes puntos:

1) La concepción del Cosmos como una esfera dividida en planos horizontales es sólo un simbolismo espacial de lo que en realidad es la manifestación del Ser Universal.

2) Los distintos planos son un simbolismo, dentro del espacial, de nivel (una transposición analógica en diferentes niveles) de las múltiples modalidades de aquella manifestación.

3) El Cosmos se manifiesta entre dos polos (no manifiestos) uno esencial y otro substancial, entiéndanse estos dos términos en estricto sentido etimológico. En la India se denominan Purusha y Prakriti, en China Tien y Ti, en el judaísmo Chokmah y Binah, en el cristianismo el Santo Espíritu y la Virgen, etc. Precisamente entre esos dos polos se extenderán los distintos niveles horizontales cuyo número es indefinido, pero en la mayor parte de las tradiciones a los efectos representativos sólo se consideran fundamentalmente tres: dos polares y uno ecuatorial. Las variaciones numéricas asignadas por las diversas culturas responden sólo a puntos de vista diferentes, sin que ello implique una contradicción entre ellas.

4) Vale decir que cada uno de los planos horizontales -denominados mundos, cielos, infiernos, planos, esferas, orbes, círculos, etc., no son otra cosa que el dominio en el que se desarrolla un grado o estado de la Existencia Universal o Manifestación cósmica. En todas las tradiciones los “lugares” simbolizan esencialmente estados.

5) Desde el punto de vista microcósmico la esfera es el ser manifestado y los mundos son cada uno de los múltiples estados de manifestación de ese ser.

6) La Mapu es el mundo o nivel del hombre, es el dominio ocupado por el estado individual humano de la Existencia Universal. Por consiguiente la Mapu engloba no sólo al planeta Tierra sino a otros mundos corpóreos y extracorpóreos, a todo lo que los occidentales modernos consideran la realidad: los espacios siderales, galaxias, planetas, etc., más otros aspectos no-ordinarios. Por eso, si fuese efectiva la posibilidad de vida en otros planetas, aquellos seres que ocupen el mismo grado jerárquico que el Hombre serán necesariamente humanos, pero extraterrenos, concordando plenamente en sus analogías funcionales y sin importar las diferencias morfológicas.

7) Se toma el estado humano de la Existencia Universal, o Mapu, como punto de referencia, siendo los “cielos” los estados superiores a él, en tanto que los inframundos corresponden a los que le son inferiores.

8) En una representación gráfica correcta la distancia entre los indefinidos niveles cósmicos es infinitesimal. Cada uno de los planos horizontales intersecciona perpendicularmente el segmento de la recta axial en cada uno de los puntos que la componen. El grosor de cada mundo deberá ser representado por el espesor de un segmento de recta, es decir, del mismo ancho de un punto geométrico.

9) Los cielos y los inframundos corresponden en su totalidad a la Realidad No Ordinaria y la Mapu abarca toda la Realidad Ordinaria así como aspectos No Ordinarios.
Por eso, pretender hallar la entrada a los inframundos en la Realidad Ordinaria es un disparate (y a pesar de ello muchos lo intentan -en otro orden de cosas- respecto de Agartha, la tierra de los inmortales o, la de los bienaventurados, la Tierra pura de Platón, las montañas Merú y Montsalvat, o el mapuche monte Trengtreng, incluso el Paraíso Terrenal bíblico). Lo que no obsta a que estos lugares, o sus moradores, se manifiesten circunstancial y brevemente en la Realidad Ordinaria, hecho que en lengua mapuche se denomina perimontu o perimol, según el carácter positivo o negativo de tal manifestación.

10) Cada uno de los niveles horizontales es en sí mismo análogo a todo el Cosmos, cada uno es una Imago Mundi o microcosmos; en esos pequeños cosmos hallamos también niveles análogos y correspondientes a los del gran Cosmos, y así sucesivamente.
El conjunto será algo así como esas imágenes catóptricas producidas por la reflexión de un objeto situado entre dos espejos cuyos planos reflectantes se hallan enfrentados, y que lo reproducen indefinidamente. O como esas cajas chinas dentro de las cuales siempre se encuentra otra similar pero más pequeña que, a su vez, contiene otra aún más pequeña, y así sucesivamente.
Por eso debe explicitarse a qué sistema se refiere un término determinado, cosa que pocas veces se hace, y ello engendra no pocas confusiones o da lugar a las contradicciones o incoherencias que encuentran los investigadores donde no las hay.

    Lo más habitual es la confusión que hacen entre el Cosmos y el mundo terrestre, cooperando al desconcierto. Un ejemplo bien claro de es lo siguiente. Los astros y planetas se hallan para el mapuche sitos en el segundo cielo (de arriba abajo). Si esto es tomado literalmente, estos cuerpos celestes se hallarían entonces fuera de la “dimensión” (término que usan, impropiamente, algunos medios de divulgación científica) en que vivimos, es decir, fuera de la materia, del tiempo y del espacio, hecho que la simple observación refutaría. O planteado desde otra perspectiva, “si los astros son parte de la Realidad Ordinaria ¿por qué se los asigna al segundo cielo, que pertenece a la Realidad No Ordinaria?”. Esto es fácil de entender si se tiene en cuenta que los astros, como toda cosa, tienen sus aspectos de realidad Ordinario y No Ordinario. El aspecto material u ordinario lo constituyen los planetas visibles y tiene su ubicación en el microcosmos terrestre ocupando su segundo cielo, en tanto que sus aspectos No Ordinarios ocuparán el segundo cielo del Cosmos propiamente dicho. Esta concepción no es ajena al judeocristianismo, puesto que los siete planetas clásicos tienen por realidad No Ordinaria a los siete Arcángeles. Cada planeta en esa tradición tiene un cuerpo, un alma (anima mundi), un espíritu o inteligencia y un demonio. El Sol que penetra a los inframundos y desempeña funciones como psicopompo es el aspecto No Ordinario del astro visible. El alma de Sol, por ejemplo, se llama antü ñi am. (*)

(*) Fuente: Maestro Don Aukanaw, “La estructura del mundo según los mapuches”, texto perteneciente a “La ciencia secreta de los mapuche”, previamente editado en web www.geocities.com/aukanawel.

TEXTOS SOBRE EL CRISTIANISMO

TEXTOS SOBRE EL CRISTIANISMO

Frithjof Schuon

1-    Esquema del Mensaje Cristico  ……………………………………………………..        5
2-    Naturaleza Particular y Universal de la Tradición Cristiana  ……………..     9
3-    Padre Nuestro que estás en los Cielos   ………………………………….   23
4-    Algunas Observaciones  ……………………………………………………………….   29
5-    Sobre las Huellas del Pecado Original   ………………………………….   39
6-    Dialogo entre Helenistas y Cristianos   ………………………………….   43
7-    La Complejidad del Dogmatismo  ………………………………………………….   51
8-    Divergencias Cristianas  ……………………………………………………………….   55
9-    Claves de la Biblia  ………………………………………………………………………   67
10-  Evidencia y Misterio  ……………………………………………………………………   71
11-  Un Enigma del Evangelio  …………………………………………………………….   87
12-  La Sede de la Sabiduría  ………………………………………………………………..   91
13-  El Misterio de las dos Naturalezas  …………………………………………………   95
14-  Misterios Cristicos y Virginales  …………………………………………………… 101
15-  La Cruz … 111
16-  Al Margen de las Improvisaciones Litúrgicas ………………………………….. 115
17-  Observaciones sobre la Caridad  …………………………………………………….. 121
18-  Los dos Problemas: el Mal, la Predestinación ………………………………….. 123
19-  La Imposible Convergencia …………………………………………………………… 127
20-  Fallos en el Mundo de la Fé …………………………………………………………… 131
21-  Características de la Mística Voluntarista  ……………………………………….. 137

1

ESQUEMA DEL MENSAJE CRISTICO

Si partimos de la idea indiscutible de que la esencia de toda religión es la verdad del Absoluto con sus consecuencias humanas, tanto místicas como sociales, puede plantearse la cuestión de saber de qué manera la religión cristiana satisface esta definición; pues su contenido central parece ser, no Dios como tal, sino Cristo, es decir, no tanto la naturaleza del Ser divino como la manifestación humana de este. Por eso una voz patrística proclamó con pertinencia: «Dios se ha hecho hombre a fin de que el hombre se haga Dios»; lo cual es la manera cristiana de decir que «Brahma es real, el mundo es apariencia». El cristianismo, en vez de yuxtaponer simplemente lo Absoluto y lo contingente, lo Real y lo ilusorio, propone de entrada la reciprocidad entre uno y otro: ve el Absoluto a priori con relación al hombre, y éste –correlativamente- es definido conforme a esta reciprocidad, no metafísica solamente, sino dinámica, voluntaria, escatológica. Es cierto que el judaismo procede de un modo análogo, pero en un grado menor: no define a Dios en función del drama humano, o sea partiendo de la contingencia, pero establece, sin embargo, la relación casi absoluta entre Dios y su pueblo: Dios es «Dios de Israel», la simbiosis es inmutable. Esto no impide que Dios sea Dios, y el hombre sea el hombre; no hay ni «Dios humano» ni «hombre divino».

Sea lo que fuere, la reciprocidad planteada por el cristianismo es metafísicamente transparente, y lo es necesariamente, so pena de ser un error. Indiscutiblemente, desde el momento en que constatamos la existencia de la contingencia o de la relatividad, debemos saber que el Absoluto se interesa por ella de una manera o de otra, es decir, en primer lugar, que la contingencia debe encontrarse prefigurada en el Absoluto y que, a continuación, éste debe reflejarse en la contingencia; éste es el esquema ontológico de los misterios de la Encarnación y de la Redención. El resto es cuestión de modalidad: el cristianismo propone, por una parte, la oposición abrupta entre la «carne» y el «espíritu», y, por otra -y éste es su lado esotérico-, su opción por la «interioridad» contra la exterioridad de las prescripciones legales y contra la «letra que mata». Además, opera con ese sacramento central y profundamente característico que es la Eucaristía: Dios ya no se limita a promulgar una Ley, sino que desciende a la tierra y se hace Pan de vida y Bebida de inmortalidad.

Con respecto al judaísmo, el cristianismo posee un aspecto de esoterismo por tres elementos: la interioridad, la caridad casi incondicional y los sacramentos. El primer elemento consiste en desdeñar más o menos las prácticas exteriores y en acentuar la actitud interior: se trata de adorar a Dios «en espíritu y en verdad»; el segundo elemento corresponde al ahimsa hindú, el «no perjudicar», que puede llegar hasta renunciar a nuestro derecho, o sea a salir deliberadamente del engranaje de los intereses humanos y de la justicia social: es ofrecer la mejilla izquierda al que ha golpeado la derecha, y dar siempre más de lo que se debe. El Islam marca un retorno al «realismo» mosaico, al tiempo que integra a Jesús en su perspectiva a título de profeta de la «pobreza» sufí. Sea lo que fuere, el propio cristianismo, a fin de poder asumir la función de religión mundial, tuvo que atenuar su rigor original y presentarse como un legalismo socialmente realista, hasta cierto punto al menos.

*

Si «Dios se ha hecho hombre», o si el Absoluto se ha hecho contingencia, o si el Ser necesario se ha hecho ser posible, si esto es así, se concibe el significado de un Dios que se ha hecho pan y vino y que ha hecho de la comunión una condición sine quia non de la salvación; no la única condición, sin duda, pues la comunión exige la práctica casi permanente de la oración, que Cristo ordena en su parábola del juez inicuo y cuya importancia destaca San Pablo al exhortar a los fieles a «orar sin cesar». Se puede concebir un hombre que, impedido de comulgar, se salve solamente por la oración, pero no se puede concebir un hombre que se viera impedido de rezar y se salvara por el solo hecho de comulgar; de hecho, algunos de los mayores santos, al principio del cristianismo, vivían en soledad sin poder comulgar, al menos durante varios años. Lo que se explica por el hecho de que la oración está por encima de todo y de que contiene, pues, a su manera la comunión, y necesariamente, puesto que en principio llevamos en nosotros mismos todo lo que podemos obtener de fuera: «El reino de Dios está dentro de vosotros». Los medios son relativos; nuestra relación fundamental con el Absoluto no puede serlo.

En lo que respecta al rito eucarístico, nos parece legítima la precisión siguiente: el pan parece significar que «Dios entra en nosotros», y el vino, que «nosotros entramos en Dios»; presencia de gracia, por una parte, y extinción unitiva, por otra. Dios es el Sujeto absoluto y perfecto que, o bien entra en el sujeto contingente e imperfecto, o bien asimila a éste liberándolo de las trabas de la subjetividad objetivada, exteriorizada y por ello vuelta paradójicamente múltiple. Se podría decir también que el pan se refiere más particularmente a la salvación, y el vino a la unión, lo que evoca la distinción antigua entre los pequeños y los grandes misterios (1).

En la Eucaristía, el Absoluto -o el divino SI (2)- se ha hecho Alimento; en otros casos se ha hecho Imagen o Icono, y en otros todavía, Palabra o Fórmula: es todo el misterio de la asimilación concreta de la Divinidad mediante un símbolo propiamente sacramental, visual, auditivo o de otro tipo. Uno de estos símbolos, e incluso el más central, es el propio Nombre de Dios, quintaesencia de toda oración, ya sea un Nombre de Dios en sí o un Nombre de Dios hecho hombre (3). Los hesicastas quieren que «el corazón beba el Nombre a fin de que el Nombre beba el corazón»; o sea el corazón «licuado», que, por efecto de la «caída», estaba «endurecido», y de ahí la comparación frecuente del corazón profano con una piedra. «A causa de la dureza de vuestro corazón, él (Moisés) escribió para vosotros este precepto». Cristo quería crear un hombre nuevo, mediante su cuerpo sacrificial de Hombre-Dios y a partir de una antropología moral particular. Especifiquemos que una posibilidad de salvación no se manifiesta porque sea necesariamente mejor que otra, sino porque, siendo posible precisamente, no puede dejar de manifestarse; como dijo Platón, y después de él San Agustín, está en la naturaleza del Bien el querer comunicarse.

El misterio del Icono no carece de relación con el de la Eucaristia; también aqui se trata de una materialización de lo celestial y por lo tanto de una asimilación sensible de lo espiritual. Quintaesencialmente, el cristianismo posee dos Iconos, la Santa Faz y la Virgen con el Niño, cuyos prototipos son, para el primer icono, el Santo Sudario y, para el segundo, el retrato de María pintado por San Lucas. De estas dos fuentes brotan, simbólicamente hablando, todas las demás imágenes sagradas, para llegar a esas cristalizaciones litúrgicas que son el iconostasio bizantino y el retablo gótico. Hay que mencionar también el crucifijo -pintado o esculpido-, en el que un símbolo primordial se combina con una imagen más tardía. Añadamos que la estatuaria -ajena a la Iglesia de Oriente- está más cerca de la arquitectura que de la iconografía propiamente dicha (4).

*

«Dios hecho hombre»: es el misterio de Jesús, pero es también, y por eso mismo, el de María; pues, humanamente, Jesús no tiene nada que no haya heredado de su Madre, a la que con razón se ha llamado «Corredentora» y «la divina Maria». Por eso el Nombre de Maria es como una prolongación del de Jesús; sin duda, la realidad espiritual de Maria está contenida en Jesús -lo inverso es cierto igualmente-, pero la distinción de los dos aspectos tiene su razón de ser; la síntesis no excluye el análisis. Si Cristo es «la Vía, la Verdad y la Vida», la Virgen Santísima, que está hecha de la misma substancia, posee gracias que facilitan el acceso a estos misterios, y es a ella a quien se aplica en primer lugar esta frase de Cristo: «Mi yugo es dulce y mi fardo, ligero».

Se podría decir que el cristianismo no es a priori determinada verdad metafísica, sino Cristo, y es la participación en Cristo mediante los sacramentos y mediante la santidad. Siendo esto así, no escapamos de la Realidad divina quintaesencial: en el cristianismo, como en toda religión, hay fundamentalmente dos cosas que considerar, abstracta y concretamente: el Absoluto, o lo absolutamente Real, que es el Sumo Bien y que da sentido a todo; y nuestra consciencia del Absoluto, la cual debe convertirse para nosotros en una segunda naturaleza y la cual nos libera de los meandros, los callejones sin salida y los abismos de la contingencia. El resto es cuestión de adaptación a las necesidades de determinadas almas y determinadas sociedades; pero las formas tienen también su valor intrínseco, pues la Verdad quiere la belleza, tanto en los velos como en la última Beatitud.

*

La metafísica intrínsecamente cristiana, no helenizada, se expresa mediante las frases iniciales del Evangelio de San Juan: «Al principio era el Verbo». Se trata, con toda evidencia, no de un origen temporal, sino de una prioridad principial, la del Orden divino, al que el Intelecto universal -el Verbo- pertenece al tiempo que forma parte de la Manifestación cósmica, de la que es el centro a la vez transcendente e inmanente. «Y el Verbo estaba con Dios»: desde el punto de vista de la Manifestación, precisamente, el Logos se distingue del Principio al tiempo que, por su esencia, está «con» él. «Y el verbo era Dios»: desde el punto de vista del Orden divino, el Logos no es distinto del Principio; la distinción entre las dos naturalezas de Cristo refleja la inevitable ambigüedad de la relación Âtmâ-Mâyâ. «Todas las cosas fueron hechas por Él»: no hay nada creado que no esté concebido y prefigurado en el Intelecto divino. «La luz resplandeció en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron»: está en la naturaleza de Âtmâ el penetrar en Mâyâ, y está en la naturaleza de cierta Mâyâ el resistírsele (5), sin lo cual el mundo dejaría de ser el mundo; y «es necesario que el escándalo llegue». La victoria de Cristo sobre el mundo y la muerte reproduce o anticipa la victoria en sí intemporal del Bien sobre el Mal, o de Ormuzd sobre Ahrimán, victoria ontológicamente necesaria porque resulta de la naturaleza del propio Ser, a pesar de las apariencias iniciales contrarias. Las tinieblas, incluso ganando, pierden; y la luz, incluso perdiendo, gana; Pasión, Resurrección, Redención.

NOTAS

l. En un sentido más general, diremos que los sacramentos cristianos son exotéricos para los exoteristas y esotéricos o iniciáticos para los esoteristas; en el primer caso buscan la salvación sin más, y en el segundo, la unión mística.

2. El Principio Supremo, desde el momento en que se hace interlocutor hacia el hombre, entra en la relatividad cósmica por el hecho mismo de su personificación; no por ello deja de ser el Absoluto con respecto al hombre, salvo desde el punto de vista del Intelecto puro.

3. Citemos a San Bernardino de Siena, gran promotor -hoy olvidado- de la invocación del Nombre de Jesús: «Poned el Nombre de Jesús en vuestras casas, en vuestras habitaciones y conservadlo en vuestros corazones». -«La mejor inscripción del Nombre de Jesús es la del corazón, después la de la palabra y finalmente la del símbolo pintado o esculpido». «Todo lo que Dios ha creado para la salvación del mundo está oculto en el Nombre de Jesús: toda la Biblia, desde el Génesis hasta el último Libro. La razón de ello es que el Nombre es origen sin origen… El Nombre de Jesús es tan digno de alabanza como Dios mismo».

4. El judaísmo y el Islam, que proscriben las imágenes, las sustituyen en cierto modo por la caligrafía, expresión visual del discurso divino. Una página iluminada del Corán, o un nicho de oración adornado con arabescos, son «Iconos abstractos».

5. Se trata aqul de la dimensión negativa propia de la Mâyâ infracelestial, que está hecha de oscuridad en la medida en que se aleja del Principio, y de luz en la medida en que manifiesta aspectos de Él. Es la esfera de la imperfección y la impermanencia, pero también del teomorfismo potencialmente liberador, mientras que la Mâyâ celestial es la esfera de los arquetipos y las hipóstasis.

DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES

DE LA UNIDAD TRASCENDENTE
DE LAS RELIGIONES

Frithjof Schuon

Spiritus ubi vult spirat: et vocem eius audis, sed nescis unde veniat, aut quo vadat: sic est omnis, qui natus est ex spiritu.

(Ioan III, 8.)

ÍNDICE

Págs.
Prefacio 4

I. Dimensiones conceptuales 10

II. Limitaciones del exoterismo 15

III. Trascendencia y universalidad del esoterismo 34

IV. La cuestión de las formas de arte 55

V. De los límites de la expansión religiosa 68

VI. El aspecto ternario del monoteísmo 80

VII. Cristianismo e Islam 88

VIII. Naturaleza particular y universalidad de la tradición cristiana 103

IX. Ser hombre es conocer 123

PREFACIO

Las consideraciones de este libro proceden de una doctrina que no es en absoluto fi-losófica, sino propiamente metafísica. Esta distinción puede parecer ilegítima a quienes tienen la costumbre de englobar la metafísica en la filosofía, pero, si se encuentra ya una tal asimilación en Aristóteles y en sus continuadores escolásticos, esto prueba precisa-mente que toda filosofía tiene limitaciones que, inclusive en los casos más favorables, como los que acabamos de citar, excluyen una apreciación perfectamente adecuada de la metafísica. En realidad, ésta posee un carácter trascendente que la hace independiente de un pensamiento puramente humano, cualquiera que sea. Para definir bien la diferen-cia que existe entre uno y otro modo de pensamiento, diremos que la filosofía procede de la razón, facultad enteramente individual, mientras que la metafísica surge exclusi-vamente del Intelecto. Este último era definido de la siguiente manera, con pleno cono-cimiento de causa, por el maestro Eckhart: «En el alma hay algo que es increado e in-creable; si el alma entera fuese tal, ella sería increada e increable, y esto es el Intelecto.» En el esoterismo musulmán se encuentra una definición análoga, aunque más concisa aún y más rica en valor simbólico: «El Sufí (es decir, el hombre identificado con el Inte-lecto) no es creado.»
Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inte-ligencia pura, es decir, directa y no discursiva, no hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el senti-do ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embar-go, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, ra-cionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hom-bre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la Palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una parti-cipación directa y activa en el Conocimiento divino, y no una participación indirecta y pasiva como lo es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identi-dad entre el cognoscente y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejem-plo en el orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos «esotérico» cuando se mani-fieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, quere-mos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesi-ble a cada uno —cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana—, confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un «punto de vista» más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda ver-dad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón».
Acabamos de decir que la religión traduce las verdades metafísicas o universales en lenguaje dogmático, ahora bien, si el dogma no es accesible a todos en su Verdad intrín-seca que sólo el Intelecto puede alcanzar directamente, el mismo dogma no es menos accesible por la fe, único modo de participación posible, para la gran mayoría de los hombres, en las verdades divinas. En cuanto al conocimiento intelectual que, lo hemos visto, no procede de una creencia ni de un razonamiento, él sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su «dimensión interna», que es la verdad infinita que domina todas las formas.
A fin de ser absolutamente claros, insistiremos todavía sobre que el modo racional de conocimiento no sobrepasa. el dominio de las generalidades ni alcanza por sí solo ninguna verdad trascendente; puede, sin embargo, servir de modo de expresión a un conocimiento suprarracional —es el caso de la ontología aristotélica y escolástica—, pero esto será siempre en detrimento de la integridad intelectual
Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inte-ligencia pura, es decir, directa y no discursiva, no hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el senti-do ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embar-go, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, ra-cionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hom-bre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una parti-cipación directa y activa en el Conocimiento divino y, no una participación indirecta y pasiva como lo es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identi-dad entre el cognoscente y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejem-plo en el orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos «esotérico» cuando se mani-fieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, quere-mos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesi-ble a cada uno —cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana—, confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un «punto de vista» más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda ver-dad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina «el ojo del corazón».
Acabamos de decir que la religión traduce las verdades metafísicas o universales en lenguaje dogmático; ahora bien, si el dogma no es accesible a todos en su Verdad intrín-seca que sólo el Intelecto puede alcanzar directamente, el mismo dogma no es menos accesible por la fe, único modo de participación posible, para la gran mayoría de los hombres, en las verdades divinas. En cuanto al conocimiento intelectual que, lo hemos visto, no procede de una creencia ni de un razonamiento, él sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su «dimensión interna», que es la verdad infinita que domina todas las formas.
A fin de ser absolutamente claros, insistiremos todavía sobre que el modo racional de conocimiento no sobrepasa el dominio de las generalidades ni alcanza por sí solo ninguna verdad trascendente; puede, sin embargo, servir de modo de expresión a un conocimiento suprarracional —es el caso de la ontología aristotélica y escolástica—, pero esto será siempre en detrimento de la integridad intelectual de la doctrina. Algunos objetarán quizá que la metafísica más pura se distingue a veces muy poco de la filoso-fía; que ella utiliza, como ésta, argumentaciones y, como ésta, parece llegar a conclu-siones; pero esta semejanza se debe al hecho de que toda concepción, en cuanto se ex-presa, se reviste forzosamente de los modos del pensamiento humano, que es racional y dialéctico; lo que distingue aquí esencialmente la proposición metafísica de la proposi-ción filosófica es que la primera es simbólica y descriptiva, en el sentido de que ella se sirve de los modos racionales como de símbolos para describir o traducir conocimientos que comportan más certidumbre que cualquier conocimiento del orden sensible, mien-tras que la filosofía —que por algo ha sido llamada ancilla theologiae— nunca es más que lo que ella expresa; cuando razona para resolver una duda, esto prueba precisamente que su punto de partida es una duda que quiere llegar a remontar, en tanto que, como hemos dicho ya, el punto de partida de la enunciación metafísica es siempre esencial-mente una evidencia o una certidumbre, que se tratará de comunicar a aquéllos que sean capaces de recibirla, por medios simbólicos o dialécticos propios para actualizar en ellos el conocimiento latente que portan inconscientemente, diremos también «eternamente», en sí mismos.
Tomemos, a título de ejemplo de los tres modos de pensamiento que hemos encara-do, la idea de Dios. El punto de vista filosófico, cuando no niega a Dios pura y simple-mente —lo que no hará sino dando a esta palabra un sentido que no tiene— intenta «probar» a Dios mediante toda clase de argumentaciones; en otros términos, este punto de vista trata de «probar» ya sea la «existencia», ya la «inexistencia» de Dios, como si la razón, que no es más que un intermediario y en modo alguno una fuente de conoci-miento trascendente, no pudiera «probar» cualquier cosa; por otra parte, esta pretensión a la autonomía de la razón en dominios donde sólo la intuición intelectual, de una parte, y la revelación, por otra, pueden comunicar conocimientos, caracteriza el punto de vista filosófico y revela su insuficiencia. En cuanto al punto de vista teológico, no se preocu-pa de probar a Dios —él permite inclusive admitir que ello es imposible— pero se fun-da sobre la creencia: añadamos que la fe no se reduce en absoluto a la simple creencia, .porque, de ser así, Cristo no hubiese hablado de la «fe que mueve las montañas», pues ni que decir tiene que la creencia religiosa no posee esta virtud. Metafísicamente, en fin, no se tratará ya ni de «prueba» ni de «creencia» sino exclusivamente de evidencia dire-cta, de evidencia intelectual que implica la certidumbre absoluta, pero que, en el estado actual de la humanidad, no es accesible más que a una elite espiritual cada vez más res-tringida; ahora bien, la religión, por su naturaleza e independientemente de las veleida-des de sus representantes, que pueden no tener conciencia de ellas, contiene y transmite, bajo el velo de sus símbolos dogmáticos y rituales, el Conocimiento puramente intelec-tual, como hemos notar anteriormente.
Sin embargo, tendría uno perfecto derecho a preguntarse por qué razones humanas y cósmicas, determinadas verdades, que podemos calificar de «esotéricas» en un sentido muy general, son expuestas y explicitadas precisamente en nuestra época tan poco incli-nada a las especulaciones; hay en esto, efectivamente, algo de anormal: no en el hecho de exponer estas verdades, sino en las condiciones generales de nuestra época que, mar-cando el fin de un gran período cíclico de la humanidad terrestre —el fin de un mahâ-yuga, según la terminología hindú— debe recapitular o remanifestar de una u otra ma-nera todo lo que se encuentra incluido en el ciclo entero, de acuerdo con el adagio que dice que «los extremos se tocan», de suerte que cosas que son anormales en sí mismas pueden hacerse necesarias en razón de las condiciones apuntadas. Desde un punto de vista más individual, el de la simple oportunidad, hay que convenir que la confusión espiritual de nuestra época ha alcanzado un grado tal que los inconvenientes que, en principio, pueden resultar para algunos del contacto con las verdades de que se trata se encuentran compensados por las ventajas que otros obtendrán de dichas verdades; de otro lado, el término de «esoterismo» es muy a menudo usurpado para enmascarar ideas tan poco espirituales y tan peligrosas como es posible, y lo que se conoce de las doctri-nas esotéricas es tan a menudo plagiado y deformado —aparte de que la incompatibili-dad exterior y voluntariamente amplificada de las diferentes formas tradicionales arroja el más grande descrédito, en el espíritu de un gran número de nuestros contemporáneos, sobre toda tradición, sea religiosa o de cualquier otra índole— que no hay solamente ventaja, sino inclusive obligación de hacer entrever, de una parte lo que es el esoterismo verdadero y lo que no lo es y, de otra parte, lo que constituye la solidaridad profunda y eterna de todas las formas del espíritu.
Para volver al tema principal que nos hemos propuesto tratar en este libro, insistire-mos sobre que la unidad de las religiones no solamente no es realizable, en el plano ex-terior, el plano de las formas, sino que no debe si quiera ser realizada, suponiendo que fuese posible, sobre este plano, sin que las formas reveladas fuesen desprovistas de ra-zón suficiente; y decir que son reveladas es como decir que son queridas por el Verbo divino. Al hablar de «unidad trascendente» queremos decir que la unidad de las formas religiosas debe ser realizada de una manera puramente interior y espiritual, sin ser trai-cionada por ninguna forma particular. Los antagonismos de estas formas no perjudican más a la Verdad una y universal que los antagonismos entre los colores opuestos a la transmisión de la luz una e incolora, por utilizar la misma imagen que antes; y de la misma manera que todo color, por su, negación de la oscuridad y su afirmación de la luz, permite encontrar el rayo que la hace visible y remontar este rayo hasta su fuente luminosa, de la misma manera toda forma, todo símbolo, toda religión, todo dogma, por su negación del error y su afirmación de la Verdad, permite remontar el rayo de la Re-velación, que no es otro que el del Intelecto, hasta su Manantial divino.

I

DIMENSIONES CONCEPTUALES

La comprensión verdadera e integral de una idea sobrepasa con mucho el primer asentimiento de la inteligencia; asentimiento que es tomado la mayor parte de las veces por la propia comprensión. Ahora bien, si es cierto que la evidencia que comporta para nosotros una idea es realmente, en cierta medida, una comprensión, no se trataría aquí, sin embargo, de todo el alcance de esta o de su perfección, porque esta evidencia es, sobre todo, para nosotros, la marca de una aptitud para comprender íntegramente esa idea. Una verdad, en efecto, puede ser comprendida en diferentes grados y según di-mensiones conceptuales diferentes, o sea, según una serie indefinida de modalidades que corresponden a los aspectos, igualmente indefinidos en su número, de la verdad, es decir, a todos sus aspectos posibles. Esta manera de encarar la idea nos lleva, en suma, a la cuestión de la realización espiritual cuyas expresiones doctrinales ilustran bien la in-definidad dimensional de la concepción teórica.
La filosofía, en lo que tiene de limitativo —y esto es, por otra parte, lo que constitu-ye su carácter específico— está fundada sobre la ignorancia sistemática de lo que aca-bamos de enunciar; en otros términos, ella ignora lo que sería su propia negación. Asi-mismo, no opera más que con unas especies de esquemas mentales que tiene por absolu-tos por causa de su pretensión de universalidad, cuando lo cierto es que no son, desde el punto de vista de la realización espiritual, más que otros tantos objetos simplemente virtuales o potenciales inutilizados, al menos en la medida en que se trata de ideas ver-daderas; pero cuando no es así, como suele suceder por lo general en la filosofía moder-na, estos esquemas se reducen a artificios inutilizables desde el punto de vista especula-tivo, o sea, desprovistos de todo valor real. En cuanto a las ideas verdaderas, es decir, aquéllas que sugieren más o menos implícitamente aspectos de la Verdad total y, por consiguiente, esta Verdad misma, constituyen, por esto mismo, claves intelectuales y no tienen otra razón de ser; es lo que sólo el pensamiento metafísico es capaz de captar. En cambio, ya se trate de filosofía o de teología ordinaria, hay en estos dos modos de pen-samiento una ignorancia que no sólo concierne a la naturaleza de las ideas que se creen haber comprendido íntegramente, sino sobre todo el alcance de la teoría como tal: la comprensión teórica, en efecto, es transitoria por definición, y su delimitación será siempre, por otra parte, más o menos aproximativa.
La comprensión puramente «teorizante» de una idea, comprensión que calificamos así en razón de la tendencia limitativa que la paraliza, podría muy bien ser caracterizada por el término «dogmatismo»; el dogma religioso representa en efecto, al menos en tanto es considerado como excluyente de otras formas conceptuales, y no ciertamente en sí mismo, una idea considerada según la tendencia teorizante, y esta manera excluyente se convierte inclusive en un carácter desde el punto de vista religioso como tal. Un dogma religioso cesa, sin embargo, de ser limitado así desde el momento en que es comprendido según su verdad interna, que es de orden universal, y esto es lo que acon-tece con todo esoterismo. Por otra parte, en este esoterismo mismo, como en toda doc-trina metafísica, las ideas que son formuladas pueden a su vez ser comprendidas según la tendencia dogmatizante o teorizante, y entonces estamos en presencia de un caso completamente análogo al del dogmatismo religioso del que acabamos de hablar. Es preciso todavía insistir, a este respecto, sobre el hecho de que el dogma religioso no es en absoluto un dogma en sí mismo, sino que lo es únicamente por el hecho de ser enca-rado como tal, por una especie de confusión de la idea con la forma de que ella se ha revestido, y que, por otro lado, la dogmatización exterior de verdades universales está perfectamente justificada, dado que estas verdades o ideas, debiendo ser el fundamento de una tradición, deben ser asimilables por todos en un grado cualquiera; el dogmatis-mo, en sí, no consiste en la simple enunciación de una idea, es decir, en el hecho de dar forma a una intuición espiritual, sino en una interpretación que, en lugar de alcanzar la Verdad informal y total partiendo de una de las formas de ésta, no hace en cierto modo más que paralizar esta forma, negando sus potencialidades intelectuales y atribuyéndole un carácter absoluto que únicamente la verdad informal y total puede tener.
El dogmatismo se revela no solamente por su falta de capacidad para concebir la ilimitación interna o implícita del símbolo, es decir, su universalidad que resuelve todas las oposiciones exteriores, sino también por su incapacidad para reconocer, cuando está en presencia de dos verdades aparentemente contradictorias, el lazo interno que afirman implícitamente y que hace de ellas aspectos complementarios de una sola y la misma verdad. Se podría también expresar así: el que participa en el Conocimiento universal se enfrentará con dos verdades aparentemente contradictorias como consideraría dos pun-tos situados en el mismo círculo que los conecta por su continuidad y los reduce de esta forma a la unidad: en la medida en que estos puntos se encuentren alejados uno del otro o, lo que es lo mismo, sean opuestos uno al otro, habrá contradicción, y ésta será llevada a su máximum cuando los puntos estén situados respectivamente en las dos extremida-des de un diámetro de la circunferencia; pero esta extrema oposición o contradicción no aparece precisamente más que por el hecho de aislar los puntos considerados del círcu-lo, y de hacer abstracción de éste como si no existiera. Se puede concluir que si la afir-mación dogmatizante, es decir, aquélla que se confunde con su forma y no admite otra, es comparable a un punto que, como tal, contradecirá, por definición en cierta medida, todo otro posible punto; la enunciación especulativa, por el contrario, será comparable a un elemento del círculo que, por su misma forma, indica su propia continuidad lógica y ontológica, o sea, el círculo entero, o, por transposición analógica, la Verdad entera. Esta comparación traducirá quizá mejor la diferencia que separa la afirmación dogmati-zante de la enunciación especulativa.
La contradicción exterior e intencionada de las enunciaciones especulativas puede aparecer, por supuesto, no sólo en una sola forma lógicamente paradojal, tal como el Aham Brahmasmi («Yo soy Brahma») védico —sea la definición vedántica del Yogui— o el Anal-Haqq («Yo soy la verdad») de El-Hallâj, o inclusive las palabras de Cristo concernientes a su divinidad, pero con más razón todavía entre formulaciones diferentes de la que cada una puede ser lógicamente homogénea en sí misma; este caso se produce en todas las escrituras sagradas, y especialmente en el Corán. Recordemos solamente, a este respecto, la contradicción aparente entre las afirmaciones de la predestinación y la del libre albedrío, afirmaciones que no son contrarias más que en tanto ellas expresan respectivamente aspectos opuestos de una sola y única realidad. Pero, abstracción hecha de las formulaciones paradojales —sean tales en sí mismas o las unas respecto a las otras— hay todavía teorías que, traduciendo la más estricta ortodoxia, se contradicen, sin embargo, externamente, y esto en razón de la diversidad de sus puntos de vista res-pectivos, puntos de vista no elegidos artificial y arbitrariamente, sino adquiridos espon-táneamente gracias a una verdadera originalidad intelectual.
Volviendo a lo que decíamos de la comprensión de las ideas, podríamos comparar una noción teórica con la visión de un objeto: de la misma manera que esta visión no revela todos los aspectos posibles, es decir, la naturaleza integral del objeto, cuyo per-fecto conocimiento no sería otro que la identidad con él, igualmente una noción teórica no responde a la verdad integral de la que forzosamente no sugiere más que un aspecto, esencial o no ; el error, en este ejemplo, corresponde a una visión inadecuada del objeto, mientras que la concepción dogmatizante sería comparable a la visión exclusiva de un solo aspecto de este objeto, visión que supondría la inmovilidad del sujeto vidente. En cuanto a la concepción especulativa, o sea, intelectualmente ilimitada, sería aquí compa-rable al conjunto indefinido de las diferentes visiones del objeto considerado, visiones que presupondrían la facultad de desplazamiento o cambio de punto de vista del sujeto, por consiguiente, una cierta forma de identidad con las dimensiones del espacio que, de por sí, revelan precisamente la naturaleza integral del objeto, al menos desde el punto de vista de la forma que es la que está en causa en nuestro ejemplo. El movimiento en el espacio es, en efecto, una participación activa en las posibilidades de éste, mientras que la extensión estática en el espacio, la forma de nuestro cuerpo por ejemplo, es una parti-cipación pasiva en estas mismas posibilidades; de estas consideraciones se puede pasar fácilmente a un plano superior y hablar entonces de un «espacio intelectual», es decir, de la omniposibilidad cognoscitiva que no es otra, en el fondo, que la Omnisciencia divina, y por consiguiente también «dimensiones intelectuales» que son las modalidades «internas» de esta Omnisciencia; y el Conocimiento por el Intelecto no es otra cosa que la perfecta participación del sujeto en estas modalidades, lo que, en el mundo físico, está bien representado por el movimiento. Se puede, pues, hablando de la comprensión de las ideas, distinguir una comprensión dogmatizante, comparable a la visión que parte de un solo punto de vista, y una comprensión integral, especulativa, comparable a la serie indefinida de las visiones del objeto, visiones realizadas por cambios indefinidamente múltiples del punto de vista. Y de la misma manera que, para el ojo que se desplaza, las diferentes visiones de un objeto están ligadas por una perfecta continuidad que represen-ta de alguna manera la realidad determinante del objeto, igualmente los diferentes as-pectos de una verdad, por contradictorios que ellos puedan parecer entre sí, no hacen más que describir, conteniendo implícitamente aspectos posibles, la Verdad integral que los sobrepasa y los determina. Repetiremos lo que hemos dicho más arriba: la afirma-ción dogmatizante corresponde a un punto que, como tal, contradice por definición in-clusive todo otro punto, mientras que la enunciación especulativa, por el contrario, es siempre concebida como un elemento de un círculo que, por su misma fuerza, indica principalmente su propia continuidad y, por esto, el círculo entero, o sea, la verdad ente-ra.
De esto resulta que, en doctrina especulativa, es el punto de vista, de una parte, y el aspecto, de otra, los que determinan la forma de la afirmación; mientras que, en dogma-tismo, éste se confunde con un punto de vista y un aspecto determinados, excluyendo por esto mismo todos los demás puntos de vista y aspectos igualmente posibles .

ESQUEMA DEL MENSAJE CRISTICO

ESQUEMA DEL MENSAJE CRISTICO

FRITHJOF SCHUON

Si partimos de la idea indiscutible de que la esencia de toda religión es la verdad de lo Absoluto con sus consecuencias humanas, tanto místicas como sociales, podemos plantear la cuestión de establecer de qué modo la religión cristiana satisface esta definición; pues su contenido central parece ser, no Dios como tal, sino Cristo; es decir no tanto la naturaleza del Ser divino sino su manifestación humana. Asimismo una voz patrística proclamó con justicia: “Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios”, lo cual es la forma cristiana de decir que “Brahma es real, el mundo es apariencia”. El cristianismo, en lugar de yuxtaponer simplemente lo Absoluto y lo contingente, lo Real y lo ilusorio, propone directamente la reciprocidad entre uno y otro: ve lo Absoluto a priori con relación al hombre, y define a éste –correlativamente- de acuerdo con esa reciprocidad, no sólo metafísica sino también dinámica, voluntaria y escatológica. Es cierto que el judaísmo procede de una manera análoga, pero en un grado menor: no define a Dios en función del drama humano, es decir partiendo de la contingencia, sino que establece la relación casi absoluta entre Dios y su pueblo: Dios es “Dios de Israel”, la simbiosis es inmutable; ello no impide que Dios siga siendo Dios y que el hombre siga siendo el hombre; no hay un “Dios humano” ni un “hombre divino”.

Sea como sea, la reciprocidad que plantea el cristianismo es metafísicamente transparente, y lo es necesariamente, so pena de convertirse en un error; sin duda, desde el momento que comprobamos la existencia de la contingencia o de la relatividad, debemos saber que lo Absoluto se encuentra incluido en ella de un modo o de otro, es decir que, en principio, la contingencia debe encontrarse prefigurada dentro de lo Absoluto, y que, luego, éste debe reflejarse en la contingencia; tal es el esquema ontológico de los misterios de la Encarnación y de la Redención. El resto es cuestión de modalidad: el cristianismo propone por un lado la oposición abrupta entre la “carne” y el “espíritu”, y por otro lado –y éste es su lado esotérico- su opción por la “interioridad” contra la exterioridad de las prescripciones legales y contra la “letra que mata”. Además, actúa con ese sacramento central y profundamente característico que es la Eucaristía: Dios no se limita a promulgar una Ley, Él desciende a la tierra y se convierte en Pan de vida y Bebida de inmortalidad.

Con relación al judaísmo, el cristianismo comporta un aspecto de esoterismo por tres elementos: la interioridad, la caridad casi incondicional y los sacramentos. El primer elemento consiste en desdeñar más o menos las prácticas exteriores y en acentuar la actitud interior, se trata de adorar a Dios “en espíritu y en verdad”; el segundo elemento corresponde a la ahimsa hindú, la “no-violencia”, que puede llevarnos hasta a renunciar a nuestro derecho, y por lo tanto a salir deliberadamente del engranaje de los intereses humanos y de la justicia social; consiste en ofrecer la mejilla izquierda a aquel que nos ha abofeteado la derecha, y en dar siempre más de lo debido. El Islam marca un retorno al “realismo” mosaico, integrando a Jesús en su perspectiva a título de profeta de la “pobreza” sufí; sea como sea, con el fin de poder asumir la función de una religión mundial, el cristianismo mismo ha debido atenuar su rigor original y presentarse como un legalismo socialmente realista, al menos en cierto grado.

* * *

Si “Dios se hizo hombre”, o si lo Absoluto se hizo contingencia, o si el Ser necesario se hizo ser posible, entonces se puede concebir la significación de un Dios que se hizo pan y vino y que hizo de la comunión una condición sine qua non para la salvación; por supuesto no la única condición, pues la comunión exige la práctica casi permanente de la oración, que Cristo ordena en su parábola del juicio inicuo y cuya importancia destaca san Pablo al ordenar a los fieles que “recen sin fatigarse”. Se puede concebir que un hombre, aunque sea vea impedido de comulgar, se salve por la oración, pero no se puede concebir que un hombre no pueda rezar y se salve solamente con la comunión; de hecho, algunos de los más grandes santos, al principio del cristianismo, vivían en la soledad sin poder comulgar, al menos durante algunos años. Ello se explica por el hecho de que la oración prevalece ante todo, que por lo tanto contiene a su manera la comunión, y necesariamente, puesto que en principio nosotros llevamos en nosotros mismos todo lo que podemos obtener de fuera; “El reino de Dios está dentro de vosotros”. Los medios son relativos; nuestra relación profunda con lo Absoluto no puede serlo.

Con respecto al rito eucarístico, nos sentimos autorizados a formular la precisión siguiente: el pan parece significar que “Dios entra en nosotros”, y el vino que “nosotros entramos en Dios”; presencia de gracia por un lado, y extinción unitiva por el otro. Dios es el Sujeto absoluto y perfecto que, o bien entra en el sujeto contingente e imperfecto, o bien se asimila a éste liberándolo de las trabas de la subjetividad objetivada y exteriorizada, y por ello mismo hecha paradójicamente múltiple. También se podría decir que el pan se refiere más particularmente a la salvación y el vino a la unión, lo cual evoca la distinción antigua entre los pequeños y los grandes misterios (1).

En la Eucaristía, lo Absoluto –o el Sí-mismo divino (2)- se convierte en Alimento; en otros casos, se convierte en Imagen o Icono, y en otros casos también en Palabra o Fórmula; éste es todo el misterio de la asimilación concreta de la Divinidad que utiliza como medio un símbolo propiamente sacramental: visual, auditivo o de otro tipo. Uno de estos símbolos, incluso el más central, es el Nombre mismo de Dios, quintaesencia de toda oración, ya se trate de un Nombre de Dios en sí mismo o de un Nombre de Dios hecho hombre (3). Los hesicastas consideran que “el corazón bebe el Nombre para que el Nombre beba el corazón”; por lo tanto se trata del corazón “licuificado” que, por el efecto de la “caída”, se había “endurecido”, y de ello surge la comparación frecuente del corazón profano con una piedra. “Es a causa de la dureza de vuestro corazón que él (Moisés) ha escrito para vosotros este precepto”; Cristo consideraba que creaba un hombre nuevo, poniendo como intermediario su cuerpo sacrificial de Hombre-Dios y a partir de una antropología moral particular. Cabe señalar que la posibilidad de salvación no se manifiesta porque sea necesariamente mejor que otra sino porque, siendo posible precisamente, no puede dejar de manifestarse; tal como dijo Platón, y después de él san Agustín, está dentro de la naturaleza del Bien el querer comunicarse.

No sin relación con el misterio de la Eucaristía se encuentra el misterio del Icono; también en este caso se trata de una materialización de lo celestial y por lo tanto de una asimilación sensible de lo espiritual. Quintaesencialmente, el cristianismo comporta dos Iconos, el Santo Rostro y la Virgen con el Niño, el prototipo del primer icono es el Santo Sudario y el del segundo es el retrato de donde brotan, simbólicamente hablando, todas las otras imágenes sagradas, para llegar a esas cristalizaciones litúrgicas que son la iconostasia bizantina y el retablo gótico; asimismo debemos mencionar el crucifijo –pintado o esculpido- en el cual un símbolo primordial se combina con una imagen más tardía. Agreguemos que la estatuaria –ajena a la Iglesia del Oriente- está más cerca de la arquitectura que de la iconografía propiamente dicha (4).

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“Dios hecho hombre”: éste es el misterio de Jesús, pero también es, y por ello mismo, el de María; pues humanamente Jesús no tiene nada que no haya heredado de su Madre, a quien llamó con justa razón “Corredentora” y “la divina María”. Asimismo el Nombre de María es como una prolongación del de Jesús; por supuesto, la realidad espiritual de María está contenida en Jesús –la inversa también es válida–, pero la distinción de los dos aspectos tiene su razón de ser; la síntesis no excluye el análisis. Así como Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”, la Santa Virgen, que está hecha de la misma sustancia, posee gracias que facilitan el acceso a esos misterios, y es ella a quien se aplican en primer término estas palabras de Cristo: “Mi yugo es dulce, y mi carga ligera”.

Se podría decir que el cristianismo no es a priori tal verdad metafísica, sino que es Cristo; y es la participación en Cristo por medio de los sacramentos y de la santidad. En ese caso, no se escapa a la Realidad divina quintaesencial: tanto en el cristianismo como en toda religión, hay que tomar en cuenta fundamentalmente dos cosas, abstracta y concretamente: lo Absoluto, o lo absolutamente Real, que es el Bien Soberano y que da un sentido a todo; y nuestra conciencia de lo Absoluto, que debe convertirse para nosotros en una segunda naturaleza, y que nos libera de los meandros, de los callejones sin salida y de los abismos de la contingencia. El resto es asunto de adaptación a las necesidades de tales almas y de tales sociedades; pero las formas también tienen su valor intrínseco, pues la Verdad quiere a la Belleza, tanto en los velamientos como en la última Beatitud.

* * *

La metafísica intrínsecamente cristiana, no helenizada, se expresa por las sentencias iniciales del Evangelio según san Juan. “En el comienzo era el Verbo”: evidentemente se trata no de un origen temporal sino de una prioridad de principios, la del Orden divino, al cual pertenece el Intelecto universal –el Verbo- al surgir de la Manifestación cósmica, de la cual es el centro a la vez trascendente e inmanente. “Y el Verbo era junto a Dios”: precisamente bajo el aspecto de la Manifestación, el Logos se distingue del Principio; la distinción entre las dos naturalezas de Cristo refleja la inevitable ambigüedad de la relación Atma-Maya. “Por Él todo fue hecho”: no hay nada de lo creado que no haya sido concebido y prefigurado en el Intelecto divino. “Y la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron”: está en la naturaleza de Atma penetrar en Maya, y está en la naturaleza de cierta Maya resistirse (5), y sin ello el mundo dejaría de ser el mundo; y “el escándalo debe llegar”. La victoria de Cristo sobre el mundo y la muerte retrasa o anticipa la victoria en sí misma intemporal del Bien sobre el Mal, o de Ormuz sobre Arriman; victoria ontológicamente necesaria porque resulta de la naturaleza misma del Ser, a pesar de las apariencias iniciales contrarias. Las tinieblas, aun ganando, pierden; y la luz, aun perdiendo, gana; Pasión, Resurrección, Redención.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––-

1.- En un sentido más general, diremos que los sacramentos cristianos son exotéricos para los exoteristas y esotéricos o iniciáticos para los esoteristas; en el primer caso apuntan hacia la salvación, y en el segundo hacia la unión mística.

2.- El Principio Supremo, desde que se hace interlocutor hacia el hombre, entra en la relatividad cósmica a causa de su personificación; ya no sigue siendo lo Absoluto en relación al hombre, excepto desde el punto de vista del Intelecto puro.

3.- Citemos a san Bernardino de Siena, gran promotor –hoy olvidado– de la invocación del Nombre de Jesús: «Introducid el Nombre de Jesús en vuestras casas, en vuestras habitaciones, y conservadlo en vuestros corazones». «La mejor inscripción del Nombre de Jesús es en el corazón, luego en la palabra y por último en el símbolo pintado o esculpido». «Todo lo que Dios ha creado para la salvación del mundo está oculto dentro del Nombre de Jesús: toda la Biblia, desde el Génesis hasta el último Libro. La razón es que el Nombre es origen sin origen… El Nombre de Jesús es tan digno de alabanza como el mismo Dios».

4.- El judaismo y el islamismo, que proscriben las imágenes, las reemplazan en cierto modo por la caligrafía, expresión visual del discurso divino. Una página iluminada del Corán, una pequeña plegaria adornada con arabescos, son «Iconos abstractos».

5.- Aquí se trata de la dimensión negativa propia de la Maya infracelestial, hecha de oscuridad en tanto que se aleja del Principio, y de luz en tanto que manifiesta aspectos de éste. Es el dominio de la imperfección y de la impermanencia, pero también del teomorfismo potencialmente liberador, mientras que la Maya celestial es el dominio de los arquetipos y de las hipóstasis.

( Frithjof Schuon, extracto de “Raíces de la Condición Humana”, ed. Grupo Libro

LA MENTALIDAD SIMBOLISTA

LA MENTALIDAD SIMBOLISTA

FRITHJOF SCHUON

Según un error muy extendido –que incluso se ha hecho más o menos “oficial” con el auge del evolucionismo–, todos los símbolos tradicionales se tomaban al principio al pie de la letra, y el simbolismo propiamente dicho es sólo fruto de un “despertar intelectual” tardío. Esta es una opinión que invierte por completo la relación normal de las cosas, como hacen todas las hipótesis análogas que se insertan en un contexto evolucionista. En realidad, lo que aparece más tarde como sentido añadido se encontraba ya implícito al principio, de manera que la “intelectualización” de los símbolos no es resultado de un progreso intelectual, sino, por el contrario, de la pérdida de la inteligencia primigenia en la mayoría. Así pues, a causa de una comprensión de los símbolos cada vez más defectuosa, y para eludir el peligro de la “idolatría” (y no para escapar de una idolatría supuestamente preexistente pero en realidad inexistente), la tradición se vio obligada a explicitar verbalmente unos símbolos que en el origen –en la “Época Divina”– eran de suyo completamente adecuados para transmitir las verdades metafísicas.

Ese error de creer que en el origen todo era “material” y “tosco” –lo que falsamente llaman “concreto”– ha llevado a algunos incluso a negar a toda costa que los pueblos “primitivos”, especialmente los indios norteamericanos, tuviesen la idea de un Dios supremo, y ello a menudo con argumentos que demuestran precisamente lo contrario. Lo que revelan las incomprensiones de este tipo es sobre todo que la mera “especialización” científica –el conocimiento de las formas craneales, idiomas, ritos de pubertad, métodos culinarios, etc.– no equivale a una calificación intelectual que permita penetrar las ideas y los símbolos. Un ejemplo entre muchos: como no se comprenden las ideas de los pieles rojas (a falta de las claves indispensables, que lo menos que puede decirse es que también forman parte de la ciencia), resulta que tales ideas han de tenerse por “vagas”; o se dice que el “misterio” de los indios no es un “espíritu” –«cosa que el primitivo, por otra parte, es incapaz de concebir, salvo gracias al concepto y a la investigación del hombre blanco»(1)– sin que se nos diga ni qué se entiende por “espíritu”, ni por qué el “misterio” en cuestión no es espíritu. Y además, ¿qué importancia puede tener para el indio el “concepto del hombre blanco”, y cómo pueden los etnógrafos saber lo que piensa el indio fuera de la “investigación del hombre blanco”? A las ideas de los indios se les reprocha su “carácter proteico”, que se considera incompatible con el «lenguaje de la civilización, más diferenciado»(2). Como si la terminología –o la jerga de especialista– de los blancos fuese criterio de verdad o de valía intelectual, y como si para los pieles rojas lo que estaba en juego fueran meras palabras y no verdades o experiencias.(3)

La idea de que los hombres, gracias a un “despertar intelectual” debido a la “evolución”, hayan acabado comprendiendo la “tosquedad” de su tradición y que, para remediarlo, se las hayan ingeniado para inventar explicaciones que, arbitrariamente, tienden a prestar a las imágenes un sentido superior, no sólo se enfrenta a la verdad intrínseca del simbolismo, sino también a una imposibilidad psicológica: porque en el supuesto de que la élite intelectual, o la sensibilidad común, termine por darse cuenta de la “tosquedad” –de la falsedad, por tanto (4)– de los mitos, la reacción normal sería sustituirlos por algo mejor o más “refinado”, sustitución jamás efectuada en parte alguna. El mantenimiento de la tradición sólo se explica por el valor inmutable de ésta, luego por el elemento de absoluto que por definición ésta implica y que la hace inalterable en su forma esencial; creer que los hombres estarían dispuestos a mantener la tradición por otros motivos es un error de lo más absurdo o incluso de lo más impertinente, pues equivale a subestimar al género humano. Tampoco aceptamos la hipótesis de un pensamiento “prelógico”(5), pues también aquí se trata de pensamiento simbólico, y éste, sin ser nunca ilógico, es supralógico por cuanto supera los límites de la razón y, por tanto, también los de las construcciones mentales, las dudas, las conclusiones y las hipótesis. (6)

Sería completamente falso creer que la mentalidad simbolista consiste en elegir, en el mundo externo, imágenes para superponerles significados más o menos lejanos, lo que sería un pasatiempo poco compatible con la sabiduría; bien al contrario, la «visión» simbolista del cosmos es a priori una perspectiva espontánea que se funda sobre la naturaleza esencial –o la transparencia metafísica– de los fenómenos en lugar de apartar estos de sus prototipos. El hombre de formación racionalista, cuya mente está anclada en lo sensible como tal, parte de la experiencia y ve las cosas en su aislamiento existencial: el agua es para él –cuando la ve fuera de la poesía– un elemento compuesto de oxigeno y de hidrógeno, al cual se puede atribuir un significado alegórico si se desea, pero sin que haya una relación ontológica necesaria entre la cosa sensible y la idea que se introduce ahí; el espíritu simbolista por el contrario es intuitivo en un sentido superior, el razonamiento y la experiencia no tienen para él más que una función de causa ocasional y no de base; él ve las apariencias en su conexión con las esencias: el agua será para él antes que nada la aparición sensible de una realidad-principio, un kami (japones) o un manitu(algonquin) o wakan (siux) (7); es decir que ve las cosas, no «en la superficie» solamente, sino sobretodo «en profundidad», o que las percibe según la dimensión «participativa» o «unitiva» tanto como según la dimensión «separativa». Cuando un etnógrafo declara que «no hay manitu fuera del mundo de las apariencias», es que él ignora que las apariencias no existen en tanto que tales para el alma simbolista; él ignora por lo tanto todo lo esencial y pierde su tiempo al ocuparse de los símbolos. Por lo demás, este falso «concretismo» –o esta tendencia a reducir el simbolismo, contrariamente a toda verosimilitud, a una especie de sensualismo bruto e ininteligible, o incluso a un existencialismo esbozado– este «concretismo» por lo tanto, lejos de acercarse a la naturaleza y a los orígenes, es en realidad una reacción típica del «civilizado», –en el sentido banal y absurdo de la palabra–, es decir la reacción de un cerebro sobresaturado de construcciones fácticas o de sofismas. (8).

Y esto es importante: por una parte, nosotros no decimos que el simbolista piense «principio» o «idea» viendo el agua, el fuego u otro fenómeno de la naturaleza, sino que ofrecemos en una terminología accesible a nuestros lectores lo que en simbolista «ve» en realidad, «ver» y «pensar» siendo sinónimos en él (9); por otra parte, no afirmamos que todo individuo adherido a una colectividad con mentalidad simbolista, y por tanto contemplativa, tenga él mismo plena consciencia de todo lo que implican los símbolos, sin lo cual el simbolismo espontáneo no sería patrimonio de los períodos que podemos calificar de «primordiales», y los comentarios más tardíos no se justificarían de ninguna manera; ellos prueban precisamente una cierta debilitación con relación a la «edad de oro», de ahí la necesidad de una doctrina más explícita, y capaz de extirpar toda clase de errores latentes. Ya que la mentalidad simbolista, como todo carácter colectivo, no está al abrigo de caídas: ella puede, en la consciencia de tal o cual individuo o de tal grupo, degenerar en una especie de «idolatría» (10), pero entonces cesa de ser simbolista para volverse otra cosa; reprochar a los Pieles Rojas o a los Shintoistas una actitud idólatra o zoólatra, reviene en definitiva a atribuirles un espíritu antisimbolista, lo que es contrario a los datos reales; para el Piel Roja, el bisonte es una «divinidad», –o una «función divina»– pero el solo hecho de que le de caza prueba en suma que él distingue siempre entre la entidad «real» y la forma «accidental» o «ilusoria» (11). Incluso admitiendo que haya en tal o cual simbolista una parte de «panteismo», su error no será mayor que el de el «monoteista», para quien las cosas no son nada más que ellas mismas, y para quien el simbolismo no es más que alegoría sobreañadida; toda la cuestión es saber cual de los dos errores es el más oportuno o el menos nocivo para tal mentalidad; por vía de consecuencia, llegaríamos incluso a decir que una actitud idólatra tendrá, en un Hindú o un Extremo Oriental, un alcance sicológico diferente que en un Semita o un Europeo.

El hombre primordial ve lo «mas» en lo «menos»: el mundo infra-humano refleja en efecto el Cielo y transmite, en un lenguaje existencial, un mensaje divino a la vez múltiple y único; y el resultado moral de esta perspectiva del cosmos «translúcido» es una actitud respetuosa o incluso devocional hacia la naturaleza virgen, ese santuario –del cual Occidente ha perdido la clave desde la desaparición de las mitologías– que fortifica e inspira a aquellos de sus hijos que han guardado el sentido de sus misterios, como la Tierra lo hizo con Antea. El Cristianismo, teniendo que reaccionar contra un estado del l alma realmente «pagano», en el sentido bíblico, ha hecho desaparecer al mismo tiempo –como suele ocurrir siempre en casos semejantes– valores que no merecerían de ninguna manera el reproche de «paganismo»; debiendo combatir, en los Mediterráneos, un «naturalismo» filosófico y plano, suprimió del mismo golpe –en los Nórdicos sobre todo– un «naturismo» con carácter espiritual (12); y la técnica moderna no es más que una consecuencia, muy indirecta sin duda, de una perspectiva que, tras haber desterrado de la naturaleza a los dioses y los genios y de haberla vuelto «profana» por este hecho (13), ha finalmente permitido que fuera «profanada» en el sentido más brutal de la palabra. El Occidental prometéico –pero no todo Occidental– está afectado de una especie de desprecio innato de la naturaleza: para él, la naturaleza es una propiedad de la que se puede disfrutar o que se puede explotar (14), o incluso una enemiga a vencer; es no una «propiedad de los Dioses» como en Bali, sino una «materia prima» destinada a la explotación industrial o sentimental, según los gustos y las circunstancias (15). Este destronamiento de la naturaleza, o esta escisión entre el hombre y la tierra –reflejo de la escisión entre el hombre y el Cielo– a traído frutos tan amargos que no tendremos ninguna dificultad en hacer admitir que el mensaje intemporal de la naturaleza se presenta en nuestros días como un viático espiritual de primera importancia; algunos objetarán quizás que el Occidente ha conocido siempre –y sobre todo en los siglos XVIII y XIX– regresos a la tierra virgen, pero no es así como nosotros lo entendemos, pues de nada nos sirve un «naturismo» romántico y «deísta» o incluso «ateo» (16). La cuestión no es proyectar un individualismo sobresaturado y desengañado en una naturaleza desacralizada –eso sería una mundanidad como otra cualquiera–, sino, por el contrario, basándose en la mentalidad tradicional, volver a encontrar en la naturaleza la sustancia divina inherente en ella; en otros términos, «ver a Dios en todas partes» y nada ver fuera de su misteriosa presencia.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––––––

1.- W. J. Mc Gee, en The Siouan Indians, Washington D.C., Smithsonian Institute Bureau of Ethnology , 15th Annual Report, 1897.

2.- Ibíd,

3.- Cierto autor no atribuye importancia alguna a las declaraciones que los propios indios hicieron a comienzos del s. XIX confirmando la existencia inmemorial de la idea de un Espíritu supremo y, para probar que esa idea no es sino una abstracción importada de los blancos, cita el hecho siguiente, que data de una época (1701) en la que los mismos indios no habían sufrido todavía influencia blanca alguna: «En el transcurso de la conversación, (William) Penn rogó a uno de los intérpretes de los lénapes (délawar) que le explicase qué noción se hacen de Dios los autóctonos. El indio se veía embarazado, en vano buscó palabras y, al final, dibujó una serie de círculos concéntricos sobre la tierra, y mostrando el centro, añadió que allí se sitúa simbólicamente el lugar del Gran Hombre». (Wemer Müller, Die Religionen der Waldindianer Nordamerikas , Berlín, D. Reimer, 1956, capítulo titulado: “Der Grosse Geist und die Kardinalpunkte”). No cabe dar prueba de más patente incomprensión que el argumento que se pretende sacar de este relato, esto es, que, para los delawares, Dios era un dibujo, o sea algo “concreto”, y no una “abstracción”. Y en igual sentido: «El espíritu es algo que no tiene espacio ni lugar; traducir Mánitu por este término es tanto más impropio cuanto que las fuentes más recientes conocen el lugar del mánitu: el cenit o cielo. El que los cree busquen el mánitu “en algún lugar de lo alto”, o que los menómini localicen su miich hiiwiituk en la cuarta atmósfera, o incluso que los indios zorro (fox) sitúen su kechi manetoa en la Vía Láctea, todo ello significa sólo una cosa: que el mánitu supremo tiene igual carácter sensible que los mánitus de menor importancia. (ibíd.). Olvida decirnos lo único esencial, es decir, por qué ese mánitu supremo se sitúa en el cielo y no en una olla. Cuando se ignoran hasta tal punto tanto el simbolismo como la mentalidad simbolista, más valiera no dedicarse en absoluto a los símbolos.

4.- Porque, si no hay falsedad, ¿qué se le reprocha a la “tosquedad”?

5.- Asimismo, términos como “prepolidemonismo”, “polidemonismo”, “antropolatría”, “teantropismo”, etc., etc., indican clasificaciones tan superfluas como conjeturales. Lévy- Bruhl, que considera que «la mentalidad primitiva, como se sabe, es sobre todo concreta y muy poco conceptual. y que «nada le es más ajeno que la idea de un Dios único y universal., atribuye al espíritu “prelógico” la idea de que «cada planta… tiene su creador especial»; pues bien, el Islam, que sin embargo no es “prelógico”, enseña que cada gota de lluvia es depositada por un ángel; la idea del “ángel custodio”, por lo demás, no carece de relación con la perspectiva –perfectamente lógica– de que se trata aquí. No sabemos si para la escuela de Lévy-Bruhl son “primitivos” los pigmeos, pero, en todo caso, la existencia entre ellos de la idea de un Dios supremo no deja lugar a dudas (cf. R. P. Trilles, L´Ame du Pygmée de´Afrique. Paris, Edtions du Cerf, 1945).

6.- Señalemos también el abuso que se hace de la palabra “magia”. Los autores que a cada paso hablan de “pensamiento mágico” (magisches Weltbild) ignoran manifiestamente de que se trata, o más bien tienen sólo alguna vaga noción de las analogías cósmicas que la magia pone en movimiento.

7.- Por lo que se refiere a estos términos indios tan inútilmente controvertidos, no vemos por qué no deberían traducirse por “espíritu”, “misterio” o “sagrado”, según el caso; es muy poco razonable, desde luego, suponer que estas palabras carecen de significado, que los indios hablan por hablar, o que adoptan maneras de hablar sin saber por qué lo hacen. El que no haya adecuación perfecta de una lengua a otra –o de un pensamiento a otro– es algo completamente distinto.

8.- por eso –dicho sea de paso– desconfiamos de todas esas reivindicaciones fáciles de una “pureza primitiva” o de un “concretismo” que menosprecia las “especulaciones”, es decir, de todos esos regresos antiescolásticos a la “simplicidad de los Padres”, pues demasiado a menudo se trata tan sólo de una incapacidad que, en vez de reconocerse, prefiere esconderse tras la ilusión de una actitud superior.

9.- Lo contrario solo es verdad en un sentido superior, que ya no guarda relación alguna con el orden sensible. Para el metafísico, el pensar es “ver” los principios o las “ideas”.

10.- Igualmente una doctrina metafísica puede ir perdiendo sus caracteres propios al decaer a través de sucesivas incomprensiones hasta el nivel de un sistema meramente lógico, por tanto fragmentario y estéril. La idolatría en el sentido estricto del término acaso sea sobre todo un fenómeno semítico; en los antiguos árabes, ni siquiera tenía la excusa de derivar de un simbolismo, pues sus ídolos solían tener orígenes completamente humanos y empíricos.

11.- Asimismo, según el testimonio de un siux de finales del S. XIX: «El hombre rojo distinguía en el espíritu dos partes: el espíritu puro y el espíritu ligado a la tierra. El primero se ocupa únicamente de la esencia de las cosas, y eso es lo que el indio trataba de fortificar con la oración espiritual, que exigía someter el cuerpo con ayunos y privaciones. Este tipo de oraciones no apuntaba a favores y ayudas. Todos los deseos egoístas como el éxito en la caza o en el combate, o una curación, o incluso la preservación de una vida amada, quedaban reservados al espíritu inferior y ligado a la tierra, y todos los ritos –encantamientos mágicos o cantos de súplica– que tenían por objeto obtener un beneficio o alejar un peligro se consideraban emanaciones del ego terreno. » Véase Charles A. Eastman (Ohiyesa), The Soul of the Indian, Lincoln, Univertity of Nebraska Press, 1980 (Trad. Es.: El alma del Indio, José J. De Olañeta, Editor, 1991)

12.- Encontramos como un eco de esto en el Poverello de Asís.

13.- Hay que decir que los griegos de la época clásica, con su empirismo cientificista, fueron los primeros en privar de su majestad a la naturaleza, aunque sin destronarla en la conciencia popular. Estaba Dodona, desde luego, y otros santuarios a cielo abierto, pero no hay que olvidar que el templo antiguo se opone a la naturaleza virgen como el orden se opone al caos o la razón al ensueño. Esto ocurre también, evidentemente, en cierta medida y por la naturaleza de las cosas, con todo arte humano, pero el espíritu grecorromano tiene la particularidad de estar mucho más aferrado a la idea de “perfección” que a la de “infinito”; la “perfección” o el “orden” se convierte en el contenido mismo de su arte hasta el extremo de excluir de él todo recuerdo de las Esencias. esta verdad parcial hay que completarla sin duda con otra, ésta de carácter positivo: un amigo nos señaló una vez, muy acertadamente, que el Dios griego, que es “geómetra”, no “creó” el mundo, sino que lo “midió”, igual que la luz “mide” el espacio; pues bien, el templo griego, con su claridad, sus líneas rectas y sus ritmos precisos, “encarna” o mas bien “cristaliza” la luz y, en este sentido, no se opone a la naturaleza como tal, sino a la tierra, luego a la materia, la gravedad, la opacidad; en otros términos, no constituye tan sólo una sistematización abstracta y limitativa, sino también una revelación del Intelecto y una totalidad. La misma observación cabría hacer en lo que atañe al Taj Mahal u otros edificios islámicos de ese tipo, aunque con la diferencia de que, en estos casos, la luminosidad está concebida en un sentido menos “matemático” y más próximo a la idea de infinito.

14.- Para la teología cristiana, el único fin de la naturaleza parece ser el servir al hombre terreno –cabe preguntarse de qué le sirven a éste determinado paquidermo de los trópicos o un monstruo marino–, de modo que la Jerusalén Celestial, donde el hombre ya no tiene necesidades corporales, excluye los animales y las plantas; es, contrariamente al simbolismo musulmán un Paraíso de cristal; cierto es que las jannât del Islam están «hechas de perla, de rubí y de esmeralda», pero siguen siendo jardines que tienen árboles, frutas, flores y pájaros. Los que criticamos no es determinado simbolismo, por supuesto, sino ciertas especulaciones que de él derivan; así, se ha sostenido que el alma animal existe únicamente por la materia, de la cual es tan sólo reflejo interior; pero eso deja sin explicar, en primer lugar, las diferencias formales, cualitativas y psicológicas de los animales, y luego los rasgos afectivos e incluso contemplativos que los animales manifiestan. Cuando la Biblia dice que el hombre debe reinar sobre los animales, esto no quiere decir, nos parece, que sólo estén ahí para servirlo.

15.- Suele hablarse de “conquistar” el Cervino, el Everest, el Annupurna, el Indo, la Luna, el espacio… La naturaleza es prácticamente el oponente que hay que abatir; el mundo se divide en dos bandos, el ser humano y la naturaleza. Hay en ello parte de verdad, pero todo depende del alcance que demos a tal oposición.

16.- Hay que guardarse de confundir el simbolismo y el “naturismo”, tal como los entendemos, con los movimientos filosóficos o literarios que abusivamente reivindican tales nombres. Nada hay tan distante del simbolismo védico, shintoico o norteamericano, como el naturalismo artístico de los grecorromanos y su interpretación anecdótica de los mitos.

Extraído de: «El Sol Emplumado», Ediciones Olañeta, ISBN 84-7651-149-3

UN ROSTRO DE LA SABIDURIA ETERNA

UN ROSTRO DE LA SABIDURIA ETERNA

FRAGMENTOS DE UNA CONVERSACION CON FRITHJOF SCHUON

JEAN BIES

Me preocupa la cuestión de los ciclos cósmicos y lo implican como consecuencias colectivas y personales a más o menos largo plazo. ¿Estamos en la última fase del Kali Yuga? (El “Fin de los Tiempos” de la tradición Hindú. El equivalente a nuestro Apocalipsis)

Estamos en la última fase del Kali Yuga, lo cual no significa la final, que es, hablando con propiedad, el reino del Anti-Cristo, y que precederá inmediatamente a la disolución final, el pralaya de los hindúes.

¿Qué crédito podemos dar a las fechas que se dan en cuanto al final de la «edad sombría»?

Ninguno. Estos datos son aproximados; se puede tratar también de números simbólicos. Solo se puede fijar el fin de ciclo con una cincuentena de años.

Si el fin del Kali-Yuga está próximo, ¿qué quería decir Shrî Râmakrishna cuando predijo que él volvería de aquí a doscientos años?

Doscientos es simbólico. Probablemente quería decir que habría pronto un fenómeno como el suyo, permitiendo insistir en la unidad de las religiones, lo cual es el fondo mismo de su mensaje.

¿Este fin del Kali Yuga es una caída vertical?

Habría que hablar mejor de un movimiento ondulatorio descendente. Hay degradaciones más o menos evidentes que comprometen el porvenir. Pero existen también compensaciones. Hace medio siglo, en la Universidad, era la noche intelectual. Ahora continúa la misma noche, pero se puede hablar de yoga, de Vedanta, en algunos medios. Entonces se enseñaban los errores oficiales contra los que no se podía decir nada. Se es menos ingenuo hoy en día; existe una inmensa curiosidad por el Oriente, y hay orientalistas a los que no se les puede negar sus méritos… (1)

(…)

Usted evoca en La Unidad transcendente de las religiones, la actual reaparición de la Sophia perennis, en virtud de la ley de compensación al materialismo del ambiente. ¿Considera usted, Sheikh, que más allá de las obras demasiado especializadas, haya llegado la hora de un desvelamiento del esoterismo (2), por lo menos para los oídos de aquellos que quieran oír?

Esto es, una vez más, asunto de discriminación. Conviene ver el grado de madurez de los interlocutores; y una vez hecho esto, es posible hablar de esoterismo en ciertos casos.

Me he dado cuenta de que usted se muestra mucho más severo hacia los artistas plásticos que hacia los poetas y músicos. Incluso usted ha declarado en Principios y criterios del Arte Universal que en la época del Renacimiento y en las edades siguientes la degeneración de la música y de la poesía era infinitamente menor que la de las otras artes. ¿Por qué?

La decadencia de las artes plásticas es bastante mayor que la de las artes sonoras. Uno no se explica la causa de ello… Los sonetos de Miguel Angel son con mucho superiores a su estatuaria , que es de lo menos espiritual como todo el arte humanista. Dante y los trovadores fueron verdaderos poetas; pero ellos estaban integrados en una sociedad espiritualmente normal. Se pueden encontrar todavía bellos aciertos en los siglos XVIII y XIX, en la literatura alemana, en algunos cuartetos de Beethoven… (3)

(…)

Usted se encontró dos veces con René Guénon en el Cairo; yo conozco que usted está lejos de compartir todos sus puntos de vista. ¿Cómo constituir la «elite virtual» anhelada por Guénon, a la vez que el mismo autor escribe que el paso de un ciclo al otro es «instantáneo», es decir fuera del tiempo?

Es una contradicción. Por el momento no se puede vislumbrar más que una «salvación» individual. Es necesario que la elite subsista para conservar la Verdad. No es el próximo ciclo el que tiene necesidad de la elite ¡somos nosotros!… por otra parte se puede pensar que no toda la humanidad desaparecerá…

¿Como conciliar una no-implicación política con la idea de que «otros -como usted lo escribe- se encargan de pensar y de actuar para aquellos que no tienen necesidad de ello»?

La verdadera apolitéia no consiste solamente en no esperar nada bueno de los “politicuchos” de moda, sino en trabajar en uno mismo para llegar a ser un “hombre antiguo”, volverse capaz de seguir una vía, incluso antes mismo de querer seguirla… Todos los reflejos del hombre moderno van contra los ejercicios y las actitudes espirituales: conectar la radio, colgarse del teléfono, leer el periódico, conducir un coche son algunos de los automatismos destructores… Es necesario tratar de evitarlos por todos los medios, lo mismo que las ideologías y las filosofías actuales: nunca se nos ha pedido el tomar venenos y basuras. Hay que conseguir el espíritu de un metafísico y guardar el alma de un niño, permanecer en contacto con la naturaleza, amar las flores, leer los viejos libros simples como La Leyenda Dorada.. Por lo demás, elegir el mal menor …

¿Cómo vería usted un acuerdo entre religiones, fundado sobre la base de intereses comunes, de cara a comunes peligros?

No se puede pedir lo imposible a los creyentes. Pero sería necesario hacerles entender que un primer acuerdo urgente y fácil se impone, y que, de cara al materialismo, al cientifismo, al ateísmo, ellos tienen ideas y tendencias semejantes. Se que el «narcisismo religioso» impide ver la verdad en el otro. Cuando un cristiano piensa en el Islam ¡solo piensa en la poligamia! Pero hay musulmanes castos y ¿cuántos católicos hay que tienen dos o tres mujeres y lo ocultan? Los musulmanes, los hindúes, los budistas oran, ayunan, velan y se posternan. Incluso hoy en día. ¿Cuántos cristianos lo hacen? ¡Conozco revistas que relacionan todavía al Islam con Satán!…

¿Según que modalidades se haría este entendimiento?

Sería necesaria una conferencia entre diferentes emisarios, poniéndose todos de acuerdo en la lucha contra el ateismo. Al menos hay que ponerse de acuerdo sobre los principios. El ecumenismo tal como se practica hoy en día es absurdo. El acuerdo no es realmente posible más que a partir de las convergencias del esoterismo… Un católico ha comprendido el islam: Massignon; incluso llego a ver una Revelación auténtica…

(…)

¿Se puede conciliar el dogma cristiano según el cual Cristo, el Hijo «único» de Dios se ha encarnado «una sola vez» y «una vez para siempre», con la doctrina de los Avatara (manifestaciones) sucesivos, de los que Cristo no sería más que uno entre otros?

Una religión semítica se limita solamente sobre un “fenómeno”, y el exoterismo (4) cristiano insiste incluso sobre el aspecto “histórico” de la aparición de Cristo. Para los judíos, los cristianos y los musulmanes, no es verdad más que lo que ellos creen. Se confunde una verdad principal con un hecho ocurrido en el tiempo humano; uno se apega sentimentalmente a un hecho, a una idea… Cristo actualiza una manifestación divina; pero el Veda hace otro tanto. La metafísica se mantiene más allá del “fenómeno” en tanto que tal. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”: para un cristiano, “Yo” designa a Jesucristo; pero, desde el punto de vista metafísico, “Yo” corresponde al Logos, el cual puede manifestarse por todo.

(…)

A usted le gusta citar esa frase de san Ireneo: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios». ¿Es todavía posible, Sheikh, en las condiciones del mundo actual, el trabajar en esta alquimia interior, que permite pasar del Samsara (el mundo del devenir y de lo múltiple) al Nirvana (la extinción del yo y la ilusión)?

Siempre es posible. A condición de intercalar pausas meditativas en sus ocupaciones, regularmente y cotidianamente. Pero hay que comenzar por practicar un severo ostracismo: alejar todo lo que no es «lo único necesario», deshacerse en primer lugar de toda presunción, no esperar «poderes», o «fenómenos», ni buscarlos, no seguir una vía para tener una «experiencia espiritual»: el momento de la muerte ¡esa si que es una experiencia!… Es necesario acordarse de que los fundamentos mismos de toda vía interior son: primo, discernir lo real de lo ilusorio, Atma de Maya. Y secundo, concentrarse sobre lo real. Y esto, según ciertas condiciones intrínsecas que son, por una parte, la «ortodoxia formal», y por otra parte, las «virtudes». La «ortodoxia formal», es decir la conformidad sacral de las formas con las que nos rodeamos, y cuyos prototipos son la naturaleza virgen, el arte sacro, la urbanidad tradicional. Las «virtudes»: estáticas como la resignación, la paciencia, la pobreza, el recogimiento, la humildad, la consciencia de su nada ontológica; y dinámicas como el fervor, la confianza, la vigilancia, la generosidad… Nada debe de quedar fuera de la vida espiritual, ya que ella compromete al hombre entero, por lo tanto a todo lo que es humano, en la medida en la que nosotros podemos elegir.

La iglesia romana protestantizada no tiene nada que ver con aquella en la que Guénon tenía todavía algunas esperanzas. ¿Qué actitud aconsejaría usted a los católicos de hoy en día?

Muchos de ellos me dicen que les ha llegado a ser imposible de aceptar los excesos demagógicos del modernismo. Si es un excesivo sufrimiento asistir a una misa en la que todo se encuentra invertido, ellos pueden orar en sus casa, estar solamente presentes a la transubstanciación. (5)

¿Considera usted todavía posible, Sheikh, el seguir un esoterismo cristiano verdadero?

Se trata de entenderse respecto a la palabra esoterismo. Todo, en el cristianismo, es en principio esotérico, contrariamente al Islam, que distingue Shariah, el exoterismo social y legislativo, y Tariquah, la vía iniciática. En el Cristianismo como en toda otra religión, los dogmas pueden ser interpretados esotéricamente, a la luz de la gnosis universal. ¿Hay algo más esotérico que el vino litúrgico?…

Entonces, según usted, los sacramentos no han degenerado.

No pueden hacerlo.

¿Qué entiende usted por ese «décimo de la Ley», que menciona un hadith y que es exigible a los hombre del fin de ciclo? ¿Es suficiente con recitar una vez al día el Padrenuestro, como la Virgen lo pidió a los pastores de La Salette, o ese décimo exige una vida casi eremítica?

Al comienzo del ciclo, son los nueve décimos los que había que cumplir: eso es lo que indican los Shastra. Al final del ciclo, el décimo indica evidentemente el mínimo: en el Islam, las cinco oraciones cotidianas y las limosnas; para los cristianos, confesarse una vez al año, celebrar la pascua…

Usted es contrario a la sicología en tanto que aprendizaje del conocimiento de si, y especialmente en lo que concierne al freudismo y al sicoanálisis en general. La única sicología que usted reconoce es la «ciencia de los humores», que estudia las causas de nuestras actitudes y de nuestras acciones o reacciones, los núcleos de errores inarticulados en el subconsciente. Usted ha dicho: «Conviene poner a la luz esos núcleos y acabar con ellos; es eso lo que hace la vida espiritual» ¿pero no se llega así bastante rápido a una especie de pisoteo?

Es inevitable… el orfebre debe golpear el metal, durante mucho tiempo en vano; pero al centésimo golpe, lo rompe. Es lo mismo para el alma. El alma está hecha de hielo, de pasiones oscuras y rastreras, pero también de un elemento luminoso que quiere ser liberado de su ganga. Se trata de destruir el endurecimiento, no la energía pasional. Esta no es mala en sí; es neutra. Es necesario hacerla volver, interiorizarla. El elemento inmortal en nosotros, el intelectus increatus et increabilis de Eckhart, está pidiendo ser liberado de la capa de tinieblas. Se es desde aquí abajo lo que se será en el más allá… La ascesis requiere siempre una cierta violencia; es una «conversión», una liberación del ser para llegar a ser lo que él es. Es el esfuerzo de toda una vida; el resultado puede no llegar más que en el momento de la muerte; pero se produce, y el alma se funde entonces como la cera…

Este trabajo de transformación interna ¿no corre el riesgo de crear una distorsión peligrosa con el medio?

Uno puede interpretar sinceramente la comedia…

(…)

He apreciado sobre todo las páginas que usted ha consagrado al hesicasmo. ¿Qué puede decirme de la «oración del corazón» que me ha parecido siempre ser «el corazón de la plegaria»?

Usted habrá a menudo leído que, para el hombre del Kali Yuga, lo que cuenta por encima de todo, es el «recuerdo de Dios». Ahí está la quintaesencia de la religión. Lo importante es acordarse. Se invoca a Dios porque El es la única Realidad, sin apego ni espera de una recompensa. Está después el motivo del amor. El hombre busca la felicidad; él tiene el derecho de buscarla, porque él está hecho para la felicidad. Ahora bien ¿dónde puedo encontrar esa felicidad sino en el amor del Amor? Yo invoco a Dios porque quiero y debo ser feliz. «Yo amo porque amo», decía san Bernardo: es una elipsis metafísica admirable. En fin, el motivo del temor. El hombre es pecador, él corre el riesgo del sufrimiento del Purgatorio, él lo sabe. El sabe que debe salvarse. ¿Qué hacer? Nada apacigua tanto la cólera de Dios que la invocación de Su Nombre con fe, humildad y perseverancia.

Algunos han hablado de la existencia de una iniciación Hesicasta. ¿Piensa usted, Sheikh, que es necesario obtener esta «bendición»?

La iniciación cristiana es el bautismo, la confirmación y la comunión. He ahí el esoterismo cristiano. Es necesario añadir primeramente la doctrina: Atma, lo Real, se hace Maya, lo ilusorio, para permitir a Maya hacerse Atma; en segundo lugar el método: la oración de san Pablo; «orar sin pausa»; la parábola del juez inicuo… hay bendiciones particulares: cuando se pronuncian los votos monásticos; pero su quintaesencia es la oración perpetua. Pobreza, castidad, obediencia son soportes sin valor si no hay oración. Es necesario hacer el voto de oración perpetua, y entonces desciende la bendición… No es obligatorio estar en un monasterio; se puede estar en el mundo, como el peregrino ruso.

¿Cómo hacer ese voto de oración?

Se puede, ante el Icono de la Virgen, hacer el voto de comprometerse a pronunciar durante toda la vida la formula consagrada y tradicional, el mantra cristiano por excelencia: IESOUS; o también KYRIE IESOU CHRISTE, ELEISON ME; y se obtiene directamente la bendición del Cielo. Hacer al Cielo esta promesa de plegaria, mantenerla retirándose cada día, un cuarto de hora por la mañana, al mediodía y a la tarde, y orando, tanto como sea posible, el esto del tiempo; y todos los medios del vishnuita son así proporcionados… La invocación del Nombre salvador es perfectamente apta para conferir una iniciación crística auténticamente tradicional. El hombre del Kali Yuga puede, bruscamente, no tener ayuda por parte de nadie. No le queda otra cosa que aferrarse al Nombre.

¿Cómo un laico de hoy puede practicar la oración jaculatoria?

La Iglesia cristiana propone formulas jaculatorias en vista de diversas indulgencias, y estas formulas, conteniendo el nombre de Cristo, y a veces también el de María (en tanto que Shakti), pueden en principio hacer la función de método invocatorio sobre la base de los sacramentos y de un voto apropiado. Digo en principio, porque es suficiente con una idea falsa o una tendencia desarmónica para echar a perder todo. En la Edad Media, este problema no se planteaba. Tampoco en el monte Athos, todavía hoy.

¿Cómo repetir el Nombre durante el trabajo hiperintelectual al cual está obligado el hombre moderno?

No se trabaja como una máquina. Siempre hay momentos perdidos… Pero cuando se trata de orar, resulta que uno no tiene tiempo…

¿No existe también el peligro del automatismo?

¡Y que! ¡Viva el automatismo…!

¿Cuáles deben de ser la vestimenta y la actitud del orante?

La ropa europea no tiene ningún argumento a su favor. Ahora bien, uno es también responsable con su ropa… ¡Uno puede revestirse para la oración, con un habito, una djellaba, no importa! Con tal de que se oculte el vestido profano. Hay que revestirse con un cubrimiento universal. Y, por otra parte, sentarse en un asiento bajo, que permita cruzar los pies, asegurando al cuerpo su simetría, o sobre un banco rústico; o también, en el suelo, en la posición del loto…

Los procedimientos sico-fisiológicos, el descenso del noûs en el corazón ¿pueden convenir a los laicos de hoy en día?

¡Eso es querer ir al Infierno y no salir ya más de él! Estas cosas no han sido escritas para los hombres del siglo XX. Solo conviene la repetición del Nombre, ayudada y sostenida con la respiración.

¿Cómo disipar los recuerdos, asociaciones, ideas vagabundas? La oración a menudo no hace mas que mariposear por la superficie del Nombre.

Está el uso de los argumentos. Por ejemplo, el que consiste en disociar lo real de lo irreal, para concentrarse en lo primero El argumento de la felicidad: la única felicidad reside en el Nombre divino. El argumento de la confianza: el mundo arde, todo es dolor aquí, por lo tanto huir hacia Dios con confianza.

Aplicar el Nombre divino a las personas, a los animales, ponerlo como un sello sobre los elementos naturales ¿no se acerca eso hacia un cierto teilhardismo?

Es tiempo perdido y es un error. Con todo, es mejor un error que una herejía…

La oración del corazón ¿no es una manera de eucaristía vocal?

Por la enunciación del Nombre, el hombre se asimila a la presencia divina de la cual el Nombre es el soporte consubstancial. La simple enunciación es análoga a la enunciación primordial del Ser. El Nombre a sido revelado por Dios, e implica una Presencia que se vuelve operante en la medida en la que el Nombre toma posesión del mental de aquel que lo invoca.

En este clima de Apocalipsis, ¿qué hacer para complacer a Dios y para realizar plenamente lo que nosotros somos?

Si cumplo lo esencial, estas cuestiones no se plantean; si yo se lo esencial, yo se por lo mismo lo secundario. Dios pide todo a todo hombre. Dios quiere nuestra alma… Si nosotros se la damos, aprenderemos ciertamente lo que El exige de más llegado el caso. Se debe proceder de lo conjetural a lo evidente, de lo posible a lo necesario, de lo facultativo a lo obligatorio. Para llegar a ser verdaderamente útil, uno tiene que olvidar quien es: Dios no puede hacer nada con el ambicioso. La vocación cierta de todo hombre, es la de entregarse sin condiciones a Dios, olvidarse en El, y así hacer acto de presencia espiritual en el mundo.

NOTAS ___________________________________________________________________

1.- Sobre el KALI YUGA puede encontrarse más información en el documento: «PURANAS» de la página KALI YUGA.

2.- En el contexto en el que se mueve el autor, esta palabra no designa el uso actual que se hace de ella (el mal uso diríamos mejor). Esotérico equivale a espiritual, y es el aspecto interno, metafísico y no formal de una tradición religiosa, complementándose con Exotérico que sería el conjunto de prácticas y formas externas. Aclarado esto no se pueden llamar esotéricas a las prácticas adivinatorias, parapsicológicas etc… a las que más propiamente se les debería designar como Magia u Ocultismo, pero nunca Esoterismo, y desde luego no se puede pretender que tales practicas sean de carácter Espiritual, siendo esta confusión entre lo parapsíquico y lo espiritual uno de los mayores errores y una de las mayores aberraciones de la confusa pseudo-espiritualidad contemporánea, especialmente dentro del los movimientos de la llamada “Nueva Era”.

3.- Sobre el arte tradicional puede encontrarse más información en el documento «ABHINAVAGUPTA Y EL ARTE TRADICIONAL» de la página KALI YUGA.

4.- Véase la nota anterior (2) sobre esoterismo.

5.- Sobre la misa actual y la misa tradicional se pueden consultar los documentos: «LOS PROBLEMAS DE LA NUEVA MISA» de Rama P. Coomaraswamy, y también el documento SOBRE LA NUEVA LITURGIA.

SOBRE LA NATURALEZA

SOBRE LA NATURALEZA

FRITHJOF SCHUON

El amor a Dios no sólo implica que el hombre aparte la vista de la dimensión exterior como tal y de las cosas que manifiestan directamente esa exterioridad, sino también que en esa dimensión –esta vez en calidad de espejo de lo Interior–, el hombre ame determinadas cosas y no otras, que ame precisamente las cosas que manifiestan la Interioridad; dicho de otro modo, el amor a Dios debe proyectarse indirectamente sobre las cosas que son sus símbolos o vehículos y que, a causa de ello, prolongan en cierto modo lo Interior en lo exterior, y ello es tanto más plausible cuanto que, hablando en rigor, nada se sitúa fuera de Dios y que la exterioridad, en el fondo, no es más que una apariencia. Así, el hombre contemplativo , se sentirá inclinado en principio a preferir la naturaleza –su virginidad casi paradisíaca y su soledad– a las aglomeraciones urbanas ya su ir y venir humano; si se nos objeta que también tiene que amar a los hombres y las obras humanas, responderemos que es verdad que, paralelamente a su amor por la naturaleza y la soledad, le gustan la compañía de hombres espirituales, por una parte, y los santuarios hechos por la mano del hombre, por otra. Entre las obras humanas, el santuario es divino: es como si la naturaleza virgen, con lo que implica de divinidad, se manifestase en el marco mismo del arte humano, transponiendo a éste al plano divino; la naturaleza virgen y el arte sagrado son así como el alfa y la omega, se oponen complementariamente como el Paraíso terrenal y la Jerusalén celestial. Los dos manifiestan a su manera lo Interior en la exterioridad, y contribuyen a actualizar en el alma el reflujo hacia lo Interior.

Lo que nos ofrecen el simbolismo y la belleza de la naturaleza virgen y del arte sagrado dista mucho de reducirse a «consuelos sensibles», como dirían los teólogos; y es que esta noción moralizante resulta demasiado exterior y demasiado superficial en el sentido de que, lejos de dar cuenta de la transparencia metafísica de los fenómenos, no toma en consideración más que la subjetividad sentimental (1). En las formas terrenas de carácter celestial hay mucho más que satisfacciones más o menos pasionales: hay en ellas algo de los arquetipos divinos que manifiestan tanto en el aspecto de la verdad como en el de la belleza. En su calidad de «exteriorizaciones de lo Interior», favorecen la «interiorización de lo exterior» y reflejan con ello esta funci6n de la Revelaci6n y del Avatara: «descender» para «hacer subir», diversificarse para unir, humanizarse a fin de deificar.

El «amante de Dios» no puede dejar de amar por instinto ese espejo del Cielo que es la naturaleza virgen, pero no necesariamente la ama de manera exclusiva, puesto que en principio también ama los santuarios hechos por la mano del hombre; y ama la soledad de la naturaleza y de los santuarios, pero no de manera exclusiva puesto que igualmente ama la compañía de los santos (2), es decir, de los hombres cuyas tendencias convergen en la interioridad y que están firmemente establecidos en un Interior ya divino.

En las condiciones normales, y normativas, el amor conyugal sintetiza los elementos «naturaleza virgen», «santuario» y «compañía espiritual» porque el hombre sintetiza en sí mismo estos tres elementos (3). Si a la sexualidad se la puede rechazar a causa de su aspecto de «exterioridad» o de «exteriorización», igualmente puede integrarse en el «amor a Dios» en virtud de la cualidad de interioridad del hombre como tal y de la uni6n como tal: el Islam insiste en esta segunda perspectiva y el cristianismo, en la primera.

La naturaleza virgen es el arte de Dios, y el arte sagrado brota de la misma Fuente divina; la soledad es la puerta de la interioridad, y la compañía espiritual es una soledad colectiva y una interiorizaci6n por influencias recíprocas. Esto prueba que las actitudes espirituales nunca son limitaciones realmente privativas ni ideas preconcebidas; se realizan siempre en el plano de lo que parece ser su contrario, lo que en suma significa que todo pueblo o ciudad es normalmente extensión de un santuario y debería seguir siéndolo, y que toda colectividad humana es normalmente una asociación espiritual y por consiguiente debería realizar la «soledad colectiva» vehiculando la tendencia interiorizante (4).

Es conveniente distinguir, además, entre la cualidad de interioridad propia de determinados fenómenos exteriores y la forma interior o interiorizante de mirar todas las cosas: el primer punto de vista es objetivo, y el segundo es subjetivo, pero ninguno puede anular la validez del otro; y es que no existe nada más falso que pretender que todas las cosas vienen a ser lo mismo en todos los aspectos porque sólo cuenta el «espíritu», lo que equivaldría a sostener que las cualidades de las cosas están desprovistas de razón suficiente y de eficacia. (Lógica y Transcendencia)

* * *

«Todo lo que es bello proviene de la belleza de Dios», enseña un hadith; los musulmanes insisten fácilmente en el vínculo entre la belleza y el amor, y no están muy inclinados a disociar estos dos elementos, que para ellos son las dos caras de una misma realidad; quien dice belleza, dice amor, ya la inversa. El hadith que acabamos de citar encierra en suma toda la doctrina de las concomitancias terrenas del amor a Dios, junto con este otro hadith: «Dios es bello, y ama la belleza»; y esa es precisamente la doctrina de la transparencia metafísica de las cosas sensibles.

El significado de todas estas consideraciones no es que el contemplativo necesite la ayuda de las sensaciones –los innumerables ejemplos de santidad deliberadamente ascética prueban lo contrario–, sino que el mundo sensorial ofrece apoyos secundarios o concomitantes de realización espiritual a cierta categoría de contemplativos, lo cual resulta de la naturaleza de las cosas puesto que no es posible que el mundo no manifieste las cualidades divinas; al manifestarlas las hace ambiguas, y de ello resulta que los mismos factores pueden elevar o rebajar al hombre, según la naturaleza de éste y según las condiciones objetivas y subjetivas de la experiencia sensorial.

De todos modos, no hay espiritualidad sin ascesis, o sin renunciación o desapego, y tampoco la hay sin aceptación de cierta ayuda positiva que recibimos de las cosas sensibles; la diferencia en cuestión es un asunto de acentuación siempre parcial, nunca total, pero suficiente en todo caso para permitir distinguir, en determinado sector humano, entre una actitud exclusiva y otra inclusiva.

Hemos aludido a la ambigüedad de las cualidades universales manifestadas en modo fenoménico terreno: al referirnos al término positivo de la alternativa, en virtud del cual la cosa que manifiesta la interioridad posee en principio calidad interiorizante, concluiremos así: todo cuanto, en el mundo circundante, origina una concomitancia de nuestro amor a Dios, o de nuestra elección de la «dimensión interior», es al propio tiempo una concomitancia del amor que Dios nos manifiesta, o un mensaje de esperanza de ese Reino que está dentro de nosotros. (Lógica y Transcendencia)

* * *

Hay, con respecto al mundo, tres actitudes posibles: la primera, propiamente infrahumana y sin embargo demasiado humana de hecho, es aceptar que los fenómenos sensoriales son «la realidad» y entregarse a ellos sin reticencias y con una voluntad compacta; esto equivale a negar que Dios no solo es «el Exterior», sino también «el Interior», y que su exterioridad solo tiene sentido en virtud de su interioridad; es negar también, que Dios no solo es «el Primero», que nos ha creado, sino también «el Ultimo», que nos espera al final de nuestro camino, y también aquí uno solo tiene sentido por el otro.

La segunda actitud posible, en cuanto actitud pura y prescindiendo de combinaciones con otros puntos de vista, es el rechazo del mundo, de la seducción, del pecado: es no ver, en el lugar de la belleza, más que esqueletos o cenizas y, en el lugar del placer, impermanencia, engaño, impureza, sufrimiento; desde este punto de vista, no hay «Dios-el Exterior»; el mundo solo es aquello que no es Dios. (4)

La tercera actitud posible se basa en lo que hemos llamado en diversas ocasiones la transparencia metafísica de los fenómenos: es ver el mundo como «Exterioridad divina» y tener conciencia, por ello mismo, de que esta exterioridad depende de una interioridad Correspondiente. Esta actitud toca a las esencias a través de las formas, pero sin perder de vista en modo alguno la verdad de la actitud precedente, a saber, que ninguna apariencia «es» Dios y que todas tienen un reverso que, precisamente, proviene de la exterioridad en cuanto está separada de la interioridad. El sabio «ve a Dios en todas partes», pero no en detrimento de la Ley divina de la que humanamente depende. (Forma y Substancia en las Religiones)

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Resulta necesario disipar aquí el error según el cual todo en la naturaleza es bello por el solo hecho de pertenecer a ella, y de que todo en la producción tradicional es asimismo bello por pertenecer a la tradición; que, por consiguiente, la fealdad no existe ni en el reino animal ni en el reino vegetal, puesto que, al parecer, toda criatura «es perfectamente lo que ella debe ser», lo que no tiene, verdaderamente, la menor relación con la cuestión estética; y que el más magnífico de los santuarios no es más bello que cualquier utensilio, porque el utensilio «es exactamente lo que debe ser». Esto es pretender, no solamente que una especie animal fea es estéticamente equivalente a una especie bella, sino también que la belleza no vale más que por la ausencia de fealdad y no por su contenido propio, como si la belleza de un hombre fuera el equivalente de la de una mariposa, una flor o una gema. Ahora bien, la belleza es una cualidad cósmica que no se deja reducir a abstracciones extrañas a su naturaleza; paralelamente, lo feo no está solamente en la cosa que no es enteramente lo que debe ser, no consiste solamente en una imperfección accidental o en una falta de gusto; está en todo lo que manifiesta, accidental o substancialmente, artificial o naturalmente, una privación de verdad ontológica, de bondad existencial o, lo que viene a ser lo mismo, de realidad. La fealdad es, muy paradójicamente, la manifestación de una nada relativa: de una nada que no puede afirmarse más que negando o socavando un elemento de Ser, luego de belleza. Es decir que, de una cierta manera y hablando elípticamente, lo feo es menos real que lo bello, y no existe en suma más que gracias a una belleza subyacente a la que desfigura; en resumen, es la realidad de una irrealidad, o la posibilidad de una imposibilidad, como todas las manifestaciones privativas. (El Esoterismo como Principio y como Vía)

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El problema de la caída evoca el de esa teofanía universal que es el mundo. La caída no es más que un eslabón particular de este proceso; además ella no está presente por todas partes como una «falta», sino que toma en ciertos mitos la forma de un acontecimiento ajeno a la responsabilidad humana o angélica. Si hay un cosmos, una manifestación universal, debe haber también una caída o caídas, ya que quien dice «manifestación», dice «otro que Dios» y «alejamiento».

En la tierra, el sol divino está velado; resulta de ello que las medidas de las cosas son relativas, que el hombre puede tomarse por lo que no es, y que las cosas pueden aparecer como lo que ellas no son; pero una vez que el velo se ha desgarrado, después de ese nacimiento que es la muerte, el Sol divino aparece; las medidas se vuelven absolutas; los seres y las cosas se vuelven lo que ellas son y siguen las vías de su verdadera naturaleza.

No es necesario decir que las medidas divinas no alcanzan a nuestro mundo, sino que están como «filtradas» por su caparazón existencial, y de absolutas que eran, se vuelven relativas, de ahí el carácter flotante e indeterminado de las cosas terrestres. El astro solar no es otro que el Ser visto a través de este caparazón; en nuestro microcosmos, el sol es representado por el corazón. (5)

Es porque vivimos a todas luces en ese caparazón que tenemos necesidad –para saber quienes somos y adonde vamos– de ese desgarrón cósmico que es la Revelación; y se podría subrayar a este respecto que el Absoluto no consiente nunca en volverse relativo de una manera total y sin interrupción.

En la caída y sus repercusiones a través de la duración, vemos el elemento «absolutidad» devorado finalmente por el elemento «contingencia»; está en la naturaleza del sol el ser devorado por la noche, como está en la naturaleza de la luz el «lucir en las tinieblas» y «no ser comprendida». Numerosos mitos expresan esta fatalidad cósmica, inscrita en la naturaleza misma de lo que nosotros podemos llamar el «reino del demiurgo».

El prototipo de la caída no es otro que el proceso de la manifestación universal mismo Quien dice manifestación, proyección, «alienación», salida, dice también regresión, reintegración, vuelta, apocatástasis; el error de los materialistas –cualesquiera que sean las sutilezas por medio de las cuales quieran disolver la noción convencional y ya «anticuada» de la materia– es el de partir de la materia como de un dato primordial y estable, mientras que ella no es más que un movimiento, una especie de contracción transitoria de una substancia en si inaccesible a nuestros sentidos. Nuestra materia empírica, con todo lo que ella comporta, deriva de una protomateria suprasensible y eminentemente plástica; es en ella donde se ha reflejado y «encarnado» el ser terrestre primordial, lo que enuncia en el Hinduismo el mito del sacrificio de Purusha. Bajo el efecto de la cualidad segmentante de esta protomateria, la imagen divina se ha roto y diversificado; pero las criaturas eran todavía, no individuos que se destrozan entre ellos, sino estados contemplativos derivados de modelos angélicos y, a través de ellos, de los Nombres divinos, y es en este sentido que se ha podido decir que en el Paraíso los corderos vivían junto a los leones; no se trata aquí más que de los prototipos «hermafroditas» –de forma esférica suprasensorial– de las posibilidades divinas, surgidas de las cualidades de «clemencia» y de «rigor», de «belleza» y de «fuerza», de «sabiduría» y de «alegría». Es en este elemento protomaterial donde tuvo lugar la creación de las especies y la del hombre, creación semejante a la «cristalización súbita de una solución química sobresaturada» (6); tras la «creación de Eva» –la bipolarización del «andrógino» primordial»– tuvo lugar la «caída», a saber la «exteriorización» de la pareja humana, la cual arrastró a continuación –puesto que en la protomateria sutil y luminosa todo estaba ligado y solidario– a la exteriorización o «materialización» de todas las demás criaturas terrestres, por lo tanto su «cristalización» en materia sensible, pesada, opaca y mortal.

No nos acordamos en que texto tradicional hemos leído que el cuerpo humano, e incluso el cuerpo vivo simplemente, es como la mitad de una esfera; todas nuestras facultades y movimientos miran y tienden hacia un centro perdido –que sentimos como «delante» nuestra– pero reencontrado simbólicamente, e indirectamente, en la unión sexual. Pero el resultado no es más que una dolorosa renovación del drama: una nueva entrada del espíritu en la materia. El sexo opuesto no es más que un símbolo: el verdadero centro está oculto en nosotros-mismos, en el corazón-intelecto. La criatura reconoce algo del centro perdido en su acompañante; el amor que resulta de ello es como una sombra lejana del amor de Dios, y de la beatitud intrínseca de Dios; es también una sombra del conocimiento que quema las formas, y que une y libera.

Todo el procesos cosmogónico se reencuentra, de una manera estática, en el hombre: nosotros estamos hechos de materia, es decir de densidad sensible y de «solidificación», pero en el centro de nuestro ser se encuentra la realidad suprasensible y transcendente, que es a la vez infinitamente fulgurante e infinitamente apacible. Creer que la materia es el «alfa» por el cual todo ha comenzado, lleva a afirmar que nuestro cuerpo es el comienzo de nuestra alma, y por tanto que el origen de nuestro ego, de nuestra inteligencia, de nuestros pensamientos está en nuestros huesos, nuestros músculos, nuestros órganos; en realidad, si Dios es el «omega», él es también necesariamente el «alfa», so pena de absurdo.

El cosmos es «un mensaje de Dios a si mismo por él mismo», como lo dirían los Sufíes, y Dios es «el Primero y el Ultimo» y no el Ultimo solamente. Hay una especie de «emanación», pero esta es estrictamente discontinua a causa de la transcendencia del Principio y de la inconmensurabilidad esencial de los grados de realidad; el emanacionismo, por el contrario, postula una continuidad que afectaría el Principio en función de la manifestación. Se ha dicho que el universo visible es una explosión y por consecuencia una dispersión a partir de un centro misterioso; lo que es cierto, es que el Universo total, que en su mayor parte nos es invisible por principio y no de facto solamente, describe un tal movimiento –simbólicamente hablando– para llegar al punto muerto de su expansión; este punto está determinado, en primer lugar por la relatividad en general y a continuación por la posibilidad inicial del ciclo del que se trata. El ser vivo mismo, se asemeja a una explosión cristalizada, si se puede decir así; es como si se hubiera cristalizado de asombro ante Dios. (Miradas sobre los Mundos Antiguos)

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La naturaleza es solidaria de la santa pobreza y también de la infancia espiritual; ella es un libro abierto cuya enseñanza de verdad y de belleza no se agota nunca. Es en medio de sus propios artificios donde el hombre se corrompe más fácilmente, son ellos los que le vuelven ávido e impío; cerca de la naturaleza virgen, que no conoce ni agitación ni engaño, el hombre tiene la oportunidad de permanecer contemplativo como lo es la naturaleza misma. Y es la naturaleza total y cuasi-divina la que, más allá de todos los hábitos humanos, tendrá la última palabra. (Sobre los Mundos Antiguos)

* * *

Si le dijeran a un tibetano que el Kailâsa no es más que un bloque de piedra y tierra que tiene determinada altura y determinada circunferencia, respondería: ese bloque que podéis medir no es el Kailâsa.

La montaña sagrada, sede de los Dioses, no se encuentra en el espacio, aunque sea visible y tangible.

Lo mismo para Benarés, el Ganges, la Caaba (7), el Sinaí, el Sanctasanctórum, el santo Sepulcro y otros lugares de esta categoría: el que se encuentra en ellos es como si hubiera salido del espacio; se encuentra virtualmente integrado en el Prototipo aformal del lugar sagrado; al tocar la tierra santa, el peregrino «camina» en realidad en lo aformal y se purifica en ello, y de ahí el hecho de que los pecados se borren en estos lugares.

Ciertos accidentes geográficos, por ejemplo las montañas altas, se asemejan, a causa de su simbolismo natural, a los grandes santuarios primordiales, y por eso los pueblos más diversos, sobre todo aquellos cuya tradición tiene una forma «mítica» o «primordial», evitan subir hasta las cumbres de las montañas, por temor a provocar la «cólera de los Dioses». (Perspectivas Espirituales y Hechos Humanos)

* * *

Para los hombres de la edad de oro, subir a una montaña era realmente acercarse al Principio; mirar un río era ver la Posibilidad universal al mismo tiempo que el flujo de las formas.

En nuestro días, ascender a una montaña –¡y ya no hay ninguna que sea «centro del mundo»!– es «vencer» su cumbre; la ascensión ya no es un acto espiritual, sino una profanación. El hombre, en su aspecto de animal humano, se hace Dios. Las puertas del Cielo, misteriosamente presentes en la naturaleza, se cierran ante él. (Perspectivas Espirituales y Hechos Humanos)

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La naturaleza intacta tiene por sí misma un carácter de santuario, y es considerada como tal por la mayoría de los pueblos nómadas y seminómadas, y en particular por los pieles rojas. Entre los antiguos germanos, sedentarios primitivos, es decir, que rechazaban la arquitectura propiamente dicha, los santuarios estaban localizados, pero siempre en la naturaleza virgen. El bosque de Brocelianda, entre los celtas, y el de Dodona, entre los griegos, son ejemplos de una perspectiva tradicional análoga, a pesar de la presencia, en estos pueblos, de una arquitectura sagrada y una civilización urbana. Entre los hindúes, el bosque es la morada natural de los sabios; y se encuentra este mismo «aprovechamiento» espiritual del aspecto sagrado de la naturaleza en todas las tradiciones que tienen –siquiera indirectamente– un carácter primordial y por lo tanto mitológico.

La lucha de los pieles rojas contra la invasión blanca y urbana tiene un carácter profundamente simbólico: es una guerra santa por un santuario, y este santuario es la naturaleza en toda su virginidad y su grandeza. La civilización urbana, con su mezcla inevitable de refinamiento y corrupción, es como una enfermedad que consume la tierra y que aleja cada vez más las fronteras de la naturaleza intacta; el indio de las llanuras y los bosques de América del Norte era un hijo de esta naturaleza y un sacerdote de este santuario primordial. Y por eso el heroísmo de un Pontiac, un Tecumseh, un Tashunko Witko (Caballo Loco) y un Tatanka Iyontanké (Toro Sentado) tiene algo que nos concierne de cerca.

Por un lado, Naturaleza concreta que sitúa al hombre en su centro; por el otro, civilización abstracta que hace de él su periferia. (Perspectivas Espirituales y Hechos Humanos)

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Los animales que reflejan la cualidad de bondad (en sánscrito sattva) son estáticos y pacíficos: el toro de la India, con su lomo accidentado y sus cuernos en semicírculo, evoca las cumbres nevadas sobre las que sale el disco solar; la belleza de sus ojos añade a esta imagen una especie de dulzura contemplativa. El cordero, la paloma o el cisne son otros tantos animales casi paradisíacos por su carácter de inocencia y de paz; el color blanco añade una cualidad de pureza celestial.

El bisonte y el camello encarnan la montaña, pero más bien el aspecto «tierra» de ésta: el bisonte el aspecto macizo, terrible y hostil, y el camello el aspecto paciente, contemplativo y sacerdotal. El oso también manifiesta un aspecto de la «tierra», en lo que ésta tiene de pesado y artero.

Los animales de simbolismo dinámico (rajas) encarnan un aspecto celestial terrible, pero también, en un plano inferior, un aspecto pasional: el tigre es el fuego cósmico en todo su furor y esplendor; como el fuego, es terrible y puro. El león es solar: el aspecto pasional se encuentra neutralizado aquí por una especie de serenidad regia; como el águila, que manifiesta en su orden el principio del rayo, la revelación, el león expresa a su manera la fuerza del espíritu.

Las especies de animales más inferiores, las que nos repugnan, manifiestan del modo más directo la cualidad de ignorancia (tamas), y nos resultan desagradables porque son «materia viviente» o «consciente», mientras que la ley de la materia es precisamente la inconsciencia. Los monos nos chocan por la razón inversa, es decir, porque son como hombres desprovistos de la conciencia central que caracteriza al género humano; son, no «materia consciente», sino conciencia descentralizada, disipada (8). Por otra parte, hay animales superiores de forma «espiritual» inferior, e inversamente: al hombre no le gustan ni los cerdos ni las hienas, pero no siente ninguna antipatía por insectos como las abejas, las mariposas o las mariquitas. (Perspectivas Espirituales y Hechos Humanos)

NOTAS –––––––––––––––––––––––––––––

1.- Solo la prodigiosa insuficiencia de esa noción puede explicar que se aceptase un arte tan opaco –es decir, desprovisto de toda transparencia y de toda alquimia– como el del Renacimiento y el Barroco, sin hablar de las aberraciones contemporáneas, cuyo formalismo propiamente infernal ya ni siquiera pertenece en absoluto al orden de los «consuelos sensibles».

2.- Es lo que los hindúes llaman satsanga, palabra que contiene el sentido de «asociación con la cualidad ascendente» o el «ser», sat.

3.- Eso es lo que, en el Islam, permite afirmar que «el matrimonio es la mitad de la religión. Si en el cristianismo el matrimonio da origen a un sacramento, eso no es tan sólo con las miras puestas en la procreación, que es terrenal, sino también –de manera más esotérica– con la mira puesta en el amor en sí, que es de esencia celestial y que en principio posee una virtud interiorizante, como indica la propia noción del «Dios-Amor».

4.- La ascesis corporal no es forzosamente tributarla de este punto de vista solamente; puede tener por objeto el independizarse de la materia y de los sentidos, sea cual sea la manera en que éstos se consideren.

5.- Y la luna es el cerebro, que se identifica macrocósmicamente –si el Sol es el Ser– con el reflejo central del Principio en la manifestación, reflejo susceptible de «aumento» y de «disminución» en función de su contingencia y por lo tanto de las contingencias cíclicas. Estas correspondencias son de una tal complejidad –pudiendo un mismo elemento asumir significados diversos– que no podemos mostrarlas más que de pasada. Limitémonos con revelar sin embargo que el sol representa él también, y forzosamente, el Espíritu divino manifestado, y que es a ese título que debe «disminuir» al ponerse y «aumentar» al levantarse; él da luz y calor porque él es el Principio, y se pone porque él no es de ese Principio más que la manifestación. La luna, en este caso, es el reflejo periférico de esta manifestación. Cristo es el sol, y la Iglesia es la luna; «os conviene que yo me vaya», pero también «el Hijo del hombre volverá…».

6.- Expresión que empleó Guénon hablando de la realización de la «Identidad suprema». Es plausible que la deificación se asemeje –en dirección inversa– a su antípoda, la creación.

7.- Recordemos aquí que el santuario de La Meca es mucho más antiguo que el Islam, el Cristianismo e incluso el Mosaísmo.

8.- A la objeción de que hay monos sagrados, en la India por ejemplo, responderemos que hay que distinguir entre un simbolismo intrínseco y un simbolismo parcial; el primero reside en la naturaleza fundamental y el segundo en un atributo. La extrema agilidad de los monos es susceptible de un simbolismo positivo, exactamente como la fidelidad y la vigilancia de los perros o como la prudencia de las serpientes.

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