¿FUE MOISÉS YERNO DE AKHENATÓN Y “ESPOSO”DE TUTANKHAMÓN?

¿FUE MOISÉS YERNO DE AKHENATÓN Y “ESPOSO”
DE TUTANKHAMÓN?

ESCRIBE GUSTAVO FERNÁNDEZ

            Sí, ya sé. Nuevamente a más de un lector estas especulaciones –no niego que lo son– les volverán a parecer gratuitas y advenedizas. Que no tengo credenciales universitarias en Historia o Arqueología y ni siquiera en Teología para semejante despropósito. Que cualquier doctorando podría refutar fácilmente mis divagaciones. Que aporto pocas y pobres evidencias. Que…

            Pero es también igualmente cierto, aunque peque de un inusual arrebato de soberbia, que ni Schliemann (el descubridor de Troya, ¿recuerdan?) era arqueólogo, ni los hermanos Wright (aquellos del primer avión) ingenieros. Y que a falta de herramientas intelectualmente disciplinadas como las que proveen esas específicas formaciones académicas, desde el solitario puesto de un francotirador de la cultura a uno le cabe la sensación –que sería poco honesto callar, sobre todo poco honesto para con uno mismo– que la Historia que nos contaron no es la verdadera Historia. Y cuando casi insidiosamente “otra” concepción de los hechos comienza a filtrarse en nuestra consciencia poco queda más que sentarse a teclear estas líneas, tratando, confiando, de transmitir la misma intuitiva certidumbre que a uno –un servidor– lo anima.

            La columna vertebral de mi hipótesis, creo, está plenamente expuesta en el título el cual, sin embargo, necesita una aclaración más sobre la que abundaré, de todas formas, a lo largo de este trabajo. Me refiero a eso del matrimonio entre Moisés y quien se supone el Faraón de deslucido paso por el puesto pero bien ganado prestigio por la magnificencia de su tumba –y la poca habilidad de los ladrones para encontrarla–. Así que, antes de que se vea esto como un libelo que remite a arcaicas concepciones de convivencia entre homosexuales, sólo apunta a un juego de palabras que mete una segunda espina en el costado de los enciclopedistas: la convicción de que Tut-Ankh-Amón… era mujer.

            Así que para que el benemérito lector no se pierda en un laberinto de cuestionamientos, expongamos brevemente el hilo conductor de nuestros razonamientos: Moisés no fue judío, sino egipcio. Quizás alto sacerdote hierofante del culto al Dios Uno de Akhenatón, debió huir cuando éste cayó. Posiblemente casado con una princesa a la que equivocadamente se ha llamado “Tutankhamón”, muerta a consecuencia de un parto de mellizos, Moisés se encontró en el éxodo con un pueblo –el hebreo– permeable a la concepción monoteísta, irascible, fanático y presto a rebelarse contra la opresión egipcia; y el espacio para continuar detentando un poder que había perdido cuando los sacerdotes “revivieron” el culto de Amón. Y ya en camino a la Tierra Prometida, se vale de la creencia en un dios local, menor, cnótico, sangriento, llamado Jehová, para “corporizar” su monoteísmo ya vislumbrado a través del culto a Atón. Años después, otro sacerdote afirma este culto, y su figura y persona se diluyen luego de los siglos –voluntaria o involuntariamente– con la del otro patriarca, de donde de “dos” Moisés las creencias “construyen” únicamente uno. Ahora, trataré de construir una teoría.

            Ya Sigmund Freud, en su ensayo “Moisés y la religión monoteísta” (Alianza Editorial, Madrid, 1970) señalaba lo discutible de la versión popular que hace de su nombre la traducción de “el sacado de las aguas”, en obvia referencia a la historia que cuenta cómo había sido dejado flotar dentro de un canasto por el Nilo hasta ser rescatado por una princesa egipcia para ser criado en palacio. La forma hebrea activa, Mosche podría significar, a lo sumo, “el que saca de las aguas”. Pero Freud señala astutamente otra cosa: sería absurdo atribuir a una princesa egipcia haberle dado un nombre derivado de la etimología hebrea.

            Un autor inglés, J.H. Breasted, en “El albor de la consciencia” (Londres, 1934) escribe al respecto: “Es notable que su nombre, Moisés, sea egipcio. No es sino el término egipcio “mose” (que significa “niño”) y representa una abreviación de nombres más complejos, como, por ejemplo, “Amen-mose”, es decir, “niño de Amón”, o “Ptah-mose”, “niño de Ptah”, nombres que a su vez son abreviaciones de apelativos más largos: “Amón (ha dado un) niño” o “Ptah (ha dado un) niño”. El nombre abreviado “Niño” se convirtió pronto en un sustituto cómodo para el complicado nombre completo, de modo que la forma nominal “Mose” se encuentra con cierta frecuencia en los monumentos egipcios. El padre de Moisés seguramente había dado a su hijo un nombre compuesto con Ptah o Amón y en el curso de la vida diaria el patronímico divino cayó gradualmente en el olvido, hasta que el niño fue llamado simplemente “Mose”. La “s” final de Moisés procede de la traducción griega del antiguo Testamento. Tampoco ella pertenece a la lengua hebrea, donde el nombre se escribe Mosheh”.

            Desde aquí hay sólo un paso para advertir que algunos de los nombres más popularizados por la divulgación arqueológica comparten esta particularidad: por ejemplo, Ah-mose, Thut-mose (Tutmosis) y Ra-mose (Ramsés).

            Aquí nos encontramos con un problema ideológico. Siendo el nombre egipcio, es casi natural deducir que podría serlo también su sangre. Sin embargo, el pueblo judío debe el inicio de sus tiempos contabilizados al Éxodo, al patriarca le debe la Ley, y a su sagrado compromiso con la Tradición su monolítica cohesión histórica. Tal vez nada podría resultar más subversivo a los oídos de un hebreo que la posibilidad de que tanto se le debiera, no a un judío, sino a un egipcio, y que quizás y después de todo, su propia religión no fuera más que una adaptación tardía de cierta religión egipcia. Y si así hubiera sido, por motivos nacionalistas hubiese sido imperativo camuflar las apariencias para transformar a este egipcio en un judío.

            En el año 1909, Otto Rank, a la sazón discípulo de Freud, publicó por primera vez sus trabajos bajo el título de “El mito del nacimiento del héroe”. Señalaba este experto que casi todos los pueblos civilizados importantes ensalzaron precozmente –en creaciones poéticas y leyendas– a sus héroes, reyes y príncipes legendarios, a los fundadores de sus religiones, de sus dinastías, imperios y ciudades; en suma, a sus héroes nacionales. Especialmente las historias de nacimiento y juventud de estos personajes fueron adornadas con rasgos fantásticos, cuya similitud, y aun a veces su concordancia textual, en pueblos distintos, algunos distanciados y completamente independientes entre sí, se conoce desde hace tiempo y ha llamado la atención de los investigadores.

            Si de acuerdo a las teorías de Rank se reconstruyese una “leyenda-tipo” que destaque los rasgos esenciales de todas estas versiones, se obtendría el siguiente esquema:

El héroe es hijo de ilustrísimos padres, casi siempre hijo de reyes.

Su concepción es precedida por dificultades, como la abstinencia, la esterilidad prolongada o las relaciones secretas de los padres, debidas a prohibiciones u otros obstáculos exteriores. Durante el embarazo, o aun antes, ocurre un anuncio (sueño, oráculo) que advierte contra su nacimiento, amenazando por lo general la seguridad del padre.

En consecuencia, el niño recién nacido es condenado, casi siempre por el padre o por el personaje que lo representa, a ser muerto o abandonado; de ordinario se le abandona a las aguas en una caja.

Luego es salvado por animales o por gente humilde y amamantado por un animal hembra o por una mujer de baja alcurnia.

Ya hombre, vuelve a encontrar a sus nobles padres por caminos muy azarosos; se venga de su padre y, además, es reconocido, alcanzando grandeza y gloria.

            Entre los más conocidos por la historia o la leyenda, Edipo, Sargón, Ciro, Rómulo y Remo, Gilgamesh, Perseo y Heracles son quizás algunos de los exponentes más evidentes.

            Moisés, en cambio, representa un caso muy distinto. La primera familia, generalmente noble, es aquí bastante modesta: se nos dice que es hijo de judíos levitas. La segunda, en cambio, la familia humilde en la cual suele criarse el héroe, está sustituída aquí por la casa real de Egipto; la princesa lo cría como hijo propio. Muchos estudiosos se extrañaron ante esta discrepancia de la leyenda típica. Eduard Meyer y otros después de él aceptaron que la leyenda tuvo originalmente otra versión: el faraón habría sido advertido por un sueño profético (esto es mencionado también en las crónicas de Flavio Josefo) de que un hijo de su hija le depararía peligros, a él y a su reino. Por eso hace abandonar en el Nilo al niño que acaba de nacer, pero éste es salvado por judíos, que lo crían como hijo propio. A causa de “motivos nacionales”, como dice Rank, la leyenda habría sido elaborada hasta adoptar la forma que conocemos. Pero la menor reflexión demuestra que jamás pudo existir semejante leyenda mosaica original, concordante con las demás de su especie. En efecto, la leyenda sólo pudo haber sido de origen, o bien egipcio, o bien judío. El primer caso queda excluido pues los egipcios no tenían motivo alguno para ensalzar a Moisés, que no era un héroe para ellos. Por consiguiente, la leyenda debe haber surgido en el pueblo judío, es decir, se la habría vinculado en su versión conocida a la persona del caudillo. Mas para tal fin era completamente inapropiada, pues ¿de qué podía servirle a un pueblo una leyenda que convirtiera a su gran hombre en un extranjero?.

La discrepancia de la leyenda mosaica frente a todas las demás de su especie puede ser reducida a una particularidad que presenta la historia de Moisés. Mientras en general el héroe se eleva en el curso de su vida por sobre sus orígenes modestos, la vida heroica del hombre Moisés comienza con su descenso de las alturas, con su condescendencia hacia los hijos de Israel. Esta “contramarcha” de la tendencia del inconsciente colectivo ratifica la presunción de que la génesis del mito no nace de una sucesión de necesidades espirituales e históricas sino de una muy particular circunstancia: la interpretación del mito del huérfano que se vincula a Moisés obliga a la conclusión de que éste habría sido un egipcio a quien un pueblo entero necesitaba transformar en judío. Y es entonces cuando podemos comenzar a hacernos profundas preguntas respecto a lo que, en nuestras primera lecturas del Antiguo Testamento, quizás hemos pasado por alto.

            Por ejemplo, Moisés no sólo fue el conductor político de los judíos radicados en Egipto, sino también su legislador y educador, imponiéndoles el culto de una nueva religión, llamada aún hoy mosaica en honor a su creador. Pero, ¿acaso un sólo hombre puede llegar tan fácilmente a crear una nueva religión?. Además, si alguien pretende influir sobre la religión de otro, ¿acaso no es lo más natural que comience por convertirlo a su propia religión?. El pueblo judío de Egipto seguramente poseía alguna forma de religión, y si Moisés, que le dio una nueva, era egipcio, no podemos dejar de suponer que esa otra nueva religión debía ser también egipcia.

            Pero aquí puede proponerse sin duda una crítica: el evidente antagonismo entre la religión judía que se supone instauró Moisés, y la egipcia, tal cual la conocemos. En la primera, la idea monolítica de un Dios único que nadie osa ni soporta contemplar. Esta última, un enjambre de divinidades antropomorfas y vulnerables a la impetración humana. Una, un monoteísmo abstracto; la otra, un politeísmo de mercado. Una, increíblemente abstracta. Otra, pragmáticamente materialista. Da la sensación de que la antítesis entre la religión mosaica y la egipcia ha sido voluntaria y deliberadamente agudizada; mientras una de ellas condena con la mayor severidad toda forma de magia y hechicería, en la otra florecen exuberantemente. Por un lado, los egipcios hacen del culto a la vida después de la muerte el leit motiv de sus creencias religiosas, al punto de que alrededor de ello se construye toda una cosmovisión. Por el otro, entre los judíos no se menciona ni siquiera una vez la existencia de una vida después del óbito, ausencia aún más extraña en tanto y en cuanto no sólo se trataba de un momento en la historia de la Humanidad para el cual esa inquietud era no sólo asaz común sino también un componente cultural ineludible, sino también porque nada hay en una religión monoteísta que entre en conflicto con el concepto de la sobrevivencia a la muerte, como lo demostraría milenios después el cristianismo. Mientras los egipcios se afanaban y competían entre sí para representar en arcilla, piedra, madera y cuanto material se cruzara en su camino el aspecto más fidedigno de sus dioses, los judíos enfrentaban la más rigurosa prohibición de representar plásticamente a cualquier ente vivo o imaginado.

            Pero a mi criterio hay una oposición más, quizás la más importante, que es crucial en nuestra interpretación: mientras la religión egipcia, en una práctica común a la época, se mostraba relativamente tolerante con otras creencias y otros dioses, incorporándolos llegado el caso a su propio horizonte espiritual o cuanto menos mostrándose poco severo con la continuidad de tales prácticas aun en países sojuzgados militarmente, la religión mosaica es el primer caso de intolerancia religiosa. Mientras los babilonios permitieron a los judíos continuar sus prácticas aun en tiempo de cautiverio, los judíos, ya en Canaán, pasaron a cuchillo a todo pueblo que no se arrodillaba ante Jehová. Resumiendo, tenemos entonces a un egipcio que elige exiliarse entre los judíos, dándoles su propia religión (o creencias religiosas) e imponiéndolas con una severidad rayana en el fanatismo, dando la impresión de no tolerar el menor atisbo de opinión disidente –como si eso resucitara algún fantasma de su pasado– mientras decide imperiosa, casi precipitadamente, abandonar su patria. Un egipcio que trasmite una enseñanza religiosa egipcia, sí, pero no “la” religión egipcia. Cuanto menos, no la comúnmente aceptada como tal.

            Pero sigamos a Freud: “…Durante la gloriosa dinastía XVIII, bajo cuya égida Egipto llegó a ser por primera vez una potencia mundial, ascendió al trono, por el año 1.375 a.J.C. un joven faraón que primero se llamó Amenhotep IV, como su padre fue el III, pero que más tarde cambió de nombre, y por cierto algo más que su nombre. Este rey se propuso imponer a sus egipcios una nueva religión, una religión contraria a sus tradiciones milenarias y a todas sus maneras familiares de vivir. Tratábase de un rígido monoteísmo, la primera tentativa de esta clase emprendida en la historia de la humanidad (nota del autor: yo no estoy de acuerdo con esta última afirmación, pero mejor dejémoslo para otra ocasión) en cuanto alcanzan nuestros conocimientos. Con la creencia de un dios único nació casi inevitablemente la intolerancia religiosa, extraña a los tiempos anteriores y también a largas épocas ulteriores (el resaltado es mío). Pero el reinado de Amenhotep sólo duró diecisiete años, y muy poco después de su muerte, ocurrida en 1358 a.C., la nueva religión ya había sido eliminada y proscripta la memoria del rey hereje.”

            Pero la cosa no puede resultar tan sencilla como la locura mesiánica o el delirio místico o idealista de un solitario. Nada nuevo hay bajo el Sol, y  todo lo nuevo es reminiscencia de condiciones o circunstancias que siempre encontraremos husmeando en el pasado. Y también los orígenes de este monoteísmo egipcio puede ser rastreado con anterioridad a Amenhotep IV. En la escuela sacerdotal del templo solar de On (Heliópolis, que es, por cierto, una toponimia griega posterior) se discutía desde tiempo atrás la representación de un dios universal destacándose más que lo ritual o escatológico, la faz ética de su esencia. Maat, la diosa de la Verdad y la Justicia, era hija del dios solar Ra, y ya durante el reinado de Amenhotep III, padre y antecesor del reformador, la adoración al dios solar alcanzó un apogeo que hace suponer el intento de cierta élite de hierofantes en eclipsar a Amon, el dios de Tebas, que se había tornado excesivamente poderoso. Se remozó entonces un antiquísimo nombre del dios solar, Aton o Atum, y el joven rey halló en esta concepción la posibilidad de gestar una nueva religión sin necesidad de partir de la nada, sólo plegándose a una facción ya existente. Y el gran salto hacia delante: abandonó su “nombre sagrado” anterior, para adoptar aquél tan odiado a su muerte que fue tratado de borrar de la historia pero, como el Ave Fénix, resurgiría para perpetuarlo en la inmortalidad: Akhenatón.

            Sin embargo, no perdamos de vista también que el mismo no fue sólo un “resucitador” de un culto decadente; en efecto, su acción fue mucho más profunda: cuando Akhenatón canta: “¡Oh, Tú, Dios único!. ¡No hay otro dios sino Tú!”, uno recueda al salmista y al profeta y su letanía de “Dios es Uno y es el dios de Israel”. En suma, su carácter de exclusividad.

            Pero todo tiene su tiempo y, en un momento aún discutido, Akhenatón murió y es reemplazado, esto nos dice la arqueología por su “yerno” Tutankhatón quien, ante la presión del clero rebelado, debió abandonar la ciudad que su suegro y predecesor había construido para desafiar a Tebas, Akhetatón (“el horizonte de Atón”, rápidamente sepultada bajo el olvido de las arenas de lo que se conoce como Tell-el-amarna) y regresar a Tebas, donde cambió su nombre por Tutankhamón. Pero muere a los dieciocho años, algunos suponen a consecuencia de las lesiones provocadas por una caída de caballo, y después de un tiempo oscuro de anarquía el caudillo militar Horemheb se hace con el poder.

            Tras este rápido racconto histórico, es interesante rescatar algunas características salientes de la religión de Atón:

Su carácter sobrio y racional. En flagrante contradicción con la ornamentada y sofisticada religión de Amón, la de Atón no sólo tenía un único dios, sino que su representación no podía ser más conceptual: un disco brillante (sólo asimilable al sol como símbolo, no como entidad en sí) cuyos rayos se estiran hasta transformarse en manos que acarician a los hombres.

Ninguna referencia tanatológica. Ni Osiris, ni el culto a los muertos, ni la vida en el más allá es comentada por sus exegetas, de una forma que resultaría harto violenta, como antítesis, a los numerosos cultores de la religión popular. Más chocante resulta analizar el hecho de que una religión monoteísta en nada se contrapone (y es perfectamente compatible) con una creencia en el reino de los muertos. Pero si la religión mosaica deviene de la de Akhenatón esto adquiere otra dimensión, porque es evidente que el faraón hereje necesitaba borrar toda referencia al culto de los muertos ya que su dios, Osiris, era tremendamente idolatrado por todos los niveles sociales al punto de que a sus enseñanzas se supeditaban todas las actividades humanas, constituyéndose de esta manera en el principal opositor de las reformas que Akhenatón quería inculcar.

Parentescos lingüísticos. Aunque los fonemas egipcios y hebreos no suenan ni siquiera similares, uno no puede menos que pensar en la profesión de fe judía: “Shema Jisroel Adonai Elohenu Adonai Ejod”. El parentesco entre Aton y Adonai (¿y por qué no con el dios sirio –luego griego– Adonis?) es demasiado evidente como para no suponer que puede traducirse aquélla así: “Oye, Israel, nuestro dios Aton (Adonai) es un dios único”.

La circuncisión. El “padre de la historia”, Herodoto, nos cuenta que esta práctica existía en Egipto desde mucho tiempo atrás, y esto ha sido confirmado por los exámenes de momias y aun por las figuras murales de ciertas sepulturas. Pero ningún otro pueblo próximo al Mediterráneo, ni babilonios, ni sumerios, ni semitas eran circuncisos. Ahora bien, si los egipcios practicaban asiduamente la circuncisión y Moisés no fuera egipcio: ¿qué sentido tendría darle a su pueblo una práctica vergonzante que recordaría sus tiempos de esclavitud?. Pero si Moisés (y sus inmediatos seguidores) sí fuera egipcio, sería algo absolutamente natural y cotidiano en sus vidas, sin trascendencia ni implicancias represivas.

Las actitudes de Moisés. Muchas de sus acciones según se describen en las Escrituras, comprensibles para un judío, suenan inconcebibles para un egipcio. Pero si a este egipcio lo ubicamos en el marco psicohistórico de Akhenatón y su religión, se transforma en algo inevitable. Partamos de la premisa, entonces, de que Akhenatón tenía entre sus íntimos a un hombre con dotes de líder, llamado, quizás Thoth-mose. En realidad su verdadero nombre no importa, sí que en el mismo figuraba la expresión “mose” que finalmente le queda como apodo. Un hombre encumbrado y de alcurnia, seguramente familiar en algún grado del faraón (ya que el mito afirma que era “de la casa real”). Consciente de sus grandes dotes, ambicioso y emprendedor, quizás soñaba con dirigir algún día al reino. Pero no era de sangre real, sólo un afortunado matrimonio podría llevarlo a esa posición. Mientras tanto, muy estrechamente vinculado al faraón y decidido prosélito del nuevo culto, posiblemente gobernador de aquella provincia limítrofe, Gosen, en la que desde hacía mucho tiempo ha se habían radicado tribus semitas.

            Pero muere Akhenatón. Cae Tell-el-Amarna. Y moisés decide huir (seguramente su vida estaba en peligro, tal vez ya había perdido a sus seres más queridos) y, antes de hacerlo, forjó el plan de fundar un nuevo imperio, con un pueblo al que pudiera darle la religión ahora desdeñada en Egipto. Y eligió para ellos a las tribus que él ya había gobernado y con las cuales mantenía una excelente relación, que fácil y tácitamente le aceptarían como líder: los “habbiru” –de donde derivó la expresión “hebreos”– Y en algún momento entre 1358 y 1350 A.C. (cuando Horemheb se encumbra) comienza el Éxodo. Frente a un faraón que no era ni Akhenatón ni Tutankhamón, quizás algún capitanejo tergiversado por la fuertemente emocional pero poco rigurosa historicidad de las Escrituras. O dos “capitanejos-pseudofaraones” distintos, con nombres perdidos en estos años de confusión y barbarie: así se explica claramente que “el” faraón primero le permita salir de Egipto (en verdad, casi se lo ruega) y poco tiempo después se lance al frente de sus ejércitos para atraparle y castigarle como si las siete plagas, especialmente la muerte de los primogénitos (como el del propio faraón) ya no pesara en su conciencia… porque en realidad era el primogénito de otro.

            Un hombre que ha caído de su pedestal pero no ha claudicado sus ambiciones e ideales. Un hombre que transita un exilio interior antes de emprender un Éxodo exterior. No únicamente la pérdida de poder y dinero, sino algo más profundo y doloroso es lo que empuja a un hombre a “quemar sus naves” en semejante odisea. Y aquí es donde toma relevancia un personaje hasta ahora tangencial en esta historia: Tut-Ankh-Atón (“el que abre las puertas a Atón”) luego devenido Tut-Ankh-Amón.

La princesa Tutankhamón

            Según relata el egiptólogo Luis García Gallo (apoyado por el especialista Thomas Howing, ex director del Museo Metropolitano de Arte de  Nueva York, Lord Carnavon y Howard Carter, respectivamente mecenas y explorador que develaron en 1922 los secretos de la hasta hoy tumba mejor preservada, no fueron en realidad dos científicos aplicados a la investigación sino dos soberbios imperialistas desdeñosamente dedicados al pillaje. Cuando el 4 de noviembre fue hallada la tumba, los primeros en introducirse fueron el conde, su hija Ewelyn, Carter y el arqueólogo Gallender, cometiendo un primer acto ilegal, pues estaba claramente acordado que esto debía estar supervisado por un inspector del Servicio de Antigüedades egipcio. Esto tuvo una larga y lamentable seguidilla de “irregularidades” (para decirlo de una manera suave) donde Carnavon y Carter, con la soberbia de sentirse bajo el paraguas protector del imperialismo británico dominante en Oriente en ese entonces, discriminaron a los nativos, ninguno de los cuales pudo ni siquiera asomarse al lugar mientras que todo invitado extranjero sí lo hacía. A esto hay que sumarle los, lisa y llanamente, robos cometidos por Carnavon (en 1979 se encontraron, en cuartos hasta entonces secretos de su castillo inglés, importantísimas piezas de la tumba sacadas subrepticiamente de las tierras del Nilo) y verdaderas estafas, como sobrevaluaciones hechas por peritos egipcios –corrompidos por el dinero de Carnavon– de los tesoros que el Museo de el Cairo optaba por comprar a los descubridores, en una operación que le insumió a los egipcios 256.305 dólares de 1922, aproximadamente cuatro millones de dólares de hoy. En esas fechas, Carter, por su intervención en el negocio, cobró cuarenta mil dólares de entonces (algo así como seiscientos cincuenta mil dólares actuales). Buen negocio esta arqueología.

            Damos estos datos no porque nos interese el cotillón académico, sino para refrendar nuestro convencimiento de lo poco metodológico de la investigación y la poca fiabilidad de los registros allí obtenidos, amén de que –de acuerdo a la cultura machista post-victoriana– si se difundía que la momia correspondía a una mujer, la mentalidad de la época le restaría valor. Además, entre tanta rapiña e idas y venidas, buena parte de las evidencias determinantes pudieron haberse esfumado. ¿Pero en qué se basa la convicción de muchos científicos de que Touth-Ankh-Amen (su verdadero, deliberadamente ambiguo nombre, porque la fonética “tutankamón” tan masculina ella, es completamente aleatoria) era mujer?.

En las siguientes pruebas:

En la famosa máscara funeraria, corona su frente la efigie de un buitre, símbolo de la diosa Isis. No existe ninguna imagen masculina con este tocado en toda la iconografía egipcia.

La observación objetiva de los rasgos de la sin duda muy fiel mascarilla funeraria corresponden mas bien a una mujer de ciertas características etíopes.

El propio Howard Carter, en la página 156 del segundo volumen del libro que escribió con A. C. Mace, dice: “No era visible el pelo del pubis, ni tampoco podía decirse si se le había hecho la circuncisión, pero el falo lo tenía suelto, fajado independientemente y retenido en itifálica posición a través del perineo por medio de vendajes”. Y escribe García Gallo: “Si esto fuera cierto, se deduce que cuando fue embalsamado el cadáver, el miembro viril no estaba incorporado al cuerpo y que, de haberlo estado, sería una hipótesis absurda suponer que al cadáver se le hizo la ablación del pene y después de fajarlo itifálicamente (erecto) se lo trasladó a la zona perineal. Era evidente que tal manipulación obedecía a una ceremonia practicada en las exequias de los cadáveres femeninos, ya que es difícil admitir el supuesto de que un varón difunto sea presentado en el más allá con su sexo en posición generadora. Sin duda alguna, se trata de un simulacro del órgano viril añadido al cadáver en cumplimiento de un rito funerario consistente en incluir dentro de los cuerpos de las mujeres fallecidas simulacros simbólicos del falo osiríaco –símbolo de la simiente humana– al contrario de los cadáveres masculinos a los que se les hacía acompañar por placentas, símbolos éstos de la maternidad de la diosa Isis”.

Dos cadáveres momificados de niños en sendos sarcófagos fueron hallados en el pequeño almacén anexo a la cámara mortuoria, sarcófagos de idéntica factura regia a la que contenía la princesa. Según el examen anatómico-forense, se trataba de dos niños muertos a los seis o siete meses del parto. Mientras que uno de ellos mostraba el cuerpo completo, al otro le faltaba la parte inferior, como si se hubiera destrozado al ser extraído del seno materno. El hecho de que estos pequeños compartan el mismo ámbito mortuorio, demuestra la intimidad que les unía a la princesa.

La cabeza de la momia se encontraba rapada al ras, situación muy peculiar y nada parecido a ninguna otra momia real. Pero adquiere sentido cuando al leer a Herodoto (otra vez) encontramos este párrafo: “Cuando en una casa muere el gato, los dueños, en señal de duelo, se rasuran las cejas, pero cuando muere el perro, entonces tienen que rasurarse todo el cuerpo y la cabeza”. Si por la muerte de una mascota se imponía semejante señal de duelo, cuánto más no sería así a la muerte de dos niños nonatos. De lo que se desprende que la persona hallada en esta tumba fue madre y sobrevivió algún tiempo a sus dos hijos muertos después de un difícil parto, mostrando su propio desconsuelo con la mortificación de hacerse rasurar la cabeza y el pubis antes de reunirse con ellos en el más allá.

Dos extraños cuchillos fueron encontrados entre los vendajes que fajaban a la momia: uno de ellos, con el mango de oro y la hoja de fino hierro, estaba colocado a lo largo de su muslo derecho, y el otro, de mango y hoja de oro, cruzando el bajo vientre. La posición tan insólita de este segundo cuchillo sugiere que bien pudo haber servido de bisturí en una operación cesárea de fatal resultado, de la que los niños nacieron muertos.

Finalmente, los sarcófagos, antes de apoyarse sobre el piso de granito, reposan sobre una cama de madera decorada con dos cabezas de leonas, lo que recuerda un relieve existente en el templo de Luxor en el que está representado el nacimiento de un niño de la casa real sobre una cama de parecido decorado. En esos tiempos existía la creencia –sin aval científico– de que la hembra del león da a luz una sola vez, de allí que este animal se asociara a la mujer que da a luz una sola vez en su vida.

            Esta mujer, entonces, muere en dramáticas circunstancias. No quedan, sin embargo, ni los más leves registros de su consorte. Y no los hay porque este debe haber sido desclasado –aprovechando sus enemigos la confusión que siguió al dolor por la pérdida de sus seres queridos– empujándolo al exilio en esos años turbulentos. Y sería demasiada casualidad que un personaje “X”, tan importante en las sombras, desaparezca en el mismo período en que, un poco compulsivamente, se introduce otro de dudosos orígenes en el mismo marco político. Un funcionario allegado a Akhenatón y marido de la princesa Touth-Ankh-Amen sale de escena. Moisés, transmisor –no legislador– de una religión claramente “akhenatonista”, simultáneamente, ingresa a ella. Insisto. Demasiada casualidad.

            Entre las numerosas críticas que pueden ocurrírsele al lector, seguramente estará aquella, ateniéndose a los relatos bíblicos, que nos habla de la huída de Moisés de Egipto después de matar a un cuidador, sus años de pastor en las montañas como yerno de Yethro, su regreso a Egipto para predicar. Personalmente creo que hubo dos Moisés. Y que la historiografía judía, posteriormente, voluntaria o involuntariamente, los fusionó en uno solo. Pero de eso hablaremos en otro artículo.