ATAJO A LAS ESTRELLAS. UN NUEVO EINSTEIN

ATAJO A LAS ESTRELLAS. UN NUEVO EINSTEIN
(o de cómo se oculta en las tinieblas lo que podría catapultarnos al cosmos)

Escribe Héctor Oesterheld

19 de mayo de 1944.

            La marea de la Segunda Gran Guerra ha cambiado ya, faltan pocos días para que se desate la gran invasión contra Normandía. Alemania, desangrada sin remedio en el frente ruso y luchando sin esperanzas en Italia, sabe que la agonía está cerca.

            Como todas las noches desde hace mucho, centenares de fortalezas volantes cruzan el Canal de la Mancha y  se esparcen por los cuatro rumbos de Europa, cada una con su carga de muerte y terror. La R 103, una de las tantas formaciones de más de treinta aparatos, tiene como objetivo a Berlín, la capital enemiga.

            A la misma hora, en la oficina química de Berlín, un muchacho de veinte años mezcla en un mortero los ingredientes de un explosivo de su invención. Se llama Burkhard Heim y ha sido una especie de niño prodigio de la ciencia: tenía apenas seis años cuando el maestro de dibujo le pone un cero porque en lugar de pintar las “manzanas con naranjas”, que eran el tema del día, “se pasa toda la hora dibujando una nave espacial”. A los ocho años proyecta con todo detalle un cohete propulsado por “una caja para la destrucción de átomos”; tiene quince años, todavía faltan cinco para el holocausto de Hiroshima y ya planea un cohete atómico perfectamente viable; más tarde, envía a los sabios de Peenemünde, los encargados de realizar la V-2, una memoria sobre “un motor de uranio”, que suscita enorme atención, pero el gran bombardeo aliado que poco después arrasa Peenemünde reduce los planos a cenizas.

            Con gran cuidado, el joven Burkhard mezcla en el mortero el nuevo explosivo; son apenas unos gramos, pero puede causar más daños que varios kilos de explosivos convencionales. El polvo gris que se forma en el mortero puede resultar un arma nueva para la patria agonizante y también el afianzamiento de Burkhard como científico; es tan joven que nadie cree en él, ¿no estuvo acaso a punto de no lograr jamás el simple título de bachiller?.

            Hace dos años, para eludir el liceo, envió al director del Centro de Investigaciones de Berlín un “memorándum sobre electrones”. Al director le costó trabajo creer que el autor de semejante compilación fuera un chico de diecisiete años, lo hizo ir a Berlín y lo sometió al más riguroso de los exámenes. Burkhard pasmó a todos con sus increíbles conocimientos, y quizás fue su ruina haberse mostrado tan sabio, pues el director del Centro terminó mandándolo de vuelta al liceo: “Un tipo como tú –le dijo– necesita pasar por el bachillerato para poder estudiar”. Pero Burkhard no vuelve al liceo, que se ha convertido ya en una academia militar, sigue cursos nocturnos y obtiene el certificado de bachiller en 1943, ingresa en seguida al servicio de trabajo obligatorio y al año es incorporado al ejército. Lo destinan a un servicio auxiliar; pero Burkhard no puede con el genio, envía un estudio sobre una línea completamente nueva de explosivos y consigue que lo trasladen a la Oficina de Investigaciones Químicas de Berlín.

            Ya el polvo gris dentro del mortero está debidamente homogenizado; cualquier otro se daría por satisfecho, pero Burkhard es un perfeccionista, tiene que trabajarlo un poco más.

            Esos minutos de más que seguirá con el mortero le resultarán fatales. La R 103, la gigantesca formación de fortalezas volantes, está a pocos kilómetros de Berlín.

            Burkhard Heim continúa mezclando el explosivo; está solo, es el único que se queda hasta tan tarde en el laboratorio.

            El súbito ulular de una sirena apuñala la noche; alarma antiaérea. Burkhard sabe lo que debe hacer: cortar la luz, correr escalera abajo. El refugio antiaéreo está a media cuadra.

            Ya se oye el tronar de los aviones. Un momento más y empezarán los estallidos de las bombas.

            A tiempo, Burkhard está ya en la entrada del refugio.

            Pero no entra.

            ¡El mortero, el explosivo nuevo!. Una sacudida violenta bastaría para hacerlo estallar. Quizás semanas de trabajo perdido.

            Burkhard regresa a la carrera, sube de tres en tres los escalones, tiene que salvar el explosivo.

            Violentas explosiones en la distancia, todo tiembla, las fortalezas están dejando caer su carga.

            El laboratorio; ya Burkhard se abraza al mortero, otra vez las escaleras.

            Dos explosiones muy cercanas, llueve revoque por todas partes, humo acre que ahoga.

            Ya está allí la entrada al refugio antiaéreo, la salvación.

Pero Burkhard Heim no llega nunca al refugio: un nuevo estallido lo derriba a tres metros de la entrada, la caída detona el explosivo dentro del mortero, un relámpago vivísimo y Burkhard es una masa informe, sanguinolenta, tendida sobre las baldosas.

            No muere, aunque está ciego y sordo y las manos le han desaparecido y tiene heridas por todas partes, en el pecho, en el vientre, en las piernas. Pierde la cuenta de las operaciones que le hacen; cuando sale del hospital, en lugar de manos tiene un par de monstruosos dedos que le han esculpido en lo que quedó de cada antebrazo. Pero no desmaya: lo recoge una tía que vive en Goettinga, donde está el célebre Instituto de Física de Max Planck, y él se empeña en seguir los cursos que allí se dictan.

            No puede leer, y está casi completamente sordo; estudia lo mismo, se hace colocar un aparato eléctrico en el oído y eso le basta, su memoria prodigiosa retiene palabra por palabra las conferencias magistrales. Le basta con que los compañeros le lean una sola vez los libros de texto para dar los más brillantes exámenes. Estudia ya junto a los grandes físicos Friedrich y Weizsaecker (premio Nobel) y el astrónomo Becker, cuando conoce a Gerda Straube, con la que pronto se casa: las manos y los ojos de Gerda serán desde ahora los suyos.

            En 1952, en el Tercer Congreso Internacional de Astronáutica, Burkhard propone la utilización de la antigravedad en las exploraciones espaciales; habla también por primera vez del “contrabario dinámico” (el bario es la unidad que se emplea en Física para medir la presión, es una dina por centímetro cuadrado). Amplía sus conceptos en reuniones científicas celebradas en Munich y en Zurcí y ya su nombre se pronuncia con respeto entre los estudiosos. En 1957 propone un cohete espacial con forma de huevo, de 22,5 metros de altura rodeado de un sistema de anillos, en estos anillos irían los dispositivos para anular la fuerza de gravedad. Esta nave, tan parecida a un OVNI tiene una particularidad, al menos en el papel: los correctos cálculos de Burkhard demuestran que se podría llegar a la Luna… en tres horas.

            Para tratar de comprender las teorías de Burkhard Heim deben recordarse las fórmulas de Newton para la fuerza de gravedad y la de Coulomb para la masa eléctrica. Newton dijo que “la materia atrae a la materia en razón directa de las masas y en razón inversa al cuadrado de las distancias”. Coulomb estableció que “dos puntos electrizados de dimensión muy pequeña ejercen uno sobre otro una fuerza de atracción o de rechazo inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa”. La analogía entre estas leyes, rectoras de los campos de gravitación y electromagnetismo, sugirió a distintos sabios la existencia entre ambos campos de un tercer campo de transición llamado “campo medio”. Las teorías de Heim se basan en que para él todo ocurre como si ese “campo medio” existiera realmente.

            Pero, ya se sabe, una cosa es la teoría y otra la práctica. Desde hace más de diez años, Heim trabaja para dar cimientos prácticos a sus teorías, primero en un húmedo sótano de la Universidad, y –desde hace unos años– en el Instituto para el Estudio de los Campos de Fuerzas, en Northeim, cerca de Goettinga, creado gracias a donaciones privadas y a subvenciones públicas. Ayudado por su esposa y por el ingeniero Dietrich Goslich, tras años de infatigables experimentos, Burkhard Heim ha llegado por fin a los primeros resultados tangibles: dispone ahora de medios físicos para probar experimentalmente la existencia de los “contrabarios”, de la antigravitación; está ya en condiciones de medir cantidades infinitesimales de barios procedentes de la transformación de protones (quantos de luz) en gravitones (quantos de gravitación); según él, es también factible el proceso inverso, o sea la transformación de gravitones en fotones: la fuerza de la gravedad podría anularse por la transformación del peso en luz (acotación al margen: ¿será por eso que los OVNIs son generalmente tan luminosos?).

            “Dispongo ahora del instrumento”, ha declarado Burkhard Heim “para verificar y demostrar mi teoría. Esquematizando mucho, los fotones, que son partículas de luz, pierden su energía luminosa y se transforman en gravitones, es decir, energía mecánica. Por lo tanto, la posibilidad de crear o de anular a voluntad la fuerza de gravedad está confirmada, con lo que se abre al hombre la posibilidad de controlar la gravitación, ese cimiento del Universo cuya neutralización permitirá la realización de las empresas más audaces”.

            Y no sólo eso: al controlar las fuerzas de gravedad, el hombre se adueñará de una fuente incalculable de energía, mayor aun que la energía encerrada en el átomo; la bomba de hidrógeno será un mero fuego de artificio comparada con las bombas a escala cósmica, aún sin denominación, que se podrían llegar a construir.

            Pero Burkhard Heim, el gran mutilado de Goettinga, no piensa en superbombas ni en holocaustos siderales; él piensa en la inagotable energía que el Hombre tendrá a su disposición y en los infinitos mundos que se abrirán a la humanidad en un futuro ya no tan remoto como se creía hasta ahora.

            Burkhard Heim, sin manos, sordo y casi ciego, está dando los primeros pasos hacia las estrellas.