Mexico surrealista: Turismo de ocasion

Turismo de Ocasión

Hay varias formas de saber que alguien es turista aún cuando trate de disimularlo. La primera es -claro- su aspecto. Nadie anda de bermudas en plena ciudad cuando el cielo amenaza con llover más que los turistas. No sé de donde viene esa idea de que cualquier otro lugar es más caluroso que donde viene uno, así que esa es una pista.
La segunda es observando lo que carga: una cámara indica un turista prevenido, ávido de llevar fotos a su lugar de origen, tan solo para decir “miren a donde fui”. También puede cargar un repelente de moscos, unos lentes oscuros o mejor aún: su dinero en un recipiente que ni de loco usaría en su lugar de origen (como una botellita colgada del cuello o envuelto en servilletas).

Pero la manera más fácil de saber que la persona que está uno viendo es turista es observándolo a la hora de comer. Aquí hay dos opciones: que lo que escoja sea un platillo típico del lugar bajo el pretexto de que “debe de comer lo típico del lugar” o que pida algo que come rutinariamente en su casa porque “extraña el sabor de su casa”.

Déjenme ejemplificar esto: un día estaba yo (de turista) en una ciudad de provincia acompañado de una amiga lugareña. Yo -como buen turista- pedí unos “uchepos” que en mi vida había visto y que resultaron unos sabrosos panecillos de maíz (los cuales me comí con singular alegría). En cambio, en la mesa de junto, estaba una señora -turista también y sospecho que pertenecía a la misma ciudad que yo- que pedía un platillo que estoy seguro debió de haber comido unas 3 mil veces en su vida: unas enchiladas suizas.

En lo que nos traían nuestros “uchepos” pude ver cómo esa señora tenía dudas sobre lo que iba a pedir, preguntaba a su amiga que cómo las servían en ese lugar, preguntaba al mesero que si estaban picosas, preguntó a su amiga que si las había probado y -después de bastante tiempo- se decidió a pedirlas. En cuanto llegó su plato las vio con mal semblante y comenzó un discurso que se oía en cuatro mesas a las redonda en el que explicaba con lujo de detalles cómo es que se debían preparar las enchiladas y como aquello que tenía en el plato no eran enchiladas sino otra cosa totalmente diferente.

Después repitió al mesero el mismo discurso y éste -bastante paciente por cierto- le explicó que así era la manera en la que las servían en aquél lugar. Empezaba a recitar su discurso por tercera vez cuando mi amiga y yo nos fuimos del restaurante. ¿Qué caso tiene -pensé después- pedir un platillo conocido? Ninguna ventaja y en cambio bastantes desventajas, pues uno siempre va a comparar lo que le sirven con lo que conoce -y eso- no servirá de nada pues dudo que el chef del lugar cambie su manera de cocinar.

Yo por eso prefiero ser como la primera clase de turistas: pido algo nuevo para que por lo menos haya la sorpresa de descubrir una cosa rara en el plato. Aunque después haya que correr al baño, claro.