Mexico surrealista: El fenomeno jarrito

El fenómeno Jarrito

A la gente le gusta inventar dichos que no tienen sentido y que sin embargo, todos toman como ciertos. Ahí está el popular “Al que madruga, Dios lo ayuda” que discrimina a las personas que nos levantamos tarde, o el famoso “Perro que ladra no muerde”: créanme que por experiencia propia sé que eso no es cierto. Sin embargo el que odio con todas mis fuerzas es aquél que reza “Todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar”.

El resultado de éste último dicho es que una señora quiera meter una cacerola en su refrigerador que evidentemente -a menos que tuerza las leyes de la física- no va a caber. Entonces recurre al “todo cabe en un jarrito” y pone el jamón encima de los jitomates para que entre. Como de todas maneras no cabe se pone a escombrar, tira los envases de leche vacíos, se come las sobras que guardaba de guisado, prepara unos huevos fritos y -entonces sí- su cacerola entra medio apretada. Luego se levanta con aire triunfal y dice “¿ya ven? sabiéndolo acomodar”. Nadie le advierte que perdió el juicio.

Otro efecto del “fenómeno Jarrito” es tratar de meter 5 kilos de ropa y 2 pares de zapatos en una maleta pequeña. La gente sufre, saca la ropa, la vuelve a meter, se sienta encima de la maleta, saca los zapatos, los vuelve a meter y después de mucho jadeo decide dejar un par de zapatos en casa hasta que cierra su maleta, aunque al final dice “¡Todo cabe en un jarrito!”. Yo mismo he sufrido el fenómeno Jarrito, cuando en mis años de adolescente puberto y baboso nos metíamos al coche de algún amigo: como sólo había un vehículo para llevarnos a todos (por lo regular 9 tipos con granos) acabábamos uno encima de otro y dos más en la cajuela cual carro de los payasos de circo. Horrible.

Esto lo digo porque hace unos días modificaron los vagones del Metro de la Ciudad de México para que cupiera más gente. Así, donde antes cabían 7 personas, ahora caben 20 tipos aplastados unos contra otros, fomentando las relaciones entre pasajeros desconocidos. Yo me acuerdo haber visto fotografías del metro de Japón donde los policías desde afuera los meten a presión como si los cuerpos se encogieran al entrar al metro. Ya me los imagino pujando y pensando “¡Tolo cabe en un jalito sabiéndolo acomodal!”.

Pero el caso extremo son los microbuses que circulan por las calles de ésta Ciudad. Quien no se haya subido a uno de ellos en hora pico, no tiene ni idea de lo que hablo. En primer lugar los asientos van tan pegados que la barbilla de uno choca contra la nuca del de enfrente. En segundo lugar obligan a los pasajeros hacer dos y ¡hasta tres! filas en el pasillo central que mide 60 centímetros de ancho, y si no te acomodas el chofer te grita y no avanza. Cuando ya está todo lleno retacan de gente las escaleras donde bajas. El otro día yo llevaba tanta prisa que me tuve que ir con medio cuerpo de fuera y agarrándome del espejo lateral: de hecho lo único que había de mí dentro del microbús era mi pie izquierdo porque el otro iba volando (y todavía el chofer me gritaba que le pasara mi pasaje). Qué infamia.