La raiz del mal

La raíz del mal
Puede haber quienes rechacen la película alemana La Caída, porque han oído que Hitler aparece “demasiado humano”. Pueden incluso presumir que hubo intención de redimirlo. No hay tal cosa. Las escenas que describen su demencia, su furor satánico, su odio parido y su culto a la muerte y la destrucción superan inmensamente en número, intensidad y duración a aquellas en las que se pinta a un Hitler, por así decirlo, en pantuflas.
Fernando Villegas
Fecha edición: 02-10-2005

Foto Portada

La película alemana La Caída (Der Untergang), donde se relatan los últimos días de Hitler y de su entorno militar y político -la primera producción de ese tipo hecha por ciudadanos de ese país-, ya suscitó en Europa algún grado de escándalo e indignación entre críticos y espectadores. Posiblemente haya sucedido -o sucederá- lo mismo en nuestro país, donde se exhibe desde mediados de esta semana.

Como le ocurrió a La Ultima Tentación de Cristo, rechazada de antemano -sin verla- por sectores religiosos que habían oído decir que Jesús aparecía regocijándose carnalmente y en actitudes contrarias a su dignidad, con La Caída habrá quienes la rechacen porque han oído la especie de que Hitler aparece “demasiado humano” y por momentos casi buena persona. Pueden incluso presumir que hubo intención de redimirlo.

No hay tal cosa. Las escenas que describen su demencia, su furor satánico, su odio parido y su culto a la muerte y la destrucción superan inmensamente en número, intensidad y duración a aquellas en las que se pinta a un Hitler, por así decirlo, en pantuflas. Pero no importa: cuando se trata de Hitler los críticos y el público esperan que se escriba, hable o filme de un monstruo absoluto con cuernos, garras y arrojando bocanadas de fuego y azufre por las narices. Esperan que se les pinte el mal representado por un Hitler como algo que va contra el orden de la naturaleza, como un engendro aberrante ajeno a lo humano, inhumano todo el tiempo. E imaginan entonces que cualquier representación o descripción apartándose un milímetro de esa convención huele a siniestro intento de reescribir la historia y legitimar los crímenes nazis.

Monstruos

Detrás de ese enfoque hay no sólo un simple y acomodaticio acogerse al cliché imperante y evitarse así problemas, sino una noción ingenua y hasta peligrosa de la naturaleza y raíz del Mal. En esta noción convencional el Mal resulta del actuar de algo monstruoso, extraordinario. De ahí la invención del Diablo y los espíritus malignos. La literatura, el cine y otras formas de arte y entretención han reafirmado desde siempre esa idea del mal como un poder asaltando desde fuera el alma humana. El asalto pueden personificarlo cuerpos corruptos, cadáveres ambulantes, posesos, vampiros, demonios o bestias de otro mundo. Es una visión espantosa pero al mismo tiempo consoladora: el monstruo es siempre horrible, pero puesto que es monstruo, por lo mismo deja de ser asunto nuestro. Tampoco lo es el monstruo en que pasajeramente nos convertimos bajo la influencia del verdadero monstruo, del permanente, del Satán que nos ha cogido por una vez en sus redes. El monstruo está más allá de nosotros, está fuera de nosotros o sólo temporalmente dentro de nosotros y aun cuando está dentro es algo externo que se ha metido a la fuerza por mala suerte, por error, por abrir el ataúd que no debíamos, por la acción de causas accidentales, por un maleficio. Pero por lo mismo podemos devolverlo a su féretro, sepultarlo otra vez en su tumba, arrojarlo a los abismos, enviarlo de vuelta al infierno, sosegarlo con Prozac. Aun en su concepción moderna, como “inconsciente” repleto de deseos feroces, el mal es externo, ajeno, algo de lo cual no tenemos culpa, que sólo nos sucede. Y a dicho inconsciente podemos exorcizarlo en el diván del psiquiatra.

La abstracción

Pero el Mal es mucho más ubicuo y presente porque no es un monstruo que esté afuera ni tampoco una entidad que ocupe sólo el subterráneo de la mente sino se encuentra todo el tiempo en la conciencia normal, aunque disfrazado de otra cosa. El Mal con mayúsculas, el duradero en sus efectos y consecuencias, habita en el reino de lo puramente ideático que ha perdido su cable a tierra. Es por tanto, al menos en potencia, parte constitutiva de la conciencia común y corriente. El Mal de esa clase, el de primera clase, no aparece como resultado de una súbita caída en lo monstruoso sino al revés, por una espuria elevación ideacional que pierde la carne y sangre de verdad que es la Verdad. El Mal o la capacidad de hacer mal deriva de perderse el significado concreto de lo vivo en el paisaje helado y gris de la abstracción. Abstraer significa quitar lo particular para dejar lo general, esto es, lo idéntico, lo común, el mero esqueleto de la vida. El Mal es entonces, en su raíz, olvidar el árbol, el animal, la flor o el hombre y la mujer concretos frente a nosotros para sólo ver el recurso, el índice, el provecho, la categoría, la abstracción doctrinaria. Es el hombre de carne y hueso convertido para Stalin en “elemento contrarrevolucionario” o para Hitler en “veneno judío”.

La abstracción, además, hace posible la doctrina, la cual no es sino un tejido de abstracciones apoyándose y reforzándose unas a otras. La doctrina, a su vez, hace posible la organización masiva del mal porque puede convocar a otros. Luego, convertida en movimiento, abre paso a la organización y a la burocracia. Llegada esta etapa, la pérdida de lo particular que deriva de la doctrina -que deriva de la idea- es ya completa y el asesinato o la matanza en masa, de llegar a suceder, no será sino un proceso administrativo. Así un Eichman pudo decir que “sólo hacía su trabajo”. Los pasos del mal son entonces menos un bajar a un abismo infernal que ascender a un firmamento helado donde la verdad se disfraza de razón y el odio toma la forma de deber y disciplina. Y así se comienza reduciendo a un hombre o un pueblo a una mera categoría abstracta que hace posible despreciarlo, luego se convoca a otros para compartir esa doctrina, en seguida se pone manos a la obra y se despoja a ese hombre y/o pueblo de su propiedad y de sus derechos, después se les envía a un campo de concentración para despojarlos también de su condición humana y entonces no resta sino matarlos y matar aun sus cadáveres reduciéndolos a polvo y cenizas.

La tentación

Es porque el uso del raciocinio para entender o creer entender el mundo es parte constitutiva de la naturaleza humana -por eso hablamos de “homo sapiens”- que el peligro del Mal es intrínseco y cercano y no una monstruosidad ajena y extraordinaria. Normalmente sólo detectamos las formas más brutales, simples y de menor cuantía, el mal de pequeño calibre, la violencia que aflora cuando se amenaza nuestra supervivencia o nuestras posesiones. Podemos, en esos casos, ser feroces en grado extremo, pero el raciocinio o ideación que se place en sí mismo, que no duda de sí mismo, que no aplica raciocinio al raciocinio y cree ciegamente en su presunta verdad no sólo pierde fácilmente de vista la particularidad, único juez del significado final de cada Verdad, sino además dura como sólo puede durar lo que no se apoya ni necesita una emoción. El Mal es en esencia pura frialdad e indiferencia originada y desarrollada en “razones”, en una doctrina. Es entonces y de ese modo que el mal puede convertirse en sistema, luego en burocracia, finalmente en campos de exterminio.

Por eso la tentación del Mal es la del intelecto, o dicho bíblicamente, la soberbia de Lucifer. La tentación de poseerse la verdad y la tentación de la superioridad en el mismo momento en que esa razón sin caridad ni calor humano nos lleva por cualquiera de los múltiples camino de la mentira y el error. Así puede a veces llevar al olvido de lo real desde la vereda misma de la irrealidad más absoluta.