la inundacion

Marzo 30, 2007
Fragmentos

Hacía una semana que estaban allí, refugiados de la inundación, que había cubierto casi completamente el pueblo. El agua formaba una inmensa laguna y no se veían pájaros, ni siquiera cerca de la iglesia. Tras una sequía de tres meses, que obligó a llevar los ganados muy lejos, desbordó el río Largo como desde cincuenta años no se tenía noticia. A los tres días de lluvia diluviana salió del cauce y se volcó en la hondonada, donde alzábase la población. A la distancia se veían los techos y los molinos, las copas de los árboles y maderas y enseres boyantes.

Los vecinos huyeron despavoridos, a pie, transportando en carros y jardineras lo que pudieron cargar en el apuro. No menos de sesenta vehículos cargados de víveres, ropas y vituallas de toda clase. De muchos sólo quedaban las ruedas y los herrajes, porque les arrancaron la madera para hacer fuego. Los caballos pastaban sueltos, sin que se apartaran mucho de los carros, debajo de los cuales los perros se guarecían en lo más recio de los chaparrones.

Al ir llegando a la iglesia la caravana, el padre Demetrio quedó aturdido. En vano intentó oponerse a que tuvieran asilo en ella los fugitivos. Al principio rogaron con humildad, y al fin exigieron. Bajo la llovizna que caía lenta, insistentemente, hombres y mujeres comenzaron a rugir con igual fiereza. El padre Demetrio, anciano de setenta años, y el sacristán, don Pedro, más viejo todavía decidieron abrir de par en par las puertas. Tuvo la impresión el anciano sacerdote de una profanación en masa y como si la turba pasara con los botines cubiertos de barro sobre su cuerpo y sobre los santos objetos del culto. El alud penetró y fue ocupando los espacios libres, según la importancia que cada cual se atribuía. Las familias principales se instalaron en la sacristía, junto al altar mayor o en el coro; las más humildes en las naves laterales.

Separados o contiguos, los vecinos de General Estévez conservaban incólumes sus viejos enconos, rivalidades y desprecios. Por lo cual encontrábanse en situaciones muy embarazosas cuando, por motivos apremiantes, habían de dirigirse la palabra aquéllos que durante años se negaron el saludo. El agua invadió las casas por igual, y el mismo instinto de conservación los reunió sin reconciliarlos. Otros, en cambio, reanudaron el trato, especialmente las mujeres. Y como los días y las noches eran interminables, hasta trabaron una segunda amistad.

La iglesia había sido construida sobre una colina, a tres kilómetros de General Estévez, yendo hacia Felipe Arana, que distaba cinco leguas, más o menos. Don Julián Fernández dejó un legado de toda su fortuna, al morir octogenario, para que se elevara allí mismo ese templo, que costaba dos millones de pesos, y para cuyo sostenimiento destinó los réditos de un millón, depositados en títulos. Allí, allí mismo, recibió él, volviendo de un viaje, una prueba inequívoca de la protección de su santo patrono. Al desbocarse los caballos de la volanta y destrozarla y matarse ellos, quedó ileso. Nadie se explicaba el hecho sino como un milagro, y él, poco a poco, fue aderezándolo, sin proponérselo, con presagios y ulteriores sueños que le confirmaron que era así.

Para edificar la iglesia, empezada cinco años antes, hubo de llevarse todo desde Buenos Aires: materiales y operarios. El envío de gente y de cosas ocupó casi totalmente las líneas férreas en todo ese lapso, y aún seguían llegando vagones y vagones con materiales. Ingenieros, arquitectos, artistas y artesanos vivían consagrados a la obra con una especie de obcecada devoción. Había albañiles de toda especialidad, carpinteros, cerrajeros, pintores, mosaiquistas, un mundo de personas constantemente en movimiento, como hormigas. Al comienzo se pensó que jamás se acabaría todo lo que se proyectaba hacer; ahora estaba hecho y en tres años más esplendería como una joya en la soledad del campo.

Aquella invasión de seres que parecían haber perdido el pudor y la razón, fue contemplada por el sacerdote como castigo del cielo y resultado natural de los pecados de incontinencia que todo el mundo sabía muy bien que cometió el testador. El primer día el padre Demetrio cayó en un estado de agobio y permaneció en su habitación, rezando de rodillas. Cuando don Pedro le ofreció el almuerzo, no contestó. Prorrumpió en insultos y en mutiladas frases en latín, que tanto podían ser fragmentos de oraciones como de invectivas dignas de los profetas. Don Pedro no atinaba a explicarse ese estado de abatimiento, acostumbrado a verlo más bien jovial y agradecido del Señor hasta por los sucesos más insignificantes. Le conocía desde muchísimos años, veinte al menos; desde cuando peregrinaba de un pueblo a otro con su bolsa de linyera. Un buen día se avino a la paz y al sosiego eclesiásticos, sin soñar que de la humilde capilla irían a residir en una iglesia que todos admiraban con estupor. El padre Demetrio lo acogió de buen grado, aunque con los años comenzó a tomarle aprensión por considerar excesivo su fervor en algunos días y venírsele a la memoria aquella antigua vida de andariego solitario, nunca explicada.

Pero apóstoles y santos hubo que hicieron lo mismo, y de ahí que el padre Demetrio nunca se decidiese a despedirlo, ni siquiera en aquellos otros días en que era indudable que los diablos les desbarataban el humor. Se toleraban con indulgencia, convencidos de que se podía convivir sin afectos de ninguna especie. Nadie simpatizaba con ellos, y menos con el padre Demetrio, por su carácter irritable y huraño. La consecuencia era que muy pocos hombres concurrían a la iglesia, excepto en los funerales y ceremonias de pompa, y que las mujeres consideraban el deber de oír misa el domingo como uno de los ineludibles menesteres domésticos.

Ahora la desgracia los había obligado a pedir que se los albergara allí, quién sabe por cuánto tiempo, y a permanecer reunidos, como en una casa común, amigos o enemigos.

… Los húngaros, María y Bronislao, estaban despiertos, con la nena entre ellos. Se les había muerto mientras alborotaban el cura, el idiota y todos los demás. Todavía la madre, de vez en cuando, vertía en la boca de la criatura una cucharadita de té muy dulce. Los padres no hablaban y se habían unido, con la hija en medio, ocultándola. La madre la envolvió en una frazada, y así estuvieron toda la noche sin decirse una palabra. Había una agitación muy grande, aunque silenciosa. Mujeres y hombres iban de un lugar a otro con inquietud.

A la mañana siguiente dos criaturas habían fallecido. También ese día tuvieron que sepultar, algo más lejos de los niños, al médico. Lo encontraron detrás del altar mayor tendido y con el bisturí entre los dedos, como si sostuviera un cigarrillo ensangrentado. A todos se los sepultó cerca de la iglesia, donde los perros habían escarbado y enterrado comidas. A un metro de profundidad, la tierra estaba casi seca. Los sepultaron sin ataúd; a los niños amortajados con sus ropitas, las mismas que usaron.

El padre Demetrio subió al púlpito. Todos esperaban mortificados un largo sermón de reproche o de consuelo.

-Hijos míos: Dios nos prueba hasta el fin.

Fue lo único que dijo, y se tapó la cara con las manos. Sollozaba. Ángel lo miró desde el rincón de los andamios, con su mirada fija y blanda. Quiso hablar, pero sólo pudo balbucir palabras incoherentes, acaso injuriosas. La anciana repetía mecánicamente: Si tiene que hablar, hablará.

Mas el idiota sólo atinaba a mover la mandíbula inferior, como si estuviera bajo el influjo hipnótico de la figura del padre Demetrio, que permanecía aún en el púlpito cubriéndose el rostro. Después, el sacerdote se dispuso a descender, indeciso. La gente hablaba en voz baja; palabras y sollozos se ahogaban con pañuelos y manos. Los perros husmeaban constantemente, yendo y viniendo veloces. El padre Demetrio rogó con voz débil, mientras bajaba por la escalera del púlpito.

-Hijos míos: es preciso sacar del templo a los perros. Esto es un castigo de Dios por la nueva profanación de su casa.

Todos se miraron con estupor. Afuera estaban recién cubiertas, las tumbas de los niños sepultados horas antes. Un escalofrío recorrió el cuerpo de las mujeres. Los muchachos en particular trataron de asir sus perros, o los que tenían más cerca, para que no los sacaran. En el mismo sitio, los húngaros continuaban en igual actitud, sentados y sin hablarse. Contestaban lacónicamente a quienes se les acercaban, y nadie advirtió que la madre no tenía en sus brazos a la hijita.

El día fue deslizándose lento, como luz que se extinguiera con infinita languidez. A la entrada de la noche, se oyó a la abuela del idiota:

-Quiere profetizar, quiere profetizar!

Ángel echó a andar decidido, atrayendo por la mano a la abuela. No quería dejarlos avanzar hasta la escalera del púlpito.

-La maldición de Jehová sobre los pecadores -decía el muchacho y su labio imberbe dejaba caer esas palabras como una baba amarga. Pero al llegar ante el altar mayor, vio al sacerdote que se levantaba de orar y quedó como petrificado.

-Hablará, hablará! -exclamaba la anciana, que ahora tiraba de la mano del nieto, rígido y atónito.

Los perros continuaban su incesante búsqueda, familiarizados ya con el templo, las escaleras, la sacristía y las habitaciones interiores.

Esa noche también pasó.

A la mañana siguiente, antes de amanecer, estaban fuera del templo muchos hombres, mirando en dirección a Felipe Arana y a Jagüel Viejo, por si veían llegar algún socorro. Sabían perfectamente bien que no era posible hacer ese camino sino a caballo. Pero don Aniceto podría traer ya las inyecciones y los medicamentos, siempre que los hubiera allá. No se percibía en el cielo sobre las lagunas, cada vez mayores, sino algunas gaviotas y pájaros aislados, a lo lejos, cerca de los árboles cubiertos por el agua. Las gaviotas volaban alto sobre la iglesia, de horizonte a horizonte.

Los húngaros, sentados todavía, tenían a su alrededor no menos de cincuenta perros. Sin moverse ni hablar, con los pies desnudos trataban de ahuyentarlos. Apenas se movían, los perros se retiraban para aproximárseles de nuevo, callados, estirando la cabeza hacia ellos. Entre marido y mujer estaba el envoltorio, enorme ahora, formado con todas las cobijas que tenían. Las usaron para cubrir el cuerpecito de la hija, porque no querían dejarla sepultar como a las otras criaturas.

Ezequiel Martínez Estrada