La Realización Metafísica

La Realización Metafísica
(Capítulo X del libro: Introducción General al Estudio de las Doctrinas Hindúes)

Al indicar los caracteres esenciales de la metafísica, hemos dicho que constituye un conocimiento intuitivo, es decir, inmediato, que se opone en eso al conocimiento discursivo y mediato del orden racional. La intuición intelectual es incluso más inmediata aún que la intuición sensible, ya que está más allá de la distinción del sujeto y del objeto que esta última deja subsistir; es a la vez el medio del conocimiento y el conocimiento mismo, y, en ella, el sujeto y el objeto están unificados e identificados. Por lo demás, todo conocimiento no merece verdaderamente este nombre sino en la medida en que tiene por efecto producir una tal identificación, pero que, en cualquier otro caso, permanece siempre incompleto e imperfecto; en otros términos, no hay otro conocimiento verdadero que el que participa más o menos en la naturaleza del conocimiento intelectual puro, que es el conocimiento por excelencia. Todo otro conocimiento, al ser más o menos indirecto, no tiene en suma más que un valor sobre todo simbólico o representativo; no hay otro conocimiento verdadero y efectivo más que el que nos permite penetrar en la naturaleza misma de las cosas, y, si una tal penetración puede tener lugar ya hasta un cierto punto en los grados inferiores del conocimiento, no es sino en el conocimiento metafísico donde ella es plena y totalmente realizable.

La consecuencia inmediata de esto, es que conocer y ser no son en el fondo más que una sola y misma cosa; son, si se quiere, dos aspectos inseparables de una realidad única, aspectos que, verdaderamente, ya no podrían distinguirse siquiera ahí donde todo es «sin dualidad». Eso basta para volver completamente vanas todas las «teorías del conocimiento» con pretensiones pseudometafísicas que tienen un lugar tan grande en la filosofía occidental moderna, y que a veces tienden incluso, como en Kant por ejemplo, a absorber todo lo demás, o al menos a subordinárselo; la única razón de ser de este género de teorías está en una actitud común a casi todos los filósofos modernos, y que, por lo demás, ha salido del dualismo cartesiano, actitud que consiste en oponer artificialmente el conocer al ser, lo que es la negación de toda metafísica verdadera. Esta filosofía llega así a querer sustituir el conocimiento mismo por la «teoría del conocimiento», y, por su parte, eso es una verdadera confesión de impotencia; a este respecto, nada es más característico que esta declaración de Kant: «Después de todo, la mayor y quizás la única utilidad de toda filosofía de la razón pura es exclusivamente negativa, puesto que no es un instrumento para extender el conocimiento, sino una disciplina para limitarle»[1]. ¿No equivalen tales palabras a decir simplemente que la única pretensión de los filósofos debe ser imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento? Por lo demás, ese es el inevitable resultado del espíritu de sistema, que es, lo repetimos, antimetafísico al más alto grado.

La metafísica afirma la identidad profunda del conocer y del ser, que no puede ser puesta en duda más que por aquellos que ignoran sus principios más elementales; y, como esta identidad es esencialmente inherente a la naturaleza misma de la intuición intelectual, no sólo la afirma, sino que la realiza. Al menos esto es verdad para la metafísica integral; pero es menester agregar que lo que hubo de metafísica en Occidente parece haber permanecido siempre incompleto bajo este aspecto. No obstante, Aristóteles planteó claramente en principio la identificación por el conocimiento, al declarar expresamente que «el alma es todo lo que ella conoce»[2]; pero ni él ni sus continuadores parecen haber dado nunca a esta afirmación su alcance verdadero, sacando de ella todas las consecuencias que implica, de suerte que ha permanecido para ellos algo puramente teórico. Eso es mejor que nada, ciertamente, pero no obstante es muy insuficiente, y esta metafísica occidental se nos aparece como doblemente incompleta: lo es ya teóricamente, puesto que no va más allá del ser, como lo hemos explicado precedentemente, y, por otra parte, no considera las cosas, en la medida misma en que las considera, más que de una manera simplemente teórica; la teoría se presenta en ella en cierto modo como bastándose a sí misma y como siendo su propio fin, mientras que, normalmente, no debería constituir más que una preparación, por lo demás indispensable, en vista a una realización correspondiente.

Es menester hacer aquí una precisión sobre el tema de la manera en que empleamos esta palabra «teoría»: etimológicamente, su sentido primero es el de «contemplación», y, si se tomara así, se podría decir que la metafísica toda entera, con la realización que implica, es la «teoría» por excelencia, únicamente, el uso ha dado a esta palabra una acepción algo diferente, y sobre todo mucho más restringida. Primeramente, se ha tomado el hábito de oponer «teoría» y «práctica», y, en su significación primitiva, esta oposición, al ser la de la contemplación y la acción, también estaría justificada aquí, puesto que la metafísica está esencialmente más allá del dominio de la acción, que es el de las contingencias individuales; pero el espíritu occidental, al estar vuelto casi exclusivamente del lado de la acción, y al no concebir ninguna realización fuera de está, ha llegado a oponer generalmente teoría y realización. Por consiguiente, es esta última oposición la que aceptamos de hecho, para no apartarnos del uso recibido, y para evitar las confusiones que podrían provenir de la dificultad que se tiene para separar los términos del sentido que se está habituado a atribuirles con razón o sin ella; no obstante, no llegaremos hasta cualificar de «práctica» a la realización metafísica, ya que esta palabra ha permanecido inseparable, en el lenguaje corriente, de la idea de acción que expresaba primitivamente, y que aquí no podría aplicarse de ninguna manera.

En toda doctrina que es metafísicamente completa, como lo son las doctrinas orientales, la teoría va siempre acompañada o seguida de una realización efectiva, de la que es sólo la base necesaria: ninguna realización puede ser abordada sin una preparación teórica suficiente, pero la teoría toda entera está ordenada en vista de la realización, como el medio en vista del fin, y este punto de vista se supone, al menos implícitamente, hasta en la expresión exterior de la doctrina. Por otra parte, la realización efectiva puede tener, además de la preparación teórica y después de ella, otros medios de un orden muy diferente, pero que, ellos también, están destinados a proporcionarle un soporte o un punto de partida, que no tienen en suma más que un papel de «ayudas», cualquiera que sea, por lo demás, su importancia de hecho: esa es, concretamente, la razón de ser de los ritos de carácter y de alcance propiamente metafísicos cuya existencia hemos señalado. No obstante, a diferencia de la preparación teórica, estos ritos no se consideran nunca como medios indispensables, no son más que accesorios y no esenciales, y la tradición hindú, donde tienen no obstante un lugar importante, es completamente explícita a este respecto; pero, por su eficacia propia, facilitan enormemente la realización metafísica, es decir, la transformación de ese conocimiento virtual que es la simple teoría en un conocimiento efectivo.

Estas conclusiones pueden parecer ciertamente muy extrañas a los occidentales, que no han considerado nunca ni siquiera la simple posibilidad de algo de este género; y, sin embargo, a decir verdad, se podría encontrar en occidente una analogía parcial, aunque bastante lejana, con la realización metafísica, en lo que llamaremos la realización mística. Queremos decir que en los estados místicos, en el sentido teológico de esta palabra, hay algo efectivo que hace de ellos algo más que un conocimiento simplemente teórico, aunque una realización de este orden sea una realización forzosamente limitada. Por eso mismo de que no se sale del modo propiamente religioso, no se sale tampoco del dominio individual; los estados místicos no tienen nada de supraindividual, no implican más que una extensión más o menos indefinida de posibilidades únicamente individuales, que, por lo demás, van incomparablemente más lejos de lo que se supone ordinariamente, y sobre todo de lo que son capaces de concebir los psicólogos, incluso con todo lo que se esfuerzan en hacer entrar en su «subconsciente». Esta realización no puede tener un alcance universal o metafísico, y permanece siempre sometida a la influencia de elementos individuales, principalmente de orden sentimental; ese es el carácter mismo del punto de vista religioso, pero aún más acentuado que en cualquier otra parte, como ya lo hemos señalado, y es también, al mismo tiempo, lo que da a los estados místicos el aspecto de «pasividad» que se les reconoce bastante generalmente, sin contar que la confusión de los dos órdenes, intelectual y sentimental, puede ser en ellos frecuentemente una fuente de ilusiones. En fin, es menester advertir que esta realización, siempre fragmentaria y raramente ordenada, no supone ninguna preparación teórica: los ritos religiosos juegan en ella ese papel de «ayudas» que juegan en otra parte los ritos metafísicos, pero es independiente, en sí misma, de la teoría religiosa que es la teología; eso no impide, por lo demás, que los místicos que poseen algunos datos teológicos se eviten muchos de los errores que cometen aquellos que están desprovistos de ellos, y que sean más capaces de controlar en una cierta medida su imaginación y su sentimentalidad. Tal cual es, la realización mística, o en modo religioso, con sus limitaciones esenciales, es la única que es conocida en el mundo occidental; podemos decir también aquí, como hace un momento, que eso es mejor que nada, aunque esté muy lejos de la realización metafísica verdadera.

Hemos tenido que precisar este punto de vista de la realización metafísica, porque es esencial para el pensamiento oriental, y, por lo demás, común a las tres grandes civilizaciones de las que hemos hablado. No obstante, no queremos insistir demasiado en ello en esta exposición, que debe forzosamente permanecer más bien elemental; así pues, en lo que concierne especialmente a la India, no le consideraremos sino en tanto que sea estrictamente inevitable hacerlo, ya que este punto de vista es quizás aún más difícil de comprender que cualquier otro para la generalidad de los occidentales. Además, es menester decir que, si la teoría puede ser expuesta siempre sin reservas, o al menos bajo la única reserva de lo que es verdaderamente inexpresable, no sucede lo mismo con lo que toca a la realización.

[1] Kritik der reinen Verunuft, ed. Harteustein, p. 256.

[2] De Anima.