Nuestra cultura indígena, Por Fernando Trejos

Creíamos que se iba a aprovechar la conmemoración del quinto centenario de la llegada de los españoles a América para reivindicar la grandeza de nuestros pueblos aborígenes. Pero no. Durante el año hemos tenido que escuchar y leer en la prensa variados comentarios que tienden a rebajar –y hasta a negar– la cultura indígena costarricense, exaltando exclusivamente la influencia española e ignorando lo más significativo de esta celebración: la realidad de que en nuestro país también había –y hay– una elevada tradición que milagrosamente se ha mantenido intacta a través de los siglos y que permanece viva a pesar de los ingentes esfuerzos que blancos y mestizos han realizado por destruirla.

Estos comentarios, que tratan de minimizar la importancia de la cultura indígena, y que en algunos casos hasta han llegado a pretender negarla, desnudan una actitud de muchos costarricenses que pone en evidencia una abismal ignorancia de nuestra historia y un estúpido y mediocre orgullo de “no ser indios”, que se expresa en una especie de vergüenza observada en muchas familias nuestras, que se envanecen si la piel es más blanca y que esconden tontamente los orígenes indígenas que nadie medianamente enterado podría atreverse a negar.

Si bien es cierto que la proporción de sangre india en nuestro país es menor que en muchas tierras latinoamericanas, la inmensa mayoría de los costarricenses descendemos –nos guste o no– de indígenas. Muchos de los alimentos principales que ingerimos, y cantidad de palabras que hemos incorporado a nuestro idioma, tienen origen precolombino. Las más sanas y bellas costumbres y leyendas que tenemos las debemos a los indios. Y si pudiéramos comprender y amar nuestros orígenes estaríamos orgullosos de provenir de tan noble estirpe.

En nuestro país hay hombres de conocimiento (médicos-sacerdotes), depositarios, como tantos venerables ancianos indígenas que se encuentran diseminados aún a lo largo y ancho de toda América, de antiguas tradiciones y secretos que se gestaron y transmitieron en esta bendita tierra que ellos han habitado desde hace miles de años; herederos de profundos conocimientos de la medicina, de la naturaleza y de lo sobrenatural, y, sobre todo, vivos exponentes de una espiritualidad verdadera que siempre han transmitido, con amor desbordante, a quienes les respetan y abren su mente y su corazón permitiendo que esa sabiduría e influjo espiritual penetre.

Al oír y leer esos pobres comentarios, que siempre se afanan en tratar al indio de ignorante, me ha parecido escuchar la voz de los ancestros que gritan, no sin ironía, ni sin tristeza: “Han pretendido negar a nuestro Dios; han llamado demonios a nuestros espíritus intermediarios; han querido borrar nuestra historia; han menospreciado nuestro arte maravilloso; se han burlado de nuestra ejemplar mitología; no han podido comprender la fuerza de nuestros ritos ni la grandeza de nuestro espíritu. Pero ¿podrán además seguir llamándonos impunemente ignorantes, y hasta negar nuestra existencia? Pero la propia presencia de estos sabios me ha dado la respuesta: “No. Aquí estamos; somos los verdaderos habitantes de esta tierra; desde siempre hemos pertenecido a ella; observamos con estupor cómo la han mancillado destruyéndola y contaminándola; somos nosotros quienes nos preocupamos por nuestra Madre: la cuidamos, sufrimos sus sufrimientos, la amamos”.

Los pueblos indígenas tienen mucho que enseñar a los hombres modernos. Quienes hayan tenido el privilegio de conocer poblados aborígenes que se mantengan al margen de la contaminación de los “progresos” de los “blancos”, habrán observado, como lo hicimos nosotros en muchos lugares, que la mayoría de los indígenas son seres que se encuentran en un estado de virginidad envidiable; que se respetan los unos a los otros de una manera que no es posible ver ya en nuestras odiosas ciudades modernas; que son hombres humildes, pero con una dignidad que ya no existe “ni en las mejores familias” de estas sociedades decadentes; y que son seres humanos verdaderos, que comparten con su prójimo sus alegrías, sus tristezas y sus pocos haberes materiales.

Y quienes se tomen la molestia de leer los estudios serios –y abundantísimos– que por casi cinco siglos han realizado acerca de las culturas precolombinas frailes y cronistas conscientes, y antropólogos e investigadores sinceros, podrán comprobar que nuestros antepasados no tienen nada que envidiar a las más altas culturas y tradiciones de la tierra.

En todos los pueblos hay hombres sabios y necios, inteligentes y tontos, buenos y malvados; y no pretendemos que todos los indios sean perfectos. Pero hay verdades históricas que no podemos soslayar. La España que llegó a América no fue la España de San Fernando y Alfonso X el Sabio. No fue tampoco la España tolerante en la que convivieron en armonía hombres de conocimiento de orígenes judío, cristiano e islámico. Si América hubiera sido “descubierta” por aquellos sabios españoles éstos habrían reconocido en las culturas indígenas su elevada espiritualidad, su riqueza artística, arquitectónica e histórica, su profundidad filosófica y su pericia en las distintas ramas del saber. Los “conquistadores” y comentaristas más sensibles, como Sahagún, Las Casas, Durán y tantos otros, dan testimonio de la grandeza de las civilizaciones aborígenes. En Costa Rica, autores preclaros como Doris Stone, Carlos Aguilar, Luis Ferrero, María E. Bozzolli, y muchos otros historiadores, antropólogos y estudiosos del tema, han constatado que también en esta tierra había –y hay– grandes sabios y santos indígenas.

Pero desgraciadamente la inmensa mayoría de los españoles que invadieron estas tierras fue ignorante y ambiciosa, dogmática e inquisidora, cargada de odios y prejuicios que desgraciadamente todavía hoy prevalecen. Para justificar los saqueos y violaciones, robos y esclavizaciones, tildaron a los indios de ignorantes y salvajes y se dedicaron a destruir la cultura y a mal informar.

Hemos celebrado el quinto centenario de la raza mestiza, y este año ha sido declarado “de los pueblos indígenas”, lo que nos da la bella oportunidad de recordar nuestros verdaderos orígenes. Pero vemos también, desgraciadamente, con gran dolor, cómo todavía hay personas que se dicen cultas que mantienen esa mentalidad inquisidora e ignorante, y que como verdaderos fariseos no pueden ocultar el odio que han heredado hacia los antiguos y verdaderos habitantes de esta tierra.

Dichosamente, aquí está, todavía viva, la cultura bribrí y cabécar. Aquí siempre ha vivido Sibú. Aquí están los chorotegas, huetares y borucas. Y aquí estamos nosotros, los mestizos que, sin renegar en modo alguno de nuestros orígenes europeos, sí nos sentimos orgullosos de que corra por nuestras venas sangre indígena, y respetamos y amamos a nuestros antepasados aborígenes y a su cultura, y a los tantos hombres que siguen siendo hoy, a pesar del desprecio y la incomprensión, testimonio vivo de que Costa Rica tiene –aunque la mayoría de los costarricenses no lo sepa– una tradición verdadera, heredera de la Tradición Primordial, profundamente india, cargada de enseñanzas y energías espirituales que permitirán que en esta tierra mágica algún día vuelvan a florecer el espíritu, la auténtica paz y el amor.