Lugares sagrados indígenas.

Lugares sagrados indígenas.

Clodomiro Siller
Original: Agenda Latinoamericana’95

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Hace miles de años, cuando nuestros antepasados vivían en cuevas y
grutas representaban a Dios como Fuego. El fuego mantiene la cueva en
condiciones de habitarla, quizá por eso lo escogieron como símbolo de
la vida; igualmente, la comunidad se convocaba en torno al fuego para
preparar los alimentos y compartirlos; alrededor del fuego, los más
ancianos contaban la historia del grupo y las hazañas de quienes
habían ido sirviendo a la comunidad. Creían que todos estos aspectos
de la vida del pueblo eran una realidad que los sobrepasaba. También
experimentaban que si se mantenían como grupo era porque Dios estaba
presente en ellos. Compartir la comida iba de acuerdo con el Ser
mismo que les había dado la vida como personas y como grupo humano;
cuando los viejos echaban “cuentos” sabían que estaban hablando de lo
que Dios quería para ellos como pueblo. Todavía hoy, si hay sequía y
no llueve, muchas comunidades peregrinan hacia las cuevas, encienden
fuego en ellas, hacen ceremonias y sacrificios, y le piden a Dios que
les mande la lluvia y la vida. Casi siempre al terminar esos ritos
empiezan los temblores.
En muchas cuevas encontramos pintadas las primeras representaciones
de todo eso. Allí vemos las manos de quienes las habitaron y de los
que celebraron en ellas su encuentro con Dios. Allí están los
círculos con un centro que representa precisamente a la cueva y, en
medio, a Dios. También en ella encontramos los cuerpos de nuestros
antepasados que fueron enterrados cubiertos de flores, o con jarros
que contenían agua, y con comida y con otras cosas. Los pusieron allí
preparados para un viaje en el que al final llegarían al lugar en
donde está El-que-nos-sobre pasa, simbolizado en el fuego, al que
llamaron Xiutecúhtli, Señor del fuego, o también HuehueTéotl, el Dios
Viejo, la forma más antigua como hablaron de El.

La vida de los grupos humanos se desarrollaba también, en el campo.
Las actividades principales eran recolectar fruto y cazar animales.
La vida la recibían muy directamente del agua, de la tierra, de los
manantiales. Todo esto lo convirtieron también en representación o
signos de la relación con el Dios de la vida. Hablaban de Dios como
Agua, como Lluvia, como Tierra. Veían a Dios principalmente en
representaciones femeninas, vitales. También representaron a Dios
como Viento. El era la mediación entre la tierra que pisaban y el
cielo que miraban. Entonces los montes, las llanuras y los valles los
convirtieron en lugares sagrados. Señalaban un monte, delimitaban un
espacio en el valle, circundaban un manantial y esos eran sus
templos. En ellos se reunían para celebrar sus encuentro con Dios.
Hoy todavía vemos a las comunidades que hacen celebraciones en los
montes, en los llanos, en los manantiales. Preparan una explanada y
en ellas hacen sacrificio y danzas, de día o de noche, o noche y día.
O celebran y danzan, o mueren. En esas celebraciones dan
trascendencia a su vida.

La casa fue también un lugar sagrado para cada familia. En ellas se
hacían ceremonias que no reunían a todo el pueblo pero que las veían
necesarias para celebrar experiencias que habían puesto a las
personas o a las familias en contacto con la presencia o voluntad de
Dios. Y procuraban poner repisas, mesas o muros dedicados
especialmente para lo religioso en las casas. Posteriormente se
construyeron altares en toda forma, en los que además colocaban
recuerdos que habían de otros lugares o santuarios y que les
recordaban a Dios de la misma manera como todo el pueblo lo
representaba. Así las casas, como lugares sagrados, estaban
estrechamente en relación con otros lugares sagrados mayores.
Actualmente estos altares se conservan en formas de mesas sencillas,
adornadas con flores y papel picado, ante ellas las familias celebran
infinidad de ritos que expresan su sentido religioso y sobre las que
ponen las imágenes que mejor expresan su experiencia trascendente.

Cuando las culturas de algunos pueblos se hicieron más complejas y
los grupos humanos se organizaron socialmente en ciudades o en
ciudades-estado, dentro de ellas construyen espacios, plazas,
adoratorios, edificios y conjuntos que estaban dedicados casi
exclusivamente a celebrar la experiencia religiosa de los pueblos.
Eran lugares sagrados de gran belleza arquitectónica. Lo que allí
celebraban era la experiencia de Dios que había reflexionado y de la
que hablaban de manera más organizada. Tenían ya su teología. En casi
todos los pueblos de nuestro continente, la teología y los lugares
sagrados contenían no únicamente el pensamiento religioso de este
último momento, sino que también se referían a las experiencias
religiosas de los tiempo más antiguos, repensadas y profundizadas.
Esto hizo que los primeros misioneros cristianos, allá por el siglo
XVI, al ver la riqueza de expresiones y representaciones que tenían
los indígenas, pensaran que nuestros pueblos eran politeístas. Por
nuestra parte, tenemos muchas crónicas, textos y mitos de las propias
tradiciones indígenas de aquellos tiempos que nos demuestran
precisamente lo contrario. Los distintos “dioses” no eran otra cosa
que distintos nombres que permitían a nuestros pueblos expresar de
distintas maneras y en distintos momentos las experiencias religiosas
que ellos habían hecho con una sola divinidad.

Muchas veces alrededor de lugares sagrados, ya con prestigio por las
concentraciones que en ellos había habido desde tiempos muy antiguos,
se fueron construyendo las ciudades, conservando siempre al centro,
aquellos adoratorios, y, casi siempre al oriente, los grandes
monumentos dedicados al Sol que, junto con la Tierra y la Luna, eran
los símbolos más representativos de Dios. De estos lugares conviene
recordar La Venta, en Tabasco, México, en donde los más antiguos
antepasados de las culturas mesoamericanas hicieron ese enorme templo
que no es ni cuadrado, ni circular, ni rectangular, ni cónico, sino a
manera de gajos, que todavía hoy nos asombra. Todos recordamos
Tiwanaco, en Bolivia, con sus plazas, patios y templos, y con la
puerta por donde el Sol pasa para bajar a estar con el pueblo reunido
en los inmensos patios hundidos. Así funcionó también el Templo del
Sol, colocado exactamente siguiendo el camino del astro, que se
construyó en Machu Pichu, Perú, donde Dios desciende a la historia
sobre las poderosas alas del Cóndor.

En medio de lo más profundo de la selva del Petén construyeron los
Mayas de Guatemala la enorme ciudad ceremonial que conocemos como
Tikal en donde se dieron cita personas y pueblos religiosos de todo
el mundo antiguo de Mesoamérica. Los mayas que la construyeron
procedían y peregrinaban de otros lugares también consagrados como
Kaminal Juyú en la misma Guatemala. Hoy nos asombra el Templo de
Quetzalcóatl en Chichen Itzá, que realmente no está construido en esa
ciudad del actual Yucatán en México, sino que sus arquitectos
colocaron en el espacio sideral, relacionando el templo con el
movimiento de la tierra alrededor del Sol, de tal manera que, en el
momento del equinoccio de primavera, las sombras de sus volúmenes
proyectan al atardecer una serpiente luminosa que lentamente
desciende desde el templo en la cima hasta completarse al llegar al
suelo, precisamente en el día y hora en que han de comenzar las
lluvias en esa región. Sol, Lluvia, Tierra, Humanidad, presencia de
Dios entre nosotros. En Toniná, en el corazón de la selva de
Ocosingo, en Chiapas, México, últimamente ha quedado completamente al
descubierto el edificio más grande del mundo antiguo y moderno: el
Templo del Sol. Desde sus alturas el juego de pelota al pie del mismo
templo se ve no más grande que dos palmas de la mano. Allí está
representado nuevamente Quetzalcóatl en un enorme mosaico de piedra
caliza; en la cumbre vemos a Dios, como Sol, surgiendo en el amanecer
de las fauces abiertas de la Madre Tierra.

Ya sabemos como, al estar desarrollando un conjunto habitacional en
Konoquia Mounds, Illinois, Estados Unidos, empezaron a aparecer los
restos de lo que fue un enorme templo, construido a imagen y
semejanza de la Pirámide del Sol en Teotihuacán, México. Allá los
indígenas, que habían construido ese lugar sagrado siguiendo las
pautas de los arquitectos que huyeron de la destrucción de
Teotihuacán en el 900 d.C., hablaban de Dios como Usen, “el Gran
Espíritu”, y entraban así con un nuevo aporte al cauce hondo de las
religiones antiguas de nuestro continente. En Teotihuacán el Templo
del Sol está al oriente del de la Luna al extremo de una avenida de 5
kilómetros. En la cima de la estructura mayor dedicada al Sol se iba
a colocar una representación de Dios como el Señor del Agua, Tláloc;
y sobre el templo de la Luna estaba una representación de Dios en su
símbolo de Chalchiutlícue, la Señora de los Manantiales, “La-vestida-
de-esmeraldas”.

Quien ha estado en Tula, el principal centro religioso tolteca, en
México, ciertamente que experimenta la profunda religiosidad de
quienes modelaron en altas esculturas a Tlahuicanpantecúhtli,
el “Señor del Sol de la Aurora”. Esa es una manera sublime
de “hablar” de la continua novedad y renovación de lo divino en la
historia. Allí infinidad de veces, representaron a
Tlahuizcanpantecúhtli mediante enormes bloques de piedra que llevan
en el pecho el Papáotl. “La Mariposa”, el Espíritu que hace
trascender todo.

En el mundo indígena hay infinidad de lugares sagrados. Sólo en las
costas del Golfo de México el catálogo del Instituto Nacional de
Antropología tiene registrados más de 600. ¿Y en la península de
Yucatán? ¿Y en el Altiplano? ¿Y en los valles y tierras bajas de
Oaxaca? ¿Y en las Huastecas? ¿Y en Honduras? ¿Y en Colombia? ¿Y en
Ecuador? ¿Y en las selvas y ríos del Amazonas? ¿Y en las inmensidades
geográficas y humanas del Cono Sur que se pierde en la helada
Antártica? ¿Y en el enorme casco polar del norte?. No podemos ni
siquiera intentar hablar de los principales de estos lugares. Lo que
sabemos con certeza es que el mundo, la tierra, la parcela, los
manantiales, los ríos y lagunas, el aire y el cielo, la casa, el
adoratorio, la plaza, el templo y muchas actividades personales,
grupales, sociales y políticas, eran lugares sagrados para nuestros
antepasados. Pero, como meditaba Nezahualcóyotl, el más grande poeta
y sacerdote de nuestra antigüedad: “Busco a Dios en el templo y no lo
hallo./ Lo busco en la filosofía y no está./ Lo busqué en los campos
y no lo encontré./ Lo encuentro en la persona humana./ Está en el
corazón de mi hermano”.

Toda la tierra y el espacio de nuestro continente es sagrado. Pero el
principal lugar sagrado para los indígenas de antes y de hoy es la
humanidad, “los merecidos por la penitencia de Dios”, los macehualme.
Dios está para la humanidad, se da a conocer por ella y en ella. Dios
se hizo persona humana en el Señor de Tula, Quetzalcóatl, para los
mesoamericanos; en Wiracocha, para los quichuas; en Cristo, para los
judíos. Es siempre el mismo que sabe cómo darse a la humanidad
entera. En la persona humana está el Tzintéotl o maíz divino; la
persona está hecha de Tierra y de Sol y de Agua, signos y presencia
de Dios. Dios pare continuamente a la humanidad y le da vida. Dios
se “encarna” de muchas maneras y de muchos modos. Y todas esas
maneras y modos y lugares son sagrados.