Viaje de mircea eliade por el mundo maya, fragmento de diario

(Mérida, Uxmal, Chichén Itzá, Isla Mujeres)

Mircea Eliade ha indagado sobre el simbolismo religioso desde un espectro que abarca la casi totalidad de las expresiones religiosas humanas, desde los monumentos teológicos de la India védica y la Grecia clásica hasta las formas chamánicas de los yakuts y kamtchadales. En la certeza de que ser humano es por excelencia un homo simbolicus. Eliade analiza, desde la perspectiva de la ciencia de las religiones, los infinitos meandros del símbolo y sus significados. ¿Qué revela, qué muestra el símbolo como símbolo religioso?
Ante todo, muestra que los símbolos religiosos que señalan la estructura de la vida revelan una existencia más profunda y misteriosa que la conocida a través de la experiencia diaria. Muestran el lado milagroso e inexplicable de la vida y, al mismo tiempo, las dimensiones sacramentales de la existencia humana. “Descifrada” a la luz de los símbolos religiosos, la vida humana revela un lado oculto; proviene de “otra parte”, de lejos; es “divina” en el sentido de ser obra de dioses, de seres sobrenaturales.
La asombrosa capacidad de interpretación de Eliade, su profunda erudición y vasta cultura, parecieran indicar también que existe una especie de instinto de hermeneuta en todos los grandes historiadores. Ese instinto lo lleva a concluir, a través de indagaciones que son un monumento a la investigación, en la fundamental multivalencia del simbolismo religioso; en su capacidad para expresar simultáneamente un número de significados cuya relación no es evidente en el plano de lo inmediato. Pero él conduce su análisis —su lectura del mundo ‘trascendente— más allá, y llega a subrayar el valor existencial del simbolismo religioso, es decir, el hecho de que un símbolo señala siempre una realidad o situación en la que se encuentra comprometida la existencia humana.
Mircea Eliade nació en 1907 en Bucarest y vivió en la India de 1928 a 1932. Preparó sus tesis de doctorado sobre el yoga y enseñó filosofía en la Universidad de Bucarest. Conoce profundamente el sánscrito, además de griego, latín, francés, alemán, inglés, italiano, hebreo y persa. Agregado cultural en Londres, posteriormente en Lisboa, fue profesor de L’’Ecole des Hautes Etudes y comenzó a escribir directamente en francés. Enseñó en la Sorbona y en diferentes universidades europeas y es profesor titular de la cátedra de Historia de las religiones, filósofo, ensayista, catedrático, Eliade es también un gran novelista tanto en lengua rumana como francesa. Su obra narrativa, inscrita en el dominio de lo mágico, participa de un elemento fantástico. Ésta fue de hecho la primera de sus pasiones y ciertamente no la última, ya que en sus Diarios se encuentra un gran número de anotaciones realizadas en diferentes tiempos sobre la labor literaria y sobre su deseo de ser, sobre todas las cosas, un hombre de letras. Sus temas relevantes en la ficción son, entre otros, la intemporalidad del alma y del cuerpo, la irrelevancia del espacio físico, la sobrenaturaleza. Entre sus obras novelísticas se destacan La noche bengalí, El bosque prohibido, El secreto del doctor Honigberger, Medianoche en Serampor, Naitreyi. Pero sería un error sostener que el novelista vive en conflicto con el sabio. No se debe pretender encontrar en sus novelas una ilustración de sus teorías como filósofo o historiador. Los temas propios del pensador persisten en el novelista, pero no están presentes en su obra sino para nutrir su substancia épica. Sus libros de investigación más importantes son Yoga, inmortalidad y libertad, El mito del eterno retorno, Mito y realidad, Mitos, sueños y misterios. Imágenes y símbolos, La nostalgia de los orígenes, El chamanismo, De los primitivos al Zen, Tratado de historia de las religiones, que culminan en la monumental Historia de las creencias y las ideas religiosas en cuatro tomos, empezada en 1976.
En 1965 Eliade vino por vez primera a México a impartir un curso de hinduismo; el registro de esa estancia se publicó en la Revista de la Universidad de México con el título de Diario mexicano; las siguientes páginas describen el segundo viaje al país, hecho trece años después con el exclusivo propósito de recorrer la zona maya.

– DIARIO –

16 de diciembre de 1978

Desde hace algunos días no hago otra cosa que leer pruebas de examen y escribir cartas. He escrito unas veinte y dictado otras tantas a Katherine Bell. Por otra parte, no hubiera podido hacer otra cosa, tanto pienso en mi próxima partida a Yucatán y Guatemala en compañía de Paul Ricoeur y su mujer. Como la partida está prevista para pasado mañana, no puedo emprender ningún trabajo serio, ya se trate de la revisión de la tercera parte de la Autobiografía o de mi Diario, o incluso de mi novela Las diecinueve rosas.
Este mediodía, larga conversación con J. P., que ha llegado de Montreal hace dos días. Prepara una tesis sobre mí y ha leído todo lo que ha podido encontrar, incluidas mis novelas cortas traducidas por Mary Stevenson y que aún no han sido publicadas. Sus preguntas son muy pertinentes, pero yo me pregunto si mis respuestas le serán de alguna utilidad. Por una parte, la “inspiración” me abandona cuando tengo la impresión de repetirme, sobre todo si estoy a solas con mi interlocutor. Ante toda una clase, la relación se da de otra manera, pues yo no sabría exigir de los alumnos que conozcan mis ideas sobre la materia de los cursos. Por otra lado, a medida que J. P. Me hablaba de aquello que le interesaba de manera particular (la semiótica, el psicoanálisis, etcétera), me sentía cada vez menos atañido por nuestro diálogo. He perdido demasiado tiempo, cuando era joven, y aun mucho después, en semejantes “diálogos de sordos”.

Mérida (Yucatán), 18 de diciembre

Para estar seguros de no perder nuestro avión hacia Memphis, que debía partir esta mañana a las siete cuarenta, hemos preferido pasar la noche en el Hotel Hilton, en el recinto mismo del aeropuerto. Mala sorpresa: una recámara con baño nos cuesta cuarenta dólares, con el ruido sobre nosotros de todos los despegues y aterrizajes que se efectúan durante la noche.
Desayuno en Memphis, donde esperamos durante una hora para hacer conexión con el vuelo a Nueva Orleáns. Un tercer aparato nos deposita al fin en Mérida a las dos de la tarde. Desde el instante de descender del avión el calor nos sorprende como un fuetazo: más de 32°C, mientras que esta mañana en Chicago la temperatura se avecinaba a los 0°C. Nuestras recámaras son discretas en el hotel María del Carmen. Jardín tropical, con su piscina ritual rodeada de mesas redondas sobre las cuales multicolores parasoles arrojan un poco de sombra. En el vestíbulo, un árbol de Navidad con sus lámparas eléctricas, muy como en los Estados Unidos, y valijas por docenas: un grupo de turistas norteamericanos se prepara para salir.
Hemos ido a pasear al centro de la ciudad. Magnífico jardín público, en la Plaza Mayor, donde se sitúan la catedral y el palacio de gobierno. Bajo las arcadas de estilo hispano-morisco, las tiendas, los cafés, los restaurantes, se estrechan entre sí. Paul Ricoeur, guía en mano, nos da algunos datos elementales: Mérida, capital de Yucatán, fue fundada en 1542 en el emplazamiento de Tiho, antigua metrópoli maya. Tiho fue destruida, pero los bloques de piedra, algunos de los cuales estaban adornados con finas esculturas mayas, fueron recuperados para edificar la catedral (siglo XVI, la Casa Montejo y otras mansiones aristocráticas españolas. El ejército que tomó posesión de Yucatán estaba comandado por don Francisco de Montejo y León. La Casa Montejo, nos dice Paul Ricoeur citando su guía, es hoy la más antigua casa privada en toda América ocupada por los descendientes directos de quienes la construyeron.
Regresamos a nuestro hotel en una pequeña calesa tirada por un solo caballo y cenamos allí mismo. El restaurante, vetusto, melancólico, me hizo pensar en los descritos por Eca de Queiroz a fin de siglo. Pero ¿dónde?, ¿en qué novela?

Uxmal, 19 de diciembre

Esperando conciliar el sueño, leí buena parte de mi documentación sobre las civilizaciones mesoamericanas.

Hacia el mediodía, un coche de alquiler nos llevó a Uxmal en menos de una hora. El chofer estaciona su auto a la sombra y nosotros nos dirigimos hacia las ruinas. El primer monumento que visitamos es la pirámide llamada “del Adivino”, que fue restaurada bajo la dirección de César Sáenz. Se la llama también la Casa encantada. De hecho, estamos en presencia de un conjunto de cinco templos, edificados cada uno en épocas diferentes. Trepamos penosamente los escalones de piedra y hacemos alto al cabo de una cincuentena para contemplar los edificios vecinos después de haberlos señalado en el plano. Algunos esperan aún ser explorados a fondo. De entre nosotros, sólo Paul se impuso subir los escalones hasta el fin, con el objeto de asegurarse una vez más de que los vértigos y el mal de pecho, que le hicieron pasar diez días el último mes en la clínica de la Universidad, no eran de origen cardiaco.
Vimos en seguida, justo al lado, el cuadrilátero de Las Monjas, donde deberemos asistir esta noche a un espectáculo de Luz y Sonido. Me contento con anotar al margen de la guía —pero sus márgenes son muy estrechos— algunas indicaciones que desarrollaré más tarde, cuando tenga calma. Precisamos una media hora para trepar al Palacio del Gobernador; después descendemos hasta la explanada del Juego de Pelota. Se trata de un rito que me apasiona desde hace mucho tiempo y que espero tratar con más detalle a lo largo del capítulo de Historia III consagrado a las religiones mesoamericanas. La Casa de las Palomas merece también ser vista. Está en vías de desaparición. Aunque pasamos una buena media hora contemplándola, no logré descifrar el escenario.
En el fondo, son las decoraciones en estuco de los muros exteriores las que hacen toda la belleza y el valor del sitio de Uxmal y le dan todo su sentido. No se puede sino quedar fascinado a la vista de ese bajorrelieve, por ejemplo, que ornamenta uno de los muros de la pirámide del Adivino, y que representa una cabeza de hombre emergiendo del hocico de una serpiente emplumada de quetzal (según César Sáenz, la serpiente simboliza al sol). Y por doquier imágenes de reptiles de todas dimensiones. Habría mucho qué decir sobre ese simbolismo obsesivo de la serpiente. El sentido cosmológico me parece evidente: la noche antes de la creación, la fertilidad, el nacimiento y el renacer… Escribo estas líneas a toda prisa, en el patio del restaurante Villas Arqueológicas, junto a su piscina de muros amarillos. Los niños juegan bajo los parasoles, entre inmensos floreros. Esperamos la hora de la cena. Me siento desabrido, melancólico, tanto lamento que no nos podamos quedar aquí dos o tres días más. Cada quien podría, así, a su hora preferida, amanecer o crepúsculo, volver a sus “ruinas preferidas”.

Chichén Itzá, 20 de diciembre

Ayer por la noche, bajo los haces luminosos diversamente coloreados del espectáculo de Luz y Sonido, vi la trama iconográfica del Cuadrángulo de las Monjas. Por fortuna, el comentario que acompañaba al espectáculo era claro y desprovisto de pretensión. Comprendía algunos aspectos del ritual en honor del dios Chaac, sobre un fondo de melodías extrañas y desconocidas, puntuadas de golpes de gong y aires de flauta. Después del espectáculo, volvemos por el bosque a los poderosos senderos de la selva.
Partimos esta mañana con el mismo chofer que nos llevó ayer a Uxmal. Atravesamos algunas localidades más o menos importantes. Algunas se amontonan sobre una plaza bien conservada, con árboles centenarios frente a una iglesia. Otras congregan toda suerte de casitas, cabañas perdidas entre la vegetación, las trepadoras y las buganbilias. Después de tres horas de camino llegamos a Chichén Itzá y nos instalamos en el Hotel Mayaland, situado en medio de un jardín tropical. Paul consigue un bungalow al fondo del parque; dos recámaras con terraza, a la sombra de grandes árboles en flor. Ningún vecino inmediato —el bungalow más próximo está a unos veinte metros—. De tiempo en tiempo los pájaros dejan oír su grito metálico. Ocultos entre las ramas, permanecen invisibles. Experimento una alegría intensa al pasear a lo largo de senderos que serpentean entre la vegetación y al intentar identificar las flores tropicales que brotan entre las piedras.

Hacia el mediodía, primera visita a las ruinas. El conjunto comienza a unos cientos de metros del hotel, a ambos lados de la carretera. Progresamos con lentitud, pues la circulación es densa. En las cercanías de la entrada, vendedores de souvenirs, de limonada y de coca-cola ofrecen sus mercancías a los turistas de toda edad.
A través de los libros yo me había hecho una idea de Chichén Itzá, y además me había procurado un álbum con reproducciones. Pero sólo un fotógrafo con genio podría captar el secreto de los vestigios arqueológicos, sobre todo los de la América Central. Por ejemplo esta inmensa, extraordinaria pirámide que domina el paisaje y se sitúa en medio de un plano desnudo, con excepción de un solo árbol justo al lado del monumento. La pirámide consta de nueve plataformas superpuestas. Sobre cada una de las caras, mirando los cuatro puntos cardinales, una escalera de piedra de acceso a la cima donde se encuentra el santuario del dios Kukulkán. Mientras escuchaba las explicaciones del guía, ojeaba mi libro para asegurarme y tomaba notas en mi cuaderno. Me parece inútil retranscribirlas aquí.
No olvidaré esa plataforma donde son conservados, como morrillos en un muro, los cráneos de las víctimas ofrecidas en sacrificio; ni ese esqueleto con una serpiente alrededor de las piernas, ni esa gran área rectangular para celebrar el juego de pelota, de noventa metros de largo por treinta de ancho, rodeada de muros de doce metros de altura, sobre los cuales se instalaban los espectadores. Es la más grande área ceremonial de este tipo. Son numerosas: yo he visto la de Uxmal y, en 1969, las de Monte Albán y Xochicalco. Se han encontrado en muchos centros ceremoniales y figuran en diversos manuscritos que se han podido conservar. Es muy probable que la lucha entre los dos equipos que disputaban la partida simbolizara la confrontación de fuerza antagónicas, o dicho de otro modo, la dialéctica creadora apta para asegurar la continuidad de la vida cíclica. Pero habría tanto qué decir —el simbolismo de este juego me parece tan inexpresable…
Es de señalar también la acústica excepcional: un simple murmullo en uno de los extremos del recinto se escucha a setenta metros…
El nombre dada a otra gran construcción testimonia la ingenuidad y el “provincianismo” de sus descubridores. Cuando ellos se apercibieron de este caserón de setenta metros por treinta y cinco de ancho, sus innumerables recámaras, escaleras esculpidas y puertas decoradas de jeroglíficos, los soldados de Francisco Montejo creyeron que se trataba de un monasterio de mujeres, y de allí el nombre de “Las Monjas” que le dieron y que conserva.
Recorremos algunos cientos de metros entre los árboles ralos para ir ver el pequeño lago de extraña belleza que se extiende a unos veinte metros al pie de las rocas.
Al regresar atravesamos la carretera y penetramos en otra parte del sitio arqueológico. Antes de llegar a los primeros monumentos descubiertos, es preciso atravesar el bosque durante un gran tramo. Yo continúo tomando notas en mi cuaderno, pero tengo miedo de no poder releerme, tanto he abreviado las palabras escritas a lápiz.
Desde lo alto de la plataforma de uno de los templos, vemos nuestro hotel. Nos parece muy próximo: pareciera estar a menos de un kilómetro, y decidimos regresar a través de la selva. Esperamos encontrar un sendero que nos lleve a la carretera. Pero al cabo de media hora de camino nos damos cuenta de que nos extraviamos. Después de reposar bajo un cedro gigante, desandamos el camino.
No olvidaré el fin de ese día en el patio del hotel. El silencio del parque no es turbado sino por el murmullo de la fuente. Permanecemos largo tiempo conversando en la terraza de nuestro bungalow.

Isla de las Mujeres, 20 de diciembre

Tres horas de carretera. Pasamos Valladolid, primera capital de Yucatán. Parque magnifico, y, naturalmente, una iglesia de un bellísimo estilo colonial.
Llegamos frente al océano y a tiempo apenas para tomar el barco hacia esa famosa “Isla de las mujeres”. Al frente se perciben aún las palmeras de la orilla que acabamos de dejar. Será preciso que me informe sobre esta isla para saber a qué debe su nombre. A nuestro descenso nos ofrecen diferentes paseos en canoa de motor, pero nuestro único deseo es encontrar un lugar para desayunar. Se nos indica un pequeño restaurante cercano, que da sobre el puerto. Hacemos nuestra mejor comida desde que estamos en Yucatán: las langostas son la especialidad de la isla. Rara vez hemos comido mejores y cuestan mucho menos que una comida mediocre en Mérida.
Enseguida, damos un paseo a pie por las calle vecinas al puerto. Muchos restaurantes pintorescos, infinidad de casas pintadas de colores claros, y por todas partes flores o árboles en flor. Los “artistas” abundan: talleres improvisados y tenduchos ofrecen multitud de cuadros. Aquí, la luz me parece más bella que en el continente, sobre todo más dorada, como en una Provenza legendaria…
Paseo en una lancha de motor equipada con cristal que permite ver el fondo del mar. Los peces que se ven son de todas clases y tamaños. Cuando se arrojan trozos de pan al mar. Se acercan en masa sobre el casco, los más grandes cazan a los más pequeños en un tropel irrefrenable.
Vemos, bordeado la costa, villas de estilo colonial. La carretera fue hábilmente trazada, entre la playa y la selva. Atravesamos enseguida una suerte de estrecho entre grandes rocas y el jardín de una suntuosa villa con playa privada y desembarcadero. Es para preguntarse quién podrá vivir allí.
Con frecuencia, nuestro piloto para el motor de la embarcación. Estamos sobre un banco de peces. Se presentan por miles, los unos contra los otros, y permanecen casi inmóviles. No comprendemos qué ha podido provocar tal aglomeración de peces adultos, pero se nos dice que la pesca está prohibida por los alrededores. Una vez más llegamos justo a tiempo para tomar el barco. Está repleto y debemos hacer la travesía de pie. Numerosos grupos de sudamericanos jóvenes, ruidosos, desbordantes de alegría. Las palmeras de la orilla se ven desde lejos, bañadas por la luz del atardecer.
Regresamos con delicia a nuestro hotel Mayaland. Por la noche releo mis notas y las transcribo.