El arte del pensamiento desordenado

El arte del pensamiento desordenado

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A ver: el hombre va cada vez más rápido, ¿no? En la prehistoria, a pie, la velocidad media era de 4-5 kilómetros por hora para el cromañón común, que es lo que podemos caminar nosotros con entrenamiento. Luego se domesticó al caballo y el promedio subió a 6 km por hora, sin contar con que estos animalitos podían correr distancias razonables a 20 o 30 kilómetros por hora, lo que aumentó enormemente nuestra velocidad punta. Luego se inventó el automóvil, que se supone que anda a 50 kilómetros por hora en ciudad y a 120 en carretera. Vino el avión, que hoy nos permite viajar a 900 kilómetros por hora. Es lógico pensar que esta progresión geométrica algún día nos permitirá viajar en un plazo razonable a otras estrellas y otras galaxias, ¿verdad?

Pues no.

Otro ejemplo: las células de nuestro cuerpo tienen actividad electroquímica, ¿no? Las cargas eléctricas de los intercambios celulares se pueden medir, especialmente las que ocurren en nuestro cerebro, ¿verdad?. ¿Y no se usa precisamente la variabilidad de la carga eléctrica de un electroimán para emitir ondas de radio? Por supuesto que sí. Entonces, ¿no es lógico pensar que nuestro cerebro emite algo así como ondas de radio con su propia electricidad que pueden percibir otros cerebros, haciendo efectiva la telepatía?

Pues tampoco.

Estos ejemplos son muestra de un pensamiento desordenado que se apoya en unos pocos datos mal masticados al tiempo que niega una enorme cantidad de otros datos para concluir no lo que es razonable y lógico, sino lo que se le viene dando la gana (o lo que le conviene para aliviar a sus congéneres del peso de sus monederos, billeteras y cuentas bancarias).

La enorme variedad de estupideces que proponen los charlatanes se basan todas en distintas formas de pensamiento desordenado, de saltos lógicos sin sustento y de manejo convenenciero de los datos más elementales, al grado que el escéptico se ve agobiado cuando trata de explicar por qué alguna de las taradeces que sueltan los charlatanes es insostenible.

Pero hagamos un par de ejemplos ilustrativos.

Más rápido que la luz, o tan rápido como la prima Luz

Si antes era un problema enorme ir al pueblo de junto y ahora estamos pensando en poner un hombre en Marte, ¿por qué es tonto pensar que a la larga podamos ir a las Pléyades a cenar y volver a tiempo para ver las noticias de la medianoche en casita? Y lo peor, ¿por qué es tonto pensar que constantemente nos visitan seres de otros planetas que ya alcanzaron ese conocimiento inevitable y vienen con el noble propósito de permitir que una tribu de indeseables vivan del cuento?

Quienes plantean, con base en un puñado de fotos desafocadas y el testimonio de personajes de dudosa estabilidad mental o de desmedida ambición, que los viajes interestelares e intergalácticos son posibles, no saben o no quieren saber que el universo es grande.

No sólo es grande, es GRANDE.

Es más grande de lo que podemos siquiera imaginar.

Y su funcionamiento está descrito por leyes.

Esas leyes no las “inventaron” los científicos para desprestigiar a pajarracos como “Billy” Meier, el demencial Salvador Ferixedo o sus patibularios cómplices. Son las mismas leyes que explican cómo los automóviles andan con gasolina, cómo la hemoglobina traslada oxígeno a nuestras células, cómo nos mantenemos unidos a la Tierra mediante la gravedad. La ciencia es un solo cuerpo de conocimientos y no está para que lleguen los vivarachos a elegir cuál parte les gusta y cuál no.

Y esas leyes dicen que hay un límite a la velocidad a la que puede llegar cualquier trozo de materia: la velocidad de la luz, que es del orden de poco más de 299,792 kilómetros por segundo.

Ese límite no existe porque se le haya ocurrido a Einstein hacerle difícil la trasquila de conciudadanos a Jiménez del Oso o a Juan José Benítez, sino porque cuando un objeto se acerca a la velocidad de la luz, su masa crece, cosa que está plenamente demostrada. Y su masa crecerá hasta volverse infinita si llega a la velocidad de la luz, pero para ello requiere de una energía prácticamente infinita.

Necesita más energía de la que hay en todo el universo.

Y si su masa se vuelve infinita, ocupará todo el universo al mismo tiempo.

Esto es un hecho de la naturaleza que se ha descubierto, no algo que se haya inventado.

No hay forma de obtener energía suficiente para que un objeto físico viaje a velocidades siquiera cercanas a la de la luz, del mismo modo en que es imposible hacer muchas cosas que el universo nos impide. Por desgracia, no nos impide ser estúpidos.

Pero, dirá el místico holístico de turno: para una mente decidida “nada es imposible”.

Suena muy bonito, pero es falso. Hay montones de cosas imposibles, y sólo un loquito podría negarlo. O un descarado de campeonato. Para empezar, es imposible convencer a un “verdadero creyente”.

El problema real es que, para entender las leyes físicas que hacen imposible el viaje a velocidades como la de la luz o mayores, así como las demostraciones de que esto se una descripción del universo y no una ocurrencia de un matemático chiflado, hay que estudiar. Y ni los charlatanes ni sus víctimas suelen empeñarse demasiado en el estudio. De modo que acuden al pensamiento desordenado para justificar sus delirios.

Por ejemplo, ¿no sería posible que el día de mañana se descubriera alguna ley física que nos permita ir más rápido que la luz? Difícilmente, ya que hay otro montón de leyes físicas, que conforman todas una estructura sólida de conocimientos entretejidos y todos demostrados que lo hacen altamente improbable. Pero imaginemos que sí, ¿eso qué significa? ¿Que debemos creerle todas sus fumadas a los profesionales del embuste? Eso equivaldría a encarcelar a quien se nos ocurra pensando que es “posible” que mañana cometa un delito, o renunciar a nuestro trabajo y mearle el escritorio al jefe porque compramos un billete de lotería y es “posible” que mañana nos saquemos 10 millones de dólares.

El que un dato científico se revise a la luz de nuevos conocimientos no le da la razón a los cuenteros, por más que así les guste creerlo cuando les da por la pipa de opio. Hasta ahora, no hay motivos para creer que no sea cierto el dato básico: ningún objeto físico puede acelerar hasta alcanzar la velocidad de la luz.

Si hay gente que se va a tomar el café con los extraterrestres, bien podría preguntarles en qué leyes se basan para viajar más rápido que la luz y ya con eso demostrarían todas sus afirmaciones. En lugar de aguantar las taradeces de Javier Sierra, los delirios de Maussán y sus maussanitas, las fotos espectaculares o malhechotas, bastarían algunas ecuaciones en un papelito para asombrar y convencer a todos los científicos y escépticos del mundo.

Pero ninguno de los micos que cobran en los medios con sus historias de etés ha ofrecido nunca un conocimiento nuevo, sólo vagas y aburridas sentencias filosóficas light como las que destilan los más inútiles libros de “superación personal” o “misticismo sin neuronas” que usurpan, en las librerías, los espacios que deberían ocupar la ciencia, la literatura y los recetarios de comida vietnamita.

Los conocimientos nunca han salido de sus fumadas, sino del trabajo serio y ordenado de la ciencia.

Dicen que los extraterrestres “pueden” viajar más rápido que la luz. Interesante afirmación. ¿Alguna prueba sólida? Ah, no. Pero suena bonito.

Igual podrían decir cualquier estupidez. Y, de hecho, las dicen. Total, no tienen que dar pruebas.

Emitiendo incoherencias a un milímetro de distancia

El segundo ejemplo de pensamiento desordenado es incluso más sencillo de rebatir: quienes hacen tal paralelo retorcido para “justificar” su insana creencia en la telepatía evidentemente ignoran todo sobre la radiodifusión y sobre la electroquímica del cerebro. Una radiodifusora emite con una potencia de varios cientos de watts (o vatios), y hasta de diez mil o más watts. El cerebro no, su consumo de energía es de 25 watts. La radiodifusora usa toda la potencia mencionada en la radiodifusión. El cerebro se ocupa de un montón de cosas y de todas las funciones y percepciones del cerebro, y no tiene ningún área dedicada a transmitir por radio nada. Por eso, para recibir las emisiones de una radiodifusora se puede usar un radiorreceptor, mientras que para percibir los microvoltajes del cerebro es necesario pegar unos electrodos a la cabeza y usar amplificadores artificiales para poder registrarlos en un electroencefalograma.

¿Se va viendo alguna diferencia?

Una radiodifusora toma un tipo de información estructurada (los rollos demenciales de Iker Jiménez, digamos, o, mejor, el Concierto para violín y orquesta de Beethoven) la transforma cifrándola, usando aparatos eléctricos y electrónicos para modularla (por eso la radio puede ser de AM, cuando lo que se modula es la amplitud, o de FM, cuando se modula la frecuencia), de modo que sólo la puedan recibir los aparatos que sintonicen su demodulador en exactamente la frecuencia en la que se transmite. El cerebro no, ése pasa en segundos de funcionar (no transmitir, funcionar) de 5 a 40 hertz o hercios o herzios o hertzios o como se le ocurra a usted, sin modular ni transmitir ni sus muchas amplitudes ni ninguna de sus cambiantes frecuencias. Tan es así que los electroencefalogramas, con todos los avances de la ciencia, nos pueden decir apenas unas pocas cosas sobre el funcionamiento del cerebro y nada, absolutamente nada, sobre el pensamiento, las ideas o los conocimientos del individuo.

Pero, además, un radiotransmisor no es un radiorreceptor. Es decir, se trata de dos aparatos radicalmente distintos, que conviven, sí, en aparatos como los walkie-talkies. ¿Cómo es que un cerebro “superdotado” (según sus delirios) puede “percibir” las emisiones electromagnéticas telepáticas de microvoltajes con variados wattajes, frecuencias y amplitudes de otro cerebro alejado, separar o diferenciar las emisiones de ese cerebro de las de los otros 6 mil millones de seres humanos de los alrededores y reinterpretarlas para darles el mismo sentido que el pensador original? Al menos suena difícil, aunque bien visto es totalmente imposible.

Claro que ninguno de los tomadores de pelo dedicados a la telepatía está investigando tal cosa. O está cobrando por sus embustes o sigue en el laboratorio, empecinado en demostrar que la telepatía existe, y fracasando sin cesar.

Un cerebro se parece tanto a una radiodifusora o a un radiorreceptor como mi tía Nieves se parecía a una lancha rápida. La acumulación de ideas vagas, de medias verdades, de selección de la información y de convenencierismo codicioso, dan como resultado aparentes razonamientos que “no suenan del todo descabellados” hasta que se analizan con un poquito de seriedad y buscando datos reales.

Características del pensamiento desordenado

Cuando magos como James Randi y otros muchos demostraron que hay docenas de formas de duplicar el “fenómeno” de doblar cucharitas del singular miserable Uri Geller, los creyentes decididos dijeron que “ellos hacen trucos, pero lo de Uri es verdad”.

Ante las críticas a las fotografías mañosas de Billy Meier, la respuesta de los creyentes ha sido el desafío a reproducirlas (claro que, si se reproducen, el razonamiento será que “ésas son trucos fotográficos, pero las de Billy son reales”).

Cuando gente como Harry Houdini demostraba que los médiums de principios del siglo XX usaban trucos, el razonamiento de los fanáticos del espiritismo era que, bueno, en algunas ocasiones los médiums acudían a trucos porque se sentían muy presionados por su público, pero que “la mayoría de las veces sus efectos eran reales”.

Cuando la falta de datos suficientes no permite a algún científico explicar de inmediato algún fenómeno que se observe en la atmósfera, los descerebrados concluyen a toda prisa que “la única explicación son las naves extraterrestres”, aunque para decir tamaña barbaridad no tengan tampoco ningún otro dato además de su pasión visceral por creer en tal loquera.

Si un remedio tradicional, alguna planta, tiene un componente activo que se usa en medicina, saltan como orangutanes diciendo que “toda la medicina tradicional tiene bases científicas”. Si un masaje logra disminuir un dolor, entonces chapurrean babosadas sobre el “drenaje linfático” o la “digitopuntura” (que no “puntura” nada, pero vaya usted a explicárselos). Si los oceanógrafos y biólogos marinos buscan al architeutis o calamar gigante, concluyen que seguramente el “monstruo del Lago Ness” también existe.

Sin ser exhaustivos, hay algunos signos reveladores del pensamiento desordenado.

1. El pensamiento desordenado es difuso. Se conforma con entender las cosas a grosso modo, porque el detalle fino que diferencia al conocimiento de la superstición exige pensar y detenerse en los detalles, y las similitudes vagas no bastan.

2. El pensamiento desordenado se enamora de las ideas interesantes. Los hechos le parecen bastos, groseros y poco cautivadores. La meadoterapia (u orinoterapia), el flujo constante de babosadas californianas como la “medicina cuántica” del insigne embustero Deepak Chopra (probablemente el charlatán más acaudalado del mundo, por haber tenido el tino se depredar víctimas llenas de dólares y que no tiene nada que ver con la cuántica real) o la infame quiropráctica (madre de más de un cuadripléjico), son, sin duda, ideas interesantes y no pocas personas inteligentes encuentran que su solo atractivo les confiere algún grado de verdad, aunque para ello se nieguen a conocer y criticar las bases teóricas que afirman tener los médicos brujos de su preferencia. (Claro que ante ideas como los unicornios y los duendes chocarreros son más críticos, haciendo diferencias entre supersticiones que consideran bastas y supersticiones mononas adecuadas para “gente pensante”.)

3. El pensamiento desordenado se decanta por el “principio de autoridad” selectivo. Si cualquier persona respetable, como un médico o científico (uno solo, solito, de preferencia simpático, agradable y buena gente) dice una cosa, tal cosa se convierte para los creyentes en dogma de verdad absoluta y de nada sirve que opinen lo contrario centenares o miles de otros médicos o científicos. Se asume, cuando conviene, que tal médico o científico habla como único portavoz autorizado de la medicina o la ciencia. El pensamiento desordenado busca una convalidación de sus prejuicios y desecha (incluso con violencia) los posibles datos que lo contradigan mientras eleva a calidad de verdad indiscutible aquello que va de acuerdo con sus personales creencias subjetivas y que, tal vez, posiblemente, quizá, según dicen algunos, podría ser verdad.

4. El pensamiento desordenado selecciona los datos que le gustan y desecha los que no le gustan. Es capaz de sobreinterpretar cualquier elemento al tiempo que ignora o minimiza otros, desprecia los mecanismos normales gracias a los cuales nuestra especie ha acumulado una asombrosa cantidad de conocimientos, pero al mismo tiempo los aprovecha ciegamente y sin ver su contradicción (como los “naturistas”, “homeópatas” “cirujanos psíquicos” y otros sacaplata que usan gafas y van al médico cuando les duele el píloro).

5. El pensamiento desordenado, como los razonamientos de los esquizofrénicos paranoides, es capaz de generar fantasías bien estructuradas y de gran complejidad. Acude a explicaciones a partir de suposiciones y es incapaz de rendirse a la evidencia y cambiar de opinión cuando se demuestra que su edificio se apoya en cimientos falsos, en vez de lo cual acusa de “intransigencia” al pensamiento crítico y a la ciencia.

6. El pensamiento desordenado privilegia la evidencia anecdótica. renunciando a la lógica, suele regodearse en la falacia post hoc, ergo propter hoc (véase el punto 13 de la entrada de este blog Guía para detectar a los pillastres y sus patrañas) generalmente acompañándola de generalizaciones desaseadas del tipo: Paco Porras le curó un dolor de cabeza a mi prima Neptunia, y por tanto Porras y todos los curanderos algo de verdad deben tener.

Interesante bicho, pues.

De la solidez, inmovilidad y firmeza del pensamiento desordenado

Ser médico, físico nuclear, persona con un cociente intelectual de 120, famoso, astronauta o tener cualquier otra característica intelectual similar no es antídoto del pensamiento desordenado. Numerosas personas que, por otra parte, son razonables y racionales, que parecen manejar el mundo con adecuada objetividad, se despeñan por el abismo de la superstición si ésta “les parece” válida o toca de cerca sus problemas personales, en particular los relativos a la salud.

El pensamiento ordenado, crítico no es forzosamente asunto de cultura, de conocimientos ni de inteligencia (del mismo modo que ninguna de esas características es antídoto del riesgo de caer víctima de una secta, como lo demuestra el elevado nivel académico de los seguidores de Shoko Asahara, el siniestro gurú japonés asesino). Es una disciplina que se aprende y se ejercita en todos los aspectos de la vida, y debería ser la primera preocupación de un sistema educativo destinado al beneficio de los educandos.

Pero la educación sigue privilegiando, previsiblemente, la indoctrinación y el pensamiento difuso, con objeto de servir al partido, al gobierno, a los patrones, a la iglesia, al status quo o a cualquier ideología determinada.

Más aún, muchas personas inteligentes, cultas e informadas en algunas cuestiones son capaces de realizar verdaderas contorsiones mentales para justificar cualquier tontería que le sea cara a sus personales prejuicios. (No recuerdo, para su fortuna, el nombre del mastuerzo que afirmaba que las brujas tenían que servir porque líderes de la preclara talla de Ronald Reagan y Carlos Salinas destinaban dineros del erario a pagar a sus respectivas videntes, Joan Quigley y “La Paca”.)

La existencia de civilizaciones extraterrestres que nos visitan o la validez curativa de cualquier terapia extravagante serían relativamente fáciles de demostrar de ser ciertas. Bastaría que se mostraran hechos observables claros, experiencias repetibles y un proceso de estudio aseado y coherente. Si la demostración es consistente, la ciencia, los científicos y quienes promueven el pensamiento crítico se convencerán con facilidad. Ya ha ocurrido. Muchas veces.

Pero vaya usted y trate de convencer a un creyente verdadero de que es víctima de un delirio y verá que es imposible convencerlo. No importa cuántos datos ofrezca, o a cuántas explicaciones acuda. La devoción religiosa del creyente es a prueba de bombas.

De allí que quienes viven del pensamiento desordenado de los demás, no estén, ni con mucho, en peligro de extinción, pues no les faltan víctimas peleándose por darles su dinero, su admiración y su defensa gratuita.

Darse cuenta de esta situación, sin embargo, es el primer paso hacia un pensamiento crítico y genuinamente cuestionador cuya utilidad, sin duda alguna, va mucho más allá de simplemente escaparse de llenarle los bolsillos a todo tipo de mamarrachos pretenciosos y mendaces.