Relatos de un peregrino ruso

RELATOS DE UN
PEREGRINO RUSO

Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará
(Jl., III, 32 y Act., II, 21).

INDICE

PREFACIO 4

PRIMERA PARTE

INTRODUCCIÓN, por Jean GAUVAIN 8

Primer relato 14
Segundo relato 27
Tercer relato 58
Cuarto relato 62

SEGUNDA PARTE

PRÓLOGO, por Charles KRAFFT 91

Quinto relato 95
Sexto relato 127
Séptimo relato 151

PREFACIO

«Cuando un peregrino venga a visitaros, prosternaos ante él. No ante el hombre, si-no ante Dios.» Si esto es así, y lo es de autoridad de quien lo pronunció , lo es, yo diría, de modo eminente por lo que se refiere al protagonista, a la vez que relator, de la obra que nos ocupa.
Por la puerta que abramos para acoger a este peregrino solitario, va a penetrar de algún modo la presencia de Dios; viva presencia que va a iluminar nuestra alma en la medida de nuestras necesidades y de nuestros anhelos.
Exhortación magnífica y poderosa a la vida espiritual, a la vez que guía, estímulo y consuelo en ella, este «pequeño clásico» de la espiritualidad, pequeño por su sencillez y humildad y «clásico» por su extraordinaria difusión y acogida, es obra, sin duda, de un experto guía de almas, capaz de ordenar en una secuencia gradual, no según una orde-nación lógica o, para el caso, teológica, sino específicamente espiritual una serie de relatos que, a primera vista, pueden parecer desprovistos de una hilación e intención determinadas.
El camino que recorremos con el peregrino es tanto un itinerario espiritual en su anécdota concreta, configurada por la sucesión de sucesos exteriores, como también, y fundamentalmente, por la enseñanza específica contenida en cada uno de ellos, que nos adentra progresivamente en la vía espiritual, tal como es concebida por la tradición hesicasta en particular.
Se nos describen todas las etapas de la vía, desde la inicial inquietud del alma que despierta a la llamada de lo alto, hasta la llegada a la hesychia, el «santo silencio», pasando por las fases de purificación e iluminación previas de aquélla.
Este «testamento» del hesicasmo, como yo gustaría de calificar esta obra, constituye un testimonio inapreciable de éste, «la rama más directa y más intacta de la iniciación crística… que de los Padres del desierto hasta el peregrino ruso representa indiscuti-blemente el patrimonio más inalterado de la espiritualidad cristiana primitiva, es decir, propiamente crística, y su expresión más pura y profunda» , a la que no será segura-mente aventurado suponer extinguida ya prácticamente, por lo menos por lo que se refiere a su manifestación visible.
Los dos pilares de la vía, la doctrina y el método, son reiteradamente expuestos y comentados desde diversos ángulos. La primera, recogida en la Filocalia, «tesoro de la sabiduría espiritual», como la califica su editor, Nicodemo el Hagiorita; y el segundo, sintetizado en la «oración de Jesús», invocación del Nombre divino, acto que constituye el «recuerdo» de Dios por excelencia, satisfaciendo así al mandamiento que los englo-ba a todos, según afirma, entre otros, Gregorio el Sinaíta, figura central en el desarro-llo histórico del hesicasmo: «Por encima de los mandamientos hay el mandamiento que los contiene a todos: el recuerdo de Dios: Acuérdate del Señor tu Dios en todo momen-to (Dt., VIII, 18). Es en razón de éste por lo que los demás han sido violados, es por él por lo que se guardan. El olvido, en el. origen, destruyó el recuerdo de Dios, oscureció los mandamientos y descubrió la desnudez al hombre» .
La obra no ha de defraudar, pues, al buscador dispuesto a llegar hasta el fondo, hasta la raíz de nuestra situación actual de olvido de Dios y a repararla en la medida de sus posibilidades y de los designios de la Providencia, habida cuenta del carácter total de una vía que, como la hesicasta, tiene por meta la unión del alma con Dios, en total identificación esencial. Pero la obra puede ser abordada desde una perspectiva menos radical, pues ofrece igualmente, y yo diría necesariamente, elementos que pue-den quedar circunscritos a la sola esfera moral, ofreciendo un mosaico de virtudes ejemplares que pueden mover al alma piadosa a imitarlas y dar a la tibia estímulo sufi-ciente al fervor.
Y asimismo, en otro orden paralelo de cosas, la obra constituye, a nivel histórico, una pincelada que nos traza el perfil espiritual de la Santa Rusia en los años inmedia-tamente anteriores al zarpazo implacable de la Bestia, que la iba a convertir en la Si-niestra Rusia.
No vamos a extender estas consideraciones generales sobre la obra. Es de por sí lo bastante explícita como para no necesitar apenas presentación. De cualquier modo, por lo que se refiere al aparato erudito, la introducción y las notas de la primera parte pro-veen suficiente material, y por lo que hace referencia a su valoración espiritual, el pró-logo a la segunda hablará mejor que estas líneas.
Para esta edición, completa por incluir en su segunda parte tres relatos, inéditos en castellano, que aparecieron posteriormente pero que son indisociables de los primeros, se ha partido, para su primera parte, de la traducción francesa de Jean Gauvain (seu-dónimo de Jean Laloy), la más difundida de las versiones occidentales, de la que se han respetado la introducción y las notas salvo pequeñas alteraciones que se han estimado oportunas; y, para la segunda, de la traducción inglesa de R. M. French, que ofrece, por lo general, mayores visos de rigor y exactitud que la francesa de la Abadía de Be-llefontaine, a la que, no obstante, se ha tenido igualmente presente. Para esta segunda parte, hemos contado asimismo con la colaboración de M. Charles Krafft, gran cono-cedor de la materia, quien ha tenido la gentileza de escribir un prólogo especialmente para esta edición española.

PRIMERA PARTE

INTRODUCCION

A Pierre Pascal

Habiéndome llamado la atención una breve nota de Nicolás Berdiaev, descubrí este librito en la Biblioteca de Lenguas Orientales de París. A pesar de las preocupaciones de un período de exámenes, no lo dejé de mis manos durante toda una tarde, porque mejor que muchas novelas, estudios y ensayos, revela el misterio del pueblo ruso en lo que posee de más secreto: sus creencias y su fe.
Nadie se extrañará de la oscuridad en que quedaron los Relatos de un peregrino, si se tiene en cuenta las condiciones de su publicación. Vieron la luz por primera vez en Kazán hacia el año 1865, en forma muy primitiva, con muchas faltas. Hasta el año 1884 no se hizo una edición correcta y accesible de esta obra. Ni era posible que en pleno movimiento socialista y naturalista tuviera mucha resonancia. Sólo después del 1920 se echa en falta una nueva edición, con ocasión de que muchos corazones emigrados cono-cerán la nostalgia de la patria. El libro fue impreso de nuevo en 1930 bajo la dirección del profesor Vyscheslavtsev . La presente traducción está hecha según este texto.
Los Relatos fueron publicados sin nombre de autor. Según el prefacio de la edición de 1884, el Padre Paisius, abad del monasterio de San Miguel Arcángel de los cheremi-sos en Kazán, habría copiado su texto de un monje ruso de Athos, cuyo nombre ignora-mos. Numerosos indicios nos inclinan a creer que las narraciones fueron redactadas por un religioso después de sus conversaciones con el peregrino. Esta hipótesis no quita en modo alguno al libro su carácter de autenticidad. El peregrino, simple campesino de treinta y tres años, sólo conoce el estilo oral. La redacción de sus aventuras le habría costado grandes esfuerzos, y parecería que numerosas expresiones convencionales ha-brían reemplazado el lenguaje arcaico y sencillo que constituye el encanto de sus narra-ciones. En cambio, un confidente inteligente habría podido captar exactamente el tono del peregrino y transmitir sus palabras al lector. Muchos son los místicos que no nos han comunicado sus experiencias sino con la ayuda de un cronista que con gran arte sabe ocultarse tras los misterios que revela. Acaso sea este personaje el ermitaño de Athos, o quizá el Padre Ambrosio, el gran solitario de Optino —maestro de Iván Kireevski, ami-go de Dostoievski, de Tolstoi y de Leontiev—, entre cuyos manuscritos fueron encon-trados otros tres relatos , de tono más didáctico, y publicados en 1911.
Los relatos pertenecerían así al movimiento literario ruso del siglo XIX, en lo que tiene de más sereno y de más puro. En el tumulto de los escritos poéticos, romancescos y revolucionarios, en los que con tanta violencia se entrechocan las tendencias extremas del carácter ruso, se echaba de menos esta nota inocente y cristalina que sin duda consti-tuye su tónica secreta.
El peregrino hace que el lector penetre en el corazón mismo de la vida rusa, poco después de la guerra de Crimea y antes de la abolición de la servidumbre, o sea entre los años 1856 y 1861. Desfilan por la obra todos los personajes de la novela rusa: el prínci-pe que intenta expiar su vida disipada, el conductor de postas borracho y pendenciero, y el escribano de provincias, incrédulo y liberal. Los condenados a trabajos forzados pa-san en caravanas hacia Siberia, los correos imperiales agotan a sus caballos en las llanu-ras infinitas, los desertores rondan en las selvas apartadas; nobles, campesinos, funcio-narios, miembros de diferentes sectas, maestros y curas de pueblo, toda esta antigua Rusia resucita con sus defectos, el menor de los cuales no es la embriaguez, y con sus virtudes, entre las que brilla con mayor esplendor la caridad, el amor espiritual del pró-jimo, iluminado por el amor de Dios. Todo esto encuadrado en la tierra rusa, llanura inmensa hasta perderse de vista, selvas desiertas, ventas a la vera de los caminos, igle-sias de colores claros y campanas refulgentes y sonoras. Y no obstante, jamás se detiene el campesino a describir el rostro de estas apariencias sensibles. Cristiano ortodoxo co-mo es, su preocupación se fija en lo absoluto.
Para conducir sus pasos en este empeño, no tiene el peregrino sino dos libros, la Bi-blia y una colección de textos patrísticos, la Filocalía . Basta este nombre para definir la escuela a la cual pertenece. Ruso del siglo XIX, el peregrino es un hesicasta (de ?????? = calma, silencio, contemplación).
El hesicasmo se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Su origen se encuen-tra en el monte Sinaí y en los desiertos de Egipto. En la Iglesia oriental aparece como la corriente mística por oposición a la tradición puramente ascética que arranca de San Basilio y que domina durante mucho tiempo como consecuencia de la condenación del origenismo en los siglos V y VI. Inspirándose en Orígenes y en Gregorio de Nisa , la mística oriental pone como fin del alma la definición. La naturaleza humana es buena, pero está deformada por el pecado. Hacerla retornar a su primera virtud, restablecer en el hombre, hecho a imagen de Dios, la semejanza divina, obra de la gracia, he aquí el camino de la salvación. Bajo la acción de la gracia, el espíritu, liberado de las pasiones por la ascesis, se eleva a la contemplación de las razones de las cosas creadas, y llega a veces hasta la «noche luminosa», la oscura contemplación de la Santísima Trinidad. Tal es el fin al que se consagran los solitarios y los grandes místicos de los diez primeros siglos cristianos. Para fijar el espíritu en las realidades invisibles, algunos de ellos adop-tarán procedimientos técnicos, tales como la repetición frecuente de una breve plegaria, el Kyrie eleison. Ningún católico se extrañará de esto que no deja de tener semejanza con el rezo del rosario. Por estar unida al dogma de la resurrección futura, la idea de una participación del cuerpo en la vida espiritual es en sí profundamente ortodoxa. Así es como poco a poco se va desarrollando lo que, un día, en medio de encarnizadas contro-versias, será llamado hesicasmo.
A partir del siglo XI, esta doctrina tiende a corromperse. Bajo la indirecta influencia de San Simeón el Nuevo Teólogo, se atribuye a las visiones y revelaciones sensibles exagerado valor. Nadie podrá ser considerado cristiano si no ha conocido y experimen-tado concretamente la gracia. Inquietante teología a la cual se oponen las palabras de Santa Juana de Arco a los doctores que le preguntaban si estaba en estado de gracia: Si no lo estoy, que Dios me ponga en él, y si lo estoy, que en él me guarde Dios. Más allá no puede ir el cristiano sin correr riesgos. La acción de Dios en el alma es esencialmente misteriosa, «transpsicológica», empleando la expresión de Stolz .
El andar tras las iluminaciones conduce, en efecto, al menosprecio de las prácticas ascéticas y a buscar medios considerados como más eficaces para llegar a las visiones. Que es el peligro del «camino breve» y del quietismo en el que el alma corre el riesgo de quedar fulminada. Por parecida evolución se concede demasiada atención a los pro-cedimientos corporales, a la posición del cuerpo y al papel del corazón en la oración. El hesicasta del siglo XIV que espera salvarse «sin trabajo y sin dolor», olvida que, en la vida espiritual, todo es gracia, y que nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es por gracia del Espíritu Santo (I Cor., 12, 3).
Esta doctrina es la que, a pesar de las controversias del siglo XIV, fue transmitida a Rusia por el starets Nilo Sorski (1433-1508), una de las figuras más puras del mona-quismo ruso, y el que quería que se prohibiera a los conventos poseer bienes materiales. Caída en el olvido, fue restaurada a fines del siglo XVIII por otro starets, Paisius Ve-lichkovski. Los textos hesicastas que reúne y publica en 1794 habrán de guiar a los soli-tarios y místicos rusos del siglo XIX.
Vinculado a la monótona cadena de las generaciones, el peregrino encuentra la doc-trina hesicasta deformada por largos siglos de historia. Pero su espiritualidad es pura. Si por momentos parece creer que sólo la práctica de la oración puede llevarlo a conocer «cuán bueno es el Señor», su amor de Dios es demasiado grande para no ser de origen sobrenatural. El ascetismo casi espontáneo de su vida es también una guarda para él. Viviendo siempre errante de una parte a otra, no teniendo siquiera una piedra donde reposar su cabeza, la oración perpetua es ante todo para él el medio de fijar la atención sobre el misterio de la fe, y de hacer volver al alma hacia esa misma fe. Su espíritu per-manece siempre en actividad, y su fe se ilumina por una ardiente y sincera solicitud.
La fe del peregrino no es una respetuosa emoción en presencia de poéticos misterios, sino que se nutre de enseñanzas teológicas. A quienes se dirigen a él, les ofrece consejos técnicos y explicaciones doctrinales; no generosas e imprecisas exhortaciones. Como conoce al hombre a la luz de Dios, sabe también su lugar y sus deberes en el universo.
La moral del peregrino no es un conjunto de reglas aprendidas, como tampoco es una higiene interior. Todas sus acciones van guiadas por el deseo de la perfección espi-ritual. El ascetismo es la condición de la contemplación, y no tiene sentido en sí mismo. La vida espiritual queda de este modo reducida a la unidad. De la fe proceden las obras, pero sin obras la fe no existe. Procedente del mundo de la caída, de la ignorancia y de la debilidad, el peregrino se dirige hacia la nueva Jerusalén, en la que entrará entero, en cuerpo y alma, cuando llegue la consumación de los tiempos. Reuniendo todas las fuer-zas de su espíritu para contemplar al Ser Absoluto, recibe a veces de Cristo, el nuevo Adán, alguno de los privilegios del primer Adán. Consigue llegar a ignorar al frío, el hambre y el dolor; la misma naturaleza le aparece transfigurada:

«Arboles, hierbas, tierra, aire, luz; todas estas cosas me dicen que existen para el hombre, y que para el hombre dan testimonio de Dios. Todas oraban, todas cantaban la gloria de Dios.»

Este optimismo liberador no es privativo del Oriente cristiano, sino que es la profun-da tendencia del cristianismo. Que la creación sea buena y que después de la caída deba ser conducida en su totalidad por el camino de la salvación, es cosa que la enseña San Agustín y después de él los grandes doctores medievales, lo mismo que San Gregorio de Nisa. Si la Edad Media occidental se inclina sobre todo al misterio del pecado y de la Cruz, es porque las maravillosas implicaciones de la Encarnación han sido ya reveladas a la conciencia cristiana por los Padres. Sólo las crisis y el desquiciamiento del mundo moderno han hecho que se oscurezca este sentido «cósmico» de la teología patrística, sin el cual el pensamiento de los grandes doctores occidentales no puede ser verdadera-mente comprendido.
Ante estas inmensas perspectivas, puede el peregrino conducir a los que le escuchan con sinceridad. ¿Es esto privarle de su carácter ruso? Al contrario, pues es el tipo per-fecto de la piedad rusa. Esta no ha llegado a formar una escuela de pensamiento, una doctrina propia. Pero de la misma manera que un icono de Novgorod con sus colores frescos y vigorosos ha renovado los modelos recibidos de Bizancio, así también esa piedad ha dado a las doctrinas del Oriente cristiano un tono nuevo y original.
El innato sentido del misterio en el hombre —la compasión y la piedad ante el dolor y el pecado—, la simplicidad de corazón, que espontáneamente purifica las exaltadas doctrinas de la Edad Media bizantina —la imitación directa y casi la mímica de la vida de Cristo y de las verdades evangélicas—, tales son los fundamentos de la piedad rusa. De modo que en Rusia existe un inmenso potencial religioso, una pujante fuerza popular que no ha llegado a expresarse en una doctrina propia. Hasta el siglo XIX, la teología rusa no existe; todo es traducido, calcado del griego o secundariamente del latín. Excep-tuando quizá la Edad Media rusa, la fusión, la síntesis entre el pensamiento religioso y la corriente de la piedad popular no ha sido una realidad sino en algunos casos indivi-duales, de los que el peregrino es un ejemplo. En la vida de la Iglesia, esta ausencia de unidad da a la idea religiosa rusa su trágico carácter, fuente de crisis espantosas. Aban-donada a sí misma, la Iglesia rusa conoció muy pronto la injerencia del Estado. Privada de apoyo sucumbió, el cisma vino a desgarrarla y ha ido quedando agotada y esquilma-da poco a poco. En los bosques donde Nilo Sorski realizaba su meditación solitaria, es dado ver en el siglo XVII las trágicas hogueras de los «viejos creyentes». El vigor espi-ritual se refugia en los eremitorios, en los monasterios; de cuando en cuando irradia so-bre el pueblo, pero la unidad orgánica está rota. Los grandiosos esfuerzos de los laicos por crear en el siglo XVIII una doctrina religiosa rusa se apoyan únicamente en una di-fusa realidad, carecen de sostén y quedan aislados. Indudablemente, el alma rusa sigue siendo ante todo religiosa. Pero a la fe sucede la religiosidad; y basadas en ésta, nacen las terribles excrecencias del oscuro fanatismo, del nihilismo total y del ateísmo militan-te, que es el poder de las tinieblas.
Enamorado de lo absoluto, por una misteriosa vocación, el pueblo ruso, como todos los pueblos de Europa, ha hecho traición a su misión histórica, que es la de una civiliza-ción progresivamente impregnada de la Verdad, en un activo equilibrio entre los abis-mos del pecado y la infinitud de la divina luz. La visión de una Rusia reconciliadora del Oriente con el Occidente, que Soloviev entrevió un instante, parece desvanecerse defini-tivamente. Pero de un mal radical puede nacer un bien infinito. En el temor y el temblor es donde se prepara la resurrección.
«Llora, llora, pueblo miserable, canta el Inocente de Mussorgsky, ese hermano del peregrino; gime, gime, pueblo hambriento, que Dios tendrá piedad de ti. »

Jean GAUVAIN

PRIMER RELATO

Por la gracia de Dios soy hombre y soy cristiano; por mis actos, gran pecador; por estado, peregrino de la más baja condición, andando siempre errante de un lugar a otro. Mis bienes son: a la espalda, una alforja con pan duro, la santa Biblia en el bolsillo y basta de contar. El domingo vigesimocuarto después de la Trinidad entré en la Iglesia para orar durante el oficio; estaban leyendo la epístola de San Pablo a los Tesalonicen-ses, en el pasaje  en que está escrito: Orad sin cesar. Estas palabras penetraron profun-damente en mi espíritu, y me pregunté cómo es posible orar sin cesar, siendo así que todos debemos ocuparnos en diversos trabajos a fin de proveer a la propia subsistencia. Busqué en la Biblia y leí con mis propios ojos exactamente lo mismo que había oído: Orad sin cesar ; orad en todo momento en espíritu ; orad en todo lugar levantando unas manos puras . Inútil reflexionar; yo no sabía qué partido tomar.
¿Qué hacer?, pensé. ¿Dónde encontrar una persona capaz de explicarme estas pala-bras? Iré por las iglesias donde predican oradores famosos y acaso en ellas encontraré lo que busco. Y sin más, me puse en camino. Escuché muchos y excelentes sermones so-bre la oración, pero todos eran instrucciones sobre la oración en general: qué es la ora-ción, por qué se ha de orar, cuáles son los frutos de la oración. Pero cómo llegar a orar de verdad, de esto nadie hablaba. Oí un sermón sobre la oración de espíritu y sobre la oración continua; pero nada dijo el predicador del modo de alcanzar esta oración. De manera que la asistencia a los sermones no me había resuelto lo que yo buscaba. Por eso dejé de asistir a ellos, y determiné buscar con la ayuda de Dios un hombre sabio y expe-rimentado que me explicara este misterio, ya que tan atraído me sentía hacia él.
Así anduve mucho tiempo; leía la Biblia y me preguntaba si no habría en alguna par-te un maestro del espíritu o un guía sabio y lleno de experiencia. Una vez me dijeron que en un pueblecito vivía hacía mucho tiempo un señor  que sólo se ocupaba de su salvación: tiene en su casa una capilla, nunca sale fuera y siempre está rezando o leyen-do libros espirituales. Al oír estas palabras, me puse sin tardar en camino hacia aquel pueblo; llegué y me dirigí a mi hombre.
—¿Qué es lo que buscas en mi casa? —me preguntó.
—Me han contado que sois un hombre piadoso y prudente; por eso os pido en nom-bre de Dios que me expliquéis qué quiere decir esta frase del Apóstol: Orad sin cesar, y cómo es posible orar de esta manera. Esto es lo que deseo comprender sin poderlo con-seguir.
El hombre permaneció un rato en silencio, me miró con atención y dijo:
—La oración interior continua es el esfuerzo incesante del espíritu humano por al-canzar a Dios. Para conseguir este saludable ejercicio, hay que pedir a menudo al Señor que nos enseñe a orar sin cesar. Ora más y con más celo y fervor, y la oración te hará comprender por sí misma cómo puede llegar a ser continua; pero para esto hace falta mucho tiempo.
Dichas estas palabras, me dio de comer, me puso algunas cosas para el camino y se retiró. Pero no me había explicado nada.
Me puse en marcha. Mientras caminaba, iba yo pensando, leía, reflexionaba como podía en lo que me había dicho aquel hombre, pero no podía comprender nada; pero eran tales mis deseos de llegar a interpretarle que pasaba las noches sin conciliar el sue-ño. Después de haber recorrido doscientas verstas , llegué a una ciudad cabeza de parti-do. En ella vi un monasterio. En la posada me dijeron que en él vivía un superior piado-so, caritativo y hospitalario. Me presenté a él, y me recibió con bondad, me hizo tomar asiento y me invitó a comer.
—Santísimo Padre —le dije—, yo no tengo necesidad de comida, sino que quisiera que me dieseis una lección espiritual: ¿Cómo he de obtener la salvación? .
—¿Que cómo has de obtener la salvación? Vive según los mandamientos, ruega a Dios y serás salvo.
—Me han enseñado que hay que orar sin cesar, pero no sé cómo hacerlo, y ni siquie-ra puedo comprender qué significa oración continua. Os ruego, Padre, que me queráis explicar estas cosas.
—No sé, hermano mío, de qué manera explicártelo mejor. Pero espera: aquí tengo un librito que trata de esta cuestión. —Y sacó la Instrucción espiritual del hombre inter-ior  de San Demetrio—. Toma, lee en esta página.
Y comencé a leer lo que sigue: «Estas palabras del Apóstol: Orad sin cesar, se apli-can a la oración hecha por la inteligencia; la inteligencia puede, en efecto, estar siempre sumergida en Dios y orar a Él sin cesar.»
—Explicadme cómo puede la inteligencia estar siempre sumergida en Dios sin dis-tracciones y orar siempre a Él.
—Esto es cosa difícil, si el mismo Dios no concede esta gracia —respondió el supe-rior.
Pero no me había explicado nada. Pasé la noche en su casa y, por la mañana, ha-biéndole dado las gracias por su amable hospitalidad, me puse de nuevo en camino sin saber de modo preciso a dónde dirigirme. Estaba muy triste por no haber comprendido nada, y para consolarme leía la santa Biblia. Así fui adelante por el camino real, hasta que una tarde encontré a un anciano que tenía traza de ser un religioso.
A mi pregunta, respondió que era monje y que la soledad en que vivía con algunos hermanos estaba a diez verstas del camino, y me invitó a detenerme con ellos.
—En nuestra casa —me dijo— se recibe a los peregrinos, se los cuida y se les da de comer en la hospedería.
Yo no tenía ningún deseo de ir allí, y le dije:
—Mi descanso no depende del hospedaje, sino de una enseñanza espiritual; no bus-co comida, pues llevo mucho pan seco en mi alforja.
—¿Qué clase de enseñanza es la que buscas y qué es lo que quieres comprender me-jor? Ven, ven a nuestra casa, querido hermano; en ella tenemos startsi  experimentados que pueden darte una dirección espiritual y ponerte en el camino verdadero que lleva a la luz de la Palabra de Dios y de las enseñanzas de los Padres.
—Mirad, Padre, hace alrededor de un año que, estando en un oficio, oí este manda-miento del Apóstol: Orad sin cesar. No sabiendo cómo interpretar estas palabras, me puse a leer la Biblia, y también en ella, y en múltiples pasajes, he encontrado el manda-miento de Dios: hay que orar sin cesar, siempre, en toda ocasión, en todo lugar, no sólo durante las ocupaciones del día, no sólo en estado de vigilia, sino también durante el sueño: Yo duermo, pero mi corazón vela . Esto me admiró sobremanera y no puedo comprender cómo es posible cumplir tal cosa ni cuáles son los medios de conseguirlo; un gran deseo y una gran curiosidad se despertaron en mí: ni de día ni de noche se han apartado estas palabras de mi espíritu. Me puse también a visitar las iglesias y a oír ser-mones sobre la oración, pero en vano: nunca he podido saber cómo orar sin cesar; ha-blaban siempre en ellos de la preparación a la oración o de sus frutos, sin enseñar cómo orar sin cesar, ni qué significa tal oración. A menudo he leído la Biblia y en ella he vuel-to a encontrar lo mismo que había oído; pero no he podido comprender lo que tanto an-sío. Así que durante todo este tiempo ando lleno de incertidumbre e inquietud. El starets hizo la señal de la cruz y tomó la palabra:
—Da gracias a Dios, hermano muy amado, por haberte Él revelado esa invencible atracción que existe en ti hacia la oración interior continua. Reconoce en eso el llama-miento de Dios y tranquilízate pensando que así ha sido debidamente probado el acuer-do de tu voluntad con la palabra divina; te ha sido dado comprender que no es ni la sa-biduría de este mundo ni un vano deseo de conocimiento lo que conduce a la luz celes-tial —la continua oración interior—, sino al contrario, la pobreza de espíritu y la expe-riencia activa en la simplicidad del corazón.
Por eso no es de maravillar que no hayas oído ninguna cosa profunda acerca del acto de orar y que nada hayas podido aprender acerca del modo de llegar a esta perpetua ac-tividad. En verdad, se predica mucho acerca de la oración y sobre esta materia existen no pocas obras recientes, pero todos los juicios de sus autores están fundados en la es-peculación intelectual, en los conceptos de la razón natural, y no en la experiencia que resulta de la acción; hablan más de lo que a la oración es accesorio que de la esencia de la oración. El uno explica muy bien por qué hay que orar; el otro trata de los efectos bienhechores de la oración; un tercero, de las condiciones necesarias para orar bien, es decir, del celo, de la atención, del fervor del corazón, de la pureza de la mente, de la humildad, del arrepentimiento que hay que tener para ponerse a orar. Pero qué es la ora-ción y cómo se aprende a orar, cosas tan esenciales y fundamentales en la oración, muy poco lo tratan los predicadores de nuestro tiempo; porque son más difíciles que todas sus explicaciones y exigen no un saber escolar, sino un conocimiento místico. Y lo que es más triste aún, esta elemental y vana sabiduría conduce a medir a Dios con una medi-da humana. Muchos cometen un gran error al pensar que los medios preparatorios y las buenas acciones engendran la oración, cuando la verdad es que la oración es la fuente de las obras y de las virtudes. Gran yerro cometen al tomar los frutos y las consecuencias de la oración como medios de llegar a ella, disminuyendo así su fuerza. Es este un punto de vista completamente opuesto a la Escritura, pues el Apóstol San Pablo habla así de la oración: Ruego, pues, ante todo, que se hagan oraciones .
Así el Apóstol pone la oración por encima de todo lo demás. Muchas buenas obras se piden al cristiano, pero la obra de la oración está sobre todas las demás, porque nada es posible hacer si ella falta. Sin la oración frecuente no es posible dar con el camino que conduce al Señor, ni conocer la Verdad, ni ser iluminados en el corazón por la luz de Cristo, ni unirse a él en la salvación. Digo frecuente, porque la perfección y la co-rrección de nuestra oración no depende de nosotros, como asimismo lo dice el Apóstol Pablo: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene . Sólo su frecuencia ha sido puesta en nuestras manos, como medio de alcanzar la pureza de oración que es la madre de todo bien espiritual. Hazte con la madre y tendrás descendencia, dice San Isaac el Sirio , queriéndonos dar a entender que primero hay que adquirir la oración para luego poner en práctica todas las virtudes. Pero conocen mal estas cuestiones y hablan poco de ellas quienes no están familiarizados con la práctica y las enseñanzas de los Padres.
Conversando de esta suerte, habíamos llegado, sin darnos cuenta a la soledad. Para no separarme de este sabio anciano y satisfacer cuanto antes mis deseos, me apresuré a preguntarle:
—Os ruego, venerable Padre, que me expliquéis qué es la oración interior y continua y cómo podría yo aprenderla; pues veo que de ella tenéis muy profunda y segura expe-riencia.
El starets escuchó mi petición con bondad y me llevó a su cuarto:
—Ven conmigo y te daré un libro de los Padres que te permitirá comprender clara-mente en qué consiste la oración y aprenderla con la gracia de Dios.
Entramos en su celda y el starets me dijo las siguientes palabras:
—La oración de Jesús interior y constante es la invocación continua e ininterrumpi-da del nombre de Jesús con los labios, el corazón y la inteligencia, en el sentimiento de su presencia, en todo lugar y en todo tiempo, aun durante el sueño. Esa oración se ex-presa por estas palabras: ¡Señor Jesucristo, tened piedad de mí!  Todo el que se acos-tumbra a esta invocación siente muy grande consolación y necesidad de decir siempre esta oración; al cabo de algún tiempo, no puede ya pasar sin ella y se le hace como su misma sangre y carne. ¿Comprendes ahora qué es la oración continua?
—Lo comprendo perfectamente, Padre mío. En el nombre de Dios, enseñadme ahora cómo llegar a ella —le supliqué lleno de gozo.
—Cómo se aprende la oración, lo veremos en este libro que se llama Filocalía . En él está contenida la ciencia completa y detallada de la oración interior continua, expues-ta por veinticinco Padres. Es tan útil y perfecto, que se le considera como la guía esen-cial de la vida contemplativa, y, como dice el bienaventurado Nicéforo , «conduce a la salvación sin trabajo ni dolor».
—¿Entonces, es más alto que la santa Biblia? —le pregunté.
—No, ni es más alto ni más santo que la santa Biblia, pero contiene las luminosas explicaciones de todo lo que hay de misterioso en la Biblia en razón de la debilidad de nuestro espíritu, cuya vista no alcanza a tales alturas. Te lo haré ver con una imagen: el sol es un astro majestuoso, brillante y muy excelso, al que no es posible mirar de frente. Para contemplar a este rey de los astros y soportar sus encendidos rayos, hay que echar mano de un vidrio ahumado, infinitamente más pequeño y más oscuro que el sol. Pues bien, la Escritura es este sol resplandeciente y la Filocalía es el cristal ahumado. Escu-cha ahora, que quiero leerte cómo se ejercita la oración interior continua.
Abrió el starets la Filocalía, eligió un pasaje de San Simeón el Nuevo Teólogo  y comenzó: «Permanece sentado en el silencio y la soledad, inclina la cabeza y cierra los ojos; respira suavemente, mira por la imaginación en el interior de tu corazón, recoge tu inteligencia, es decir tu pensamiento, de tu cabeza a tu corazón. Di, al ritmo de la respi-ración: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, en voz baja, o simplemente en espíritu. Esfuérzate en echar fuera todos los demás pensamientos, sé paciente y repite a menudo este ejercicio.»
Después el starets me explicó todo esto con ejemplos, y aún leímos en la Filocalía las palabras de San Gregorio el Sinaíta  y de los bienaventurados Calixto e Ignacio . Todo lo que íbamos leyendo, el starets me lo iba explicando a su manera. Yo escuchaba con atención y gran embeleso y me esforzaba por fijar todas sus palabras en la memoria con la mayor exactitud. Así pasamos toda la noche y fuimos a Maitines sin haber dor-mido nada.
El starets, al despedirme, me bendijo y me dijo que volviera a su celda durante mi estudio de la oración, para confesarme con franqueza y sencillez de corazón, porque es cosa vana dedicarse sin guía a la vida espiritual.
En la iglesia sentí en mi interior un ardiente celo que me inclinaba a estudiar cuida-dosamente la oración interior continua, y pedí a Dios que me quisiera ayudar. Después pensé que me sería difícil ir a ver al starets para confesarme o pedirle consejo; en la hospedería nadie puede permanecer más de tres días, y junto a la soledad no hay lugar donde alojarse… Por suerte, pude enterarme de que a cuatro verstas había una aldea. Me encaminé a ella a fin de encontrar posada, y por suerte Dios me favoreció. Allí pude colocarme como guardián en casa de un campesino, a condición de pasar el verano, so-lo, en una pequeña cabaña que había en un rincón de la huerta. Gracias a Dios, había dado con un lugar tranquilo. De esta manera me puse a estudiar la oración interior según los medios indicados, yendo a menudo a visitar al starets.
Durante una semana, en la soledad de mi jardín me ejercité en el estudio de la ora-ción interior, siguiendo exactamente los consejos de mi maestro. Al principio, todo pa-recía ir muy bien. Más tarde, sentí gran pesadez, pereza, tedio, un sueño que no podía vencer, y los pensamientos cayeron sobre mí como las nubes. Busqué al starets lleno de tristeza y le manifesté mi estado. Me recibió con bondad y me dijo:
—Hermano muy amado, todo cuanto te sucede no es sino la guerra que te declara el mundo oscuro, porque no hay cosa que tema tanto como la oración del corazón. Por eso trata de entorpecerte y de hacer que aborrezcas la oración. Mas el enemigo sólo obra según la voluntad y el permiso de Dios, y en la medida en que esto nos es necesario. Sin duda es imprescindible que tu humildad sea sometida a prueba; es demasiado pronto para llegar, con un celo excesivo, hasta las puertas del corazón, pues correrías el riesgo de caer en la avaricia espiritual. Voy a leerte lo que dice la Filocalía a este propósito. —Buscó el starets en las enseñanzas del monje Nicéforo y leyó: «Si, no obstante tus es-fuerzos, hermano mío, no te es posible entrar en la región del corazón, como te lo tengo recomendado, haz lo que te digo y con la ayuda de Dios hallarás lo que andas buscando. Tú sabes bien que la razón de todo hombre está en su pecho… Quítale, pues, a esta ra-zón todo pensamiento (esto puedes hacerlo si quieres) y pon en su lugar el “Señor Jesu-cristo, ten piedad de mí”. Esfuérzate en reemplazar por esta invocación interior cual-quier otro pensamiento, y a la larga ella te abrirá la entrada del corazón, como lo enseña la experiencia» .
—Ya ves lo que enseñan los Padres en tal caso —me dijo el starets—. Por eso tú de-bes aceptar este mandamiento con confianza y repetir cuanto te sea posible la oración de Jesús. Aquí tienes un rosario con el que podrás hacer, para comenzar, tres mil oraciones al día. De pie, sentado, acostado o caminando, repite sin cesar: «¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!», suavemente y sin precipitación. Y recita exactamente tres mil oraciones al día sin añadir ni quitar una sola. Por este camino llegarás a la actividad continua del corazón.

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  • Crow

    Recibí estas palabras con gran júbilo, y dejando al starets volví a casa, y me puse a hacer exacta y fielmente lo que me había enseñado. Los dos primeros días tuve alguna dificultad, pero luego lo encontré tan fácil que cuando no decía mi oración sentía gran necesidad de rezarla, y me resultaba fácil y suave, sin la dificultad del principio. Conté esto al starets, y éste me ordenó rezarla seis mil veces al día y me dijo:

    —Sigue tranquilo y esfuérzate por atenerte con toda fidelidad al número de oracio-nes que te he prescrito: Dios se compadecerá de ti.
    Durante toda una semana, permanecí en mi solitaria cabaña recitando cada día mis seis mil oraciones sin ocuparme de cosa alguna y sin tener que luchar contra los pensa-mientos; únicamente pensé en cumplir el mandato del starets. ¿Y qué sucedió? Me acostumbré tan bien a la oración que, si me detenía un solo instante, sentía un vacío como si hubiera perdido alguna cosa; y en cuanto volvía a mi oración, sentíame de nue-vo aliviado y feliz. Al encontrar a alguna persona, no sentía ninguna gana de hablar, y sólo deseaba estar en la soledad y recitar mis oraciones; tanto me había acostumbrado a ellas en una sola semana.
    El starets, que no me había visto desde hacía diez días, vino para saber qué me suce-día, y yo se lo expliqué. Después de haberme escuchado, me dijo:
    —Ya estás acostumbrado a la oración. Mira: ahora has de conservar esta costumbre y fortalecerte en ella. No pierdas el tiempo, y con la ayuda de Dios hazte el propósito de recitar doce mil oraciones al día; sigue en la soledad, levántate un poco más temprano, acuéstate un poco más tarde y ven a verme dos veces al mes.
    Me sometí en todo a las órdenes del starets y, el primer día, apenas si me fue posible recitar mis doce mil oraciones, que acabé ya de noche. Al día siguiente, lo hice con más facilidad y hasta con gusto. Al principio sentí fatiga, una especie de endurecimiento de la lengua y cierta rigidez en las mandíbulas, pero nada desagradable; luego noté una ligera molestia en el paladar, después en el pulgar de la mano izquierda que pasaba el rosario, mientras que el brazo se me calentaba hasta el codo, lo que me producía una deliciosa sensación. Y todo esto no hacía sino incitarme a recitar mejor mi oración. De esta manera, durante cinco días, terminé con toda fidelidad mis doce mil oraciones, y al mismo tiempo que la costumbre, iba recibiendo el placer y el gusto de la oración.
    Una mañana temprano, fui como despertado por la oración. Comencé a decir mis preces de la mañana, pero mi lengua encontraba dificultad en hacerlo y ya no deseaba sino rezar la oración de Jesús. Comencé a hacerlo así y me sentí lleno de dicha y mis labios se movían solos y sin esfuerzo alguno. Pasé todo el día en gran gozo. Estaba co-mo abstraído de todo y me sentía en otro mundo, dando fin a mis doce mil oraciones antes de que terminase el día. Con mucho gusto hubiera querido continuar, pero no me atreví a ir más allá del número indicado por el starets. Los días siguientes continué in-vocando el nombre de Jesucristo con facilidad y sin cansarme jamás.
    Fui a ver al starets y le conté todo esto con detalle. Cuando hube terminado me dijo:
    —Dios te ha dado el deseo de orar y la posibilidad de hacerlo sin dificultad. Esto es un efecto natural, producto del ejercicio y de la constante aplicación, lo mismo que una máquina cuyo volante soltamos poco a poco, que luego ya continúa moviéndose por sí misma; ahora bien, para que continúe moviéndose hay que engrasarla y darle a interva-los un nuevo impulso. Ahora ves qué maravillosas facultades ha dado Dios, amigo de los hombres, a nuestra naturaleza sensible; y te has dado cuenta de las extraordinarias sensaciones que pueden nacer aun en el alma pecadora, en la naturaleza impura a la que la gracia no ilumina todavía. Mas ¡qué grado de perfección, de gozo y de encanto alcan-za el hombre cuando el Señor quiere revelarle la oración espiritual espontánea y purifi-car su alma de las pasiones! Es ese un estado indescriptible y la revelación de este mis-terio es un goce anticipado de las dulzuras del cielo. Y es el don que reciben aquellos que buscan al Señor en la simplicidad de un corazón que desborda de amor. En adelante te permito rezar cuantas oraciones quieras; procura consagrar todo el tiempo del día a la oración e invoca el nombre de Jesús sin preocuparte de otra cosa, entregándote humil-demente a la voluntad de Dios y esperando su ayuda. Él no te abandonará y dirigirá tu camino.
    Obedeciendo a esta regla, pasé todo el verano repitiendo sin cesar la oración de Je-sús, y sentí una gran tranquilidad. Mientras dormía, soñaba a veces que estaba rezando la oración. Y durante el día, cuando me ocurría encontrarme algunas personas, me pare-cían tan amables como si hubieran sido de mi familia. Los pensamientos se habían cal-mado y sólo vivía en oración; comencé ya a inclinar mi espíritu a escucharla, y a veces mi corazón sentía como un gran ardor y una gran alegría. Cuando entraba en la iglesia, el largo servicio de la soledad me parecía corto y no me cansaba como antes. Mi solita-ria cabaña me parecía un espléndido palacio y no sabía cómo dar gracias a Dios por haberme mandado a mí, pobre pecador, un starets de cuyas enseñanzas obtenía tanto bien.
    Pero no gocé mucho tiempo de la dirección de mi bienamado y sabio starets, pues murió al final del verano. Le dije adiós con lágrimas en los ojos y, al darle gracias por sus paternales enseñanzas, le supliqué que me dejase como una bendición el rosario con el que él rezaba cada día. Luego quedé solo. Pasado el verano, se recogieron los frutos del huerto y yo ya no tuve donde vivir. El campesino me dio por salario dos rublos de plata, llenó mi alforja de pan para el camino, y yo continué mi vida errante. Pero ya no estaba en la indigencia, como antes; la invocación del nombre de Jesucristo me alegraba a todo lo largo del camino y todo el mundo me trataba con bondad; parecía como si to-dos se hubieran propuesto quererme.
    Un día me pregunté qué debería hacer con los rublos que me había dado el campesi-no. ¿Para qué podrían servirme? ¡Ah sí! Ya no tengo al starets ni a nadie que me guíe; voy a comprar una Filocalía y en ella aprenderé la oración interior. Llegué a una ciudad cabeza de partido y me puse a buscar por las tiendas una Filocalía. Encontré una, pero el librero pedía por ella tres rublos y yo sólo tenía dos; en vano intenté convencerle para que me la dejase por dos, pues no me escuchó; pero al fin me dijo:
    —Vete a ver en esa iglesia y pregunta por el sacristán; él tiene un libro viejo como este, y acaso te lo dé por tus dos rublos.
    Me fui a la iglesia y, en efecto, compré por dos rublos una Filocalía muy vieja y de-teriorada; mi alegría fue muy grande. La remendé lo mejor que pude con un trozo de tela y la puse en mi alforja, con la Biblia.
    Así voy ahora, pues, recitando sin cesar la oración de Jesús, que me resulta más que-rida y más dulce que todas las cosas del mundo. A veces hago más de sesenta verstas en un día y no me doy cuenta de que camino; sólo siento que voy diciendo la oración. Cuando sopla un viento frío y violento, rezo la oración con más atención y en seguida entro en calor. Si el hambre es demasiada, invoco más a menudo el nombre de Jesucris-to y no me acuerdo de haber tenido hambre. Si me siento enfermo y mi espalda o mis piernas comienzan a dolerme, me concentro en la oración y dejo de sentir el dolor. Cuando alguien me ofende, pienso tan sólo en la bienhechora oración de Jesús, y muy pronto desaparecen la ira o la pena y me olvido de todo. Mi espíritu se ha vuelto muy sencillo. Nada me preocupa, nada me da cuidado, nada exterior me distrae y quisiera estar siempre en la soledad; estoy habituado a no sentir sino una sola necesidad: rezar incesantemente la oración, y cuando lo hago así, una gran alegría invade todo mi ser. Dios sabe lo que sucede en mí. Naturalmente, no son éstas sino impresiones sensibles o, como decía el starets, el efecto de la naturaleza y de una costumbre adquirida; pero to-davía no me atrevo a ponerme al estudio de la oración espiritual en el interior del cora-zón; soy muy indigno de ello y muy ignorante. Espero la hora de Dios, confiando en las oraciones de mi difunto starets. De modo que todavía no he llegado a la oración espiri-tual del corazón, espontánea  y continua; pero, gracias a Dios, ahora comprendo ya claramente el significado de las palabras del Apóstol que un día escuché en la iglesia: Orad sin cesar .

    SEGUNDO RELATO

    Seguí viajando durante mucho tiempo por toda suerte de regiones, acompañado de la oración de Jesús, que me fortificaba y me consolaba en todos los caminos, en todas las ocasiones y en toda situación. Al fin, pensé que debía detenerme en algún lugar a fin de hallar mayor soledad y ponerme a estudiar la Filocalía, que sólo por la noche podía leer o durante la siesta del mediodía; grandes eran mis deseos de dedicarme de lleno a su estudio para extraer de ella con fe la verdadera doctrina de la salud del alma por la ora-ción del corazón. Por desgracia, para satisfacer este deseo no podía emplearme en nin-gún trabajo manual, pues había perdido el uso de mi brazo derecho desde mi infancia; y así, en la imposibilidad de radicarme en ninguna parte, me dirigí a los países siberianos, hacia San Inocente de Irkutsk , en la creencia de que en las llanuras y bosques de Sibe-ria encontraría mayor silencio y podría entregarme más cómodamente a la lectura y a la oración. Allá me fui, pues, recitando incesantemente la oración.
    Al cabo de cierto tiempo noté que la oración se originaba sola dentro de mi corazón, es decir que mi corazón, latiendo con toda regularidad, se ponía en cierto modo a recitar las palabras santas a cada latido; por ejemplo: 1-Señor, 2-Jesu…, 3-cristo, y así con lo demás. Dejaba de mover los labios y escuchaba con atención lo que decía mi corazón, acordándome de cuán agradable es esto según me decía mi difunto starets. Después, sentía un ligero dolor en el corazón, y en mi espíritu tan grande amor a Nuestro Señor Jesucristo, que me parecía que, si lo hubiera visto, me hubiera echado a sus pies, los hubiera abrazado y bañado con mis lágrimas, dándole gracias por los consuelos que nos procuraba con su nombre, en su bondad y su amor por la criatura indigna y pecadora.
    Muy pronto brotó en mi corazón un dulce calor que inundó todo mi pecho. Esto me condujo en particular a una atenta lectura de la Filocalía para ver qué decía de estas sensaciones y estudiar en ella el desarrollo de la oración interior del corazón; sin este control, temía caer en la ilusión, tomar las acciones de la naturaleza por las de la gracia y ensoberbecerme por tan rápida adquisición de la oración, según lo que me había expli-cado mi difunto starets. Por esta razón, caminaba sobre todo de noche y pasaba el día leyendo la Filocalía sentado en el bosque a la sombra de los árboles. ¡Cuántas cosas nuevas, profundas e ignoradas llegué a descubrir en estas lecturas! Mientras duraba esta ocupación, sentía una beatitud mucho más perfecta que todo lo que hasta entonces había podido imaginar. Indudablemente que ciertos pasajes quedaban sin que mi pobre espíri-tu pudiera entenderlos, pero los efectos de la oración del corazón aclaraban lo que yo no entendía. Además, a veces veía en sueños a mi difunto starets, que me explicaba mu-chas de las dificultades e inclinaba cada vez más a la verdad a mi alma tan poco inteli-gente. En esta absoluta felicidad pasé dos largos meses del verano. Viajaba sobre todo por los bosques y caminos de la campiña; cuando llegaba a una aldea, pedía un saco de pan, un puñado de sal, llenaba de agua mi calabaza y seguía caminando otras cien vers-tas.

    EL PEREGRINO ES ATACADO POR LOS LADRONES

    En castigo sin duda de mis pecados y de la dureza de mi alma, o para el progreso de mi vida espiritual, las tentaciones hicieron su aparición al fin del verano. Y fue así: una tarde que había salido a la carretera, encontré a dos hombres que tenían aspecto de sol-dados; me pidieron dinero. Cuando les dije que no tenía ni un céntimo, no quisieron creerme y gritaron brutalmente:
    —¡Mientes! Que los peregrinos recogen mucho dinero. —Uno de ellos añadió: Es inútil hablar mucho con él—. Y me dio con un palo en la cabeza; caí sin sentido.
    No sé si estuve mucho tiempo así, pero cuando volví en mí me di cuenta de que es-taba en el bosque cerca de la carretera. Mis ropas estaban hechas jirones y mi alforja había desaparecido. Gracias a Dios, me habían dejado mi pasaporte, que llevaba escon-dido en el forro de mi viejo sombrero, a fin de poderlo enseñar fácilmente cuando fuera necesario. Me levanté y lloré amargamente, no tanto por el dolor cuanto por la pérdida de mis libros, la Biblia y la Filocalía, que estaban en la alforja que me robaron. Lloré y me afligí todo el día y toda la noche. ¿Dónde estaba mi Biblia, que yo leía desde peque-ño y que siempre había llevado conmigo? ¿Dónde mi Filocalía, de la que tan grandes enseñanzas y consuelo sacaba? Infeliz, que he perdido el único tesoro de mi vida sin haberlo aprovechado como debía. Mejor me hubiera sido morir que vivir así sin mi ali-mento espiritual. Jamás podré volverlos a tener.
    Por espacio de dos días apenas si pude caminar por la aflicción; al tercer día, caí sin fuerzas junto a un matorral y me dormí. Y he aquí que, en sueños, me vi en el eremito-rio, en la celda de mi starets, a quien lloré mi dolor. El starets, después de haberme con-solado, me dijo:
    —Que este acontecimiento te sirva de lección de desapego de las cosas de la tierra, a fin de poder volar más libremente hacia el cielo. Esta prueba te ha sido enviada a fin de que no caigas en la voluptuosidad espiritual. Dios quiere que el cristiano renuncie a su propia voluntad y a todo apego a ella, para poder ponerse así enteramente en los brazos de la voluntad divina. Todo lo que Él hace es para el bien y la salvación de los hombres. Él quiere que todos los hombres sean salvos . De modo que ten ánimo y cree que Dios dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla . Pronto recibirás un con-suelo mayor que todas tus penas.
    Al oír estas palabras, desperté y sentí en mi cuerpo fuerzas renovadas y en mi alma como una aurora y una nueva tranquilidad. ¡Qué se cumpla la voluntad de Dios!, dije. Me levanté, hice la señal de la cruz y partí. La oración obraba de nuevo en mi corazón como antes, y durante tres días seguí tranquilo mi camino.
    De repente, me encontré en él con una tropa de forzados, que eran conducidos bajo escolta. Al llegar junto a ellos, vi a los dos hombres que me habían robado, y como iban a la cabeza de la columna pude echarme a sus pies y suplicarles que me dijeran dónde estaban mis libros. Al principio fingieron no conocerme, pero al final uno de ellos dijo:
    —Si nos das alguna cosa, te diremos dónde están tus libros. Necesitamos un rublo de plata.
    Yo les juré que de un modo u otro se lo daría, aunque tuviese que mendigar para ha-cerme con él.
    —Tomad en prenda, si os interesa, mi pasaporte.
    Entonces me dijeron que mis libros estaban en los carros con los objetos robados que les habían recogido.
    —¿Cómo podré conseguirlos?
    —Pídeselos al capitán de la escolta.
    Me fui donde estaba el capitán y le expliqué todo tal como había sucedido. En la conversación, me preguntó si sabía leer la Biblia.
    —No sólo sé leerla, le contesté, sino que también sé escribir; vos mismo veréis en la Biblia una inscripción que indica que me pertenece; y aquí tenéis en mi pasaporte mi nombre y apellido.
    El capitán me dijo:
    —Estos ladrones son desertores; vivían en una cabaña y se dedicaban a desplumar a los viandantes. Un cochero muy hábil los detuvo ayer, cuando querían robarle su troica. Tendré sumo placer en devolverte tus libros, si acaso están allí; pero tendrás que venir con nosotros hasta la posada. Estamos a cuatro verstas solamente y yo no puedo detener todo el convoy para buscarlos ahora.
    Lleno de alegría, me puse en marcha junto al caballo del capitán, y fui conversando con él. Pronto me di cuenta de que era un hombre honesto y bueno y que ya no era jo-ven. Me preguntó quién era yo, de dónde venía y a dónde iba. Respondí a todas sus pre-guntas y poco a poco llegamos a la posada donde se hacía el alto. Fue en busca de mis libros, y me los entregó diciendo:
    —¿Adónde piensas ir ahora? Es ya de noche; sería mejor que te quedases conmigo.
    Y con él me quedé. Sentía tal contento por haber recobrado mis libros que no sabía cómo dar gracias a Dios; los apretaba contra mi corazón hasta sentir calambres en los brazos. Lágrimas de felicidad corrían por mis mejillas y mi corazón palpitaba de gozo y dicha.
    El capitán me miró y me dijo:
    —Veo que sientes placer en leer la Biblia.
    En mi alegría, no me fue posible responderle una sola palabra. Yo no hacía más que llorar. Él continuó:
    —Yo también, hermano, leo cada día con gran atención el Evangelio —Y al mo-mento, entreabriendo su uniforme, sacó de él un pequeño Evangelio de Kiev  con cu-bierta de plata—. Siéntate y te contaré cómo me fui acostumbrando a ello. ¡Mesonero!, que nos traigan la cena.

    HISTORIA DEL CAPITÁN

    Nos sentamos a la mesa. El capitán comenzó su relato:
    «—Desde mi juventud he servido en el ejército y nunca en una guarnición. Conocía bien mi oficio y mis superiores me consideraban como un oficial modelo. Pero yo era joven, al igual que mis amigos. Por desgracia empecé a beber, y de tal modo me entre-gué a la bebida, que caí enfermo. Cuando no bebía era un excelente oficial, pero al pri-mer vaso que volvía a beber, tenía que guardar cama seis semanas. Me aguantaron du-rante mucho tiempo; pero al fin, por haber insultado a un jefe después de haber bebido, fui degradado y condenado a servir tres años en una guarnición; me amenazaron con un castigo más severo aún, si no abandonaba la bebida. En situación tan miserable, quise luchar por contenerme, pero fue inútil; me fue imposible renunciar a mi pasión y deci-dieron enviarme a un batallón disciplinario. Cuando me lo hicieron saber, yo no sabía lo que me cogía.
    »Un día, sentado en mi dormitorio, iba pensando en todas estas cosas. Y en esto se presentó un monje que pedía para una iglesia. Cada cual daba lo que podía. Al llegar junto a mí, me preguntó por qué estaba tan triste. Yo hablé un poco con él y le conté mi desgracia. El monje se compadeció de mi situación y me dijo:
    »—Lo mismo que a ti le sucedió a un hermano mío, y voy a contarte cómo consi-guió vencer su vicio. Su padre espiritual le dio un Evangelio y le ordenó leer un capítulo cada vez que le vinieran ganas de beber; si las ganas volvían, debía leer el capítulo si-guiente. Mi hermano puso en práctica el consejo, y de allí a poco tiempo quedó libre de la pasión por la bebida. Hace ya quince años que no ha probado ninguna bebida fuerte. Imita su ejemplo, y pronto verás cuánto bien te hace abstenerte como él. Yo tengo un Evangelio; si quieres, mañana te lo traeré.
    »A lo que yo repliqué:
    »—¿Y qué voy a hacer yo con el Evangelio, cuando ni mis esfuerzos, ni los reme-dios de los médicos han podido conseguir que me abstenga de beber? (Hablaba así por-que jamás había leído el Evangelio.)
    »—No digas eso, replicó el monje. Yo te aseguro que si haces lo que te he dicho, en-contrarás provecho.
    »Al día siguiente, en efecto, volvió el monje con el Evangelio que aquí ves. Lo abrí, lo miré, leí algunas frases y le dije:
    »—No lo quiero, pues no entiendo nada. No estoy acostumbrado a leer los caracteres de iglesia .
    »El monje continuó exhortándome, diciendo que en las mismas palabras del Evange-lio se encierra una fuerza bienhechora; porque es el mismo Dios el que pronunció las palabras que en él están impresas. No importa que no entiendas nada; basta con que leas con atención. Un Santo ha dicho: “Si tú no comprendes la Palabra de Dios, los demo-nios comprenden lo que tú lees, y tiemblan.” Y seguramente que el deseo de beber es obra de los demonios. Y te digo además esto: San Juan Crisóstomo escribe que hasta el lugar donde está el Evangelio espanta a los espíritus de las tinieblas y es un obstáculo a sus intrigas.
    »No me acuerdo ya muy bien, pero creo que di alguna cosa al monje; tomé su Evan-gelio y lo eché en mi baúl entre mis otras cosas, olvidándolo completamente. Algún tiempo después llegó el momento de beber. Tenía unas ganas terribles de hacerlo; abrí el baúl para coger algún dinero y entrar en la taberna. El Evangelio se me presentó delante de los ojos y, acordándome de repente de todo lo que me había dicho el monje, lo abrí y comencé a leer el primer capítulo de San Mateo. Lo leí hasta el fin sin entender cosa alguna; pero me acordé de lo que me había dicho el monje: “No importa que no entien-das nada; basta con que leas con atención”. ¡Está bien!, me dije; leamos un capítulo más. La lectura me pareció más clara. Veamos el tercero; apenas lo había comenzado, cuando se oyó una campana: era la retreta o llamada de la tarde. Y ya no había tiempo de salir del cuartel, con lo que me quedé sin beber por aquel día.
    »Al día siguiente, por la mañana, estando para salir a comprar aguardiente, me dije: ¿Y si leyese un capítulo del Evangelio? Después veremos. Lo leí y no me moví. Algo después tuve de nuevo ganas de beber, pero me puse a leer y me sentí aliviado. Me sentí fuerte igualmente, y a cada asalto de la tentación de beber la vencía leyendo mi capítulo del Evangelio. Cuanto más tiempo pasaba, me iba mejor. Cuando hube acabado los cua-tro Evangelios, mi pasión por el vino había desaparecido completamente; me era ya del todo indiferente. Y hace ya veinte años que no he llevado a mis labios ninguna bebida fuerte.
    »Todos se extrañaron de mi cambio. Pasados tres años fui admitido de nuevo en el cuerpo de oficiales; fui ascendiendo los grados sucesivos y quedé nombrado capitán. Contraje matrimonio con una excelente mujer; hemos reunido algunos bienes y ahora, gracias a Dios, las cosas van marchando. Ayudamos a los pobres en la medida de nues-tras posibilidades y damos alojamiento a los peregrinos. Tengo un hijo que ya es oficial y que vale mucho.
    »Pues bien, después que me puse bueno del todo, prometí leer cada día, durante toda mi vida, uno de los cuatro Evangelios entero, sin admitir dispensa alguna. Y así lo hago. Cuando estoy abrumado de trabajo y me siento muy fatigado, me acuesto y le pido a mi mujer o a mi hijo que lean el Evangelio junto a mí, y de esta manera cumplo mi prome-sa. En testimonio de agradecimiento y para gloria de Dios, he hecho cubrir este Evange-lio de plata maciza y siempre lo llevo sobre mi corazón.»
    Yo le escuché con gran placer, y le dije:
    —Yo he conocido un caso semejante: en nuestro pueblo, en la fábrica, había un ex-celente obrero, muy hábil en las cosas de su oficio; pero para su desgracia, bebía con demasiada frecuencia. Un hombre piadoso le aconsejó que, cada vez que le viniesen ganas de beber aguardiente, recitase treinta y tres veces la oración de Jesús en honor de la Santísima Trinidad y en memoria de los años de la vida de Jesús sobre la tierra. Y no es esto todo: tres años después entraba en un monasterio.
    —¿Y qué vale más, la oración de Jesús o el Evangelio?
    —Ambos son la misma cosa, le respondí. El Evangelio es como la oración de Jesús, porque el divino nombre de Jesús encierra en sí todas las verdades evangélicas. Los Pa-dres dicen que la oración de Jesús es un resumen de todo el Evangelio.
    Después de esta conversación dijimos nuestras oraciones; el capitán comenzó a Feer el Evangelio de San Marcos desde el principio; yo le escuchaba haciendo oración en mi corazón. El capitán terminó su lectura a las dos de la madrugada y nos fuimos a acostar.
    Según tengo por costumbre, me levanté muy temprano cuando todos aún dormían. Apenas apuntaba el día cuando yo me enfrascaba ya en mi Filocalía. ¡Con cuánta ale-gría la abrí! Me parecía haber vuelto a encontrar a mi padre después de una larga ausen-cia o a un amigo que hubiera resucitado de entre los muertos. La abracé y di gracias a Dios por habérmela devuelto; comencé a leer a Teolepto de Filadelfia , en la segunda parte de la Filocalía. Quedé asombrado al leer que propone entregarse a la vez a tres diversas clases de actividad: cuando te sientes a la mesa, dice, da alimento al cuerpo, lectura a tu mente y oración a tu corazón. Pero el recuerdo de la bienhechora sobremesa de la víspera me explicaba prácticamente este pensamiento. Y entonces comprendí el misterio de la diferencia entre el corazón y la mente.
    Cuando se despertó el capitán, quise darle gracias por su bondad y despedirme de él. Me sirvió el té, me dio un rublo de plata y nos dijimos adiós. Yo emprendí la marcha lleno de alegría.
    Al fin de la primera versta, me acordé de que había prometido a los soldados un ru-blo, y ahora tenía uno en mi bolsillo. ¿Debía dárselo, o no? Por un lado, pensaba para mis adentros, te dieron de golpes y te robaron, y ya no pueden hacerte mal alguno por-que están detenidos; pero por otro lado, acuérdate de lo que está escrito en la Biblia: Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer . Y el mismo Jesucristo dijo: Amad a vuestros enemigos ; y en otro lugar: Y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto . Hechas estas reflexiones, volví sobre mis pasos y llegué a la posada en el preciso momento en que el convoy se estaba formando para iniciar la marcha. Co-rrí en busca de los dos malhechores y les puse el rublo en las manos, diciéndoles:
    —Orad y haced penitencia; Jesucristo es el amigo de los hombres y nunca os aban-donará.
    Dichas estas palabras, me alejé siguiendo el camino en dirección contraria a la que llevaban ellos.

    SOLEDAD

    Después de haber caminado cincuenta verstas por el camino real, entré por unos ca-minos de campo, más solitarios y propios a la lectura. Durante un tiempo fui vagando por los bosques; de cuando en cuando encontraba una aldea. Con frecuencia, me queda-ba todo el día en el bosque leyendo la Filocalía, en la que encontraba admirables y pro-fundas enseñanzas. Mi corazón se inflamaba en deseos de unirse con Dios mediante la oración interior, que yo me esforzaba por estudiar y descubrir en la Filocalía. Al mismo tiempo estaba triste por no haber podido hallar un abrigo donde poder entregarme a la lectura en paz y sin distraerme en otras cosas.
    Por esa época, leía también mi Biblia y veía que empezaba a entenderla mejor; en-contraba en ella menos pasajes oscuros. Razón tienen los Padres al decir que la Filoca-lía es la llave que descubre los misterios encerrados en las Escrituras. Bajo su dirección, comencé a comprender el sentido oculto en la Palabra de Dios; descubrí lo que signifi-can el hombre interior oculto en el corazón , la verdadera oración: la adoración en espíritu  el Reino de Dios dentro de nosotros , la intercesión del Espíritu Santo ; en-tendí el sentido de estas palabras: Vosotros estáis en mi , dame tu corazón , revestíos del Señor Jesucristo , los desposorios del Espíritu en nuestros corazones , la invoca-ción: ¡Abba, Padre! , y otras muchas cosas. Cuando oraba en lo más profundo de mi corazón, todas las cosas que me rodeaban aparecíanme bajo un aspecto encantador: ár-boles, hierbas, aves, tierra, aire, luz, todas parecían decirme que existen para el hombre y que dan testimonio del amor de Dios por el hombre; todas oraban, todas cantaban la gloria de Dios. Así llegué a comprender aquello que la Filocalía llama «el conocimiento del lenguaje de la creación», y veía cómo es posible conversar con las criaturas de Dios.

    HISTORIA DE UN GUARDABOSQUES

    Así anduve caminando durante mucho tiempo. Llegué al fin a un país tan apartado que estuve tres días sin ver una sola aldea. Había terminado mi pan y me preguntaba no sin inquietud cómo haría para no morir de hambre. Al momento de haber empezado a orar en mi corazón, desapareció mi angustia, me puse en las manos del Señor, y me vol-vió la alegría y la tranquilidad. Continué luego un poco por el camino a través de un inmenso bosque, cuando apareció ante mi vista un perro de guarda que salía de entre los árboles; le llamé y se me acercó muy cariñoso, dejándose acariciar. Yo me alegré y me dije: He aquí también la bondad de Dios; seguramente habrá en este bosque algún reba-ño y este será el perro del pastor, o acaso sea el perro de algún cazador. De cualquier modo, ahora tendré ocasión de pedir un poco de pan, pues hace ya dos días que no prue-bo bocado; o al menos me indicarán dónde puedo encontrar el pueblo más cercano. El perro, después de haber dado unas vueltas a mi alrededor, y al ver que no encontraba nada que comer, se volvió al bosque por el mismo sendero por donde había venido. Yo le seguí, y al cabo de unos doscientos metros volví a verlo, a través de los árboles, en una guarida de la que sacaba la cabeza, ladrando.
    Luego vi que se acercaba por entre los árboles un campesino delgado y pálido, ya entrado en años sin ser viejo. Me preguntó cómo había llegado hasta allí, y yo le dije qué es lo que hacía en un lugar tan apartado, cambiando algunas palabras amistosas. Me rogó que entrase en su cabaña y me explicó que era guardabosques y que tenía a su cui-dado aquel monte, que iba a ser talado. Me ofreció el pan y la sal, y entablamos conver-sación.
    —Te envidio esta vida solitaria que llevas, le dije; no es como yo, que ando cami-nando de continuo y estoy en contacto con todo el mundo.
    —Si te gusta, me respondió, puedes vivir aquí; ahí cerca hay una cabaña vieja que ha servido de vivienda al guarda que estuvo aquí antes que yo; está un poco en ruinas, pero para el verano puede valer. Tú tienes tu pasaporte; hay pan para los dos con lo que me traen cada semana del pueblo, y junto a nosotros corre este arroyo que no se seca jamás. Yo hermano, hace diez años que no como otra cosa que pan y no bebo más que agua. Para el otoño, cuando se hayan terminado los trabajos de la recolección, vendrán doscientos hombres para la tala de árboles; yo ya no tendré nada que hacer aquí y a ti tampoco te permitirán continuar en este lugar.
    Al oír estas palabras sentí tanta alegría que me faltó poco para echarme a sus pies. No sabía cómo agradecer a Dios su bondad para conmigo.
    Todo lo que yo podía desear y por lo que tanto había suspirado, aquí se me ofrecía en un momento. Hasta el otoño aún quedan cuatro meses y yo puedo, durante este tiem-po, aprovechar el silencio y la paz del bosque para estudiar con ayuda de la Fiocalía la oración continua en el corazón. De modo que resolví instalarme en la dicha cabaña. Continuamos hablando y aquel buen hermano me contó su vida y sus ideas.
    —En mi pueblo —me dijo— yo no era el último; tenía un oficio que consistía en te-ñir las telas de rojo y azul; vivía con holgura, pero no sin pecado; engañaba mucho a mi clientela y juraba continuamente; era grosero, bebedor y pendenciero.
    En ese pueblo había un viejo chantre que tenía un libro antiguo, muy antiguo sobre el Juicio final . Iba a menudo a casa de los fieles ortodoxos para leer en ellas y recibía por ello alguna pequeña retribución; alguna vez también venía a mi casa. La mayor par-te de las veces, le daba unos ochavos y él se quedaba a leer hasta el canto del gallo. Una vez estaba yo trabajando y oyéndole al mismo tiempo; leía un pasaje sobre los tormen-tos del infierno y sobre la resurrección de los muertos, cómo Dios vendrá a juzgar; có-mo harán los Angeles sonar sus trompetas, el fuego y la pez que habrá allá y cómo los gusanos devorarán a los pecadores. De repente, sentí un miedo espantoso y me dije: ¡Yo no escaparé a esos tormentos! Desde ahora voy a dedicarme a salvar mi alma y acaso llegue a conseguir el rescate de mis pecados. Reflexioné detenidamente y decidí aban-donar mi oficio; vendí mi casa, y como vivía solo me hice guardabosques, no pidiendo de salario más que el pan, vestido con que cubrirme y algunos cirios para encender du-rante las oraciones.

  • Crow

    Y ya llevo viviendo así más de diez años. Solamente como una vez al día y no tomo sino pan y agua. Todas las noches me levanto al primer canto del gallo y hasta que ama-nece hago genuflexiones y salutaciones hasta tierra; mientras rezo enciendo siete velas delante de las imágenes. Durante el día, mientras recorro el bosque, llevo unas cadenas de sesenta libras sobre la piel. No juro, no bebo ni cerveza ni alcohol, ni peleo con na-die; mujeres, no las he conocido jamás.
    Al principio me sentía muy contento de vivir así, pero de cuando en cuando me veo asaltado por reflexiones que no puedo echar de la mente. Dios sabe si podré alcanzar el perdón de mis pecados, pero esta vida es bien dura. Y además, ¿sería verdad lo que de-cía el libro? ¿Cómo puede resucitar un hombre? Pues de aquellos que murieron hace cien años y más, hasta el polvo ha desaparecido. Y ¿quién sabe si habrá un infierno o no? Por lo menos, ninguno ha vuelto del otro mundo; cuando el hombre muere, se co-rrompe y ninguna huella queda de él. Ese libro, acaso lo hayan escrito los popes o los funcionarios para asustarnos, a nosotros los imbéciles, a fin de tenernos cada vez más sumisos. De modo que en esta vida vivimos miserablemente y sin consuelo alguno, y a lo mejor en la otra no habrá cosa alguna. Entonces, ¿para qué continuar así? ¿No será preferible aprovechar inmediatamente las buenas ocasiones? Estas ideas me persiguen —añadió—, y tengo miedo de tener que volver a mi antigua ocupación.
    Yo sentía gran compasión por él y me decía a mí mismo: Se dice que sólo los sabios y los intelectuales se hacen librepensadores e incrédulos, pero por lo visto también nues-tros hermanos, los sencillos campesinos, se forman ideas bien raras y faltas de fe. Segu-ramente que el mundo oscuro llega a todos y acaso ataca más fácilmente aún a los sim-ples. Hay que buscar las mejores razones posibles y fortalecerse contra el enemigo por la Palabra de Dios.
    Por eso, a fin de sostener un poco a este hermano y confirmar su fe, saqué de mi bol-sillo la Filocalía y la abrí en el capítulo 109 del bienaventurado Hesiquio . Le leí y expliqué que el miedo del castigo no es el único freno contra el pecado, porque el alma no puede librarse de los pensamientos culpables sino mediante la vigilancia del espíritu y la pureza del corazón. Todo esto se adquiere por la oración interior. Si alguno escoge el camino del ascetismo no sólo por miedo de las torturas del infierno, sino también por el deseo del reino celestial, añadí, los Padres comparan esta acción con la de un merce-nario. Dicen que el miedo a los tormentos es la vía del esclavo, y el deseo de recompen-sa, la del mercenario. Pero Dios quiere que vayamos a Él como hijos; quiere que el amor y el celo nos empujen a comportarnos dignamente, y que gocemos de la perfecta unión con Él en el alma y en el corazón .
    —En vano te agotarás y te impondrás las pruebas y penitencias físicas más duras; si no llevas constantemente a Dios en el espíritu y la oración de Jesús en el corazón, nunca estarás al abrigo de los malos pensamientos; estarás siempre dispuesto a pecar a la me-nor ocasión. Comienza, pues, hermano, a rezar de continuo la oración de Jesús; esto te resultará fácil en esta soledad, y pronto verás el provecho de esta oración. Las ideas im-pías desaparecerán, a la vez que la fe y el amor a Jesucristo se revelarán en tu interior. Y comprenderás cómo los muertos pueden resucitar, qué es verdaderamente el Juicio final y qué significa. Y encontrarás tanto gozo y ligereza en tu corazón, que quedarás admi-rado; y ya no te cansarás ni serás turbado por tu vida de penitencia.
    Luego le expliqué como mejor pude, cómo debía recitar la oración de Jesús según el divino mandamiento y las enseñanzas de los Padres. Él parecía no desear otra cosa, y su turbación fue disminuyendo. Entonces, separándome de él, entré en la vieja cabaña que me había indicado.

    TRABAJOS ESPIRITUALES

    ¡Qué alegría, Dios mío, y qué consuelo! ¡Qué embeleso sentía al penetrar en aquella cabaña, o mejor dicho en aquella tumba! Parecíame como un hermoso palacio lleno de alegría, y me dije: Ahora, en este silencio y esta paz, vamos a trabajar como Dios manda y pedir al Señor que esclarezca mi espíritu. Y así, comencé a leer la Filocalía con gran atención, desde el principio hasta el fin. En poco tiempo había acabado mi lectura y comprendía la sabiduría, la santidad y la profundidad de este libro. Mas como se trata en él de múltiples materias, yo no podía comprenderlo todo, ni reunir las fuerzas de mi espíritu sobre la única enseñanza de la oración interior para llegar a la oración espontá-nea y continua en el interior del corazón. Y no obstante, eran grandes mis deseos de ello, según el mandamiento divino transmitido por el Apóstol: Aspirad a los dones más perfectos ; y en otro lugar: No apaguéis al Espíritu . En vano reflexionaba, pues no sabía lo que hacer. No tengo bastante inteligencia ni comprensión, ni a nadie que me enseñe. Voy a cansar al Señor a fuerza de oraciones, y acaso consienta en iluminar mi espíritu. Y así pasé un día entero rezando sin interrumpir ni un instante mi oración. Y he aquí que me vi, en sueños, en la celda de mi starets, que me explicó la Fiocalía dicien-do:
    —Este santo libro es de una gran sabiduría. Es un misterioso tesoro de enseñanzas acerca de los secretos designios de Dios. No en cualquier lugar, ni a todos es accesible este libro; pero encierra máximas escritas para cada uno: profundas para los espíritus profundos, y sencillas para los simples. Por eso, vosotros, las gentes sencillas, no debéis leer los libros de los Padres en el orden que están puestos aquí. Esta es una disposición conforme a la teología; pero aquel que no es instruido y desea aprender la oración inter-ior en la Filocalía, debe practicar el orden siguiente: primero leer el libro del monje Nicéforo (en su segunda parte); segundo, el libro de Gregorio el Sinaíta entero, salvo los capítulos más cortos; tercero, las tres formas de oración de Simeón el Nuevo Teólogo y su Tratado de la Fe; y cuarto, el libro de Calixto e Ignacio. En estos textos cualquiera puede encontrar la enseñanza completa de la oración interior del corazón. Si quieres un texto todavía más inteligible, lee en la cuarta parte el modelo abreviado de oración de Calixto, patriarca de Constantinopla.
    Yo, que tenía la Filocalía en mis manos, buscaba el pasaje indicado sin poder encon-trarlo. El starets, volviendo algunas páginas, me dijo:
    —Yo te lo voy a enseñar: aquí está. —Y tomando un trozo de carbón del suelo, hizo una señal al margen de la página frente al pasaje indicado. Yo escuchaba con mucha atención todas las palabras del starets y procuraba grabarlas en mi memoria con firmeza y con detalle.
    En esto, me desperté, y como todavía era de noche continué acostado, recordando todo lo que había visto en sueños y repitiendo lo que me había dicho el starets. Después me puse a reflexionar. Dios sabe si es el alma de mi difunto starets la que se me aparece así, o si son mis propias ideas las que toman forma, porque pienso con mucha frecuencia y durante mucho tiempo en la Fiocalía y en el starets. Me levanté en esta incertidumbre de espíritu, pues ya apuntaba el día. Y he aquí que, en la piedra que me servía de mesa, veo la Filocalía abierta en la página indicada por el starets y marcada con una raya de carbón, exactamente como en mi sueño; hasta el carbón estaba junto al libro. Me quedé impresionado, acordándome de que no había dejado el libro allí la noche anterior, sino que lo había cerrado y colocado junto a mí antes de dormirme; y me acordaba además de que no había en él raya alguna que marcase aquella página. Todas estas coincidencias me daban fe de la verdad de la aparición y me confirmaron en la santidad de la memoria de mi starets. De modo que comencé a leer la Filocalía según el orden que me había sido indicado. Lo leí una vez, luego otra, y esta lectura inflamó mi celo y mis deseos de ver confirmado en actos todo cuanto había leído. Descubrí claramente el sentido de la oración interior y los medios de llegar a ella y sus efectos; comprendí cuánto regocija al alma y cómo es posible distinguir si esta felicidad viene de Dios, de la naturaleza sana, o de la ilusión.
    Y ante todo procuraba encontrar el lugar del corazón, según las enseñanzas de San Simeón el Nuevo Teólogo. Habiendo cerrado los ojos, dirigía mi mirada hacia el cora-zón, procurando representármelo tal como se encuentra en la parte izquierda del pecho y escuchando sus latidos.
    Primero practiqué este ejercicio durante media hora, varias veces al día. Al princi-pio, no veía más que tinieblas; pero bien pronto mi corazón apareció y comencé a sentir su profundo movimiento; después, conseguí introducir en mi corazón la oración de Je-sús, y hacerla brotar de él, según el ritmo de la respiración, tal como lo enseñan San Gregorio el Sinaíta, así como Calixto e Ignacio. Para conseguirlo, miraba mentalmente a mi corazón, inspiraba el aire y lo retenía en mi pecho diciendo: «Señor Jesucristo», y lo espiraba añadiendo: «tened piedad de mí». Al principio me ejercité en esto durante una o dos horas, después me apliqué cada vez con mayor frecuencia a este ejercicio, y al fin me ocupaba en él casi todo el día. Cuando me sentía pesado, fatigado o inquieto, en se-guida leía en la Filocalía los pasajes que tratan de la actividad del corazón, y pronto volvían a renacer en mí el deseo y las ansias por la oración. Al cabo de tres semanas, sentí un dolor en el corazón, y luego un agradable calor y gran sentimiento de consuelo y de paz. Esto me dio mayores fuerzas para ejercitarme en la oración, a la cual iban to-dos mis pensamientos, y comencé a sentir una gran alegría. A partir de aquel momento, de vez en cuando sentía diversas sensaciones nuevas en el corazón y en el espíritu. A veces era como una agitación en mi corazón y una agilidad, una libertad y un gozo tan grandes, que quedaba transformado y me veía en éxtasis. A veces, sentía muy ardiente amor a Jesucristo y a toda la divina creación. A veces las lágrimas  corrían sin esfuerzo de mi parte como un reconocimiento al Señor, que había tenido compasión de mí, peca-dor empedernido. A veces mi pobre y limitado espíritu se llenaba de tales luces, que comprendía con toda claridad cosas que antes yo no hubiera podido siquiera concebir. A veces el dulce calor de mi corazón se extendía por todo mi ser y empezaba a sentir con gran emoción la presencia del Señor. Y a veces, en fin, sentía una intensa y profunda alegría al pronunciar el nombre de Jesucristo y comprendía el significado de sus pala-bras: El Reino de Dios está dentro de vosotros .
    En medio de estas bienhechoras consolaciones, iba echando de ver que los efectos de la oración aparecían bajo tres formas: en el espíritu, en los sentidos y en la inteligencia. En el espíritu, por ejemplo, la dulzura del amor de Dios, la tranquilidad interior, el arro-bamiento del espíritu, la pureza de los pensamientos, el esplendor de la idea de Dios; en los sentidos, el agradable calor del corazón, la plenitud de dulzura en los miembros, el estremecimiento de gozo del corazón, la ligereza y vigor de la vida, la insensibilidad ante las enfermedades y el dolor; en la inteligencia, la iluminación de la razón, la com-prensión de las Santas Escrituras, el conocimiento del lenguaje de la creación, el des-apego de vanos cuidados, la conciencia de la suavidad de la vida interior, la certidumbre de la proximidad de Dios y de su amor por nosotros .
    Después de cinco meses de soledad en estos trabajos y en esta felicidad, me iba habi-tuando tan bien a la oración del corazón que la practicaba ininterrumpidamente, y al fin noté que ella se hacía de por sí sola, sin actividad alguna de mi parte; brotaba en mi es-píritu y en mi corazón no sólo en estado de vigilia, sino también durante el sueño, y no se interrumpía ni un solo instante.
    Llegó el tiempo de la tala de árboles, se fueron juntando leñadores y yo tuve que abandonar mi silenciosa morada. Después de haber dado las gracias al guarda y haber rezado una oración, besé aquel rincón de tierra en que el Señor se había dignado mani-festarme tan claramente su bondad, eché mi saco sobre mis hombros y partí. Caminé durante mucho tiempo, y recorrí muchas regiones antes de llegar a Irkutsk. La oración espontánea de mi corazón me sirvió de consuelo durante todo el camino, y nunca dejó de alegrarme, si bien de diversas maneras; en ninguna parte, ni en momento alguno me fue impedimento para ninguna cosa, y nada la pudo tampoco disminuir. Si trabajo, la oración opera sola en mi corazón y realizo mi tarea con mayor ligereza; si escucho o leo alguna cosa con atención, la oración no sufre interrupción, y voy sintiendo a la vez una y otra, como si estuviera desdoblado o como si en mi cuerpo trabajaran dos almas. ¡Oh, Dios mío, y qué misterioso es el hombre!…

    EL SALTO DEL LOBO

    Qué grandes son tus obras, oh Señor: todo lo hiciste con sabiduría . En mis pere-grinaciones me he encontrado con casos bien extraordinarios. Si debiera narrarlos todos, tendría para muchos días. Voy a contaros éste: una tarde de invierno iba yo caminando solo por un bosque con intención de pasar la noche a dos verstas más adelante, en un pueblecito que estaba ya a la vista. De repente un gran lobo saltó sobre mí. Yo tenía en la mano el rosario de lana  de mi starets que, como siempre, llevaba conmigo, e hice huir a la fiera con este rosario. ¿Y lo creeréis? El rosario se me fue de las manos y se quedó rodeando el cuello del lobo. Este retrocedió al instante y, saltando a través de las matas, quedó preso por las patas traseras en los espinos, mientras que el rosario quedaba enganchado de la rama de un árbol seco; el lobo se debatía con todas sus fuerzas, pero no conseguía desprenderse porque el rosario le apretaba la garganta. Yo hice con gran fe la señal de la cruz y corrí a soltar al lobo, temiendo sobre todo que arrancase el rosario y huyese con un objeto que yo estimaba tanto. Apenas me había acercado y puesto la ma-no sobre el rosario, el lobo, en efecto, lo rompió y echó a correr con toda la ligereza de sus patas. Dando gracias al Señor y acordándome de mi bienaventurado starets, llegué sin novedad al pueblo: me dirigí a la posada y pedí hospedaje. Entré en la casa, en la que dos viajeros estaban sentados a la mesa; el uno era ya viejo y el otro de edad madu-ra y corpulento. Pregunté quiénes eran al campesino que guardaba sus caballos, y éste me contestó que el anciano era maestro y el otro escribano del juez de paz. Los dos son de origen noble y los llevo a la feria a veinte verstas de aquí.
    Después de haber descansado un rato, pedí a la patrona aguja e hilo, me acerqué a la luz y comencé a recoser mi rosario. El escribano me miró y dijo:
    —Mucho has debido de rezar para llegar a romper tu rosario.
    —No soy yo quien lo ha roto, sino un lobo…
    —¡Toma! ¿De modo que hasta los lobos rezan? —respondió riendo el escribano.
    Les conté entonces al detalle lo que me había sucedido, y les dije la mucha estima en que tenía yo a este rosario. El escribano se echó a reír y dijo:
    —Para vosotros, gente crédula, siempre existen milagros. ¿Qué ves de misterioso en eso que has contado? Tú le has tirado sencillamente algún objeto, el lobo ha tenido mie-do y se ha puesto en fuga. Los perros y los lobos tienen siempre miedo de esos objetos que se les tira; y que se le hayan enredado las patas en la maleza no tiene nada de parti-cular. De modo que no hay que creer que todo lo que sucede en el mundo es por mila-gro.
    Entonces comenzó el profesor a discutir con él:
    —No hable usted de esa manera, señor: que no entiende usted mucho de estos asun-tos. Yo al menos, veo en la historia de este campesino un doble misterio, sensible y es-piritual.
    —¿Cómo se entiende eso? —preguntó el escribano.
    —Escúcheme usted: aunque no posea usted una instrucción muy profunda, habrá es-tudiado seguramente la historia sagrada por preguntas y respuestas, que se edita para las escuelas. Usted se acuerda que cuando el primer hombre, Adán, se hallaba en el estado de inocencia, todos los animales le estaban sometidos; se le acercaban sin miedo y él les ponía a cada uno su nombre. El starets al cual pertenecía este rosario era santo; ¿y qué es la santidad?, pues no es otra cosa que la resurrección, en el hombre pecador, del esta-do de inocencia del primer hombre merced a sus esfuerzos por adquirir las virtudes. El alma santifica al cuerpo. El rosario estaba sin cesar en las manos de un santo; pues bien, por el contacto continuado con su cuerpo, este objeto ha sido penetrado por una fuerza santa, la fuerza del estado de inocencia del primer hombre. He aquí el misterio de la naturaleza espiritual… Esta fuerza la sienten naturalmente todos los animales, sobre todo por el sentido del olfato, ya que el olfato es el órgano esencial de los sentidos en el animal. He aquí el misterio de la naturaleza sensible…
    —Para ustedes, los sabios, no hay sino fuerzas e historias de este género; pero noso-tros vemos las cosas desde otro punto de vista: servirse un vaso de licor y echárselo al estómago, esto es lo que da fuerza y vigor —dijo el escribano, y se dirigió hacia el ar-mario.
    —Diga usted lo que quiera —respondió el maestro—, pero por lo menos no pretenda usted negar lo que creen quienes saben más que usted.
    Mucho me gustaron las palabras del maestro; y así me acerqué a él y le dije:
    —Permítame usted contarle alguna cosa a propósito de mi starets.
    Le expliqué cómo se me había aparecido en sueños, y cómo después de haberme en-señado, había hecho una señal con carbón en la Filocalía. El maestro escuchó mi relato con atención. Pero el escribano refunfuñaba, recostado sobre un banco.
    —Ahora veo claro que hay gentes que se vuelven locas de tener siempre la nariz me-tida en la Biblia. No hay más que ver y oír a este buen hombre. ¿Quién será el coco que viene de noche a manchar tus libros con carbón? Seguramente que has dejado caer tu libro al suelo, mientras dormías, y los residuos de la ceniza te lo han manchado… En eso ha consistido todo tu milagro. ¡Ay, estos cortos de alcances! ¡Si no os conociéramos a ti y a todos los de tu cofradía!
    Después que hubo hablado de este modo, se volvió hacia la pared y se durmió. Oídas estas palabras, me incliné hacia el maestro y le dije:
    —Si usted quiere, yo le enseñaré el libro que lleva esta marca y no unos residuos de ceniza.
    Saqué la Filocalía de mi saco y se la enseñé diciendo:
    —Yo nunca puedo entender que sea posible a un alma incorpórea tomar un carbón y escribir…
    Miró el maestro la señal sobre el libro y dijo:
    —Este es el misterio de los espíritus. Y te lo quiero explicar:
    Cuando los espíritus aparecen a un hombre bajo una forma corpórea, forman su cuerpo visible de luz y de aire, empleando para esto los elementos de los que había esta-do hecho su cuerpo mortal. Y como el aire está dotado de elasticidad, el alma que de él se reviste está dotada de la facultad de obrar, de escribir, de apoderarse de objetos. Pero ¿qué libro es ese que tienes en la mano? Déjame que lo vea.
    Lo abrió y se encontró con el tratado de Simeón el Nuevo Teólogo.
    —Esto debe ser sin duda un libro teológico. No lo conozco.
    —Este libro, abuelo, contiene casi únicamente la enseñanza de la oración interior del corazón en el nombre de Jesucristo; esa enseñanza está explicada aquí en todos sus deta-lles por veinticinco Padres.
    —¿La oración interior? Ya sé lo que es —replicó el maestro.
    Me incliné profundamente delante de él y le supliqué que me dijera algunas palabras sobre la oración interior.
    —Muy bien. Está escrito en el Nuevo Testamento que el hombre y toda la creación están sometidos a su pesar a la vanidad, y que todas las cosas suspiran y tienden hacia la libertad de los hijos de Dios : este misterioso movimiento de la creación, este deseo innato de las almas es precisamente la oración interior. No es posible aprenderla, porque se halla en todos y en todo…
    —Pero, ¿cómo adquirirla, descubrirla y sentirla en el corazón? ¿Cómo adquirir con-ciencia de ella y aceptarla voluntariamente, conseguir que opere activamente, regocijan-do, iluminando y salvando al alma? —le pregunté.
    —No sé si hablaran de esto los tratados teológicos —respondió el maestro.
    —Sin duda que sí; porque aquí todo esto está escrito —repliqué…
    El maestro cogió una pluma y anotó el título de la Filocalía y dijo:
    —Voy a pedir este libro a Tobolsk y lo quiero leer.
    Y sin más palabras, nos separamos. Al marcharme, di gracias a Dios por mi conver-sación con aquel hombre y rogué al Señor que concediera al escribano la gracia de leer alguna vez la Filocalia y de comprender su sentido para el bien de su alma.

    LA JOVEN DE LA ALDEA

    En otra ocasión, por primavera, llegué a un pueblecito y me detuve en casa del sa-cerdote. Era éste un hombre excelente que vivía solo. Pasé tres días en su casa. Habién-dome examinado durante esos días, me dijo:
    —Quédate conmigo y yo te pagaré un salario, pues tengo necesidad de un hombre de confianza. Ya has visto que está en construcción una iglesia nueva de piedra junto a la vieja que es de madera. No me es posible encontrar un hombre de conciencia para vigilar a los obreros y estar en la capilla para recoger las limosnas para la construcción; veo que tú serías a propósito para esto y que este género de vida te convendría mucho. Podrás estar solo en la capilla para rezar y pedir a Dios, pues hay en ella un lugar solita-rio donde pasar el día. Quédate, por favor, al menos hasta que la iglesia esté terminada.
    Yo me resistí cuanto pude, pero al fin debí ceder a las súplicas apremiantes del sa-cerdote. Me quedé pues hasta el otoño, y me instalé en la capilla. Al principio tuve bas-tante tranquilidad y pude ejercitarme en la oración; pero los días de fiesta, sobre todo, venía mucha gente, unos a rezar, otros a bostezar, y otros para sisar algunas monedas de la bandeja de la colecta. Y como yo leía la Biblia o la Filocalía, algunos de los visitan-tes solían conversar conmigo, y otros me pedían que les hiciera un poco de lectura.
    Al cabo de algún tiempo, observé que una joven del lugar venía con frecuencia a la capilla y se quedaba en ella largo tiempo haciendo oración. Como yo prestase atención a lo que rezaba, oí que decía oraciones muy raras, y hasta algunas totalmente desfigura-das. Le pregunté quién le había enseñado aquellas cosas. Y me respondió que su madre que era ortodoxa, mientras que su padre era un cismático , de la secta de los «sin sacer-dotes». Esta situación me pareció muy triste y le aconsejé recitar las oraciones correc-tamente, según la tradición de la Santa Iglesia. Le enseñé el Padre Nuestro y el Ave Ma-ría. Al fin le dije:
    —Reza sobre todo la oración de Jesús; ella nos acerca a Dios más que todas las de-más oraciones y por ella conseguirás la salvación de tu alma.
    La joven me escuchó con atención y se condujo con toda sencillez según mis conse-jos. ¿Y lo creeréis? Poco tiempo después me anunció que se había acostumbrado a la oración de Jesús y que sentía el deseo de repetirla incesantemente siempre que le era posible. Cuando rezaba, sentía alegría y finalmente un gran gozo, así como el deseo de continuar rezando. Todo esto me causó gran contento, y le aconsejé que siguiera rezan-do cada día más, invocando el nombre de Jesucristo.
    El verano tocaba a su fin. Muchos de los visitantes de la capilla venían a visitarme, no solamente para pedir un consejo o una lectura, sino para contarme sus dificultades familiares y aun a preguntarme cómo hacer para encontrar los objetos perdidos; induda-blemente muchos me tomaban por un adivino. Y he aquí que un día de aquellos, vino la joven, toda llena de amargura, a preguntarme qué es lo que debía hacer. Su padre quería casarla contra su voluntad con un cismático como él y el oficiante sería un campesino. «¿Es esto un matrimonio legal?», clamaba la pobre; ¡esto no es sino puro libertinaje! Quiero huir a cualquier lugar que sea. Yo le repliqué:
    —¿A dónde huirás, que no te encuentren en seguida? En estos tiempos, en ninguna parte podrás ocultarte, pues careces de toda documentación; fácilmente darán contigo. Es mejor rogar a Dios con fervor y celo que desbarate por sus caminos los propósitos de tu padre y que guarde tu alma del pecado y de la herejía. Esto es siempre mejor que tu idea de fuga.
    Pasaba el tiempo. El ruido y las distracciones me resultaban cada vez más penosas. Y por fin, al terminar el verano, decidí abandonar la capilla y volver a peregrinar como antes. Me presenté al sacerdote y le dije:
    —Padre mío, usted conoce mi manera de ser. Yo necesito tranquilidad para ocupar-me en la oración, y aquí no encuentro sino bulla y distracciones. Ya he cumplido con lo que usted me había pedido, quedándome todo el verano; ahora, permítame seguir mi camino y bendiga mi solitaria ruta.
    El sacerdote no quería dejarme ir y buscó convencerme aún con un discurso:
    —¿Qué es lo que te puede impedir orar en este lugar? Ninguna ocupación tienes más que permanecer en la capilla, y la mesa la encuentras puesta. Continúa rezando aquí día y noche si así te place, y vive con Dios. Tú vales y eres útil aquí; no dices tonterías a los visitantes, eres fiel y honrado y además aseguras ciertas limosnas a la iglesia de Dios. Esto es mejor a los ojos del Señor que tu oración solitaria. ¿Por qué vivir todo el día solo? Entre la gente, la oración se hace con mucha más alegría. Dios no creó al hombre para que no se conozca más que a sí mismo, sino para que cada uno ayude a su prójimo, comunicándose unos a otros la salvación, según las posibilidades de cada cual. Fíjate en los santos y en los doctores ecuménicos: día y noche estaban en movimiento y preocu-pados por la Iglesia, predicaban en todas partes y no se ocultaban en la soledad lejos de sus hermanos.
    —Cada uno recibe de Dios el don que más le conviene, padre mío: muchos predica-ron a las muchedumbres y otros muchos vivieron en la soledad. Cada uno obraba según su propia inclinación, creyendo que era el camino de salvación que Dios mismo le indi-caba. Pues ¿cómo explicará usted que tantos santos hayan rechazado todas las dignida-des y los honores de la Iglesia huyendo al desierto, a fin de no ser tentados en el mundo? San Isaac el Sirio abandonó de esta manera a sus fieles, y el bienaventurado Atanasio el Athonita  dejó su monasterio: consideraban estos lugares como demasiado seductores, y creían en verdad en las palabras de Jesucristo: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? .
    —Pero es que esos eran grandes santos —contestó el sacerdote.
    —Si los santos se guardaban con tanto cuidado del contacto con los hombres —respondí yo—, ¿qué no deberá hacer un desgraciado pecador?
    Finalmente, dije adiós a aquel buen sacerdote y nos separamos afectuosamente.
    Después de caminar diez verstas, me detuve para pasar la noche en un pueblecito. Había allí un campesino enfermo de muerte. Yo aconsejé a su familia que le hiciera comulgar con los santos misterios de Cristo, y llegada la mañana mandaron al pueblo en busca del sacerdote. Yo me quedé allí a fin de inclinarme delante de los Santos Dones y rezar durante la administración de tan gran sacramento. Estaba sentado en un banco delante de la casa esperando la llegada del sacerdote, cuando de repente vi venir co-rriendo hacia mí a aquella joven que había visto rezando en la capilla.
    —¿Cómo llegaste hasta aquí? —le pregunté.
    —Es que en mi casa estaba ya todo preparado para casarme con el cismático, y he huido.
    Y luego echándose a mis pies, me suplicó:
    — ¡Ten compasión de mí! Tómame contigo y llévame a un convento; yo no quiero casarme, sino vivir en el convento rezando la oración de Jesús. A ti te escucharán, y me recibirán.
    —¿Qué es lo que dices? ¿A dónde quieres que te lleve, si no conozco un solo con-vento por estos lugares? ¿Ni cómo llevarte conmigo no teniendo, como no tienes, pasa-porte? En estas condiciones no te será posible detenerte en ninguna parte; te harán vol-ver a tu casa y te castigarán por vagabunda. Mejor será que te vuelvas a casa y ruegues a Dios; y si no quieres casarte, finge alguna incapacidad. Se llama a esto una ficción pia-dosa; así obró la santa madre de Clemente, la bienaventurada Marina , que se santificó en un monasterio de hombres, y otros muchos.
    Mientras hablábamos de esta manera, vimos llegar a cuatro campesinos en un carri-coche galopando derechos adonde estábamos nosotros. Apoderándose de la joven, la hicieron subir al carro y la enviaron por delante con uno de ellos; los otros tres me ata-ron mano con mano y me volvieron al lugar donde había pasado el verano. A todas mis explicaciones, respondían vociferando:
    —¡Vaya con el santito este! ¡Ya te vamos a enseñar a seducir a las muchachas!
    Hacia el atardecer, me llevaron a la cárcel, me pusieron el cepo en los pies y me en-cerraron para juzgarme por la mañana siguiente. El sacerdote, al saber que me hallaba preso, vino a visitarme, me trajo de comer, me consoló y me dijo que él tomaría a su cargo mi defensa y declararía, como confesor, que yo estaba bien lejos de tener las in-tenciones que me querían atribuir. Estuvo un poco de tiempo conmigo y se fue.
    Al llegar la noche, el preboste de la jurisdicción vino a pasar por aquel lugar, y le contaron lo que sucedía. Dio orden de convocar la asamblea comunal y de llevarme a la casa de justicia. Entrados en ella, permanecimos de pie, esperando. En esto llegó el pre-boste dispuesto a proceder inmediatamente. Se sentó en el estrado, guardando su som-brero, y gritó:
    —A ver, Epifanio: esta joven, tu hija, ¿no se ha llevado nada de tu casa?
    —Nada, señor.
    —¿No ha hecho alguna bellaquería con este idiota?
    —Ninguna, señor.
    —Entonces el asunto está terminado y juzgado, y decidimos:
    Con tu hija, arréglate como mejor te parezca; a este tunante le pediremos que se vaya lejos de aquí, después de haberle impuesto un buen correctivo, para que nunca se le ocu-rra poner de nuevo los pies en este pueblo. Y se acabó.
    Y sin añadir una palabra más, el preboste se levantó y se fue a dormir. A mí, me de-volvieron a la prisión. Al día siguiente, muy de mañana, vinieron dos gañanes  que me dieron mis buenos azotes dejándome luego en libertad. Yo me alejé, dando gracias a Dios que me había permitido padecer en nombre suyo. Todo esto me llenó de grandísi-mo consuelo y me animó más y más a la oración.
    Estos acontecimientos no me causaron la más pequeña aflicción. Parecía como si se le acaecieran a otra persona y yo no fuera más que un espectador; y esto aun cuando me estaban dando los azotes. La oración, que llenaba de alegría mi corazón, no me permitía prestar atención a cosa alguna. Cuando llevaba recorridas cuatro verstas, me encontré con la madre de la joven, que volvía del mercado. Se detuvo y me dijo:
    —El novio de la niña nos ha dejado. Se ha enojado contra Akulka , y todo por haberse ido de casa.
    Luego me dio un pan y un pastel, y yo seguí mi camino.
    El tiempo era seco y yo no tenía ganas de dormir en poblado. En esto vi en el bosque dos montones de heno, y a ellos me fui para pasar la noche. Me quedé dormido y empe-cé a soñar que iba camino adelante, leyendo los capítulos de San Antonio el Grande  en la Filocalia. En esto, se presentó el starets y me dijo: «No es esto lo que tienes que le-er»; y me indicó el capítulo treinta 1cinco de Juan de Cárpatos  en donde está escrito: «… a veces el discípulo se ve expuesto al deshonor, pero sobrelleva estas pruebas por aquellos a quienes ha ayudado espiritualmente». Y me señaló asimismo el capítulo cua-renta y uno en el que se dice: «… todos aquellos que se entregan con mayor ardor a la oración están más expuestos a terribles y fortísimas tentaciones».
    Luego me dijo:
    —¡Animo y no decaigas nunca de valor! No olvides las palabras del Apóstol: Mayor es quien está en vosotros que quien está en el mundo . Ahora has visto por experiencia que no hay tentación que esté sobre las fuerzas del hombre. Porque Dios dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla . Por la esperanza en el auxilio del Se-ñor fueron sostenidos los santos, que no pasaron la vida solamente rezando, sino que buscaron, por amor, enseñar y dar luz a los demás. Mira lo que dice a este propósito San Gregorio de Tesalónica : «No basta orar incesantemente según el mandamiento divino, sino que debemos exponer esta enseñanza a todos: monjes, laicos, inteligente o simples, hombres, mujeres o niños, a fin de despertar en ellos el celo por la oración interior.» El bienaventurado Calixto Teicoudas  se expresa de la misma manera: «La actividad espi-ritual (es decir, la oración interior) —escribe—-, el conocimiento contemplativo y los medios de elevar el alma no se han de guardar para uno mismo, sino que se deben co-municar por la escritura o por el discurso a fin de procurar el bien y el amor de todos. Y la Palabra de Dios declara que el hermano a quien su hermano ayuda es como una ciu-dad alta y fortificada . En todas estas cosas hay que huir de la vanidad con toda la fuerza del alma, y vigilar para que la buena semilla de las divinas enseñanzas no sea arrastrada por el viento.»
    Cuando me desperté, sentí una gran alegría en mi corazón y muy renovado vigor en mi alma. Y sin más continué mi camino.

    CURACIONES MARAVILLOSAS

    Bastante tiempo después, todavía tuve otra aventura. Os la voy a contar si no os pa-rece enojoso.
    Un día, el 24 de marzo, sentí grandísima necesidad de comulgar con los Santos Mis-terios de Cristo el día consagrado a la Madre de Dios en recuerdo de su divina Anuncia-ción. Pregunté si había por aquellos lugares alguna iglesia, y me dijeron que había una a treinta verstas.
    Emprendí la marcha, caminando lo que quedaba del día y toda la noche a fin de lle-gar a la hora de Maitines. El tiempo era muy malo: a ratos nevaba, a ratos llovía y so-plaba además un viento violento y frío. La ruta atravesaba un riachuelo; y daba sobre él los primeros pasos, cuando el hielo se rompió bajo mis pies. Caí al agua hasta la cintura, y llegué todo empapado a Maitines, que oí, así como la Misa, durante la cual Dios per-mitió que pudiera comulgar.
    Para poder pasar el día en paz, sin que nada turbase, mi gozo espiritual, pedí al guar-dián que me permitiera estar hasta el día siguiente en la casilla de guardia. Pasé este día en medio de una dicha indecible y en la paz del corazón; tendido en un banco en esta helada cabina, estuve tan bien como si reposara en el seno de Abraham; la oración obra-ba con eficacia. El amor a Jesucristo y a la Santa Madre de Dios recorría mi corazón en oleadas bienhechoras y tenía sumergida mi alma en un éxtasis lleno de consuelo. En el momento de echarse la noche encima, sentí de repente un violento dolor en las piernas y recordé que me las había mojado. Pero rechazando esta distracción, me concentré de nuevo en la oración y ya no volví a sentir el mal. Cuando por la mañana quise levantar-me, me fue imposible mover las piernas, que estaban sin fuerzas y tan blandas como unos algodones. El guardián me tiró del banco abajo, y allí me quedé dos días por no poderme mover. Al tercer día, el guardián me echó de la barraca diciendo:
    —Si mueres aquí, aun tendremos el trabajo de correr y ocuparnos de ti.
    Arrastrándome con las manos, pude llegar hasta la escalinata de la iglesia y allí que-dé echado por tierra. Las gentes que pasaban no prestaban la menor atención ni a mí ni a mis ruegos.
    Hasta que al fin un campesino se acercó a mí y empezó a hablarme. Después de al-gunas palabras vino a decir:
    —¿Qué me darás si te curo? Yo tuve exactamente lo mismo que tú, y conozco un remedio. —Le respondí que no tenía nada que darle—. ¿Qué es lo que tienes entonces en tu alforja?
    —No tengo sino pan seco y algunos libros.
    —Bueno, entonces dame palabra de trabajar en mi casa durante un verano si llegas a sanar.
    —Tampoco puedo trabajar. ¿No ves que no tengo más que un brazo que pueda va-lerse?
    —¿Qué es lo que sabes hacer, entonces?
    —Nada, fuera de leer y escribir.
    —¡Ah! ¿Con que sabes escribir? Bueno; entonces podrás enseñar a escribir a mi hi-jo; sabe leer un poco, pero yo quiero que aprenda a escribir. Pero los maestros piden mucho: veinte rublos para aprender toda la escritura.
    Llegamos, pues, a una avenencia, y con la ayuda del guardián me transportaron a ca-sa del campesino en la que me pusieron en un viejo baño  al fondo del cercado.
    Comenzó el campesino a curarme: reunió en el campo, en el corral y en los hoyos de la basura una gran olla de viejos huesos de animales, de aves y de cualquiera otra alima-ña; los lavó, los hizo pedazos muy pequeños rompiéndolos con una piedra y los echó en una gran marmita; la tapó con una tapadera que tenía un agujero en el centro y lo echó todo en un recipiente que había puesto bien hondo en tierra. Untó con gran cuidado el fondo de la marmita con una espesa capa de tierra arcillosa y la cubrió de troncos que dejó arder durante más de veinticuatro horas. Al colocar los troncos decía: «Todo esto va a formar un alquitrán de huesos.» Al día siguiente, desenterró el recipiente, en el cual se había depositado por el orificio de la tapadera como un litro de un liquido espeso, rojizo y aceitoso que olía a carne fresca. Los huesos que quedaron en la marmita, de negros y podridos que eran, tenían ahora un color tan blanco y transparente como el nácar o las perlas. Cinco veces al día me friccionaba las piernas con este líquido. ¿Y lo creeréis? Al día siguiente, noté que podía mover los dedos; al tercer día, ya podía doblar las piernas; y al quinto me podía tener de pie y caminar por el patio con la ayuda de un bastón. Al cabo de una semana, mis piernas habían recobrado la normalidad. Di gracias a Dios y me decía a mí mismo: la sabiduría de Dios échase de ver en sus criaturas. Unos huesos secos, o podridos, prontos a convertirse en tierra, conservan en sí una fuerza vi-tal, un color y un olor, y ejercen una acción sobre los cuerpos vivientes, a los que son capaces de devolver la vida. Prueba es todo esto de la Resurrección futura. ¡Con qué placer hubiera hecho conocer todas estas cosas al guarda forestal en cuya casa había yo vivido, quien dudaba de la resurrección de los cuerpos!
    Habiendo recobrado la salud, como queda dicho, comencé a ocuparme del niño. Es-cribí como modelo la oración de Jesús y se la hice copiar enseñándole cómo ir formando las letras con arte. Tal ocupación me resultaba muy cómoda, pues el niño servía durante el día en casa del intendente, y sólo venía a buscarme mientras aquél dormía, es decir, por la mañana muy temprano. El niño era inteligente, y pronto aprendió a escribir casi correctamente.
    El intendente, al verle escribir, le preguntó:
    —¿Quién es el que te da lecciones de escritura?
    Respondió el niño que era el peregrino manco que vivía en la casa de su padre en el viejo baño. El intendente, curioso —era un polaco—, vino a verme y me encontró cuan-do yo empezaba a leer la Filocalía. Habló unos momentos conmigo y me dijo:
    —¿Qué es lo que lees ahí?
    Yo le enseñé el libro.
    —¡Ah, es la Filocalía! —dijo–—. Yo vi ese libro en casa de nuestro cura, cuando vivía en Vilna. Pero he oído decir que contiene fórmulas muy raras de oraciones, inven-tadas por algunos monjes griegos a ejemplo de los fanáticos de la India y de Bukhara, que hinchan sus pulmones y creen tontamente, en cuanto empiezan a sentir cierta sensa-ción en el corazón, que esta sensación natural es una oración dada por el mismo Dios. Hay que orar con toda sencillez, para cumplir los deberes para con Dios; al levantarse, hay que rezar el Padre Nuestro como lo enseña Jesucristo, y ya basta para todo el día. Pero si se repite siempre la misma cosa, hay peligro de volverse loco y de enfermar del corazón.
    —No habléis así de este libro santo, pues no son unos monjes griegos cualesquiera quienes lo escribieron, sino unos antiguos y santos personajes que vuestra Iglesia tam-bién venera, como Antonio el Grande, Macario el Grande  Marcos el Asceta , Juan Crisóstomo y otros. Los monjes de la India y de Bukhara han imitado de ellos la técnica de la oración, pero la han desfigurado y echado a perder, según me lo ha contado mi starets. En la Filocalía, todas las enseñanzas están tomadas de la Palabra divina, de la Santa Biblia, en la cual, Jesucristo, al propio tiempo que mandaba rezar el Padre Nues-tro, enseñaba que había que orar sin cesar, al decir: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente ; velad y orad  permaneced en mí y yo en vosotros . Y los Santos Padres, citando el testimonio del Rey David en los Salmos: Gustad y ved cuán bueno es el Señor  lo interpretan diciendo que el cristiano debe es-forzarse mucho por conocer la dulzura de la oración, que en todo momento debe buscar consuelo en ella y no contentarse con decir una sola vez el Padre Nuestro. Escuchad y os leeré lo que dicen los Padres de aquellos que no ponen cuidado alguno en estudiar la bienhechora oración del corazón. Declaran que los tales cometen un triple pecado; por-que: 1º., se ponen en contradicción con las Sagradas Escrituras; 2°., no admiten que exista para el alma un estado superior y perfecto. Contentándose con las virtudes exte-riores, permanecen ignorantes del hambre y sed de justicia y se privan de la beatitud de Dios; y 3º., considerando sus virtudes exteriores, a menudo caen en el contentamiento de sí mismos y en la vanidad.
    —Muy elevado es eso que has leído, dijo el intendente; pero nosotros, los laicos, ¿cómo podríamos ir por tan alto camino?
    —Mirad, voy a leeros cómo muchos hombres de bien han podido, en su estado de laicos, aprender la oración incesante y nunca interrumpida. Abrí la Filocalía en el trata-do de Simeón el Nuevo Teólogo sobre el joven Jorge , y empecé a leer.
    Gustó la lectura al intendente, y me dijo:
    —Dame este libro, que lo iré leyendo en mis ratos libres.
    —Si queréis, os lo prestaré para un día, pero no para más, pues yo lo leo sin cesar y me es imposible pasar sin él.
    —Pero por lo menos podrás copiarme ese pasaje; hazlo y te daré algún dinero.
    —No tengo necesidad de vuestro dinero; pero os lo copiaré de muy buena gana, es-perando que Dios os dé celo por la oración.
    Sin pérdida de tiempo, saqué una copia del pasaje que le había leído. Se lo leyó él a su mujer y ambos lo encontraron muy interesante y hermoso. Desde aquel día, me en-viaban a buscar de vez en cuando. Iba yo a su casa con la Filocalía y les hacía alguna lectura, que ellos escuchaban tomando el té. Un día, me hicieron quedar a comer. La mujer del intendente, una muy amable señora de edad, estaba comiendo pescado asado a la parrilla, cuando, de repente, se tragó una espina. A pesar de todos nuestros esfuerzos, nos fue imposible sacársela; la señora sufría mucho de la garganta y al cabo de dos ho-ras hubo de acostarse. Enviaron a buscar al médico, que vivía a treinta verstas de allí, y yo me volví a casa entristecido.

  • Crow

    Durante la noche, como yo durmiera con un sueño ligero, oí de repente la voz de mi starets, sin ver a nadie. La voz me dijo:
    —Tu patrón te curó a ti, y tú ¿nada puedes hacer por la intendente? Dios nos mandó compadecernos de los males del prójimo.
    —De buena gana le ayudaría, pero ¿cómo he de hacerlo? Yo no conozco remedio alguno.
    —Esto es lo que has de hacer: esa señora sintió siempre gran repugnancia por el aceite de ricino, cuyo solo olor le produce náuseas. Ve, pues, y dale una buena cuchara-da de ese aceite; con esto la señora vomitará, la espina saldrá fuera y además el aceite le suavizará la herida de la garganta y sanará.
    —¿Y cómo podré yo hacerle tomar el aceite, si tanto horror siente por él?
    —Pídele al intendente que la tenga bien por la cabeza, y échale por la fuerza el li-quido en la boca.
    Me desperté y fui inmediatamente a casa del intendente, a quien le conté todo al de-talle. Él me replicó:
    —No sé para qué podrá servir tu aceite. Mí esposa tiene ya fiebre y delira, y su cue-llo está muy inflamado. Mas si quieres probar tu remedio, puedes hacerlo; si el aceite no hace bien alguno, tampoco hará ningún mal.
    Echó el intendente aceite de ricino en un vasito, y al fin pudimos conseguir hacérse-lo tragar. Inmediatamente tuvo un fuerte vómito y echó la espina  con un poco de san-gre; se sintió mejor y se durmió profundamente.
    Al día siguiente, por la mañana, volví para ver cómo iban las cosas, y la encontré con su marido tomando el té; estaba muy admirada de su curación y sobre todo de lo que me había sido dicho en sueños acerca de su repugnancia por el aceite de ricino, por-que nunca habían hablado de eso con nadie. En aquel momento llegaba el médico; le contó el intendente cómo había sido curada, y yo le referí cómo me había curado las piernas el campesino. El médico declaró que ninguno de los dos casos tenía nada de sorprendente, pues una fuerza de la naturaleza había intervenido en ambas ocasiones.
    —Pero —añadió— los voy a anotar para no olvidarme. —Sacó una pluma de su bol-sillo, y escribió algunas líneas en su cuaderno.
    Muy pronto corrió el rumor de que yo era adivino, curandero y brujo; de todas partes venían a verme para consultarme, me traían regalos y comenzaron a venerarme como a un santo. Pasada una semana, comencé a reflexionar sobre el caso, y tuve miedo de caer en la vanidad y en la disipación. A la noche siguiente, abandoné la aldea en secreto.

    LLEGADA A IRKUTSK

    Así me vi de nuevo caminando por el camino solitario, y me sentía tan ligero como si de mis hombros hubiera caído una pesada montaña. La oración me consolaba cada vez más. A veces mi corazón hervía en un infinito amor a Jesucristo; y este hervor ma-ravilloso corría en oleadas bienhechoras por todo mi ser. La imagen de Jesucristo estaba tan fuertemente grabada en mi espíritu que, al pensar en los hechos del Evangelio, me parecía como si los contemplase con mis propios ojos. Esto me emocionaba y lloraba de alegría, y en algún momento sentía en mi corazón una felicidad tal que no acierto a des-cribirla. A veces, me quedaba durante tres días lejos de la gente y de las casas, y como en éxtasis me sentía solo en la tierra, yo miserable pecador delante del Dios misericor-dioso y amigo de los hombres. Esta soledad era mi felicidad, y la dulzura de la oración me resultaba en ella mucho más sensible que viviendo con los hombres.
    Llegué por fin a Irkutsk. Después de haberme postrado ante las reliquias de San Ino-cente, me preguntaba a dónde iría después. No tenía ganas de estar en la ciudad por mu-cho tiempo, pues era muy populosa. Y así iba caminando y pensando en estas cosas. Encontré, de repente, a un comerciante del país, que me detuvo y me dijo:
    —Tú eres un peregrino. ¿Por qué no vienes conmigo a mi casa?
    Llegamos a su rica morada. Me preguntó quién era, y yo le conté mi viaje y andan-zas. A esto me contestó:
    —Tú deberías ir hasta la antigua Jerusalén. Allí hay una santidad tal como no se la encuentra en parte alguna.
    —De muy buena gana iría allí —le respondí—; pero la travesía cuesta muy cara y yo no tengo dinero con qué pagarla.
    —Si te parece bien, yo te indicaré un medio para hacerlo —dijo el mercader—; el año pasado envié allí a un amigo nuestro.
    Yo caí a sus pies, y él me dijo:
    —Mira, yo te daré una carta para uno de mis hijos, que está en Odesa y hace el co-mercio con Constantinopla; allí, en sus oficinas, te pagarán el viaje hasta Jerusalén. No es tan caro como te imaginas.
    Estas palabras me llenaron de alegría; di las gracias emocionado a este bienhechor y sobre todo se las di a Dios, que tan paternal amor demostraba hacia mí, pecador empe-dernido, que ni a Él ni a los demás hacía bien alguno y comía inútilmente el pan ajeno.
    Permanecí tres días en casa de este generoso comerciante. Me dio una carta para su hijo y yo me dirigí a Odesa con la esperanza de llegar a la santa ciudad de Jerusalén, pero ignorando si el Señor me permitiría postrarme de hinojos delante de su sepulcro vivificador.

    TERCER RELATO

    Antes de mi partida de Irkutsk, volví a visitar al padre espiritual con el que había te-nido antes varias conversaciones y le dije:
    —Estoy a punto de partir para Jerusalén; he venido a deciros adiós y agradeceros la caridad que habéis tenido para conmigo, miserable peregrino.
    Él me respondió:
    —Que Dios bendiga tu camino. Pero no has contado nada de ti: quién eres y de dón-de vienes. He oído muchas historias de tus viajes, y me gustaría saber algo de tus oríge-nes y de tu vida hasta el momento de comenzar tu vida errante.
    —De muy buena gana os quiero dar gusto en lo que me pedís, le respondí; además, no es muy largo de contar.

    LA VIDA DEL PEREGRINO

    Nací en un pequeño pueblo de la provincia de Orel. A la muerte de mis padres, que-damos dos solos, mi hermano mayor y yo. Él tenía diez años, yo sólo tres. Nuestro abuelo nos llevó a su casa para darnos educación; era un anciano honorable y en buena posición; tenía una posada al borde del camino real, y como era muy buena persona, muchos pasajeros se detenían en su casa. Fuimos, pues, a vivir con él. Mi hermano era muy inquieto y todo el día andaba corriendo por el pueblo, mientras que yo casi nunca me movía de casa de mi abuelo. Los días de fiesta, nos llevaba a la iglesia, y en casa a menudo leía la Biblia, esta misma que yo llevo conmigo. Mi hermano creció y comenzó a beber. Yo tenía siete años. Un día que estábamos acostados los dos en la estufa , él me dio un empujón y me tiró abajo. Me lastimé el brazo izquierdo, y desde entonces estoy imposibilitado para hacer uso de él; se me quedó como seco.
    Mi abuelo, viendo que no le sería posible emplearme en los trabajos del campo, de-cidió enseñarme a leer y, como no tenían abecedarios, se sirvió para ello de esta Biblia. Me enseñaba las letras y me obligaba luego a deletrear las palabras, y más tarde a escri-bir las letras. Así que, a fuerza de repetir con él, acabé sabiendo leer. Más tarde, cuando él ya no veía mucho, me hacía leer la Biblia en voz alta y me iba corrigiendo. A menudo se detenía en nuestra casa un escribano que tenía una letra muy bonita, y a mí me gusta-ba mucho ver como escribía. Yo solo comencé a formar palabras haciendo tal como le veía hacer a él. Entonces él me indicó cómo debía hacerlo, me dio papel y tinta y me cortaba plumas. De modo que poco a poco aprendí a escribir. Esto le agradó mucho a mi abuelo, que me decía:
    —Ya ves que Dios te ha concedido saber letras; así te harás un hombre. Da gracias a Dios y rézale más a menudo.
    Ibamos a la iglesia a todos los oficios, y también en casa rezábamos con frecuencia. Me hacían repetir: «Tened piedad de mí, Señor»; y el abuelo y la abuela hacían inclina-ciones hasta el suelo o se ponían de rodillas. Así llegué a la edad de diecisiete años, cuando murió mi abuela. Mi abuelo me dijo:
    —Ya ves que estamos sin patrona en la casa, ¿y cómo arreglarse sin mujer? Tu her-mano mayor no vale para nada, así que voy a casarte.
    Me negué alegando que era lisiado, pero el abuelo insistió y me casaron con una jo-ven seria y muy buena, de veinte años. Pasado un año, mi abuelo enfermó de muerte. Me llamó junto a él, me dijo adiós y añadió:
    —Te dejo la casa y todo lo que tengo; vive como Dios manda, no engañes nunca a nadie y sobre todas las cosas reza siempre a Dios; de Él nos viene todo lo que tenemos. No pongas tu esperanza sino en Dios, no dejes de ir a la iglesia, lee la Biblia y acuérdate de nosotros en tus oraciones. Aquí tienes mil rublos de plata; guárdalos, no los gastes en cosas inútiles, pero tampoco seas avaro; reparte entre los mendigos y las iglesias de Dios.
    Murió y lo enterré. Mi hermano tuvo envidia por haber yo recibido la posada en he-rencia; me puso muchas dificultades, y le tentó tanto el Enemigo que decidió matarme. Una noche, mientras dormíamos y no había ningún viajero, penetró en el cuarto de las provisiones y le pegó fuego después de haber cogido todo el dinero que había en un cofre. Nos despertamos cuando toda la casa estaba ya en llamas y apenas tuvimos tiem-po para saltar por la ventana tal como estábamos.
    Teníamos la Biblia bajo la almohada y pudimos llevarla con nosotros. Vimos cómo ardía nuestra casa y nos dijimos: Gracias a Dios que hemos podido salvar la Biblia; así podremos al menos consolarnos en la desgracia. De este modo consumieron las llamas todos nuestros bienes, y mi hermano desapareció de la región. Más tarde, se glorió de estas cosas estando bebido, y así supimos que había sido él quien se había llevado el dinero y pegado fuego a la casa.
    De modo que nos quedamos desnudos y sin cosa alguna, como verdaderos mendi-gos. No sin dificultades, pidiendo prestado, pudimos levantar una pequeña cabaña y allí vivimos como unos miserables. Mi esposa no tenía igual para hilar, tejer y coser. Reci-bía encargos de la gente y trabajaba noche y día para poder darme de comer. Por el es-tado de mi brazo, yo no era capaz ni siquiera de tejer calzados de cortezas. Por lo gene-ral, ella hilaba o tejía y yo, sentado junto a ella, leía la Biblia; ella escuchaba y a veces se echaba a llorar. Cuando yo le preguntaba: «¿Por qué lloras? Gracias a Dios, aunque con dificultades, podemos vivir», ella me respondía: «Me emociono al oír las cosas tan bien escritas de la Biblia.»
    También nos acordábamos de las recomendaciones que nos había hecho el abuelo; ayunábamos a menudo, leíamos todas las mañanas el himno acatista  y por la noche hacíamos cada uno mil saludos delante de las imágenes para que nos libraran de la ten-tación. Así vivimos tranquilamente durante dos años. Mas he aquí algo notable: no sa-bíamos nada de la oración interior hecha en el corazón, ni siquiera habíamos oído hablar de ella; hacíamos las inclinaciones como unos ignorantes, y sin embargo el deseo de orar estaba allí, esta larga oración exterior no se nos hacía difícil y hasta la rezábamos con gusto. Sin duda tenía razón aquel maestro que me dijo en cierta ocasión que en el interior del hombre existe una oración misteriosa de la cual ni él mismo sabe cómo se produce, pero que mueve a cada uno a orar según sabe y puede.
    Al cabo de dos años de esta vida, mi mujer cayó con intensa fiebre, y al noveno día, después de haber comulgado, murió. Me quedé solo, completamente solo, y no podía hacer nada. No me quedaba más remedio que ir por el mundo pidiendo limosna, pero ello me daba mucha vergüenza; además, me sentía tan desgraciado pensando en mi mu-jer, que no sabía donde esconderme. Cuando entraba en la cabaña y veía cualquiera de sus vestidos o su pañuelo de la cabeza, me ponía a. sollozar y perdía el conocimiento. Viviendo en casa no podía soportar tanta tristeza; por lo tanto, la vendí por veinte rublos y repartí entre los pobres mis ropas y las de mi mujer. En razón de mi brazo lisiado, me dieron un pasaporte perpetuo, cogí mi querida Biblia y me fui de allí sin rumbo.
    Cuando salí al camino, me pregunté: ¿A dónde iré ahora? Primero iré a Kiev, me postraré ante los santos de Dios y les pedirá que me sean propicios en mi desgracia. En cuanto tomé esta decisión, me sentí mejor y con gran consuelo llegué a Kiev.
    Hace ya trece años que voy caminando sin descanso; he visitado muchas iglesias y monasterios, pero ahora voy caminando más bien por las estepas y los campos. No sé si el Señor me permitirá llegar a la santa Jerusalén: Si esta es la voluntad de Dios, acaso pueda llegar para dar allí tierra a mis huesos pecadores.
    —Pues, ¿qué edad tienes ahora?
    —Treinta y tres años.
    —La edad de Cristo.

    CUARTO RELATO

    En la unión con Dios está mí bien. Pongo en el Señor toda mi esperanza.

    (Sal. LXXIII, 28.)

    El proverbio tiene razón, dije al volver a casa de mi padre espiritual: «El hombre propone y Dios dispone». Era mi propósito partir hoy mismo para la santa ciudad de Jerusalén, pero no va a ser así; un acontecimiento totalmente imprevisto me retiene aquí dos o tres días más. No he podido menos de venir a veros para anunciároslo y pediros consejo sobre esto que voy a contaros.
    Me había ya despedido de todos y, con la ayuda de Dios, me había puesto en cami-no; iba ya a pasar la barrera, cuando he aquí que, junto a la puerta de la última casa, veo a un peregrino a quien no veía desde hacía tres años. Nos saludamos y me preguntó a dónde iba. Yo le respondí:
    —Voy, si Dios quiere, hasta la antigua Jerusalén.
    —Si es así —me contestó— tienes aquí un excelente compañero de ruta.
    —Muy agradecido —le contesté—. ¿Pero no sabes que yo nunca llevo compañero y que suelo caminar siempre solo?
    —Ya lo sé, pero escúchame un momento; no debes dudar en aceptar a este compa-ñero por las ventajas que te traerá. Os entenderéis muy bien. El padre del propietario de esta casa donde trabajo como mozo ha hecho voto de ir a Jerusalén. Se trata de un mer-cader de aquí, un buen anciano que además es completamente sordo. Por mucho que le grites, no oye absolutamente nada; si se le quiere decir alguna cosa, hay que escribirla en un papel. Siempre guarda silencio y en nada te molestará durante el viaje. En cambio tú le vas a ser indispensable a él. Su hijo le da un caballo y un carricoche que venderá en Odesa. El viejo quiere hacer el viaje a pie, pero llevará en el carro su equipaje y algunos dones para el sepulcro del Señor. Tú también podrás poner en él tu alforja… Ahora, piénsatelo bien. ¿Te parece que es posible dejar marchar solo a un anciano completa-mente sordo? Por todas partes, hemos andado buscando a alguien que le sirva de guía, pero todos piden mucho dinero, y además es peligroso dejarle partir con un desconoci-do, porque lleva dinero y otros objetos preciosos. Por mi parte, yo saldré garante de ti, y mis patrones quedarán muy contentos; son muy buena gente y me tienen mucho cariño. Hace ya dos años que estoy con ellos.
    Después que hablamos así delante de la puerta, me hizo entrar y allí pude echar de ver que se trataba de una familia honrada. Así pues, acepté su proposición. Decidimos partir dos días después de Navidad, con la ayuda de Dios, después de haber asistido a la divina liturgia.
    Son éstos, acontecimientos que se entrecruzan en el camino de la vida. Pero siempre es Dios y su divina Providencia los que obran por nuestras acciones y nuestras intencio-nes, según está escrito: porque es Dios quien obra en vosotros así el querer como el hacer .
    Me respondió mi padre espiritual:
    —Muchísimo me alegro y muy de corazón, hermano mío, de que el Señor me haya permitido verte una vez más. Y como ahora estás libre, voy a hacer que te quedes aquí unos días más, para que me vayas contando todo con lo que te has tropezado en el curso de tu vida errante. Porque me ha causado gran placer el escuchar los relatos precedentes.
    —Lo haré con mucho gusto —le respondí, y me puse a hablar.
    Han pasado cosas, unas buenas y favorables y otras, en cambio, nada agradables; no es posible contarlo todo y mucho es también lo que se me ha olvidado, porque sobre todo he procurado guardar en la memoria el recuerdo de aquellas cosas que llevaban a mi alma perezosa a la oración; todo lo demás raramente lo he evocado o, mejor dicho, lo he procurado ir olvidando, según lo que nos enseña el apóstol San Pablo, que dejó escri-to: Dando al olvido lo que ya queda atrás y lanzándome en persecución de lo que tengo delante, corro hacia la meta . Y mi bienaventurado starets me decía que los obstáculos en la oración pueden venir de la derecha o de la izquierda , es decir, si el Enemigo no puede desviar al alma de la oración con vanos pensamientos o imágenes culpables, hace revivir en la memoria recuerdos edificantes o hermosas ideas, para alejar de esa manera al espíritu de la oración, que él no puede soportar. Esto se llama la desviación a la dere-cha: el alma, dejando la conversación con Dios, entra en deliciosa conversación consigo misma o con las criaturas. Me enseñó igualmente que en tiempo de oración no había que admitir en el espíritu ni aun el más hermoso o más alto pensamiento; y si al final del día cae uno en la cuenta de haber pasado más tiempo en la meditación o conversaciones edificantes que en la oración absoluta y pura, hay que considerar eso como una impru-dencia o como una egoísta avaricia espiritual, especialmente entre los principiantes, para quienes el tiempo empleado en la oración ha de superar al empleado en todas las demás ocupaciones piadosas.
    Pero no es posible olvidarlo todo. Ciertos recuerdos se imprimen tan profundamente en la memoria que siempre están presentes sin necesidad de evocarlos, como por ejem-plo el de aquella santa familia con la que Dios me permitió pasar algunos días.

    UNA FAMILIA ORTODOXA

    En ocasión de encontrarme atravesando la provincia de Tobolsk, pasaba un día por una pequeña ciudad. Apenas me quedaba pan, así que entré en una casa para pedirlo. El dueño de la casa me dijo:
    —Llegas muy a tiempo; mi mujer acaba de sacar el pan del horno. Toma esta hogaza y ruega a Dios por nosotros.
    Dándole las gracias, estaba metiendo el pan en mi alforja, cuando la señora me vio y me dijo:
    —¡Qué alforja tan miserable llevas! ¡Si está toda deshecha! Voy a darte otra mejor.
    Y me dio una muy buena. Le di las gracias de todo corazón y partí. Al salir de la vi-lla, pedí un poco de sal en una tienda y el dueño me dio un saco lleno. Esto me produjo gran alegría y di gracias a Dios que hizo que yo me dirigiera a tan buenas gentes.
    —Ya tengo bastante para una semana, pensaba entre mí. Ahora podré dormir tran-quilo. ¡Alma mía, bendice al Señor! .
    Había caminado cinco verstas desde que salí de la villa, cuando llegué a la vista de un pueblecito mediocre que tenía una pobre iglesia de madera, pero bien pintada en su exterior y bonitamente decorada. El camino pasaba rozándola y tuve deseos de postrar-me delante del templo del Señor. Subí la escalinata e hice una oración. En una pradera que bordeaba la iglesia, había dos niños pequeños jugando, como de cinco o seis años. Yo pensé para mí que, a pesar de estar tan bien puestos, serían los hijos del sacerdote. Terminada mi oración, me alejé. Más aún no había caminado diez pasos, cuando oí gri-tar detrás de mí:
    —¡Buen mendigo, buen mendigo! ¡Espera!
    Los que gritaban eran los niños, que venían hacia mí: un niño y una niña; yo me de-tuve y llegando ellos corriendo me tomaron de la mano.
    —Vamos a buscar a mamá, que tiene mucho cariño a los mendigos.
    —Yo no soy un mendigo, sino un caminante.
    —¿Y esa alforja, qué es?
    —Aquí llevo pan para el camino.
    —Bueno, no importa; ven con nosotros. Mamá te dará dinero para el camino.
    —¿Y dónde está mamá? —les pregunté.
    —Allá, detrás de la iglesia, más allá de la arboleda.
    Fui con ellos y me hicieron entrar en un maravilloso jardín, en medio del cual había una casa grande y hermosa; entramos en el vestíbulo. ¡Qué limpio estaba todo y qué bien arreglado! En seguida vino la señora hacía nosotros.
    —¡Qué felicidad la mía! ¿De dónde te envía Dios a nuestra casa? ¡Siéntate, siéntate, querido!
    Me quitó ella misma la alforja de encima, la puso sobre una mesa y me hizo sentar en una silla muy cómoda y blanda.
    —¿Quieres comer alguna cosa? ¿Quieres tomar té? ¿No tienes necesidad de nada?
    —Os doy las gracias con toda humildad, le respondí; tengo comida en mi alforja, y el té, aunque puedo tomarlo, como soy un campesino no tengo costumbre de hacerlo; vuestra amabilidad y gentileza me son mucho más preciosas que una buena comida. Rogaré a Dios que os bendiga por tan evangélica hospitalidad.
    Y al decir estas palabras, yo sentía un gran deseo de recogerme en mi interior. La oración hervía en mi corazón y sentía necesidad de calma y de silencio para dejar a esta llama subir libremente, y para ocultar un poco las señales externas de la oración, lágri-mas, suspiros y movimientos del rostro y de los labios.
    Por eso, me levanté y dije a la señora:
    —Os pido perdón señora, pero tengo que irme. Que el Señor Jesucristo sea con vos y con vuestras preciosas criaturas.
    —¡De ninguna manera! Dios te guarde de marcharte; no puedo dejarte partir. Mi marido tiene que volver esta tarde de la ciudad, pues es juez del tribunal del distrito. ¡Se sentirá tan dichoso de verte entre nosotros! A todos los peregrinos los toma por envia-dos de Dios. Además, mañana es domingo; tú rezarás con nosotros en el oficio, y lo que Dios quiera ofrecernos lo comeremos todos juntos. En nuestra casa, en las fiestas, reci-bimos siempre cuando menos treinta pobres mendigos, hermanos de Jesucristo. Y tú no has dicho todavía nada de ti, ni de dónde vienes, ni a dónde vas. Cuéntame todas estas cosas; ¡me gusta tanto oír hablar a los que veneran al Señor! ¡Niños! Id a llevar la alfor-ja del peregrino al cuarto de las imágenes, donde ha de pasar la noche.
    Al oír estas palabras quedé asombrado y me dije: «¿Es esto un ser humano o una aparición?»
    Me quedé pues para esperar al dueño de la casa. Les conté brevemente mi viaje y les dije que iba para Irkutsk.
    —¡Qué bien! —dijo la dama—. En ese caso tú has de pasar por Tobolsk; mi madre vive allí en un convento adonde se retiró hace tiempo; te daremos una carta para ella y ella te dará hospedaje. Muchas gentes van a ella a pedirle consejo; además, podrás lle-varle un libro de Juan Clímaco  que hemos encargado a Moscú para ella. ¡Qué bien se combinan todas estas cosas!
    Llegó la hora de comer y nos sentamos a la mesa. Se presentaron además cuatro da-mas que se sentaron con nosotros. Después del primer plato, se levantó una de ellas, hizo inclinación a la imagen y luego a nosotros y fue a traer el siguiente; para el tercer plato, hizo otra lo mismo que la anterior. Viendo esto, yo me dirigí a la señora:
    —¿Puedo preguntar si estas damas son acaso de vuestra familia?
    —Sí, son mis hermanas, la cocinera, la mujer del cochero, el ama de llaves y mi doncella; todas son casadas y no hay en mi familia una sola sin casar.
    Viendo y oyendo tales cosas, aún quedé más asombrado y di gracias al Señor que me había traído a casa de gentes tan piadosas. Y sentía la oración subir con ímpetu en mi corazón; de modo que, para encontrar soledad, me levanté y dije a la señora:
    —Vos debéis descansar después de la comida; en cambio yo, que tan acostumbrado estoy a andar, iré a pasear un poco por el jardín.

  • Crow

    —No, yo no tengo costumbre de descansar, dijo la dama. Iré contigo al jardín y tú me contarás algo que me sirva de instrucción. Si vas solo, los niños no te dejarán en paz; no se apartarán de tu lado, pues tienen mucho cariño a los mendigos, hermanos de Cris-to, y a los peregrinos.
    No me quedaba otro remedio y fuimos juntos al jardín. A fin de guardar mejor el si-lencio, hice una inclinación a la señora y le dije:
    —Decidme, buena madre, en nombre de Dios, ¿hace mucho tiempo que lleváis una vida tan santa? Contadme cómo habéis llegado a semejante grado de bondad.
    —Es cosa muy fácil de contestar, dijo ella. Mi madre es biznieta de San Josafat , cu-yas reliquias son honradas en Bielgorod. Teníamos allí una gran casa, una de cuyas alas la habíamos arrendado a un gentilhombre de poca fortuna. Vino éste a morir y su mujer murió también después de haber dado a luz un hijo. El recién nacido quedó completa-mente huérfano. Mi madre lo recogió en su casa y al año siguiente nacía yo. Fuimos creciendo juntos, tuvimos los mismos preceptores y éramos como hermano y hermana. Cuando murió mi padre, mi madre se alejó de la ciudad y vino a establecerse con noso-tros en este lugar. Cuando estuvimos en edad, mi madre me casó con su ahijado, nos naturalizó en este villar y se decidió a entrar en un convento. Después de habernos dado su bendición, nos recomendó vivir como cristianos, orar a Dios de todo corazón y guar-dar sobre todo el mandamiento más importante, que es el del amor al prójimo, ayudando a los pobres, hermanos de Jesucristo, educando a nuestros hijos en el temor de Dios y tratando a nuestros siervos como hermanos. Así vivimos desde hace diez años en esta soledad, procurando cumplir los consejos de mi madre. Tenemos un asilo para los men-digos, donde por el momento hay más de diez, enfermos o achacosos; si te parece, ma-ñana podemos ir a verlos.
    Cuando acabó de hablar, le pregunté:
    —¿Y dónde está ese libro de Juan Clímaco que queréis enviar a vuestra madre?
    —Entremos en casa y allí te lo enseñaré.
    Apenas habíamos empezado a leer, cuando llegó el dueño de la casa. Nos abrazamos cristianamente como hermanos, y me llevó a su cuarto diciendo:
    —Ven, hermano mío, a mi cuarto y bendícelo. Seguramente que mi mujer te ha can-sado bastante. En cuanto encuentra a un peregrino o a un enfermo, se siente tan dichosa que no se separa de él ni de día ni de noche; es una antigua costumbre de su familia.
    Entramos en su despacho. ¡Qué cantidad de libros y de magníficos iconos! ¡Y qué bella cruz de tamaño natural, delante de la cual había un evangelio! Yo hice la señal de la cruz y exclamé:
    —Vos tenéis en casa, señor, el paraíso de Dios. Ahí está el Señor Jesucristo, su purí-sima Madre y sus santos servidores; y aquí sus palabras y sus vivientes e inmortales enseñanzas. No dudo que tendréis sumo gozo en pasar buenos ratos en tan buena com-pañía.
    —Así es —me respondió—; me gusta mucho la lectura.
    —¿Qué clase de libros leéis —le pregunté.
    —Tengo muchos libros espirituales: aquí está el Menologio , las obras de San Juan Crisóstomo, de Basilio el Grande, muchas obras filosóficas o teológicas y no pocos sermones de predicadores de nuestro tiempo. Esta biblioteca me costó cinco mil rublos.
    —¿No tendréis acaso una obra sobre la oración? —le pregunté.
    —Tengo mucha afición por los libros que tratan de la oración. Aquí hay un opúsculo muy reciente, obra de un sacerdote de San Petersburgo.
    El señor sacó un comentario sobre el Padre Nuestro y comenzamos a leerlo. Muy pronto llegó la señora con el té, y los niños traían una gran bandeja de plata llena de cierta clase de pasteles que yo no había visto ni comido jamás. El señor tomó el libro de mis manos, lo puso en las de su mujer y dijo:
    —Ella nos va a leer, que lee muy bien; y mientras, nosotros dos repondremos fuer-zas.
    La señora comenzó a leer. Al mismo tiempo que escuchaba, sentía la oración subir a mi corazón; y cuanto más leía, más se desarrollaba la oración y me llenaba de alegría. De repente, vi pasar una figura rápidamente en el aire, como si fuera mi difunto starets. No pude reprimir un movimiento, pero para disimularlo les dije:
    —Perdonadme, que me quería venir sueño.
    En este momento, tuve la impresión de que el espíritu de mi starets penetraba en el mío y lo iluminaba; sentí en mí como una gran claridad y abundantes ideas sobre la ora-ción. Justo cuando me persignaba, esforzándome por alejar tales ideas, la dama acabó su lectura, y el señor me preguntó si me había gustado. Y comenzamos a hablar sobre el tema.
    —Lo leído me ha gustado mucho, le respondí; por supuesto que el Padre Nuestro es más grande y más precioso que todas las oraciones escritas que poseemos, por habér-nosla enseñado el mismo Jesucristo. El comentario que de él habéis leído es bueno, pero todo él se refiere a la vida activa del cristiano, mientras que yo he leído en los Padres una explicación que es sobre todo mística y orientada a la contemplación.
    —¿En qué Padres has encontrado esto?
    —Pues en Máximo el Confesor , por ejemplo, y, en la Filocalía, en Pedro Damasce-no .
    —¿Te acordarías de alguna cosa? Repítenosla, si te acuerdas.
    —Desde luego que sí. Comienza así la oración: Padre nuestro que estás en los cie-los; en el libro que acabáis de leer, estas palabras significan que hay que amar frater-nalmente a nuestro prójimo, por ser todos hijos de un mismo Padre. Y esto es muy cier-to, pero los Padres ponen a estas palabras un comentario más espiritual, y dicen que cuando se pronuncian estas palabras hay que levantar el espíritu hacia el Padre celestial y recordar la obligación de estar en todo momento en la presencia de Dios. Las palabras: santificado sea tu nombre se explican en este libro por el cuidado que hay que tener en no invocar en vano el nombre del Señor; mas los comentadores místicos ven en ellas la petición de la oración interior del corazón, es decir que para que el nombre de Dios sea santificado, es preciso que se grave en el interior del corazón y que por la oración perpe-tua santifique e ilumine todos los sentimientos y todas las fuerzas del alma. Las palabras venga a nos el tu reino son explicadas así por los Padres: Que vengan a nuestros cora-zones la paz interior, el descanso y la alegría espiritual. En el libro se dice que las pala-bras: El pan nuestro de cada día dánosle hoy, se refieren a las necesidades de nuestra vida corporal, y a las cosas necesarias para correr en auxilio de nuestro prójimo. Pero Máximo el Confesor entiende por el pan cotidiano el pan celestial que alimenta al alma, es decir la Palabra de Dios y la unión del alma con Dios por la contemplación y la ora-ción continua en el interior del corazón.
    —La oración interior —dijo él—, es cosa difícil y aun casi imposible para los que viven en el mundo; aun para que hagamos sin pereza la oración ordinaria tiene que ayu-darnos el Señor con todo su favor.
    —No habléis así, repliqué. Si fuera una empresa que sobrepuja a las fuerzas huma-nas, Dios no la hubiera exigido a todos. En la flaqueza se perfecciona mi poder , y los Padres nos ofrecen medios que facilitan el camino a la oración interior.
    —Nunca he leído cosa alguna referente a esto, dijo mi interlocutor.
    —Si queréis, yo puedo leeros algunos extractos de la Filocalía.
    Tomé este libro, busqué un pasaje de Pedro Damasceno en la tercera parte, y leí lo que sigue: «Debemos ejercitarnos en invocar el nombre del Señor, más que en la respi-ración, en todo momento, en todo lugar y en toda situación. Orad sin cesar, dice el Apóstol; y con estas palabras enseña que nos hemos de acordar de Dios en todo tiempo, en todo lugar y en toda ocupación. Si haces alguna cosa, has de pensar en el Creador de todo lo que existe; si ves la luz, acuérdate de quien te la dio; si te acontece contemplar el cielo, la tierra, el mar y las cosas que en ellos están contenidas, admira y glorifica a Aquel que las creó; si te pones un vestido, piensa en Aquel a quien se lo debes y dale gracias por él, a Él que provee a tu existencia. En una palabra, que todo movimiento te sea motivo para celebrar al Señor, y así orarás sin cesar y tu alma estará siempre en la alegría.»
    —Ved qué sencillo, fácil y accesible es este método para cualquiera que tenga el menor sentimiento humano.
    Este texto les gustó mucho. El señor me abrazó con entusiasmo, me dio las gracias, miró mi Filocalía y dijo:
    —Tengo que comprar este libro; lo encargaré a San Petersburgo; pero a fin de acor-darme mejor de él, voy a copiar inmediatamente este pasaje que has leído; díctamelo.
    Y lo transcribió inmediatamente con una escritura rápida y bonita. Luego exclamó:
    —¡Dios mío! Precisamente tengo aquí un icono de San Damasceno .
    Abrió el cuadro y fijó debajo del icono el papel que acababa de escribir, y dijo:
    —La palabra viva de un siervo de Dios puesta debajo de su imagen me moverá a menudo a poner en práctica este saludable consejo.
    Fuimos después a cenar. Todos estaban de nuevo en la mesa junto con nosotros, hombres y mujeres. ¡Qué silencioso recogimiento y qué tranquilidad durante la cena! Terminada ésta, hicimos la oración todos juntos, incluso los niños, y me hicieron leer el himno acatista al Dulcísimo Jesús.
    Los siervos se fueron a descansar y nosotros tres continuamos en el comedor. Enton-ces la señora me trajo una camisa blanca y unas medias, pero yo, inclinándome profun-damente, le dije:
    —Buena madre, no puedo aceptar las medias, que no me he puesto jamás; nosotros llevamos siempre las bandas .
    Al poco rato volvió con una vieja blusa amarilla que fue cortando en bandas. Y su esposo, diciéndome que mis zapatos no valían ya nada, me trajo unos nuevos del todo que él calzaba por encima de sus botas.
    —Vete al cuarto de al lado, me dijo; no hay nadie en él y podrás cambiarte de ropa.
    Me fui a cambiar y luego volví donde ellos. Me hicieron sentar en una silla y se pu-sieron a calzarme; el marido me enrollaba las bandas y la señora se puso a calzarme los zapatos. Al principio me resistí cuanto pude, pero ellos me hicieron sentar diciendo:
    —Siéntate y calla, que también Cristo lavó los pies de sus discípulos.
    No pude resistir más y me eché a llorar; ellos lloraban igualmente.
    Entonces la señora se fue con sus niños a dormir, y yo me fui con el señor al jardín a conversar un poco. Allí pasamos largo rato. Estábamos sentados en tierra, y de repente, se me acercó y me dijo:
    —Respóndeme en conciencia y dime toda la verdad; ¿quién eres tú? Tú debes ser de noble familia y quieres pasar por un infeliz. Sabes leer y escribir a la perfección y pien-sas y hablas correctamente; de seguro, tú no has recibido la educación de un campesino.
    —Os he hablado con el corazón en la mano a vos y a vuestra señora; os he contado mis orígenes en toda verdad y nunca he pensado en mentiros ni engañaros. ¿Y para qué? Lo que yo sé decir no viene de mí, sino de mi sabio y difunto starets o de los Padres en los que he leído. La oración interior que como ninguna otra cosa ilumina mi ignorancia, no la he adquirido de mí mismo; ella nació en mi corazón por la divina misericordia y merced a las enseñanzas del starets. Cualquiera puede llegar a lo que yo he llegado; basta con sumergirse más silenciosamente en su corazón e invocar un poco más el nom-bre de Jesucristo, y luego empieza a descubrirse la luz interior, todo aparece claro y en esta claridad se hacen patentes ciertos misterios del Reino de Dios. Y es ya un gran mis-terio el que el hombre descubra esta capacidad de entrar en sí, que se conozca en verdad y que llore dulcemente sus caídas y su voluntad pervertida. No es muy difícil pensar rectamente y hablar con las gentes; antes es una cosa posible, porque el espíritu y el corazón existían antes que la ciencia y la sabiduría humanas. Siempre está en nuestras manos cultivar el espíritu por la ciencia y la experiencia; pero donde no hay inteligencia, nada conseguirá nuestra educación. Lo que sucede es que estamos lejos de nosotros mismos y que no sentimos el menor deseo de acercarnos; andamos siempre huyéndonos de miedo de encontrarnos frente a nosotros mismos; preferimos las bagatelas a la verdad y pensamos: mucho me gustaría llevar vida espiritual y ocuparme de la oración, pero no tengo tiempo para eso; los negocios y las ocupaciones me impiden entregarme a estas cosas con seriedad. Pero, ¿qué es más importante y más necesario, la vida eterna del alma santificada, o la vida pasajera del cuerpo por la que pasamos tantas fatigas? Esta es la explicación de por qué las gentes llegan o a la sabiduría o a la animalidad.
    —Perdóname, querido hermano; yo no te he preguntado por simple curiosidad, sino por benevolencia y por sentimiento cristiano; y además porque hace ya más de dos años que encontré un caso totalmente curioso e interesante: Un día llegó a nuestra casa un viejo mendigo muy débil y decaído; llevaba el pasaporte de un soldado libre y estaba tan pobre que iba casi desnudo; hablaba poco y tenía las maneras de un campesino. Le di-mos entrada en el asilo; pasados cinco días, cayó enfermo. Le llevamos al pabellón y mi mujer y yo nos ocupamos enteramente de él. Cuando vimos claro que iba a morir, nues-tro sacerdote lo confesó y le dio la comunión y los últimos sacramentos. La víspera de su muerte, se levantó, me pidió papel y pluma, e insistió en que la puerta estuviera ce-rrada y en que nadie entrase mientras escribiera su testamento, el cual yo debía hacer llegar a su hijo, en San Petersburgo. Quedé estupefacto cuando vi que escribía a la per-fección, y que sus frases eran perfectamente correctas y elegantes y que rebosaban ter-nura. Mañana te quiero enseñar el testamento, del que guardo una copia. Todo esto me causó gran admiración, y llevado de la curiosidad, le rogué que me contase su origen y su vida. Me hizo jurar que nada diría a nadie antes de su muerte, y para gloria de Dios me hizo el siguiente relato:
    «—Yo era un príncipe y poseía grandes riquezas; llevaba la vida más disipada, bri-llante y lujosa que se pueda imaginar. Mi mujer había muerto y yo vivía con mi hijo que era capitán de la guardia. Una noche, mientras me preparaba para ir a un gran baile, me irrité contra mi criado; en mi impaciencia le golpeé en la cabeza y mandé que fuera en-viado a su aldea. Esto era por la noche, y a la mañana siguiente el criado moría de una inflamación en la cabeza. No se dio mayor importancia al asunto y, aunque lamenté mi violencia, olvidé completamente lo sucedido. Pasadas seis semanas, el criado comenzó a aparecérseme en sueños; noche tras noche venía a importunarme y a hacerme reproches repitiendo sin cesar: “¡Hombre sin conciencia, tú fuiste mi asesino! “ Más tarde, comen-cé a verle estando despierto. Las apariciones comenzaron a ser cada vez más frecuentes, hasta que acabé por tenerlo presente casi de continuo. Al fin, al mismo tiempo que a mi criado, comencé a ver a otros muertos: hombres a quienes había ofendido gravemente y mujeres a las que había seducido. Todos me hacían reproches hasta no dejarme descan-sar; tanto que ya no me era posible ni dormir, ni comer, ni hacer cosa alguna. Mis fuer-zas estaban consumidas y ya no tenía sino huesos y pellejo. Los esfuerzos de los mejo-res médicos nada podían conseguir. Partí para el extranjero en busca de remedio; pero, pasados seis meses de cura, no sólo no había progresado nada mi mejoría, sino que las terribles apariciones iban cada vez más en aumento. Me volvieron a casa más muerto que vivo; mi alma conoció así, antes de estar separada del cuerpo, los tormentos del infierno; desde entonces creí en el infierno y ya he experimentado lo que es.
    »Mientras padecía estas torturas, comprendí al fin mi infamia; me arrepentí, me con-fesé, envié a sus casas a mis servidores e hice voto de pasar el resto de mi vida en medio de los trabajos más duros y de ocultarme bajo los harapos de un mendigo para ser así el más humilde siervo de las gentes de la más baja condición. Apenas había tomado esta decisión, cuando cesaron las apariciones. Mi reconciliación con Dios me daba una ale-gría tal y tan grande sentimiento de confianza, que no me lo puedo explicar todavía. De este modo comprendí también por experiencia lo que es el paraíso y cómo el Reino de Dios se difunde por nuestros corazones. Al poco tiempo, ya estaba completamente sano y puse mi proyecto en ejecución; provisto del pasaporte de un soldado que terminaba su servicio, abandoné en secreto el lugar de mi nacimiento. Hace ya quince años que ando recorriendo Siberia. Unas veces me he colocado en casa de algún campesino para traba-jar según mis fuerzas, y otras he andado mendigando en nombre de Cristo. ¡Cuánta feli-cidad he encontrado en medio de estas privaciones! Esto sólo lo puede comprender aquel a quien la divina misericordia ha librado de un infierno de dolor para transportarlo al paraíso de Dios.»
    —Luego me entregó su testamento a fin de que yo lo remitiera a su hijo, y al día si-guiente moría. Aquí tengo una copia en la Biblia que está en mi saco. Si quieres leerla, te la enseñaré. Vela aquí.
    Abrí el papel y leí:
    «En el nombre de Dios, glorificado en la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
    »Hijo mío muy querido:
    »Hace ya quince años que no has visto a tu padre, pero en su retiro él recibía a veces noticias tuyas y sentía por ti un amor paternal. Este amor es el que le mueve a enviarte estas postreras palabras, a fin de que te sirvan de lección en tu existencia.
    »Tú sabes cuánto he sufrido para rescatar mi vida culpable y ligera; pero no sabes la felicidad que me han traído, durante mi vida oscura y errante, los frutos del arrepenti-miento.
    »Muero en paz en casa de mi bienhechor que lo es también tuyo, porque los benefi-cios que recibe un padre se extienden igualmente al hijo afectuoso. Exprésale mi agra-decimiento de todas las maneras que te sea posible.
    »Al mismo tiempo que te dejo mi paternal bendición, te exhorto a acordarte de Dios y a obedecer a tu conciencia; sé bueno, prudente y razonable; trata con benevolencia a tus subordinados, no desprecies a los mendigos ni a los peregrinos, acordándote de que sólo la desnudez y la vida errante han permitido a tu padre encontrar la tranquilidad de su alma.
    »Pidiendo a Dios que te conceda su gracia, cierro tranquilamente los ojos en la espe-ranza de la vida eterna por la misericordia del Redentor de los hombres, Jesucristo.»
    Así conversábamos con este buen hombre que me hospedaba en su casa. En un mo-mento dado yo le dije:
    —Yo creo, señor, que vuestro asilo os trae bastantes dolores de cabeza. Hay tantos hermanos nuestros que no se hacen peregrinos sino por dejadez o por pereza, y que an-dan por esos caminos como libertinos, según yo mismo he podido ver más de una vez.
    —No, esos tipos son más bien raros, me respondió. Aquí apenas hemos acogido sino a verdaderos peregrinos. Y cuando se presenta alguno que no parece tan serio, nos por-tamos con él con mayor simpatía y lo tenemos un tiempo en el asilo. Puestos en contac-to con nuestros pobres, hermanos de Cristo, a menudo se corrigen y parten con un cora-zón manso y humilde. No hace mucho que tuvimos un caso de estos. Un comerciante de nuestra ciudad había caído tanto que todos lo echaban a palos y nadie le quería dar ni siquiera un pedazo de pan. El tal comerciante era borracho, violento, camorrista, y ade-más robaba cuanto podía. Un día llegó hasta nuestra casa empujado por el hambre; pidió pan y aguardiente, pues le gustaba mucho beber. Le recibimos muy amablemente, y le dijimos:
    «Quédate aquí y tendrás cuanto aguardiente te apetezca, pero con una condición: después de haber bebido, irás a acostarte y si armas el menor escándalo, no sólo te echa-remos para siempre, sino que pediré al preboste que te encierre por vagabundo.» Aceptó y se quedó entre nosotros. Durante más de una semana, bebió cuanto le vino en gana; pero cada vez cumplió su promesa, y acaso por miedo de verse privado del alcohol, iba a buscar su cama o a acostarse silenciosamente en el fondo del jardín. Cuando volvía en sí, nuestros hermanos del asilo le hablaban y le exhortaban a beber siquiera un poco menos. Así comenzó a hacerlo y a los tres meses se había vuelto completamente sobrio. Ahora trabaja en alguna parte y no come el pan ajeno. Anteayer estuvo a visitarme.
    ¡Cuánta sabiduría en esta disciplina conducida por la caridad!, pensé yo y exclamé:
    —¡Bendito sea Dios que con su misericordia está presente en vuestra casa!
    Acabada esta conversación, comenzó a invadirnos un poco el sueño; pero oyendo tocar la campana que llamaba al oficio de la mañana, nos fuimos a la iglesia donde ya estaba la señora con sus niños. Oímos el oficio y después la divina liturgia. Yo estaba en el coro con el señor y su hijo, mientras que la señora y su hijita estaban donde se abre el iconostasio a fin de poder ver la elevación de los Santos Dones. ¡Oh, Señor, y cómo oraban todos y cuántas lágrimas de gozo derramaban! Sus rostros estaban tan ilumina-dos, que mirándolos me puse a llorar.
    Terminados los oficios, los señores, el sacerdote, los sirvientes y los mendigos se sentaron todos juntos a la mesa. Había como unos cuarenta mendigos, enfermos y niños. ¡Qué silencio y que paz alrededor de la mesa! Yo, entrando en confianza, dije en voz baja al señor:
    —En los monasterios es costumbre leer las vidas de los santos durante la comida; aquí podríais hacer lo mismo ya que tenéis el Menologio completo. El señor volvióse a su esposa, y le dijo:
    —Verdaderamente, María, estará bien introducir esta novedad que será un bien para todos. Yo haré la lectura en la primera comida, luego tú, después nuestro sacerdote y nuestros hermanos, cada uno según su turno y según sus conocimientos.
    El sacerdote dejó de comer y dijo:
    —Escuchar, eso se hace con gran placer, pero leer, para eso yo no tengo un momen-to libre. Apenas he puesto los pies en mi casa, ya no sé qué hacer ni por dónde empezar: que si los niños, que si los animales entran en campo ajeno; todo el día se pasa en cosas por el estilo sin que a uno le quede un minuto para instruirse. Todo lo que aprendí en el seminario, hace ya tiempo que lo tengo olvidado.
    Al oír tales cosas yo me estremecí, pero la señora me tomó del brazo y me dijo:
    —Él habla así por humildad. Siempre rebaja los propios méritos, pero es un hombre excelente y piadoso; quedó viudo desde hace veinte años, educa a sus hijos y además celebra los oficios muy a menudo.
    Estas palabras me recordaron una sentencia de Nicetas Stethatos  en la Filocalía: «La naturaleza de los objetos se aprecia según la disposición interior del alma», es decir que cada uno se forma una idea de los demás según lo que es él mismo. Y más adelante añade: «El que ha llegado a la oración y al verdadero amor no distingue ya entre los objetos, ni distingue al justo del pecador, sino que ama por igual a todos los hombres y no los condena; lo mismo que Dios que hace salir el sol sobre malos y buenos y caer la lluvia sobre justos e injustos» .
    De nuevo guardamos silencio; enfrente de mí estaba sentado un mendigo del asilo, completamente ciego. El señor le daba de comer, le partía el pescado, le llevaba la cu-chara a la boca y le servía de beber. Yo le miraba con mucha atención y notaba que, en su boca siempre entreabierta, su lengua se movía continuamente; yo me pregunté si aca-so recitaría la oración y seguí mirándole con más atención. Al final de la comida, una anciana se puso mal, se ahogaba y daba grandes gemidos. El señor y su esposa la lleva-ron a su cuarto a acostarla y la echaron en el lecho; la señora se quedó a cuidarla, el sa-cerdote, por lo que pudiera suceder, se fue en busca de los Santos Dones, y el señor mandó preparar un coche para ir a buscar un doctor a la ciudad. Cada uno se fue por su lado.
    Yo sentía en mí como un hambre de oración; notaba como una violenta necesidad de dejarla salir, pues hacía ya dos días que carecía de tranquilidad y silencio. Sentía en mi corazón como un río pronto a desbordarse y a extenderse por todos los miembros; pero, como lo retenía dentro, tuve un violento dolor en el corazón —pero un dolor bien-hechor, que únicamente me inclinaba a la oración y al silencio—. Entonces comprendí por qué los verdaderos adeptos de la oración continua huían del mundo y se escondían lejos de todos; comprendí igualmente por qué el bienaventurado Hesiquio dice que la conversación más elevada no pasa de ser una charla si se prolonga demasiado, y me acordé asimismo de las palabras de San Efrén el Sirio : «Un buen discurso es plata, pero el silencio es oro puro.» Pensando en todas estas cosas, llegué al asilo: todos dor-mían después de la comida. Yo subí al desván, me calmé, descansé y oré un poco. Cuando los pobres se despertaron, fui en busca del ciego y lo llevé al jardín; nos senta-mos en un rincón solitario y comenzamos a hablar.
    —Dime, en el nombre de Dios y por el bien de tu alma, ¿tú rezas la oración de Je-sús?
    —Hace mucho tiempo que la repito sin cesar.
    —¿Qué efectos produce en ti?
    —Sólo sé que ni de día ni de noche puedo prescindir de ella.
    —¿Cómo te reveló Dios esta actividad? Cuéntamelo con todo detalle, querido her-mano.
    —Así lo haré. Yo soy un artesano de este lugar, que ganaba mi pan trabajando de sastre. Recorría también las otras provincias, iba por los pueblos y cosía los trajes de los campesinos. En una aldea, me aconteció que hube de quedarme bastantes días en casa de uno de sus habitantes para vestir a toda su familia. Un día de fiesta en que nada había que hacer, vi tres libros en la repisa sobre los iconos. Y les pregunté:
    »—¿Hay alguien entre vosotros que lea?
    »Y me respondieron:
    »—No hay nadie; esos libros eran de un tío; él era instruido.
    »Tomé uno de los libros, lo abrí al azar y leí las siguientes palabras, que todavía re-cuerdo: “La oración continua consiste en invocar sin cesar el nombre del Señor; sentado o de pie, en la mesa o en el trabajo, en toda ocasión, en todo lugar, en todo tiempo se ha de invocar el nombre del Señor.”
    »Reflexioné en lo que había leído y vi que eso me convenía mucho; de modo que, mientras me hallaba cosiendo, me ponía a repetir por lo bajo la oración y con esto me sentía muy feliz. Las gentes que vivían conmigo en la izba se dieron cuenta de lo que hacía y se burlaban de mí:
    »—¿Eres un brujo para que estés murmurando sin cesar? ¿O es que estás ensayando algunos pases de magia?
    »Para que no me vieran, dejé de mover los labios y me puse a decir la oración mo-viendo sólo la lengua. Al fin, me he acostumbrado tanto a ello que mi lengua la recita día y noche y esto me hace mucho bien.
    »Continué muchos años en mi trabajo, hasta que de repente quedé ciego. En nuestra casa, en la familia, casi todos tenemos cataratas. Como soy pobre, el municipio me en-contró una plaza en el asilo de Tobolsk. Allí pienso ir, pero los dueños de esta casa me han retenido aquí porque quieren prepararme un carricoche que me lleve hasta allí.»
    —¿Cómo se llama el libro que leíste? ¿No era la Filocalía?
    —La verdad es que no lo sé. Nunca se me ocurrió mirar el título.
    Fui en busca de mi Filocalía. Busqué en la cuarta parte las palabras del patriarca Ca-lixto que me había repetido de memoria el anciano, y comencé a leer.
    —Es lo mismo que yo leí, exclamó el ciego. Lee, lee, hermano mío, porque estas co-sas son preciosas.
    Cuando llegué al pasaje que dice que hay que orar con el corazón, me preguntó qué significaba aquello y cómo se practicaba. Yo le dije que toda la enseñanza de la oración del corazón estaba expuesta en detalle en este libro que se llama la Filocalía, y él me pidió con insistencia que le leyera todo lo que a ella se refería.
    —Así lo haremos —le dije—. ¿Cuándo piensas partir para Tobolsk?
    —Si quieres, partimos inmediatamente —me respondió.
    —Muy bien, entonces. Yo quisiera marcharme mañana; podemos partir juntos y du-rante el camino yo te iré leyendo todo lo que se refiere a la oración del corazón y te en-señaré cómo descubrir tu corazón y el modo de penetrar en él.
    —¿Y el carricoche? —me dijo.
    —No te acuerdes del carricoche. De aquí a Tobolsk sólo hay ciento cincuenta vers-tas, que haremos caminando, sin apresurarnos. Y mientras vayamos caminando podre-mos muy bien ir leyendo y conversando sobre la oración.
    De esta manera nos pusimos de acuerdo. A la noche, vino el señor a llamarnos para la cena, y después de ésta le declaramos nuestro propósito de marcharnos y que no te-níamos necesidad del carruaje, porque preferíamos ir leyendo la Filocalía. A lo que nos respondió:
    —La Filocalía me ha gustado mucho; ya he escrito la carta y preparado el dinero, y mañana, al ir a los tribunales pienso enviarlo todo a San Petersburgo para que me envíen el libro con el primer correo.
    Y según lo convenido, al día siguiente por la mañana nos pusimos en marcha, des-pués de haber dado rendidas gracias a nuestros bienhechores por su gran caridad y man-sedumbre. Los dos nos acompañaron una versta, y nos dijimos adiós.

    EL CAMPESINO CIEGO

    Caminábamos despacito con el ciego; sólo hacíamos de diez a quince verstas por día, y el resto del tiempo lo pasábamos sentados en lugares solitarios y leíamos la Filo-calía. Le leí todo lo que tiene relación con la oración del corazón, siguiendo el orden indicado por mi starets, es decir comenzando por los libros de Nicéforo el Monje, de Gregorio el Sinaíta, etc. ¡Qué atención y qué fervor ponía en escuchar estas cosas! ¡Có-mo le emocionaban y le llenaban de felicidad! En seguida comenzó a hacerme tales pre-guntas sobre la oración que mi espíritu no encontraba ciencia suficiente para resolvérse-las.
    Después de haber escuchado mi lectura, el ciego me pidió que le enseñase un medio práctico de encontrar el corazón por medio del espíritu, de introducir en él el divino nombre de Jesucristo, y de orar así interiormente con el corazón. Yo le dije:
    —Indudablemente, tú no ves; pero por la inteligencia puedes representarte las cosas que antes has visto: un hombre, un objeto o uno de tus miembros, tu brazo o tu pierna. ¿Puedes imaginarlo con la misma claridad que si lo vieras, y te es posible, aunque ciego, dirigir a él tu mirada?
    —Sí puedo —respondió.
    —Entonces, represéntate así tu corazón, vuelve tus ojos como si lo miraras a través de tu pecho y escucha con tus oídos cómo trabaja, latiendo rítmicamente. Cuando te hayas acostumbrado a esto, esfuérzate por ajustar a cada latido de tu corazón sin perder-lo de vista, las palabras de la oración. Es decir, al primer latido di o piensa Señor; al segundo, Jesú…; al tercero, cristo; al cuarto, tened piedad; al quinto, de mí; y repite con frecuencia este ejercicio. Esto te será fácil porque ya estás preparado para la oración del corazón. Después, cuando ya estés habituado a esta actividad, comienza a introducir en tu corazón la oración de Jesús y a hacerla salir al mismo tiempo que la respiración; es decir, al inspirar el aire di o piensa: Señor Jesucristo, y al espirarlo: Tened piedad de mí. Si lo haces así a menudo y durante mucho tiempo, pronto notarás un ligero dolor en el corazón, y luego se producirá en él un calor vivificante. Con la ayuda de Dios, llegarás así a la acción constante de la oración en el interior del corazón. Pero sobre todo guárda-te de cualquier representación o imagen que brote en tu espíritu mientras estés orando. Rechaza todas las imaginaciones, ya que los Padres nos ordenan, para no caer en ilusio-nes, que guardemos el espíritu libre y vacío de toda forma durante la oración.
    El ciego, que me había escuchado con atención, se ejercitó con gran celo en lo que yo le había enseñado, y por la noche, en la posada, pasó en ello largo rato. Al cabo de cinco días, sintió en el corazón un calor muy fuerte y una indecible felicidad; además, tenía grandes deseos de entregarse sin cesar a la oración, que le revelaba el amor que sentía hacia Jesucristo. A veces veía una luz, sin que apareciera ningún objeto; cuando entraba en su corazón, le parecía ver brotar en él la brillante llama de un cirio que, sa-liendo afuera, le iluminaba enteramente; y esta llama le permitía ver hasta objetos leja-nos, como sucedió una vez.
    En una ocasión, atravesábamos un bosque, y él estaba silencioso y abstraído en la oración. En esto, me dijo:
    —¡Qué desgracia! La iglesia está ardiendo y la torre acaba de caer.
    —No quiero evocar esas vacuas imágenes —le dije yo— porque eso es una tenta-ción. Los sueños hay que rechazarlos cuanto antes. ¿Cómo es posible ver lo que aconte-ce en la ciudad? Todavía estamos a doce verstas de ella.
    Obedeció, y volviendo a la oración se calló. Hacia el atardecer llegamos a la ciudad, y yo pude echar de ver efectivamente muchas casas incendiadas y un campanario, que descansaba sobre dos columnas de madera, caído. Por los alrededores, la gente discutía y se admiraba de que al caer no hubiera aplastado a ninguna persona. Por lo que pude entender, la desgracia había ocurrido en el momento preciso en que el ciego me habló en el bosque. Entonces le oí que decía:
    —Según decías tú, mi visión no era nada, y sin embargo todo ha sucedido según ella. ¿Cómo no dar gracias y amar a nuestro Señor Jesucristo, que revela su gracia a los pecadores, a los ciegos y a los insensatos? Gracias también a ti que me has enseñado la actividad del corazón.
    Yo le respondí:
    —Amar a Jesucristo está muy bien, y darle gracias, también; pero tomar cualquier visión como una revelación directa de la gracia, eso no debes hacerlo, pues es cosa que a menudo se produce naturalmente según el orden de las cosas. El alma humana no está enteramente sujeta a la materia. Por eso puede ver en la oscuridad, tanto los objetos le-janos como los que están cerca. Pero nosotros no cultivamos esta facultad del alma, sino que la abrumamos con el peso de nuestro pesado cuerpo y con la confusión de nuestros pensamientos distraídos y ligeros. Cuando nos concentramos en nosotros mismos y nos abstraemos de todo lo que nos rodea, y aguzamos nuestro espíritu, entonces el alma vuelve completamente sobre sí misma, opera con toda su energía y todo esto no es más que una acción natural. Mi difunto starets me decía que no solamente los hombres de oración, sino ciertos enfermos o algunas personas especialmente dotadas, al encontrarse en un cuarto oscuro, ven la luz que se desprende de los objetos, notan la presencia de sus dobles y penetran los pensamientos de los demás. Mas los efectos directos de la gra-cia de Dios, durante la oración del corazón, son tan deliciosos que no hay lengua huma-na capaz de describirlos; a ninguna cosa material son comparables; el mundo sensible es cosa muy baja comparado con las sensaciones que la gracia despierta en el corazón.
    El ciego escuchó con gran atención estas palabras y todavía se hizo más humilde; la oración se iba desarrollando sin cesar en su corazón y le producía un gozo inefable. Mi alma se sentía feliz por ese motivo y yo daba gracias al Señor, que me había hecho co-nocer tan grande piedad en uno de sus servidores.
    Finalmente, llegamos a Tobolsk; allí, le conduje al asilo, y después de haberle dicho adiós con gran afecto, volví a mi camino solitario.
    Un mes entero caminé poco a poco, e iba sintiendo cuán útiles nos son y cuánto bien nos hacen los ejemplos vivos. Leía a menudo la Filocalía, y por lo que en ella leía, me iba confirmando en lo que le había dicho al ciego. Sus ejemplos inflamaban mi celo y mi amor al Señor. La oración del corazón me hacía tan dichoso que no pensaba que fue-ra posible serlo más en la tierra, y me preguntaba cómo podrían ser mayores que éstas las delicias del Reino celestial. Esta felicidad no iluminaba solamente el interior de mi alma; también el mundo exterior se me representaba bajo un aspecto encantador, y todo me invitaba a amar y alabar a Dios: los hombres, los árboles, las plantas, los animales, todo me resultaba familiar, y en todas partes encontraba la imagen del nombre de Jesu-cristo. A veces me sentía tan ligero, que tenía la impresión de no tener ya cuerpo y de flotar suavemente en el aire; a veces entraba totalmente dentro de mí mismo. Allí veía claramente mi interior y admiraba el maravilloso edificio del cuerpo humano; otras ve-ces sentía un gozo tan grande como si hubiera llegado a ser rey; y en medio de todas estas consolaciones, deseaba que Dios me permitiera morir cuanto antes y que me fuera dado dejar desbordar mi agradecimiento a sus pies, en el mundo de los espíritus.
    Indudablemente, yo me complacía demasiado en estas sensaciones, o acaso Dios de-cidió que así fuera; mas, pasado algún tiempo, sentí en mi corazón una especie de temor que me dio que pensar. ¿No será esto, dije para mí, una nueva desdicha o una tribula-ción como la que hube de sufrir por aquella joven a la que enseñé la oración de Jesús en la capilla? Los pensamientos me agobiaban como unas nubes negras, y me acordé de las palabras del bienaventurado Juan de Cárpatos, que dice que muchas veces el maestro queda deshonrado y sufre tentación y tribulación por aquellos a quienes ayudó espiri-tualmente. Después de haber luchado contra estos pensamientos, me entregué a la ora-ción, que los hizo desaparecer completamente. Entonces me sentí más fortalecido y me dije: ¡Que se haga siempre la voluntad de Dios! Estoy dispuesto a soportar todo lo que Nuestro Señor Jesucristo quiera enviarme a fin de expiar mi endurecimiento y mi sober-bia. Por lo demás, todos aquellos a quienes he revelado recientemente el misterio de la oración interior fueron preparados a ella por la misteriosa acción de Dios, antes de que yo los encontrara en mi camino. Este pensamiento me calmó del todo, y así pude conti-nuar caminando en la oración y en la alegría, más dichoso que antes. Durante dos días llovió sin cesar, y el camino estaba tan lleno de barro que era un pantano continuo; ca-minaba en este tiempo por la estepa, y en quince verstas no encontré un solo lugar habi-tado. Hasta que al fin, al atardecer, pude ver a lo lejos una posada en el camino, cosa que me llenó de alegría, pensando que al menos allí podría descansar y pasar la noche. Y al día siguiente, Dios dirá; acaso mejore el tiempo.

  • Crow

    LA CASA DE POSTAS

    Cuando me fui aproximando a la casa, vi a un viejo con un capote de soldado; estaba sentado en un declive del terreno delante de la venta y parecía borracho. Le saludé y le dije:
    —¿A quién puedo pedir permiso para pasar la noche aquí?
    —¿Quién te podrá dejar entrar sino yo? —gritó el viejo—; yo soy aquí el dueño. Soy maestro de postas y aquí se hacen los relevos.
    —Muy bien; permitidme entonces, abuelo, pasar la noche en vuestra casa.
    —¿Tienes pasaporte? ¡A ver tus papeles!
    Le mostré el pasaporte, y teniéndolo en sus manos comenzó a gritar:
    —Bueno, ¿dónde está ese pasaporte?
    —Lo tenéis en vuestras manos —le respondí.
    —Está bien, vamos adentro.
    El maestro de postas se puso las gafas, examinó el pasaporte y dijo:
    —Parece que todo está en regla; puedes quedarte aquí. Como ves, soy un buen hom-bre; espera, voy a servirte una copa.
    —Nunca bebo —le respondí.
    —Bueno, no importa. Pero, por lo menos, cena con nosotros.
    Se sentó a la mesa con la cocinera, una mujer joven que también estaba bastante be-bida, y yo me senté junto a ellos. Durante toda la cena no dejaron de disputar y de ha-cerse reproches mutuamente, hasta que al fin estalló una verdadera batalla. El dueño se fue a dormir al cuarto de las provisiones, y la cocinera se quedó a lavar los platos, mien-tras decía mil pestes contra el hombre.
    Yo seguía sentado, y viendo que no llevaba trazas de callarse, le dije:
    —¿Dónde podré yo dormir, buena mujer? Estoy muy cansado del camino.
    —Voy en seguida a prepararte la cama.
    Y colocó un banco cerca del que estaba debajo de la ventana del frente, extendió so-bre él una manta de fieltro y puso una almohada. Yo me dejé caer sobre aquel lecho y cerré los ojos, haciendo ver que ya dormía. La cocinera siguió todavía mucho tiempo llena de enojo, yendo de acá para allá en el cuarto; al fin, acabó sus tareas, apagó la luz y vino cerca de mí. De repente, toda la ventana que estaba en el ángulo de la fachada salió de su quicio en medio de un estruendo espantoso, y los marcos, los cristales y los montantes volaron hechos añicos; al mismo tiempo, se oyeron afuera gemidos, gritos y un ruido como de pelea. La mujer, aterrorizada, saltó hasta el centro de la habitación y cayó por tierra. Yo salté del banco, creyendo que la tierra se abría a mis pies. En esto vi a dos cocheros que llevaban a la izba a un hombre todo cubierto de sangre, y cuyo rostro no era posible distinguir. Esto aumentó mi angustia. Se trataba de un correo del Estado que tenía que cambiar allí sus caballos. El cochero había tomado mal la curva para en-trar y con el pértigo se había llevado la ventana, y, como delante de la izba había un hoyo, el carro había volcado y el correo se había herido la cabeza contra una estaca pun-tiaguda que sostenía la tierra. El correo pidió agua y alcohol para lavar su herida. La humedeció con aguardiente, bebió él luego un vaso y gritó:
    —¡Los caballos!
    Yo me acerqué a él y le dije:
    —¿Cómo queréis seguir viaje con semejante herida?
    —Un correo no tiene tiempo de estar enfermo —respondió, y se fue.
    Los mozos llevaron a la mujer hasta un rincón cerca de la estufa, y la cubrieron con una manta diciendo:
    —Por el miedo se ha desmayado.
    El jefe de postas se sirvió un buen vaso y se fue a dormir. Yo quedé solo.
    Al poco rato, se levantó la mujer y se puso a andar de un lado para otro, como una sonámbula; finalmente, salió de la casa. Yo dije una oración y, sintiéndome débil, caí dormido antes de amanecer.
    Por la mañana, dije adiós al jefe de postas y, mientras caminaba, elevé mis preces con fe, esperanza y agradecimiento al Padre de toda misericordia y de toda consolación, que había alejado de mí una inminente desgracia.
    Seis años después de estos acontecimientos, al pasar cerca de un convento de mon-jas, entré en la iglesia para rezar. La abadesa me recibió amablemente en su casa des-pués del oficio y me hizo servir té. En ese momento le anunciaron que habían llegado huéspedes de paso; acudió a saludarles y yo quedé con las monjas que vivían con ella. Viendo una de ellas que me servía el té con mucha humildad, sentí curiosidad y le pre-gunté:
    —¿Cuánto tiempo hace, hermana, que estáis en el convento?
    —Cinco años —me respondió—; cuando me trajeron a este lugar, yo no tenía la ca-beza bien, pero Dios tuvo compasión de mí. La madre abadesa me tomó consigo en su celda y me hizo pronunciar los votos.
    —¿Y cómo habíais perdido el juicio?
    —De un susto. Trabajaba en una casa de postas. Una noche, mientras dormía, los caballos hicieron saltar una ventana y de terror enloquecí. Durante todo un año mis pa-dres me llevaron por los lugares de peregrinación, pero hasta llegar aquí no recobré la salud.
    Al oír estas palabras, me alegré en el alma y glorifiqué a Dios, cuya sabiduría hace que todo se torne en provecho nuestro.

    UN CURA DE PUEBLO

    —Todavía me acaecieron otras aventuras —dije, dirigiéndome a mi padre espiri-tual—. Si quisiera contároslo todo, con tres días no tendría bastante. Pero si os parece bien, voy a contaros una más.
    Un luminoso día de verano, vi a cierta distancia del camino un cementerio, o más bien una comunidad parroquial, es decir, una iglesia con la casa de los servidores del culto y un cementerio. Las campanas tocaban llamando al oficio, y yo me apresuré a ir a la iglesia. Las gentes de los alrededores llevaban el mismo camino; pero muchos se sen-taban en la hierba antes de llegar a la iglesia, y, viendo que yo me daba prisa, me decían:
    —No vayas tan de prisa, que llegas con tiempo; en esta iglesia los oficios se hacen muy despacio: el cura está enfermo y además es muy calmoso.
    Y en efecto, la liturgia no iba muy de prisa. El sacerdote, joven, pero pálido y flaco, celebraba muy despacio, con piedad y sentimiento; al final de la misa, pronunció un excelente sermón sobre la manera de llegar al amor de Dios.
    El sacerdote me invitó a comer con él. Durante la comida le dije:
    —Celebráis los oficios con gran piedad, Padre mío, pero también con mucha lenti-tud.
    —Ciertamente —me respondió—; y esto no gusta mucho a mis parroquianos y por ello murmuran. Pero pierden el tiempo, porque a mí me gusta meditar y ponderar cada palabra antes de pronunciarla; si se les priva de este sentimiento interior, las palabras no tienen ningún valor ni para uno mismo ni para los demás. Todo está en la vida interior y en la oración atenta. ¡Ah, y qué poco interesa a nadie la actividad interior! —añadió—. No hay voluntad ni preocupación alguna por la iluminación espiritual interior.
    Yo volví a preguntar:
    —¿Pero cómo llegar a ella? ¡Es una cosa tan difícil!
    —No es difícil en modo alguno. Para recibir la iluminación espiritual y llegar a ser un hombre interior, hay que tomar un texto cualquiera de la Escritura y concentrar en él toda la atención tanto tiempo como se pueda. Por este camino se llega a descubrir la luz de la inteligencia. Para orar, hay que proceder de la misma manera:
    Si quieres que tu oración sea pura y recta y que produzca buenos efectos, hay que elegir una oración corta, compuesta de algunas palabras breves, pero enérgicas, y repe-tirla durante mucho tiempo y con mucha frecuencia; por ahí se llega a tomar gusto a la oración.
    Esta enseñanza del sacerdote me agradó mucho por ser práctica y fácil y al mismo tiempo profunda y sabia. Di gracias a Dios en espíritu por haberme hecho conocer a un verdadero pastor de su Iglesia.
    Terminada la comida, el sacerdote me dijo:
    —Vete a descansar un poco; yo voy a leer la Palabra de Dios y a preparar mi sermón de mañana.
    Yo me fui a la cocina. No había en ella sino una cocinera muy vieja toda encorvada, sentada en un rincón y que tosía. Yo me senté junto a una ventana, saqué la Filocalía del zurrón y me puse a leer en voz baja. Al poco tiempo reparé en que la vieja sentada en el rincón recitaba sin cesar la oración de Jesús. Me dio gran alegría oír invocar el Santo Nombre del Señor y le dije:
    —¡Qué bueno es, buena mujer, que estés rezando así la oración! Es la mejor y la más cristiana de las obras.
    —Así es —me respondió. En el declinar de mi vida, este es mi consuelo. Que el Se-ñor me perdone.
    —¿Hace ya mucho tiempo que rezas así?
    —Desde mi juventud; y sin esto no podría vivir, porque la oración de Jesús me ha salvado de la desgracia y de la muerte.
    —¿Cómo sucedió eso? Cuéntamelo, por favor, para gloria de Dios y en honor de la poderosa oración de Jesús.
    Puse la Fiocalía en mi zurrón, me senté junto a la vieja y ésta comenzó su relato:
    —Cuando yo era joven y bonita, mis padres me desposaron; la víspera del matrimo-nio, iba mi novio a entrar en nuestra casa, cuando cayó muerto de repente a pocos pasos de la puerta. A su vista, fue tal el terror que sentí, que en ese mismo instante hice propó-sito de permanecer virgen y de ir a los Santos Lugares a rezar a Dios. Sin embargo, yo tenía miedo de ir sola por esos caminos, pues las gentes malvadas podían atacarme a causa de mi juventud. Una anciana que hacía tiempo que llevaba vida errante me enseñó que había de rezar sin cesar la oración de Jesús y me aseguró con palabras muy persua-sivas que esta oración me preservaría de cualquier peligro en el camino. Yo di crédito a lo que aquella mujer me decía y jamás me sucedió cosa alguna desagradable, aun en las regiones más lejanas. Mis padres me enviaban el dinero necesario para el viaje. Al ha-cerme vieja, me he puesto también enferma, y felizmente para mí el sacerdote de esta iglesia me da de comer y me hospeda por pura bondad.
    Escuché con gran alegría aquel relato y no sabía cómo dar gracias a Dios por aquel día, que tan edificantes ejemplos me había revelado. Un poco más tarde, pedí a ese bue-no y santo sacerdote que me diera su bendición, y me puse de nuevo en camino, lleno de gozo.

    CAMINO DE KAZÁN

    Y fijaos bien; no hace todavía mucho tiempo, cuando atravesaba la provincia de Ka-zán para venir aquí, una vez más me ha sido dado conocer los efectos de la oración de Jesús. Aun para los que la practican inconscientemente, es ella el medio más seguro y más rápido para conseguir los bienes espirituales.
    Una tarde, hube de quedarme en una aldea tártara. Al entrar por las calles del pueblo, vi delante de una casa un coche y un cochero ruso; los caballos estaban sueltos y pacían cerca del carruaje. Con gran alegría, me decidí a pedir poder pernoctar en aquella casa, en la que esperaba encontrar por lo menos almas cristianas. Me acerqué y pregunté al cochero a quién llevaba en su coche. Me respondió que su amo iba de Kazán a Crimea. Mientras estaba hablando con el cochero, el señor entreabrió la cortinilla de cuero de la ventanilla, me miró y dijo:
    —Yo pienso pasar la noche aquí, pero no entro en casa de los tártaros porque son muy sucios; prefiero dormir en el coche.
    Un poco después, salió el señor a pasearse un poco, pues era una tarde muy hermosa, y entramos en conversación. Hablamos de diferentes cuestiones y me contó más o me-nos lo que sigue:
    «—Hasta los sesenta y cinco años he estado sirviendo en la flota como capitán de navío. Al irme haciendo viejo, enfermé de gota y me retiré a Crimea, a unas tierras de mi mujer; casi siempre estaba enfermo. Mi mujer era muy aficionada a las recepciones, y más aún a jugar a las cartas. Acabó por cansarse de vivir constantemente con un en-fermo y se marchó a Kazán a casa de nuestra hija, que es esposa de un funcionario; se lo llevó todo consigo, hasta los servidores domésticos, dejándome por servidor a un niño de ocho años, ahijado mío.
    »Así continué, privado de toda compañía, durante tres años. El muchachito era muy despierto: arreglaba el cuarto, encendía el fuego, me cocía el puchero y calentaba mi tetera. Pero al mismo tiempo era muy impulsivo, un verdadero pilluelo. Corría, gritaba, jugaba, daba golpes por todas partes y me molestaba mucho; por mi enfermedad y por pasar el tiempo, yo leía mucho autores espirituales. Tenía un libro excelente de Gregorio Palamas  sobre la oración de Jesús. Lo leía casi de continuo y hacía un poco la oración. El ruido que armaba el chico me resultaba muy desagradable, y ninguna medida ni cas-tigo alguno conseguían de él ninguna enmienda. Acabé por inventar un medio: le obli-gué a sentarse en el cuarto en un banquito pequeño y a repetir allí la oración de Jesús. Al principio esta medida le resultaba tan violenta que, para no cumplirla, callaba.
    »Mas para obligarle a ejecutar mi orden, llevé unas varas a casa. Cuando él rezaba la oración, yo leía tranquilamente, o escuchaba lo que él decía; pero en cuanto se callaba, yo le mostraba las varas, y temblando de miedo comenzaba de nuevo el rezo. Esto me hacía mucho bien porque por fin en mi casa comenzaba a haber calma y silencio. Pasa-do algún tiempo, pude ver que ya no era necesaria la amenaza de las varas: ejecutaba mi orden con gusto y mucha alegría; más tarde, su carácter cambió completamente; empezó a ser suave y tranquilo y cumplía mucho mejor con los trabajos domésticos. Yo me ale-gré mucho y empecé a darle mayor libertad. ¿Cuáles fueron los resultados? Pues que se habituó tan bien a la oración que la repetía sin cesar y sin que yo tuviera que obligarle a ello en modo alguno. Cuando le hablaba de ello, me respondía que sentía unos deseos irrefrenables de recitar la oración.
    »—¿Qué sientes cuando rezas?
    »—Nada especial; pero me siento bien cuando rezo la oración.
    »—¿Pero cómo, bien?
    »—No sé cómo explicarlo.
    »—¿Te sientes alegre?
    »—Sí, me siento alegre.
    »Tenía doce años el muchacho cuando estalló la guerra de Crimea. Yo partí para Kazán y lo llevé conmigo a casa de mi hija. Allí, lo instalamos en la cocina con los otros domésticos, y se sentía muy desdichado porque éstos pasaban el tiempo entreteniéndose y jugando y también burlándose de él, sin dejarle ocuparse en la oración. Pasados tres meses vino a buscarme y me dijo:
    »—Me voy a casa; no puedo aguantar esta vida de tanto barullo.
    »Yo le respondí:
    »—¿Cómo quieres irte tan lejos, solo y en pleno invierno? Espera hasta que yo me vuelva, y te llevaré conmigo.
    »A1 día siguiente, el muchacho había desaparecido. Enviamos a buscarle por todas partes, pero todo fue inútil. Al fin, un buen día recibí una carta de Crimea; los encarga-dos de la casa que tengo allí me anunciaban que, el 4 de abril, al día siguiente de la Pas-cua , habían encontrado al chico muerto en la casa solitaria. Lo encontraron tendido en el suelo, en mi cuarto, las manos cruzadas sobre el pecho, su sombrero debajo de la ca-beza y con el pobre vestido que siempre llevaba encima y con el que había huido. Lo enterraron en mi jardín.
    »Al recibir esta noticia, yo quedé admirado de la rapidez con la que había llegado hasta allí. Había partido el 26 de febrero y el 4 de abril lo encontraron muerto. Tres mil verstas en un mes, apenas las puede hacer un caballo, pues son cien verstas al día. Ade-más, con muy poca ropa, sin pasaporte y sin una moneda. Aun en el supuesto de que encontrara un carruaje que lo hubiera llevado, esto no habría podido acontecer sin inter-vención divina. Por donde se echa de ver que mi pequeño criado encontró el fruto de la oración, mientras que yo, al final de mi vida, todavía no he podido llegar tan alto como él.»
    Dije yo entonces al señor:
    —Ese excelente libro de Gregorio Palamas que vos habéis leído, yo lo conozco; pero en él se habla más bien de la oración oral. Deberíais leer este otro libro que se llama la Filocalía. En él encontraréis la completa enseñanza de la oración de Jesús en el espíritu y en el corazón.
    Y al decir esto, le enseñé la Filocalía. Escuchó mi consejo con alegría y respondió que iba a adquirir el libro.
    ¡Dios de bondad!, me dije yo. ¡Qué maravillosos efectos del poder divino se descu-bren por esta oración! ¡Qué edificante y profundo es este relato; las varas enseñaron la oración a ese muchacho y le dieron la felicidad! Las desgracias y tristezas con que nos encontramos, ¿qué otra cosa son sino las varas de Dios? ¿Por qué temer, pues, cuando la mano de nuestro Padre celestial nos amenaza con ellas? Él está siempre lleno de infinito amor para con nosotros, y estas varas nos enseñan a orar con mayor fervor y nos condu-cen a la dicha inefable.
    Aquí di fin a mis relatos y dije a mi Padre espiritual:
    —Perdonadme en nombre de Dios; he hablado mucho y los Padres enseñan que una conversación, aun espiritual, es sólo vanidad si se prolonga demasiado. Ya es tiempo de ir a buscar de nuevo al que me va a acompañar a Jerusalén. Rogad por mí, pobre peca-dor, a fin de que el Señor en su misericordia haga que todo me suceda bien en mi pere-grinación.
    —Así te lo deseo con todo mi corazón, amado hermano en el Señor —me respon-dió—. Que la sobreabundante gracia de Dios ilumine tus pasos y te acompañe en tu ca-mino, como el ángel Rafael acompañó a Tobías.

  • Crow

    SEGUNDA PARTE

    PROLOGO

    Para muchos de nuestros contemporáneos la pregunta tradicional: «Decidme cómo puedo salvarme», ha dejado de tener sentido. ¿De qué habría que salvar a un hombre bien naturalmente bueno o bien «normalmente anormal»? Las únicas actitudes que se ofrecen al «hombre de hoy» son un optimismo desmentido no obstante por la realidad cotidiana, un pesimismo desengañado, desesperado y desesperante, o la espera utópica en un día en que los hombres imperfectos creen al fin una sociedad perfecta que les ha-ga perfectos a ellos por arte de birlibirloque, triunfando la razón por sí sola sobre las bajezas y las pasiones.
    Sin embargo, nuestros contemporáneos sienten a menudo en el fondo de sí mismos, al igual que los hombres de todos los tiempos, una profunda necesidad de verdad abso-luta, de belleza perfecta y de beatitud infinita. Ocurre entonces que les llega, como al peregrino ruso y a menudo gracias a él, el llamamiento de San Pablo: ¡Orad sin cesar!, y su corazón se extraña: ¿Qué significa este llamamiento? ¿Qué es la oración? ¿Por qué habría que rezar? ¿Cómo se puede rezar sin cesar? ¿Responde la oración a esta necesi-dad de verdad, de belleza y de beatitud que se siente como una nostalgia, como una mis-teriosa llamada?
    Para muchos también, la historia de la Iglesia no revela en el fondo más que errores, ilusiones y fracasos; éstos no conocen del cristianismo más que algunas deformaciones o remedos, y se han llenado de calumnias que les impiden desear ver por sí mismos si no habrá acaso en la Iglesia una realidad desconocida. Ellos desconocen, y a menudo hasta los cristianos practicantes, la historia de los santos, la respuesta dada por los místi-cos a los llamamientos frecuentes e instantes de la Biblia a la oración y a la práctica de los mandamientos, al conocimiento de la Verdad y a la unión con nuestro Padre que está en los cielos.
    Los Relatos de un peregrino ruso nos colocan en presencia, en un contexto no habi-tual para el europeo occidental, de una tradición que remonta a Cristo y a los Apóstoles, y que es la de la oración continua, de la oración del corazón; de la Iglesia primitiva a Rusia, pasando por el monte Sinaí, el desierto de Egipto y el monte Athos, toda una ex-periencia precisa, sabrosa, luminosa, santificante de la oración y, por ella, del Amor misericordioso, salvador y unificador de Dios se ha transmitido, enseñada de maestro experimentado a discípulo, vivida por religiosos o laicos. Una ilustración relativamente reciente de esta tradición se encuentra en la persona, la vida y la enseñanza de San Sera-fín de Sarov (1759-1833), que muchos en Occidente conocen, y en los célebres startsi de Optino, el gran convento ruso.
    En los cuatro primeros Relatos de un peregrino ruso, el lector ha podido conocer al propio peregrino, su vocación, sus experiencias espirituales nutridas de la Biblia y de la Filocalía, que es una recopilación de textos patrísticos que tratan de la oración espiritual y la guarda del corazón. Antes de internarse en la Vía, el peregrino ha recibido de su starets una bendición que ayuda a vivir de las gracias conferidas por los sacramentos y a evitar los peligros del individualismo orgulloso o caprichoso por la sumisión humilde y ferviente a un maestro, que encarna para su discípulo la Voluntad de Dios.
    Los tres relatos que aparecen en esta parte permiten volver a encontrar al peregrino. Fueron hallados entre los papeles del starets Ambrosio de Optino y publicados en Rusia en 1911.
    El quinto relato muestra el carácter tenebroso e irracional de la naturaleza dejada a ella misma, y la urgente necesidad de la oración para escapar misericordiosamente de la pesantez que arrastra al hombre al abismo; habla de la Providencia, del Amor de Dios, de la intercesión de la Santa Virgen María, de la protección que asegura la oración. Si-guen consejos directos y prácticos sobre la confesión, consideraciones sobre la excelen-cia y la grandeza de la fórmula Señor Jesucristo, Hijo de Dios, tened piedad de mí, pe-cador, que constituye lo que se llama la «Oración de Jesús»; es ella la que, en la Orto-doxia, y a veces con una forma simplificada, constituye el «soporte» de la oración con-tinua desde el inicio de su aprendizaje. Luego, el relato habla de los dones del Espíritu Santo, del amor al prójimo; responde a los temores de los que no se atreven a recurrir a la oración, y da por último un método evangélico de oración, mostrando en el Santo Evangelio una enseñanza progresiva sobre la oración y sus frutos.
    El sexto relato habla de la función de los Evangelios; da, apoyándose en la enseñan-za de los santos, el secreto de la salvación, revelado por la oración continua: «Estar en Él (Cristo) quiere decir sentir continuamente Su presencia, invocar continuamente Su Nombre»; se trata de la gravedad y poder de la oración, de la posibilidad de rezar en medio de ocupaciones absorbentes o en compañía, de la pereza o de la avidez de goce espiritual; por último, un breve resumen vuelve a examinar algunos puntos importantes.
    El séptimo relato habla del eremitismo, de la función del starets, de los peligros de la imaginación, del desaliento, y muestra, para terminar, cómo rezar por los demás.
    Estos relatos contienen instrucciones precisas, apoyadas en la Tradición e ilustradas por pequeñas anécdotas. Se trata, en particular, de la frecuencia de la oración, que es «el único método de llegar a la oración pura y verdadera… Para convenceros definitiva-mente de la necesidad y de la fecundidad de la oración frecuente, reparad en:
    —Que todo deseo y todo pensamiento de rezar es obra del Espíritu Santo y la voz de nuestro ángel custodio.
    —Que el nombre de Jesucristo invocado en la oración contiene en sí mismo un po-der salvador que existe y actúa por sí mismo…»
    Este carácter de la invocación del Nombre de Jesús tiene origen bíblico; los Apósto-les hablan de él, después de haber sido invitados por Jesucristo a rezar en Su Nombre y vueltos atentos por el Pater Noster: Sea santificado vuestro Nombre y por el Magnifi-cat: Santo es Su Nombre. La Santa Virgen conocía evidentemente el sentido del Nom-bre de Jesús, que es: Dios salvador, y ella ha invocado este Nombre que resume toda la misericordiosa Revelación del Padre en Su Hijo y toda la historia de la salvación; los Apóstoles lo han invocado, a su vez, como lo muestran los textos bíblicos y la maravi-llosa historia del discípulo de San Juan, San Ignacio de Antioquía, quien invocaba con-tinuamente el Nombre de Jesús y hasta lo había inscrito en letras de oro en su corazón. La «Oración de Jesús» de la que habla el peregrino ruso muestra la continuidad de esta invocación a través de los tiempos, asociada con un llamamiento explícito a la Miseri-cordia. Pero los Nombres de «Padre» y de «María» han sido también invocados con frecuencia, al igual que los de «Dios» o de «Señor».
    La práctica de la invocación de un Nombre divino puede apoyarse, por ejemplo, en estas citas de los Salmos: Pero yo he invocado el Nombre del Señor; Señor salvad mi alma; Sacrificaré una hostia de alabanza e invocaré el Nombre del Señor; Bienaventu-rados los que aman Vuestro Nombre. El santo obispo Ignacio Brianchaninov escribía en el siglo pasado: «El Nombre, por su forma exterior, es limitado, pero representa un obje-to ilimitado, Dios, de quien recibe un valor infinito, divino, el poder y las propiedades de Dios». Es la doctrina de la Tradición.
    Los católicos se preguntarán acaso si pueden encontrar en su Iglesia una enseñanza parecida a la que encontramos en los Relatos de un peregrino ruso. No es lugar aquí de responder detenidamente a esta pregunta; digamos simplemente que si la Iglesia orto-doxa ha desarrollado y continúa enseñando una doctrina particularmente precisa de la invocación del Nombre de Jesús y de la oración continua, la Iglesia católica también ha respondido a la exhortación de San Pablo: ¡Orad sin cesar!, y predica la devoción al Santo Nombre.
    Por una parte, el cristianismo de los santos de la Iglesia de Oriente es de una autenti-cidad tal que su enseñanza atañe a todos los que quieren ser realmente cristianos; por otra parte, las obras de un San Bernardo de Claraval, de un San Buenaventura, de un San Bernardino de Siena o de un San Alfonso M.ª de Ligorio, que son santos de Occi-dente, contienen igualmente enseñanzas sobre la invocación del santo Nombre de Jesús así como del de María, del que San Efrén ha escrito: «El Nombre de María es la llave que abre las puertas del cielo.» Y un Frère Laurent de la Résurrection, por ejemplo, ha escrito magistralmente sobre La experiencia de la presencia de Dios.
    Si es difícil encontrar actualmente en Occidente un starets, un maestro de la vida de oración, hay que pedir la ayuda del Espíritu Santo. Él suple la ausencia de maestro hu-mano o puede dar ocasión a encontrar uno, pues Él mismo es el Maestro por excelencia y todo maestro humano, cualquiera que sea su grado de santidad, no es más en cierto modo que Su representante y Su encarnación.
    Como lo enseña el monje en el sexto relato: «Todo deseo y todo pensamiento de re-zar es obra del Espíritu Santo». ¡Que este mismo Espíritu guíe los pasos del que busca la Vía, la Verdad y la Vida!
    En la fiesta del Santo Nombre de Jesús.

    Charles KRAFFT

    QUINTO RELATO

    EL STARETS: Un año había transcurrido desde que vi al peregrino por última vez, cuando al fin un suave golpe en la puerta y una voz suplicante anunciaron la llegada de ese piadoso hermano, a quien le aguardaba una cordial bienvenida.
    —Entra, querido hermano, y demos juntos gracias a Dios por haber bendecido tu camino y haberte traído de vuelta.

    EL PEREGRINO: Alabanza y gracias sean dadas al Padre que está en los cielos por Su generosidad en todas las cosas, a las que ordena según su mejor parecer y siempre para el bien de nosotros, peregrinos y extranjeros en tierra extraña. He aquí a este peca-dor, que os dejó el año pasado, y a quien la misericordia de Dios ha creído digno de ver y oír de nuevo vuestra jubilosa bienvenida. Y, por supuesto, vos esperáis oír de mí una descripción completa de la Santa Ciudad de Dios, Jerusalén, por la que mi alma suspira-ba y a la que estaba firmemente resuelto a ir. Pero nuestros deseos no siempre pueden ser satisfechos, y así fue en mi caso. Y con razón, porque ¿cómo podría yo, infeliz pe-cador, ser considerado digno de hollar esa tierra sagrada en la que los divinos pasos de Nuestro Señor Jesucristo dejaron su huella?
    Vos recordáis, Padre, que me fui de aquí el año pasado con un anciano sordo como compañero, y que tenía una carta de un comerciante de Irkutsk para su hijo de Odesa pidiéndole que me mandase a Jerusalén. Pues bien, llegamos a Odesa perfectamente en no mucho tiempo. Mi compañero compró en seguida un pasaje para Constantinopla y partió. Yo, por mi parte, me puse a buscar al hijo del comerciante por la dirección de la carta. Pronto encontré su casa, pero allí me enteré, para sorpresa y pesar míos, que mi bienhechor ya no contaba entre los vivos. Había muerto, tras una corta enfermedad, y había sido enterrado tres semanas antes. Esto me desalentó mucho, pero aun así confié en el poder de Dios. Toda la casa estaba de luto, y la viuda, que quedaba con tres niños pequeños, tenía tal aflicción que lloraba continuamente y varias veces al día se desvane-cía de dolor. Su pena era tan grande, que se hubiera dicho que ella no iba ya tampoco a vivir mucho tiempo. A pesar de todo, en medio de todo esto, ella me recibió amable-mente, aun cuando en tal estado de cosas no podía mandarme a Jerusalén. Pero me pidió que me quedase con ella unos quince días hasta que su suegro viniese a Odesa, tal como había prometido, para poner en orden los asuntos de la desamparada familia.
    Así que me quedé. Pasó una semana, luego un mes y luego otro. Pero, en vez de ve-nir, el comerciante escribió diciendo que sus propios asuntos no le iban a permitir venir y aconsejando que se despidiese a los empleados y se fuesen todos en seguida a Irkutsk con él. Empezó, pues, un gran bullicio y ajetreo, y como vi que ya no estaban interesa-dos en mí, les agradecí su hospitalidad y me despedí. Una vez más partí errante por Ru-sia.
    Yo pensaba y pensaba. ¿A dónde había de ir? Al fin decidí que primero iría a Kiev, donde no había estado desde hacía muchos años. Partí, pues, para allí. Naturalmente, al principio me disgusté por no haber podido realizar mi deseo de ir a Jerusalén, pero re-flexionando vi que ni tan sólo esto había sucedido sin la providencia de Dios, y me tran-quilicé con la esperanza de que Dios, amante de los hombres, aceptaría la intención por el acto y no dejaría que mi infeliz viaje fuera falto de edificación y provecho espiritual. Y así fue, puesto que me tropecé con gentes que me enseñaron muchas cosas que igno-raba y que, para mi salvación, llevaron luz a mi alma oscura. Si la necesidad no me hu-biera puesto en este viaje, no habría encontrado a estos bienhechores espirituales míos.
    Así pues, de día andaba con la oración, y al atardecer, cuando me detenía para pasar la noche, leía mi Filocalía para fortalecer y estimular a mi alma en su lucha con los enemigos invisibles de la salvación.
    De camino, a unas setenta verstas de Odesa, me topé con un hecho asombroso. Ha-bía una larga hilera de carros cargados de mercancías; habría unos treinta. Los alcancé. El conductor de delante, que era el guía, andaba al lado de su caballo, y los demás le seguían en grupo a cierta distancia. La ruta pasaba por una laguna, que era atravesada por una corriente, y en la cual el hielo quebrado de la primavera remolineaba y se apila-ba en las orillas con un ruido horrible. De repente, el primer conductor, un hombre jo-ven, detuvo su caballo, y toda la fila de carros que iba detrás tuvo que hacer alto tam-bién. Los otros conductores acudieron corriendo hacia él, y vieron que había comenzado a desnudarse. Le preguntaron por qué lo hacía, y les respondió que deseaba muchísimo darse un baño en la laguna. Algunos de los atónitos conductores empezaron a reírse de él, otros a reprenderle, llamándole loco, y el de más edad, su propio hermano, intentó detenerle, dándole un empujón para hacerle continuar. El otro se defendía, y no tenía la menor intención de hacer caso a lo que se le decía. Varios conductores jóvenes empeza-ron a sacar agua de la laguna en los cubos con los que abrevaban a los caballos, y se la arrojaron, en plan de broma, al que quería bañarse, por la cabeza y a la espalda, dicien-do: «¡Toma; nosotros te vamos a dar un baño!» Tan pronto como el agua hubo tocado su cuerpo, exclamó: «¡Ah, qué bien!», y se sentó en el suelo. Aquéllos siguieron echán-dole agua por encima, y en eso a poco se tendió y allí mismo murió plácidamente. To-dos se sobrecogieron, sin tener idea de por qué había ocurrido. Los más mayores se agi-taron mucho, diciendo que las autoridades debían ser avisadas, mientras que los demás llegaron a la conclusión de que era su destino el tener una muerte así.
    Permanecí con ellos cerca de una hora, y luego seguí mi camino. Unas cinco verstas más adelante, vi una aldea en la carretera, y al entrar en ella me encontré a un anciano sacerdote que paseaba por la calle. Se me ocurrió que podía contarle lo que acababa de ver, para conocer cuál era su opinión. El sacerdote me llevó a su casa, yo le conté el suceso, pidiéndole que me explicase la causa de lo que había ocurrido.
    —No puedo decirte nada sobre ello, querido hermano, salvo quizá que hay en la na-turaleza muchas cosas asombrosas que nuestra razón no puede comprender. Esto, creo, está dispuesto de este modo por Dios para mostrar a los hombres más claramente su gobierno y providencia sobre la naturaleza, por medio de ciertos casos de cambios anormales en las leyes de ésta. Se da la circunstancia de que yo mismo fui en una oca-sión testigo de un caso semejante. Cerca de nuestra aldea hay un barranco muy profundo y abrupto, no muy ancho pero de setenta pies o más de profundidad. Estremece mirar a su fondo oscuro. Han construido una especie de pasarela para franquearlo. Un campesi-no de mi parroquia, padre de familia muy respetable, fue súbitamente preso, sin ninguna razón, del irresistible deseo de arrojarse desde este pequeño puente al fondo del barran-co. Luchó contra la idea y resistió al impulso durante toda una semana. Al fin, no pudo contenerse más. Se levantó temprano un día, partió de casa como un rayo y saltó al abismo. Pronto oyeron sus quejidos y, con gran dificultad, lo extrajeron de la hoya, con las piernas rotas. Cuando le preguntaron la razón de su caída, respondió que, a pesar del gran dolor que ahora sufría, su espíritu se había serenado al haber realizado el irresisti-ble deseo que le había obsesionado durante toda una semana, y por la satisfacción del cual había estado dispuesto a perder la vida. Estuvo todo un año en el hospital, recupe-rándose. Yo solía ir a verle, y a menudo encontraba a los médicos que estaban a su alre-dedor. Igual que tú, yo quise escuchar de ellos la razón de este suceso. Unánimemente, los médicos contestaban que se trataba de «frenesí». Y cuando les pedía una explicación científica de lo que era esto y de qué provocaba que atacase a un hombre, no podía sa-carles nada más, excepto el que éste era uno de los secretos de la naturaleza aún no re-velados a la ciencia. Yo, por mi parte, hacía notar que, si en semejante misterio de la naturaleza, uno se volviese hacia Dios en oración, y hablase también de ello con la gente de bien, entonces este irrefrenable «frenesí» de que hablaban no lograría su propósito.
    En verdad, nos encontramos en la vida humana con muchas cosas de las que no po-demos tener una comprensión clara.
    Mientras estábamos hablando, había oscurecido, y pasé allí la noche. Por la mañana, el alcalde envió a su secretario a pedir al sacerdote que enterrase al difunto en el cemen-terio, y a decir que los médicos, después de la autopsia, no habían detectado ningún sig-no de locura, y daban como causa de la muerte un ataque repentino.
    —Fíjate en esto ahora —me dijo el sacerdote—. La ciencia médica no puede dar una razón precisa para ese impulso incontrolable hacia el agua.
    Y así, dije adiós al sacerdote y reanudé mi camino. Después que hube viajado varios días, y sintiéndome bastante fatigado, llegué a una ciudad comercial de considerables dimensiones llamada Bielaya Tcherkov. Como la tarde estaba ya cayendo, me puse a buscar alojamiento para la noche. En el mercado me tropecé con un hombre que parecía ser también un viajero. Hacía indagaciones por las tiendas sobre la dirección de cierta persona que vivía en el lugar. Cuando me vio, vino hacia mí y dijo:
    —Pareces también un peregrino, así que vayamos juntos a encontrar a un hombre llamado Evreinov, que vive en esta ciudad. Es un buen cristiano, y dirige una espléndida posada donde acoge a los peregrinos. Mira, tengo anotado algo acerca de él.
    Yo consentí de buena gana, y pronto hallamos su casa. Aunque el posadero no esta-ba en casa, su esposa, una amable anciana, nos recibió muy cariñosamente y nos ofreció una pequeña buhardilla retirada, en el desván. Nos instalamos y descansamos un rato.
    Luego vino nuestro posadero y nos pidió que cenásemos con ellos. Durante la cena se habló de quiénes éramos y de dónde veníamos, y por una u otra razón la conversación vino a parar a la cuestión del por qué se llamaba Evreinov .
    —Les contaré una extraña cosa acerca de esto —dijo, y empezó su relato:
    «Verán lo que pasó. Mi padre era judío. Había nacido en Schklov, y odiaba a los cristianos. Desde su más temprana edad se preparaba para ser rabino y estudiaba a fondo toda la charladuría judía dirigida a refutar al cristianismo. Cierto día acertó a pasar por un cementerio cristiano. Vio una calavera humana, que debía de haber sido sacada de alguna tumba recientemente removida. Conservaba ambas mandíbulas y había en ellas algunos dientes de aspecto horrible. En un arrebato de mal genio, empezó a mofarse de ella; la escupió, la cubrió de insultos y la dio de puntapiés. No contento con esto, la re-cogió y la fijó a un poste, como hacen con los huesos de animales para ahuyentar a los pájaros voraces. Después de haberse divertido de este modo, se fue a casa. La noche siguiente, apenas se había quedado dormido, cuando un desconocido se le apareció y le reprendió violentamente, diciendo: «¿Cómo osas insultar a lo que queda de mis pobres huesos? Yo soy cristiano; pero en cuanto a ti, tú eres un enemigo de Cristo.» La visión se fue repitiendo varias veces todas las noches, y él no logró ni sueño ni descanso. Más tarde, la misma visión empezó a relampaguear ante sus ojos en pleno día, mientras oía el eco de aquella voz reprochadora. Con el tiempo, la visión se hizo más frecuente hasta que, al fin, empezó a sentirse abatido, lleno de espanto, y a perder las fuerzas. Fue a su rabino, quien le cubrió de rezos y exorcismos. Pero la aparición no sólo no cesó, sino que se hizo más frecuente y amenazadora.
    »Este estado de cosas se supo y, oyendo hablar de ello, un amigo suyo, cristiano, se puso a aconsejarle que aceptase la religión cristiana, y a incitarle a pensar que no había otro medio de verse libre de su perturbadora aparición. Pero el judío era remiso a dar este paso. Aun así, dijo en respuesta: “Haría de buena gana lo que deseas con tal de li-brarme de esta atormentadora e intolerable aparición.” El cristiano se alegró de oír esto, y le persuadió de que mandase al obispo local una petición de bautismo y de recepción en la Iglesia cristiana. La petición fue escrita, y el judío, no muy ansioso, la firmó. Y mira por donde, justo en el mismo momento en que la petición era firmada, la aparición cesó y ya nunca volvió a molestarle. Su gozo fue ilimitado, y con el ánimo enteramente sosegado, sintió una fe tan ardiente en Jesucristo, que se fue volando al obispo, le contó toda la historia y expresó el profundo deseo de ser bautizado. Aprendió con ahínco y rapidez los dogmas de la fe cristiana, y después de su bautizo vino a vivir a esta ciudad. Aquí se casó con mi madre, una buena cristiana. Llevó una vida piadosa y de bienestar, y fue muy generoso con los pobres. Él me enseñó a ser igual, y antes de su muerte me dio sus instrucciones al respecto, junto con su bendición. He aquí el motivo por el cual me llamo Evreinov.»
    Escuché esta historia con respeto y humildad, y pensé para mí: ¡Qué bueno y cuán benévolo es Nuestro Señor Jesucristo, y cuán grande es su amor! ¡Por qué caminos tan distintos atrae a los pecadores hacia sí! Con qué sabiduría emplea cosas de poca impor-tancia para conducir hacia las cosas grandes! ¿Quién podría haberse imaginado que el juego malévolo de un judío con unos huesos sin vida había de llevarle al conocimiento verdadero de Jesucristo, y había de ser el medio para conducirle a una vida piadosa?
    Después de cenar, dimos gracias a Dios y a nuestro anfitrión, y nos retiramos a nues-tra buhardilla. No queríamos irnos a la cama todavía, así que nos pusimos a conversar. Mi compañero me contó que era un comerciante de Moguilev, y que había pasado dos años en Besarabia como novicio en uno de los monasterios de allí, pero sólo con un pa-saporte que expiraba en fecha fija. Iba ahora de vuelta a casa para obtener el consenti-miento de la corporación de comerciantes a su entrada definitiva en la vida monástica.
    —Aquellos monasterios me satisfacen —dijo— por su orden y su constitución y por la vida rigurosa de los muchos piadosos startsi que allí viven.
    Me aseguró que poner los monasterios de Besarabia al lado de los rusos era como comparar el cielo con la tierra, y me animó a que hiciera como él.
    Mientras hablábamos de estas cosas, trajeron a un tercer huésped a nuestra habita-ción. Se trataba de un suboficial del ejército que volvía ahora a casa de permiso. Vimos que estaba muy cansado por el viaje. Dijimos juntos nuestras oraciones y nos acosta-mos. A la mañana siguiente, estábamos en pie temprano preparándonos para el camino, y sólo queríamos ya ir a dar las gracias a nuestro posadero, cuando de pronto oímos las campanas que llamaban a maitines. El comerciante y yo nos pusimos a considerar lo que haríamos. ¿Cómo partir sin ir a la iglesia después de haber oído las campanas? Mejor sería quedarnos a maitines, rezar nuestras oraciones en la iglesia y marchar así luego con más alegría. Una vez decidido así, llamamos al suboficial. Pero éste dijo:
    —¿Qué objeto tiene ir a la iglesia mientras estás de viaje? ¿Qué saca Dios con que vayamos? Vayámonos a casa, y ya rezaremos luego nuestras oraciones. Ustedes dos vayan si quieren. Yo no voy a ir. Para cuando hayan asistido a maitines, yo ya estaré a unas cinco verstas de aquí, y quiero llegar a casa lo antes posible.
    A esto el comerciante dijo:
    —Tenga cuidado, hermano; no vaya tan deprisa con sus proyectos hasta conocer cuáles son los planes de Dios.
    Nosotros fuimos a la iglesia, pues, y él emprendió el camino.
    Nos quedamos a maitines y también a la misa. Luego, volvíamos a nuestra buhardi-lla para preparar nuestras alforjas para la marcha, cuando ¿qué vemos sino a nuestra posadera trayendo el samovar?
    —¿A dónde van? —dijo—. Han de tomar una taza de té; sí, y comer con nosotros, también. No podemos dejarles ir hambrientos.
    Nos quedamos, pues. No habíamos estado sentados junto al samovar ni media hora, cuando, de pronto, vemos a nuestro suboficial entrar corriendo sin resuello.
    —Vengo a ustedes con pena y con alegría a la vez.
    —¿Cómo es eso? —le preguntamos.
    Y esto es lo que dijo:
    —Cuando les dejé y partí, pensé en entrar en la taberna para cambiar un billete y tomar algo al mismo tiempo, para así poder proseguir mejor. Así lo hice, y después de coger el cambio y beber algo, me fui volando. Cuando había hechos unas tres verstas, se me ocurrió contar el dinero que el hombre de la taberna me había dado. Me senté al borde del camino, saqué mi portamonedas y lo examiné. Sin novedad. Luego, de repen-te, descubrí que mi pasaporte no estaba. Sólo algunos papeles y el dinero. Me asusté tanto como si hubiese perdido mi propia cabeza. En un instante vi lo que había ocurrido. Sin duda, se me había caído al pagar en la taberna. Tenía que volver en seguida. Corrí y corrí. Otra idea espantosa se apoderó de mí: ¿Y si no está allí? Esto significaría proble-mas. Me precipité al hombre de detrás del mostrador y le pregunté. «No lo he visto», dijo. ¡Qué desaliento! Busqué de un lado para otro; examiné por todas partes, donde quiera que hubiese estado. Y, ¿qué creen?: Tuve la suerte de encontrar mi pasaporte. Allí estaba, aún doblado, en el suelo, entre la paja y los desperdicios, todo pisoteado. ¡Gracias a Dios! Me alegré, se lo aseguro. Era como si me hubiese quitado un gran peso de encima. Por supuesto, estaba sucio y cubierto de barro, lo bastante como para ganar-me un coscorrón, pero esto no tiene importancia. De todos modos, puedo ir a casa y volver sano y salvo. Pero vine para contárselo. Y lo que es más: a fuerza de correr, en mi sobresalto, se me ha puesto el pie en carne viva por el roce, y ya no puedo andar. Así que he venido a pedirles un poco de ungüento para ponérmelo antes de vendarlo.
    —Ya lo ve, hermano —dijo el comerciante—. Esto es por no haber querido escu-charnos y venir con nosotros a la iglesia. Quería tomarnos una buena delantera y, por el contrario, aquí está de nuevo, y cojo, de propina. Ya le dije que no corriera tanto con sus planes; ya ve en qué ha parado todo. Era poca cosa el no venir a la iglesia, pero emplear un lenguaje como «¿qué bien le hacemos a Dios con rezar?», eso, hermano, estaba mal. Desde luego, Dios no necesita nuestras oraciones de pecadores, pero, aun así, en su amor por nosotros, Le agrada que recemos. Y no es sólo esa santa plegaria que el propio Espíritu Santo nos ayuda a ofrecer y despierta en nosotros la que Le complace, puesto que esto nos lo pide cuando dice: Permaneced en mí y yo en vosotros, sino que cada intención, cada impulso, incluso cada pensamiento que va dirigido a Su gloria y a nues-tra propia salvación, tiene valor a Sus ojos. Y por ellos, la infinita misericordia de Dios concede generosas recompensas. El amor de Dios concede gracia mil veces más de lo que las acciones humanas merecen. Si Le das el más simple óbolo, te devolverá oro en pago. Si te propones tan sólo ir hacia el Padre, Él vendrá a tu encuentro. Dices una sola palabra, corta y sin sentimiento: «Acógeme; ten piedad de mí», y Él se vuelca sobre ti y te besa. Así es el amor del Padre celestial hacia nosotros, indignos como somos. Y por causa simplemente de este amor, Él se regocija de cada paso que damos hacia la salva-ción, por corto que sea. Pero usted lo ve de este modo: ¿Qué gloria hay para Dios y qué ventaja para uno, si uno reza un poco y luego deja vagar de nuevo sus pensamientos, o si hace alguna pequeña acción meritoria, como decir una plegaria haciendo cinco o diez reverencias, o invoca en un sincero suspiro el Nombre de Jesús, o se aplica a algún buen pensamiento, o se entrega a alguna lectura espiritual, o se abstiene de comer, o soporta alguna afrenta en silencio? —todo esto no le parece bastante para su total salvación, y cree que resulta infructuoso el hacerlo—. ¡No!, ninguno de estos pequeños actos es en vano, pues Dios, que todo lo ve, lo tendrá en cuenta y le dará una recompensa cien ve-ces mayor, no sólo en la vida eterna, sino en esta vida. San Juan Crisóstomo afirma: «Ningún bien de cualquier clase, por insignificante que sea, será desdeñado por el recto Juez. Si los pecados son indagados con tal detalle que responderemos por las palabras, por los deseos y por los pensamientos, tanto más las buenas obras, por pequeñas que sean, serán tenidas en cuenta con todo detalle y contarán para nuestro mérito ante nues-tro Juez lleno de amor.
    »Le contaré un caso que yo mismo vi el año pasado. En el monasterio de Besarabia donde yo vivía, había un starets, un monje de santa vida. Un día, una tentación le asaltó. Sintió un gran deseo de comer pescado seco. Y como era imposible conseguirlo en el monasterio en aquel momento, proyectó ir al mercado y comprarlo. Durante largo rato luchó contra la idea, razonando que un monje debería contentarse con la comida habi-tual de que se provee a los hermanos y evitar a toda costa el caer en la gratificación de los propios deseos. Además, andar por el mercado, entre la muchedumbre, era también para un monje motivo de tentación y algo impropio para él. Al final, las mentiras del Enemigo le pudieron a sus razonamientos y él, rindiéndose a su propia obstinación, se decidió y salió a por el pescado. Después que hubo dejado el monasterio e iba por la calle, reparó en que no llevaba su rosario en la mano, y se puso a pensar: “¿Qué es esto de ir como un soldado sin su espada? Esto es muy impropio, y los laicos que me en-cuentren me criticarán y caerán en tentación, viendo a un monje sin su rosario.” Ya iba a volver para cogerlo, cuando, palpando en su bolsillo, vio que estaba allí. Lo sacó, se santiguó y, con su rosario en la mano, siguió tranquilamente. Cuando se aproximaba al mercado, vio a un caballo parado frente a una tienda con una gran carretada de enormes cubas. De repente, este caballo, asustándose por algún motivo, se desbocó con todos sus bríos y, con gran estampido de cascos, se fue derecho hacia él, rozándole el hombro y derribándolo al suelo, aunque sin hacerle mucho daño. Acto seguido, a dos pasos de él, la carga se volcó y el carro se hizo añicos. Él se incorporó rápidamente, por supuesto que bastante asustado, pero al mismo tiempo maravillado de cómo Dios había salvado su vida, ya que si la carga hubiese caído una fracción de segundo antes, él habría sufrido la misma suerte que el carro. Sin pensar más en ello, compró el pescado, volvió, se lo comió, rezó sus oraciones y se acostó.
    »Tuvo un sueño ligero, y, en el mismo, un starets de aspecto afable, a quien no co-nocía, se le apareció y le dijo: “Escucha; yo soy el protector de esta casa y deseo ins-truirte para que comprendas y recuerdes la lección que se te ha dado. Fíjate: El débil esfuerzo que hiciste contra el sentimiento de placer y tu negligencia en comprender y en dominarte, dieron al Enemigo la oportunidad de atacarte. Él había dispuesto para ti esa bomba que explotó ante tus ojos. Pero tu ángel custodio lo previó, y te inspiró la idea de ofrecer una plegaria y el acordarte de tu rosario. Puesto que prestaste oídos a esta suge-rencia, obedeciste y la pusiste en práctica, ello fue lo que te salvó de la muerte. ¿Ves el amor de Dios por los hombres, y Su generosa recompensa del menor acto de volverse hacia Él?” Diciendo esto, el starets de la visión desapareció rápidamente de la celda. El monje se postró a sus pies, y al hacerlo se despertó, encontrándose no en su cama sino arrodillado en el umbral de la puerta. Contó la historia de esta visión para el provecho espiritual de mucha gente, entre la que me contaba.
    »Verdaderamente ilimitado es el amor de Dios por nosotros, pecadores. ¿No es ma-ravilloso que una acción tan insignificante —sí, el simple hecho de sacar el rosario del bolsillo y llevarlo a la mano, e invocar una sola vez el Nombre de Dios— pueda dar la vida a un hombre, y que en la balanza de la Justicia, un instante de invocar a Jesucristo pueda pesar más que muchas horas de negligencia? He aquí, en verdad, el pago en oro por una minucia. ¿Ve, hermano, cuán poderosa es la plegaria, y cuánto, el Nombre de Jesús cuando le invocamos? Juan de Cárpatos dice en la Filocalía que cuando, en la oración de Jesús, invocamos el santo Nombre y decimos: “Ten piedad de mí, pecador”, a cada una de estas súplicas la Voz de Dios responde en secreto: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Y sigue diciendo que cuando decimos la Oración, no hay nada en ese momento que nos distinga de los santos, de los confesores y de los mártires. Puesto que, tal como dice San Juan Crisóstomo, “la plegaria, aun cuando estemos llenos de pecado al pronunciarla, inmediatamente nos purifica”. La amorosa benevolencia de Dios para con nosotros es grande; sin embargo, nosotros, pecadores, somos indiferentes y no es-tamos dispuestos a conceder ni una sola hora a Dios en acción de gracias, y trocamos el tiempo del rezo, que es lo más importante, por los cuidados y ajetreos de la vida coti-diana, olvidando a Dios y nuestro deber. Es por esta razón por la que nos encontramos a menudo con desgracias y calamidades, pero aun éstas son empleadas por la amantísima providencia de Dios para nuestra instrucción y para que volvamos nuestros corazones hacia Él.
    Cuando el comerciante hubo terminado su plática, yo le dije:
    —¡Qué consuelo habéis llevado a mi alma pecadora, también, vuesa merced! Me prosternaría a vuestros pies.
    Oyendo esto, él se puso a hablarme así:
    —Ah, parece que eres amante de las historias piadosas. Espera pues; voy a leerte otra parecida a la que le he contado a él. Tengo aquí un libro con el que viajo llamado Agapia o «La Salvación de los Pecadores», que contiene muchas cosas admirables.
    Sacó el libro de su bolsillo y empezó a leer una historia muy hermosa sobre un tal Agathonik, un hombre devoto, quien desde su infancia había sido enseñado por sus pia-dosos padres a rezar cada día delante del icono de la Madre de Dios la oración que em-pieza por Regocíjate, doncella encinta de Dios, y así lo hacía siempre. Más tarde, cuan-do creció e inició su propia vida, se vio absorbido por los cuidados y ajetreos de la vida y sólo rara vez rezaba la oración, hasta que la abandonó totalmente.
    «Un día dio alojamiento para la noche a un peregrino, quien le contó que era un eremita de la Tebaida, y que había tenido una visión en la que se le ordenaba ir a un tal Agathonik y reprenderle por haber abandonado la oración a la Madre de Dios. Agat-honik dijo que la razón era que había rezado la oración durante muchos años sin obser-var ningún resultado en absoluto. Entonces, el eremita le dijo: “Recuerda, ciego y des-agradecido, cuántas veces esta oración te ha auxiliado y te ha evitado una desgracia. Recuerda cómo, en tu juventud, fuiste prodigiosamente salvado de ahogarte. ¿No re-cuerdas cómo una epidemia se llevó a muchos de tus amigos a la tumba y tú conservaste la salud? ¿Recuerdas cuando, viajando con un amigo, ambos caísteis de la carreta y él se rompió una pierna mientras que tú saliste ileso? ¿No sabes bien que un joven conocido tuyo, que gozaba de buena salud y era fuerte, yace ahora enfermo y débil, mientras que tú estás sano y no sufres dolor alguno?” Y le recordó a Agathonik muchas otras cosas. Al fin, dijo: “Has de saber que todos estos males te fueron conjurados por la protección de la santísima Madre de Dios, gracias a esa corta oración con la que elevabas diaria-mente tu corazón a la unión con Dios. Vigila ahora; continúa con ella y no dejes de ala-bar a la Reina del Cielo, no fuese que ella te desamparase”.»
    Cuando hubo terminado de leer, nos llamaron a comer, después de lo cual, sintién-donos con fuerzas renovadas, dimos las gracias a nuestro posadero y emprendimos la marcha. Nos separamos, y cada uno tomó por donde estimó mejor.
    Anduve unos cinco días, alentado por el recuerdo de las anécdotas que había oído del buen comerciante de Bielaya Tcherkov, y ya me estaba aproximando a Kiev. De pronto, y sin motivo alguno, empecé a sentirme desanimado y triste, y mis pensamientos se hicieron sombríos y depresivos. La Oración salía con dificultad, y una especie de indolencia se apoderó de mí. En esto, viendo un bosque de espesa maleza al lado del camino, me introduje en él para descansar un poco, buscando un sitio retirado donde sentarme bajo un arbusto y leer mi Filocalía, para estimular así a mí débil espíritu y confortar a mi ánimo medroso. Hallé un lugar tranquilo, y empecé a leer a Juan Casiano, en la cuarta parte de la Filocalía —sobre los Ocho Pensamientos—. Cuando llevaba leyendo felizmente una media hora, reparé inesperadamente en la figura de un hombre a unos cien metros de allí y más hacia el interior del bosque. Estaba arrodillado y absolu-tamente inmóvil. Me alegré de ver esto, pues colegí, naturalmente, que estaba rezando, y me puse a leer de nuevo. Seguí leyendo durante una hora o algo más, y luego levanté otra vez la mirada. El hombre seguía arrodillado allí y no se movía. Todo esto me im-presionó mucho y pensé: «¡Qué servidores de Dios tan devotos hay!»
    Mientras yo le estaba dando vueltas a esto, el hombre cayó de pronto al suelo y que-dó tumbado, inmóvil. Esto me sobresaltó, y como no había visto su cara, ya que había estado arrodillado de espaldas a mí, sentí curiosidad por ir a ver quién era. Cuando lle-gué hasta él, lo encontré durmiendo ligeramente. Era un chico de campo, un mozo de unos veinticinco años. Tenía un rostro agradable, bien parecido, pero pálido. Vestía un caftán de campesino con una soga como cinturón. No había en él nada más de particu-lar. No tenía kotomka  y ni tan sólo un bastón. El ruido de mi llegada le despertó, y se levantó. Le pregunté quién era, y me dijo que era un campesino del Estado, de la pro-vincia de Smolensko, y que venía de Kiev.
    —¿Y adónde vas ahora? —le pregunté.
    —Yo mismo no sé adónde va a conducirme Dios —respondió.
    —¿Hace mucho que dejaste tu casa?
    —Sí; más de cuatro años.
    —¿Y dónde has vivido todo este tiempo?
    —He estado yendo de santuario en santuario, y a monasterios e iglesias. No tenía objeto el permanecer en casa. Soy huérfano y no tengo parientes. Además, tengo un pie lisiado. Voy, pues, errante por el mundo.
    —Alguna persona temerosa de Dios debe haberte enseñado, según parece, no a ir vagando por ahí, sino a visitar santos lugares —dije.
    —Sí, veréis —respondió—. No teniendo ni padre ni madre, yo solía ir de niño con los pastores de nuestra aldea, y todo transcurrió felizmente hasta que tuve diez años. Entonces, un día traje el rebaño a casa sin reparar en que el mejor carnero del starosta  no estaba entre ellos. Y nuestro starosta era un hombre malo e inhumano. Cuando llegó a casa aquella tarde y vio que su carnero se había perdido, se precipitó hacia mí con insultos y amenazas. Si yo no iba y encontraba al carnero, juró que me molería a golpes, y dijo: «Te romperé los brazos y las piernas.» Sabiendo lo cruel que era, salí tras el car-nero, recorriendo los lugares donde el rebaño había pacido durante el día. Busqué y busqué durante más de media noche, pero no había ni rastro de él por ninguna parte. Y era una noche muy oscura, además, pues ya se acercaba el otoño. Cuando ya me había adentrado mucho en el bosque (y en nuestra región los bosques son interminables), una tormenta se desencadenó de repente. Parecía como si todos los árboles danzasen. A lo lejos, los lobos comenzaron a aullar. Me entró tal terror que los cabellos se me erizaron. Todo se hacía cada vez más horrible, tanto es así que estuve a punto de desplomarme de miedo y horror. Entonces, caí de rodillas, me santigüé, y con todo mi corazón, dije: «Señor Jesucristo, ten piedad de mí.» Tan pronto como hube dicho esto, me sentí abso-lutamente tranquilo y como si no hubiese pasado ninguna angustia. Todo mi miedo des-apareció, y me sentí tan feliz en mi corazón como si hubiese sido transportado al cielo.
    Esto me hizo tan dichoso que, bueno, ya no paré de repetir la Oración. Aun hoy no sé si la tormenta duró mucho, ni cómo se fue la noche. Cuando levanté la vista, el día ya llegaba, y yo aún estaba allí arrodillado en el mismo lugar. Me incorporé tranquilamen-te, vi que ya no iba a encontrar al carnero, y me fui a casa. Pero ahora todo estaba bien en mi corazón, y repetía la Oración a más no poder. Tan pronto como llegué a la aldea, el starosta vio que no había traído al carnero y me apaleó hasta dejarme medio muerto; me dejó este pie fuera de sitio, ¿veis? Tuve que guardar cama seis semanas, casi sin poder moverme, a resultas de esta paliza. Todo lo que sabía era que seguía repitiendo la Oración, y que esto me consolaba. Cuando me recobré un poco, me fui a vagar por el mundo, y puesto que ir dando de empellones por entre la multitud no me interesaba, a la par que suponía mucha ocasión de pecado, recurrí a ir errante de un lugar santo a otro, y también por los bosques. Así es como he pasado casi cinco años ya.
    Cuando hube escuchado esto, mi corazón se alegró por haberme Dios creído digno de encontrar un hombre tan bueno, y le pregunté:
    —¿Y te sirves todavía a menudo de la Oración?
    —No podría existir sin ella —respondió——. Sólo con que recuerde cómo me sentí aquella primera vez en el bosque, es como si alguien me hiciese arrodillar, y me pongo a rezar. No sé si mi oración pecadora complace a Dios o no, ya que, cuando rezo, a veces siento una gran felicidad (el porqué no lo sé), una ligereza de espíritu, una especie de gozosa quietud; pero, en otros casos, siento una melancólica tristeza y un abatimiento del ánimo. A pesar de todo, quiero seguir rezando siempre, hasta la muerte.
    —No te aflijas, querido hermano. Todo complace a Dios y sirve a nuestra salvación, todo, pase lo que pase durante la oración. Así lo dicen los Santos Padres. Tanto si hay alegría del corazón como tristeza, todo está bien. Ninguna oración, buena o mala, se malogra ante los ojos de Dios. La alegría y el fervor muestran que Dios nos recompensa y nos consuela por el esfuerzo, mientras que la tristeza y la sequedad indican que Dios nos purifica y nos fortalece el alma, y que por esta prueba salutífera la salva, preparán-dola en la humildad para el goce de la dicha bendita en el futuro. Como prueba de esto, te leeré algo que escribió San Juan Clímaco.
    Encontré el pasaje y se lo leí. Lo escuchó hasta el final con atención y le gustó, dán-dome muchas gracias por ello. Y de este modo, nos separamos. Él se marchó derecho hacia lo más profundo del bosque, y yo volví al camino. Seguí mi ruta, dando gracias a Dios por considerarme apto, pecador como soy, de recibir tal enseñanza.
    Al día siguiente, con la ayuda de Dios, llegué a Kiev. Lo primero y más importante que quería hacer era ayunar un poco y confesarme y comulgar en esa santa ciudad. Así que me detuve cerca de los Santos , ya que así era más fácil para ir a la iglesia. El bueno de un cosaco me acogió, y como él vivía solo en su cabaña, encontré allí paz y tranqui-lidad. Al cabo de una semana, en la que me había preparado para la confesión, me vino a la cabeza que debería hacerla cuanto más detallada mejor. Así que me puse a traer al recuerdo y a repasar por completo todos los pecados desde mi juventud en adelante. Y con el fin de no olvidar ninguno, puse por escrito, y con todo detalle, todo lo que pude recordar. Llené con ello una gran hoja de papel.
    Me enteré de que en Kitaevaya Pustina, a unas siete verstas de Kiev, había un sacer-dote de vida ascética, que era muy sabio y comprensivo. Quienquiera que acudiese a él en confesión, encontraba un ambiente de tierna compasión, y se marchaba con enseñan-za para su salvación y desahogo de espíritu. Me alegré mucho al enterarme de esto, y me fui hacia allí en seguida. Después que hube pedido su consejo, y hubimos hablado un rato, le di a leer mi hoja de papel. La leyó por entero, y luego dijo:
    —Querido amigo, mucho de lo que has escrito es absolutamente fútil. Escucha: Pri-mero: no traigas a confesión pecados de los que ya te hayas arrepentido y te hayan sido perdonados; no vuelvas sobre ellos de nuevo, puesto que esto sería dudar de la fuerza del sacramento de la penitencia. Segundo: no hagas memoria de otra gente que haya tenido relación con tus pecados; júzgate sólo a ti. Tercero: los Santos Padres nos prohi-ben mencionar todas las circunstancias de los pecados, y nos ordenan confesarnos de ellos en general, a fin de evitar la tentación tanto para nosotros mismos como para el sacerdote. Cuarto; has venido para arrepentirte, y no te arrepientes de que no sepas arre-pentirte, esto es, de que tu arrepentimiento sea tibio y negligente. Quinto: has repasado todos estos detalles, pero has pasado por alto lo más importante: No has revelado los pecados más graves de todos. No has confesado, ni anotado, que no amas a Dios, que odias a tu prójimo, que no crees en la Palabra de Dios, y que estás henchido de orgullo y de ambición. Una inmensa cantidad de maldad, y toda nuestra perversión espiritual, residen en estos cuatro pecados. Ellos son las raíces de las que brotan los retoños de todos los pecados en que caemos.
    Quedé muy sorprendido al oír esto, y dije:
    —Perdón, Reverendo Padre, pero ¿cómo es posible no amar a Dios, nuestro Creador y nuestro Guarda? ¿Qué hay en que creer sino la Palabra de Dios, en la que todo es ver-dadero y santo? Yo quiero bien a todos mis semejantes, ¿y por qué iba a odiarlos? No tengo nada de que enorgullecerme; además de tener innumerables pecados, no tengo nada digno de ser ensalzado, ¿y qué podría yo codiciar, con mi pobreza y con mi mala salud? Naturalmente, si yo fuese un hombre culto, o rico, entonces sin duda sería culpa-ble de las cosas de que habláis.
    —Es una lástima, querido, que comprendieras tan poco de lo que dije. Mira, vas a aprender más deprisa si te doy estas notas. Es lo que siempre uso para mi propia confe-sión. Leelas de cabo a rabo, y tendrás, de forma lo bastante clara, una muestra exacta de lo que te acabo de decir.
    Me dio las notas, y me puse a leerlas. Helas aquí:

    «CONFESION QUE CONDUCE AL HOMBRE INTERIOR A LA HUMILDAD

    »Volviendo la mirada atentamente sobre mí mismo, y observando el curso de mi es-tado interior, he comprobado por experiencia que no amo a Dios, que no amo a mis se-mejantes, que no tengo fe, y que estoy lleno de orgullo y de sensualidad. Todo esto lo descubro realmente en mí como resultado del examen minucioso de mis sentimientos y de mi conducta, de este modo:
    »1. No amo a Dios. —Puesto que si amase a Dios, estaría continuamente pensando en Él con profundo gozo. Cada pensamiento de Dios me daría alegría y deleite. Por el contrario, pienso mucho más a menudo, y con mucho más anhelo, en las cosas terrena-les, y el pensar en Dios me resulta fatigoso y árido. Si amase a Dios, hablar con Él en la oración sería entonces mi alimento y mi deleite, y me llevaría a una ininterrumpida co-munión con Él. Pero, por el contrario, no sólo no encuentro deleite en la oración, sino que incluso representa un esfuerzo para mí. Lucho con desgana, me debilita la pereza, y estoy siempre dispuesto a ocuparme con afán en cualquier fruslería, con tal de que acor-te la oración y me aparte de ella. El tiempo se me va sin advertirlo en ocupaciones va-nas, pero cuando estoy ocupado con Dios, cuando me pongo en Su presencia, cada hora me parece un año. Quien ama a otra persona, piensa en ella todo el día sin cesar, se la representa en la imaginación, se preocupa por ella, y en cualquier circunstancia no se le va nunca del pensamiento. Pero yo, a lo largo del día apenas si reservo una hora para sumirme en meditación sobre Dios, para inflamar mi corazón con amor por Él, mientras que entrego con ansia veintitrés horas como fervorosas ofrendas a los ídolos de mis pa-siones. Soy pronto a la charla sobre asuntos frívolos y cosas que desagradan al espíritu; eso me da placer. Pero cuando se trata de la consideración de Dios, todo es aridez, fasti-dio e indolencia. Aun cuando sea llevado sin querer por otros hacia una conversación espiritual, rápidamente intento cambiar el tema por otro que dé satisfacción a mis de-seos. Tengo una curiosidad incansable por las novedades, sean acontecimientos ciuda-danos o asuntos políticos. Busco con ahínco la satisfacción de mi amor por el conoci-miento en la ciencia y en el arte, y en la manera de obtener cosas que quiero poseer. Pero el estudio de la Ley de Dios, el conocimiento de Dios y de la religión, no me cau-san efecto, y no sacian ningún apetito de mi alma. Veo estas cosas no sólo como una ocupación no esencial para un cristiano, sino ocasionalmente como una especie de cues-tión secundaria en que ocupar quizá el ocio, a ratos perdidos. Para resumir: Si el amor a Dios se reconoce por la observancia de sus mandamientos (Si me amáis, guardaréis mis mandamientos, dice Nuestro Señor Jesucristo), y yo no sólo no los guardo sino que in-cluso lo procuro poco, se concluye verdaderamente que no amo a Dios, Esto es lo que Basilio el Grande dice: “La prueba de que un hombre no ama a Dios y a Su Cristo está en el hecho de que no guarda Sus mandamientos.”

    »2. No amo tampoco a mi prójimo. —Puesto que no sólo soy incapaz de decidirme a entregar mi vida por él (conforme a lo que dice el Evangelio), sino que ni siquiera sacri-fico mi felicidad, mi bienestar y mi paz por el bien de mis semejantes. Si lo amase tanto como a mí mismo, como manda el Evangelio, sus infortunios me afligirían a mí tam-bién, e igualmente me deleitaría con su felicidad. Pero, por el contrario, presto oídos a extrañas e infortunadas historias sobre mi prójimo, y no siento pena; me quedo imper-turbable o, lo que es peor, encuentro en ello un cierto placer. No sólo no cubro con amor la mala conducta de mi hermano, sino que la proclamo abiertamente con censura. Su bienestar, su honor y su felicidad no me causan placer como si fueran míos y, al igual que si se tratase de algo absolutamente ajeno a mí, no me proporcionan ningún senti-miento de dicha. Lo que es más, ellos despiertan en mí, de forma sutil, sentimientos de envidia o de menosprecio.

    »3. No tengo fe. —Ni en la inmortalidad ni en el Evangelio. Si estuviera firmemente persuadido y creyese sin ninguna duda que más allá de la tumba se encuentra la vida eterna y la recompensa por las acciones de esta vida, pensaría en ello continuamente. La idea misma de la inmortalidad me aterraría, y haría que me condujese en esta vida como un extranjero que se dispone a penetrar en su tierra natal. Por el contrario, ni siquiera pienso en la eternidad, y veo el fin de esta vida terrena como el limite de mi existencia. Y esta secreta idea anida en mi interior: “¿Quién sabe lo que ocurre a la muerte?” Si digo que creo en la inmortalidad, hablo entonces sólo por mi entendimiento, pues mi corazón está muy lejos de una firme convicción de ello. Esto lo atestiguan abiertamente mi conducta y mi continua solicitud en dar satisfacción a la vida de los sentidos. Si mi corazón acogiese con fe el Santo Evangelio como la Palabra de Dios, yo estaría ocupado continuamente con él, lo estudiaría, hallaría deleite en él y pondría con toda devoción mi atención en él. En él se ocultan la sabiduría, la clemencia y el amor; él me llevaría a la felicidad, y yo encontraría gran gozo en estudiar la Ley de Dios día y noche. En él encontraría yo alimento, como mi pan cotidiano, y mi corazón sería movido a guardar sus leyes. Nada en el mundo sería lo bastante fuerte como para apartarme de él. Por el contrario, si de vez en cuando leo o escucho la Palabra de Dios, es tan sólo por necesi-dad o por un interés general por el saber, y al no prestarle una atención estrecha, la en-cuentro sosa y sin ningún interés. Por lo general, llego al término de la lectura sin sacar ningún provecho, y más que dispuesto a cambiar a una lectura mundana, en la que ob-tengo mayor placer y encuentro temas nuevos e interesantes.
    »4. Estoy lleno de orgullo y de sensual amor por mí mismo. —Todas mis acciones lo confirman. Viendo algo bueno en mí mismo, quiero mostrarlo o enorgullecerme de ello ante otra gente, o admirarme yo mismo interiormente por ello. Si bien revelo una hu-mildad exterior, con todo la atribuyo por entero a mis propias fuerzas y me considero superior a los demás, o por lo menos no peor que ellos. Si yo observo en mí una falta, trato de excusarla, y la disimulo diciendo: “Estoy hecho así,” o “no es mía la culpa”. Me enfurezco con los que no me tratan con respeto y los considero incapaces de apreciar la valía de las personas. Voy jactándome de mis dotes, y tomo como un insulto personal mis tropiezos en cualquier empresa. Murmuro, y encuentro placer en el infortunio de mis enemigos. Si me empeño por algo bueno es sólo con el propósito de ganar admira-ción, o autocomplacencia espiritual, o consuelo mundano. En una palabra: Hago de mí continuamente un ídolo y le presto servicio ininterrumpidamente, buscando en todo el placer de los sentidos y el sustento para mis pasiones sensuales y mis apetitos.
    »Examinando todo esto, me veo arrogante, espurio, incrédulo, sin amor a Dios y con odio hacia mis semejantes. ¿Qué condición podría ser más culpable? La de los espíritus de las tinieblas es mejor que la mía. Ellos, aunque no aman a Dios, odian a los hombres y viven de orgullo, por lo menos creen y tiemblan. Pero en cuanto a mí, ¿puede haber una condena más terrible que la que me espera? ¿Y qué sentencia de castigo será más severa que la que recaerá sobre la vida de indiferencia y de desatino que reconozco en mí?»

    Leyendo por entero este modelo de confesión que el sacerdote me había dado, quedé horrorizado y pensé para mí: «¡Dios mío! Qué pecados tan espantosos se esconden de-ntro de mí, y yo sin haber reparado nunca en ellos! » El deseo de verme limpio de ellos me hizo rogar a este gran padre espiritual que me enseñase cómo conocer las causas de todos estos males y cómo curarlos. Y él se puso a instruirme.

  • Crow

    —Mira, querido hermano. La causa de no amar a Dios es falta de fe; la falta de fe viene motivada por la carencia de convicción; y la causa de ésta es el descuido en la búsqueda del saber santo y verdadero, la indiferencia hacia la luz del espíritu. En una palabra: Si no tienes fe, no puedes amar; si no tienes convicción, no puedes tener fe; y para alcanzar la convicción debes obtener un conocimiento pleno y exacto de la cuestión que tienes delante. Por la meditación, por el estudio de la Palabra de Dios y por la ob-servación de tu experiencia, debes despertar en tu alma un ansia y un anhelo (o, como algunos lo llaman, una «admiración») que te proporcione un deseo insaciable de cono-cer las cosas más de cerca y más plenamente, y de penetrar más en su naturaleza.
    Un autor espiritual habla de ello de este modo: «El amor, dice, crece por lo general con el conocimiento, y cuanto mayor es la hondura y la extensión del conocimiento tan-to más amor habrá, más fácilmente se ablandará el corazón y se abrirá al amor de Dios, a medida que contemple con diligencia toda la plenitud y belleza de la naturaleza divina y su ilimitado amor por los hombres.»
    Ahora ves, pues, que la causa de aquellos pecados que tú leíste es la pereza en pen-sar sobre cosas espirituales, pereza que ahoga el sentimiento mismo de la necesidad de tal reflexión. Si quieres saber cómo superar este mal, combate por la iluminación de tu espíritu con todos los medios en tu poder, y lógralo por el estudio aplicado de la Palabra de Dios y la de los Santos Padres, con la ayuda de la meditación y del consejo espiritual, y por la conversación de aquellos que son sabios en Cristo. ¡Ah, querido hermano, con cuánto infortunio nos tropezamos sólo por culpa de nuestra desidia en buscar luz para nuestras almas en la Palabra de verdad! No estudiamos la Ley de Dios día y noche, y no pedimos por ella con diligencia y sin cesar. Y a causa de esto, nuestro hombre interior, indigente, pasa hambre y frío, de tal modo que no tiene fuerzas para dar un paso resuelto hacia adelante en el camino de la virtud y de la salvación. Así que, querido, tomemos la resolución de hacer uso de estos métodos, y de llenar nuestras mentes lo más a menudo posible con pensamientos de cosas celestiales, y el amor, derramado desde lo alto en nuestros corazones, se inflamará dentro de nosotros. Haremos esto juntos, y rezaremos tan a menudo como podamos, pues la oración es el medio capital y más poderoso para nuestra regeneración y nuestra felicidad. Rezaremos en los términos que la Santa Iglesia nos enseña: «Oh Dios, hazme capaz de amarte ahora como he amado el pecado en el pasado» .
    Escuché todo esto con atención. Profundamente conmovido, pedí a este Padre santo que escuchase mi confesión y me administrase la comunión. Y a la mañana siguiente, después del don de mi comunión, me disponía a volver a Kiev con este bendito viático. Pero el buen Padre, que se iba a la laura por un par de días, me retuvo en su celda de ermitaño por este período de tiempo, a fin de que en el silencio de la misma, pudiese yo entregarme a la oración sin estorbos. Y, en efecto, pasé esos dos días como si estuviera en el cielo. Por las plegarias de mi starets, yo, indigno de mí, gozaba en perfecta paz. La oración se derramaba por mi corazón tan fácil y tan felizmente, que durante aquel tiem-po creo que me olvidé de todo, incluso de mí; en mi pensamiento no estaba más que Jesucristo, y sólo Él.
    Al fin, el sacerdote volvió, y yo le pedí su guía y su consejo sobre adónde ir ahora en mi ruta de peregrino. Me dio su bendición, diciendo: «Ve a Pochaev, inclínate allí ante la milagrosa Huella  de la purísima Madre de Dios, y Ella guiará tus pasos por el cami-no de la paz.»
    Así pues, siguiendo con fe su consejo, tres días más tarde partí para Pochaev.
    Durante unas doscientas verstas no viajé nada feliz, ya que el camino se extendía a través de tabernuchos y de aldeas de judíos, y raramente me encontraba con alguna mo-rada cristiana. En una heredad, observé la presencia de una posada de cristianos rusos, y me alegré por ello. Entré para pasar la noche y pedir también un poco de pan para el viaje, pues mis galletas se estaban terminando. Vi al patrón, un anciano de aspecto aco-modado quien, según supe, procedía de la misma provincia que yo, la de Orlov. En se-guida que entré en la pieza, su primera pregunta fue esta:
    —¿Cuál es tu religión?
    Yo respondí que era cristiano, y pravoslavny .
    —¡Sí, pravoslavny! —dijo riendo—. Vosotros sois pravoslavny sólo de palabra; en acciones no sois más que paganos. Lo conozco todo de vuestra religión, hermano. Un sacerdote ilustrado me tentó una vez y lo probé. Me incorporé a vuestra Iglesia, y per-manecí en ella durante seis meses, después de los cuales volví a los usos de nuestra co-munidad. Unirse a vuestra Iglesia no es más que un engaño. Los lectores mascullan el oficio divino de cualquier modo, con cosas que no oyes y otras que no puedes entender. Y el canto no es mejor que el que oyes en una taberna. Y la gente, están todos en un montón, hombres y mujeres juntos; hablan durante el culto, se vuelven, pasean la mira-da, andan de un lado para otro, y no te dejan ni paz ni tranquilidad para rezar tus oracio-nes. ¿Qué tipo de culto es ése? ¡No es más que un pecado! Mientras que con nosotros, el culto sí que es devoto; puedes oír lo que se dice, sin perder detalle; el canto es muy emocionante, y la gente está en silencio, los hombres a un lado y las mujeres al otro, y todo el mundo sabe qué reverencia hacer y cuándo, según lo que ordena la Santa Iglesia. Cuando entras en una de nuestras iglesias sientes, real y verdaderamente, que te has acercado al culto de Dios; pero en una de las vuestras, ¡uno no sabe dónde se ha metido, si en la iglesia o en el mercado!
    Por todo esto comprendí que el anciano era un porfiado raskolnik. Pero hablaba de forma tan plausible, que yo no podía discutir con él ni convertirle. Sólo pensé para mí que sería imposible convertir a los «viejo-creyentes» a la verdadera iglesia hasta que los servicios religiosos no fuesen corregidos entre nosotros, y hasta que el clero en particu-lar no diese el ejemplo en ello. El raskolnik no sabe nada de la vida interior; él se apoya en lo externo, y es en esto en lo que nosotros somos descuidados.
    Así que deseaba irme de allí, y ya había salido al vestíbulo, cuando vi, con sorpresa, a través de la puerta abierta de una habitación privada, a un hombre que no parecía ruso; estaba tendido en la cama, y leía un libro. Me llamó por señas, y me preguntó quién era. Se lo dije, y entonces habló así:
    —Escucha querido amigo: ¿No aceptarías cuidar de un enfermo, digamos una sema-na, hasta que, con la ayuda de Dios, me mejore? Soy griego, y monje del monte Athos. He venido a Rusia a recoger limosnas para mi monasterio, y a la vuelta he caído enfer-mo, de tal manera que no puedo andar de dolor en las piernas. Así que he tomado esta habitación aquí. ¡No digas que no, siervo de Dios! Te pagaré.
    —No hay ninguna necesidad de que me pagues. Te cuidaré con mucho gusto tan bien como pueda, en el nombre de Dios.
    Permanecí con él, pues. De él escuché mucho sobre lo que atañe a la salvación de nuestras almas. Me habló de Athos, la Montaña Santa, de los grandes podvizhniki  que hay allí, y de los muchos ermitaños y anacoretas. Tenía con él un ejemplar de la Filoca-lía en griego, y un libro de Isaac el Sirio. La leímos juntos y comparamos la traducción eslava de Paisius Velichkovsky con el original griego. Él declaró que sería imposible traducir del griego con más exactitud y fidelidad que como con la Filocalía lo había hecho Paisius el eslavo.
    Al darme cuenta que él estaba siempre en oración, y que era muy versado en la ple-garia interior del corazón, y dado que hablaba ruso perfectamente, le consulté sobre esta cuestión. Él me explicó de buena gana mucho acerca de ello, y yo escuché con atención e incluso anoté muchas de las cosas que dijo. Así, por ejemplo, me habló de la excelen-cia y la grandeza de la Oración del Nombre de Jesús, en estos términos:
    —Incluso la forma misma de la Oración del Nombre de Jesús —dijo— demuestra cuán grande es esta plegaria. Se compone de dos partes. En la primera, esto es, Señor Jesucristo, Hijo de Dios, conduce nuestros pensamientos hacia la vida de Jesucristo o, como dicen los Santos Padres, es un compendio de todo el Evangelio. La segunda parte, ten piedad de mí, pecador, nos enfrenta con la realidad de nuestra propia impotencia y culpa. Y hay que advertir que el anhelo y la súplica de un alma pobre, pecadora y hu-milde no puede ponerse en palabras de forma más sabia, más clara y más exacta que en ésta: Ten piedad de mí. Ninguna otra ordenación de palabras sería tan satisfactoria y completa como ésta. Si uno dijera, por ejemplo, Perdóname, quita mis pecados, límpia-me de mis transgresiones, borra mis ofensas, todo esto expresaría sólo una petición, la de verse libre del castigo, temor de un alma apocada y lánguida. Pero decir Ten piedad de mí implica no sólo el deseo de perdón que parte del miedo, sino que se trata de la súplica sincera del amor filial, que pone su esperanza en la misericordia de Dios, y re-conoce humildemente que es demasiado débil para doblegar a su propia voluntad y mantener una cuidadosa vigilancia sobre sí mismo. Es una llamada a la misericordia, es decir, a la gracia, que se manifestará en el don por parte de Dios de la fuerza que nos permite resistir a la tentación y superar nuestras inclinaciones pecaminosas. Es como un deudor sin dinero que pide a su benigno acreedor no sólo que le condone la deuda sino que se compadezca también de su extrema pobreza y le dé una limosna; esto es lo que estas profundas palabras (Ten piedad de mí) expresan. Es como decir: «Dios misericor-dioso, perdona mis pecados y ayúdame a corregirme; despierta en mi alma un fuerte impulso a seguir Tus mandatos. Dispensa Tu gracia en el perdón de mis pecados presen-tes, y para que dirija hacia Ti solo mi mente, mi voluntad y mi corazón negligentes.»
    Me maravillé de la sabiduría de sus palabras, y le di las gracias por instruir a mi al-ma pecadora, y él continuó enseñándome otras cosas admirables.
    —Si quieres —dijo (y yo le tomé en cierto modo por un erudito, pues dijo haber es-tudiado en la Academia de Atenas)— continuaré, hablándote del tono en que se dice la Oración. Yo he tenido ocasión de oír a muchos cristianos temerosos de Dios rezarla oralmente tal como la Palabra de Dios les ordena, y de conformidad con la Tradición de la Santa Iglesia. La usan tanto en sus oraciones privadas como en la iglesia. Si escuchas atentamente, y en intimidad, esta queda recitación de la Oración, puedes advertir para tu provecho espiritual que el tono de la voz varía en distintas personas. Así pues, algunos ponen énfasis en la primera palabra de la Oración y dicen Señor Jesucristo, y luego completan el resto en un tono llano. Otros empiezan la Oración con voz uniforme y car-gan el acento en mitad de la Oración, sobre la palabra Jesús, como si fuera una excla-mación, y concluyen, de nuevo, en el mismo tono que al inicio. Otros, aun, empiezan la Oración y la continúan sin poner ningún énfasis hasta que llega a las últimas palabras, Ten piedad de mí, donde levantan sus voces en rapto. Y algunos dicen toda la Oración con todo el énfasis puesto en la frase Hijo de Dios.
    Ahora, escucha. La Oración es una y la misma. Los cristianos ortodoxos sostienen una única profesión de fe. Y es noción común a todos ellos que esta Oración, sublime entre todas, incluye dos cosas: El Señor Jesús y la llamada a Él. Esto se sabe que es igual para todos. ¿Por qué, entonces, no todos lo expresan del mismo modo, es decir, por qué no en el mismo tono? ¿Por qué el alma ruega de forma particular, y se expresa con particular énfasis, no en el mismo lugar para todos, sino en un determinado lugar para cada uno? Muchos dicen que esto es quizá el resultado de la costumbre o de la imi-tación de otros, o que depende del modo de comprender las palabras que corresponde al punto de vista particular, o finalmente que es sólo tal como le sale con más facilidad y naturalidad a cada persona. Pero yo pienso de forma muy distinta acerca de ello. Me gusta buscar en ello algo más elevado, algo desconocido no sólo para el oyente sino incluso también para la persona que reza. ¿No habrá en esto un impulso misterioso del Espíritu Santo, que aboga en nosotros con gemidos inefables en aquellos que no saben cómo ni sobre qué rezar? Y si es por el Espíritu Santo, como dice el Apóstol, por el que cada uno invoca el Nombre de Jesucristo, el Espíritu Santo, que obra en secreto y da una oración al que reza, puede también dispensar Su benéfico don sobre todos, a pesar de su falta de fortaleza. A uno le concede el temor reverencial de Dios; a otro, el amor; a otro, la firmeza en la fe; y a otro, la humildad. Y así con todos.
    Si esto es así, entonces quien ha recibido el don de reverenciar y alabar el poder del Todopoderoso acentuará con especial sentimiento en sus oraciones la palabra Señor, en la que siente la grandeza y el poder del Creador. El que ha recibido la secreta efusión de amor en su corazón, se transporta en rapto y se llena de alegría al exclamar Jesucristo, del mismo modo que cierto starets que no podía oír el Nombre de Jesús sin experimen-tar un extraordinario desbordamiento de amor y de gozo, aun en conversación normal. El inquebrantable creyente en la Divinidad de Jesucristo, consustancial al Padre, se in-flama de fe aún más ardiente al decir las palabras Hijo de Dios. Uno que haya recibido el don de la humildad y sea profundamente consciente de su propia flaqueza, se arre-piente y se humilla a las palabras ten piedad de mí, y vuelca su corazón más efusiva-mente en estas últimas palabras de la Oración. Este abriga esperanzas en la amorosa benevolencia de Dios, y aborrece su propia caída en el pecado. He aquí, en mi opinión, las causas de los distintos tonos en que la gente dice la Oración del Nombre de Jesús. Y gracias a esto puedes advertir al escuchar, para gloria de Dios y para tu propia instruc-ción, qué emoción particular mueve a cada uno, cuál es el don espiritual que cada per-sona posee. Numerosa gente me ha dicho sobre este particular: «¿Por qué todos estos signos de dones espirituales ocultos no aparecen juntos y reunidos? Entonces, no sólo una, sino cada palabra de la Oración estaría impregnada del mismo tono de arrebato.» Yo contesto de este modo: «Dado que la Gracia de Dios distribuye sus dones con sabi-duría a cada hombre por separado, según su fortaleza, tal como vemos en la Sagrada Escritura, ¿quién puede descubrir con su limitado entendimiento y penetrar en los de-signios de la Gracia? ¿No está acaso la arcilla totalmente en manos del alfarero, y no puede éste acaso hacer con ella una cosa u otra?»
    Pasé cinco días con este starets, y su salud mejoró mucho. Este período fue de tal provecho para mí, que ni siquiera advertí lo rápido que pasó. Pues en esa pequeña habi-tación, en tranquila reclusión, no nos ocupamos en otra cosa más que en invocar en si-lencio el Nombre de Jesús o en hablar sobre el mismo tema, la oración interior.
    Un día, un peregrino vino a vernos. Se quejaba amargamente de los judíos y los in-sultaba. Había andado por sus pueblos y había tenido que soportar su enemistad y su fullería. Su resentimiento contra ellos era tal, que los maldecía, llegando a decir que no merecían vivir a causa de su obstinación e incredulidad. Finalmente, dijo que sentía tal aversión por ellos que no podía controlarla en absoluto.
    —No tienes ningún derecho, amigo —dijo el starets— a insultar y maldecir a los ju-díos de este modo. Dios los hizo a ellos como nos hizo a nosotros. Deberías apenarte por ellos y rogar por ellos, no maldecirlos. Créeme, el desagrado que sientes por ellos proviene del hecho de que tú no estás fundamentado en el amor de Dios y no tienes ora-ción interior como afianzamiento, y careces, por tanto, de paz interior. Te leeré un pasa-je de los Santos Padres acerca de esto. Escucha, esto es lo que escribe Marcos el Asceta: «El alma que está unida interiormente con Dios se vuelve, por ser tan grande su gozo, como un niño bondadoso e ingenuo, y ya no condena a nadie, sea griego, pagano, judío o pecador, sino que los contempla a todos por igual con mirada pura; halla gozo en el mundo entero, y quiere que todos griegos, judíos y gentiles glorifiquen a Dios.» Y Ma-cario el Grande, de Egipto, dice que el contemplativo «arde con un amor tan grande que si fuese posible él haría de su interior una morada para todos, sin hacer distinciones en-tre buenos y malos». Aquí ves, querido hermano, lo que los Santos Padres piensan de ello. Así que yo te aconsejo que dejes de lado tu fiereza, y mires a todo considerando que está bajo la omnisciente Providencia de Dios, y que cuando te tropieces con veja-ciones, te acuses a ti mismo en particular de falta de paciencia y humildad.
    Por fin, pasó más de una semana y mi starets se repuso. Le di las gracias con todo mi corazón por toda la bendita enseñanza que me había dado, y nos despedimos. Él par-tió para su patria, y yo inicié la ruta que había planeado. Ya empezaba a aproximarme a Pochaev, y no habría hecho más de cien verstas, cuando un soldado me alcanzó. Le pre-gunté adónde iba, y me dijo que regresaba a su tierra natal en Kamenets Podolsk. Se-guimos en silencio unas diez verstas, y yo advertí que él suspiraba muy hondo como si algo le angustiase, y que estaba muy abatido. Le pregunté por qué estaba tan triste.
    —Buen amigo, ya que habéis reparado en mi pesar, si me juráis por todo lo que ten-gáis de más sagrado que no se lo vais a contar a nadie, os lo contaré todo acerca de mí, puesto que estoy cerca de la muerte y no tengo a nadie con quien hablar de ello.
    Le aseguré como cristiano, que yo no tenía la menor necesidad de contárselo a nadie y que, por amor fraterno, me alegraría darle toda la ayuda que pudiese.
    —Bien pues —empezó—, fui reclutado como soldado entre los campesinos del Es-tado. Después de unos cinco años de servicio aquello se me hizo insoportable; de hecho, a menudo me azotaban por negligencia y embriaguez. Se me metió en la cabeza la idea de escapar, y aquí me tenéis, desertor desde hace ya quince años. Durante seis años me escondí por donde pude. Robé en granjas, despensas y almacenes. Robé caballos; atra-qué tiendas. Y continué esta especie de profesión siempre yo solo. Me deshacía de lo robado de varias maneras. Me bebía el dinero, y llevaba una vida depravada cometiendo toda suerte de pecados. Solo que mi alma no pereció. Me siguió yendo muy bien, pero al final fui a parar a la cárcel por vagar sin pasaporte. Pero incluso de allí escapé cuando se me presentó la ocasión. Entonces, me encontré inesperadamente con un soldado que había sido licenciado del servicio y se iba a su casa, en una alejada provincia; pero como estaba enfermo y apenas podía andar, me pidió que le llevase al pueblo más próximo, donde poder encontrar alojamiento. Le conduje, pues. La policía nos autorizó a pasar la noche en un pajar, sobre un montón de heno, y allí nos acostamos. Cuando me desperté por la mañana, eché una mirada a mi soldado, y allí estaba, muerto y rígido. Busqué apresuradamente, pues, su pasaporte, es decir, su licencia, y cuando la hube encontrado, junto con una buena suma de dinero también, y mientras todos dormían aún, salí de aquel cobertizo y del patio trasero tan aprisa como pude, me metí en el bosque y desapa-recí. Al leer su pasaporte, vi que en edad y en señas distintivas era casi igual que yo. Me alegré mucho por ello, y me interné resueltamente en la región de Astracán. Allí empecé a sentar un poco la cabeza, y conseguí trabajo como labrador. Me asocié con un anciano que tenía casa propia y era tratante de ganado. Vivía solo con su hija, que era viuda. Después de un año viviendo con él, me casé con esta hija suya. Luego, el anciano mu-rió. No pudimos llevar adelante el negocio. Yo empecé a beber de nuevo, y mi esposa también, y en un año hubimos gastado todo lo que el viejo nos dejó. Y entonces, mi mujer enfermó y murió. Vendí todo lo que quedaba, así como la casa, y pronto me gasté el dinero.
    No tenía ya nada, pues, de qué vivir, nada qué comer. Así que volví a mi antigua profesión de comerciar con géneros robados, y con tanta más audacia cuanto que ahora tenía un pasaporte. Me dediqué, pues, otra vez a mi vieja vida depravada durante cerca de un año. Vino una temporada en la que durante mucho tiempo no tuve ningún éxito. Le robé un viejo caballo miserable a un bobil , y se lo vendí a los matarifes por un ochavo. Con el dinero, me fui a la taberna y me puse a beber. Tuve la idea de ir a un pueblo donde había una boda, con la intención de pillar todo lo que pudiese una vez que estuvieran todos dormidos después del festín. Como el sol no se había puesto todavía, me metí en el bosque para esperar la noche. Allí, me tumbé y caí en un profundo sueño. Y entonces tuve un sueño, en el que me vi en una ancha y hermosa pradera. De repente, una nube horrible se levantó en el cielo, y luego sobrevino un trueno tan espantoso que el suelo tembló bajo mis pies. Y fue como si alguien me hincase hasta los hombros en la tierra, la cual me oprimía por todos lados. Sólo mis manos y mi cabeza quedaban fuera. Entonces, esa horrible nube pareció posarse en el suelo, y de ella salió mi abuelo, que llevaba muerto unos veinte años. Fue un hombre muy recto y durante treinta años ejer-ció de capillero en nuestro pueblo. Se acercó a mí con rostro airado y amenazador, y yo temblé de miedo. Pude observar, en las proximidades, varios montones de cosas que yo había robado en distintas ocasiones. Aún me asusté más. Mi abuelo vino hasta mí y, señalando el primer montón, dijo amenazadoramente: «¿Qué es eso? ¡Dale!» Y de pron-to, la tierra a todo mi alrededor se puso a estrujarme de tal modo que no podía soportar el dolor y el desmayo. Gemí y exclamé: «Ten piedad de mí», pero el tormento prosi-guió. Entonces, mi abuelo señaló otro montón y dijo de nuevo: «¿Qué es eso? ¡Estrújale más fuerte!» Y sentí un dolor y una angustia tan intensos que ninguna tortura en el mundo puede comparárseles. Finalmente, mi abuelo trajo a mi lado el caballo que yo había robado por la tarde, y exclamó: «¿Y esto, qué es? ¡Dale; tan fuerte como puedas! »Y sentí un dolor tal por todas partes, que no puedo describirlo, así fue de cruel, terrible y extenuante. Fue como si se me hubiesen quitado todas las fuerzas, y yo me ahogaba con aquel espantoso dolor. Sentí que no podría resistirlo y que perdería el conocimiento si aquella tortura continuaba un poco más. Pero el caballo dio una coz y me alcanzó la mejilla, abriéndomela. Y en el momento de recibir este golpe, desperté horrorizado y temblando como un alfeñique. Vi que ya era de día, y que el sol se levantaba. Toqué mi mejilla, y sangraba. Y aquellas partes que, en el sueño, habían estado enterradas estaban todas, por así decirlo, duras y tiesas, y tenía agujetas en ellas. Estaba tan aterrorizado que apenas pude levantarme e irme a casa. La mejilla me dolió durante mucho tiempo. Mirad, aún podéis ver la cicatriz. No estaba aquí antes. Y así, después de esto, el miedo y el horror me asaltaban a menudo, y sólo tengo que recordar lo que sufrí en aquel sue-ño para que la angustia y el desfallecimiento reaparezcan, con tal tormento que ya no sé qué hacer. Y lo que es más; esto se fue produciendo con más frecuencia, y al final em-pecé a tener miedo de la gente y a sentir vergüenza, como si todo el mundo supiese mi ignominia pasada. Y a causa de este sufrimiento, ya no pude ni comer ni dormir. Me quedé hecho un pingajo. Pensé en ir a mi regimiento y declararlo todo abiertamente. Quizá Dios perdonase mis pecados si yo aceptaba mi castigo. Pero tuve miedo, y perdí el valor al pensar que me harían correr baquetas. Y así pues, perdiendo la paciencia, quise ahorcarme. Pero se me ocurrió pensar que, en cualquier caso, ya no voy a vivir mucho; pronto moriré, pues he perdido todas mis fuerzas. Así que pensé en volver para despedirme de mi tierra y morir en ella. Tengo un sobrino allí, y heme aquí que llevo ya seis meses de camino, y mientras, la aflicción y el miedo me hacen desdichado. ¿Qué pensáis, hermano? ¿Qué he de hacer? Realmente, ya no puedo aguantar mucho más.
    Cuando escuché todo esto, quedé admirado y alabé la sabiduría y la bondad de Dios, al ver los diferentes caminos por los que alcanza a los pecadores. Así que le dije:
    —Querido hermano, deberíais haber rezado a Dios durante este tiempo de miedo y angustia. Este es el gran remedio para todos nuestros males.
    —¡Ni hablar! —dijo—; pensé que en cuanto me pusiese a rezar, Dios me iba a ani-quilar.
    —¡Qué disparate, hermano! Es el diablo quien pone tales ideas en vuestra cabeza. La misericordia de Dios es infinita, y Él se compadece de los pecadores y en seguida perdona a quienes se arrepienten. Puede que no sepáis la Oración de Jesús, Señor Jesu-cristo, ten piedad de mí, pecador; se va diciendo esto continuamente.
    —Vaya si la conozco esta oración. Solía repetirla a veces para darme ánimos cuando iba a cometer un robo.
    —Entonces, atended. Dios no os aniquiló cuando estabais en camino de cometer una mala acción y decíais la Oración. ¿Va a hacerlo ahora, si empezáis a rezar en el camino del arrepentimiento? Ya veis, pues, como vuestros pensamientos provienen del diablo. Creedme, querido hermano, si decís la Oración, sin prestar atención a los pensamientos que acudan a vuestra mente, pronto vais a encontrar alivio. Todo el miedo y la tensión desaparecerán, y por fin estaréis completamente en paz. Os convertiréis en un hombre piadoso, y todas vuestras pasiones pecaminosas os abandonarán. Yo os lo aseguro, pues he visto muchos casos así en mi vida.
    Y a continuación, le conté varios casos en los que la Oración de Jesús había manifes-tado su maravilloso poder de obrar sobre los pecadores. Por fin, le persuadí a venirse conmigo junto a la Madre de Dios de Pochaev, refugio de pecadores, antes de volverse a casa, y a confesarse y comulgar allí.
    El soldado escuchó todo esto atentamente y con alegría, según pude ver y se avino con todo. Nos fuimos juntos a Pochaev, con la condición de que ninguno de los dos ha-blaría al otro, sino que diríamos la Oración todo el tiempo. En este silencio, anduvimos todo un día. Al día siguiente, me manifestó que se sentía mucho más aliviado y que era patente que su mente estaba más tranquila que antes. Llegamos a Pochaev al tercer día, y yo le exhorté a no interrumpir la Oración ni de día ni de noche, mientras estuviera despierto, y le aseguré que el santísimo Nombre de Jesús, que resulta insoportable para nuestros enemigos espirituales, tendría la fuerza para salvarle. Sobre este punto, le leí en la Filocalía que aunque debemos decir la Oración de Jesús en todo momento, es espe-cialmente necesario hacerlo con el mayor cuidado cuando nos preparamos para la co-munión.
    Así lo hizo, y luego se confesó y tomó la comunión. A pesar de que, de vez en cuan-do, los antiguos pensamientos le asaltaban aún, ahora los apartaba fácilmente con la Oración. El domingo, para poder estar en pie con más tranquilidad para maitines, se fue a la cama temprano y continuó diciendo la Oración. Yo me quedé aún sentado en el rin-cón leyendo mi Filocalía junto a una vela. Pasó una hora; él se durmió y yo me puse a rezar. De pronto, unos veinte minutos más tarde, pegó un sobresalto y se despertó, saltó rápidamente de la cama, corrió hacia mí llorando y, desbordante de felicidad, dijo:
    —¡Oh, hermano! ¡Qué acabo de ver! ¡Qué paz y qué gozo siento! Sí creo que Dios tiene misericordia de los pecadores y no les da tormento. ¡Gloria a Ti, Señor, gloria a Ti!
    Quedé sorprendido y contento, y le pedí que me contase exactamente lo que le había sucedido.
    —Pues mirad; esto —dijo—: apenas caí dormido, me vi en esa pradera donde se me había atormentado. Al principio, me aterroricé, pero vi que en vez de una nube, el sol se levantaba y una luz maravillosa brillaba sobre todo el prado. Y vi que en él había flores rojas y hierba. Luego, de pronto, se me acercó mi abuelo, con el aspecto más afable que os podéis imaginar, y me saludó dulce y cariñosamente. Y dijo: «Ve a Zhitomir, a la iglesia de San Jorge. Te tomarán bajo protección eclesiástica. Pasa allí el resto de tu vida, y reza sin cesar. Dios tendrá misericordia de ti.» Cuando hubo dicho esto, hizo sobre mí la señal de la cruz y desapareció inmediatamente. No puedo deciros cuán feliz me sentí; era como si me hubiese quitado un gran peso de las espaldas y me hubiese ido volando al cielo. En aquel momento me desperté, con el alma tranquila y mi corazón tan lleno de gozo que no sabía qué hacer. ¿Qué debo hacer ahora? Me pondré en marcha inmediatamente para Zhitomir, como mi abuelo me indicó. Se me hará fácil yendo con la Oración.
    —Pero esperad un momento, querido hermano. ¿Cómo podéis partir en mitad de la noche? Quedaos para maitines, rezad vuestras oraciones y luego id con Dios.
    Ya no nos fuimos a dormir después de esta conversación. Fuimos a la iglesia; él se quedó a maitines, rezando de veras, con lágrimas, y dijo que se sentía en gran paz y con-tento, y que la Oración continuaba felizmente. Luego, después de la liturgia, tomó la comunión, y cuando hubimos tomado algún alimento fui con él hasta la carretera de Zhitomir, donde nos despedimos con lágrimas de dicha.
    Tras esto, me puse a pensar sobre mis propios asuntos. ¿Adónde iría ahora? Al final, decidí volver otra vez a Kiev. La sabia enseñanza de mi sacerdote me atraía allí, y, ade-más, si me quedaba con él, él quizá pudiese encontrar a algún filántropo devoto de Cris-to que me pusiera de camino a Jerusalén o, al menos, al monte Athos. Aún me quedé una semana más en Pochaev, empleando el tiempo en traer al recuerdo todo lo que había aprendido de aquellos a quienes había encontrado en mi viaje, y en tomar apuntes de gran número de cosas útiles. Luego me preparé para el viaje, me puse mi kotomka y me fui a la iglesia para encomendar mi viaje a la Madre de Dios. Cuando hubo terminado la liturgia, recé mis oraciones y me dispuse a partir. Estaba de pie al fondo de la iglesia, cuando entró un hombre que, aun cuando no vestía ricos ropajes, pertenecía sin duda a la clase distinguida, y que me preguntó dónde vendían las velas. Yo se lo indiqué. Al final de la liturgia, me quedé rezando en la capilla de la Santa Huella. Cuando hube ter-minado mis oraciones, me puse en camino. Había avanzado unos pasos por la calle, cuando vi en una de las casas una ventana abierta, al lado de la cual un hombre estaba sentado leyendo un libro. Mi camino vino a pasar justo bajo esa ventana, y vi que el hombre sentado allí era el mismo que me había preguntado lo de las velas en la iglesia. Al pasar me quité el sombrero, y al verme me hizo señas de que me acercase a él, y dijo:
    —Supongo que debes ser un peregrino, ¿no es verdad?
    —Sí —respondí.
    Me pidió que pasase, y quiso saber quién era y adónde me dirigía. Le conté todo so-bre mí, sin ocultar nada. Me ofreció un poco de té y se puso a hablarme.
    —Escucha, alma de Dios. Yo te aconsejaría ir al Monasterio Solovetsky . Hay allí un skit  tranquilo y muy retirado llamado Anzersky. Es como un segundo Athos, y todo el mundo es bienvenido allí. El noviciado sólo consiste en leer en turnos el salterio en la iglesia, durante cuatro horas de cada veinticuatro. Yo mismo me voy allí, y he hecho voto de ir a pie. Podríamos ir juntos. Iría más seguro contigo; dicen que es una ruta muy solitaria. Por otro lado, yo tengo dinero y podría procurar tu sustento durante todo el viaje. Y yo propondría que fuésemos en estas condiciones: que caminásemos a unos veinte pasos uno de otro; así no nos estorbaríamos mutuamente, y mientras anduviése-mos podríamos ocupar el tiempo en leer todo el rato o en meditar. Piénsalo bien, herma-no, y acepta; te valdrá la pena.
    Cuando escuché esta invitación, tomé este acontecimiento por una señal para mi via-je que me ofrecía la Madre de Dios, a quien había pedido que me mostrase el camino a la bienaventuranza. Y sin pensármelo dos veces, acepté en seguida. Y al día siguiente emprendimos el viaje. Anduvimos durante tres días uno detrás del otro, tal como había-mos convenido. Él leía un libro en todo momento, un libro del que nunca se separaba, ni de día ni de noche; y a veces meditaba sobre algo. Al fin, nos detuvimos en un lugar determinado para cenar. Él comió con el libro abierto delante, y sin apartarle la vista. Vi que el libro era un ejemplar de los Evangelios, y le dije:
    —¿Me permitís la pregunta, señor, de por qué no os separáis de los Evangelios ni un instante, ni de día ni de noche? ¿Por qué los tenéis siempre en la mano y los lleváis con vos?
    —Porque de él y sólo de él aprendo casi continuamente —respondió.
    —¿Y qué aprendéis? —dije a continuación.
    —La vida cristiana, que se resume en la oración. Considero que la oración es el me-dio más importante y necesario para la salvación y el primer deber de todo cristiano. La oración es el primer paso en la vida piadosa y asimismo su corona, y es por tal motivo por el que el Evangelio manda la oración incesante. Para los demás actos de devoción, hay su momento asignado, pero en la cuestión de la oración no hay momentos de des-canso. Sin la oración es imposible hacer ningún bien, y sin el Evangelio no se puede aprender adecuadamente acerca de la oración. Por lo tanto, todos aquellos que han al-canzado la salvación por medio de la vida interior, los santos predicadores de la Palabra de Dios, así como eremitas y solitarios, y desde luego todos los cristianos temerosos de Dios, fueron instruidos por su indefectible y constante ocupación con los abismos de la Palabra de Dios, y por su lectura del Evangelio. Muchos de ellos tenían el Evangelio constantemente en sus manos, y en sus enseñanzas sobre la salvación daban este conse-jo: «Siéntate en el silencio de tu celda y lee el Evangelio, y vuélvelo a leer.» Aquí tienes el motivo de por qué me ocupo sólo con el Evangelio.
    Esta argumentación suya y su anhelo por la oración me satisficieron mucho. Le pre-gunté a continuación de qué Evangelio en particular sacaba la enseñanza acerca de la oración.
    —De todos por igual —respondió—, mejor dicho, de todo el Nuevo Testamento, leído por orden. Llevo leyéndolo mucho tiempo y captando el sentido, y esto me ha mostrado que hay en el Santo Evangelio una graduación y una cadena regular de ense-ñanza acerca de la oración, empezando por el primer evangelista y continuando hasta el final por orden sistemático. Por ejemplo: justo al comienzo se establece el modo de en-foque o la introducción a la enseñanza sobre la oración; luego, la forma o la expresión exterior de ésta en palabras. Más adelante, encontramos las condiciones necesarias para poder ofrecer la oración y los medios de aprenderla, con ejemplos; y finalmente, la en-señanza secreta acerca de la incesante oración interior y en espíritu del Nombre de Jesu-cristo, que es mostrada como más elevada y más salutífera que la oración exterior. Y luego viene su necesidad, su fruto bendito, y así sucesivamente. En una palabra: Se pue-de obtener del Evangelio un conocimiento pleno y detallado acerca de la práctica de la oración, en un orden y una secuencia sistemáticos, de principio a fin.
    Oyendo esto, decidí pedirle que me lo mostrase todo en detalle, y le dije: «Puesto que me apetece escuchar y hablar acerca de la oración más que ninguna otra cosa, me complacería mucho ver esta secreta cadena de enseñanza sobre ella, en todos sus deta-lles. Por el amor de Dios, pues, mostradme todo esto sobre el mismo Evangelio.» Acep-tó de buen grado, y, ofreciéndome un lápiz, dijo:
    —Abre tu Evangelio; mirátelo y toma apuntes de lo que te diga. Ten la bondad de mirar estas notas mías. Ahora —dijo— busca primero en el capítulo sexto del Evangelio de San Mateo, y lee del versículo quinto al noveno. Ves como aquí tenemos la prepara-ción o la introducción, enseñando que debemos ponernos a rezar no por vanagloria y ruidosamente, sino en silencio y en lugar solitario; y que debemos rezar sólo por el per-dón de los pecados y la comunión con Dios, y no inventar infinidad de demandas inne-cesarias sobre cosas temporales, como hacen los gentiles. Luego, lee más adelante en el mismo capítulo, del versículo nueve al catorce. Aquí se nos da la forma de la oración, es decir, en qué términos debe ser expresada. Ahí tienes reunido con gran sabiduría todo lo que es necesario y deseable para nuestra vida. Después, continúa leyendo los versículos catorce y quince del mismo capítulo, y verás las condiciones que es necesario observar para que la oración sea eficaz. Ya que Dios no perdonará nuestros pecados a menos de que perdonemos a los que nos han agraviado. Pasa ahora al capítulo séptimo, y hallarás, del versículo séptimo al duodécimo, cómo tener éxito en la oración, cómo ser intrépido en la esperanza: pedid, buscad, llamad. Estas expresiones enérgicas describen la fre-cuencia en el rezo y el apremio a practicarlo, de tal modo que la oración no sólo acom-pañe toda acción sino que incluso la preceda en el tiempo. Esto constituye la principal propiedad de la oración. Verás un ejemplo de ello en el capítulo decimocuarto del Evangelio de San Marcos, del versículo trigésimo segundo al cuadragésimo, donde el propio Jesucristo repite a menudo las mismas palabras de la oración. El Evangelio de San Lucas, capítulo undécimo, versículos cinco al catorce, da un ejemplo parecido de oración repetida en la parábola del amigo importuno, y en el ruego repetido de la viu-da , que ilustra la orden de Jesucristo de que debemos orar siempre, en todo momento y en todo lugar, y no abandonarnos al desaliento, es decir, a la pereza. Después de esta detallada enseñanza, es el Evangelio de San Juan el que nos muestra la enseñanza esen-cial acerca de la secreta oración interior del corazón. Ello se nos ilustra, en primer lugar, en el profundo relato de la conversación de Jesucristo con la samaritana, donde es reve-lada la adoración interior a Dios en espíritu y en verdad que Dios desea, y que consiste en la verdadera oración continua, como una fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna . Más adelante, en el capítulo decimoquinto, versículos cuarto al octavo, se nos describe más decididamente aún la fuerza, el poder y la necesidad de la oración interior, es decir, de la presencia del espíritu en Cristo, en conmemoración incesante de Dios. Finalmente, lee los versículos veintitrés al veinticinco del capítulo decimosexto del mismo evangelista. Fíjate qué misterio se nos revela allí. Tú observas que la Oración de Jesús, cuando se repite con frecuencia, tiene la mayor fuerza y con gran facilidad abre el corazón y lo santifica. Esto puede observarse muy claramente en el caso de los Apósto-les, que habían sido discípulos de Jesucristo durante todo un año, y a quienes Él ya ha-bía enseñado el Padre Nuestro (que conocemos a través de ellos); pero al término de su vida terrena, Jesucristo les reveló el misterio que aún faltaba en sus oraciones. A fin de que su oración pudiese dar un claro paso adelante, les dijo: Hasta ahora no habéis pedi-do nada en mi nombre. En verdad, en verdad os digo: Cuanto pidierais al Padre en mi nombre os lo dará. Y así sucedió en su caso. Puesto que, siempre ya luego, cuando los Apóstoles hubieron aprendido a ofrecer oraciones en el Nombre de Jesucristo, ¡cuántas obras maravillosas realizaron y cuán abundante luz fue derramada sobre ellos! ¿Ves ahora el encadenamiento, la plenitud de la enseñanza acerca de la oración depositada con tanta sabiduría en el Santo Evangelio? Y si sigues después con la lectura de las Epístolas de los Apóstoles, puedes encontrar en ellas también la misma enseñanza con-secutiva acerca de la oración.

  • Crow

    Como continuación a las notas que ya te he dado, te mostraré varios pasajes que ilus-tran las propiedades de la oración. Así, en los Hechos de los Apóstoles se describe su práctica, es decir, el constante y diligente ejercicio de la oración de los primeros cristia-nos, que fueron iluminados por su fe en Jesucristo . Se nos refieren los frutos de la ora-ción o el resultado de estar constantemente en oración, es decir, la efusión del Espíritu Santo y de sus dones sobre los que rezan. Verás algo parecido a esto en el capítulo de-cimosexto, versículos veinticinco y veintiséis. Luego, sigue por orden las Epístolas de los Apóstoles, y verás: Primero, cuán necesaria es la oración en toda circunstancia ; segundo, cómo el Espíritu Santo nos ayuda a rezar ; tercero, cómo todos debemos rezar en espíritu ; cuarto, cuán necesarias son la tranquilidad y la paz interior para la ora-ción ; quinto, cuán necesario es rezar sin cesar ; y sexto, que no debemos rezar sólo por nosotros mismos, sino por todos los hombres . Y de este modo, consagrando largo tiempo a extraer con gran cuidado el significado, podemos encontrar aún muchas más revelaciones del conocimiento secreto que se oculta en la Palabra de Dios, el cual se nos escapa si sólo la leemos de vez en cuando o por encima.
    ¿Te das cuenta, después de lo que te acabo de indicar, con qué sabiduría y qué méto-do revela el Nuevo Testamento la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo sobre la mate-ria que hemos estado investigando?; ¿en qué maravillosa secuencia está expuesta en los cuatro evangelistas? Es de este modo: En San Mateo vemos el acceso, la introducción a la oración, la forma concreta de ésta, las condiciones de la misma, y así sucesivamente. Sigamos adelante. En San Marcos encontramos ejemplos; en San Lucas, parábolas; en San Juan, el ejercicio secreto de la oración interior, aunque esto también se encuentre en los otros evangelistas, bien sea brevemente bien por extenso. En los Hechos se nos des-criben la práctica de la oración y sus resultados; en las Epístolas de los Apóstoles y en el propio Apocalipsis, muchas propiedades asociadas inseparablemente con el acto de re-zar. Y ahí tienes la razón por la cual los Evangelios me bastan como maestro en todos los caminos de la salvación.
    Durante todo el tiempo que fue mostrándome esto e instruyéndome, yo fui marcando en los Evangelios (en mi Biblia) todos los pasajes que él me señalaba. Esto me pareció muy digno de notar e instructivo, y le di las gracias. Luego, seguimos durante otros cin-co días en silencio. Los pies de mi compañero empezaron a dolerle mucho, sin duda a causa de no estar habituado a caminar continuamente. Así que alquiló una carreta con un par de caballos, y me llevó con él. Y así hemos llegado a vuestros alrededores, donde hemos permanecido tres días para poder, una vez hayamos descansado un poco, partir directos hacia Anzersky, adonde él está ansioso por ir.

    EL STARETS: Este amigo tuyo es magnífico. A juzgar por su devoción, debe ser muy instruido. Me gustaría verle.

    EL PEREGRINO: Nos alojamos en el mismo lugar. Os lo voy a traer mañana. Ahora ya es tarde. Adiós.

    SEXTO RELATO

    EL PEREGRINO: Tal como os prometí ayer, he pedido a mi respetable compañero de peregrinación, quien dio solaz a mi camino con su plática espiritual y a quien desea-bais ver, que me acompañase aquí.

    EL STARETS: Será muy agradable para mí, y espero que también para mis respeta-bles visitantes, el veros a ambos y tener la ocasión de oír vuestras experiencias. Tengo aquí conmigo a un venerable skhimnik  y a un piadoso sacerdote. Y allí donde dos o tres están reunidos en el nombre de Jesucristo, Él prometió estar presente. Y ahora estamos aquí cinco reunidos en Su nombre, por lo que sin duda Él se dignará derramar sus ben-diciones aun con mayor generosidad. Lo que vuestro compañero me contó ayer, querido hermano, acerca de vuestro ardiente apego al Santo Evangelio es muy notable e instruc-tivo, y sería muy interesante conocer de qué modo este grande y bendito secreto os fue revelado.

    EL PROFESOR: El Dios amantísimo, que desea que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, me lo reveló por Su gran misericordia de un modo maravilloso y sin intervención humana alguna. Fui profesor durante cinco años, y llevé un tipo de vida de triste disipación, cautivado por la vana filosofía del mundo, y no de acuerdo con Cristo. Quizá habría perecido del todo si no me hubiese sostenido hasta cierto punto el hecho de vivir con mi muy piadosa madre y con mi hermana, una joven muy seria. Un día, mientras iba dando un paseo, me encontré y trabé relación con un joven excelente que dijo ser francés y estudiante, que no hacía mucho que había llegado de París, y que estaba buscando un puesto como preceptor. Me encantó en gran manera su elevado grado de cultura y, como él era extranjero en este país, le invité a mi casa y nos hicimos amigos. En el curso de dos meses, vino a verme con frecuencia. Algunas veces nos íbamos juntos a pasear y a divertirnos, y nos juntábamos con compañías que ya pueden suponer eran muy inmorales. Al fin, vino un día con una invitación para un lugar de este género, y para persuadirme con mayor rapidez se puso a elogiar la particu-lar viveza y agrado de la compañía a la que me invitaba. Después de haber estado hablando de ello un corto rato, me pidió de pronto que saliéramos de mi estudio donde estábamos sentados y nos fuésemos a sentar al salón. Esto me pareció muy extraño. Y le dije que nunca antes había notado en él ningún reparo a permanecer en mi estudio, y que cuál era ahora, le pregunté, la causa de ello. Y añadí que el salón era contiguo a la habi-tación donde estaban mi madre y mi hermana, y que sería indecoroso por tanto prose-guir allí este género de conversación. Insistió con varios pretextos, pero al final declaró abiertamente: «Entre esos libros de la estantería, tienes un ejemplar de los Evangelios. Tengo tal respeto por este libro, que en su presencia me resulta difícil hablar de asuntos vergonzosos. Por favor, sácalo de ahí; luego podremos hablar libremente.» Yo sonreí, frívolo, a sus palabras. Tomando los Evangelios del estante, dije: «Deberías habérmelo dicho mucho antes», y se los tendí, diciendo: «Bueno, tómalos tú mismo y ponlos en cualquier rincón de la habitación.» No le había apenas tocado con los Evangelios, cuan-do, instantáneamente, se estremeció y desapareció. Esto me confundió hasta tal extremo que, de espanto, caí al suelo sin sentido. Oyendo el ruido, todos los de la casa vinieron corriendo hacia mí, y a lo largo de media hora intentaron en vano que me recobrase. Al fin, cuando volví en mí de nuevo, temblaba de espanto y me sentía absolutamente tras-tornado, y mis manos y mis pies estaban completamente entumecidos y no podía mover-los. Se llamó al médico, quien diagnosticó parálisis como resultado de algún gran sobre-salto o susto. Estuve en cama todo un año después de esto, y aun con las atenciones mé-dicas más cuidadosas no conseguí el menor alivio, de suerte que, en razón de mi enfer-medad, parecía que iba a tener que dejar mi puesto. Mi madre, que iba envejeciendo, murió durante este período, y mi hermana se disponía a tomar el hábito, todo lo cual acrecentó mi mal aún más. Tuve un solo consuelo durante este tiempo de enfermedad, y éste fue la lectura del Evangelio, el cual no se apartó de mis manos desde el inicio de la misma. Era como una especie de recuerdo de la cosa maravillosa que me había sucedi-do. Un día, un monje desconocido vino a verme. Hacía una colecta para su monasterio. Me habló de forma muy persuasiva y me dijo que no debía confiar sólo en las medici-nas, que sin la ayuda de Dios serían incapaces de darme ningún alivio, y que debía rogar a Dios y rogar con diligencia para esto precisamente, puesto que la oración es el medio más poderoso para sanar todo mal, tanto corporal como espiritual.
    «¿Cómo puedo rezar en este estado, cuando no tengo fuerzas para hacer ningún tipo de inclinación, ni tan sólo puedo levantar la mano para santiguarme?», le respondí, per-plejo. A lo que dijo: «Bueno, sea como fuere, rezad de un modo u otro.» Pero no se ex-tendió más en ello, ni me explicó realmente cómo rezar. Cuando mi visitante hubo par-tido, me parece que casi sin querer me puse a pensar acerca de la oración y acerca de su fuerza y de sus efectos, haciendo memoria de las enseñanzas que yo había recibido so-bre conocimientos religiosos mucho tiempo atrás, cuando aún era estudiante. Esto me ocupó muy felizmente y renovó en mi mente el conocimiento en materia de religión, a la par que dio alegría a mi corazón. Al mismo tiempo, empecé a sentir cierto alivio en mi afección. Ya que el libro de los Evangelios estaba continuamente conmigo, tal era mi fe en él como resultado del milagro, y puesto que recordaba también que todos los dis-cursos sobre la oración que había escuchado en conferencias estaban basados en el texto del Evangelio, consideré que lo mejor sería hacer un estudio de la oración y la piedad cristiana a partir únicamente de la enseñanza del Evangelio. Extrayendo laboriosamente su significado, bebí en él como de una abundante fuente, y encontré un método comple-to para la vida de redención y de la auténtica oración interior. Marqué con reverencia todos los pasajes sobre esta materia, y desde entonces que estoy tratando con ardor de aprender esta divina enseñanza y de ponerla en práctica con todas mis fuerzas, aunque no sin dificultades. Mientras estaba ocupado de esta forma, mi salud mejoró gradual-mente y, al fin, como ven, me repuse por completo. Como todavía vivía solo, decidí en agradecimiento a Dios por Su paternal benevolencia, que me había proporcionado el restablecimiento e iluminado mi mente, seguir el ejemplo de mí hermana y el dictado de mi propio corazón, y dedicarme a la vida retirada, a fin de que, libre de entorpecimien-tos, pudiera acoger y hacer mías aquellas dulces palabras de vida eterna que se me da-ban en la Palabra de Dios. Heme aquí, pues, en la actualidad, escapando al solitario skit del Monasterio Solovetsky, en el Mar Blanco, que se llama Anzersky, del cual he oído de buena tinta que es un lugar de lo más indicado para la vida contemplativa. Les diré otra cosa, además. El Santo Evangelio me da mucho consuelo en este viaje, vierte abun-dante luz en mi ineducada mente y aviva mi yerto corazón. Aun así, la verdad es que, a pesar de todo, reconozco francamente mi flaqueza y admito sin reservas que las condi-ciones para cumplir con la tarea espiritual y alcanzar la salvación, el requisito de la total renuncia a sí mismo, de logros espirituales extraordinarios y de la más profunda humil-dad que el Evangelio ordena, me asustan por su misma magnitud y en vista también del débil y dañado estado de mi corazón. De modo que me encuentro ahora entre la deses-peración y la esperanza. No sé qué será de mí en el futuro.

    EL SKHIMNIK: Con una muestra tan evidente de una especial y milagrosa gracia de Dios, y teniendo en cuenta vuestra educación, sería imperdonable no sólo el dar paso a la depresión, sino incluso el admitir en vuestra alma una sombra de duda acerca de la protección y la ayuda de Dios. ¿Sabéis lo que Crisóstomo, el Iluminado de Dios, dice acerca de esto? «Ninguno debería estar abatido», enseña, «y dar la falsa impresión de que los preceptos del Evangelio son imposibles o impracticables. Dios, que ha predesti-nado la salvación del hombre, no ha impuesto a éste, por descontado, mandamientos con la intención de hacer de él un transgresor a causa de su impracticabilidad. No; sino a fin de que por su santidad y su necesidad para una vida virtuosa, ellos puedan ser una ben-dición para nosotros, así en esta vida como en la eterna.» Desde luego el cumplimiento regular e inquebrantable de los mandamientos de Dios resulta extraordinariamente difí-cil para nuestra naturaleza caída y, por lo tanto, la salvación no es fácil de alcanzar, pero la misma Palabra de Dios, que establece los mandamientos, ofrece también no sólo los medios para su pronto cumplimiento sino también consuelo en su ejecución. Si esto queda oculto a primera vista tras un velo de misterio, es pues, sin duda, para hacer que nos apliquemos tanto más a la humildad, y para conducirnos más fácilmente a la unión con Dios al indicar que se recurra directamente a Él en ruego y súplica de Su paternal auxilio. Es ahí donde reside el secreto de la salvación, y no en la confianza en nuestros propios esfuerzos.

    EL PEREGRINO: Cómo me gustaría, débil como soy, llegar a conocer ese secreto, de modo que pudiese corregir, hasta cierto punto al menos, mi indolente vida, para glo-ria de Dios y mi propia salvación.

    EL SKHIMNIK: El secreto lo conocéis, querido hermano, por vuestro libro, la Filo-calía. Reside en esa oración continua de la que habéis hecho un estudio tan decidido, y en la que os habéis tan ardientemente ocupado y encontrado consuelo.

    EL PEREGRINO: Me arrojo a vuestros pies, Reverendo Padre. Por el amor de Dios, permitid que oiga de vuestros labios, para mi bien, acerca de este misterio salvador y acerca de la santa Oración, sobre la cual anhelo escuchar más que ninguna otra cosa y sobre la cual me gusta leer para obtener fuerza y consuelo para mi alma pecadora.

    EL SKHIMNIK: No puedo satisfacer vuestro deseo con mis propias opiniones sobre esta elevada materia porque no poseo sino muy poca experiencia de la misma. Pero ten-go unas notas escritas muy claramente por un autor espiritual precisamente sobre esta cuestión. Si el resto de los presentes quiere, las traigo en seguida y, con vuestro permiso, puedo leerlas para todos.
    TODOS: Tenga la bondad, Reverendo Padre; no nos oculte un conocimiento salva-dor así.

    «EL SECRETO DE LA SALVACION
    REVELADO POR LA ORACION CONTINUA

    »¿Cómo salvarse? Esta piadosa cuestión se suscita de forma natural en el espíritu de todo cristiano que se hace cargo de la naturaleza dañada y debilitada del hombre, y de lo que queda de su impulso original hacia la verdad y la virtud. Todo aquel que posee si-quiera un mínimo grado de fe en la inmortalidad y en la recompensa en la otra vida, se enfrenta sin querer, al volver sus ojos al cielo, con el pensamiento: “¿Cómo he de sal-varme?” Cuando trata de hallar una solución a este problema, inquiere de los sabios e instruidos. Luego, siguiendo su dirección, lee obras edificantes escritas sobre esta cues-tión por autores espirituales, y se pone a seguir sin vacilar las verdades y reglas que ha leído y escuchado. Encuentra en todas estas instrucciones que constantemente se le pre-sentan como condiciones necesarias para la salvación una vida piadosa y luchas heroi-cas contra sí mismo, que han de resultar en una decidida negación de sí. Esto debe lle-varle a la ejecución de buenas obras y al constante cumplimiento de las Leyes de Dios, dando testimonio así de una fe firme e inquebrantable. Además, se le predica que todas estas condiciones deben necesariamente ser satisfechas con la mayor humildad y en combinación unas con otras. Puesto que como todas las buenas acciones dependen unas de otras, también deberían apoyarse mutuamente, completarse y fortalecerse entre sí, del mismo modo que los rayos del sol, que sólo revelan su fuerza y encienden la llama cuando son proyectados sobre un solo punto a través de una lente. De otro modo, el que en lo poco es infiel, también es infiel en lo mucho.
    »Además de esto, para inculcar en él la más profunda convicción de la necesidad de esta compleja y unificada virtud, escucha las más encendidas alabanzas a la belleza de la virtud, y oye censurar la vileza y miseria del vicio. Todo esto se le graba en la memoria por las promesas veraces, bien de recompensas sublimes y gozo bien de castigos atroces y desdicha en la vida futura. Este es el particular carácter de la predicación en los tiem-pos modernos. Guiado de este modo, el que desea ardientemente la salvación se dispone con toda alegría a llevar a cabo lo que ha aprendido, y a experimentar todo lo que ha oído y leído. Pero, ¡ay!, ya al primer paso se da cuenta de que le resulta imposible al-canzar su propósito. Prevé, y lo comprueba incluso por experiencia, que su naturaleza dañada y debilitada va a poderle a las convicciones de su mente; que su libre albedrío está sujeto; que sus inclinaciones son perversas; que su fuerza espiritual no es más que debilidad. Le llega así naturalmente el pensamiento: “¿No ha de poderse hallar algún medio que permita cumplir lo que la Ley de Dios pide, lo que la piedad cristiana exige, y que todos aquellos que han alcanzado la salvación y la santidad hayan utilizado?” Como resultado de esto, y para conciliar en él las exigencias de la razón y la conciencia con la insuficiencia de su fuerza para satisfacerlas, acude una vez más a los que predi-can sobre la salvación, con la pregunta: “¿Cómo he de salvarme? ¿Cómo se justifica esta incapacidad de satisfacer las condiciones para la salvación? ¿Son acaso los que pre-dican todo lo que he aprendido lo bastante fuertes para cumplir con ellas inquebranta-blemente ellos mismos?” “Pide a Dios. Ruega a Dios. Ruega por Su ayuda”, se le dice. “Así, ¿no habría sido más provechoso, concluye el indagador, si para empezar, y siem-pre en toda circunstancia, hubiera hecho un estudio de la oración como el medio de cumplir con todo lo que la piedad cristiana exige y por el cual se alcanza la salvación?”
    »Y así, prosigue por el estudio de la oración: Lee; medita; estudia la enseñanza de aquellos que han escrito sobre el particular. Encuentra en ellos, ciertamente, muchos pensamientos luminosos, conocimientos muy profundos y palabras de una gran fuerza. Uno discurre admirablemente sobre la necesidad de la oración; otro escribe sobre su fuerza, sus efectos benéficos; sobre la oración como deber, o sobre el hecho de que ella exige el celo, la atención, el fervor del corazón, la pureza de la mente, la reconciliación con los enemigos, la humildad, la contricción y el resto de condiciones necesarias. Pero, ¿qué es la oración, en realidad? ¿Cómo se reza verdaderamente? Raramente se encuen-tra para estas preguntas, primordiales y urgentes como son, una respuesta precisa que pueda ser comprendida por todos, y de este modo, el que pregunta ardientemente sobre la oración se encuentra de nuevo ante un velo de misterio. Como resultado de sus lectu-ras, se atraiga en su mente un aspecto de la oración que, aunque piadoso, es sólo exter-no, y llega a la conclusión de que la oración es ir a la iglesia, persignarse, inclinarse, arrodillarse, leer salmos, cánones y acatistas. En general, esta es la idea que se hacen de la oración aquellos que no conocen los escritos de los Santos Padres acerca de la oración interior y la acción contemplativa. Finalmente, sin embargo, el buscador termina por encontrar el libro llamado La Filocalía, en el cual veintiocho Santos Padres exponen en forma comprensible el conocimiento científico de la verdad y de la esencia de la oración del corazón. Esto empieza a descorrer el velo que se alzaba ante el secreto de la salva-ción y de la oración. Ve que realmente rezar significa dirigir su pensamiento y su me-moria sin descanso al recuerdo de Dios, andar en Su divina Presencia, despertar a Su amor por el pensamiento en Él, y unir el Nombre de Dios a la respiración y al latir del corazón. Él es guiado en todo esto por la invocación con los labios del santísimo Nom-bre de Jesucristo, o por la recitación de la Oración de Jesús, en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación, sin descanso. Estas luminosas verdades, al ilumi-nar el espíritu del buscador y abrir ante él el camino hacia el estudio y la realización de la oración, le ayudan a pasar en seguida a poner en práctica estas sabías enseñanzas. Sin embargo, cuando lo intenta, se ve aún sujeto a dificultades hasta que un maestro expe-rimentado le muestra, en el mismo libro, toda la verdad, es decir, que sólo la oración incesante es el medio eficaz para perfeccionar la oración interior y para salvar el alma. Es la frecuencia de la oración lo que constituye el fundamento de todo el método de la actividad salvadora y lo que mantiene su unidad. Como dice Simeón el Nuevo Teólogo, “el que ora sin cesar, une todo lo bueno en esto solo”. Así pues, en orden a exponer la verdad de esta revelación en toda su plenitud, el maestro la desarrolla del siguiente mo-do:

  • Crow

    “Para la salvación del alma es necesaria, ante todo, una fe auténtica. La Sagrada Es-critura dice: Sin la fe es imposible agradar a Dios . El que no tiene fe será juzgado. Pero se puede ver en la misma Escritura que el hombre no puede alumbrar la fe en su interior, ni tan sólo del tamaño de un grano de mostaza; que la fe no viene de nosotros, sino que es un don de Dios. Es dada por el Espíritu Santo. Siendo esto así, ¿qué hay que hacer? ¿Cómo conciliar la necesidad de la fe en el hombre con la imposibilidad por parte de éste de producirla? El modo de hacerlo es revelado en las mismas Sagradas Escrituras: Pedid y se os dará. Los Apóstoles no podían suscitar por sí mismos la perfección de la fe en su interior, pero rogaban a Jesucristo: Señor: Acrecienta nuestra fe. He aquí un ejemplo de cómo obtener la fe. Muestra que la fe se alcanza por la oración. Para la sal-vación del alma, además de la fe, son necesarias las buenas obras, ya que la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta. Pues el hombre es juzgado por sus obras, y no por su sola fe. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos… no matarás; no adulte-rarás; no hurtarás; no levantarás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre y ama al prójimo como a ti mismo. Y hay que guardar todos estos mandamientos a la vez, por-que quien observe toda la Ley, pero quebrante un solo precepto, viene a ser reo de to-dos . Así lo enseña el Apóstol Santiago. Y el Apóstol San Pablo dice, describiendo la debilidad del hombre, que por las obras de la Ley nadie será reconocido justo ante Él . Porque sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado… Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… Así pues, yo mismo, que con la mente sirvo a la Ley de Dios, sirvo con la carne a la ley del pecado .
    »¿Cómo ejecutar las obras prescritas por la Ley de Dios, si el hombre está sin fuer-zas y no puede guardar los mandamientos? Él no tiene posibilidades de hacerlo hasta que pide por ello, hasta que reza para ello. Y no tenéis porque no pedís ; esa es la causa, nos dice el Apóstol. Y el propio Jesucristo dice: Sin mi no podéis hacer nada. Y a pro-pósito de hacerlo con Él, Él nos da esta enseñanza: Permaneced en mí y yo en voso-tros… El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto. Pero estar en Él significa sentir continuamente Su presencia, rezar continuamente en Su nombre. Si me pidiereis alguna cosa en mi nombre, yo la haré. Así, la posibilidad de hacer buenas obras se al-canza sólo por la oración. Un ejemplo de esto puede verse en el propio San Pablo: Tres veces rezó para vencer la tentación, doblando la rodilla ante Dios Padre, para que Él le diese fuerzas en el hombre interior, y al fin se le ordenó por encima de todo rezar, y rezar continuamente para todo.
    »De lo que acaba de decirse se sigue que la entera salvación del hombre depende de la oración, y que por tanto ella es primordial y necesaria, ya que por ella se vivifica la fe y con ella se ejecutan todas las buenas obras. En una palabra, con la oración todo pro-gresa con éxito; sin ella, ningún acto de piedad cristiana puede hacerse. Así pues, la condición de que ha de ser ofrecida incesantemente y en todo momento pertenece exclu-sivamente a la oración. Pues las otras virtudes cristianas tienen, cada una, su propio tiempo. Pero en el caso de la oración, se nos manda una acción continua, ininterrumpi-da. Orad sin cesar. Es justo y conveniente rezar siempre, en todo lugar.
    »La oración verdadera tiene sus condiciones. Ha de ser ofrecida con una mente y un corazón puros, con ardiente celo, con aplicada atención, con temor y reverencia, con la más profunda humildad. Pero, ¿qué persona concienzuda dejará de admitir que está le-jos de llenar estos requisitos; que ofrece su oración más por necesidad, por compulsión, que por inclinación, placer y amor por ella? Acerca de esto, también, la Sagrada Escritu-ra dice que no está en el poder del hombre el guardar firme su espíritu, limpiarlo de pen-samientos impuros, porque los pensamientos del hombre son malos desde su juventud, y que sólo Dios da otro corazón y otro espíritu, puesto que el querer y el obrar son de Dios. El mismo Apóstol San Pablo dice: Mi espíritu (es decir, mi voz) ora, pero mi men-te queda sin fruto . Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene  afirma el mismo. De esto se sigue que somos incapaces por nosotros mismos de ofrecer la oración autén-tica. Nosotros no podemos en nuestras plegarias revelar sus propiedades esenciales.
    »Si tal es la impotencia de todo ser humano, ¿qué hay aún posible para la salvación del alma del lado de la voluntad humana y de su fuerza? El hombre no puede adquirir la fe sin la oración, y lo mismo vale para las buenas obras. Y finalmente, ni siquiera el rezar está dentro de sus posibilidades. ¿Qué le queda, pues, por hacer? ¿Qué le queda para el ejercicio de su libertad y de su fuerza, a fin de que pueda no perecer sino salvar-se?
    »Cada acción tiene su cualidad, y esta cualidad Dios la ha reservado para Su propia voluntad y don. A fin de que la dependencia del hombre con respecto a Dios, la volun-tad de Dios, pueda mostrarse con la mayor claridad y aquél pueda sumirse más profun-damente en la humildad, Dios ha asignado a la voluntad y a la fuerza del hombre sólo la cantidad de la oración. Él ha mandado la oración incesante, el rezar siempre, en todo tiempo y en todo lugar. Aquí queda revelado el método secreto para alcanzar la oración verdadera y, al propio tiempo, la fe, el cumplimiento de los mandamientos de Dios y la salvación. Así pues, es la cantidad lo que se asigna al hombre, como su parte; la fre-cuencia de la oración es cosa suya, y está bajo la competencia de su voluntad. Esto es exactamente lo que los Padres de la Iglesia enseñan. San Macario el Grande dice que en verdad rezar es el don de la gracia. Hesiquio dice que la frecuencia de la oración se con-vierte en un hábito y se hace una cosa natural, y que sin la frecuente invocación del Nombre de Jesucristo, es imposible purificar el corazón. Los venerables Calixto e Igna-cio aconsejan la oración frecuente, continua del Nombre de Jesucristo antes que todas las prácticas ascéticas y las buenas obras, porque la frecuencia lleva incluso la oración imperfecta hasta la perfección. El bienaventurado Diádoco afirma que si un hombre invoca el Nombre de Dios tan a menudo como le sea posible, no caerá en pecado. ¡Qué experiencia y sabiduría hay aquí, y cuán próximas al corazón están estas instrucciones prácticas de los Padres! Con su experiencia y simplicidad arrojan mucha luz sobre los medios de llevar el alma a la perfección. ¡Qué contraste tan marcado con las instruccio-nes morales de la razón teórica! La razón discurre así: “Haz tal y tal buena acción; ár-mate de valor; usa tu fuerza de voluntad; persuádete considerando los felices resultados de la virtud, purifica tu mente y tu corazón de sueños mundanos, llena su lugar con me-ditaciones instructivas, haz el bien, y serás respetado y vivirás en paz; vive en la forma que tu razón y tu conciencia dicten.” Pero ¡ay!, aun con toda su fuerza, todo esto no alcanza su propósito sin la oración frecuente, sin pedir la ayuda de Dios.
    »Vayamos ahora a algunas otras enseñanzas de los Padres, y veremos lo que dicen sobre, por ejemplo, purificar el alma. San Juan Clímaco escribe: “Cuando el espíritu esté ensombrecido por pensamientos impuros, pon en fuga al enemigo con la repetición frecuente del Nombre de Jesús. No encontrarás ni en los cielos ni en la tierra arma más poderosa y eficaz que ésta.” San Gregorio el Sinaíta enseña así: “Sabed esto, que nadie puede controlar su mente por sí mismo; así pues, cuando surjan pensamientos impuros invocad el Nombre de Jesucristo a menudo y a intervalos frecuentes, y los pensamientos se aquietarán.” Qué método tan simple y fácil! Con todo, está probado por la experien-cia. ¡Qué contraste con el consejo de la razón teórica, que pretende presuntuosamente llegar a la pureza por sus propios esfuerzos!
    »Y una vez tomada nota de estas instrucciones basadas en la experiencia de los San-tos Padres, llegamos a la verdadera conclusión: Que el método principal, el único, y uno muy fácil de alcanzar la meta de la salvación y de la perfección espiritual es la frecuen-cia y la ininterrupción de la oración, por débil que sea. Alma cristiana, si no encuentras en ti misma la fuerza de adorar a Dios en espíritu y en verdad, si tu corazón no siente aún el calor y la dulce satisfacción de la oración interior, entonces aporta al sacrificio de la oración lo que puedas, lo que esté dentro de las posibilidades de tu voluntad, lo que esté en tu poder. Familiariza, ante todo, al humilde instrumento de tus labios con la in-vocación piadosa, frecuente y persistente. Que ellos invoquen el poderoso Nombre de Jesucristo a menudo y sin interrupción. No es un gran esfuerzo, y está dentro de las po-sibilidades de todo el mundo. Esto es, también, lo que ordena el precepto del Santo Apóstol: Por Él ofrezcamos de continuo a Dios sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen Su Nombre .
    »Ciertamente, la frecuencia de la oración crea un hábito y se hace algo natural. Con-duce a la mente y al corazón, de tiempo en tiempo, a un estado conveniente. Suponga-mos que un hombre cumple continuamente este solo mandamiento de Dios acerca de la oración incesante; pues bien, en esta sola cosa los habrá cumplido todos. Porque si ofre-ce la Oración sin interrupción, en todo momento y en toda circunstancia, invocando en secreto el santísimo Nombre de Jesús (aunque al principio puede que lo haga sin ardor ni celo espirituales, e incluso forzándose a ello), no tendrá tiempo entonces para conver-saciones vanas, ni para juzgar a su prójimo, ni para inútiles pérdidas de tiempo en pe-caminosos placeres de los sentidos. Todo mal pensamiento suyo encontraría resistencia a su desarrollo. Todo acto culpable que se propusiera no llegaría a realizarse tan fácil-mente como con una mente desocupada. El mucho hablar y el hablar vano serian refre-nados, y aun enteramente eliminados, y toda falta seria en seguida limpiada del alma por el poder de misericordia de la invocación frecuente del Nombre divino. El ejercicio fre-cuente de la oración haría que, a menudo, el alma se contuviera de cometer actos peca-minosos, y la llamaría a lo que constituye el ejercicio esencial de su arte, la unión con Dios. ¿Ves ahora cuán importante y necesaria es la cantidad en la oración? La frecuen-cia de la oración es el único método de conseguir la oración pura y verdadera. Es la me-jor y más eficaz preparación a la oración, y el medio más seguro de alcanzar la meta de la oración, y la salvación.
    »Para convencerte finalmente de la necesidad y fecundidad de la oración frecuente, advierte: Primero; que todo impulso y todo pensamiento encaminados a la oración son obra del Espíritu Santo y la voz de nuestro ángel custodio; segundo, que el Nombre de Jesucristo invocado en la oración incluye un poder salutífero que existe y actúa por sí mismo, y por lo tanto no debes inquietarte por la imperfección o sequedad de tu oración; aguarda con paciencia el fruto de la invocación frecuente del Nombre divino. No prestes oídos a las insinuaciones insensatas y sin experiencia del mundo vano, de que una invo-cación tibia, aun cuando sea insistente, es una repetición inútil. ¡No! El poder del Nom-bre divino y su frecuente invocación darán el fruto a su tiempo. Cierto autor espiritual ha hablado maravillosamente acerca de esto. “Sé, dice, que a muchos supuestos espiri-tuales y sabios filósofos, que buscan por doquier falsas grandezas y prácticas que apa-rezcan elevadas a los ojos de la razón y del orgullo, el simple ejercicio vocal, pero fre-cuente, de la oración, les parece algo de poca importancia, una ocupación trivial, una pequeñez incluso. Pero, infelices, se engañan a sí mismos, y olvidan la enseñanza de Jesucristo: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos . Ellos elaboran por sí mismos una especie de ciencia de la oración, sobre las bases inestables de la razón natural. ¿Tenemos necesidad de mucha ciencia, o reflexión, o conocimiento para decir con un corazón puro: Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí? ¡Ah!, alma cristiana, haz de tripas corazón y no silencies la in-interrumpida invocación de tu oración, aun cuando puede que tu llamada salga de un corazón aún en guerra consigo mismo y medio lleno por el mundo. No te preocupes. Sigue adelante con la oración, no dejes que enmudezca, y no te inquietes. Ella se irá purificando a sí misma por la repetición. Nunca dejes que tu memoria olvide esto: Ma-yor es Quien está en vosotros que quien está en el mundo . Dios es mayor que nuestro corazón, y conoce todas las cosas, dice el Apóstol.
    »Y así, después de todos estos convincentes argumentos de que la oración frecuente, tan poderosa en toda flaqueza humana, es ciertamente accesible al hombre y depende enteramente de su propia voluntad, decídete a intentarlo, aunque sólo sea por un solo día, al principio. Mantén vigilancia sobre ti mismo, y haz que sea tal la frecuencia de tu oración que, de las veinticuatro horas del día, mucho más tiempo lo pases ocupado con la piadosa invocación del Nombre de Jesucristo, que con otros quehaceres. Y este triun-fo de la oración sobre los asuntos mundanales demostrará ciertamente a su tiempo que ese día no habrá sido perdido, sino que habrá procurado para la salvación; que en la ba-lanza del Juicio divino, la oración frecuente pesa más que tus flaquezas y malas accio-nes y borra los pecados de ese día del libro de registro de la conciencia; que ella coloca tus pies sobre la escalera de la virtud y te da la esperanza de santificación en la otra vi-da.»

    EL PEREGRINO: Os doy las gracias con todo mi corazón, Padre Santo. Con esta lectura habéis llevado dicha a mi alma pecadora. Por el amor de Dios, tened la bondad de permitir que me haga una copia de lo que habéis leído. Puedo hacerlo en una o dos horas. Todo lo que leísteis fue tan hermoso y consolador, y es tan comprensible y claro para mi torpe mente como la Filocalia, en la que los Santos Padres tratan la misma cuestión. Aquí, por ejemplo, Juan de Cárpatos, en la cuarta parte de la Filocalía, dice también que si no tienes la fuerza suficiente para el autodominio o los logros ascéticos, sepas que Dios quiere salvarte por la oración. Pero de qué forma tan hermosa y com-prensible está todo esto desarrollado en vuestro cuaderno. Doy las gracias a Dios ante todo, y a vos, por haberme permitido oírlo.

    EL PROFESOR: Yo también escuché con gran atención y agrado vuestra lectura, Reverendo Padre. Todo argumento que repose sobre una estricta lógica es una delicia para mí. Pero al propio tiempo, me parece que se hace depender en alto grado la posibi-lidad de la oración continua de circunstancias que le sean favorables y de una total y tranquila soledad. Porque yo convengo en que la oración frecuente e incesante es un medio único y poderoso de obtener el auxilio de la gracia divina en todo acto de devo-ción para la santificación del alma, y que está dentro de las posibilidades humanas. Pero este método sólo puede utilizarse si uno se vale de la posibilidad de soledad y calma. Alejándose de las ocupaciones, de las preocupaciones y de las distracciones, uno puede rezar con frecuencia o incluso continuamente. Sólo tiene que luchar entonces contra la pereza o contra el tedio de sus propios pensamientos. Pero si está ligado por deberes y ocupaciones constantes, si se encuentra necesariamente en la ruidosa compañía de la gente, y tiene el vivo deseo de rezar a menudo, no puede realizar este deseo debido a las inevitables distracciones. Por consiguiente, el método de la oración frecuente, puesto que depende de circunstancias favorables, no puede ser usado por todos, ni concierne a todo el mundo.

    EL SKHIMNIK: De nada sirve sacar una conclusión de este tipo. Y eso sin mencio-nar el hecho de que el corazón que ha aprendido la oración interior puede rezar siempre, e invocar el Nombre de Dios sin impedimentos durante cualquier ocupación, sea física o mental, y con cualquier ruido (quienes saben esto, lo saben por experiencia, y quienes lo ignoran deben aprenderlo por adiestramiento gradual). Puede decirse con toda confianza que ninguna distracción exterior puede interrumpir la oración en quien desea rezar, por-que el pensamiento secreto del hombre no está sujeto por ningún lazo con el mundo exterior y es enteramente libre en sí mismo. En todo momento puede ser reconocido y dirigido hacia la oración; incluso la propia lengua puede expresar la oración secretamen-te y sin sonido audible en presencia de mucha gente, y durante ocupaciones externas. Además, nuestros asuntos no son seguramente tan importantes, y nuestra conversación tan interesante, como para que sea imposible encontrar durante los mismos, a veces, el medio de invocar frecuentemente el Nombre de Jesucristo, incluso cuando el espíritu no ha sido aún adiestrado en la oración continua. Aunque, naturalmente, la soledad y la evasión de las distracciones constituyen realmente la condición principal para la oración atenta y continua, deberíamos aun así sentirnos culpables por la rareza de nuestra ora-ción, porque la cantidad y la frecuencia están en la mano de todos, tanto sanos como enfermos. Están bajo la esfera de acción de su voluntad. Pueden encontrarse ejemplos que lo prueban, en aquellos que aunque cargados de obligaciones, deberes, cuidados, preocupaciones y trabajo, no sólo han invocado siempre el divino Nombre de Jesucristo, sino que incluso de este modo aprendieron y alcanzaron la incesante oración interior del corazón. Así el Patriarca Focio, elevado del rango de senador a la dignidad patriarcal, quien gobernando el vasto patriarcado de Constantinopla perseveró continuamente en la invocación del Nombre de Dios, y alcanzó así la oración del corazón que actúa por sí misma. O Calixto, del santo monte Athos, quien aprendió la oración incesante mientras llevaba a cabo su atareada labor de cocinero. O el sencillo Lázaro, quien cargado conti-nuamente de trabajo para la congregación, repetía ininterrumpidamente, en medio de todas sus ruidosas ocupaciones, la Oración de Jesús y se hallaba en paz. Y muchos otros, que han practicado de modo semejante la invocación continua del Nombre de Dios.
    Si fuese algo imposible rezar en medio de ocupaciones que implican distracción, o en la compañía de gente, entonces, por supuesto, no se nos habría mandado. San Juan Crisóstomo, en su enseñanza sobre la oración, dice: «Ninguno debería responder que es imposible al hombre ocupado con los cuidados del mundo y que no puede ir a la iglesia el rezar siempre. En todas partes, dondequiera que os encontréis, podéis levantar un altar a Dios en vuestro espíritu por medio de la oración, y por lo tanto es oportuno rezar en vuestro trabajo, de viaje, de pie al mostrador o sentados, en vuestras ocupaciones manuales. En todas partes y en todo lugar es posible rezar y, en efecto, si uno vuelve su atención diligentemente sobre sí mismo, entonces en todas partes encontrará circunstan-cias apropiadas para la oración, con sólo que esté convencido de que la oración debería constituir su principal ocupación y tener precedencia sobre cualquier otro deber. Y en este caso, uno naturalmente ordenaría sus asuntos con mayor decisión; en la necesaria conversación con otra gente mantendría la brevedad, una tendencia al silencio y una aversión hacia las palabras ociosas; no estaría excesivamente inquieto por las cosas mo-lestas. Y de este modo, hallaría más tiempo para la oración tranquila. Con tal regla de vida, todas sus acciones, por el poder de la invocación del Nombre de Dios, serían coro-nadas por el éxito y, finalmente, se adiestraría para la piadosa invocación ininterrumpida del Nombre de Jesucristo. Llegaría a saber por experiencia que la frecuencia de la ora-ción, este medio único de salvación, es una posibilidad de la voluntad humana; que es posible rezar a toda hora, en toda circunstancia y en todo lugar, y elevarse fácilmente de la oración vocal frecuente a la oración mental, y de ésta, a la oración del corazón, la cual abre el Reino de Dios dentro de nosotros.»

    EL PROFESOR: Admito que sea posible, e incluso fácil, rezar frecuentemente, y aun continuamente, durante ocupaciones mecánicas, ya que el trabajo corporal mecáni-co no requiere un empleo profundo de la mente o mucha reflexión, y, por lo tanto, mien-tras lo ejecuto mi mente puede estar inmersa en oración continua, y mis labios seguirla igualmente. Pero si debo ocuparme en algo exclusivamente intelectual, como, por ejem-plo, el leer atentamente, o el estudiar con detenimiento una cuestión profunda, o la com-posición literaria, ¿cómo puedo rezar con mi mente y mis labios en tal caso? Y ya que la oración es, por encima de todo, una acción de la mente, ¿cómo puedo dar a la misma mente, y en el mismo momento, diferentes cosas a hacer?
    EL SKHIMNIK: La solución de vuestro problema no es en absoluto difícil, si to-mamos en consideración que los que rezan continuamente se dividen en tres clases: Primero, los principiantes; segundo, los que han hecho algún progreso; y tercero, los bien adiestrados. Ahora bien, los principiantes son frecuentemente capaces de experi-mentar, a veces, un impulso de la mente y del corazón hacia Dios, y de repetir con los labios cortas oraciones, aun ocupados en un trabajo mental. Los que han hecho algún progreso y han conseguido una cierta estabilidad de la mente, son capaces de estar ocu-pados en meditar o en escribir en la ininterrumpida presencia de Dios, como base de la oración. El siguiente ejemplo lo ilustrará: Imaginad que un monarca severo y exigente os ordenase componer un tratado sobre una cuestión abstrusa en su presencia, a los pies de su trono. A pesar de que pudierais estar absolutamente ocupado en vuestro trabajo, la presencia del rey, que tiene poder sobre vos y que tiene vuestra vida en sus manos, no os permitiría olvidar ni un solo momento que estáis pensando, reflexionando y escribiendo no en soledad, sino en un lugar que exige de vos una reverenda, respeto y compostura particulares. Esta viva sensación de la proximidad del rey expresa muy claramente la posibilidad de estar ocupado en incesante oración interior aun durante el trabajo intelec-tual. Por lo que respecta a los otros, aquellos que por un hábito prolongado o por la gra-cia de Dios han progresado en la oración mental hasta alcanzar la oración del corazón, éstos no rompen su oración continua durante profundos ejercicios intelectuales, ni tan siquiera durante el sueño. Como el Muy Sabio nos ha dicho: Yo duermo, pero mi cora-zón vela . Muchos, esto es, los que han conseguido este mecanismo del corazón, ad-quieren una aptitud tal para invocar el Nombre divino, que él por sí mismo se despierta a la oración, inclina la mente y todo el espíritu a una efusión de oración incesante en cualquier circunstancia que se halle el que ora, y por abstracta e intelectual que sea su ocupación en ese momento.

    EL SACERDOTE: Permitidme, Reverendo Padre, que diga lo que pienso. Dadme la oportunidad de decir un par de palabras. Estaba admirablemente indicado en el artículo que leísteis que el único medio de salvación y de alcanzar la perfección es la oración frecuente, de cualquier tipo. Pues bien, yo no entiendo muy bien esto, y me parece así: ¿De qué me serviría rezar e invocar el Nombre de Dios continuamente con mi lengua y mis labios sólo, si no prestase atención a lo que dijera ni lo comprendiese? Esto no sería más que una vana repetición. Su resultado será, tan sólo, que la lengua irá siguiendo con su cháchara y que la mente, obstaculizada en sus meditaciones por esto, verá perjudica-da su actividad. Dios no pide palabras, sino una mente atenta y un corazón puro. ¿No sería mejor ofrecer una oración, por corta que fuese, puede incluso que raramente o sólo en determinados momentos, pero con atención, con celo y fervor del corazón, y con la debida comprensión? De otro modo, aunque digáis la oración día y noche, con todo no conseguís pureza de mente y no estáis ejecutando ningún acto de devoción ni obtenien-do nada para vuestra salvación. No os apoyáis más que en una charla exterior, y os can-sáis y os aburrís, y al final el resultado es que vuestra fe en la oración se enfría comple-tamente, y que abandonáis del todo este infructuoso proceder. Además, la inutilidad de la oración con los labios solos puede verse por lo que nos ha sido revelado en la Sagrada Escritura, como por ejemplo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí . No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos . Pero en la iglesia prefiero hablar diez palabras con sentido… a decir diez mil palabras en lenguas . Todo esto muestra la esterilidad de la oración exterior distraída de la boca.

    EL SKHIMNIK: Podría haber algo cierto en vuestro punto de vista si, al consejo de rezar con la boca, no se añadiese la necesidad de que ello sea continuo, si la Oración de Jesús no poseyera una fuerza que actúa por sí misma y no obtuviese, por ella misma, atención y celo como resultado de la continuidad en su ejercicio. Pero como el asunto ahora en cuestión en la frecuencia, la duración y el carácter ininterrumpido de la oración (a pesar de que pueda ser llevada adelante al principio distraídamente o con sequedad), entonces, por este mismo hecho, las conclusiones que equivocadamente sacasteis paran en nada. Investiguemos la cuestión un poco más de cerca. Un autor espiritual, después de argumentar sobre el gran valor y provecho de la oración frecuente expresada en una sola fórmula, dice finalmente: «Mucha gente supuestamente ilustrada considera esta ofrenda frecuente de una sola y misma plegaria como inútil e incluso insignificante, tachándola de mecánica y de ocupación irreflexiva, propia de gente simple. Pero, des-graciadamente, ellos no conocen el secreto que se revela como resultado de este ejerci-cio mecánico; no saben cómo este culto frecuente de los labios se convierte impercepti-blemente en una auténtica llamada del corazón, penetra en la vida interior, llega a ser un deleite y se vuelve, por así decirlo, natural al alma, dándole luz y sustento, y conducién-dola a la unión con Dios.» Estos críticos me hacen pensar en unos niños pequeños a quienes se les enseñaba el alfabeto y a leer. Cuando se hubieron cansado de ello, excla-maron: «¿No sería cien veces mejor ir de pesca, como papá, que pasar todo el santo día repitiendo sin cesar “a”, “b”, “c”, o haciendo garabatos con un lápiz en una hoja de pa-pel?» El valor de saber leer, y las luces que aporta, que ellos sólo podían conseguir co-mo resultado de este fatigoso estudio memorístico de las letras, era un secreto oculto para ellos. Del mismo modo, la invocación simple y frecuente del Nombre de Dios es un secreto oculto para aquellos que no están convencidos de sus resultados y de su gran valor. Ellos, estimando el acto de fe en función de la fuerza de su propia razón inexperta y miope, olvidan, al hacerlo, que el hombre tiene dos naturalezas, en directa influencia de una sobre otra; que el hombre está compuesto de alma y de cuerpo. ¿Por qué, por ejemplo, cuando deseas purificar tu alma, te ocupas primeramente del cuerpo y lo haces ayunar, privándole de sustento y de alimentos estimulantes? Es, por supuesto, para que no obstaculice o, mejor dicho, para que se vuelva el medio de favorecer la purificación del alma y la iluminación de la mente, de modo que la continua sensación de hambre pueda recordarte tu resolución de buscar la perfección interior y las cosas agradables a Dios, que tan fácilmente olvidas. Y compruebas por experiencia que por el ayuno de tu cuerpo obtienes la purificación de tu mente, la paz de tu corazón, un instrumento para domar tus pasiones y un recordatorio del esfuerzo espiritual. Y así, por medio de cosas exteriores y materiales recibes provecho y ayuda interior y espiritual. Debéis entender lo mismo de la oración frecuente de los labios, que por su larga duración obtiene la oración interior del corazón, y favorece la unión de la mente con Dios. Es vano imaginar que la lengua, fatigada por esta frecuencia y esta estéril falta de comprensión, se verá forzada a abandonar enteramente como inútil este esfuerzo exterior de la oración. ¡No!, la expe-riencia muestra aquí justo lo contrario. Aquellos que han practicado la oración incesante nos aseguran que lo que sucede es esto: el que ha decidido invocar sin cesar el Nombre de Jesucristo o, lo que es lo mismo, rezar la Oración de Jesús continuamente, encuentra al principio, naturalmente, dificultades, y tiene que luchar contra la pereza. Pero cuanto más tiempo y más duramente se esfuerza en ello, tanto más se familiariza impercepti-blemente con esta tarea, de tal modo que, al final, los labios y la lengua adquieren tal capacidad de moverse por sí mismos, que incluso sin ningún esfuerzo por su parte ellos mismos actúan irresistiblemente y rezan la oración silenciosamente. Al mismo tiempo, el mecanismo de los músculos de la garganta se reeduca de tal modo que al rezar em-pieza a notar que el decir la oración es una de las propiedades esenciales y perpetuas de sí mismo, e incluso siente, cada vez que se detiene, como si algo le faltase. Y de esto resulta que su mente empieza, a su vez, a doblegarse, a escuchar a esta acción involunta-ria de los labios, y resulta avivada por ello a la atención, lo que finalmente se convierte en fuente de delicias para el corazón y auténtica oración. Aquí veis, pues, el efecto ver-dadero y benéfico de la oración vocal continua o frecuente, exactamente a la inversa de lo que suponen quienes ni la han probado ni comprendido. Acerca de esos pasajes de la Sagrada Escritura que presentasteis en apoyo de vuestra objeción, quedarán explicados si los examinamos adecuadamente. La adoración hipócrita de Dios con la boca, la osten-tación en ello o la alabanza falta de sinceridad de la exclamación: «¡Señor, Señor!», fueron puestas de manifiesto por Jesucristo por esta razón, a saber, que la fe de los orgu-llosos fariseos era cuestión sólo de la boca, y su conciencia no la justificaba en modo alguno ni la confesaban sus corazones. Era a ellos a quienes estas cosas iban dirigidas, y que no se refieren a rezar oraciones, acerca de lo cual Jesucristo dio instrucciones claras, explícitas y precisas. Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer. De modo seme-jante, cuando el Apóstol San Pablo dice que en la iglesia prefiere cinco palabras dichas con comprensión a una multitud de palabras dichas sin pensar o en una lengua descono-cida, él habla de la enseñanza en general, no de la oración en particular, sobre la cual dice con firmeza: Quiero que los hombres oren en todo lugar , y suyo es el precepto general: Orad sin cesar. ¿Veis ahora cuán provechosa es la oración frecuente con toda su simplicidad, y qué seria reflexión requiere la comprensión adecuada de la Sagrada Escritura?

    EL PEREGRINO: Así es, en verdad, Reverendo Padre. He visto a muchos que, bien simplemente, sin las luces de ninguna instrucción y sin saber siquiera lo que es la aten-ción, ofrecían incesantemente con su boca la Oración de Jesús. Yo les he visto alcanzar el grado en que sus labios y su lengua ya no podían ser contenidos de decir la Oración. Ella les aportaba dicha e iluminación, y de gente débil y negligente hacía podvizhniki y campeones de virtud .
    EL Skhimnik: La oración conduce al hombre a un nuevo nacimiento, por así decirlo. Su fuerza es tanta, que nada, ningún grado de sufrimiento, puede hacerle frente. Si gus-táis, y a manera de adiós, voy a leeros, hermanos, un breve pero interesante artículo que llevo conmigo.

    TODOS ELLOS: Escucharemos con el mayor agrado.

    «SOBRE EL PODER DE LA ORACION

    »La oración es tan fuerte, tan poderosa, que se ha podido decir: “Reza, y haz lo que quieras.” La oración te guiará hacia la acción recta y justa. Para agradar a Dios no se necesita más que amor. “Ama, y haz lo que quieras”, dice el bienaventurado Agustín , “porque el que ama de veras no puede desear hacer algo que no agrade a aquel a quien ama”. Ya que la oración es la efusión y la actividad del amor, uno puede en verdad decir de modo semejante: “Para la salvación no se necesita más que la oración continua.” “Reza, y haz lo que quieras”, y alcanzarás la meta de la oración. Por ella obtendrás ilu-minación.
    »Para desarrollar más con detalle nuestra comprensión de este asunto, tomemos al-gunos ejemplos:
    »1. “Reza, y piensa lo que quieras”. Tus pensamientos serán purificados por la ora-ción. La oración iluminará tu mente; ella apartará y ahuyentará todos los malos pensa-mientos. Esto lo asegura San Gregorio el Sinaíta. Si quieres eliminar pensamientos y purificar la mente, su consejo es: “¡Elimínalos con la oración!” Ya que nada como la oración puede controlar los pensamientos. San Juan Climaco dice también a propósito de esto: “Vence a los enemigos que hay en tu mente con el Nombre de Jesús. No halla-rás otra arma como ésta.
    »2. “Reza, y haz lo que quieras”. Tus actos serán agradables a Dios y útiles y salutí-feros para ti. La oración frecuente, sea acerca de lo que sea, no permanece estéril, por-que en ella está el poder de la gracia: Y todo el que invocare el Nombre del Señor se salvará. Por ejemplo: Un hombre que había rezado sin resultado y sin devoción, obtuvo por esta oración claridad de entendimiento y una llamada al arrepentimiento. Una mu-chacha dada a los placeres rezó de vuelta a su casa, y la oración le mostró el camino de la vida virginal y la obediencia a la enseñanza de Jesucristo.
    »3. “Reza, y no te afanes mucho en dominar tus pasiones por tus propias fuerzas”. La oración las destruirá en ti. Porque mayor es Quien está en vosotros que quien está en el mundo, dice la Sagrada Escritura. Y San Juan de Cárpatos enseña que si no tienes el don del dominio de ti, no debes afligirte por ello, sino saber que Dios pide de ti diligen-cia en la oración, y que ella te salvará. El starets de quien se nos dice en el Otechnik  que cuando caía en pecado no cedía al desaliento, sino que se entregaba a la oración, y por ella recuperaba su equilibrio, es un caso a propósito.
    »4. “Reza, y no temas nada”. No temas infortunios ni desastres. La oración te prote-gerá y los evitará. Recuerda a San Pedro, quien tenía poca fe y se hundía; a San Pablo, que rezaba en prisión; al monje que por la oración fue liberado de los asaltos de la tenta-ción; a la chica que fue librada de las malas intenciones de un soldado como resultado de la oración; y casos semejantes, que ilustran el poder, la fuerza y la universalidad de la Oración de Jesús.
    »5. “Reza de un modo u otro, pero reza siempre y no te inquietes por nada”. Se ale-gre de espíritu y sosegado. La Oración lo arreglará todo y te instruirá. Recuerda lo que los Santos —Juan Crisóstomo y Marcos el Asceta— dicen acerca del poder de la ora-ción. El primero declara que la oración, incluso ofrecida por nosotros, que estamos lle-nos de pecado, nos purifica en seguida. El segundo dice: “Rezar de un modo u otro está dentro de nuestras posibilidades, pero rezar con pureza es un don de la Gracia.” Así que ofrece a Dios lo que está en ti poder ofrecer. Dale a Él primero sólo la cantidad (que está en tu poder), y Dios derramará sobre ti fuerza para tu flaqueza. “La oración, puede que seca y distraída, pero continua, creará un hábito y se volverá algo natural, y se transfor-mará en una oración pura, luminosa, apasionada y meritoria.” Hay que notar, por últi-mo, que si tu vigilancia en la oración es prolongada, entonces, naturalmente, no tendrás tiempo no ya para cometer acciones pecaminosas, sino ni tan sólo para pensar en ellas.
    » ¿Ves ahora qué profundos pensamientos se concentran en esta sabia afirmación: “Ama, y haz lo que quieras”; “reza, y haz lo que quieras”? ¡Qué confortante y consola-dor es todo esto para el pecador abrumado por sus flaquezas, que gime bajo el fardo de sus pasiones encontradas.
    »La oración: he aquí reunida la totalidad de lo que se nos da como medio universal de salvación y de crecimiento del alma en perfección. Sólo eso. Pero cuando se mencio-na la oración, se añade una condición. Orad sin cesar es el mandato de la Palabra de Dios. Por consiguiente, la oración muestra su más efectivo poder y su fruto cuando es ofrecida a menudo, incesantemente; porque la frecuencia de la oración pertenece sin duda a nuestra voluntad, así como la pureza, el celo y la perfección en la misma son el don de la Gracia.
    »Así pues, rezaremos tan a menudo como podamos; consagraremos toda nuestra vi-da a la oración, aun cuando ésta esté sujeta a distracciones al empezar. Su práctica fre-cuente nos enseñará la atención; la cantidad conducirá ciertamente a la calidad. “Si quieres aprender a hacer bien alguna cosa, sea la que sea, debes hacerla lo más a menu-do posible”, dijo un experimentado autor espiritual.»

    EL PROFESOR: Verdaderamente, la oración es algo grande, y la frecuencia fervien-te de ella es la llave que abre el tesoro de su gracia. Pero, ¡cuán a menudo descubro en mí mismo un conflicto entre el fervor y la pereza! Qué dichoso me haría el encontrar el medio de obtener la victoria y de convencerme a mí mismo y despertar a la aplicación constante a la oración!

    EL SKHIMNIK: Muchos autores espirituales ofrecen numerosos medios basados en un razonamiento lógico para estimular la diligencia en la oración. Te aconsejan, por ejemplo, impregnar tu mente de pensamientos sobre la necesidad, la excelencia y el provecho de la oración para salvar el alma; adquirir la firme convicción de que Dios pide absolutamente de nosotros la oración y que Su Palabra en todas partes lo manda; recordar siempre que si eres perezoso y descuidado en la oración no podrás hacer pro-gresos en los actos de devoción ni en alcanzar la paz y la salvación y, por lo tanto, sufri-rás inevitablemente el castigo en esta vida y el tormento en la venidera; alentar tu reso-lución por el ejemplo de todos los santos que han obtenido la santidad y la salvación por medio de la oración continua.
    A pesar de que todos estos métodos tienen su valor, y provienen de una comprensión auténtica, el alma, dada a lo placentero, que está enferma de apatía, aun cuando los haya aceptado y usado, raramente ve su fruto por esta razón: que estas medicinas son amargas para su deteriorado sentido del gusto, y demasiado flojas para su naturaleza profunda-mente dañada. Porque, ¿qué cristiano hay que no sepa que debe rezar a menudo y con diligencia, que Dios lo pide de él, que somos castigados por nuestra pereza en rezar, que todos los santos han rezado constantemente y con fervor? Sin embargo, ¡cuán raramente da todo este conocimiento buenos resultados! Todo aquel que se observa a sí mismo, ve que justifica bien poco, y en bien raras ocasiones, estos dictados de la razón y de la con-ciencia, y que, con recuerdo poco frecuente de ellos, vive todo el tiempo de la misma forma mala y perezosa. Y por ello, los Santos Padres, con su experiencia y saber divino, conociendo la flaqueza de la voluntad y el exagerado amor al placer del corazón huma-no, toman una determinación particular acerca de ello, y por lo que se refiere a esto un-tan de miel el borde de la taza con la medicina. Ellos muestran el medio más fácil y efi-caz de poner fin a la pereza y a la indiferencia en la oración en la esperanza, con ayuda de Dios, de alcanzar con la oración la perfección y la dulce expectativa del amor a Dios.
    Ellos te aconsejan meditar tan a menudo como sea posible acerca del estado de tu alma, y leer atentamente lo que los Padres han escrito sobre este particular. Ellos ofre-cen la alentadora seguridad de que estos deleites interiores pueden ser alcanzados pron-tamente y con facilidad en la oración, y dicen cuán deseables han de ser. El gozo pro-fundo, una gran efusión interior de calor y de luz, un entusiasmo indecible, la levedad del corazón, una profunda paz y la propia esencia de la beatitud y del contento son todos ellos resultado de la oración del corazón. Sumergiéndose en reflexiones como ésta, el alma débil y fría se enardece y cobra fuerza, se anima de fervor por la oración y es, por así decirlo, tentada a poner a prueba la práctica de la oración. Como dice San Isaac el Sirio: «El gozo es un acicate para el alma; gozo que resulta de la esperanza que florece en el corazón, y la meditación sobre esta esperanza constituye el bienestar del corazón.» El mismo autor prosigue: «Desde el principio de esta actividad hasta su mismo fin se presupone que hay cierto método y confianza en su culminación, y esto tanto mueve al alma a sentar una base para la tarea como a sacar consuelo de la visión de su meta du-rante todo el trabajo por alcanzarla.» Del mismo modo, San Hesiquio, después de des-cribir el obstáculo que representa la pereza para la oración, y de quitar ideas falsas acer-ca de la renovación del fervor por ella, dice por último, abiertamente: «Si no estamos dispuestos a desear el silencio del corazón por ninguna otra razón, entonces que sea por el deleite que el alma experimenta en ello, y por la alegría que aporta.» Se sigue de aquí que este Santo Padre pone la deliciosa sensación de alegría como acicate para la asidui-dad en la oración, y del mismo modo Macario el Grande enseña que nuestros esfuerzos espirituales (la oración) deberían ser llevados a cabo con el propósito y en la confianza de que den fruto, esto es, goce a nuestro corazón. Ejemplos claros de la eficacia de este método se encuentran en muchos pasajes de la Filocalía, que contiene descripciones detalladas de los deleites de la oración. Quien lucha contra la flaqueza de la pereza o de la sequedad en la oración debe releerlos tan a menudo como pueda, considerándose a sí mismo, sin embargo, indigno de estos goces y reprochándose siempre su negligencia en la oración.

  • Crow

    EL SACERDOTE: ¿No conducirá una meditación así en la persona inexperta a la voluptuosidad espiritual, como llaman los teólogos a esta tendencia del alma, que es ávida de excesivo consuelo y dulzura de la gracia, y no se conforma con ejecutar los actos de devoción por un sentido de la obligación y el deber sin soñar en recompensas?

    EL PROFESOR: Pienso que los teólogos, en este caso, previenen contra el exceso o la avidez de felicidad espiritual, y no rechazan enteramente el goce y el consuelo de la virtud. Puesto que si el deseo de recompensa no es la perfección, Dios aun así no ha prohibido al hombre pensar en recompensas y consuelos, e incluso Él mismo usa la idea de recompensa para incitar al hombre a cumplir Sus mandamientos y alcanzar la perfec-ción. Honra a tu padre y a tu madre es el mandamiento, y veis la recompensa ir detrás como aguijón para su cumplimiento, para que seas feliz. Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, y ven y sígueme. Aquí está la exigencia de la perfección, y acto seguido viene la recompensa como incitación a alcanzarla: Y tendrás un tesoro en los cielos. Bienaventurados seréis cuando, aborreciéndoos los hombres, os excomulguen y maldigan, y proscriban vuestro nombre como malo por amor del Hijo del hombre . Aquí hay una gran exigencia para un logro espiritual que requiere una excepcional forta-leza del alma y una paciencia inquebrantable. Y por lo tanto, hay para él una gran re-compensa y consuelo, que son capaces de suscitar y mantener esta fortaleza excepcio-nal: pues vuestra recompensa será grande en el cielo. Por esta razón, pienso que es ne-cesario cierto deseo de goce en la oración del corazón, y que constituye probablemente el medio de alcanzar diligencia y éxito en ella. Y así, todo esto corrobora sin duda la enseñanza práctica sobre esta materia que acabamos de oír del Padre Skhimnik.

    EL SKHIMNIK: Uno de los grandes teólogos —me refiero a San Macario de Egip-to— habla del modo más claro sobre esta cuestión. Dice: «Así como cuando plantas una vid dedicas tu atención y tu esfuerzo con el propósito de recoger la vendimia, pues si no fuera así toda tu labor sería estéril, así también en la oración, si no buscas el provecho espiritual, esto es, el amor, la paz, el gozo y lo demás, tu trabajo será inútil. Por lo tanto, debemos cumplir nuestros deberes espirituales (la oración) con el propósito y la espe-ranza de recoger el fruto, es decir, consuelo y gozo en nuestro corazón.» ¿Veis cuán claramente responde el Santo Padre a esta cuestión acerca de la necesidad del goce en la oración? Y, en realidad, me acaba de venir a la cabeza un punto de vista que leí no hace mucho de un autor de temas espirituales, y que era más o menos que el hecho de que la oración sea natural al hombre es lo que constituye la causa principal de su inclinación hacia ella. Así, el reconocimiento de esta naturalidad puede servir también, en mi opi-nión, como eficaz medio de avivar la diligencia en la oración, el medio que el profesor busca tan afanosamente.
    Permitidme ahora resumir brevemente los puntos sobre los que dirigí la atención en ese cuaderno. Por ejemplo, el autor dice que la razón y la naturaleza conducen al hom-bre al conocimiento de Dios. La primera investiga el hecho de que no puede haber efec-to sin causa, y ascendiendo por la escalera de las cosas tangibles, de la más baja hasta la más alta, llega al fin a la Causa primera, Dios. La segunda exhibe a cada paso su mara-villoso saber, su armonía, orden y gradación, y ofrece el material básico para la escalera que conduce de las causas finitas al Infinito. Así, el hombre natural llega naturalmente al conocimiento de Dios. Y por lo tanto, no hay, ni nunca lo ha habido, ningún pueblo, ninguna tribu bárbara sin algún conocimiento de Dios. Como resultado de este conoci-miento, el isleño más salvaje, sin ningún impulso del exterior, vuelve por así decirlo involuntariamente su mirada al cielo, cae de rodillas, exhala un suspiro que él no com-prende, con ser tan necesario, y tiene la inequívoca sensación de que hay algo que le atrae hacia arriba, algo que le empuja hacia lo desconocido. Esta es la base de la que parten todas las religiones naturales. Es algo muy notable, con respecto a esto, el que, universalmente, la esencia o el alma de toda religión consista en la oración secreta, que se manifiesta en algún tipo de actividad del espíritu y que es claramente una oblación, aunque más o menos deformada por la oscuridad de la tosca comprensión de los pueblos paganos. Cuanto más sorprendente es este hecho a los ojos de la razón, tanto más se nos impone el que descubramos la causa oculta de esta cosa tan maravillosa, que encuentra expresión en una inclinación natural a la oración. La respuesta psicológica a esto no es difícil de hallar. La raíz, la fuente y la fuerza de todas las pasiones y acciones del hom-bre está en su innato amor por sí mismo. La noción profundamente enraizada y univer-sal de la propia conservación claramente lo confirma. Todo deseo humano, toda empre-sa, toda acción tiene como propósito la satisfacción del amor por sí mismo, la búsqueda de la propia felicidad. La satisfacción de esta exigencia acompaña al hombre natural a lo largo de toda su vida. Pero el espíritu humano no se contenta sólo con lo que tiene que ver con los sentidos, y el innato amor por sí mismo nunca mitiga su insistencia. Y así, los deseos se multiplican, los esfuerzos por alcanzar la felicidad se intensifican, llenan la imaginación e incitan a los sentimientos a este mismo fin. El flujo de este sentimiento y de este deseo interior es, cuando se desarrolla, el estimulante natural de la oración. Es un requisito del amor por sí mismo, que alcanza su propósito con dificultad. Cuanto menos consigue el hombre natural alcanzar la felicidad y cuanto más lo pretende, tanto más su anhelo crece y tanto más encuentra en la oración una salida para éste. Se dirige en petición de lo que desea a la desconocida Causa de todo ser. Es así como ese innato amor por sí mismo, el principal elemento de la vida, constituye el estímulo fuertemente enraizado a la oración en el hombre natural. El sapientísimo Creador de todas las cosas ha infundido a la naturaleza del hombre la capacidad del amor por sí mismo precisa-mente como «acicate», para usar la expresión de los Padres, que tire hacia arriba del ser caído del hombre y lo ponga en contacto con las cosas celestiales. ¡Oh!, ¡si el hombre no hubiese deteriorado esta capacidad, si la hubiese mantenido en su excelencia, en con-tacto con su naturaleza espiritual! Él hubiera dispuesto, entonces, de un poderoso incen-tivo y de un medio eficaz de conducirle por el camino de la perfección. Pero, ¡ay! ¡Cuán a menudo hace de esta noble capacidad una baja pasión, cuando la hace instrumento de su naturaleza animal!

    EL STARETS: Os doy las gracias con todo mi corazón, mis queridos visitantes. Vuestra salutífera conversación ha constituido un gran consuelo para mí y enseñado, en mi inexperiencia, muchas cosas de provecho. Que Dios os dé Su gracia en recompensa por vuestro edificante amor.

    (Se separan todos.)

    SEPTIMO RELATO

    EL PEREGRINO: Mi piadoso amigo, el profesor, y yo no podíamos resistir al deseo de emprender nuestro viaje y, antes de hacerlo, de pasar un momento para deciros un último adiós y pediros que recéis por nosotros.

    EL PROFESOR: Sí, nuestro trato íntimo con vos ha significado mucho para noso-tros, así como las salutíferas conversaciones sobre cuestiones espirituales de que hemos gozado en vuestra casa, en compañía de vuestros amigos. Guardaremos recuerdo de todo ello en nuestros corazones como prenda de confraternidad y amor cristiano en esa tierra lejana a la que nos vamos prestos.

    EL STARETS: Gracias por acordaros de mí. Y, a propósito, ¡cuán oportunamente llegáis! Hay dos viajeros hospedados aquí, un monje moldavo y un eremita que ha vivi-do en silencio en un bosque durante veinticinco años. Quieren veros. Los llamaré en seguida. Helos aquí.

    EL PEREGRINO: ¡Ah, qué bendición es una vida de soledad! ¡Y cuán apropiada pa-ra llevar al alma a la unión ininterrumpida con Dios! El bosque silencioso es como un Jardín del Paraíso en el que el delicioso árbol de la vida crece en el corazón devoto del solitario. Si yo tuviera de qué vivir, nada, creo, me apartaría de una vida eremítica.

    EL PROFESOR: Todo nos parece particularmente deseable visto desde lejos. Pero todos comprobamos por experiencia que todo lugar, aunque pueda tener sus ventajas, tiene también sus inconvenientes. Ciertamente que si uno es melancólico por tempera-mento e inclinado al silencio, entonces una vida solitaria es un consuelo. ¡Pero cuántos peligros hay a lo largo de esta vía! La historia de la vida ascética proporciona muchos ejemplos que muestran cómo numerosos solitarios y eremitas, habiéndose privado ente-ramente de todo trato humano, han incurrido en el engaño a sí mismos y han sido vícti-mas de profundas seducciones.

    EL EREMITA: Me sorprendo de cuán a menudo se oye decir en Rusia, no sólo en casas religiosas, sino incluso entre los laicos temerosos de Dios, que muchos que desean la vida eremítica, o ejercitarse en la práctica de la oración interior, se guardan de seguir esta inclinación por el temor de que las seducciones los pierdan. Empeñados en ello, presentan ejemplos de la conclusión a la que han llegado como argumento tanto para evitar ellos mismos la vida interior, como para desviar también de ella a los demás. En mi opinión, esto proviene de dos causas: bien de la incapacidad de comprender la tarea que hay que realizar y falta de luces espirituales, bien de su propia indiferencia hacia la realización contemplativa y celos de que otros, que están a un nivel bajo en compara-ción con ellos, puedan dejarles atrás en este conocimiento superior. Es una gran lástima que los que tienen esta convicción no investiguen la enseñanza de los Santos Padres sobre este particular, puesto que éstos enseñan, de forma bien determinante, que no se debe ni temer ni dudar cuando se invoca a Dios. Si algunos han caído, en efecto, en el engaño de sí mismos y en el fanatismo, ello es consecuencia del orgullo, de no tener un maestro y de tomar las apariencias y la imaginación por la realidad. Si tal tiempo de prueba llegase, precisan los Padres, él traería la experiencia y daría una corona de gloria, porque el auxilio de Dios viene con prontitud en protección, cuando tal cosa es permiti-da. Sed valientes. Yo estoy con vosotros; no temáis, dice Jesucristo. De esto se despren-de que sentir miedo e inquietud por la vida interior con el pretexto del riesgo del engaño a uno mismo es cosa vana. Porque la humilde conciencia de los propios pecados, la apertura del alma al maestro de uno y la ausencia de imágenes en la oración son una fuerte y segura defensa contra esas ilusiones tentadoras de las que algunos sienten tanto miedo, y por las que no se aventuran en la actividad espiritual. Y, dicho sea de paso, estos últimos se hallan ellos mismos expuestos a la tentación, como nos recuerdan las sabias palabras de Filoteo el Sinaíta, quien dice así: «Hay muchos monjes que no com-prenden la ilusión de sus propias mentes, que sufren a manos de los demonios; es decir, ellos se dan con diligencia a una sola forma de actividad, las buenas obras exteriores, y en cuanto a la actividad espiritual, esto es, la contemplación interior, ellos casi no se preocupan, ya que sobre este punto son ignorantes.» «Incluso si oyen de otros que la gracia obra interiormente en ellos, por celos no lo ven sino como un engaño a sí mis-mos», declara San Gregorio el Sinaíta.

    EL PROFESOR: Permitidme haceros una pregunta. Por supuesto que la conciencia de los propios pecados es conveniente para todo el que pone alguna atención sobre sí mismo. Pero, ¿cómo proceder cuando no se dispone de un maestro que le guía a uno en la vía de la vida interior por experiencia propia, y que, cuando uno le ha abierto a él su corazón, le imparta el conocimiento correcto y fidedigno acerca de la vida espiritual? En este caso, sin duda, ¿no sería mejor no intentar la contemplación que probar por uno mismo sin ningún guía? Además, por mi parte no entiendo con facilidad cómo, si uno se pone en la presencia de Dios, es posible observar una completa ausencia de imágenes. No es natural, ya que nuestra alma o nuestra mente no pueden representarse nada priva-do de forma, en una absoluta ausencia de imágenes. ¿Y por qué, realmente, cuando el alma está inmersa en Dios, no hemos de representarnos a Jesucristo o a la Santísima Trinidad, por ejemplo?

    EL EREMITA: La guía de un maestro o starets con experiencia y conocedor de las cosas espirituales, a quien uno pueda abrir su corazón cada día sin reservas, con con-fianza y aprovechamiento, y decir sus pensamientos y aquello con lo que uno se ha en-contrado en el camino de la educación interior, es la condición primordial para la prácti-ca de la oración del corazón para quien ha emprendido la vía del silencio. Sin embargo, en casos en que sea imposible encontrar uno, los mismos Santos Padres que prescriben esto, hacen una excepción. Nicéforo el Monje da instrucciones claras acerca de ello, de este modo: «Durante la práctica de la actividad interior del corazón se requiere un maes-tro auténtico y que posea un conocimiento cabal. Si no sabes de ninguno, debes buscarlo con diligencia. Si no lo hallas, entonces, invocando con contrición a Dios por ayuda, saca instrucción y guía de las enseñanzas de los Santos Padres y verifícalas por la Pala-bra de Dios expuesta en las Sagradas Escrituras.» Aquí uno debe también tomar en con-sideración el hecho de que el buscador de buena voluntad y celo puede obtener igual-mente algo útil como instrucción de la gente corriente. Ya que los Santos Padres nos aseguran asimismo que si con fe y recta intención uno inquiere incluso de un sarraceno, éste puede decir palabras valiosas para nosotros. Si, por otro lado, uno pide instrucción de un Profeta sin fe ni recta intención, entonces ni siquiera éste le dará satisfacción. Vemos un ejemplo de esto en el caso de Macario el Grande, de Egipto, a quien en una ocasión un simple aldeano dio una explicación que puso fin a la angustia que experi-mentaba.
    Por lo que respecta a la ausencia de imágenes, esto es, no usar la imaginación y no aceptar ningún tipo de visión durante la contemplación, sea de luz, o de un ángel, o de Cristo, o de no importa qué santo, y apartarse de todo ensueño, esto, por supuesto, viene ordenado así por Santos Padres experimentados, por esta razón: El poder de la imagina-ción puede fácilmente encarnar, o por así decirlo, dar vida a las representaciones de la mente, y de este modo los inexpertos pueden ser fácilmente atraídos por estas ficciones, tomarlas por visiones de la gracia y caer en el engaño de sí mismos, a pesar del hecho de que la Sagrada Escritura dice que el propio Satanás puede asumir la forma de un ángel de luz. Y que la mente pueda natural y fácilmente estar en un estado de ausencia de imágenes y mantenerse en él, incluso durante la rememoración de la Presencia de Dios, puede verse en el hecho de que el poder de la imaginación puede presentar perceptible-mente una cosa en un estado de ausencia de imágenes y mantener su dominio sobre una representación así. Así, por ejemplo, la representación de nuestras almas, del aire, cálido o frío. Cuando tienes frío, puedes tener una vívida idea del calor en tu mente, a pesar de que el calor no tiene forma, no es un objeto de la vista, y no se mide por la sensación física de quien se encuentra expuesto al frío. Del mismo modo, también la presencia del espiritual e incomprehensible Ser de Dios puede estar presente en la mente y ser reco-nocida en el corazón, en una absoluta ausencia de imágenes.

    EL PEREGRINO: Durante mis viajes me he tropezado con gente piadosa que bus-caba la salvación, que me han contado que temían el tener algo que ver con la vida in-terior, a la que denunciaban como mera ilusión. A varios de ellos les leí, con algún pro-vecho, la enseñanza de San Gregorio el Sinaíta en la Filocalía. Este dice que «la acción del corazón no puede ser una ilusión (como puede serlo la de la mente), ya que si el enemigo desease trocar el calor del corazón por su propio fuego incontrolado, o trocar el regocijo del corazón por los torpes placeres de los sentidos, el tiempo, la experiencia y el propio sentimiento descubrirían sus astucias y sus ardides, incluso a los que no están muy instruidos.» También he encontrado a otros que, bien desdichadamente, después de haber conocido la vía del silencio y de la oración del corazón, habían dado rienda suelta al desaliento al topar con algún obstáculo o flaqueza culpable, abandonando la actividad interior del corazón que habían conocido.

    EL PROFESOR: Sí, y esto es muy natural. Yo mismo he experimentado esto a ve-ces, en ocasiones en que he perdido la serenidad interior o cometido alguna falta. Y puesto que la oración interior del corazón es algo sagrado, y unión con Dios, ¿no es im-propio y algo a lo que no hay que osar el traer una cosa sagrada a un corazón pecador, sin haberlo purificado primero por silenciosa penitencia contrita y una adecuada prepa-ración para la comunión con Dios? Es mejor ser mudo ante Dios que ofrecerle las pala-bras irreflexivas de un corazón que está en la obscuridad y la confusión.

    EL MONJE: Es una gran lástima que penséis así. Eso es desconfianza, que es el peor de los pecados y constituye la principal arma del mundo de las tinieblas contra nosotros. La enseñanza de nuestros experimentados Santos Padres sobre esto es muy diferente. Nicetas Stethatos dice que si has caído y te has hundido incluso hasta profundidades diabólicas del mal, aun así no debes desesperar, sino volverte rápidamente a Dios, que Él levantará con presteza tu corazón caído y te dará más fuerza de la que tenías antes. Así pues, después de cada caída y herida culpable del corazón, lo que hay que hacer es colocarlo inmediatamente en la Presencia de Dios para su cura y purificación, de igual modo que las cosas que han resultado infectas, las cuales, si son expuestas durante algún tiempo al poder de los rayos del sol, pierden la agudeza y la fuerza de su infección. Mu-chos autores espirituales hablan positivamente de este conflicto interior con los enemi-gos de la salvación, nuestras pasiones. Si recibes heridas mil veces, aun así no debes de ningún modo abandonar la actividad dadora de vida, es decir, la invocación de Jesucris-to, quien está presente en nuestros corazones. Nuestras acciones no sólo no deben apar-tarnos de andar en la Presencia de Dios y de la oración interior, a la vez que producir desasosiego, desaliento y tristeza en nosotros, sino que más bien deben fomentar nuestra pronta vuelta a Dios. El niño que al empezar a andar es conducido por su madre, se vuelve rápidamente a ella y se agarra a ella firmemente cuando tropieza.

    EL EREMITA: Yo lo veo de este modo: Es espíritu de desconfianza, y los pensa-mientos agitados y dubitativos se despiertan con mayor facilidad con la distracción de la mente y el descuido en guardar el silencioso refugio de nuestro yo interior. Los antiguos Padres, en su sabiduría divina, obtuvieron el triunfo sobre el desaliento y recibieron luz interior y fuerza por la confianza en Dios, por el silencio sosegado y la soledad, y nos han dado útiles y sabios consejos: «Siéntate en silencio en tu celda, y ella te lo enseñará todo.»

    EL PROFESOR: Tengo tal confianza en vos, que escucho muy complacido vuestro análisis crítico de mis pensamientos acerca del silencio, el cual tenéis en tal aprecio, y de los beneficios de la vida solitaria, que los eremitas tanto aman llevar. Pues esto es lo que yo pienso: Ya que todos, por la ley natural ordenada por el Creador, estamos colo-cados en necesaria dependencia de los demás y, por lo tanto, todos venimos obligados a ayudarnos mutuamente en la vida, trabajar unos por otros y estar al servicio unos de otros, esta sociabilidad va encaminada al bienestar de la raza humana y muestra el amor por el prójimo. Pero el eremita silencioso, que se ha retirado de la sociedad humana, ¿de qué modo puede, en su inactividad, ser de utilidad a su prójimo, y qué contribución puede hacer al bienestar de la sociedad humana? Él destruye por completo en sí mismo esta ley del Creador que se refiere a la unión de amor por sus iguales, y a la influencia benéfica sobre la comunidad.

    EL EREMITA: Puesto que vuestro punto de vista sobre el silencio es incorrecto, la conclusión que obtenéis de él no es válida. Considerémoslo en detalle. Primero: Quien vive en silenciosa soledad no sólo no vive en un estado de inactividad y ocio, sino que está activo en el más alto grado, incluso más que quien participa de la vida en sociedad. Él actúa infatigablemente de acuerdo con lo más elevado de su naturaleza racional: vigi-la; reflexiona; mantiene su atención sobre el estado y el progreso de su vida interior. Este es el verdadero objetivo del silencio. Y en la medida en que esto contribuye a su propio avance, beneficia a otros para quienes la sumersión sin distracciones dentro de sí mismos, para el desarrollo de su vida interior, es imposible. Pues el que vela en silencio, al comunicar sus experiencias interiores, sea de palabra (en casos excepcionales), sea poniéndolas por escrito, favorece el aprovechamiento espiritual y la salvación de sus hermanos. Y hace más, y ello de naturaleza más elevada, que el bienhechor privado, porque las caridades sentimentales de la gente del mundo están siempre limitadas por el pequeño número de beneficios otorgados, mientras que quien concede beneficios por haber alcanzado interiormente los medios probados y convincentes de perfeccionar la vida espiritual, llega a ser un bienhechor de pueblos enteros. Su experiencia y su ense-ñanza pasan de generación en generación, como lo vemos nosotros mismos, y de lo que nos venimos valiendo desde los tiempos antiguos hasta hoy. Y esto no difiere en ningún modo del amor cristiano; incluso lo aventaja por sus resultados. Segundo: La influencia benéfica y utilísima sobre su prójimo de quien observa el silencio, no sólo se manifiesta por la comunicación de sus instructivas observaciones sobre la vida interior, sino que el propio ejemplo de su vida retirada beneficia al laico atento, llevándole al conocimiento de sí mismo y despertando en él el sentimiento de reverencia. El hombre que vive en el mundo, oyendo del piadoso solitario, o pasando por la puerta de su eremitorio, siente un impulso hacia la vida espiritual, le viene al recuerdo lo que el hombre puede ser sobre la tierra, que le es posible volver a ese primitivo estado contemplativo en el que salió de las manos de su Creador. El solitario silencioso enseña por su mismo silencio, y por su misma vida beneficia, edifica y persuade de la búsqueda de Dios. Tercero: Este benefi-cio surge del auténtico silencio, que es iluminado y santificado por la luz de la Gracia. Pero si el silencioso no tuviese estos dones de la Gracia que hacen de él una luz para el mundo, y se hubiese aventurado en la vía del silencio con el propósito de ocultarse de la compañía de sus iguales, como resultado del tedio y la indiferencia, aun así sería de gran beneficio para la comunidad en que viviese, de igual manera que cuando el jardinero corta las ramas secas y estériles y quita las malas hierbas para que el crecimiento de las mejores y más útiles no sea estorbado. Y esto es mucho. Es de provecho general el que el silencioso, con su retiro, elimine las tentaciones que surgirían inevitablemente de su vida poco ejemplar entre la gente, y que serían perjudiciales para la moralidad de su prójimo.
    Sobre la importancia del silencio, San Isaac el Sirio se pronuncia así: «Cuando po-nemos en un platillo todas las acciones de esta vida y en el otro el silencio, encontramos que éste desequilibra la balanza. No estiméis por igual a los que obran señales y prodi-gios en el mundo que a los que guardan el silencio con conocimiento. Amad la inactivi-dad del silencio más que la saciedad de los codiciosos de este mundo. Es mejor para vosotros soltaros de las ataduras del pecado que liberar a esclavos de su servidumbre.» Incluso los sabios del mundo han reconocido el valor del silencio. La escuela filosófica de los neoplatónicos, que agrupó a muchos partidarios bajo la guía del filósofo Plotino, desarrolló hasta un alto grado la vida contemplativa, accesible muy particularmente por el silencio. Un autor espiritual dijo que si el Estado fuese perfeccionado al más alto gra-do en la educación y las costumbres, aun en tal caso sería necesario encontrar hombres para la contemplación, además de las actividades habituales de los ciudadanos, para preservar el espíritu de verdad y. habiéndolo recibido de todos los siglos pasados, con-servarlo para las generaciones venideras y entregarlo a la posteridad. Tal suerte de hom-bres son, en la Iglesia, los eremitas, los solitarios y los anacoretas.

    EL PEREGRINO: Pienso que nadie ha estimado tan justamente las excelencias del silencio como San Juan Clímaco. «El silencio, dice, es la fuente de la oración, un retor-no de la cautividad del pecado, un desapercibido triunfo en la virtud, una continua as-censión al cielo.» Sí, y el propio Jesucristo, para mostrarnos el provecho y la necesidad de la reclusión en el silencio, dejaba a menudo Su predicación pública y se retiraba a lugares silenciosos para orar y encontrar quietud. Los silenciosos contemplativos son como pilares que sostienen la piedad de la Iglesia por su oración secreta y continua. Incluso en un pasado lejano, vemos a muchos laicos, incluso a reyes y sus cortesanos, visitar a eremitas y a hombres que guardaban el silencio para pedirles que recen por su fortificación y su salvación. De este modo, también, puede el solitario servir a su próji-mo y obrar por el aprovechamiento y la felicidad de la sociedad, con su oración retirada.

    EL PROFESOR: Aquí tenemos otra vez otra idea que yo no entiendo muy bien. Es costumbre general entre nosotros los cristianos el pedirnos oraciones mutuamente, el querer que otro rece por mí, y el tener especial confianza en un miembro de la Iglesia. ¿No es esto sencillamente una exigencia del amor por sí mismo? ¿No es acaso tan sólo que hemos cogido el hábito de decir lo que hemos oído a otros decir, como una especie de imagen mental, sin reflexión seria alguna? ¿Requiere Dios acaso la intercesión hu-mana, Él, que prevé todo y actúa de acuerdo con Su bendita Providencia y no de acuer-do con nuestros deseos, conociendo y determinándolo antes de que nuestro ruego se haga, tal como dice el Santo Evangelio? ¿Puede acaso la oración de mucha gente ser realmente más fuerte para imponerse a Sus decisiones que la de una sola persona? En este caso Dios haría acepción de personas. ¿Puede realmente salvarme la oración de otra persona, cuando a todos se nos elogia o se nos avergüenza por nuestras propias accio-nes? Y, por lo tanto, pedir las oraciones de otra persona me parece meramente una pia-dosa expresión de cortesía espiritual, que muestra signos de humildad y un deseo de complacer por el preferirse unos a otros. Eso es todo.

    EL MONJE: Si sólo se tuviesen en cuenta consideraciones exteriores, y con una filo-sofía elemental, podría ser visto así. Pero el juicio espiritual, bendecido por la luz de la religión y educado por las experiencias de la vida interior, va mucho más al fondo, con-templa con más claridad y revela en forma misteriosa algo enteramente distinto de lo que vos habéis expuesto. Para que podamos entenderlo más rápidamente y con mayor claridad, tomemos un ejemplo y luego verifiquémoslo a la luz de la Palabra de Dios. Digamos que un alumno va a un maestro buscando instrucción. Sus débiles capacidades y, lo que es más, su pereza y su falta de concentración le impiden alcanzar ningún éxito en sus estudios, y es puesto en la categoría de los perezosos y de los fracasados. Triste por este motivo, y sin saber qué hacer ni cómo luchar contra sus deficiencias, encuentra a otro alumno, condiscípulo suyo, más capaz que él, más diligente y más afortunado, y le cuenta su problema. El otro se interesa por él, y le sugiere que trabajen juntos. «Tra-bajemos juntos, dice, y tendremos más entusiasmo, más alegría y mejor resultado». Y así, empiezan a estudiar juntos, compartiendo con el otro lo que uno ha entendido. La materia de su estudio es la misma. ¿Y qué resulta al cabo de varios días? El indiferente se torna diligente; empieza a gustarle su labor; su negligencia se troca en ardor e inteli-gencia, lo que tiene también un efecto benéfico sobre su carácter y su conducta. Y el inteligente, a su vez, se vuelve más capaz y aplicado. Por esta influencia mutua, ellos obtienen un aprovechamiento común. Y esto es muy natural, ya que el hombre nace en sociedad; desarrolla su comprensión racional a través de los demás; y los hábitos, la educación, las emociones, la acción de la voluntad, todo, en una palabra, lo recibe del ejemplo de sus iguales. Y, por lo tanto, como la vida de los hombres consiste en las re-laciones más estrechas y las más fuertes influencias de unos sobre otros, quien vive en-tre un tipo determinado de gente se acostumbra a su tipo de hábitos, conducta y costum-bres. Por consiguiente, el tibio se torna entusiasta; el estúpido, sagaz; el perezoso des-pierta a la actividad por un vivo interés en sus semejantes. El espíritu puede darse al espíritu, y actuar beneficiosamente sobre otro, y atraerlo a la oración, a la vigilancia. Puede darle ánimos en el desaliento, apartarle del vicio y despertarle a la acción santa. Y es así, ayudándose mutuamente, como ellos pueden volverse más piadosos, más enérgi-cos espiritualmente, más respetuosos. He aquí el secreto de la oración por los demás, que explica la piadosa costumbre entre los cristianos de rezar unos por otros y de pedir las oraciones del hermano.
    Y con esto puede verse que no es que Dios esté complacido, como lo están los gran-des de este mundo, por los muchos ruegos e intercesiones, sino que el propio espíritu y poder de la oración purifica y despierta al alma por la que la oración es ofrecida, y la dispone para la unión con Dios. Si la oración mutua de los que viven en la tierra es tan benéfica, del mismo modo podemos deducir que la oración por los desaparecidos es también mutuamente benéfica, a causa del nexo muy estrecho que existe entre el mundo celestial y éste. Es así como las almas de la Iglesia Militante pueden llegar a unirse con las almas de la Iglesia Triunfante, o, lo que es lo mismo, los vivos con los muertos.
    Todo lo que he dicho es una argumentación psicológica, pero si abrimos la Sagrada Escritura podemos verificar su verdad. Jesucristo dice al Apóstol San Pedro: He rogado por ti para que no desfallezca tu fe. Aquí veis que el poder de la oración de Cristo forti-fica el espíritu de San Pedro y le da ánimos cuando su fe es probada. Cuando el Apóstol San Pedro estaba en prisión, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él. Aquí tene-mos revelada la ayuda que la oración fraternal aporta en las circunstancias difíciles de la vida. Pero el precepto más claro acerca de la oración por los demás viene dado por el Apóstol Santiago, de este modo: Confesaos, pues, mutuamente vuestras faltas y orad unos por otros… Mucho puede la oración fervorosa del justo. He aquí la confirmación categórica de la argumentación psicológica de antes. ¿Y qué decir del ejemplo del Apóstol San Pablo, que nos es dado como modelo de la oración por los demás? Un autor observa que este ejemplo del Apóstol San Pablo debería enseñarnos cuán necesaria es la oración por los demás, cuando un podvizhnik tan santo y tan fuerte reconoce su propia necesidad de esta ayuda espiritual. En la Epístola a los Hebreos, él expresa su ruego de este modo: Orad por nosotros. Confiamos en que tenemos buena conciencia y que que-remos vivir bien en todo. Cuando consideramos esto, cuán poco razonable nos parece contar sólo con nuestras propias oraciones, cuando un hombre tan santo, tan lleno de gracia, pide en su humildad que las oraciones de los suyos (en este caso, los hebreos) se unan a las suyas. Por tanto, por humildad, simplicidad y unión de amor, no deberíamos rehusar o desdeñar la ayuda de las oraciones aun del más débil de los creyentes, cuando el espíritu clarividente del Apóstol San Pablo no vaciló en ello. Él pide las oraciones de todos por igual, sabiendo que el poder de Dios se hace perfecto en la debilidad. Por con-siguiente, puede a veces ser hecho perfecto en aquellos que parecen no ser capaces de rezar sino muy débilmente. Con la fuerza de este ejemplo, reparamos además en que la oración mutua fortalece esa unidad de amor cristiano ordenada por Dios, da testimonio de humildad en el espíritu de quien hace la petición y, por así decirlo, atrae al espíritu del que ora. Así es como se estimula la intercesión mutua.

    EL PROFESOR: Vuestro análisis y vuestras pruebas son admirables y exactas, pero sería interesante saber por vos el método y la forma concretos de la oración por los de-más. Porque pienso que si la fecundidad y el poder de atracción de la oración dependen de un vivo interés en nuestro prójimo, y particularmente de la influencia constante del espíritu del que reza sobre el del que ha pedido la oración, un estado de alma así podría apartar a uno de la sensación ininterrumpida de la invisible Presencia de Dios, y de la efusión de la propia alma a Dios por sus necesidades. Y si uno recuerda a su prójimo sólo una o dos veces por día en simpatía con él, y pidiendo ayuda a Dios por él, ¿no será esto suficiente para la atracción y el fortalecimiento de su alma? En resumen, querría saber exactamente cómo hay que rezar por los demás.

    EL MONJE: La oración que se ofrece a Dios, por el motivo que sea, no debe, ni puede, alejarnos de la sensación de la Presencia de Dios, ya que si es un ofrecimiento hecho a Dios ha de ser, naturalmente, en Su Presencia. En cuanto al método de rezar por los demás, hay que observar que el poder de este tipo de oración consiste en una autén-tica simpatía cristiana con nuestro prójimo, y tiene una influencia sobre su alma en la medida de esta simpatía. Por lo tanto, cuando se dé el caso de que pensemos en él, o en el momento fijado para ello, es bueno traer su imagen mental a la Presencia de Dios y ofrecer una oración de la siguiente forma: «Oh, Dios misericordioso, hágase tu voluntad que quiere que todo hombre sea salvo y acceda al conocimiento de la verdad, salva y socorre a Tu siervo X. Toma este deseo mío como un grito de amor, que Tú has manda-do.» Normalmente, vos repetiréis estas palabras cuando vuestra alma se sienta movida a ello, o bien podéis rezar el rosario con esta oración. He comprobado por experiencia cuán beneficiosamente actúa esta oración sobre aquel por quien se ofrece.

    EL PROFESOR: Vuestras opiniones y vuestros razonamientos, así como la edifican-te conversación y los pensamientos iluminadores que se desprenden de ellos son de tal naturaleza que me siento obligado a guardarlos en mi memoria, y —a ofreceros toda la reverencia y la gratitud de mi corazón agradecido.

    EL PEREGRINO Y EL PROFESOR: Ha llegado la hora de que partamos. Os pedi-mos de todo corazón vuestras oraciones por nuestro viaje y por nuestro compañerismo.

    EL STARETS: El Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien, para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presen-cia, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén. (Heb., XIII, 20-21.)

  • Crow

      El Abad APOLOS. Cfr. Apophtegmata Patrum (citado por Paul Evdokimov, Les âges de la vie spi-rituelle, París, 1964, p. 230).
      Frithjof SCHUON, De l’Unité transcendante des Religions, cap. IX, «De l’initiation christique», París, 1968, pp. 155 y 161.
      Jean GOUILLARD, Petite Philocalie de la prière du coeur, «Livre de Vie», número 83-84, París, 1968, p. 177.
      Oskrovennye razskazy Strannika dukhovnomu svoemu otcu, París, YMCA Press, 1930. Una primera traducción francesa fue publicada en la revista Irénikon (Amay/Meuse, Bélgica). Traducción alemana: Em russisches Pilgerleben, por R. von WALTER, Berlín, 1925.
      Sobre los bienhechores efectos de la oración de Jesús, Ladimirova u Svidnika, Checoeslovaquia, 1933 (en ruso). (Son estos relatos los que componen la segunda parte de la presente edición.)
      Ver nota 15 del primer relato.
      Cfr. Gregorio de NISA, Vie de Moïse, traducida y presentada por J. Daniélou, S. J., Col. «Sources chrétiennes», Lyon-Paris, 1943. En alemán: Gregor VON NYSSA, Der Versiegelte Quell, trad. e introd. de Baus Urs von Balthasar, Salzburgo, O. Müller, 1939. En lo que concierne a la teología oriental, ver más en particular C. CONGAR: «La notion de déification en Orient», Vie spirituelle, 1935, p. 99, y Mme. Lot BORODINE: «La déification dans l’église grecque», Revue d’Histoire des Religions, t. 105, 106, 107 (1933).
      Anselmo STOLZ, O. S. B., Theologie der Mystik, Ratisbona, 1936.
      Literalmente: perícopa 253. Este término designa los textos de la Biblia tal como se leen en los ofi-cios o la misa.
      I Tes., V, 17.
      Ef., VI, 18.
      I Tim., II, 8.
      Dicho de otra manera: un pomieshchik, gentilhombre de la pequeña nobleza rural.
      1 versta = 1,067 km.
      Es la pregunta tradicional que el discípulo dirige a su maestro en los monasterios y eremitorios de Oriente: ???? ??? ??? ????.
      Breve tratado sobre la eficacia de la oración, escrito por San Demetrio de Rostov (1651-1709); (cfr. Obras, Moscú, 1895, pp. 107-114). Demetrio (en el siglo, Daniel SAVICH TUPTALO), hijo de un oficial de cosacos, tomó el hábito en 1668. Nombrado por Pedro el Grande para le sede episcopal de Rostov (cerca de Moscú), en 1701, luchó enérgicamente contra la relajación del clero y de los fieles, y restauró la disciplina en su eparquía. Autor de numerosos sermones y tratados, así como de una encuesta sobre las sectas, consagró la mayor parte de su vida a redactar el Menologio ruso, calendario litúrgico que contiene la vida de los santos en el orden de sus fiestas que Pedro Mohila no había podido llevar a término. La edición, comenzada en 1684, no se terminó hasta el 1705 en Kiev. En esta obra, lo mismo que en un ser-món, se pronunció en favor de la Inmaculada Concepción, lo que le valió severas amonestaciones de Joaquín, metropolitano de Moscú. Habiendo sido hallado intacto su cuerpo en 1752, fue canonizado en 1757. Su fiesta se celebra el 21 de septiembre. Es el primer santo canonizado por el Santo Sínodo.
      Pl. de starets. El starets, o el Anciano, es un monje o un solitario que hace vida ascética o de ora-ción, y que, sin tener una función particular en el monasterio, es elegido por los monjes jóvenes o por los laicos como maestro espiritual. La caridad de parte del maestro y la humildad de parte del discípulo son las virtudes sobre las que se establece una relación espiritual más íntima que lo que en Occidente se llama la «dirección de conciencia». Además de la descripción del starets Zósimo en Los hermanos Karamazov, se dan muchos detalles sobre este particular en el libro tan completo de Igor SMOLITSCH: Leben und Lehre der Starzen, Viena, 1936.
      Cant. V, 2. Esta cita hecha por el peregrino de un texto fundamental para el hesicasmo, en una épo-ca en la que ignora todavía esta escuela mística, parece dar a entender sin lugar a dudas que los relatos fueron redactados, después de ciertas conversaciones, por un monje que, al mismo tiempo que reproduce las palabras del peregrino, añade por su cuenta las citas que le son familiares.
      I Tim., II, 1.
      Rom., VIII, 26.
      Isaac de Nínive, llamado también «el Sirio». Asceta y místico nestoriano de fines del siglo VII. Originario de Arabia (región del Beit Qataraya, en la costa del Golfo Pérsico frente a las islas de Bahrein), entró de joven en el convento de Mar Mattai en el ?abal Makkub, a unos treinta kilómetros al norte de Mosul. Elevado a la sede episcopal de Nínive por el Patriarca nestoriano Jorge (660-680), no pudo man-tenerse en ella sin duda a causa de los celos del clero local contra un extranjero, y se retiró a los cinco meses. Murió a una edad muy avanzada en el convento de Rabban Schabor, habiendo quedado ciego a consecuencia de sus austeridades y sus lecturas.
    De sus obras, traducidas al griego en el siglo XVIII y publicadas por Nicéforo Theotoki (2.ª ed., Ate-nas, 1895), se encuentran algunos extractos en MIGNE, Patrologie grecque, t. 86. col. 8 11-886. Con el título de Liber de contemplu mundi están así reunidos 25 sermones diferentes, arbitrariamente distribuidos en 53 capítulos. La misma colección ha sido incluida en las Filocalías griega y eslava. Por este camino pasó a Rusia. Recuérdese que en Los hermanos Karamazov, Smerdiakov es un asiduo lector de Isaac el Sirio.
    Cfr. WENSINK, De vita contemplativa de Isaac de Nínive, Trad. inglesa, 1930.
    Cfr. asimismo, Marius BESSON, «Un recueil de sentences attribuées à Isaac le Syrien», Oriens Christianus, Roma, 1901, t. 1, pp. 46-60 y 288-298.
      14 Esta definición de la oración continua, que con la «búsqueda del lugar del corazón» constituye el fundamento del hesicasmo, remonta a los primeros tiempos de la espiritualidad en Oriente. Se encuen-tra ya en Evagrio Póntico (muerto en 401), en Diádoco de Foticé (s. y), en Juan Climaco (s. VI), en Má-ximo el Confesor (s. VII) y en Simeón el Nuevo Teólogo (s. XI). La tradición de la oración continua se pierde luego. Reaparece en el siglo XIV, con la llegada al monte Athos de Gregorio el Sinaíta, bajo una forma técnica y aun «científica», como dicen sus partidarios, que da lugar a grandes deformaciones.
    Introducida en Rusia por el starets Nilo Sorski (1433-1508), que vivió en Athos, se extendió por los eremitorios del Norte. Después de un nuevo eclipse, vuelve a tomar auge a fines del siglo XVIII, en el mundo griego, merced a Nicodemo el Hagiorita, que publicó la Filocalía en Venecia en 1782, y en el mundo eslavo gracias al starets Paisius Velichkovsky. En ella se inspirarán los grandes solitarios rusos del siglo XIX.
    Los textos que damos a continuación podrán dar una idea de esta tradición:
    EVAGRIO PÓNTICO, Practicos, II, 49: «El trabajo manual, las vigilias y el ayuno no nos están mandados en todo tiempo; pero es una ley que oremos sin cesar… La oración, en efecto, hace a nuestro espíritu robusto y duro para la lucha…» (Según HAUSHERR, «Traité de l’oraison d’Evagre le Pontique», Rev. Asc. et Mystique, t. XV, enero-abril 1934, p. 53.)
    DIÁDOCO DE FOTICÉ, Cien capítulos sobre la vida del espíritu. Capítulo 59: «Nuestro espíritu, cuando le cerramos todas las salidas por el constante pensamiento en Dios, reclama alguna cosa sobre la cual obrar, porque por naturaleza tiene necesidad de estar constantemente en movimiento. Conviene, pues, darle el santísimo nombre del Señor, el cual puede satisfacer totalmente su celo. Pero importa saber que nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es por el Espíritu Santo…» (I Cor. 12, 3). Capítulo 97: «… Quien quiera echar de sí todo mal humor, no se ha de contentar con orar un poco y de cuando en cuando, sino que se ha de ejercitar en la oración en espíritu…
    »Porque, así como aquel que quiere purificar el oro no debe dejar enfriar el crisol un solo instante, si no quiere ver la pepita purificada reducida a su primer estado, de la misma manera quien no piensa en Dios sino a intervalos, lo que adquirió por la oración lo pierde en cuanto ésta cesa.
    »Quien ame la virtud debe consumir por el pensamiento de Dios toda la materialidad de su corazón a fin de que, por la progresiva evaporación del mal al contacto con este fuego ardiente, su alma aparezca finalmente por encima de las colinas eternas en todo el esplendor de su aurora.» (Textos de la Filocalía. Trad. rusa completada. Moscú, 1889).
      15 ????????? ??? ????? ????????, Venecia, 1782. Colección de textos patrísticos sobre la «oración espiritual» y la guarda del corazón o sobriedad (?????), reunidos y publicados en Venecia por un monje griego del Athos, Nicodemo de Naxos o el Hagiorita. Casi al mismo tiempo, el starets Paisius Velichkovsky (1722-1794) ordenaba una Filocalia eslava (Dobrotoliubie), publicada en 1794. La traducción rusa, obra de Teófanes, obispo de Tambov, apareció en Moscú en 1889.
      Monje del Athos (siglo XIV). Autor de un tratado sobre la «guarda del corazón» (MIGNE, P. G., t. 147, cols. 945 ss.) y quizá del Tratado sobre las tres formas de la oración o Método de la oración hesi-casta, atribuido sin razón a San Simeón el Nuevo Teólogo (cfr. HAUSHERR, «La méthode d’oraison hésychaste», Orientalia Christiana, vol. IX, 2, junio-julio 1927). Estos escritos suministraron el punto de apoyo a las exageraciones quietistas de los hesicastas del siglo XIV.
      Uno de los mayores místicos de la Iglesia griega (949-1022). Llevado a los 19 años a la corte impe-rial, entró muy pronto en el monasterio de Studion, y después de seis años, en San Mamas, del que fue higumeno durante veinticinco años. Después de un conflicto con el Patriarca Esteban de Nicomedia, hubo de abandonar Constantinopla durante algún tiempo, pero fue rehabilitado antes de morir.
    Agraciado con visiones desde la edad de catorce años, compuso himnos en verso de un luminoso li-rismo, los Amores de los himnos divinos, de los que existe una traducción alemana: SYMEON DER NEUE THEOLOGE, Licht vom Licht, Hymnen. Übersetzt von P. K. Kirchhoff, O. F. M., bei J. Hegner in Hellerau, 1930.
    Su teología, por la excesiva importancia que da a las visiones y fenómenos místicos sensibles, hay que considerarla como el origen del hesicasmo del siglo XIV.
    Cfr. en francés: «Vie de Saint Syméon le Nouveau Théologien», por Nicetas Stethatos, editada por el padre Hausherr, Or. Christiana, julio-octubre, 1928. En alemán: K. HOLL, Enthusiasmus und Bussge-walt, Leipzig, 1898, y N. ARSENIEV, Ostkirche und Mystik, Munich, 1925. En ruso: LODYCHENSKI, Luz invisible, San Petersburgo, 1912, y P. ANIKIEV, Apología de la mística en San Simeón el Nuevo Teólogo, San Petersburgo, 1915.
      Monje del Athos (siglo XIV). Nacido en la segunda mitad del siglo XIII, murió hacia el 1346. Ori-ginario del Asia Menor y procedente del Sinaí, restauró en Athos la tradición hesicasta y puso en vigor la «oración continua». Durante las grandes controversias hesicastas (1320-1340), tuvo que salir del Athos y se instaló en Bulgaria, donde fundó un monasterio cerca de la actual ciudad de Kavaklu. El texto griego de su vida fue publicado por Pomialovski en San Petersburgo, en 1894 (en las Publicaciones de la Facul-tad de Historia y de Filología de la Universidad de San Petersburgo, t. 35); el texto eslavo, por P. Syrku, San Petersburgo, 1909. Obras en MIGNE, P. G., t. 150.
      Calixto Xanthopoulos, patriarca de Constantinopla durante algunos meses en 1397, había recibido siendo monje la formación ascética en Athos. Compuso con su amigo Ignacio Xanthopoulos un tratado sobre la vida ascética (P. G., t. 147).
      Extracto del tratado sobre la «guarda del corazón» (De Cordis custodia, MIGNE, P. G., t. 147, cols. 963-966).
      Literalmente, «automática».
      El peregrino no conoce pues todavía más que el primer grado de la oración. En los siguientes rela-tos expondrá sus progresos y el progresivo descubrimiento de la «oración espontánea del corazón». Hay que admitir, pues, o bien que el primer relato no tuvo lugar en Irkutsk, sino en una época anterior de la vida del peregrino, o más bien que fue redactado de manera didáctica, con cierto sentido de la composi-ción, reuniendo todos los detalles dados por el peregrino sobre la iniciación en la oración. Es este un nue-vo argumento para atribuir la redacción de los relatos a un religioso amigo del peregrino.
      Inocente (Kulchitski), primer obispo de Irkutsk (1682-1731). Originario de la provincia de Cherni-gova en la Pequeña Rusia, hizo sus estudios en el colegio de Kiev; fue profesor en la Academia eslavo-greco-latina de Moscú, hieromonje, después superior en la Laura de San Alejandro Nevski en San Peters-burgo. Enviado en misión a China con el título de obispo, hubo de pasar casi cinco años en Selenginsk, y en 1727 fue nombrado obispo de Irkutsk. Su lucha contra los abusos, su celo por la mejora de las costum-bres, su paciencia, su mansedumbre y su caridad le crearon gran reputación de santidad. Sus reliquias fueron solemnemente expuestas a la veneración de los fieles en 1805, y su fiesta fijada el 26 de noviem-bre, con el título de pontífice y taumaturgo.
      Esta historia recuerda un episodio de la vida de San Serafín de Sarov. En el otoño de 1801, estando cortando leña en el bosque, el monje fue atacado por unos ladrones que querían quitarle el dinero. Como les dijera que no tenía nada, le golpearon en la cabeza y le hirieron gravemente. El solitario no quiso de-jarse cuidar por los médicos, confiando en el socorro del Señor que le había dado una visión mientras yacía en tierra. Y pidió que no se persiguiera a sus agresores, según las palabras del Evangelio: No temáis a aquellos que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede per-der el cuerpo y el alma en la gehena (Mt., X, 28).
      I Tim., II, 4.
      I Cor., X, 13.
      Se trata de un libro publicado por la célebre imprenta de la Laura de Kiev.
      El alfabeto eslavo tiene treinta y siete letras. Sus caracteres son bastante diferentes de los del alfabe-to ruso.
      Vivió a fines del siglo XIII. Muchas de sus obras están inéditas todavía. Hay en MIGNE (P. G., t. 143, cols. 381-408) muchos de sus escritos ascéticos, una polémica contra los cismáticos y algunos him-nos en traducción latina.
      Prov., XXV, 21.
      Mt., V, 44.
      Mt., V, 40.
      I Pe., III 4.
      Jn. IV 23.
      Lc. XVII 21.
      Rom., VIII, 26.
      Jn., XV, 4.
      Prov., XXIII, 26.
      Rom., XIII, 14 y Gál., III, 27.
      Cf. Ap., XXII, 17.
      Cf. Rom., VIII, 15-16.
      Se trata sin duda de un sermón de Efrén el Sirio, en el cual se describe el Juicio en forma particu-larmente dramática.
      De Jerusalén. Sacerdote y exegeta, sin duda del siglo V. Autor de comentarios alegóricos sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento según el método de Orígenes y de los Alejandrinos. El texto al que hace alusión el peregrino se debe a otro monje del mismo nombre, Hesiquio de Batos (siglos VI-VII), discípulo de Juan Clímaco. Se halla en la segunda centuria dedicada a Teódulo, sentencia 7 (Cfr. MIGNE, P. G., t. 93, cols. 1480-1544).
      Cfr. Gregorio DE NISA, Vie de Moïse, ed. Daniélou, p. 174. «Porque en eso está realmente la per-fección; no en abandonar la vida pecadora por miedo del castigo, al modo de los esclavos, no en hacer el bien con la esperanza de la recompensa, sino en temer una sola cosa: perder la amistad divina, y en no estimar sino la única cosa estimable y amable: llegar a ser amigo de Dios.»