El dogma de Cristo, Eric Fromm

De: Alias de MSNThe_dark_crow_v301  (Mensaje original) Enviado: 15/05/2005 11:59

ERICH FROMM

EL DOGMA DE CRISTO

P a i d o s

Libera los Libro

Título original: The dogma of Christ
Publicado en inglés por Holt, Rinehart and Winston, Nueva York, Chicago, San Francisco
Traducción de Gerardo Steenks Cubierta de Mario Eskenazi
1.a edición, 1964 5° reimpresión, 1994
© de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,
Mariano Cubí, 92 – 08021 Barcelona y Editorial Paidós,
SAICF, Defensa, 599 – Buenos Aires
ISBN: 84-7509-162-8 Depósito legal: B-39.825/1994
Impreso en Edim, S.C.C.L., Badajoz, 145 – 08018 Barcelona
Impreso en España – Printed in Spain

Indice

TEXTO DE CONTRATAPA: 4
METODOLOGÍA Y NATURALEZA DEL PROBLEMA 5
FUNCIÓN SOCIOPSICOLÓGICA DE LA RELIGIÓN 11
LA CRISTIANDAD PRIMITIVA Y SU IDEA DE JESÚS 19
LA TRANSFORMACIÓN DEL CRISTIANISMO Y EL DOGMA HOMOUSIANO 39
EL DESARROLLO DEL DOGMA HASTA EL CONCILIO DE NICEA 53
OTRO INTENTO DE INTERPRETACIÓN 60
CONCLUSIÓN 66

TEXTO DE CONTRATAPA:

Según Erich Fromm, el cristianismo surge como un importante movimiento histórico-mesiánico en el seno de las clases bajas del pueblo judío. Sin embargo, a partir del siglo II su composición social se transforma y deja de ser la religión de los artesanos pobres y los esclavos para ganar adeptos entre las clases acomodadas del Imperio Romano. A partir de todo esto, el presente libro examina la conversión del cristianismo en religión del Estado y la gran transformación final de una confraternidad libre en una organización jerárquica: la Iglesia. Así, tomando como referencia histórica el significado psicológico de la fe de los primeros cristianos, Fromm investiga pacientemente las relaciones entre la psicología y la religión, e intenta comprender, no tanto a la gente sobre la base de un estudio del dogma, como el dogma sobre la base de un estudio de la gente.

Psicoanalista norteamericano de origen alemán, Erich Fromm fue profesor de las universidades de Columbia, Michigan y México. De entre sus libros destacan El arte de amar, El miedo a la libertad, El amor a la vida, La condición humana actual, Sobre la desobediencia, ¿Podrá sobrevivir el hombre?, Y seréis como dioses, Humanismo socialista y La crisis del psicoanálisis, todos ellos publicados por Paidós, junto con los siete volúmenes que componen su obra póstuma.

METODOLOGÍA Y NATURALEZA DEL PROBLEMA

Uno de los méritos fundamentales del psicoanálisis es haber borrado la falsa distinción trazada entre psicología social y psicología individual. Freud subrayó, por una parte, que no existe una psicología individual del hombre aislado de su medio social, pues un hombre solo no existe. Para Freud no existe homo psychologicus ni ningún Robinson Crusoe psicológico, como el hombre económico de la teoría económica clásica. Uno de los descubrimientos más importantes de Freud fue, por el contrario, la comprensión del desarrollo psicológico de las más tempranas relaciones sociales del individuo, como ser la relación con sus padres, hermanos y hermanas.
Freud escribió:
Es verdad… que la psicología individual se ocupa del hombre individual y explora las sendas por las que éste procura encontrar la satisfacción para sus impulsos instintivos; pero sólo raramente y en ciertas condiciones excepcionales está la psicología individual en posición de pasar por alto la relación de este individuo con sus semejantes. En la vida mental del individuo invariablemente hay alguien implicado, sea como modelo, como objeto, como ayuda, como oponente; y así, desde un primer comienzo, la psicología individual, de acuerdo con este extendido pero enteramente justificable sentido de las palabras, es asimismo psicología social.
Por otra parte, Freud rompió radicalmente con la ilusión de una psicología social cuyo objeto era “el grupo”. El “instinto social” no era para él objeto de la psicología como tampoco lo era el hombre aislado, pues no se trataba de un instinto “original y elemental”; vio más bien ” el comienzo de la formación de la psique en un círculo más estrecho, tal como la familia”. Freud demostró que los fenómenos psicológicos operativos en el grupo deben ser comprendidos sobre la base de los mecanismos psíquicos operativos en el individuo, no sobre la base de una “mente de grupo” como tal.
La diferencia entre psicología individual y psicología social ha demostrado poseer un carácter cuantitativo y no cualitativo. La psicología individual toma en cuenta todos los determinantes que han afectado ala suerte del individuo, y de este modo llega a una imagen completa hasta el máximo de la estructura psíquica del individuo. Cuanto más ampliamos la esfera de la investigación psicológica –es decir, cuanto mayor es el número de hombres cuyos rasgos comunes permiten que se los agrupe– tanto más debemos reducir la extensión de nuestro examen de la estructura psíquica total de los miembros individuales del grupo.
En consecuencia, cuanto mayor es el número de sujetos incluidos en una investigación de psicología social, tanto más estrecha será la visión que se tendrá de la estructura psíquica total de cualquier individuo integrante del grupo sometido a estudio. El desconocimiento de este hecho puede dar lugar a que surjan fácilmente conceptos falsos en la evaluación de los resultados de tales investigaciones. Se espera oír algo acerca de la estructura psíquica del miembro individual de un grupo, pero la investigación sociopsicológica sólo puede estudiar la matriz del carácter común a todos los miembros del grupo, y no toma en cuenta la estructura total del carácter de un individuo particular. Esto último no puede ser nunca tarea de la psicología social, y es únicamente posible si se dispone de un conocimiento amplio del desarrollo del individuo. Si en una investigación sociopsicológica se asevera, por ejemplo, que en cuanto a su actitud frente a la figura paterna un grupo deja de ser agresivo y hostil para mostrarse pasivo y sumiso, tal afirmación significa algo diferente que cuando las mismas palabras se dicen acerca de un individuo dentro de una investigación psicológico-individual. En el último caso equivale a decir que tal cambio es representativo de la actitud total del individuo; en el caso del grupo alude a una característica media común a todos los miembros del grupo, que no desempeña necesariamente un papel central en la estructura del carácter de cada individuo. El valor de la investigación sociopsicológica no puede residir, por lo tanto, en el hecho de que nos permita obtener una visión plena de las peculiaridades psíquicas de los miembros individuales, sino en el hecho de que podamos establecer aquellas tendencias psíquicas comunes que tienen una influencia decisiva en el desarrollo social de éstos.
La superación de la oposición teórica existente entre psicología individual y psicología social lograda por el psicoanálisis fundamenta la afirmación de que el método de una investigación sociopsicológica puede ser esencialmente igual al método que aplica el psicoanálisis en la investigación de la psique individual. Resultará en consecuencia oportuno considerar brevemente las características esenciales de este método, ya que es de importancia para el presente estudio.
Freud partió de la idea de que en las causas que producen neurosis –y lo mismo es válido para la estructura instintiva del individuo sano–, una constitución sexual heredada y los hechos que han sido experimentados forman una serie complementaria:
En un extremo de la serie se hallan aquellos casos extremos acerca de los cuales se puede decir sin vacilar que es gente que habría caído enferma, no importa qué haya sido lo ocurrido, qué experimentaron o cuán misericordiosa haya sido la vida con ellos, pues padecen un desarrollo anómalo de la libido. En el otro extremo aparecen los casos que merecen un veredicto opuesto: indudablemente se habrían librado de la enfermedad si la vida no les hubiera impuesto el peso de tales y tales cargas. En los casos de la parte intermedia de la serie, una parte mayor o menor del factor predisponente (la constitución sexual) se combina con una parte menor o mayor de las imposiciones lesivas de la vida. Poseen una constitución sexual que no habría provocado su neurosis si no hubieran pasado por tales y tales experiencias, y las vicisitudes de la vida no habrían influido traumáticamente sobre ellos de haber tenido una libido constituida de otro modo.
Para el psicoanálisis, en la estructura psíquica de la persona sana o enferma, el elemento constitucional es un factor que debe ser observado al proceder a la investigación psicológica de los individuos, pero sigue siendo intangible. Lo que interesa al psicoanálisis es la experiencia; la investigación de su influencia sobre el desarrollo emocional es su principal finalidad. El psicoanálisis no ignora, por supuesto, que el desarrollo emocional del individuo está hasta cierto punto determinado por su constitución; este concepto es un supuesto del psicoanálisis, pero el psicoanálisis mismo se dedica exclusivamente a investigar la influencia que la situación vital del individuo tiene sobre su desarrollo emocional. Ello significa, en la práctica, que para el método psicoanalítico un máximo de conocimiento de la historia del individuo –en especial de las experiencias de su primera infancia, pero por cierto, no sólo ellas– es un esencial requisito previo. Estudia la relación que hay entre el modo de vivir de una persona y los aspectos específicos de su desarrollo emocional. El análisis es imposible si no se cuenta con una extensa información referente al modo de vivir del individuo. La observación general revela, naturalmente, que ciertas expresiones típicas de conducta indican típicas pautas de vida. Por analogía se podrán conjeturar pautas similares, pero tales inferencias contendrían todas un elemento de incertidumbre y serían de limitada validez científica. El método del psicoanálisis individual es por lo tanto un método delicadamente “histórico”: la comprensión del desarrollo emocional sobre la base del conocimiento de la historia de la vida del individuo.
El método para aplicar el psicoanálisis a grupos no puede ser diferente. Las actitudes psíquicas comunes de los miembros del grupo deben ser comprendidas sólo sobre la base de sus pautas comunes, Así como la psicología psicoanalítica individual procura comprender la constelación emocional del individuo, del mismo modo la psicología social podrá obtener una visión de la estructura emocional del grupo únicamente por medio de un conocimiento exacto de sus pautas de vida. La psicología social sólo puede hacer aseveraciones tocantes a lasa actitudes psíquicas comunes a todos; requiere en consecuencia el conocimiento de las situaciones de vida comunes a todos y características de todos.
Si bien el método de la psicología social no es básicamente diferente de aquel de la psicología individual, hay empero una diferencia que es menester señalar.
En tanto que la investigación psicoanalítica se interesa principalmente en individuos neuróticos, la investigación sociopsicológica trabaja con grupos de gente normal.
La persona neurótica se caracteriza por el hecho de que no ha logrado adaptarse a su ambiente real. La fijación en ciertos impulsos emocionales, en ciertos mecanismos psíquicos que alguna vez fueron oportunos y adecuados, la pone en conflicto con la realidad. La estructura psíquica del neurótico es por lo tanto casi del todo ininteligible si se desconocen las experiencias de su primera infancia, pues, debido a su neurosis –expresión de la falta de adaptación o del orden particular de fijaciones infantiles–, hasta su misma posición como adulto está determinada esencialmente por aquella situación de la niñez. Inclusive en el caso de la persona normal tienen una significación decisiva las experiencias de la primera infancia. El carácter, en el sentido más amplio, está determinado por ellas y resulta del todo ininteligible si no se las conoce. Pero por haberse adaptado psíquicamente a la realidad en un mayor grado que el neurótico, se puede comprender una parte de su estructura psíquica mucho mayor que cuando se trata de un neurótico. La psicología social se ocupa de la gente normal, sobre suya situación psíquica la realidad influye en un grado incomparablemente mayor que en el caso del neurótico. De allí que esta psicología pueda pasar por alto hasta el conocimiento de las experiencias infantiles de los diversos miembros del grupo sometido a la investigación; a partir del conocimiento de las pautas de la vida socialmente condicionadas en que estas personas estuvieron situadas luego de los primeros años infantiles, puede arribar a una comprensión de las actitudes psíquicas comunes a ellas.
La psicología social se propone se propone investigar la forma en que ciertas actitudes psíquicas comunes a los miembros de un grupo se hallan relacionadas con sus experiencias vitales comunes. El hecho, en el caso de un individuo, de que predomine esta o aquella dirección de la libido, que el complejo de Edipo encuentre tal o cual vía de salida, es tan poco accidental como lo son los cambios en las características psíquicas de la situación psíquica de un grupo, ya sea en la misma clase de gente a través de un período de tiempo o simultáneamente entre diferentes clases. Es labor de la psicología social indicar por qué se producen tales cambios y cómo deben ser comprendidos sobre la base de la experiencia común a los miembros del grupo.
La presente investigación se refiere a un problema de psicología social estrechamente limitado, a saber, la cuestión concerniente a los motivos que condicionan la evolución de los conceptos acerca de la relación entre Dios padre y Jesús desde los comienzos de la cristiandad hasta la formulación del credo de Nicea en el siglo IV. De acuerdo con los principios teóricos recién formulados, esta investigación tiene por finalidad determinar el punto hasta el cual el cambio ocurrido en ciertas ideas religiosas es una expresión del cambio psíquico experimentado por la gente en cuestión, y el punto hasta el cual esos cambios son dictados por sus condiciones de vida. Se intentará comprender las ideas en términos de hombres y de sus pautas de vida, y demostrar que la evolución del dogma sólo se puede comprender mediante el conocimiento del inconsciente, sobre el cual ejerce su efecto la realidad externa y que es el que determina el contenido de la conciencia.
El método de este trabajo demanda que se consagre un espacio relativamente extenso a la presentación de la situación de vida de la gente sometida a la investigación, a su situación espiritual, económica, social y política, o sea a lo que en resumen podrá llamarse sus superficies psíquicas. Si tal introducción parece contener un énfasis desproporcionado, el lector deberá tener en cuenta que aun en el estudio psicoanalítico del caso de una persona enferma, mucho es el espacio asignado a la presentación de las circunstancias externas que rodean al paciente. En el presente trabajo, la descripción de la situación cultural total de las masas que han sido sometidas a la investigación y la presentación de su ambiente externo, son más decisivas que la descripción de la situación real en el estudio de un caso individual. Ello se debe a que cuando se trabaja con cosas, la reconstrucción histórica, no obstante suponerse que sólo hasta cierto punto se la ofrece de manera detallada, es incomparablemente más complicada y más extensa que la relación de hechos sencillos tal como ocurren en la vida de un individuo. Creemos, empero, que esta desventaja debe ser tolerada, pues es el único camino capaz de llevarnos a una comprensión analítica de los fenómenos históricos.
El presente estudio se refiere a un tema que ha sido tratado por uno de los representantes más eminentes del estudio analítico de la religión, Theodor Reik . La diferencia en contenido, que resulta obligadamente de la metodología diferente, será, al igual que las diferencias metodológicas en sí, considerada brevemente al final de este ensayo.
El propósito que nos anima en este trabajo es el de comprender el cambio de ciertos contenidos de la conciencia según se expresa en las ideas teológicas, como resultado de un cambio ocurrido en los procesos inconscientes. En consecuencia, tal como hicimos con el problema metodológico, nos proponemos referirnos brevemente a los más importantes hallazgos del psicoanálisis en cuanto que tocan nuestro tema.

LA RELIGIÓN

El psicoanálisis es una psicología de los impulsos o instintos. Ve la conducta humana como condicionada y definida por impulsos emocionales, que interpreta como la afluencia de ciertos instintos de raíz fisiológica y que en sí mismos escapan a la observación inmediata. De acuerdo con las clasificaciones populares de instintos de hambre e instintos de amor, a partir de un comienzo Freud estableció una distinción entre los instintos del yo o de la conservación de sí mismo, y los instintos sexuales. En virtud del carácter libidinal de los instintos de autopreservación del yo, y debido al significado especial de las tendencias destructivas presentes en el aparato psíquico del hombre, Freud propuso un agrupamiento diferente, tomando en cuenta el contraste que existe entre los instintos para mantener la vida y los instintos destructivos. Para los fines del presente trabajo, basta con lo dicho acerca de esta clasificación. Lo importante es reconocer que en el instinto sexual hay ciertas cualidades que lo distinguen de los instintos del yo. Los instintos sexuales no son imperativos, o sea que sus demandas se pueden dejar insatisfechas sin que ello signifique una amenaza a la vida misma, no ocurriendo otro tanto si no se satisfacen el hambre, la sed y la necesidad de dormir. Por otra parte, y hasta un cierto punto, de ningún modo insignificante, los instintos sexuales permiten una gratificación en la fantasía y con el propio cuerpo. Su dependencia de la realidad externa es por lo tanto mucho menor que en el caso de los instintos del yo. Íntimamente ligado a esto están la fácil transferencia y la capacidad de intercambio entre los instintos componentes de la sexualidad. La frustración de un impulso libidinal puede ser neutralizada de manera relativamente fácil substituyendo tal impulso por otro que puede ser gratificado. Esta flexibilidad y adaptabilidad que hay dentro de los impulsos sexuales son la base para la extraordinaria variabilidad de la estructura psíquica y en ellas reside también la base para la posibilidad de que las experiencias individuales influyan de manera tan definida y señalada sobre la estructura de la libido.
Freud ve el principio del placer modificado por el principio de realidad como regulador del aparato psíquico. Dice Freud:
Pasaremos por lo tanto al asunto menos ambicioso de aquello que los hombres, con su misma conducta, muestran como la finalidad e intención de su vida. ¿Qué piden de la vida y qué desean lograr en ella? La respuesta no deja mayor lugar para la duda. Se esfuerzan en pos de la felicidad; desean llegar a ser felices y seguir siéndolo. Este empeño tiene dos lados: una meta positiva y otra negativa. Por una parte tiende a que no haya dolor ni displacer, y por otra desea experimentar intensos sentimientos de placer. En su sentido más estricto, la palabra “felicidad” se refiere sólo a este último deseo. De conformidad con esta dicotomía de sus metas, la actividad del hombre se desarrolla en dos direcciones según se empeñe por alcanzar –en términos generales o hasta de modo exclusivo– una u otra de tales metas.
El individuo se empeña por experimentar –dentro de circunstancias dadas– un máximo de gratificación libidinal y un mínimo de dolor; el deseo de evitar el dolor hace aceptar cambios o hasta frustraciones de los diferentes impulsos sexuales componentes. Un correspondiente renunciamiento a los impulsos del yo es sin embargo imposible.
La peculiaridad de la estructura psíquica de un individuo depende de su constitución psíquica y principalmente de sus experiencias de infancia. La realidad externa, que le garantiza la satisfacción de ciertos impulsos, pero que le obliga a renunciar a ciertos otros, es definida por la situación social existente en la que vive. Esta realidad social incluye la realidad más amplia que abarca a todos los miembros de la sociedad y la realidad más estrecha de las distintas clases sociales.
La sociedad desempeña una doble función en la situación psíquica del individuo, tanto frustrante como gratificante. Es raro que una persona renuncie a impulsos por advertir los peligros que pueden resultar de su satisfacción. En general es la sociedad la que dicta tales renunciamientos: primero, aquellas prohibiciones establecidas sobre la base del reconocimiento social de un peligro verdadero para el individuo mismo, un peligro no sentido fácilmente por él y vinculado con la gratificación del impulso cuya satisfacción podría significar un daño no para el individuo sino para el grupo; y, finalmente, los renunciamientos hechos no en el interés del grupo sino sólo en el interés de una clase dominante.
La función “gratificadora” de la sociedad no es menos clara que su papel frustrador. El individuo la acepta sólo porque gracias a su ayuda puede hasta cierto punto confiar en obtener placer y evitar dolor, primariamente en lo tocante a la satisfacción de necesidades libidinales.
Lo dicho más arriba ha hecho caso omiso de una característica específica de todas las sociedades conocidas históricamente. Por cierto que los miembros de una sociedad no se consultan entre ellos para determinar lo que la sociedad puede permitir y lo que debe prohibir. La situación es más bien que, mientras que las fuerzas productivas de la economía no basten para proveer a todos una satisfacción adecuada de sus necesidades materiales y culturales (es decir, algo más que la protección contra peligros externos y la satisfacción de necesidades elementales del yo), la clase social más poderosa aspirará primero a la satisfacción máxima de sus propias necesidades. El grado de satisfacción que ofrece a aquellos a quienes domina depende del nivel de las posibilidades económicas disponibles, y también del hecho de que es menester conceder un mínimo de satisfacción a quienes son dominados, a fin de que puedan continuar funcionando como miembros cooperantes de la sociedad. La estabilidad social depende en grado relativamente escaso del uso de la fuerza externa. En su mayor parte depende del hecho de que los hombres se hallan en una situación psíquica que los arraiga interiormente en una situación social existente. Para esa finalidad, tal como hemos anotado, es necesario un mínimo de satisfacción de las necesidades instintivas naturales y culturales. Pero debemos observar en este punto que para lograr el sometimiento psíquico de las masas hay algo más que es importante, algo ligado a la peculiar estratificación estructural de la sociedad en clases.
Freud ha señalado en este sentido que el desamparo del hombre frente a la naturaleza es una repetición de la situación en que se encontró el adulto cuando era niño, cuando sin ayuda no se las podía arreglar ante fuerzas superiores ajenas a la familia, y cuando sus impulsos vitales, siguiendo sus inclinaciones narcisistas, se adhirieron primero a los objetos que le daban protección y satisfacción, a saber, su madre y su padre. Hasta el punto en que la sociedad está desamparada respecto de la naturaleza, el miembro individual de la sociedad debe, como adulto, repetir la situación psíquica de la infancia. Toma parte de sus amores y temores infantiles y parte de su hostilidad, que tenía puestos en el padre o la madre, y los transfiere a una figura imaginaria, a Dios.
Hay además una hostilidad hacia ciertas figuras reales, en particular representantes de la élite. En la estratificación social se repite para el individuo la situación infantil. En los que mandan ve a los poderosos, los fuertes y los sabios. Son personas que deben ser reverenciadas. Cree que desean el bien de él; sabe también que resistírseles es algo siempre castigado; se siente contento cuando con su docilidad se gana el elogio de ellos. Es exactamente igual a lo que siendo niño sentía por su padre, y es comprensible que sin ninguna crítica tome por justo y verdadero lo que le presentan los que mandan, con el mismo ánimo que cuando niño aceptaba sin más ni más toda afirmación hecha por su padre. La figura de Dios forma un complemento de esta situación; Dios es siempre el aliado de los dominadores. Cuando estos últimos, que siempre son personalidades reales, se ven expuestos a la crítica pueden apoyarse en Dios, quien, en virtud de su irrealidad, se limita a desdeñar la crítica y con su autoridad confirma la autoridad de la clase dominante.
En esta situación psicológica de sometimiento infantil reside una de las principales garantías de la estabilidad social. Muchos se hallan en la misma situación que experimentaron siendo niños, cuando estaban desvalidos de su padre; los mecanismos que funcionan ahora son los mismos de entonces. Esta situación psíquica cobra vigencia por mediación de muchas medidas importantes y complicadas tomadas por la élite, cuya finalidad es mantener y reforzar en las masas su dependencia psíquica infantil e imponerse en su inconsciente como una figura paterna.
Uno de los principales medios para alcanzar este resultado es la religión. Tiene la tarea de impedir cualquier independencia psíquica por parte del pueblo, de intimidarlo intelectualmente, de hacer mantener ante las autoridades la docilidad infantil socialmente necesaria. Al mismo tiempo desempeña otra función esencial: ofrece a las masas una cierta medida de satisfacción que les hace la vida suficientemente tolerable como para impedir que intenten pasar de la actitud del hijo obediente a la de hijo rebelde.
¿De qué clase son estas satisfacciones? No atienden por cierto a los instintos de autoconservación del yo, ni ofrecen mejor alimento u otros placeres materiales. Tales satisfacciones sólo se puede obtener en la realidad, y para ese fin no se necesita religión; la religión sirve sencillamente para hacer que las masas se resignen más sencillamente a las muchas frustraciones que presenta la realidad. Las satisfacciones que ofrece la realidad son de naturaleza libidinal; son satisfacciones que ocurren esencialmente en la fantasía, pues, como señalamos más arriba, los impulsos de la libido, a diferencia de los impulsos del yo, permiten la satisfacción en fantasías.
Estamos aquí ante algo relacionado con una de las funciones psíquicas de la religión, y a continuación indicaremos brevemente los resultados más importantes de las investigaciones de Freud en este campo. En su libro Tótem y Tabú Freud ha demostrado que el dios animal del totemismo es el padre endiosado y que en la prohibición de matar y comer el animal totémico y en la opuesta costumbre festiva de violar sin embargo la prohibición una vez por año, el hombre repite la actitud ambivalente que como niño había adquirido hacia el padre, quien es a la vez un protector servicial y un rival opresor.
Diversos estudioso, especialmente Reik, han demostrado que esta transferencia a Dios de la actitud infantil hacia el padre se puede hallar también en las grandes religiones. El interrogante planteado por Freud y sus discípulos se relacionó con la cualidad psíquica de la actitud religiosa hacia Dios; y la respuesta es que en la actitud del adulto hacia Dios se ve repetida la actitud infantil del niño hacia el padre. Esta situación psíquica infantil representa el esquema de la situación religiosa. En su libro El porvenir de una ilusión, Freud deja este interrogante para pasar a uno más amplio. Ya no se limita a preguntar cómo es psicológicamente posible la religión; desea saber además por qué existe la religión misma o qué la ha hecho necesaria. Ofrece para esta pregunta una misma respuesta que toma en cuenta simultáneamente factores psíquicos y sociales. Le atribuye a la religión el efecto de un narcótico capaz de traer algún consuelo para el hombre en su impotencia y desamparo frente a las fuerzas de la naturaleza.
Pues esta situación no encierra nada nuevo. Tiene un prototipo infantil, del que en realidad no es más que la continuación. Pues ya una vez anterior uno se había visto en un similar estado de desamparo: como un niño pequeño, en relación con los padres. El temor que se sentía ante ellos era justificado, y especialmente ante el padre; pero al mismo tiempo se podía contar con la protección de él contra los peligros que uno conocía. Por lo tanto era natural asimilar las dos situaciones. También aquí tiene su papel el desear, tal como lo hace en el mundo de los sueños. El durmiente puede ser dominado por un presentimiento de muerte, que amenaza con ponerlo en la sepultura. Pero la elaboración onírica sabe cómo elegir una situación capaz de convertir hasta ese hecho pavoroso en la satisfacción de un deseo: el soñante se ve descendiendo dentro de una antigua tumba etrusca, gozoso de encontrar satisfacción para sus intereses arqueológicos. Del mismo modo, un hombre no convierte sencillamente las fuerzas de la naturaleza en personas con las que se puede asociar tal como lo haría con sus iguales –ello no haría justicia a la impresión abrumadora que le hacen esas fuerzas– sino que les da el carácter de un padre. Las convierte en dioses, siguiendo en esto, tal como he intentado demostrar, no sólo un prototipo infantil sino uno filogenético.
En el curso del tiempo se hicieron las primeras observaciones sobre la regularidad y conformidad a las leyes de los fenómenos naturales y ello hizo que las fuerzas de la naturaleza perdieran sus rasgos humanos. Pero en el hombre persiste el desamparo, al que acompaña su nostalgia por el padre y los dioses. Los dioses siguen cumpliendo una triple finalidad: deben exorcizar los terrores de la naturaleza, deben reconciliar a los hombres con la crueldad del destino, particularmente tal como se muestra en la muerte, y deben compensarlos por los padecimientos y privaciones que una vida civilizada en común ha impuesto sobre ellos.
Freud da así respuesta a la pregunta: “¿Qué constituye la fuerza interior de las doctrinas religiosas y a qué circunstancias deben estas doctrinas su efectividad al margen de la aprobación racional?”
Estas [ideas religiosas], que se ofrecen la satisfacción de los más antiguos, extraños, y urgentes deseos de la humanidad. El secreto de la fuerza radica en la fuerza de estos deseos. Tal como ya sabemos, la aterradora impresión del desamparo sentida en la infancia despertó la necesidad de protección –protección por medio del amor– que fue provista por el padre, y saber que este desamparo duraría toda la vida hizo necesario aferrarse a la existencia de un padre, pero esta vez un padre más poderoso. De allí que la benévola regla de la divina Providencia alivie nuestro temor ante los peligros de la vida; el establecimiento de un orden moral en el mundo asegura el cumplimiento de las demandas de justicia, que tan a menudo han quedado insatisfechas en la civilización humana; y la prolongación de la vida terrenal en una existencia futura provee el marco local y temporal en el cual tendrá lugar la satisfacción de estos deseos. Las respuestas para los enigmas que tientan la curiosidad del hombre, como por ejemplo la forma en que comenzó el universo o la relación que existe entre cuerpo y alma, se desarrollan de conformidad con los supuestos que dan base a este sistema. Es un alivio enorme para la psique del individuo si los conflictos de su infancia que tienen origen en el padre –conflictos de complejos que jamás han sido superados totalmente– son eliminados y llevados a una solución universalmente aceptada.
Freud ve por lo tanto la posibilidad de la actitud religiosa en la situación infantil; ve su necesidad relativa en la impotencia y desamparo del hombre respecto de la naturaleza, y arriba a la conclusión de que, conforme, aumenta el dominio del hombre sobre la naturaleza, la religión debe ser considerada como una ilusión que se va tornando superflua.
Recapitulemos lo dicho hasta este momento: el hombre se empeña por alcanzar el máximo de placer; la realidad social lo compele a renunciar a muchos impulsos, y la sociedad procura resarcir al individuo de esos renunciamientos por medio de otras satisfacciones inofensivas para la sociedad, es decir, para las clases dominantes.
Estas satisfacciones son tales que en esencia pueden ser realizadas en fantasías, especialmente en fantasías colectivas. Desempeñan una importante función en la realidad social. En la medida en que la sociedad no permite satisfacciones verdaderas, las satisfacciones fantaseadas sirven como substituto y se convierten en un poderoso soporte de la estabilidad social. Cuanto mayores sean los renunciamientos que los hombres padecen en realidad, tanto mayor deberá ser la preocupación por la compensación. Las satisfacciones obtenidas en la fantasía tienen la doble función característica de todo narcótico: obran como analgésico y a la vez como freno al cambio activo de la realidad. Las satisfacciones en común tienen una ventaja esencial sobre los ensueños individuales: en virtud de su universalidad, las fantasías son percibidas por la mente consciente como si fueran reales. Una ilusión de la que participan todos se convierte en realidad. La más antigua de estas satisfacciones fantaseadas colectivamente es la religión. El desarrollo progresista de la sociedad hace que las fantasías se tornen más complicadas y racionalizadas. La religión misma resulta más diferenciada, y junto a ella aparecen la poesía, el arte y la filosofía como expresión de fantasías colectivas.
Para resumir, la religión desempeña una función triple: para toda la humanidad, consuelo por las privaciones que impone la vida; para la gran mayoría de los hombres, estímulo para aceptar emocionalmente su situación de clase; y para la minoría dominante, alivio para los sentimientos de culpa de aquellos a quienes se oprime.
La investigación siguiente se propone probar en detalle lo que se ha dicho por medio del examen de un pequeño segmento del desarrollo religioso. Intentaremos mostrar el grado de influencia que la realidad social de una situación específica ha tenido sobre un grupo específico de hombres, y cómo ciertas tendencias emocionales encontraron expresión en ciertos dogmas, en ciertas fantasías colectivas, y mostrar además cuál fue el cambio psíquico producido por un cambio ocurrido en la situación social. Intentaremos ver cómo este cambio psíquico halló expresión en nuevas fantasías religiosas que dieron satisfacción a ciertos impulsos inconscientes. Se esclarecerá así que un cambio en los conceptos religiosos está íntimamente ligado, por una parte, con el experimentar varias posibles relaciones infantiles con el padre o la madre, y por otra, con cambios ocurridos en la situación económica y social.
El curso de la investigación está determinado por los presupuestos metodológicos mencionados anteriormente. La meta será comprender el dogma sobre la base de un estudio de la gente sobre la base de un estudio del dogma. Por lo tanto, intentaremos en primer término describir la situación total de la clase social en la que tuvo origen la primitiva fe cristiana, y comprender el significado psicológico de esta fe en términos de la situación psíquica total de estos hombres y demostraremos luego cuán distinta fue la mentalidad de la gente en un período posterior. Eventualmente intentaremos comprender el significado inconsciente de la Cristología que cristalizó como producto final de un desarrollo de tres centurias. Nos referiremos principalmente a la fe cristiana primitiva y al dogma de Nicea.

4 comentarios

  • ArjunaV

    LA CRISTIANDAD PRIMITIVA Y SU IDEA DE JESÚS

    Toda tentativa de comprender el origen del cristianismo debe comenzar con una investigación de la situación económica, social, cultural y psíquica de sus primeros creyentes.
    La Palestina era una parte del Imperio Romano y sucumbió a las condiciones de su desarrollo económico y social. El régimen de Augusto había significado el fin de la dominación de una oligarquía feudal y contribuyó al triunfo de la ciudadanía urbana. El creciente comercio internacional no significó mejoras para las grandes masas ni una mayor satisfacción de sus necesidades cotidianas; tal actividad comercial interesaba únicamente al delgado estrato social de la clase pudiente. Un proletariado desocupado y hambriento poblaba las ciudades, en número sin precedentes. Luego de Roma, Jerusalén era la ciudad que en proporción tenía mayor proletariado de esta clase. Los artesanos, que por lo común trabajaban sólo en sus casas y que en gran número pertenecían al proletariado, hicieron fácilmente causa común con mendigos, obreros sin oficio y campesinos. El proletariado de Jerusalén estaba por cierto en una situación peor que la del proletariado romano. No gozaba de los derechos civiles romanos, ni sus urgentes necesidades del estómago y el corazón eran provistas por los emperadores con grandes repartos de cereal, juegos y espectáculos.
    La población rural se agotaba bajo el enorme peso de impuestos exorbitantes, y ora caía en la esclavitud por deudas, ora, como ocurría con los pequeños agricultores, era despojada de los medios de producción o de la pequeña hacienda. Algunos de estos campesinos engrosaban las filas del numeroso proletariado ciudadano de Jerusalén; había otros que apelaban a remedios desesperados, tales como las violentas rebeliones políticas o el pillaje. Por encima de este proletariado empobrecido y exasperado surgió en Jerusalén, así como a través del Imperio Romano, una clase económica media que, no obstante padecer bajo la presión romana, era empero económicamente estable. Por encima de este grupo estaba a su vez la pequeña pero poderosa e influyente clase de la aristocracia feudal, eclesiástica y adinerada. En correspondencia con la grave escisión económica reinante en la población palestina había una diferenciación social. Fariseos, saduceos y Am Ha-aretz eran los grupos políticos y religiosos que representaban estas diferencias. Los saduceos representaban la rica clase alta: “su doctrina no es recibida más que por unos pocos, pero que son los de mayor dignidad”. No obstante tener de su lado a los adinerados, Flavio Josefo encuentra que sus maneras no son aristocráticas: “La conducta que los saduceos muestran en ellos es hasta cierto punto salvaje, y su conservación es tan bárbara como el hablar entre desconocidos”.
    Por debajo de esta pequeña clase feudal superior estaban los fariseos, que representaban la ciudadanía urbana media y más reducida, “que son amables entre ellos y tienden a ejercer la concordia y a considerar a los demás”.
    Ahora bien, en cuanto a los fariseos, viven pobremente y desprecian las delicadezas en la dieta; y siguen la conducta de la razón, y hacen lo que tal conducta dicta como bueno para ellos; y piensan que deberían esforzarse sinceramente por observar los dictados de la razón en la práctica. También sienten respeto por los ancianos; no son tan necios como para contradecirles en algo que hayan dicho; y, cuando determinan que todas las cosas son hechas por el destino, no privan a los hombres de la libertad de obrar como crean propio; pues son de la opinión de que agrada a Dios que los hechos sean decididos en parte por el consejo del destino, en parte por aquellos hombres que quieran acceder a eso obrando de manera virtuosa o viciosa. Creen también que hay en las almas un vigor inmortal, y que bajo tierra habrá recompensas o castigos, según que en esta vida hayan vivido virtuosa o viciosamente; y los últimos han de ser detenidos en una prisión eterna, pero los primeros tendrán fuerza para resucitar y vivir de nuevo; y debido a tales doctrinas son muy capaces de persuadir al grueso de la gente, y todo lo que la gente hace acerca de la adoración divina, oraciones y sacrificios, lo hace de acuerdo con la dirección de los fariseos.
    La descripción que hace Josefo de la clase media de los fariseos la muestra más unida de lo que era en realidad. Entre los adeptos de los fariseos había elementos que provenían de los estratos proletarios más bajos, que continuaron su relación con ellos en su modo de vivir (por ejemplo el rabino Akiba). Eran, sin embargo, al mismo tiempo miembros de la ciudadanía urbana acomodada. Esta diferencia social encontró expresión de distintas maneras, y más claramente en las contradicciones políticas que había dentro del fariseísmo en lo tocante a su actitud hacia la dominación romana y los movimientos revolucionarios.
    El estrato más bajo del Lumpenproletariat urbano y de los campesinos oprimidos, los llamados Am Ha-aretz (literalmente, gente de la tierra), estaban en franca oposición a los fariseos y sus numerosos seguidores. Tratábase en realidad de una clase que había sido desarraigada completamente por el desarrollo económico; no tenían nada que perder y tal vez algo que ganar. Desde el punto de vista económico y social estaban fuera de la sociedad judía integrada en conjunto al Imperio Romano. No seguían a los fariseos ni los reverenciaban; los odiaban y eran a su vez despreciados por ellos. Plenamente característica de esta actitud es la afirmación de Akiba, uno de los fariseos más importantes, proveniente él mismo del proletariado: “Cuando era todavía un hombre común [ignorante] del Am Ha-aretz, solía decir: ‘Si pudiera echar mis manos sobre un estudioso lo mordería como un asno’ ”. Prosigue el Talmud: “Rabí, di ‘como un perro’, pues un asno no muerde”, y él repuso: “Cuando un asno muerde por lo general quiebra los huesos de su víctima mientras que un perro sólo muerde la carne”. En el mismo pasaje del Talmud hallamos una serie de comentarios que describen las relaciones entre fariseos y los Am Ha-aretz.
    Un hombre debe vender todas sus posesiones y asegurarse por esposa la hija de un estudioso, y si no puede obtener la hija del hombre prominente. De no tener éxito en ello debe empeñarse en obtener una hija de un director de sinagoga y si no tiene éxito en ello debe procurar la hija de un recolector de limosnas, y si ni una mujer así puede obtener debe esforzarse por obtener la hija de un maestro de escuela elemental. Debe evitar el matrimonio con la hija de una persona común [un miembro del Am Ha-aretz], pues esto es una abominación, sus mujeres son detestables, y en cuanto a sus hijas, se dice: “Maldito sea quienquiera duerma con una vaca”. (Deut. 27).
    O también como dice Rabí Iojanan:
    Uno puede desmenuzar a una persona común como si fuera un pescado… Quien da su hija en matrimonio a una persona común virtualmente la encadena ante un león, pues así como sin ninguna vergüenza un león desgarra y devora a su víctima, así lo hace una persona común que brutal y desvergonzadamente duerme con ella.
    Rabí Eliezer dice:
    Si la gente común no nos necesitara por razones económicas, hace tiempo que nos hubiera muerto… La enemistad que una persona común siente por un sabio es todavía más fuerte que aquella de los gentiles por los israelitas… Hay seis cosas que se pueden decir de una persona común: no se puede depender de ninguna persona común como testigo ni se puede aceptar ninguna declaración de ella, no se le puede hacer compartir un secreto, ni confiarle el cuidado de un huérfano, ni hacerlo depositario de fondos reunidos para fines caritativos, uno no puede salir de viaje en su compañía, y no se le debe avisar si ha perdido algo.
    Las opiniones aquí citadas (que se podrían multiplicar considerablemente) provienen de círculos farisaicos y demuestran con qué odio se oponían a los Am Ha-aretz, pero también con qué amargura puede el hombre común haber aborrecido a los sabios y a sus adeptos.
    Ha sido necesario describir la oposición que había dentro del judaísmo palestino entre la aristocracia, las clases medias y sus líderes intelectuales por una parte, y el proletariado urbano y rural por la otra, a fin de poner en claro las causas subyacentes de movimientos revolucionarios políticos religiosos tales como los del cristianismo primitivo. Una presentación más extensiva de la diferenciación existente entre los sumamente diversos fariseos no es necesaria para el fin del presente estudio y nos apartaría demasiado del tema. El conflicto entre la clase media y el proletariado dentro del grupo farisaico creció a medida que se hacía más pesada la opresión romana y que en las clases más bajas aumentaban las penurias económicas y el desarraigo. En la misma medida las clases más bajas de la sociedad se convirtieron en partidarias de los movimientos revolucionarios nacionales, sociales y religiosos.
    Estas aspiraciones revolucionarias de las masas hallaron expresión en dos direcciones: intentos políticos de revuelta y emancipación dirigidos contra su propia aristocracia y los romanos, y toda clase de movimientos religioso-mesiánicos. Pero no hay de ningún modo una separación neta entre estas dos corrientes que marchan hacia la liberación y la salvación; concluyen repetidas veces. Los movimientos mesiánicos propiamente dichos asumieron formas en parte prácticas y en parte meramente literarias.
    Los movimientos más importantes de esta clase pueden ser resumidos tal como sigue:
    Poco antes de la muerte de Herodes, o sea en la época en que, aparte de la dominación romana, la gente sufría opresiones a manos de los agentes judíos que estaban bajo las órdenes de los romanos, dos sabios farisaicos encabezaron en Jerusalén una revuelta popular durante la cual fue destruida el águila romana puesta en la entrada del templo. Los investigadores fueron ejecutados y los principales conspiradores terminaron en la hoguera. Después de la muerte de Herodes, el populacho hizo una demostración ante su sucesor, Arquelab, exigiendo la liberación de los presos políticos, la abolición del impuesto del mercado y una reducción en el tributo anual. Estas demandas no fueron satisfechas. Una gran demostración popular relacionada con estos hechos que tuvo lugar en el año 4 antes de J.C., fue reprimida sangrientamente y millares de manifestantes fueron muertos por los soldados. De todos modos el movimiento cobró fuerza. La revuelta popular avanzaba. Siete semanas más tarde tomó en Jerusalén la forma de nuevas rebeliones violentas contra Roma. Además se levantó la población rural. En Galilea, antiguo centro revolucionario, hubo muchas luchas con los romanos y en la Transjordania se produjeron tumultos. Un ex pastor reunió tropas de voluntarios y mantuvo guerrillas con los romanos.
    Tal era la situación en el año 4 antes de J.C. Para los romanos no fue nada fácil hacer frente a las masas sublevadas Coronaron su victoria crucificando a dos millares de revolucionarios prisioneros.
    Durante algunos años hubo tranquilidad en el país. Pero en el año 6 después de J.C., poco después de la introducción de una administración romana directa, que inició su actividad con un censo popular para fines impositivos, hubo en el país un nuevo movimiento revolucionario. Comenzó entonces una separación entre las clases baja y media. Si bien diez años antes los fariseos habían participado en la revuelta, ahora tenía lugar una nueva escisión entre los grupos revolucionarios urbanos y rurales, por una parte, y los fariseos por la otra. Las clases bajas del campo y la ciudad se unieron en un nuevo partido, a saber, los celotes, en tanto que la clase media, bajo el liderazgo de los fariseos, estaba preparada para hacer una reconciliación con los romanos. Cuanto más pesado se hacía el yugo impuesto por los romanos y la aristocracia judía, tanto mayor era la desesperación de las masas, y los celotes ganaron nuevos adeptos. Hasta el momento de estallar la gran revuelta contra los romanos hubo choques constantes entre el pueblo y la administración. Las ocasiones de los golpes revolucionarios eran los repetidos intentos de los romanos de erigir una estatua de César o el águila romana en el Templo de Jerusalén. La indignación provocada por estas medidas, que eran racionalizadas sobre bases religiosas, provenía en realidad del odio que las masas sentían por el emperador como líder y cabeza de la clase dominante que las oprimía. La naturaleza peculiar de esta aversión hacia el emperador se pone más en claro si recordamos que se trataba de una época en la cual reverenciar al emperador era una actitud que se extendía a través de todo el Imperio y en la cual el culto al emperador estaba a un paso de convertirse en la religión dominante.
    Cuanto más desesperante se ponía la lucha contra Roma en el nivel político, y cuanto más se apartaba la clase media y tomaba la actitud de hacer arreglos con Roma, tanto más radicales volviéronse las clases bajas; pero las tendencias más revolucionarias perdieron su carácter político y fueron transferidas al nivel de las fantasías religiosas y las ideas mesiánicas. Fue así como un pseudomesías, Theudas, prometió a la gente que la llevaría al Jordán y repetiría el milagro de Moisés. Los judíos pasarían el río a pie enjuto, pero los perseguidores romanos se ahogarían. Los romanos vieron en estas fantasías la expresión de un peligroso fermento revolucionario; mataron a los adeptos de este mesías y decapitaron a Theudas. Hubo sucesores de Theudas. Josefo refiere un levantamiento que se produjo bajo el gobernador provincial Félix (52-60). Sus líderes…
    …mintieron y engañaron a la gente so pretexto de la inspiración divina, pero lo que procuraban en realidad eran innovaciones y cambios en el gobierno; e indujeron a la multitud a portarse como enloquecida y marchando a la cabeza la llevaron al desierto haciéndole creer a la gente que Dios estaría allí para mostrarles las señales de la libertad; pero Félix supuso que este procedimiento estaba destinado a ser el comienzo de una revuelta, de modo que envió algunos hombres armados, que destruyeron a un gran número.
    Pero hubo un falso profeta egipcio que todavía hizo más daño a los judíos que el anterior; pues era un embaucador, que tenía además la pretensión de ser profeta, y llegó a reunir treinta millares de hombres que fueron engañados por él: a éstos los hizo ir y venir del desierto al monte que era llamado Monte de los Olivos, y estaba para penetrar en Jerusalén por la fuerza desde ese lugar.
    Los militares romanos procedieron expeditivamente con las hordas revolucionarias. La mayoría de ellos fueron muertos o puestos en prisión, el resto se destruyó a sí mismo; todos procuraron permanecer ocultos en sus casas. De todos modos las revueltas proseguían:
    Ahora bien, cuando éstos fueron aquietados, como en el caso de un cuerpo enfermo, ocurrió que en otra parte apareció una inflamación; pues se reunió una banda de embaucadores y ladrones (es decir, los revolucionarios mesiánicos y con mayores inclinaciones políticas), que persuadieron a los judíos para que se rebelaran, y los exhortaron a que reclamaran su libertad, y quitaron la vida a quienes continuaban obedeciendo al gobierno romano, y diciendo que quienes por propia voluntad habían elegido la esclavitud debían ser forzados a abandonar sus inclinaciones deseadas; se dividieron además en cuerpos diferentes, y estaban al acecho por todos los lugares del país, y saqueaban las casa de los grandes hombres, y mataban a los mismos hombres, y prendían fuego a las aldeas; y esto siguió hasta que toda Judea estuvo inundada por los efectos de su locura. De allí que día tras día la llama fuera cada vez más avivada, hasta que se convirtió en una guerra directa.
    La creciente opresión de las clases bajas de la nación provocó una agudización del conflicto existente entre ellas y la clase media menos oprimida, y en este proceso las masas se hicieron cada vez más extremistas. El ala izquierda de los celotes formó la facción secreta de los “sicarios”, que por medio de ataques y conspiraciones comenzaron a ejercer una presión terrorista sobre los ciudadanos de la clase acomodada. Despiadadamente perseguían a los moderados de las clases alta y media de Jerusalén: al mismo tiempo invadían, saqueaban y reducían a cenizas las aldeas cuyos habitantes se rehusaban a unirse a sus bandas revolucionarias. Los profetas y los seudomesías, de modo análogo, no cesaban su agitación entre el pueblo común.
    Finalmente, en el año 66 estalló la gran revuelta popular contra Roma. Fue apoyada primero por las clases media y baja de la nación, las cuales, en cruentas luchas, superaron a las tropas romanas. En el comienzo la guerra fue conducida por los poseedores de propiedades y los educados, pero éstos obraban con escasa energía y con la tendencia de llegar a arreglos. De allí que el primer año terminara en fracaso, no obstante varias victorias, y las masas atribuyeran el mal resultado a la dirección débil e indiferente de los comienzos de la guerra. Sus líderes intentaron por todos los medios apoderarse del mando y ponerse ellos en el lugar de los líderes existentes. Dado que estos últimos no estaban dispuestos a dejar voluntariamente sus posiciones, en el invierno de los años 67 y 68 se desató “una sangrienta guerra civil, donde se vieron escenas abominables, comparables con las de la Revolución Francesa”. Cuanto más desesperada se hacía la guerra, tanto más las clases medias probaban suerte en llegar a un arreglo con los romanos; como resultado, la guerra civil se hizo aún más feroz, junto con la lucha mantenida ante el enemigo extranjero.
    Mientras el rabí Iojanan ben Sakkai, uno de los fariseos importantes, se pasó al enemigo e hizo las paces, los pequeños comerciantes, artesanos y campesinos defendieron con gran heroísmo durante cinco meses la ciudad contra los romanos. No tenían nada que perder, pero tampoco nada podían ganar, pues la lucha contra el poder romano era sin esperanza y estaba llamada a terminar en el fracaso. Muchos de los pudientes lograron salvarse pasándose a los romanos, y, no obstante el disgusto profundo que sentía por los demás judíos, Tito admitía, sin embargo, a aquellos que huían. Al mismo tiempo las masas combatientes de Jerusalén asaltaron el palacio del rey, donde muchos de los judíos acomodados habían guardado sus tesoros, se apoderaron del dinero y mataron a los dueños. La guerra romana y la guerra civil terminaron con la victoria para los romanos. Esto fue acompañado por la victoria del grupo judío dominante y la ruina de un centenar de millares de campesinos judíos y las clases urbanas más bajas.
    Junto con las luchas políticas y sociales y los intentos revolucionarios de coloración mesiánica encontramos escritos populares originados en la época e inspirados por las mismas tendencias: a saber, la literatura apocalíptica. A pesar de su variedad, la visión del futuro en esta literatura apocalíptica es relativamente uniforme. Primero están los “Dolores del Mesías” (Macabeos, 13:7, 8), que se refieren a sucesos que no afectarán a los “elegidos”, como ser hambre, terremotos, epidemias y guerras. Viene luego la gran “angustia” profetizada en Daniel, 12:1, tal como no ocurrió nunca desde la creación del mundo, una época aterradora de sufrimiento y desgracia. A través de toda la literatura apocalíptica en general corre la creencia de que los elegidos también eran protegidos de esta aflicción. El horror de la desolación profetizado en Daniel, 9:27, 11:31 y 12:11, representa el signo último del final. La imagen del final contiene antiguos rasgos proféticos. Todo culminará con la aparición del Hijo del Hombre en las nubes, envuelto en gloria y esplendor.
    Así como en la lucha contra los romanos las distintas clases del pueblo participaron de diferentes manera, la literatura apocalíptica se originó también en diferentes clases. A pesar de cierta uniformidad, esto aparece claramente expresado por el diferente acento puesto sobre elementos individuales dentro de los diversos escritos apocalípticos. No obstante la imposibilidad de hacer aquí un análisis detallado, como expresión de las mismas tendencias revolucionarias que inspiraron el ala izquierda de los defensores de Jerusalén podemos citar la exhortación final del Libro de Enoch:
    Desgraciados quienes construyen sus casas con arena; pues serán derribadas de su cimiento y caerán por la espada. Y quienes adquieren oro y plata perecerán súbitamente en el juicio. Desgraciados vosotros los ricos, pues habéis confiado en vuestras riquezas, y de vuestras riquezas seréis separados porque no habéis recordado al Altísimo en los días del juicio… Desgraciado quien paga a su prójimo con maldad, pues será recompensado con la misma moneda… No temáis, vosotros los sufrientes, pues la curación será vuestra. Una luz fulgurante brillará y oiréis la voz de quietud desde el cielo. (Enoch, 94-96).
    Además de estos sentimientos religioso-mesiánicos, socio-políticos y literarios característicos de la época de los albores del cristianismo, hay otro movimiento que debe ser mencionado, en el cual las metas políticas no desempeñaron ningún papel, y que llevó directamente al cristianismo. Se trata del movimiento de Juan el Bautista, que encendió una revuelta popular. La clase alta, independientemente de su convicción, no deseaba saber nada con él. Sus oyentes más atentos provenían de las filas de las masas despreciadas. Predicaba que el reino de los cielos y el día del juicio estaban cerca, trayendo la salvación para el bueno, la destrucción para el malo. “Arrepentíos, pues el reino de los cielos está próximo” era el estribillo de su prédica.
    Para comprender el significado psicológico de la fe en los primeros cristianos en Cristo –y es ésta la finalidad principal del presente estudio– nos es necesario visualizar qué clase de gente prestó apoyo al cristianismo primitivo. Eran las masas de pobres analfabetos, el proletariado de Jerusalén y los labradores del campo, quienes, a causa de la creciente opresión política y económica y del desprecio y la restricción sociales, sentían cada vez más la necesidad de cambiar las condiciones existentes. Ansiaban alcanzar una época feliz para sí mismos y albergaban también odio y venganza para sus propios dirigentes y los romanos. Hemos observado cuán variadas fueron las formas de estas tendencias, que abarcaban desde la lucha política contra Roma hasta la lucha de clases en Jerusalén, desde los irreales intentos revolucionarios de Theudas hasta el movimiento de Juan el Bautista y la literatura apocalíptica. Desde la actividad política hasta los sueños mesiánicos había toda suerte de fenómenos diferentes; y sin embargo, detrás de todas estas formas diferentes estaba la misma fuerza motivadora: el odio y la esperanza de las masas sufrientes, causados por sus pesares y la inevitabilidad de su situación socioeconómica. Ya sea que la expectativa escatológica tuviera un contenido más social, más político o más religioso, se hizo más fuerte con la oposición creciente, y más activa “a medida que penetramos en lo más hondo de las masas analfabetas hasta llegar a los llamados Am Ha-aretz, el círculo de quienes vivían el presente como una opresión y que por lo tanto debían poner sus ojos en el futuro en busca de satisfacción de todos sus deseos”.
    Cuanto más se debilitaba la esperanza de alcanzar una mejora real, tanto más debía esta esperanza hallar expresión en las fantasías. La desesperada lucha final de los celotes contra los romanos, y el movimiento de Juan el Bautista fueron los dos extremos, y tenían sus raíces en el mismo suelo: la desesperación de las clases bajas. Este estrato se caracterizaba psicológicamente por alimentar la esperanza de que ocurriera un cambio en su condición (interpretado analíticamente, a la espera de un padre bueno que los ayudara) y, al mismo tiempo, un odio feroz por los opresores, que hallaba expresión en sentimientos dirigidos contra el emperador romano, los fariseos, los ricos en general, y en las fantasías de castigo del Día del Juicio. Vemos aquí una actitud ambivalente: esta gente amaba en la fantasía a un padre bueno que los ayudaría y salvaría, y odiaba al padre malo que los oprimía, atormentaba y despreciaba.
    A pesar de este estrato de las masas pobres, analfabetas, revolucionarias, surgió el cristianismo como un importante movimiento histórico-mesiánico revolucionario. Al igual que Juan el Bautista, la doctrina cristiana primitiva no se dirigió a educados y poseedores de propiedades, sino a los pobres, los oprimidos los sufrientes. Celso, un opositor de los cristianos, pinta un buen cuadro de la composición de la comunidad cristiana tal como él la vio casi dos siglos más tarde:
    En las casas privadas vemos también trabajadores de la lana, zapateros remendones, lavanderos, y los patanes más ignorantes y bucólicos, que no se atreverían ni a abrir la boca delante de sus mayores y amos más inteligentes. Pero toda vez que en privado pueden atraerse la atención de niños, y con la compañía de algunas mujeres estúpidas, son capaces de hacer las afirmaciones más extraordinarias, tal como por ejemplo que no deben escuchar para nada a sus padres y maestros, debiendo en cambio obedecerlos a ellos; dicen que padres y maestros hablan tonterías y nada comprenden, y que en realidad ni saben ni son capaces de hacer nada bueno, y sólo se envuelven con palabras huecas. Pues aseguran ser los únicos que conocen la forma correcta de vivir, y dicen a los niños que si creen en ellos serán felices, y también harán felices a sus hogares. Pero si mientras hablan advierten que se aproxima uno de los maestros, o alguna persona inteligente, o hasta el mismo padre, los más cautos de ellos huyen en todas direcciones; pero los más temerarios incitan a los niños a rebelarse. Les susurran que en presencia de su padre y sus maestros no están en condiciones de explicar nada a los niños. Pero, si les agrada, deberían dejar el padre y sus maestros, y junto con las mujeres y los niñitos que son sus compañeros de juego ir al taller del cardador de lana, o a la casa del zapatero o la lavandera, para allí aprender la perfección. Y al decir esto los persuaden.
    El cuadro que Celso pinta aquí de los partidarios del cristianismo es característico no sólo de su situación social sino también de su situación psíquica, de su lucha y su odio contra la autoridad paterna.
    ¿Cuál era el contenido del mensaje cristiano primitivo?
    En primer plano aparece la esperanza escatológica. Jesús predicó la proximidad del reino de Dios. Enseñó a la gente a ver en sus actividades el comienzo de este nuevo reino. Sin embargo,
    …el completamiento del reino sólo se verá cuando en la gloria de las nubes del cielo Él retorne al juicio. Jesús parece haber anunciado este precipitado retorno poco antes de su muerte, y en el momento de su partida, haber reconfortado a sus discípulos con la seguridad de que entraría de inmediato en una posición sobremundana junto a Dios.
    Las instrucciones dadas por Jesús a sus discípulos están en consecuencia dominadas por la idea de que el fin –cuyo día y hora sin embargo nadie conoce– está próximo. Como resultado de ello, además, la exhortación a renunciar a todos los bienes terrenales toma un lugar prominente.
    Las condiciones para entrar al reino son, en primer lugar, un total cambio de espíritu, por el cual un hombre renuncia a los placeres de este mundo, se abnega, y está dispuesto a abandonar todo lo que tiene con el fin de salvar su alma; luego, una segura fe en la gracia que Dios concede a los humildes y los pobres, y por lo tanto una confianza plena en Jesús como el Mesías elegido y llamado por Dios para dar forma a su reino en la tierra. El anuncio está por eso dirigido a los pobres, los dolientes, los que tienen hambre y sed de virtud… a los que desean ser sanados y redimidos, y los encuentra preparados para entrar en… el reino de Dios, a la vez que sobre el pagado de sí mismo, el rico y los que hacen alarde de su virtud, caerá el juicio de obstinación y la condena del infierno.
    La proclamación de que el reino de los cielos estaba cerca (Mateo, 10:7) fue el germen de la prédica más antigua. Fue lo que despertó una esperanza entusiasta en las masas sufrientes y oprimidas. La sensación de la gente era que todo se estaba acercando a un fin. Creían que ya no habría tiempo para difundir el cristianismo entre todos los paganos antes que llegara la nueva era. Si las esperanzas de los otros grupos de las mismas masas oprimidas se cifraban en provocar la revolución política y social valiéndose de su energía y esfuerzo propios, los ojos de la primitiva comunidad cristiana estaban puestos únicamente sobre el gran acontecimiento, el milagroso comienzo de una nueva era. El contenido del mensaje cristiano primitivo no era un programa económico o de reforma social sino la bendita promesa de un futuro no lejano, en el que los pobres serían ricos, los hambrientos estarían satisfechos y los oprimidos tendrían autoridad.
    El ánimo de estos entusiastas primeros cristianos se ve claramente en Lucas, 6:20 y versículos siguientes:

    Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
    Bienaventurados los que tenéis hambre ahora; porque seréis saciados.
    Bienaventurados los que lloráis ahora; porque reiréis.
    Bienaventurados sois cuando los hombres os aborrecieren, y cuando os apartaren de su trato, y os vituperaren, y desecharen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Regocijaos en aquel día, y saltad de gozo; porque, he aquí, vuestro galardón es grande en el cielo; pues que del mismo modo hacían los padres de ellos con los profetas.
    Mas ¡ay de vosotros, los ricos! Porque ya tenéis vuestro consuelo.
    ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados ahora! Porque tendréis hambre.
    ¡Ay de vosotros, los que reís ahora! Porque os lamentaréis y lloraréis.

    Además de expresar el anhelo y esperanza de los pobres y oprimidos por un mundo nuevo y mejor, estas palabras manifiestan también su radical odio a las autoridades: los ricos, los sabios, los poderosos. Hallamos el mismo ánimo en la historia del mendigo Lázaro, “que deseaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico” (San Lucas, 16:21), y en las famosas palabras de Jesús: “Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas. Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (San Lucas, 18:24). El odio hacia los fariseos y el recolector de impuestos se extiende como un hilo rojo a través de los Evangelios, con el resultado de que durante casi dos mil años la opinión sobre los fariseos a través de la cristiandad fue determinada por este odio.
    Volvemos a encontrar este odio hacia el rico en la Epístola de Santiago, escrita al promediar el siglo II después de J.C.:

    ¡Ea ahora, oh ricos! ¡llorad y aullad a causa de las miserias que están para venir sobre vosotros! Vuestras riquezas están corrompidas, vuestras ropas están roídas de la polilla. Vuestro oro y vuestra plata están enmohecidos, y el orín de ellos servirá de testimonio contra vosotros, y consumirá vuestras carnes como fuego. ¡Habéis juntado tesoro para los últimos días! He aquí que el jornal de los trabajadores que han segado vuestros campos, el que ha sido retenido fraudulentamente por vosotros, clama; y el clamor de los segadores ha entrado en los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido muellemente sobre la tierra; habéis cebado vuestros corazones, como en un día de degüello. Habéis condenado y muerto al justo, y Él no os hace resistencia.
    Vosotros, pues, oh hermanos, tened paciencia, hasta el advenimiento del Señor… he aquí que el Juez está a las puertas. (Santiago, 5:1 y versículos siguientes.)

    Al referirse a este odio, Kautsky dice acertadamente: “Raras veces el odio de clases del proletariado moderno ha alcanzado formas tales como el del proletariado cristiano”. Es el odio que los Am Ha-aretz sienten por los fariseos; los celotes y los sicarios por los pudientes y la clase media; la gente hostigada y sufriente del campo y la ciudad por quienes ejercen la autoridad y ocupan altos cargos, tal como se había expresado en las rebeliones políticas precristianas y en las fantasías mesiánicas.
    Íntimamente ligada con este odio por las autoridades espirituales y sociales hay una característica esencial de la estructura psíquica y social de la cristiandad primitiva, a saber, su carácter democrático, fraterno. Si la sociedad judía de la época se distinguía por un extremo espíritu de casta que se notaba en todas las relaciones sociales, la comunidad cristiana primitiva era una hermandad libre de los pobres, despreocupada de instituciones y fórmulas.
    Nos hallaremos frente a una tarea imposible si deseamos bosquejar un cuadro de la organización que existió durante los primeros quinientos años… La comunidad toda se mantiene unida sólo por el lazo común de la fe, esperanza y amor. El cargo no hace a la persona, es siempre la persona la que hace el cargo… Dado el hecho de que los primeros cristianos se sentían como peregrinos y extraños sobre tierra, ¿qué necesidad había de contar con instituciones permanentes?
    En esta temprana hermandad cristiana, la ayuda mutua en lo económico, el “comunismo de amor”, como lo llama Harnack, desempeña un papel especial.
    Vemos por lo tanto que los primeros cristianos eran hombres y mujeres de la masa pobre, analfabetas, oprimidas del pueblo judío, y más tarde de otros pueblos. En lugar de la creciente imposibilidad de alterar su desesperada situación apelando a medios realistas, cobró forma la expectativa de que en un plazo muy breve ocurriría un cambio, en un abrir y cerrar de ojos, y que esta gente encontraría la felicidad que no tuvo antes, y que ricos y nobles serían castigados, de acuerdo con la justicia y los deseos de las masas cristianas. Los primeros cristianos constituían una hermandad de entusiastas oprimidos social y económicamente, que se mantenían unidos por un lazo de esperanza y odio.
    Lo que distinguía a los primeros cristianos de los campesinos y proletarios en lucha contra Roma no era su actitud psíquica básica. Los primeros cristianos no eran más “humildes” ni estaban más resignados a la voluntad de Dios, ni más convencidos de la necesidad e inmutabilidad de su suerte, ni más inspirados por el deseo de ser amados por sus gobernantes de lo que estaban los luchadores políticos y militares. Los dos grupos odiaban del mismo modo a los padres dominantes, deseando con igual vigor presenciar la caída de éstos y el comienzo de su propio mandato y de un futuro satisfactorio. La diferencia entre ellos no residía ni en los presupuestos ni en la meta y dirección de sus deseos, sino en la esfera en que procuraban cumplirlos. En tanto que los celotes y los sicarios se empeñaban en dar curso a sus deseos en la esfera de la realidad política, la completa desesperanza de realización llevó a los primeros cristianos a formular los mismos deseos en la fantasía. La expresión de esto fue la primitiva fe cristiana, en especial la primera idea cristiana referente a Jesús y a su relación con el Dios Padre.
    ¿Qué pensaban estos primeros cristianos?
    El contenido de la fe de los discípulos y la proclamación común que los unía, puede resumirse en las siguientes proposiciones. Jesús de Nazaret es el Mesías prometido por los profetas. Después de su muerte, Jesús es elevado por el Divino despertar a la mano derecha de Dios, y retornará pronto para establecer su reino visible sobre la tierra. Quien crea en Jesús, y haya sido recibido en la comunidad de los discípulos de Jesús; quien en virtud de un sincero cambio de espíritu se dirige a Dios como el Padre, y vive de acuerdo con los mandamientos de Jesús, es un santo de Dios, y como tal puede estar seguro de la gracia perdonadora de pecados de Dios, y de una participación en la gloria futura, es decir, de la redención.
    “Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús” (Hechos, 2:36). Es ésta doctrina de Cristo la más antigua que tenemos, y reviste por lo tanto sumo interés, en especial dado que posteriormente fue suplantada por otras y más extensas doctrinas. Se la denomina “teoría adopcionista”, pues se supone aquí un acto de adopción. La adopción se emplea en este caso en contraste con la fijación natural que existe por nacimiento. Por lo tanto, la idea aquí presente es que Jesús no era Mesías desde el comienzo; en otras palabras, no era desde el comienzo Hijo de Dios, sino que adquirió tal carácter sólo por un definido y muy distinto acto de la voluntad de Dios. Ello se expresa particularmente en el hecho de que la anunciación hecha en los Salmos, 2:7, “Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy”, se interpreta como referida al momento de la exaltación de Jesús (Hechos, 13:33).
    De acuerdo con una antigua idea semítica, el rey es un hijo de Dios, ya sea por descendencia o, como en este caso, por adopción, el día en que sube al trono. Está por lo tanto a tono con el espíritu oriental decir que Jesús, cuando fue exaltado a la mano derecha de Dios, se convirtió en el Hijo de Dios. Esta idea es repetida incluso por Pablo, si bien para él el concepto de “Hijo de Dios” ya había adquirido otro significado. En la Epístola a los Romanos (1:4) dice el Hijo de Dios que “fue declarado Hijo de Dios, con poder… por su resurrección de entre los muertos”. Aquí chocan dos formas diferentes del concepto: el Hijo de Dios que era Hijo desde un primer comienzo (idea de Pablo) y Jesús, quien, luego de la resurrección, fue exaltado a Hijo de Dios con poder, es decir, a gobernante regio del mundo (el concepto de la comunidad primitiva). La difícil combinación de las dos ideas muestra muy claramente que tenemos aquí dos diferentes pautas de pensamiento que chocan entre sí. La más antigua, proveniente de la comunidad cristiana, es congruente, ya que la primitiva comunidad caracteriza a Jesús, antes de la exaltación, como un hombre: “un varón acreditado, de parte del mismo Dios, por obras poderosas y maravillas, y señales que hizo Dios por él en medio de vosotros” (Hechos 2:22). Debemos observar aquí que Jesús no ha efectuado el milagro, sino Dios a través de él. Jesús era la voz de Dios. Esta idea prevalece hasta cierto punto en la tradición del Evangelio, en donde, por ejemplo, luego de la cura del paralítico, el pueblo glorifica a Dios (Marcos, 2:12). Jesús es en particular caracterizado como el profeta al que Moisés prometió: “El Señor vuestro Dios os levantará un profeta de entre vuestros hermanos” (Hechos, 3:22, 7:27; Deuteronomio, 18:15).
    Vemos así que el concepto de Jesús sostenido por la primera comunidad era que se trataba de un hombre elegido por Dios y elevado por él a “Mesías” y más tarde a “Hijo de Dios”. Esta cristología de la primera comunidad se asemeja en muchos sentidos al concepto de Mesías elegido por Dios para introducir un reinado de justicia y amor, un concepto que durante largo tiempo había sido familiar para las masas judías. Solamente en dos ideas de la nueva fe hallamos elementos que significan algo específicamente nuevo; en el hecho de su exaltación como Hijo de Dios para sentarse a la diestra del Todopoderoso, y en el hecho de que este Mesías ya no es el héroe poderoso y victorioso, sino que su importancia y dignidad residen en su padecimiento, en su muerte en la cruz. La idea de un Mesías agonizante o hasta un Dios agonizante no era en verdad enteramente nueva en la conciencia popular. El capítulo 53 del libro de Isaías habla de este sufriente siervo de Dios. El cuarto libro de Esdras menciona también un Mesías agonizante, aunque por supuesto en una forma esencialmente diferente, pues muere luego de cuatrocientos años y después de su victoria. La idea de un dios agonizante puede haberse hecho familiar para la gente a partir de una fuente enteramente distinta, a saber, los cultos y mitos del Cercano Oriente (Osiris, Atis y Adonis).
    El destino del hombre halla su prototipo en la pasión de un dios que sufre sobre la tierra, muere y resucita. Este dios permitirá que participen de tal bendita inmortalidad todos aquellos que lo acompañen en los misterios o que hasta se identifiquen con él.
    Probablemente hubo también tradiciones judías esotéricas de un dios agonizante o de un Mesías agonizante, pero todos estos elementos precursores no bastan para explicar la enorme influencia que la enseñanza acerca del salvador crucificado y sufriente tuvo inmediatamente sobre las masas judías, y pronto también sobre las masas paganas.
    En la primitiva comunidad de entusiastas, Jesús fue así un hombre que luego de su muerte fue exaltado al rango de un dios que volvería pronto para hacer justicia, hacer felices a los sufrientes, y castigar a los dominadores.
    Con lo dicho hemos así penetrado en las superficies psíquicas de los adeptos de la cristiandad lo bastante como para intentar nuestra interpretación de estas primeras afirmaciones cristológicas. Los embriagados con esta idea eran gente atormentada y desesperada, llena de odio a sus opresores judíos y paganos, con ninguna perspectiva de alcanzar un futuro mejor. Un mensaje que les permitiera proyectar en la fantasía todo lo que la realidad les había negado debe haber sido muy fascinante.
    Si para los celotes no restaba otra cosa que morir en batallas desesperadas, los adeptos de Cristo podían soñar con su meta, sin que la realidad les mostrara de inmediato cuán distante estaba la satisfacción de sus deseos. Substituyendo la realidad por la fantasía, el mensaje cristiano satisfizo los anhelos de esperanza y venganza, y si bien no sació el hambre, trajo una satisfacción fantaseada de no escasa importancia para los oprimidos.
    La investigación psicoanalítica de la fe cristológica de la primitiva comunidad cristiana deberá plantear ahora los siguientes interrogantes: ¿Qué significado tenía para los primeros cristianos la fantasía de un hombre agonizante elevado a la dignidad de un dios?
    ¿A qué se debió que esta fantasía conquistara en tan poco tiempo el corazón de tantos millares de personas? ¿Cuáles eran sus fuentes inconscientes, y qué necesidades emocionales satisfacía?
    Primero, la pregunta más importante: un hombre es elevado a la dignidad de un dios; es adoptado por Dios. Tal como observó acertadamente Reik, tenemos aquí el antiguo mito de la rebelión del hijo, una expresión de impulsos hostiles hacia el dios padre. Ahora comprendemos qué significado debe haber tenido ese mito para los adeptos de la primitiva cristiandad. Esta gente odiaba intensamente a las autoridades, que la ponían frente al poder “paterno”: los sacerdotes, estudiosos, aristócratas, en suma todos los dominadores que los excluían del goce de la vida y que en su mundo emocional desempeñaban el papel del padre severo, prohibitivo, amenazador, atormentador. También debían odiar a ese Dios que era un aliado de sus opresores, que les permitía sufrir y ser oprimidos. Ellos mismos deseaban mandar, o hasta ser los amos, pero a ellos les parecía desesperado intentar lograrlo en la realidad y derrocar y destruir a sus amos actuales por la fuerza. Y así satisfacían sus deseos en una fantasía. En conciencia no se atrevían a calumniar al Dios paternal. El odio consciente estaba reservado para las autoridades, no para la elevada figura paterna, el ser divino propiamente dicho. Pero la hostilidad inconsciente hacia el padre divino encontró expresión en la fantasía de Cristo. Pusieron un hombre a la vera de Dios y lo hicieron regir junto con Dios padre. Este hombre, que se convirtió en dios, y con quien como humanos se podían identificar, representaba sus deseos edípicos; era un símbolo de su hostilidad inconsciente hacia Dios padre, pues si un hombre se podía convertir en Dios, este último quedaría privado de su privilegiada posición paterna de ser único e inalcanzable. La creencia en la elevación de un hombre a la dignidad de dios era por lo tanto la expresión de un deseo inconsciente de eliminar al padre divino.
    Aquí reside la importancia del hecho de que la comunidad cristiana primitiva sustentara la doctrina adopcionista, la teoría de la elevación del hombre a la dignidad de Dios. La hostilidad hacia Dios encontró expresión en esta doctrina, así como más tarde la eliminación de estos deseos hostiles habría de expresarse en la doctrina que alcanzó mayor popularidad y llegó a ser dominante: la noción del Jesús que siempre fue un Dios (más adelante se analizará esto con mayor detalle). Los fieles se identificaron con este hijo; se podían identificar con él pues era un ser humano sufriente igual que ellos. Es esta la base del poder y efecto fascinantes que tuvo sobre las masas la idea del hombre sufriente elevado a dios; sólo se podían identificar con un ser sufriente. Millares de hombres antes que él habían sido crucificados, atormentados y humillados. Si se imaginaban a este crucificado como elevado a la dignidad de dios, ello significaba que en su inconsciente, este dios crucificado eran ellos mismos.
    El apocalipsis precristiano habla de un Mesías victorioso y fuerte. Era el representante de los deseos y fantasías de una clase que estaba oprimida, pero que en muchos sentidos sufría menos, y que abrigaba aún esperanzas de victoria. La clase de la cual brotó la primitiva comunidad cristiana, y en la cual tuvo mucho predicamento el cristianismo de los primeros cien a ciento cincuenta años, no se podía identificar con un Mesías tan fuerte y poderoso; el suyo podía ser únicamente un Mesías sufriente y crucificado. La figura del salvador sufriente fue determinada de manera triple: primero, en el sentido recién mencionado; segundo, por el hecho de que algunos de los deseos de muerte dirigidos contra el dios padre fueron pasados al hijo. En el mito del dios agonizante (Adonis, Atis, Osiris), la muerte del dios mismo era deseada en la fantasía. En el mito cristiano primitivo, el padre es muerto en el hijo.
    Pero, finalmente, la fantasía del hijo crucificado desempeñaba aún una tercera función. Dado que los entusiastas creyentes estaban imbuidos de odio y deseos de muerte –conscientemente contra sus dirigentes, inconscientemente contra Dios padre– se identificaban con el crucificado; ellos mismos padecían la muerte en la cruz y de este modo expiaban sus deseos de muerte, Jesús expiaba la culpa de todos, y los primeros cristianos estaban muy necesitados de expiación. Debido a su situación total, la agresión y los deseos de muerte contra el padre eran particularmente activos en ellos.
    El foco de la fantasía cristiana primitiva, empero –en contraste con la fe católica posterior, que se verá de inmediato– parece residir no en una expiación masoquista por medio de la propia aniquilación sino en el desplazamiento del padre por la identificación con el Jesús sufriente.
    Para alcanzar una comprensión clara del fondo psíquico de la creencia en Cristo debemos considerar el hecho de que en tal época el Imperio Romano estaba dedicado activamente al culto del emperador, que trascendía todas las fronteras nacionales. Desde un punto de vista psicológico estaba íntimamente ligado con el monoteísmo, la creencia en el padre justo y bueno. Si los paganos se referían a menudo al cristianismo como un ateísmo, en un sentido psicológico más profundo estaban en lo cierto, pues esta fe en el hombre sufriente elevado a la dignidad de un dios era la fantasía de una clase sufriente y oprimida que deseaba desplazar a las fuerzas dirigentes –dios, emperador y padre– y ocupar ella misma esos lugares. Si las principales acusaciones que los paganos hacían a los cristianos incluían el cargo de que cometían crímenes edípicos, esta acusación era una calumnia sin sentido; pero el inconsciente de los calumniadores había entendido perfectamente el significado inconsciente del mito de Cristo, sus deseos edípicos y su escondida hostilidad hacia Dios padre, el emperador y la autoridad.
    A manera de recapitulación: para comprender el desarrollo posterior del dogma se debe comprender, primero la característica distintiva de la cristología primitiva, su carácter adopcionista. La creencia de que un hombre es elevado al rango de un dios era una expresión del impulso inconsciente de hostilidad hacia el padre, que estaba presente en estas masas. Presentaba la posibilidad de una identificación y la correspondiente expectativa de que pronto comenzaría la nueva era en la que los sufrientes y oprimidos serían los dirigentes y pasarían por lo tanto a ser felices. Dado que uno podía, y lo hacía, identificarse con Jesús, pues era el hombre sufriente, se ofrecía la posibilidad de una organización comunitaria sin autoridades, estatutos ni burocracia, unida por la identificación común con Jesús sufriente elevado a la dignidad de un dios. La primitiva creencia adopcionista cristiana nació de las masas; fue una expresión de sus tendencias revolucionarias y ofreció satisfacción a sus anhelos más vehementes. Ello explica por qué en un tiempo extraordinariamente rápido se convirtió también en la religión de las masas paganas oprimidas (aunque pronto no lo fue exclusivamente de ellas).

  • ArjunaV

    LA TRANSFORMACIÓN DEL CRISTIANISMO Y EL DOGMA HOMOUSIANO

    Las creencias primitivas relacionadas con Jesús experimentaron un cambio. El hombre elevado a la dignidad de Dios se convirtió en el Hijo del Hombre que siempre fue Dios y existió antes de toda creación, que era uno con Dios y que sin embargo debía ser distinguido en Él. Este cambio de ideas acerca de Jesús ¿tiene un significado socio-psicológico tal como el que pudimos demostrar para la primitiva creencia adopcionista? La respuesta la encontraremos estudiando a la gente que, doscientos o trescientos años más tarde, creó este dogma y creyó en él. De este modo podremos comprender su situación vital verdadera y sus aspectos psíquicos.
    Las principales preguntas son estas: ¿Quiénes eran los cristianos de los primeros siglos después de Jesucristo? ¿Sigue siendo el cristianismo la religión de los entusiastas judíos dolientes de Palestina, o qué toma su lugar y mantiene unida a esa gente?
    El primer gran cambio que ocurre en la composición de los creyentes tuvo lugar cuando la propaganda cristiana se volcó hacia los paganos y, en una campaña victoriosa, ganó adeptos en casi todo el Imperio Romano. La importancia del cambio de nacionalidad entre los adeptos del cristianismo no debe ser desestimada, pero no tuvo ningún papel decisivo mientras no cambió esencialmente la composición social de la comunidad cristiana, es decir, mientras estuvo compuesta por gente pobre, oprimida, analfabeta, que sufría en común, odiaba en común y tenía esperanzas en común.
    El conocido juicio de Pablo referente a la comunidad corintia es indudablemente válido para la segunda y tercera generaciones de las comunidades cristianas y asimismo para el período apostólico:
    Pues, mirad vuestra vocación, hermanos, como que no muchos de vosotros erais sabios de acuerdo con las normas terrenales, no muchos erais, poderosos, no muchos erais nobles de cuna; pero Dios escogió las cosas miserables del mundo para confundir a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte; y las cosas viles del mundo y las despreciadas ha escogido Dios, y aun las que no son, para anonadar a las que son. (I. Corintios, 1:26:28).
    Pero si bien la mayoría de los adeptos que Pablo ganó para la cristiandad en la primera centuria eran todavía gentes de las clases más bajas –artesanos de baja categoría, esclavos y esclavos emancipados–, otro elemento social, el educado y pudiente, comenzó a infiltrar gradualmente la comunidad. Pablo era sin duda uno de los primeros líderes cristianos que no provenía de las clases bajas. Era hijo de un acomodado ciudadano romano, había sido fariseo y era por lo tanto uno de los intelectuales que despreciaba a los cristianos y que éstos odiaban.
    No era un proletario para quien el orden político era algo extraño y a lo que se oponía con odio, ni tampoco alguien que no tuviera interés en la continuación de tal orden y que anhelara su destrucción. Desde un primer momento había estado demasiado cerca de las fuerzas del gobierno, había tenido demasiada experiencia de las bendiciones del orden sagrado como para no tener, en lo referente al valor ético del Estado, un ánimo muy distinto al de, por ejemplo, un miembro del partido celote nativo, o aun al de sus colegas farisaicos que veían en la dominación cristiana a lo sumo el mal menor en comparación con los herodianos semijudíos.
    Con su propaganda, Pablo apeló principalmente a los estratos sociales más bajos, pero por cierto también a algunos de la clase acomodada y educada, en especial mercaderes, que mediante sus andanzas y viajes tuvieron decidida importancia para la difusión del cristianismo.
    Pero hasta casi promediar la segunda centuria, un elemento substancial de las comunidades pertenecía a las clases bajas. Esto se advierte en algunos pasajes de la literatura original que, al igual que la Epístola de Santiago o el Apocalipsis, exhalan un odio apasionado por los poderosos y los ricos. La forma simple de tales trozos literarios y el tenor general de escatología muestran que “los miembros de las comunidades cristianas del período postapostólico provenían aún principalmente de las filas de los pobres y los no libres”
    Aproximadamente a mediados de la segunda centuria, el cristianismo comenzó a ganar adeptos entre las clases alta y media del Imperio Romano. Tratóse principalmente de mujeres de posición prominente, y de mercaderes, que se hicieron cargo de la propaganda; el cristianismo se difundió en sus círculos y gradualmente penetró en los círculos de la aristocracia dirigente. A la terminación de la segunda centuria el cristianismo había dejado de ser la religión de los artesanos pobres y esclavos. Y cuando bajo Constantino se convirtió en la religión del Estado, ya había llegado a ser la religión de grandes círculos de la clase dirigente del Imperio Romano.
    Entre doscientos cincuenta y trescientos años después del nacimiento del cristianismo, los adherentes de esta fe eran muy distintos de los primeros cristianos. Ya no eran judíos que creían, con más vehemencia que cualquier otro pueblo, en un tiempo mesiánico que no tardaría en llegar. Eran más bien griegos, romanos, sirios y galos, es decir, miembros de todas las naciones del Imperio Romano. Más importante que esa transformación de la nacionalidad era la diferencia social. El grueso de la comunidad cristiana seguía por cierto constituido por esclavos, artesanos y el “proletariado harapiento”, es decir, las masas de las clases bajas; pero el cristianismo se había convertido también simultáneamente en la religión de las clases prominentes y dominantes del Imperio Romano.
    En lo tocante a este cambio de la estructura social de las iglesias cristianas debemos echar una mirada sobre la situación económica y política general del Imperio Romano, que durante el mismo período había experimentado un cambio fundamental. Las diferencias nacionales características del Imperio habían ido desapareciendo constantemente. Hasta un extranjero podía convertirse en ciudadano romano (edicto de Caracalla, 212). El culto del emperador funcionaba al mismo tiempo como lazo unificador, que nivelaba las diferencias nacionales. El desarrollo económico se caracterizaba por un proceso de gradual pero progresiva feudalización:
    Las nuevas relaciones, tal como estaban consolidadas luego del fin de la tercera centuria, ya no conocían ningún trabajo libre, sino sólo el trabajo compulsivo en los grupos (o patrimonios) de status que se habían hecho hereditarios, en la población rural y en las colonias, así como en los artesanos y los gremios, y también (como es bien sabido) en los patricios que se habían convertido en los que soportaban el mayor peso de las cargas impositivas. De ese modo se completaba el círculo. El desarrollo retrocede al punto donde ha comenzado. Se establece el orden medieval.
    La expresión política de esta economía declinante, que hacía una regresión a una nueva “economía natural” ligada al Estado, era la monarquía absoluta tal como fue moldeada por Diocleciano y Constantino. Se desarrolló un sistema jerárquico con infinitas dependencias, en cuya cúspide estaba el emperador divino, a quien las masas debían rendir pleitesía y amor. En un tiempo relativamente corto el Impero Romano se convirtió en un Estado clasista feudal, con un orden rígidamente establecido en el cual los rangos más bajos no podían tener ninguna esperanza de ascender, pues el estancamiento causado por el receso de las fuerzas productoras hacían imposible un desarrollo progresivo. El sistema social se estabilizaba y regulaba desde arriba, y era imperativo hacer que a los individuos que ocupaban la parte inferior les fuera más fácil contentarse con su situación.
    En términos generales, tal era la situación social en el Imperio Romano a partir de comienzos de la tercera centuria. La transformación que el cristianismo, en especial el concepto de Cristo y su relación con Dios Padre, experimentó desde sus primeros días hasta esta época debe comprenderse principalmente a la luz de este cambio social y del cambio psíquico por él condicionado y de la nueva función sociológica que debía asumir el cristianismo. Simplemente no se comprende el elemento vital de la situación si suponemos que “la” religión cristiana se difundió y ganó para su pensamiento a la gran mayoría de la población del Imperio Romano. La verdad es más bien que la religión original se transformó en otra, pero la nueva religión católica tenía sus razones para ocultar esta transformación.
    Señalaremos ahora qué transformación experimentó el cristianismo durante las primeras tres centurias, y mostraremos cómo la nueva religión contrastaba con la vieja.
    El punto más importante es la desaparición gradual de las esperanzas escatológicas que habían constituido el centro de la fe y esperanza de la primitiva comunidad. El núcleo de la prédica misionera era “el reino de Dios está próximo”. La gente se había preparado para ese reino, hasta había esperado vivirlo personalmente, y dudaba si en el corto tiempo disponible antes del advenimiento de la nueva era sería posible proclamar el mensaje cristiano a la mayoría del mundo pagano. La fe de Pablo está aún imbuida de esperanzas escatológicas, pero para él el momento esperado del advenimiento del reino comenzaba a desplazarse hacia el futuro. La consumación final estaba asegurada para él por la elevación del Mesías, y la última lucha, que aún no había sido sostenida, perdió su significado a la vista de lo que ya había ocurrido. Pero durante el desarrollo subsiguiente, la creencia en el establecimiento inmediato del reino tendió a desaparecer cada vez más: “Lo que percibimos es más bien la desaparición gradual de un elemento original, el entusiasta y apocalíptico, es decir, de la conciencia segura de que una inmediata posesión del Espíritu Santo, y la esperanza de que el futuro conquiste el presente”.
    Si en el comienzo, las dos concepciones, escatológica y espiritual, estaban íntimamente ligadas, con mayor énfasis sobre la primera de ellas, después se separaron lentamente. La esperanza escatológica retrocedió gradualmente, el núcleo de la fe cristiana se alejó del segundo advenimiento de Cristo y “entonces se lo encontraría necesariamente en el primer advenimiento, en virtud del cual la salvación ya estaba preparada para el hombre y el hombre preparado para la salvación”.
    El proceso de propagar el temprano entusiasmo cristiano se extinguió rápidamente. A través de la historia posterior del cristianismo (desde los montanistas hasta los anabaptistas) hubo, por cierto, intentos continuos de revivir el viejo entusiasmo cristiano con su expectativa escatológica; eran intentos que emanaban de aquellos grupos que se asemejaban a los primeros cristianos en cuanto a su situación económica, social y psíquica, porque se hallaban oprimidos y buscaban la libertad. Pero a la Iglesia no le hacían mella tales intentos revolucionarios desde el momento que, en el curso de la segunda centuria, había ganado la primera victoria decisiva. A partir de entonces la carga del mensaje no estaba en el grito “el Reino está próximo”, en la expectativa que el día del juicio y el retorno de Jesús llegarían pronto; los cristianos ya no miraban hacia el futuro o la historia, sino que más bien miraban hacia atrás. El hecho decisivo ya había tenido lugar. La aparición de Jesús ya había representado el milagro.
    El mundo real, histórico, ya no necesitaba cambiar; por fuera todo podía seguir como estaba –Estado, sociedad, ley, economía–, pues la salvación se había convertido en un asunto interno, espiritual, ahistórico, individual, garantizado por la fe en Cristo. La esperanza de la salvación real e histórica había sido reemplazada por la fe en la ya completa salvación espiritual. El interés histórico fue reemplazado por el cosmológico. Junto con ello se desvanecieron las demandas éticas. La primera centuria del cristianismo se caracterizó por rigurosos postulados éticos, en la creencia de que la comunidad cristiana era primariamente una confraternidad de vida santa. Este rigorismo práctico y ético es reemplazado por los medios de gracia dispensados por la Iglesia. Estrechamente vinculada con la renuncia a la rigurosa práctica ética original se hallaba la creciente reconciliación de los cristianos con el Estado. “La segunda centuria de la existencia de la iglesia cristiana ya exhibe a lo largo de todas las líneas un desarrollo que marcha hacia una reconciliación con el Estado y la sociedad”.
    Hasta las ocasionales persecuciones de los cristianos por el Estado no afectaron para nada ese desarrollo; si bien aparecían aquí y allá intentos de mantener la antigua ética rigorista hostil al Estado y a la vida de la clase media.
    …la gran mayoría de los cristianos, en especial, los obispos dirigentes, decidieron de otro modo. Bastaba ahora tener a Dios en el corazón y confesar fe en Él cuando era inevitable una confesión pública ante las autoridades. Era suficiente huir del culto popular de ídolos; por lo demás el cristiano podía seguir en cualquier profesión honorable; allí se le permitía entrar en contacto externo con la adoración de ídolos, y debía conducirse prudente y cautamente a fin de que nunca se contaminara o ni siquiera corriera el riesgo de contaminarse él o contaminar a otros. La iglesia adoptó esta actitud en todas partes luego del comienzo de la tercera centuria. El Estado ganó así numerosos ciudadanos tranquilos, respetuosos y conscientes, quienes, lejos de causar ninguna dificultad, manteniendo el orden y la paz en la sociedad… Dado que había abandonado su actitud rígida y negativa hacia el mundo, la Iglesia se convirtió gradualmente en una fuerza sostenedora y reformadora del Estado. Si para fines comparativos se nos permite introducir un fenómeno moderno, podríamos decir que los fanáticos que huían del mundo y esperaban el Estado celestial del futuro, se convirtieron en revisionistas del orden de vida existente.
    Esta transformación fundamental del cristianismo –de religión de los oprimidos, en religión de los dirigentes y de las masas manejadas por ellos; de expectativa en la inminente proximidad del día del juicio y la nueva era, en fe en la ya consumada redención; de postulación de una vida moral y pura, en satisfacción de la conciencia moral con ayuda de medios eclesiásticos de gracia; de hostilidad hacia el Estado en cordial coincidencia con él– son todos los elementos estrechamente ligados con el gran cambio final que se describirá de inmediato. El cristianismo, que había sido la religión de una comunidad de hermanos iguales, sin jerarquía ni burocracia, se convirtió en “la Iglesia”, la imagen refleja de la monarquía absoluta del Impero Romano.
    En la primera centuria no había ni siquiera una autoridad externa claramente definida en las comunidades cristianas, que estaban por lo tanto constituidas sobre la independencia y libertad del cristiano individual respecto de los asuntos de la fe. La segunda centuria se caracterizó por el desarrollo gradual de una unión eclesiástica con líderes autoritarios y, así también, por el establecimiento de una doctrina sistemática de fe a la que el cristiano individual, se debía someter. Originariamente no era la iglesia sino Dios quien podía perdonar los pecados. Más tarde, extra ecclesiam nulla salus: únicamente la iglesia ofrece protección contra cualquier pérdida de gracia. Como institución, la iglesia se hizo sagrada en virtud de su fundación como establecimiento moral que educa para la salvación. Esta función se limita a los sacerdotes, especialmente al episcopado, “que en su unidad garantiza la legitimidad de la iglesia y ha recibido la jurisdicción de perdonar pecados”. Esta transformación de una confraternidad libre en una organización jerárquica indica claramente el cambio psíquico que había ocurrido. Así como los primeros cristianos estaban imbuidos de odio y desprecio por los ricos educados y los dirigentes, en resumen, por toda autoridad, así los cristianos de la tercera centuria en adelante estaban imbuidos de reverencia, amor y fidelidad a las nuevas autoridades clericales.
    Así como el cristianismo se transformó en todo sentido en las tres primeras centurias de su existencia y se convirtió en una nueva religión en comparación con la religión original, esto también fue válido con respecto al concepto de Jesús. En el cristianismo primitivo prevaleció la doctrina adopcionista, es decir, la creencia en que el hombre Jesús había sido elevado a la dignidad de un dios. Con el desarrollo continuado de la iglesia, el concepto de la naturaleza de Jesús tendió cada vez más al punto de vista pneumático: un hombre no era elevado a la dignidad de un dios, sino que un dios descendía para convertirse en hombre. Ésta fue la base del nuevo concepto de Cristo, hasta que culminó en la doctrina de Anastasio, que fue adoptada por el Concilio de Nicea: Jesús, Hijo de Dios, engendrado por el Padre antes de todo tiempo, de naturaleza una con el Padre. La opinión arriana de que Jesús y Dios Padre eran por cierto de naturaleza similar pero no idéntica es rechazada a favor de la tesis lógicamente contradictoria de que dos naturalezas, Dios y su Hijo, son sólo una naturaleza; esto es la afirmación de una dualidad que es simultáneamente una unidad. ¿Cuál es el significado de este cambio en el concepto de Jesús y su relación con Dios Padre, y hasta qué punto el cambio en el dogma influye sobre el cambio de toda religión?
    El cristianismo primitivo era hostil a la autoridad y al Estado. Satisfacía en la fantasía los deseos revolucionarios de las clases bajas, hostiles al padre. El cristianismo que fue elevado al rango de religión oficial del Imperio Romano trescientos años más tarde tenía una función social completamente diferente. Estaba, al mismo tiempo, destinado a ser una religión para los dirigentes tanto como para los dirigidos, para los gobernantes y los gobernados. El cristianismo cumplió la función que el emperador y el mitraísmo no podían cumplir de modo tan completo, a saber, la integración de las masas en el sistema absolutista del Imperio Romano. La situación revolucionaria que había prevalecido hasta la segunda centuria había desaparecido.

    Había sobrevenido la regresión económica; comenzaba a desarrollarse la Edad Media. La situación económica condujo a un sistema de lazos y dependencias sociales que alcanzaron políticamente su máximo en el absolutismo romano bizantino. El nuevo cristianismo cayó bajo el liderazgo de la clase dirigente. El nuevo dogma de Jesús fue creado y formulado por este grupo dirigente y sus representantes intelectuales, no por las masas. El elemento decisivo fue dejar la idea del hombre que se convierte en Dios y cambiarla por la de Dios que se convierte en hombre.
    Dado que el nuevo concepto del Hijo, que era por cierto una segunda persona al lado de Dios y sin embargo una con él, hizo desaparecer la tensión entre Dios y su Hijo y puso armonía entre ambos, y dado que evitó el concepto de que un hombre pudiera convertirse en Dios, el nuevo concepto eliminó de la fórmula el carácter revolucionario de la doctrina más antigua, a saber, la hostilidad hacia el padre. El crimen de Edipo contenido en la fórmula anterior, el desplazamiento del padre por el hijo, fue eliminado en el nuevo cristianismo. El padre siguió intacto en su posición. Sin embargo, ahora no era un hombre, sino su Hijo unigénito, que existía antes de toda creación, quien estaba junto a él. Jesús mismo se convirtió en Dios sin destronarlo, pues él había sido siempre un componente de Dios.
    Hasta aquí hemos comprendido únicamente el punto negativo: por qué Jesús ya no podía ser el hombre elevado a la dignidad de un dios, el hombre puesto a la diestra del padre. La necesidad del reconocimiento del padre, de la subordinación pasiva a él, podría haber sido satisfecha por el gran competidor del cristianismo, el culto al emperador. ¿A qué se debió que fuera el cristianismo y no el culto del emperador el que se convirtió en la religión estatal oficial del Imperio Romano? Fue debido a que el cristianismo poseía una cualidad que lo hacía superior para la función social que estaba destinado a cumplir, a saber, la fe en el Hijo crucificado de Dios. Las masas sufrientes y oprimidas podían identificarse con él en un grado mayor. Pero la satisfacción fantaseada cambió. Las masas ya no se identificaban con el hombre crucificado para destronar al padre en la fantasía, sino, en cambio, para gozar de su amor y gracia. La idea de que un hombre se convirtiera en un dios era un símbolo de activas tendencias agresivas y de hostilidad hacia el padre. La idea de que Dios se convirtiera en hombre se transformó en un símbolo del lazo tierno y pasivo con el padre. Las masas encontraron su satisfacción en el hecho de que su representante, el Jesús crucificado, había sido elevado a un status más elevado, convirtiéndose él mismo en un Dios preexistente. La gente ya no aguardaba un inminente cambio histórico sino que más bien creía que la salvación ya había tenido lugar, que lo que esperaba ya había acontecido. Rechazaron la fantasía que representaba la hostilidad hacia el padre y aceptaron otra en su lugar, la fantasía armonizadora del Hijo colocado junto al padre por la libre voluntad de éste último.
    El cambio teológico es la expresión de uno sociológico, es decir, el cambio en la función social del cristianismo. Lejos de ser una religión de rebeldes y revolucionarios, esta religión ahora de la clase dirigente estaba determinada a mantener las masas en un estado de obediencia y a conducirlas. Sin embargo, al retener al antiguo representante revolucionario, la necesidad emocional de las masas se satisfacía de una manera nueva. La fórmula de la sumisión pasiva reemplazó a la hostilidad activa hacia el padre. No era necesario desplazar al padre, dado que el hijo había sido por cierto igual a Dios desde el comienzo, precisamente porque Dios mismo lo había “emitido”. La posibilidad verdadera de identificarse con un dios que había sufrido y sin embargo desde el comienzo había estado en el cielo, y al mismo tiempo de eliminar tendencias hostiles hacia el padre, es la base de la victoria del cristianismo sobre el culto al emperador. Por otra parte, el cambio experimentado en la actitud hacia figuras paternas reales, existentes –los sacerdotes, el emperador y en especial los dirigentes– correspondió con esta actitud cambiada hacia el dios padre. La situación psíquica de las masas católicas de la cuarta centuria difirió de aquella de los primitivos cristianos en el hecho de que el odio hacia las autoridades, incluyendo al dios padre, había dejado de ser consciente, o a lo sumo lo era sólo relativamente; la gente había depuesto su actitud revolucionaria. La razón de esto reside en el cambio de la realidad social. Toda esperanza de derrocar a los dirigentes y alcanzar la victoria para su propia clase era tan remota que, desde el punto de vista psíquico, habría sido vano y antieconómico persistir en la actitud de odio. Si no había esperanza alguna de derrocar al padre, entonces el mejor escape psíquico era someterse a él, amarlo y recibir su amor. Este cambio de actitud psíquica era el resultado inevitable de la derrota final sufrida por la clase oprimida.
    Pero los impulsos agresivos no podían haber desaparecido. Tampoco podían siquiera haber disminuido, pues su causa real, la opresión impuesta por los dirigentes, no había sido eliminada ni reducida. ¿Dónde estaban ahora los impulsos agresivos? Apartados de los objetivos primitivos –los padres, las autoridades–, se los volvió a dirigir hacia el propio ser individual. La identificación con el Jesús sufriente y crucificado ofrecía una magnífica oportunidad para ello. En el dogma católico, a diferencia de la doctrina cristiana primitiva, el énfasis ya no estaba en el derrocamiento del padre sino en la autoaniquilación del hijo. La agresión original dirigida contra el padre se volvió contra el propio ser, y de ese modo proveyó una vía de salida inofensiva para la estabilidad social.
    Pero esto era posible sólo en relación con otro cambio. Para los primeros cristianos, las autoridades y los ricos eran la gente malvada que recibiría el castigo merecido por su maldad. Por cierto que los primeros cristianos no carecían de sentimientos de culpa causados por su hostilidad hacia el padre; y la identificación con el Jesús sufriente había servido también para expiar su agresión; pero es indudable que para ellos el acento no estaba en los sentimientos de culpa y en la reacción masoquista y expiatoria. Para las masa católicas, más tarde, la situación había cambiado. Para ellas ya no era a los dirigentes a quienes había que culpar por las desdichas y sufrimientos; los culpables eran más bien los sufrientes mismos. Deben reprocharse a sí mismos si son desdichados. Sólo por medio de una constante expiación, sólo por medio del sufrimiento personal pueden purgar su alma y ganarse el amor y el perdón de Dios y de sus representantes terrenales. Mediante el sufrimiento y la castración uno encuentra escape del opresivo sentimiento de culpa y tiene una oportunidad de recibir perdón y amor.
    La Iglesia Católica entendió cómo acelerar y reformar de manera maestra este proceso de cambiar el reproche contra Dios y los dirigentes y convertirlo en el reproche de sí mismo. Acrecentó el sentimiento de culpa de las masas hasta el punto de hacerlo casi insoportable; y al proceder así logró una doble finalidad: primero, contribuyó a que los reproches y agresiones fueran desplazados de las autoridades y dirigidos hacia las masas sufrientes; y, segundo, se ofreció a estas masas sufrientes como un padre bueno y amoroso, dado que los sacerdotes aseguraban perdón y expiación para el sentimiento de culpa que ellos mismos habían provocado. Cultivó ingeniosamente la condición psíquica de la cual ella, y también la clase superior, obtuvieron una doble ventaja: la desviación de la agresión de las masas y la seguridad de su dependencia, gratitud y amor.
    Para los dirigentes sin embargo, la fantasía del Jesús sufriente no sólo tenía esa función social sino también una importante función psíquica. Los liberaba de los sentimientos de culpa que sentían a causa de la desdicha y sufrimiento de las masas a quienes habían oprimido y explotado. Al identificarse con el Jesús sufriente, los grupos explotadores podían ellos mismos hacer penitencia. Podían consolarse con la idea de que, dado que hasta el Hijo unigénito de Dios había sufrido voluntariamente, para las masas el sufrimiento era una gracia de Dios, y por lo tanto no tenían motivo para reprocharse a sí mismos por causar tal sufrimiento.
    La transformación del dogma cristológico, así como de toda la religión cristiana correspondió sencillamente a la función sociológica de la religión den general, el mantenimiento de la estabilidad social preservando los intereses de la clase gobernante. Para los primeros cristianos era un sueño bendito y satisfactorio crear la fantasía de que las autoridades odiadas serían pronto derrocadas y que ellos mismos, ahora pobres y sufrientes alcanzarían el dominio y la felicidad. Pero con su derrota final y después que todas sus esperanzas demostraron ser en vano, las masas encontraron satisfacción en una fantasía en la que aceptaban la responsabilidad de todo sufrimiento; podían empero purgar sus pecados mediante su propio sufrimiento y luego esperar ser amadas por un padre bueno. Él mismo había demostrado ser un padre amoroso cuando, en la forma del hijo, se convirtió en un hombre sufriente. Sus otros deseos de felicidad, y no sencillamente de perdón, se satisfacían en la fantasía de un futuro venturoso, un futuro que estaba destinado a reemplazar la condición históricamente feliz en este mundo que habían esperado lo primeros cristianos.
    Sin embargo, en nuestra interpretación de la fórmula homousiana no hemos encontrado aún el único y esencial significado inconsciente. La experiencia analítica nos lleva a esperar que detrás de la contradicción lógica de la fórmula, a saber, que dos es igual a uno, debe hallarse oculto un significado inconsciente específico al que el dogma debe su importancia y fascinación. Este significado inconsciente y más hondo de la doctrina homousiana se pone en claro si recordamos un sencillo hecho: hay una sola situación real en que esta fórmula tiene sentido, la situación de la criatura en el vientre materno. Madre e hijo son entonces dos seres y al mismo tiempo son uno.
    Hemos arribado ahora al problema central del cambio ocurrido en la idea de la relación de Jesús con Dios Padre. No sólo el hijo ha cambiado: otro tanto ha ocurrido con el padre. El padre, fuerte y poderoso, se ha convertido en la madre que da abrigo y protección; el hijo una vez rebelde y luego sufriente y pasivo, se ha convertido en el niño pequeño. Bajo capa del Dios paternal de los judíos, que había logrado triunfar en la lucha con las divinidades maternas del Cercano Oriente, la figura divina de la Gran Madre emerge otra vez, y se convierte en la figura dominante del cristianismo medieval.
    El significado que la divinidad materna tuvo para el cristianismo católico, a partir de la cuarta centuria, se pone de manifiesto, primero, en el papel que la Iglesia, como tal comienza a desempeñar; y, segundo, en el culto a María . Se ha demostrado que al cristianismo primitivo le era aún bastante ajena la idea de una iglesia. Sólo en el curso del desarrollo histórico asume la iglesia una organización jerárquica; la iglesia misma se convierte en una institución sagrada y en algo más que meramente la suma de sus miembros. La iglesia es la mediadora de la salvación, los creyentes son sus hijos, es la Gran Madre sólo a través de la cual se puede alcanzar seguridad y bendición.
    Igualmente reveladora es la restauración de la figura de la divinidad materna en el culto de María. María representa esa divinidad materna que se independiza al separarse del dios padre. En ella se experimentaban ahora consciente y claramente y se representaban simbólicamente las cualidades maternas, que siempre habían sido inconscientemente una parte de Dios Padre.
    En los relatos del Nuevo Testamento, María no es de ningún modo elevada más allá de la esfera de la humanidad ordinaria. Con el desarrollo de la cristología, las ideas acerca de María adquirieron una prominencia cada vez mayor. Cuanto más la figura del Jesús histórico y humano retrocedía a favor del preexistente Hijo de Dios, tanto más se deificaba a María. Si bien, de acuerdo con el Nuevo Testamento, en su matrimonio con José, María siguió teniendo hijos, Epifanio rechaza esta opinión tratándola como herética y frívola. En la controversia nestoriana se llegó en 431 a la decisión, contra Nestorio, de que María no era sólo la Madre de Cristo sino también la Madre de Dios, y a la terminación de la cuarta centuria surgió un culto de María y los hombres le elevaban oraciones. Aproximadamente en la misma época la representación de María en las artes plásticas comenzó a desempeñar un papel importante y cada vez mayor. Las centurias siguientes asignaron cada vez más importancia a la madre de Dios, y su adoración se hizo más exuberante y más general. Se le erigieron altares y sus cuadros eran exhibidos en todas partes. De receptora de gracia se convirtió en dispensadora de gracia . María con el niño Jesús pasó a ser el símbolo del medioevo católico.
    Los tormentos del hambre se convierten en un pregustar psíquico de “castigos” posteriores, y por medio de la escuela del castigo se convierten en el mecanismo primitivo del autocastigo, que finalmente en la melancolía adquiere un significado tan funesto. Detrás del ilimitado temor al empobrecimiento sentido por el melancólico no se esconde otra cosa que el temor de morir de hambre; este temor es la reacción de la vitalidad del residuo normal del yo ante el amenazante y melancólico acto de expiación o penitencia impuesto por la iglesia. Beber del pecho sigue siendo sien embargo el ejemplo radiante del infalible e indulgente ofrecimiento de amor. No es por cierto accidental que la Madonna amamantando al niño se haya convertido en símbolo de una religión poderosa y por su mediación en el símbolo de toda una época de nuestra cultura occidental. Soy de la idea que considerar el complejo de significados de expiación y perdón de la culpa como derivado de la primitiva experiencia infantil de rabia, hambre y beber del pecho, resuelve el enigma de por qué la esperanza de absolución y amor es probablemente la configuración más poderosa que encontramos en los niveles más elevados de la vida psíquica humana .
    El estudio de Radió hace claramente inteligible la relación que existe entre la fantasía del Jesús sufriente y aquella del niño Jesús en el pecho materno. Ambas fantasías son una expresión del deseo de perdón y expiación. En la fantasía del Jesús crucificado, el perdón se logra por una actitud pasiva y autocastradora de sumisión al padre. En la fantasía del niño Jesús en el pecho de la Madona falta el elemento masoquista; en lugar del padre encontramos a la madre que, mientras apacigua al niño, concede perdón y expiación. La misma sensación dichosa constituye el significado inconsciente del dogma homousiano, la fantasía del niño amparado en el útero.
    Esta fantasía de la gran madre perdonadora es la gratificación óptima que el cristianismo católico tenía para ofrecer. Cuanto más sufrieran las masas, tanto más se asemejaría su situación real a la del Jesús sufriente y tanto más podría y debería aparecer la figura del lactante feliz junto a la figura del Jesús sufriente. Pero esto significaba también que los hombres tenían que hacer una regresión a una actitud pasiva e infantil. Esta posición excluía la revuelta activa; fue la actitud psíquica correspondiente al hombre de la sociedad medieval estructurada jerárquicamente, un ser humano que se halló dependiendo de los gobernantes, que esperaba obtener de ellos su mínimo de mantenimiento y para quien el hambre era una prueba de sus pecados.

  • ArjunaV

    EL DESARROLLO DEL DOGMA HASTA EL CONCILIO DE NICEA

    Hasta este punto hemos seguido los cambios ocurridos en los conceptos de Cristo y su relación con Dios Padre, a partir de su comienzo en la primitiva fe cristiana y hasta el dogma niceno y hemos intentado señalar los motivos de estos cambios. El desarrollo tuvo empero varias etapas intermedias, que se caracterizan por las diferentes formulaciones que aparecieron hasta el Concilio de Nicea. Este desarrollo adelanta por contradicción, y tal cosa se puede entender dialécticamente sólo junto con la evolución gradual del cristianismo de una religión revolucionaria a otra que da apoyo al Estado. Demostrar que las diferentes formulaciones del dogma corresponden a una clase determinada y sus necesidades, constituyen un estudio especial. Pero de todos modos indicaremos las características básicas.
    El cristianismo de la segunda centuria, que ya había comenzado su “revisionismo”, se caracterizó por una batalla mantenida en dos frentes. Por una parte, se debían suprimir las tendencias revolucionarias que aún brotaban con alguna fuerza en lugares sumamente diferentes; por otra, también debían suprimirse las tendencias propensas a desarrollarse demasiado rápidamente en la dirección del conformismo social, por cierto con mayor rapidez que la permitida por el desarrollo social. Las masas sólo podían seguir un curso lento y gradual desde la esperanza en un Jesús revolucionario a la fe en un Jesús que apoyaba al Estado.
    La expresión mas fuerte de las primitivas tendencias cristianas fue el montanismo. Originariamente, el montanismo, poderoso esfuerzo de un profeta frigio, Montano, que tuvo lugar en la segunda mitad de la segunda centuria, fue una reacción contra las tendencias conformistas del cristianismo, una reacción que procuró restablecer el primitivo entusiasmo cristiano. Montano deseó separar a los cristianos de sus relaciones sociales, y establecer por medio de sus adeptos una nueva comunidad apartada del mundo, una comunidad que debía prepararse para el descenso del “alto Jerusalén”. El montanismo fue una llamarada del antiguo espíritu cristiano, pero los procesos de transformación del cristianismo habían avanzado tanto ya que esta tendencia revolucionaria fue combatida como herejía por las autoridades de la iglesia, que obraban como magistrados delegados del Estado romano. (La conducta de Lutero hacia los campesinos rebeldes y los anabaptistas fue similar en muchos respectos.)
    Los gnósticos, por otra parte, eran los representantes intelectuales de la clase media helenista pudiente. De acuerdo con Harnack, el gnosticismo representó la “secularización aguda” del cristianismo, y anticipó un desarrollo que estaba llamado a continuar durante otros ciento cincuenta años. En aquel momento fue atacado por la iglesia oficial, junto con el montanismo, pero sólo una interpretación no dialéctica puede pasar por alto el hecho de que la lucha de la iglesia contra el montanismo era de un carácter muy diferente de la mantenida contra el gnosticismo. El montanismo era resistido pues representaba el resurgir de un movimiento que ya había sido dominado y que era peligroso para los actuales líderes del cristianismo. El gnosticismo, por su parte, era resistido, pues deseaba cumplir su deseo en forma muy rápida y brusca, dado que anunciaba el secreto del advenimiento del futuro desarrollo cristiano antes de que la conciencia de las masas estuviera en condiciones de aceptarlo.
    Las ideas gnósticas de la fe, en especial sus concepciones cristológicas y escatológicas, corresponden exactamente a las expectativas que debemos tener sobre la base de nuestro estudio del fondo sociopsicológico del desarrollo dogmático. No es sorprendente que el gnosticismo niegue enteramente la primitiva escatología cristiana, particularmente el segundo advenimiento de Cristo y la resurrección de la carne, y solamente espere del futuro la liberación del espíritu de su envoltura material. Este rechazo cabal de la escatología, logrado en el catolicismo ciento cincuenta años más tarde, era prematuro en ese momento; los conceptos escatológicos todavía eran mantenidos ideológicamente por los apologistas, que en otros respectos ya se habían separado ampliamente de la primitiva concepción cristiana. Tal remanente considerado “arcaico” por Harnack, era necesario en aquel momento para la satisfacción de las masas.
    Hay otra doctrina del gnosticismo íntimamente vinculada con este rechazo de la escatología y que debe ser destacada. Se trata del énfasis puesto por los gnósticos sobre la discrepancia existente entre el Dios supremo y el creador del mundo, y la afirmación de que “el mundo presente surgió de una caída del hombre, o de una empresa hostil a Dios, y es en consecuencia el producto de un ser maligno o intermedio”. El significado de esta tesis no deja dudas: si la creación, es decir, el mundo histórico, tal como encuentra expresión en la vida social y política es mala desde el comienzo, si es la obra de un Dios intermediario, indiferente o débil, entonces no puede por cierto ser redimida y todas las esperanzas de la primitiva escatología cristiana deben ser falsas e infundadas. El gnosticismo rechazó el verdadero cambio colectivo y la redención de la humanidad y los substituyó por un ideal individual de conocimiento, dividiendo a los hombres, según líneas religiosas y espirituales, en clases y castas definidas; las divisiones sociales y económicas eran consideradas como buenas y dadas por Dios. Los hombres fueron divididos en pneumáticos, que gozaban de la gloria suprema; psíquicos, que participaban de una gloria algo menor; y materiales, que habían caído en completa decadencia. Era un rechazo de la redención colectiva y una afirmación de la estratificación de las clases de la sociedad, tal como la que el legos del clero y la vida de la gente común de aquella de los monjes.
    ¿Cuál era entonces el concepto de los gnósticos en lo referente a Jesús y a su relación con Dios Padre? Ellos enseñaban que
    …se deben distinguir claramente el Eón celestial, Cristo y la apariencia humana de tal Eón. Algunos, como Basílides, que no reconoció ninguna unión real entre Cristo y el hombre Jesús, a quien consideraba además como un hombre terrenal. Otros, como por ejemplo parte de los valentinianos… enseñaban que el cuerpo de Jesús era una formación psíquica celestial, sólo en apariencia surgida del vientre de María. Finalmente, una tercera facción, como por ejemplo Saturnino, declaró que toda la apariencia visible de Cristo era un fantasma y por tanto negó el nacimiento de Cristo .
    ¿Cuál es el significado de estas concepciones? La característica decisiva es que se elimina la idea cristiana originaria de que un hombre verdadero (cuyo carácter como revolucionario y como alguien hostil al padre ya hemos establecido) se convirtió en un dios. Las diferentes tendencias gnósticas son sólo expresiones de las diferentes posibilidades de esta eliminación. Todas ellas niegan que Cristo fuera un hombre real, manteniendo así la inviolabilidad del dios padre. También está a la vista la conexión con el concepto de redención. Casi tan improbable como que este mundo, malo por naturaleza, se pueda hacer bueno, es que un hombre real se pueda convertir en un dios; ello significa que es igualmente improbable que en la situación social existente haya algo que pueda ser cambiado. Es equivocado suponer que la tesis gnóstica –que el dios creador del Antiguo Testamento no es el dios supremo sino un dios inferior– es una expresión de tendencias especialmente hostiles hacia el padre. Los gnósticos debían aseverar la inferioridad del Dios creador a fin de demostrar la tesis de la inmutablilidad del mundo y la sociedad humana, y esta aseveración no era por lo tanto para ellos una expresión de hostilidad hacia el padre. Su tesis, en contraste con la de los primeros cristianos, se refería a un dios ajeno a ellos, el Jahvé judío, a quien estos griegos no tenían ninguna razón para respetar. Para ellos, el derrocamiento de esta deidad judía no implicaba ni presuponía ninguna emoción especialmente hostil hacia el padre.
    La Iglesia católica, que combatió al montanismo como un remanente peligroso y al gnosticismo como una anticipación prematura de lo que había de venir, con movimiento gradual pero constante marchó hacia su meta en la cuarta centuria. Los apologistas fueron los primeros en proporcionar la teoría para este desarrollo. Crearon dogmas –fueron los primero en emplear este término en sentido técnico– en los que halló expresión la actitud cambiada hacia Dios y la sociedad. No fueron en verdad tan radicales como los gnósticos: ya se señaló que retuvieron las ideas escatológicas y sirvieron así de eslabón con el cristianismo primitivo. Su doctrina de Jesús, de la relación de éste con Dios padre estaba, empero, estrechamente unida con la posición gnóstica y contenía el germen del dogma de Nicea. Intentaron presentar el cristianismo como la filosofía más elevada; “formularon el contenido del Evangelio de una manera que apeló al sentido común de todos los pensadores serios y hombres inteligentes de la época” .
    Si bien los apologistas no enseñaron que la materia es mala, no hicieron sin embargo de Dios el originador directo del mundo, sino que personificaron la inteligencia divina y la insertaron entre Dios y el mundo. Una tesis que, si bien menos radical que la correspondiente del pensamiento gnóstico, muestra la misma oposición a la redención histórica. El logos, que Dios expulsó fuera de sí para la finalidad de la creación, y produjo por un acto de voluntad, era para ellos el Hijo de Dios. Por una parte, no estaba separado de Dios sino que era más bien el resultado del propio desdoblamiento de Dios; por la otra era Dios y Señor, su personalidad había tenido un comienzo, era criatura en relación con Dios; sin embargo su subordinación no residía en su naturaleza sino más bien en su origen.
    Esta cristología del logos de los apologistas era en esencia idéntica al dogma de Nicea. La teoría adopcionista y antiautoritaria referente al hombre que se convirtió en Dios fue descartada, y Jesús se convirtió en el preexistente y unigénito Hijo de Dios, consubstanciado con él y sin embargo una segunda persona a su lado. Nuestra interpretación de esta fuente de la doctrina nicena es, en esencia, válida para la cristología del logos, que fue la precursora decisiva del nuevo cristianismo católico.
    La asimilación de la cristología del logos en la fe de la iglesia… implicó una transformación de la fe en una doctrina con características grecofilosóficas: hizo retroceder las antiguas ideas escatológicas; de hecho, las suprimió, y transformó en fenómeno al Cristo histórico. Llevó a los cristianos a la “naturaleza” y a la grandeza naturalista, y no hacia lo personal y lo moral; puso la fe de los cristianos definitivamente en el rumbo de la contemplación de ideas y dogmas, preparando así el camino, por una parte, hacia la vida monástica y, por otra, a una cristiandad bajo tutela y formada por legos imperfectos y laboriosos. Legitimó centenares de cuestiones de cosmología y de la naturaleza del mundo, dándoles el carácter de cuestiones religiosas y exigió una respuesta definida so pena de perder la salvación. Esto llevó a una situación en la que, en lugar de predicar la fe, se predicó al fe en la fe, lo cual detuvo el crecimiento de la religión mientras ostensiblemente la agrandaba. Pero desde que perfeccionó su alianza con la ciencia, el cristianismo tomó la forma de una religión mundial y por cierto de una religión cosmopolita y preparó el camino para el acta de Constantino .
    De ese modo se creó en la cristología del logos el germen del dogma católico cristiano definitivo. Su reconocimiento y adopción no recurrieron empero sin una severa lucha con las ideas que contradecía, detrás de las cuales substituían restos de las primeras ideas cristianas y del primitivo ánimo cristiano. El concepto ha sido llamado monarquianismo (término que usó por primera vez Tertuliano). Dentro del monarquianismo se pueden distinguir dos tendencias: la adopcionista y la modalista. El monarquianismo adopcionista comenzó concibiendo a Jesús como un ser humano que se convirtió en Dios. La opinión modalista sostuvo que Jesús era sólo una manifestación de Dios Padre, no un dios que estaba a su lado; una, que un hombre había sido inspirado por el espíritu divino, a la vez que Dios seguía inviolable como ser único; la otra, que el Hijo no era más que una manifestación del Padre, preservando otra vez la monarquía de Dios. Si bien las dos ramas del monarquianismo parecieron contradecirse entre sí, el contraste era en realidad mucho menos pronunciado. Harnack destaca que las dos opiniones, aparentemente tan opuestas, coinciden en muchos sentidos, y la interpretación psicoanalítica hace plenamente inteligible la afinidad existente entre los dos movimientos monarquianos. Ya se ha indicado que el significado inconsciente de la concepción adopcionista es el deseo de desplazar al dios padre; si un hombre puede convertirse en Dios y ser entronizado a la diestra de Dios, entonces Dios es destronado. La misma tendencia aparece sin embargo claramente en el dogma modalista; si Jesús no fuera más que una manifestación de Dios, entonces ciertamente el mismo Dios Padre fue crucificado, padeció y murió; esta opinión recibió el nombre de patripasianismo. En la concepción modalista hallamos una clara afinidad con los antiguos mitos del Cercano Oriente referentes al dios agonizante (Atis, Adonis, Osiris), que implican una hostilidad inconsciente hacia el dios padre.
    Es exactamente lo contrario de lo que podría hacer creer una interpretación que dejara de lado la situación psíquica de la gente que se adhiere al dogma. Monarquianismo, adopcionismo y también modalismo, no significan una aumentada reverencia hacia Dios sino todo lo contrario: el deseo de su desplazamiento, que se expresa en la deificación de un hombre o en la deificación de un hombre o en la crucifixión de Dios mismo. Sobre la base de lo que ya se ha dicho, es plenamente comprensible que Harnack subraye, como uno de los puntos esenciales en que coinciden los dos movimientos monarquianos, el hecho de que representaban la concepción escatológica opuesta a la naturalista en lo referente a la persona de Cristo. Hemos visto que la primera idea, la de que Jesús volverá para establecer el nuevo reino, fue una parte esencial de la primitiva creencia cristiana, que era revolucionaria y hostil al padre. Por lo tanto, no nos sorprende hallar esta concepción también en los dos movimientos monarquianos, cuya relación con la primitiva doctrina cristiana ha sido demostrada. Ni nos sorprende tampoco que Tertuliano y Orígenes atestigüen que el grueso de la cristiandad pensaba en términos monarquianos, y comprendemos que la lucha contra ambos tipos de monarquianismo era esencialmente una expresión de la lucha contra las tendencias hostiles, aún arraigadas en las masas, hacia el Dios padre y el Estado.
    Pasamos por alto matices individuales habidos dentro del desarrollo dogmático y vamos al gran desacuerdo que halló un arreglo preliminar en el Concilio de Nicea, a saber, la controversia entre Arrio y Atanasio. Arrio enseñó que Dios es Uno, aparte de quien no hay nadie, y que su Hijo es un ser independiente y en esencia diferente del Padre. No era verdaderamente Dios y las cualidades divinas que poseía eran sólo adquiridas y eran divinas sólo en parte. Por el hecho de no ser eterno, su conocimiento no era perfecto. Por lo tanto no tenía derecho al mismo honor que el Padre. Pero fue creado antes que el mundo, como un instrumento para la creación de otras criaturas, habiendo sido creado por la voluntad de Dios como un ser independiente. Atanasio contrastaba al Hijo, que pertenecía a Dios, con el mundo: fue producido de la esencia de Dios, compartía plenamente toda su naturaleza del Padre, poseía una y la misma esencia con el Padre, y formaba con Dios una unidad estricta.
    Detrás de la oposición entre Arrio y Atanasio reconocemos fácilmente la antigua controversia entre la concepción monarquiana y la cristología del logos de los apologistas (si bien Atanasio introdujo cambios menores en la antigua doctrina del logos por medio de nuevas formulaciones), la lucha entre las tendencias revolucionarias hostiles al dios padre y el movimiento conformista que presta apoyo a padre y Estado y que renuncia a una liberación histórica y colectiva. Este último movimiento triunfó finalmente en la cuarta centuria cuando el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano. Arrio, discípulo de Luciano, a su vez discípulo de Pablo de Samosata, uno de los principales defensores del adopcionismo, dejó de sustentar el adopcionismo en su forma pura y original y lo presentó mezclado ya con elementos de la cristología del logos. Eso no podía ser de otro modo, pues el alejamiento del cristianismo del primer entusiasmo y su orientación hacia la iglesia católica ya había progresado tanto que el antiguo conflicto sólo podía ser debatido en el lenguaje y clima de las opiniones eclesiásticas. Si bien la controversia entre Atanasio y Arrio pareció girar alrededor de una pequeña diferencia (si dios y su Hijo eran de la misma o de igual naturaleza, homoousiano u homoiousiano), lo pequeño de seta diferencia fue precisamente la consecuencia de la victoria, casi completa en este momento, sobre las primitivas tendencias cristianas. Pero detrás de este debate existía nada menos que el conflicto entre tendencias revolucionarias y reaccionarias. El dogma arriano fue una de las convulsiones finales del primitivo movimiento cristiano; la victoria de Atanasio selló la derrota de la religión y de las esperanzas de los pequeños campesinos, artesanos y proletarios de Palestina.
    Hemos procurado demostrar con gruesas pinceladas la forma en que las varias etapas del desarrollo dogmático estaban de acuerdo con la tendencia general de este desarrollo desde la primitiva fe cristiana hasta el dogma de Nicea. Sería una tarea atractiva, que no podemos incluir en este estudio, demostrar también la situación social de los grupos que fueron afectados en cada etapa. También valdría la pena estudiar las razones por las que nueve décimas partes de los orientales y germanos se adhirieron al arrianismo. Creemos, empero, haber demostrado que las varias etapas del desarrollo del dogma y tanto su comienzo como su final se comprenden sobre la base de los cambios ocurridos en la función y situación social real de la cristiandad.

    OTRO INTENTO DE INTERPRETACIÓN

    ¿Cuáles son las diferencias de método y contenido entre el presente estudio y el de Theodor Reik relativo al mismo material?
    Reik procede metodológicamente de la siguiente manera. El objeto especial de su investigación es el dogma, particularmente el dogma cristológico. Dado que su “propósito es el de hallar paralelos entre la religión y neurosis obsesiva y por medio de ejemplos simples demostrar la conexión que existe entre los dos fenómenos”, intenta explicar, “especialmente en este ejemplo representativo, que en la historia evolutiva de la humanidad el dogma religioso corresponde al pensamiento neurótico obsesivo, que es la expresión más significativa del pensamiento compulsivo irracional”. Los procesos psíquicos que llevan a la construcción y desarrollo del dogma recorren todo el mecanismo psíquico del pensamiento obsesivo, y los mismos motivos predominan en ambos. “En la formación del dogma entran los mismos mecanismos de defensa que operan en los procesos compulsivos del individuo”.
    ¿Cómo procede Reik para desarrollar su tesis concerniente a la analogía fundamental que hay entre dogma y compulsión?
    Primero, sobre la base de su idea de la analogía entre religión y neurosis obsesiva, espera hallar esta coincidencia en todos los aspectos individuales de ambos fenómenos, y por lo tanto también entre pensamiento religiosos y pensamientos compulsivo. Pasa luego a la evolución del dogma y ve cómo se produce a lo largo de las líneas de una lucha incesante por pequeñas diferencias; a él no le parece traído de los cabellos interpretar esta notable semejanza entre desarrollo dogmático y pensamiento obsesivo como prueba de la identidad de los dos fenómenos. De esa suerte lo desconocido debe ser explicado por lo conocido; la formación del dogma debe ser comprendida siguiendo las mismas leyes que rigen los procesos neurológicos compulsivos. La hipótesis de una relación interna entre los dos fenómenos se refuerza por el hecho de que, particularmente en el dogma cristológico, la relación con Dios Padre, con su ambivalencia básica, desempeña un papel notable y especial.
    En la actitud metodológica de Reik hay ciertos supuestos que no se mencionan explícitamente, pero cuya exposición es necesaria para hacer la crítica de su método. El más importante es el siguiente: por el hecho de que una religión, en este caso el cristianismo, es imaginada y presentada como una entidad, se supone que los adeptos de esta religión son un sujeto unificado, y por lo tanto se trata a las masas como si fueran un solo hombre, un individuo. Al igual que la sociología organicista, que ha imaginado la sociedad como una entidad viva y ha comprendido los diferentes grupos que componen la sociedad como diferentes partes de un organismo, refiriéndose así a los ojos, la piel, la cabeza, etcétera, de la sociedad, Reik adopta un concepto organicista, no en el sentido anatómico sino en el psicológico. Por otra parte, no intenta investigar a las masas, cuya unidad da por sentada, en su situación vital real. Supone que las masa son idénticas y atiende sólo a las ideas e ideologías producidas por las masas, sin preocuparse concretamente por los hombres vivientes y su situación psíquica. No interpreta las ideologías como algo producido por los hombres; reconstruye los hombres a partir de las ideologías. Su método es por lo tanto apropiado para la historia del dogma, y no como método para el estudio de la historia religiosa y social. Su posición es así sumamente similar no sólo a la de la sociología organicista sino también a un método de investigación religiosa orientado exclusivamente a la historia de las ideas, que ya ha sido abandonado, hasta por muchos historiadores de la religión, como por ejemplo Harnack. Con ayuda de su método, Reik mantiene implícitamente el enfoque teológico, que el contenido de su trabajo consciente y explícitamente rechaza. Este punto de vista teológico subraya la unidad de la religión cristiana (el catolicismo proclama por cierto la inmutabilidad); y si adoptamos como método el análisis del cristianismo como si fuera un individuo vivo, lógicamente seremos llevados a la posición católica ortodoxa.
    La metodología que se acaba de discutir reviste enorme importancia en la investigación del dogma cristiano, pues es decisiva para el concepto de ambivalencia, que forma el centro del trabajo de Reik. Que el supuesto de un sujeto unificado sea aceptable o no, es asunto que sólo puede decidirse después de una investigación –ausente en Reik– de la situación psíquica, social y económica, de las “superficies psíquicas” del grupo. El término ambivalencia es válido únicamente cuando hay un conflicto de impulsos dentro de un individuo, o tal vez dentro de un grupo de individuos relativamente homogéneos. Si un hombre simultáneamente ama y odia a otra persona, podemos hablar de ambivalencia Pero si, cuando hay dos hombres, uno ama a un tercero y el otro lo odia, los dos hombres son oponentes. Podemos analizar por qué uno ama y el otro odia, pero sería un tanto confuso hablar de ambivalencia. Cuando dentro de un grupo nos hallamos ante la presencia de impulsos contradictorios, una investigación de la situación realista de este grupo será lo único que nos podrá demostrar si detrás de una aparente unidad no se esconden diferentes subgrupos, cada uno con deseos diferentes, y en pugna entre sí. La aparente ambivalencia podría determinar ciertamente siendo un conflicto entre subgrupos diferentes.
    Un ejemplo podrá ilustrar este punto. Imaginémonos que dentro de varios siglos o mil años, un psicoanalista, valiéndose del método de Reik, hiciera un estudio de la historia política de Alemania luego de la revolución de 1918, y particularmente de la disputa que hubo sobre los colores de la bandera germana. Establecería que en la nación alemana había algunos, los monárquicos, partidarios de una bandera negra, blanca y roja; otros, los republicanos, que insistían en una bandera negra, roja y oro; y otros que a su vez preferían una bandera roja. Finalmente se llegó a un acuerdo por el cual la bandera principal sería negra, roja y oro, y la bandera de los barcos mercantes, negra blanca y roja, con una esquina de color negro rojo y oro. Nuestro analista imaginario examinaría primero las racionalizaciones y hallaría que un grupo deseaba conservar la bandera negra, blanca y roja por tratarse de colores más visibles en el mar que el negro, rojo y oro. Indicaría la importancia que la actitud hacia el padre tuvo en esta batalla (monarquía o república), y proseguiría hasta descubrir una analogía con el pensamiento de un neurótico obsesivo. Luego citaría ejemplos con los que demostraría que la duda acerca de cuál debía ser el color correcto (el ejemplo de Reik del paciente que se devanaba los sesos para decidir entre una corbata blanca y otra negra viene perfectamente al caso) estaba arraigada en el conflicto de impulsos ambivalentes, y en el alboroto causado por los colores de la bandera y el acuerdo final alcanzado vería un fenómeno análogo al del pensamiento obsesivo condicionado por las mismas causas.
    Nadie que comprenda las circunstancias reales dudará que la inferencia extraída de la analogía es falsa. Es claro que había diversos grupos, cuyos diferentes intereses objetivos y afectivos estaban en conflicto entre sí, que la lucha por la bandera era una lucha entre grupos de diferente orientación tanto psíquica como económica, y que lo que tenemos es cualquier cosa menos un “conflicto de ambivalencia”. El arreglo de la bandera no era el resultado de un conflicto de ambivalencia, sino más bien la fórmula de transacción entre diferentes reivindicaciones de grupos sociales que luchaban entre sí.
    ¿Qué diferencias substanciales resultan de la diferencia metodológica? Tanto en la interpretación del contenido del dogma cristológico como en la evaluación psicológica del dogma como tal, un método diferente lleva a resultados diferentes.
    Hay un punto común de partida: la interpretación de la fe cristiana primitiva como una expresión de hostilidad hacia el padre. En la interpretación del desarrollo dogmático posterior arribamos, sin embargo, a una conclusión exactamente opuesta a la de Reik. Éste considera que el gnosticismo como un movimiento en el que los impulsos rebeldes, sostenidos por la religión filial del cristianismo, han predominado hasta el extremo, hasta la degradación del dios padre. Hemos intentado demostrar, por lo contrario, que el gnosticismo eliminó las tendencias revolucionarias de los primeros cristianos. El error de Reik nos parece derivar del hecho de que, de acuerdo con su método, él advierte sólo la fórmula gnóstica del apartamiento del dios padre judío como un todo, en el cual se puede atribuir un significado completamente distinto a la fórmula de hostilidad hacia Jahvé. La interpretación de la continuación del desarrollo dogmático lleva a otros resultados igualmente contrarios. En la doctrina de la preexistencia de Jesús, Reik ve la supervivencia y conquista de la hostilidad cristiana original hacia al padre. En directa oposición con esta idea he intentado demostrar que en la idea de la preexistencia original de Jesús, la hostilidad original hacia el padre es reemplazada por una tendencia armonizadora de signo opuesto. Vemos aquí que la interpretación psicoanalítica conduce hacia dos concepciones opuestas del significado inconsciente de diferentes formulaciones del dogma. Esta oposición no depende por cierto de ninguna diferencia en los presupuestos psicoanalíticos como tales. Se basa sólo sobre la diferencia en el método de aplicar el psicoanálisis a los fenómenos sociopsicológicos. Las conclusiones a que arribamos nos parecen correctas, pues, a diferencia de las de Reik, no provienen de la interpretación de una fórmula religiosa aislada sino del examen de esta fórmula en su relación con la situación vital real de los hombres que la sostienen.
    No menos importante es nuestra discrepancia, que resulta de la misma diferencia metodológica, respecto de la interpretación del significado psicológico del dogma como tal. Reik ve en el dogma la expresión más importante del pensamiento compulsivo popular, e intenta demostrar “que los procesos psíquicos que llevan al establecimiento y desarrollo del dogma siguen congruentemente los mecanismos psíquicos del pensamiento compulsivo, que los mismos motivos predominan en una zona que en la otra”. Encuentra que el desarrollo del dogma está condicionado por una actitud ambivalente hacia el padre. Para Reik, la hostilidad hacia el padre halla su primer punto elevado en el gnosticismo. Los apologistas desarrollaron entonces una cristología del logos, donde está claramente simbolizada la finalidad inconsciente de reemplazar a Dios Padre por Cristo, aun cuando poderosas fuerzas defensivas impiden el triunfo de los impulsos inconscientes. Tal como en el caso de una neurosis obsesiva, y en la que dos tendencias opuestas alternativamente logran ventaja, de acuerdo con Reik aparecen las mismas tendencias conflictivas en el desarrollo del dogma, que sigue las mismas leyes que rigen en la neurosis. Acabamos de demostrar detalladamente el lugar de origen del error de Reik. Pasa por alto el hecho de que en este caso el sujeto psicológico no es un hombre y ni siquiera un grupo que posea una estructura psíquica inmutable y relativamente unificada, sino que más bien está formado por grupos diferentes con diferentes intereses sociales y psíquicos. Los diferentes dogmas son una expresión justamente de esos intereses en conflicto, y la victoria de un dogma no es el resultado de un conflicto psíquico interno análogo al de un individuo, sino que es antes el resultado de un desarrollo histórico que, como consecuencia de circunstancias externas completamente diferentes (tal como por ejemplo el estancamiento y retroceso de la economía y de las fuerzas sociales y políticas vinculadas con ella), lleva al triunfo de un movimiento y a la derrota de otro.
    Reik concibe el dogma como una expresión de pensamiento compulsivo, y el ritual como una expresión de acción compulsiva colectiva. Es por cierto correcto que en el dogma cristiano, así como en muchos otros dogmas, la actitud ambivalente hacia el padre desempeña un papel importante, pero esto no demuestra de ningún modo que el dogma equivalga al pensamiento compulsivo. Hemos intentado demostrar exactamente la forma en que las variaciones ocurridas en el desarrollo del dogma, que en un primer momento sugieren la idea de pensamiento compulsivo, requieren en realidad una explicación diferente. El dogma está en gran parte condicionado por motivos políticos y sociales reales. Sirve a manera de una especie de estandarte, y el reconocimiento del estandarte es la declaración de pertenecer a un grupo particular. Sobre esta base es comprensible que las religiones que están suficientemente consolidadas por elementos extrarreligiosos (así como el judaísmo lo está por un elemento étnico) sean capaces de prescindir casi por completo de un sistema de dogmas en el sentido católico.
    Pero es obvio que esta función organizadora del dogma no es su única función, y el presente estudio ha intentado demostrar que el significado social se le debe atribuir al dogma por el hecho de que en la fantasía gratifique las demandas de la gente, y ocupe el lugar de la gratificación real. Dado el hecho de que las gratificaciones simbólicas están condensadas en la forma de un dogma en el que las masas deben creer por la autoridad de sacerdotes y gobernantes, nos parece que el dogma puede ser comparado con una sugestión poderosa, que es experimentada subjetivamente como real debido al consenso existente entre los creyentes. Para que el dogma pueda llegar al inconsciente, estos contenidos no pasibles de ser percibidos conscientemente deben ser eliminados y presentados de formas racionalizadas y aceptables.

  • ArjunaV

    CONCLUSIÓN

    Hagamos una recapitulación de lo que nuestro estudio ha mostrado acerca del significado del significado de los cambios ocurridos en la evolución del Dogma de Cristo.
    La primitiva fe cristiana en el hombre doliente que se convirtió en Dios tuvo su significado central en el deseo implícito de derrocar al dios padre o sus representantes terrenos. La figura del Jesús sufriente se originó principalmente en la necesidad de identificación por parte de las masas sufrientes, y sólo secundariamente estaba determinada por la necesidad de expiación del crimen de agresión contra el padre. Los adeptos de estafe eran hombres que, por causa de su situación vital, se hallaban imbuidos de odio hacia sus dirigentes y esperaban alcanzar su propia felicidad. El cambio de la situación económica y la composición social de la comunidad cristiana alteró la actitud psíquica de los creyentes. Se desarrolló el dogma; la idea de un hombre que se convierte en dios pasa a ser la idea de un dios que se convierte en hombre. El padre ya no debe ser derrocado; los culpables no son los dirigentes sino las masas sufrientes. La agresión ya no se dirige contra las autoridades sino contra las personas de los propios sufrientes. La satisfacción reside en el perdón y el amor que el padre ofrece a sus hijos sumisos, y simultáneamente en la posición de la regla y paternal que asume el doliente Jesús mientras sigue siendo el representante de las masas sufrientes. Jesús llega eventualmente a ser Dios sin derrocar a Dios, pues siempre fue Dios.
    Detrás de esto se halla una regresión todavía más profunda que encuentra expresión en el dogma homousiano: el Dios paternal, cuyo perdón puede ser obtenido sólo por medio del propio sufrimiento, se transforma en la madre llena de gracia que amamanta al niño, lo cobija en su vientre, y así ofrece perdón. Descripto en términos psicológicos, el cambio que aquí tiene lugar es el abandono de una actitud hostil hacia el padre para pasar a una actitud pasiva y masoquístamente dócil, y finalmente a aquella del infante amado por su madre. Si este desarrollo hubiera tenido lugar en un individuo aislado, indicaría una enfermedad psíquica. Tiene empero lugar a través de un período de siglos, y afecta no a la entera estructura psíquica de los individuos sino sólo a un segmento común a todos; no es expresión de una perturbación psicológica sino más bien de adaptación a la situación social dada. Para las masas que conservaban un remanente de esperanza de derrocar a los dirigentes, la fantasía cristiana primitiva era adecuada y satisfactoria, como lo fue el dogma católico para las masas de la Edad Media. La causa del desarrollo reside en el cambio ocurrido en la situación socioeconómica o en el retroceso de las fuerzas económicas y sus consecuencias sociales. Los ideólogos de las clases dominantes reforzaron y aceleraron este desarrollo al sugerir a las masas satisfacciones simbólicas, y guiar su agresión por canales socialmente inofensivos.
    El catolicismo significó el retorno embozado a la religión de la Gran Madre que había sido derrotada por Jahvé. Sólo el protestantismo retornó al dios padre . Se encuentra en el comienzo de una época social que permite una actitud activa por parte de las masas, en contraste con la actitud pasivamente infantil de la Edad Media .