A mitad del camino: La falacia de la iluminacion prematura

A Mitad de Camino,
La Falacia de la Iluminación Prematura

Maria Caplan

«Estoy realmente horrorizado con lo que sucede entre nosotros estos días. Cualquiera que ha comenzado hace poco a meditar, si se hace consciente de palabras de este tipo durante su autorrecogimiento, las pronuncia afirmando que son obra de Dios; y convencido de que así es, sigue proclamando: «Dios me ha dicho esto» o «He obtenido esta respuesta de Dios». Pero todo esto es ilusión y fantasía; en esos casos, uno no hace más que hablarse a sí mismo. Además, el deseo de estas palabras y la atención que se les da, termina por persuadir a los hombres de que todas las observaciones que se dirigen a sí mismos son respuestas de Dios.»

Así de contrariado se pronunciaba todo un San Juan de la Cruz a cerca de los estragos producidos por la infatuación egoica entre los monjes cristianos del siglo XVI. Desde entonces mucho ha cambiado el panorama espiritual en occidente; particularmente, tras la irrupción en tromba de las espiritualidades orientales y de la así llamada Nueva Era a partir de los años 60 del siglo pasado, con la subsiguiente proliferación entre nosotros de todo tipo de prácticas realizativas, a cada cual más exótica. Sin embargo, ayer como hoy, las flaquezas humanas parecen ser un invariante del proceso espiritual.

La creciente pujanza de los valores seculares en todo el occidente cultural acabó por suplantar a los religiosos de antaño. La tradicional religiosidad que había impregnado durante siglos todo el orden social, devendría primero religión, para, más adelante, quedar relegada al ámbito privado o a la mera formalidad ocasional. En muchos casos, ello supondría la pérdida total o parcial de una rica tradición religiosa cada vez más depauperada y disociada de la propia vida de uno. No obstante, era sólo cuestión de tiempo el que el genuino anhelo espiritual de la gente por “lo que es real” buscara naturalmente nuevas vías de actualización, aunque tuviera que ser allende sus fronteras. Y sino, ya se encargarían las milenarias tradiciones orientales, y otras de más reciente cuño, de llamar oportunamente a su puerta.

Ahora bien, el hecho de que en occidente no existiera en absoluto una matriz socio-cultural preparada para recibir y asimilar de manera contextualizada tal avalancha de nuevas espiritualidades, con su diversidad de referentes culturales, valores, propuestas y doctrinas, originaría el que la situación actual de la espiritualidad occidental sea, en opinión de Mariana Caplan, «la de una grave distorsión, confusión, fraude y una fundamental falta de educación» [en el terreno espiritual].

El apartado por antonomasia donde se concentra mayor grado de ingenuidad, ignorancia, autoengaño y falsedad dentro de la espiritualidad contemporánea es el de la iluminación, lo que quiera que cada cual entienda por ello. En un segundo lugar, muy cerca de la iluminación, se hallaría la categoría de las experiencias “místicas” o “espirituales”. Y es que, culturalmente, apenas comprendemos qué son, qué significan, qué implican y lo que podría esperarse de ellas. El presente libro se ocupa de estos temas y en particular de la cuestión de “el error de creer prematuramente que se ha llegado a la iluminación”.

Para ello, la autora se ha basado en los testimonios y entrevistas personales con unos treinta maestros e instructores espirituales de diferentes tradiciones (judía, hindú, budista, baul, católica y sufí, entre otras), con practicantes espirituales experimentados, así como con prestigiosos intelectuales y psicólogos. Entre ellos encontramos personalidades tales como: Chögyam Trungpa Rinpoche, Joan Halifax, Charlotte Joko Beck, Phillip Kapleau, Mel Weitzman, George Feuerstein, Robert Svoboda, Arnaud Desjardins, Andrew Cohen, Rabí Zalman-Schachter Shalomi, Carl G. Jung, Claudio Naranjo, Christina Wolf o Charles Tart. La autora se apoya también en una cantidad sustancial de datos procedentes de su propio maestro, Lee Lozowick, de la tradición hindú.

Sin duda, el tema es peliagudo, como no deja de observa George Feuerstein en el prólogo:

«La iluminación nos libera de las ilusiones y engaños. Hablar o escribir de la iluminación antes de realizarla resulta problemático, si no pura locura, ya que nuestras ilusiones y engaños se hayan todavía presentes. Esta es la incómoda situación en que se encuentra la autora de este libro. El lector hará bien en reconocer la misma incomodidad al leer esta obra.

Teniendo en cuenta la dificultad inherente, podríamos decir incluso evidente imposibilidad, de definir o describir con precisión la iluminación, Mariana Caplan ha efectuado un sutil trabajo de ir rodeando el asunto, iluminándolo desde diversos ángulos, al mismo tiempo que se apoya en la sabiduría y la necedad de otros.» (p. 15)

Ahora bien, a menos que hablemos o escribamos sobre la iluminación, no llegaremos a saber que es posible, ni mucho menos podremos sentirnos motivados a realizarla. Y es que si alguna utilidad puede tener una tarea tan necesariamente equívoca como pensar y hablar de la iluminación, ésa es la de estimularnos a emprender una disciplina espiritual, lo cual exige un compromiso de por vida. Este libro trata de esclarecer en la medida de lo posible lo que puede significar tal compromiso por alcanzar la iluminación, y las dificultades con la que alguien que decida asumirlo se encontrará muy seguramente a lo largo del camino.

Y es que la “vía espiritual” está plagada de gozos celestiales y de caídas infernales, de progresos sin precedentes y de frustrantes retrocesos, de luces y de sombras, de hallazgos felices y de penosos extravíos, de tentaciones de poder y de sentimientos de entrega y vulnerabilidad. Todo ello sucediéndose a través de, unas veces –las menos–, pasajes extraordinarios, y otras –las más–, de cruda cotidianidad. La experiencia mística nos recuerda una y otra vez que es fútil aferrarse a ella; que tanto “la cabeza” como “el corazón” se expresan a menudo en tonos similares; que las ilusiones y los desengaños, los pasos de fe y los pasos en falso constituyen una parte importante e insoslayable del camino; que el “materialismo espiritual” y los especuladores de almas acechan en cada recodo del camino. En suma, que «no podemos confiar en nuestras experiencias y sin embargo tenemos que confiar en ellas.»

La autora delimita de la siguiente manera la intención de esta obra: «Mi objetivo es plantear estas cuestiones, no resolverlas. El campo de la práctica espiritual auténtica es tan multidimensional y multifactorial, y los posibles engaños tan sutiles y frecuentes, que no podemos aspirar más que a profundizar cada vez más en nuestra propia práctica espiritual con la protección ofrecida por estas preguntas, considerando lo que se presenta en la medida en que seamos capaces y aplicándolo lo mejor que podamos a nuestras vidas.» Para ello, estructura su estudio en cinco partes:

La 1ª Parte, titulada La iluminación y la experiencia mística, analiza qué es lo que impulsa a la gente a buscar la iluminación y lo que se entiende por tal, distinguiendo entre las nociones de experiencia mística, iluminativa y de presunción de iluminación.

Las motivaciones para la búsqueda espiritual son ante todo inconscientes. Y hacernos conscientes de ellas forma parte de la práctica espiritual. Cada uno de nosotros compartimos una experiencia doliente común, así como una sed de libertad infinita; también una sabiduría innata que nos impulsa y guía hacia ella. Caplan explica: «Algunas personas pueden expresar este anhelo a través del alcoholismo, otras anestesiándose a sí mismas en la codependencia en las relaciones o con la saturación material; y otras a través de un intenso estudio, de la meditación y la búsqueda de la verdad. Pero hay algo que sigue siendo común a todos. De algún modo compartimos nuestro destino y estoy agradecida porque se me recuerde esto tan a menudo.»

Entre las motivaciones “puras” que pueden impulsar una práctica espiritual se enumeran las siguientes:

-La compasión de quien ha sentido el sufrimiento de la humanidad y ha percibido que no hay otra elección más que intentar vivir desde la perspectiva iluminada, lo cual implica querer liberarse, no para sí mismo, sino en aras de la totalidad.

-La humildad de quien ha vislumbrado la gloria de Dios y lo único que quiere es celebrar, alabar y servir a esa visión.

En el primer caso, característico del karma y el jñana marga, los caminos de la acción desinteresada y la gnosis, la motivación del servicio es el sufrimiento de la humanidad; mientras que en el segundo, característico del bhakti marga, el camino de la devoción, la motivación del servicio es la majestad de Dios o la Verdad.

Por otro lado, entre las motivaciones “impuras”, se cuentan:

-La eliminación egoísta del sufrimiento.

-La ambición de poder y control personal.

-La supervivencia y perpetuación del sentimiento egoico.

-La fama, el reconocimiento, o el ser amado y respetado.

-El encontrar un sentido a la vida.

La mayoría de las veces, la motivación primera no es sino el mero materialismo espiritual, una mera extensión del materialismo a secas, en busca de nuevos territorios a depredar. Queda ilustrado cómicamente por aquella señora que a la salida de una charla de uno de los gurús más populares del momento, reclamaba indignada a uno de los organizadores del evento: «¡He pagado cien dólares para conseguir la iluminación! ¡Me siento estafada!¡Quiero que me devuelvan mi dinero!»

Que el dinero no pueda comprar la iluminación, esencialmente gracia y gratuidad, no es óbice para que haya quienes pretendan lucrarse a su costa, aún a precio de saldo. Así, cuando la mayoría de las filosofías y psicologías de la Nueva Era venden masivamente una iluminación fácil y accesible a todo el mundo, lo que realmente están haciendo no es sino ofrecer modos de perpetuar el sueño autocomplaciente del ego a fin de que éste se sienta un poco mejor dentro de la ilusión en la que vive. Las auténticas disciplinas espirituales, sin embargo, tratan de despertarnos de ese sueño, de esa ilusión básica que tanto nos aflige. Esto requiere el compromiso profundo y sincero con una disciplina espiritual; algo de lo que las masas de ayer y de hoy nunca han estado demasiado por la labor.

«Muchos de los llamados “buscadores” no son más que Narcisos que se arrastran», afirma el controvertido maestro Bubba Free John (Adi Da). Podemos partir de casi cualquier neurosis y proyectar en la búsqueda espiritual promesas de salvación y todo tipo de beneficios ilusorios que tarde o temprano están abocados a defraudarnos. No obstante, pueden constituir mojones importantes en el camino. El gran regalo de todo camino espiritual genuino es que, a pesar de las propias motivaciones, sean éstas puras o impuras, el sendero mismo, asistido por un maestro fidedigno, refinará progresivamente la motivación de partida y transformará con el tiempo al individuo.

El ego es considerado habitualmente como el verdadero villano de la película y “debe morir”. Fuera del contexto espiritual adecuado, empero, estas nociones sólo pueden hacer más mal que bien. Chögyam Trungpa decía: «Mucha gente comete el error de pensar que, puesto que el ego es la raíz del sufrimiento, el objetivo de la espiritualidad es destruirlo. Pero (…) esa lucha no es más que otra expresión del ego.» Debemos, pues, ser muy sutiles. El mismo ego contra el que tan vehementemente combaten los aspirantes espirituales es el ego que les permite sobrevivir y funcionar de la manera más básica, que les conduce al camino espiritual y que más tarde les ayuda a atravesarlo. Es lo que nos mantiene con los pies en el suelo, con nuestras mentes espirituales conectadas a tierra. En este sentido, el ego constituye un vehículo sumamente valioso para el avance espiritual. Otra de sus funciones es asistir al individuo a vivir una vida de madurez, integración y confianza. Carl G. Jung considera necesario desarrollar antes un ego fuerte (individuación) como base para el desarrollo espiritual. Paradójicamente, puede ayudar al aspirante a gestionar y asimilar satisfactoriamente las experiencias “carentes de ego”. Por tanto, se trata, no de matar al ego, sino de aprender a vivir con ego y ponerlo al servicio de una causa superior a él. Este libro asume así que el ego no muere realmente en la iluminación, sino que el individuo deja de identificarse con él.

¿Pero qué es la Iluminación? He aquí la gran pregunta y el koan imposible de la espiritualidad de todos los tiempos. «¿Para que quieres saber lo que es la iluminación? Puede que no te guste.» (Suzuki Roshi) El principal riesgo de intentar contestarla es que nos limitemos a añadir una idea más a nuestro ya de por sí atestado almacén de conceptos. Es una de las razones de la máxima que prescribe: «es mejor no hablar de ello.» Pero, dado que el término “iluminación” existe en el mundo convencional en tanto que concepto, y dado que todavía no tenemos mejor sustituto para el mismo, más vale clarificar y ampliar nuestra perspectiva sobre él, antes que dejarlo en su distorsionado estado. Y es que si algo caracteriza a la iluminación, eso es, en principio, el sin fin de proyecciones, expectativas, idealizaciones, fantasías y proyectos de salvación que acostumbra a alimentar –y de las que se alimenta–. ¿Quizá porque todas ellas forman parte integral e imprescindible del mismo kit del despertar? En cualquier caso, Lee Lozowick advierte: «Si estás pensando que una vez que te ilumines, la vida será un estado dichoso, feliz, puro, luminoso, ininterrumpidamente, yo que tú no seguiría con esa idea. Vivimos pensando: “Si pudiera despertar, mis problemas se resolverían”. Pero no es así.»

Las siguientes definiciones contemporáneas, que posteriormente son elaboradas por la autora con cierto detalle, pueden servirnos para enfocar la iluminación de manera algo más balanceada y, por tanto, realista:

«La iluminación consiste en hacer estallar las construcciones mentales.» (George Feurstein)

«La iluminación es la condición en la que el cuerpo y la mente se hallan perfectamente sincronizados con la Realidad trascendente.» (George Feurstein)

«La iluminación es sensibilidad. La sensibilidad consiste en ser capaz de responder e interactuar con la realidad, en lugar de estar proyectando sobre ella.» (Reggie Ray)

«La iluminación consiste en una mente relajada, que no desea (otra cosa que lo que es).» (Joan Halifax, Arnaud Desjardins)

«La iluminación es el conocimiento de que todo es transitorio, incluso la iluminación.» (Lee Lozowick)

«La iluminación es una energía impersonal, cuyo movimiento es la evolución de la conciencia en el universo.» (Andrew Cohen)

«La iluminación es la realización de la interdependencia.» (Joan Halifax, Christina Grof)

«La iluminación es la realización de que no sabes nada.» (Mel Weitzman)

«La iluminación se reconoce más fácilmente a través de la comprensión del propio oscurecimiento.» (Charles Tart)

«La iluminación tiene grados.» (Arnaud Desjardins, Andrew Cohen)

«La iluminación es libertad del camino espiritual.» (Charles Tart)

«La iluminación no puede ser una experiencia del yo.» (Vimala Thakar)

En cualquier caso, se trata de una vivencia íntima y personal. En palabras del maestro de vipassana Mahasi Sayadaw: «Al igual que una comida muy apetitosa, sabrosa y deliciosa sólo puede ser apreciada totalmente por quien la ha saboreado –y además la ha compartido–, los distintos desarrollos cognitivos aquí descritos sólo pueden ser entendidos por quien los ha percibido por experiencia directa, y de ningún otro modo.»

En cuanto a la relación entre la iluminación y las así llamadas “experiencias místicas”, a saber: las diferentes experiencias corporales o sensoriales como el despertar de la kundalini; los estados de arrobamiento, beatitud o éxtasis del mundo de la forma pura; los estados infinitos de entrega y abandono del mundo de la no forma; los diferentes estados meditativos de conciencia, la emergencia de contenidos arquetípicos del submundo (subcosciente) o el supramundo (supraconsciente); los atisbos intuitivos de comprensión; la canalización, la oración, ciertas experiencias inducidas por drogas, etcétera, la principal diferencia es que «las experiencias místicas son experiencias, mientras que la iluminación no lo es.»

En la 2ª Parte de la obra, titulada Los peligros de la experiencia mística, se examina la tendencia del ego a distorsionar las verdades espirituales y las experiencias. Los asuntos tratados incluyen: el materialismo espiritual, el despertar espiritual, la inflación del ego, y la confusión de la experiencia mística con la iluminación.

A condición de que sepamos relacionarnos correctamente con ellas, las experiencias místicas pueden tener un gran valor en el marco de la práctica espiritual: 1) ofrecen un incentivo para proseguir, a través del atisbo de una realidad más amplia; 2) dan fe o la restablecen; 3) dejan impresiones poderosas en el consciente, de las que uno pasa a ser responsable; 4) cambian nuestros “puntos de encaje”; 5) contribuyen a un sentimiento de humildad y sano temor… 6) Incluso cabe aprovechar el entusiasmo narcisista que eventualmente se deriva de tal proceso para contagiar a otros y estimular su propia práctica.

Los peligros de la experiencia mística se derivan de: 1) la incapacidad de soportar el estrés físico o psicológico que supone el sobreflujo de energía liberado; 2) problemas de “confusión de niveles” “pre” o “sub”, y “trans” o “supra”; 3) una tendencia al egocentrismo o al autoengaño que puede hacer que la experiencia se interprete de manera errónea (makyo) por falta de un contexto adecuado; 4) el uso de las mismas como huida de sí mismo y de la realidad cotidiana; 5) la adicción o el apego espiritual, en tanto que apropiación y capitalización por parte del ego de las experiencias místicas (materialismo espiritual); 6) o el “ego espiritualizado”, que no se da cuenta de que él no puede tener experiencias místicas o “conseguir” la iluminación (en palabras de Trungpa, sería «como querer asistir a tu propio funeral»), desarrollando un aura de santurronería y un habla suave con respuestas sistemáticas e infalibles para todo.

Cuando no se supera esta etapa de la práctica, conduce a un callejón sin salida y a un estancamiento: Se pasa a un picoteo continuo de experiencias, a intentar repetir la experiencia en lugar de aceptar que se ha ido, a intentar retener y fijar los fenómenos místicos (lo que se conoce como “capturar la mariposa”), al orgullo espiritual, a la autocomplacencia y a la comodidad, incluso en el vacío. La maestra Joan Halifax dice: «El sentarse [en zazen] no es algo que nos dé seguridad. Se trata más bien de ir deshojándose uno mismo, quitándose capa tras capa, des-construyéndose uno mismo.» (p. 139)

Quizá uno de sus efectos más dramáticos sea la inflación del ego, o lo que E. J. Gould ha denominado “el complejo de Jesús”: El ego crece tanto a raíz de estas experiencias que oscurece la capacidad de percibirlas con claridad. Se da a menudo entre los individuos que proclaman prematuramente su propia iluminación, la cual ha venido precedida por experiencias místicas que han sido malinterpretadas al pasar por los filtros del ego. Las máscaras de esta inflación son múltiples: sentido de superioridad, vanidad, autosatisfacción, grandiosidad, sentimiento de ser especial, una apreciación exagerada del propio desarrollo espiritual, aislamiento, sentimiento de incomprensión, mesianismo, paranoia…. Sus causas han de encontrarse en: una expectación y un anhelo exagerados, la identificación con la experiencia, la perdida de base del ego ante la irrupción de los reinos arquetípicos; el intento de éste de controlar para sí el flujo de energía liberado; o la inseguridad e indefensión enmascarada de fortaleza, que pueden motivar este tipo de experiencias. Las soluciones pasan por: conceder crédito a aquello que es merecedor de crédito; no prestar demasiada atención o dar importancia a tales experiencias; mantener la calma; depurar la intención; o la siempre inestimable ayuda del linaje y del maestro.

Otra forma común de autoengaño consiste también en la manipulación por parte del individuo de diferentes truismos espirituales en un intento inconsciente basado en el ego de sabotear un encuentro con la Verdad sin adornos. «El gurú interno me guía», «Todo es mi maestro», «Todo es una ilusión», «Todo es uno»: estas afirmaciones son frecuentemente utilizadas por los buscadores espirituales adelantándose a los acontecimientos y presumiendo estar iluminados mucho antes de que así sea. Cada una de tales afirmaciones se convierte así en un vehículo para el autoengaño. También entran en esta categoría las nociones de “guía interior” (versus el maestro exterior), la “sabiduría canalizada”, el “yo superiore/interior”, “seguir el propio corazón”, “escuchar la voz de Dios”, etc. En última instancia se refiere a que el gurú no es distinto del yo consciente.

Los efectos de estos truismos pueden ser devastadores, tal y como explica el místico cristiano contemporáneo Thomas Merton: «La persona más peligrosa del mundo es el contemplativo que no está guiado por nadie. Confía en sus propias visiones. Obedece las llamadas de una voz interior, pero no escucha a los otros hombres. Identifica la voluntad de Dios con su propio corazón… Y si la fuerza de su propia confianza se comunica a otros y les da la impresión de que realmente es un santo, tal persona puede arruinar toda una ciudad, una orden religiosa o incluso una nación. El mundo está lleno de cicatrices dejada en su carne por un visionario como ése.»

La medidas paliativas pasan por permanecer permanentemente alerta, un espíritu autocrítico y de autocuestionamiento y, por supuesto y sobre todo, el recurso al maestro exterior y la comunidad de compañeros espirituales.

La 3ª Parte del libro, titulada La corrupción y sus consecuencias, se centra en la dinámica del poder y la corrupción espiritual. Examina la mutua participación en connivencia, tanto del estudiante como del instructor, en la creación de una presuposición prematura o falsa de iluminación, y las consecuencias de emprender una función magisterial basada en tal presupuesto. Obviamente, la corrupción existe porque también existe la posibilidad de pureza. «El oro falso existe porque existe el oro auténtico», decía el gran místico sufi Rumi.

La relación maestro-discípulo es un sofisticado y delicado aspecto de la práctica espiritual, y terreno abonado para la manifestación de circunstancias corruptas e impuras, pero también beneficiosas para ambos. Implica fenómenos, a menudo inconscientes, de proyección, transferencia y contratransferencia, donde la complicidad mutua puede degenerar en codependencia espiritual: El pseudomaestro ofrece al estudiante la confianza que anhela diciéndose que está construyendo la autoestima adecuada en el estudiante, es decir, racionaliza las proyecciones que recibe. El estudiante alimenta por su parte la autoridad del maestro o desarrolla una adicción a los sentimientos o experiencias que goza en torno a él. Una de las consecuencias de estas situaciones es el asumir la función de enseñante antes de estar preparado; es lo que se conoce como “maestros y estudiantes a medio cocer”.

Tal situación surge cuando el maestro o el estudiante pierde su integridad y el otro le sigue rápidamente. Cuando, sin embargo, ambos se exigen integridad uno al otro, se están ayudando mutuamente a estar a la altura de las exigencias de sus respectivas posiciones. La solución es permanecer siempre en guardia. Lo cierto es que tanto el maestro como el estudiante son cien por cien responsables en su relación mutua. El maestro es totalmente responsable de no permitir que se cree una situación corrupta en su escuela y con sus estudiantes; el estudiante es responsable de no tolerar, participar en, mantener o tolerar o no, consciente o inconscientemente, una situación corrupta en su relación con su maestro o su comunidad espiritual. De esta manera ofrecemos un gran servicio al otro.

A menudo, sin que los propios maestros sean conscientes de ello, su matriz cultural constituye una parte importante de su protección. Además la matriz religiosa ofrece salvaguarda a través de los linajes. El célebre autor e intelectual Ken Wilber sugiere, de manera similar, que si no hay un linaje para proteger al maestro, «el maestro individual se convierte en la única fuente de poder legitimador. Dado que los individuos deben tener legitimidad… harán o serán lo que la autoridad legitimadora diga: una invitación a situaciones problemáticas.» Ciertamente, la falta en occidente de una sólida matriz cultural tal, sitúa a maestros y discípulos en una situación bastante delicada que precisa la máxima de las atenciones.

La 4ª Parte de la obra, titulada Caminando por un camino de minas, versa sobre cómo pueden los practicantes serios prevenir los peligros del sendero espiritual y aprender a evitar los escollos de la falsa iluminación. Los temas analizados en este capítulo incluyen: la verificación de la iluminación o lo que podríamos llamar “el control de calidad espiritual” («Los maestros antiguos atacaban violentamente a quienes proclamaban estar iluminados pero se negaban a ser verificados, llamándoles “gusanos que viven en el lodo de su autovalorado satori”.», Roshi Philip Kapleau); la purificación y la integración, y la necesidad de las tres tesoros del budismo: el maestro, la enseñanza y la comunidad espiritual.

La mayoría de la gente que efectúa declaraciones prematuras de iluminación rechaza la necesidad de no sólo un largo período de práctica espiritual (sadhana) en su vida, sino de toda una vida dedicada a la práctica continua, al estudio y profundización de la propia comprensión. Es lo que en ámbitos zen se denomina “Zen Budji”: un zen filosófico en el que no hay ni práctica seria ni verdadera realización; una práctica dirigida por uno mismo -por el propio ego, se entiende- cuando y como a uno le apetece. Todos los grandes maestros y pensadores, así como los grandes estudiantes espirituales que han intentado seguir el camino fácil y han fracasado han enfatizado luego la necesidad de la práctica espiritual disciplinada. La solución es siempre posible y se llama “práctica, aquí y ahora.”

Bob Hoffman, fundador del Proceso Hoffman de la Cuaternidad, dice: «Mucha gente que hace un cierto trabajo espiritual pone nata montada encima de la basura. La nata montada es auténtica, pero la basura empezará a apestar a través de la nata montada». La “nata montada” de las experiencias espirituales, como Hoffman las denomina, poseen un valor limitado e incluso puede ser engañosa si se sitúa sobre la basura de la estructura egoica no purificada. El exterior puede parecer bueno, pero si no hay nada sólido debajo, no se sostendrá. La práctica constante crea esta solidez a partir de un proceso de purificación psicológica de las impurezas (vasanas).

Cuando se tiene acceso a experiencias místicas y no existe una contenedor suficientemente apto para albergarlas, generalmente ocurre una de estas tres cosas: 1) producen una emergencia espiritual; 2) se malinterpreta su valor y causan inflación del ego; o 3) desaparecen sin catalizar ninguna transformación. No en vano se dice que si uno contemplase totalmente el rostro de Dios quedaría tan impresionado que podría perecer. Éste es el tipo de energía con el que están jugando los buscadores espirituales ingenuos. La tarea del sendero espiritual, explica Llewellyn Vaughan-Lee, de la tradición sufi, consiste en «ser capaz de contener las experiencias místicas para que no creen desequilibrio en la gente, pues algunas de ellas son muy poderosas.» La matriz es una base o estructura energética que se construye lentamente a través de la sadhana. Le permite al individuo contener energías y procesos espirituales superiores e integrarlos en su vida cotidiana.

Caplan abunda: «Los maestros zen de antaño decían que no es la cualidad de la iluminación lo que hace a la persona, sino la cualidad de la persona lo que hace la iluminación. Una matriz sólida se forma a través de años de práctica espiritual que moldea, configura y pule el carácter individual para que la calidad de la persona sirva como vehículo refinado para contener la energía de la iluminación.» (p. 262) En resumen, la práctica espiritual es el medio a través del cual se limpia la casa (se purifica) sustituyendo los antiguos hábitos (inconscientes y neuróticos) por un nuevo cuerpo de hábitos (conscientes, intencionales) y prepara la matriz que pueda contener de manera segura las energías superiores de la iluminación, Dios o la Verdad.

Por otra parte, la matriz sirve también para permitir que las experiencias espirituales tengan un valor transformador duradero. Sin la matriz, las experiencias o caen al inconsciente y se olvidan o se colocan en el estante acumulando polvo junto a otros trofeos del ego, sin que produzcan ningún cambio duradero en el individuo. La integración es el proceso por el cual las experiencias y las energías espirituales se asimilan lentamente en el cuerpo, produciendo una transformación total. Si bien la mente tiende a entrar y salir de estados iluminados, el despertar permanente se expresa en el cuerpo y a través de él. A través del proceso de la sadhana, se construye una matriz que pueda contener e integrar las experiencias y energías de modo que lleven a cabo la transformación, en lugar de alimentar las tendencias hacia la inflación y la interpretación incorrecta.

Sin integración, sugiere Vaughan-Lee, las experiencias nunca logran crear un fundamento. «Se quedan flotando en un séptimo cielo y nunca llegan a vivirse en el mundo, nunca se integran en las vidas cotidianas de la gente.» Todo ello requiere bastante tiempo. Vaughan-Lee cuenta que el maestro sufí Bhai Sahib decía que podría fácilmente sumergir a la gente en experiencias espirituales, pero que en general evitaba hacerlo. «¿De qué sirve? –comentaba el maestro– si cuando no estén conmigo no van a ser capaces de permanecer en ese estado?» No basta con las experiencias. Hace falta tiempo y trabajo para integrar en uno mismo los regalos de los dioses.

Lee Lozowick es vehemente cuando se refiere a la necesidad de integrar las experiencias en la vida misma, especialmente porque el estado del mundo se dirige hacia una condición potencialmente devastadora. Explica que cuando uno experimenta grandes estados místicos, la tendencia es casi siempre a querer permanecer absorto en esos estados y “abandonar el mundo”, pero que en lugar de eso la tarea consiste en ser funcionales en el mundo, y esto sucede a través del trabajo: el trabajo humano concreto y ordinario. La dualidad iluminada es la re-entrada en el mundo, después de una experiencia de no-dualidad, en la que uno funciona en el mundo a partir de su realización. Este es el estado orgánico del ser, Sahaja. Representa una relación sencilla y natural con la vida.

Por medio de la sadhana, de la construcción de una matriz y del proceso de integración uno comienza a desarrollar un sentido de creciente discriminación que incluye: la habilidad de discernir pensamientos y experiencias auténticas de aquellas basadas en el ego; la capacidad de manejar las experiencias místicas sin ser llevado por ellas; la aptitud para la integridad; y la habilidad de ver con claridad tanto en uno mismo como en otros estudiantes y hasta en los maestros. La dicriminación sólo llega a través de esfuerzos sinceros de autoobservación, autocuestionamiento y autohonestidad despiadada. Se cultiva a través de un escepticismo sano, no sólo hacia uno mismo sino también hacia los maestros espirituales, hacia las experiencias místicas y hacia las propias expectativas de lo que implica realmente el sendero espiritual y en qué consiste el progreso en él.

En cuanto a la forma de verificar las propias cualidades como discípulo, o de otra persona como maestro, el tema es complejo y los criterios de evaluación son necesariamente relativos y ambiguos, dada la diversidad con la que se expresa la iluminación encarnada, tanto en el observador como en lo observado. Algunos criterios se refieren a: la acción iluminada, la compasión o la humildad del maestro, observar el conjunto de sus discípulos, etc. «Dogen Zenji definió al maestro como alguien que está totalmente iluminado, que vive de acuerdo a lo que sabe que es la verdad y que ha recibido la transmisión de su propio maestro. Según estos criterios, muy pocos roshis podrían ser considerados maestros», explica el maestro zen Philip Kapleau. De todas formas, opina Lee Lozowick, «si uno no está iluminado, enseña lo que sabe, eso es todo. Y si eso se hace con integridad y entrega al propio camino, se puede ser una fuente de transmisión como cualquier otra». Sin duda es un criterio más amplio y posibilista. Arnaud Desjardins, por su parte, propone lo siguiente: «Para enseñar hay que estar básicamente libre en las cuatro principales áreas en las que se da el apego: dinero, sexo, poder, gloria. Quiere decirse no estar trastornado por esas cosas, no que se elimine su uso. Ante un verdadero maestro no se puede dejar de sentir su amor.» Y desde la tradición zen, Mel Weitzman sugiere: «Realmente, no existe una lista de cualificaciones bien determinadas, pero yo he confeccionado esta lista de criterios para ofrecer la transmisión del Dharma, aunque es bastante subjetiva. Incluye: una buena comprensión, la habilidad de enseñar a otros, servir a la Sangha y no promoverse a uno mismo o intentar obtener algo, no hacer las cosas sólo por interés propio y, desde luego, es muy importante la sinceridad.»

Primera y finalmente debemos confiar ante todo en nosotros mismos.

Finalmente, el conjunto de los Tres Tesoros sirve como sistema espiritual de “comprobaciones y contrapesos”, ofreciendo cada uno una perspectiva inapreciable que complementa y refuerza a los otros. Ofrecen un sistema completo de apoyo y permite áreas de mayor fuerza en la práctica y la atención, al mismo tiempo que sostiene a los más débiles. Como señala Lee Lozowick: «Sin el Buda, el Dharma y el Sangha como fuentes de ayuda, no importa lo clara que sea tu percepción, en realidad estás dando golpes en la oscuridad. Si te las arreglas para atravesar la vida sin meterte en un montón de dificultades, tu suerte es excelente.»

La 5ª y última Parte de la obra, Desilusión, humildad y comienzo de la vida espiritual, explica en qué consiste realmente la vida espiritual, una vez que se ha explicado en las partes previas lo que ésta no es. Básicamente, la práctica espiritual es desilusión y continua apertura a la realidad de las cosas tal y como son. «Cuando las cosas ordinarias se vuelven extraordinarias y las cosas extraordinarias se vuelven ordinarias, entonces se ha vislumbrado la iluminación», sentencia Lee Lozowick. Es una lección de humildad en la que se descubre no sólo que la vida espiritual no es lo que uno creía y que la iluminación no es lo que se pensaba, sino también que el nivel de logro no es el que uno imaginaba.

El desmantelamiento de todas las ilusiones, autoengaños e insinceridades no es una sadhana en la que se enrole voluntariamente mucha gente. La confrontación con el ego que exige es más de lo que la mayoría está dispuesta a soportar, a menos que la energía y la resolución interior para hacerlo les impulse a ello. Si alguien quiere saborear la Realidad, la Verdad, Dios, entonces quiere la desilusión, pues no hay otro camino.

El Roshi Kwong explica: «La iluminación es como un círculo: iluminación, luego desengaño, luego iluminación, y otra vez desengaño. Nos iluminamos mediante el desengaño y luego nos desengañamos de nuestra iluminación. Entonces de nuevo nos iluminamos por nuestro desengaño. No hay principio ni fin. Así pues, el adepto, o el verdadero buscador, siempre continúa.» Este trabajo es constante, de largo aliento, sin principio ni fin. Como dice Dogen Zenji: «No hay comienzo de la práctica ni final en la iluminación; no hay comienzo de la iluminación ni final en la práctica.» Después de 2500 años, el Buda sigue practicando.

Un buen mapa espiritual de carreteras («la iluminación es una tierra sin caminos», que decía Jiddu Krishnamurti), especialmente recomendable para todos aquellos que se hayan ya sinceramente comprometidos, o que consideran comprometerse algún día, con una vía espiritual cada vez más consciente y madura. Quizá no evite que se extravíe igualmente, pero le ayudará a saber que se ha extraviado.

por Kepa Egiluz