EL KÁLEVALA

EL KÁLEVALA

LA EPOPEYA NACIONAL DE FINLANDIA

Versión castellana  de ALEJANDRO CASONA
EDITORIAL  LOSADA, S.  A.

ISBN: 950-03-0412-0
Diseño de tapa: ALBERTO DIEZ
Digitalizado por Anelfer
Octubre 2002

PRÓLOGO

El Kálevala —título que significa la tierra de los héroes— es el poema nacional de Finlandia. Estricta¬mente es una colección de cantares épicos tradiciona¬les, reunidos bajo apariencia de poema. Su origen se remonta a los siglos VI a XIV, desde que los hombres de lengua finesa se establecieron en el territorio que hoy se llama Finlandia hasta la invasión de los suecos. Desde luego, al transmitirse de siglo en siglo, estos cantos sufrían alteraciones, pero en conjunto repre¬sentan bien aquella época lejana.
El idioma de Finlandia pertenece a la familia finno-úgrica, muy distinta de la indo-europea, cuyas lenguas ocupan la mayor parte del territorio de Europa y parte del de Asia (principalmente la India, la Persia, la Ar¬menia, la Siberia). Los principales representantes del grupo finno-úgrico, cuyos orígenes se sitúan hipotéti¬camente en la cuenca del Volga, son —además del fin¬landés— el estonio, el lapón y el húngaro. El finlandés recibe desde el final de la Edad Media la influencia del sueco: conquistada Finlandia por Suecia, se impone allí como oficial el idioma de la nación dominadora y se difunde como medio de expresión literaria; pero la lengua popular se mantuvo, y a ella se tradujo la Bi¬blia desde el siglo XVI. En los campos, sobre todo, persistían los viejos cantos del pueblo finlandés, y apa¬recían siempre nuevos poetas.

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  • Crow

    VII
    LEMMIKAINEN EL AVENTURERO

    Hora es ya de hablar de Athi  Lemmikainen, de cantar al bullicioso y astuto mozo.
    Athi, el bullicioso hijo de Lempi  , fue educado por su dulce madre en una casa construida a orillas del ancho golfo, detrás del promontorio de Kauko.
    Allí creció Kaukomieli  , nutriéndose de peces, hasta llegar a ser un hombre entre los hombres, un héroe de hermoso rostro, de tez rosada y fresca, erguida cabeza, noble y soberbio el ademán. Pero tenía un pe¬queño defecto, una costumbre poco digna de elogio: siempre vivía en pos de las mujeres, pasando sus no¬ches a la caza de aventuras, frecuentando las alegres veladas de las mozas, los ruidosos juegos de las de lar¬gas trenzas.
    Y sucedió que había en la isla de Saari una rubia doncella, una radiante flor, llamada Kylliki. Crecía y se hacía mujer en la ilustre casa de su padre, sen¬tada en el escaño de honor.
    Y la fama de su belleza voló a lo lejos; y de todas partes acudieron pretendientes a solicitar su mano. El bullicioso Lemmikainen, el bello Kaukomieli, concibió el proyecto de ir también él a pretender a la doncella, la de las largas trenzas, la graciosa flor de Saari.
    Su madre trató de disuadirle, queriendo retenerle a su lado: “Guárdate, hijo mío, de pretender a quien es de más noble estirpe que la tuya. De ningún modo se¬rías admitido en la ilustre familia de Saari”.
    El travieso Lemmikainen, el bello Kaukomieli, res¬pondió: “Si no pertenezco a una ilustre casa, si no des¬ciendo de una alta estirpe, yo me haré agradable por mi rostro, yo sabré seducir sin otros méritos que los de mi persona”.
    Y enjaezó su caballo, lo unció al trineo, y partió con estruendo, para ir a solicitar la mano de la graciosa flor, de la hermosa doncella de Saari.
    Pero en el momento en que hacía su pomposa en¬trada en la isla, su hermoso trineo volcó inesperada¬mente. Las mujeres se echaron a reír burlándose de él.
    Entonces el jovial Lemmikainen rechinó los dientes, irguió la cabeza, sacudió su oscura melena y dijo: “Nunca había visto ni esperaba oír que una mujer se riera de mí, que me hiciera mofa, una mozuela”.
    Y sin cuidarse gran cosa de lo que pasaba a su alre¬dedor, levantó la voz y dijo: “¿Hay un lugar en Saari, un lugar donde yo pueda participar en los juegos de las muchachas, danzar con las de largas trenzas?”
    Las muchachas de Saari, las vírgenes del promonto¬rio, contestaron: “Sin duda encontrarás entre nosotras lugar para juzgar y retozar como el pastor en el claro del bosque, como el zagal sobre el heno de la pradera. Las mozas de Saari son delgadas; aquí sólo son gordos los caballos”.
    El bullicioso Lemmikainen no se mortificó poco ni mucho por el tono de la respuesta. Aceptó una plaza de pastor, y durante todo el día cuidaba los rebaños; pero por las noches frecuentaba los alegres corrillos de las muchachas, los alocados juegos y los risueños pasatiempos de las de largas cabelleras.
    De esta manera el jovial Lemmikainen, el bello Kau¬komieli, acabó con las burlas de las bromistas; y pronto no hubo doncella en toda la isla, aun entre las más castas y tímidas, a la cual no hubiera prodigado sus ca¬ricias, y con la cual no hubiera compartido su lecho.
    Sólo una le faltaba, una virgen que ningún preten¬diente había logrado rendir, que ningún hombre había podido subyugar: era la bella Kylliki, la graciosa flor de Saari.
    El alegre, el hermoso Kaukomieli, gastó cien pares de zapatos y cien pares de remos en perseguir a la bella, cortejándola. La bella Kylliki le dijo: “¿Qué ha¬ces tú aquí miserable? ¿Por qué, vil gorrión, correteas nuestra isla, de cháchara con las mozas, siempre detrás de los lindos talles? ¡Nada quiero yo con locos mozal¬betes, con turbulentos libertinos! Quiero por esposo un hombre digno y serio como yo; quiero para mi be¬lleza orgullosa otra belleza más orgullosa aún; quiero para mi noble sangre una sangre aún más noble”.
    Transcurrió algún tiempo, dos semanas apenas; y un buen día, un lindo atardecer, las doncellas de Saari danzaban y retozaban alegremente en un claro del bos¬que, entre los floridos brezos. Kylliki estaba a la cabe¬za de ellas, como la más ilustre y hermosa.
    De repente la llegada de Lemmikainen las sorpren¬dió, apareciendo en su trineo tirado por fogoso caballo. Raptó a Kylliki y la obligó a sentarse a su lado, en el banco de tablillas. Después hizo restallar su látigo sobre los ijares del corcel.
    Kylliki vertía amargas lágrimas, la flor de Saari se lamentaba: “Déjame partir, devuélveme mi libertad para tornar a mi casa, junto a mi madre desolada”.
    Pero Lemmikainen no dejó partir a la bella Kylliki, y le dijo: “¡Oh, Kylliki, perla de mi corazón, dulce y querida amiga, no te aflijas así! No quiero yo hacerte mal alguno. Tú te apoyarás sobre mi pecho al comer, en mi brazo al pasear, cuando me detenga estarás a mi lado, y cuando duerma serás la compañero de mi lecho.
    “¿Acaso te desconsuela, y por eso tus lamentos, que no pertenezca yo a una alta estirpe, que mi casa no sea lo bastante ilustre? Si no desciendo de elevada estirpe, si mi casa no es bastante ilustre poseo en cam¬bio una flamígera espada, un acero del que saltan relámpagos. ¡Mi espada sí es de noble sangre, de en¬cumbrado origen! Con ella ilustraré mi nombre. ¡Yo extenderé lejos mi fama, con mi cuchilla de punta de fuego, con mi acero chispeante!”
    La pobre Kylliki lanzó un suspiro y dijo: “¡Oh Athi, hijo de Lempi! si quieres tener por esposa a una don¬cella como yo, por compañera de tu vida, has de pro¬meterme con juramento eterno, has de jurarme no em¬prender jamás ninguna expedición guerrera, ni para conquistar oro ni para amontonar plata”.
    El bullicioso Lemmikainen dijo: “Júrame a tu vez que no volverás a corretear por el pueblo, aunque ar¬das en deseos de retozar y de entregarte a la danza”.
    Y Lemmikainen y Kylliki juraron juntos, el uno no ir a la guerra, y la otra no corretear por el pueblo, cambiando sus juramentos, sus eternas promesas, en pre¬sencia del dios revelado, del todopoderoso Jumala.
    El jovial Lemmikainen llegó al fin a su casa, junto a su madre muy amada, la que lo amamantó a su pecho. La anciana le dijo: “Mucho tiempo has permanecido, hijo mío, sí, mucho tiempo, en tierra extraña”.
    El jovial Lemmikainen respondió: “Tenía que ven¬garme de las burlas de las mozas, de las risas de las castas doncellas, que habían hecho pública mofa de mí. Y me he vengado raptando a la más bella, lleván¬dome en mi trineo a la mejor de todas”.
    La anciana dijo: “Glorificado seas, oh Jumala, alabado seas, oh único creador, ya que me has enviado una nue¬ra, una encantadora nuera, hábil en encender la lumbre, experta en tejer el lino, en hilar la lana y en lavar la ropa. Y tú, hijo mío, ensancha tu habitación, agranda las ventanas, levanta nuevas paredes y puertas, engala¬na toda la casa; porque eres el dueño de una hermosa doncella, de una doncella mejor que tú, más noble que todos los de tu raza”.

    Athi Lemmikainen, el bello Kaukomieli, vivió lar¬gos días en dichosa unión con la joven. Ni él salía a la guerra, ni Kylliki correteaba por el pueblo.
    Pero sucedió que un día, una mañana, Athi Lemmi¬kainen salió de pesca, y no regresó a la tarde, ni a la caída de la noche. Entonces Kylliki salió por el pueblo, y fue a mezclarse en los alborozados juegos de las mozas.
    Ante tal noticia, el joven Athi, el bullicioso Lemmi¬kainen, fue presa de una larga y fuerte cólera, y dijo: “Oh mi anciana madre: moja mi camisa en el veneno de una negra serpiente y ponía a secar en seguida, por¬que quiero partir a la guerra; quiero lanzar una corre¬ría contra los hogares de Pohjola, donde viven los hijos de los Lapones. Ya que Kylliki ha abandonado la casa y corretea por el pueblo, mezclándose en los corrillos de las mozas, en los alborozados juegos de las de larga ca¬bellera”.
    La joven Kylliki se apresuró a responder: “¡Guárda¬te de ir a la guerra, mi querido Athi! Mientras dormía profundamente he tenido un sueño: el fuego bramaba alrededor nuestro como el horno de una fragua, las llamas se elevaban en torbellino tempestuoso lamiendo los muros exteriores; después invadían bruscamente la casa, como una salvaje catarata, corriendo de ventana a ventana, saltando desde el suelo a la techumbre”.
    El bullicioso Lemmikainen respondió: “No creo en sueños de mujer, ni más ni menos que en sus juramen¬tos. Dame, madre mía, mi camisa y mi armadura de guerra. ¡Quiero beber la cerveza del combate, quiero gustar la dulce miel de las batallas!”
    Y el bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, comenzó a peinar sus largos cabellos; después colgó el peine en la viga maestra del hogar, y alzó la voz, diciendo: “Cuando el golpe mortal hiera a Lemmikai¬nen, cuando la desgracia haya abatido al infortunado héroe, este peine destilará sangre; la sangre correrá por él en rojos arroyos!”
    Y contra la prohibición de su madre, contra los con¬sejos de aquella que lo amamantó, el alegre Lemmi¬kainen se dispuso a partir hacia la sombría Pohjola.
    Se cubrió con una cota de hierro, ciñó su tahalí de acero, y dijo: “Más seguro está el héroe en su coraza, más poderoso en su cota de hierro, más audaz con su tahalí de acero. Así puede afrontar los malos hechi¬ceros, puede reírse de los débiles y aun desafiar a los más fuertes”.
    Tomó su espada de afilada punta, su espada templa¬da en la morada de los dioses, la metió en la vaina y la ciñó a su costado. Después lanzó un mágico silbido, y de pronto, del fondo de un bosquecillo, un caballo acu¬dió, un corcel de crines de oro y encendida pelambre. El héroe lo enganchó a su trineo, a su hermoso trineo, después montó, hizo restallar su látigo ornado de perlas y partió como una centella. Bracea el caballo, se desliza el trineo, el camino se borra, retumban los cam¬pos de oro y las malezas de plata…
    Lemmikainen caminó un día y otro día. Al tercer día llegó a Pohjola. Se detuvo ante la primera casa y lanzó una furtiva ojeada al interior. Estaba llena de “tietajat”  , de poderosos magos, de sabios adivinos, de hábiles encantadores, cantando todos las runas de Laponia.
    El bullicioso Lemmikainen tomó otra forma y pene¬tró audazmente en la vivienda.
    El ama de la casa suspendió su trabajo y dijo: “Aho¬ra mismo había aquí un perro, de color rojizo, un devorador de carne, un quebrantahuesos, un chupador de sangre cruda. ¿Qué hombre eres tú, pues, entre los hom¬bres, qué héroe entre los héroes, que has podido cru¬zar ese umbral sin que el perro te haya oído, sin que te haya sentido el ladrador?”.
    El bullicioso Lemmikainen respondió: “No he veni¬do yo aquí con mi ciencia y mi destreza, con mi poder y mi sabiduría, con la fuerza y las virtudes mágicas que heredé de mi padre y las runas protectoras que aprendí de mi raza, para ser devorado por tus perros, para ser pasto de tus ladradores”.
    “Cuando yo era niño mi madre me bañó tres veces en el agua una noche de estío, y nueve veces una no¬che de otoño, para que me hiciese un “tietaja” podero¬so, un encantador famoso en mi tierra y en el mundo entero”.
    Y el bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomie¬li, comenzó a vociferar sus salvajes runas, desplegan¬do su maravilloso poder. Saltaban chispas de sus ves¬tidos de piel, sus ojos fulminaban llamas.
    Hechizó a los jóvenes, hechizó a los viejos, hechizó a los hombres maduros. Sólo a uno desdeñó: un viejo pastor de apagados ojos.
    El viejo pastor dijo: “Oh alegre hijo de Lempi, tú has encantado a todos, mozos y viejos y hombres ma¬duros ¿por qué me has dejado a mí?”.
    El bullicioso Lemmikainen respondió: “Te he dejado aparte porque ya eres bastante horrible a la vista, por¬que, sin que yo te haga nada, ya eres bastantes repug¬nante. Porque en tu juventud, cuando no eras más que un miserable pastor, tú has deshonrado a tu hermana, has violado a la hija de tu madre. Y lo mismo has profanado a tus jóvenes yeguas en el marjal, en el ombligo de la tierra, allí donde las aguas fangosas se pudren”.
    El viejo pastor, al oír esto, fue presa de una violenta cólera. Salió de la casa y se dirigió a la orilla del río Tuoni  , de la catarata sagrada. Y allí quedó a la es¬pera, espiando la hora en que Lemmikainen aban¬donase Pohjola para tornar a su patria.

    El jovial Lemmikainen dijo al ama de la casa: “Aho¬ra, vieja, tráeme aquí a tus hijas; quiero elegir para mí a la mayor, la más bella de todas”.
    La anciana respondió: “No te entregaré a ninguna de mis hijas, ni la mayor ni la más pequeña, ni la más bella, ni la más fea, porque tú ya tienes mujer; una legítima esposa en tu casa”.
    El bullicioso Lemmikainen dijo: “Yo encadenaré allá a Kylliki; la ataré a otros umbrales, a otras puertas. Y encontraré aquí una esposa mejor. Tráeme, pues, a tu hija, la más encantadora de las vírgenes, la más perfecta de las largas cabelleras”.
    Madre Louhi, el ama de casa de Pohjola, dijo: “No te entregaré a mi hija, no te entregaré a la núbil des¬posada, a menos que seas capaz de matar de un solo golpe, con una sola flecha, al cisne del torrente salva¬je, el ave del río de Tuoni el de las negras ondas”.
    El bullicioso Lemmikainen, el bello Kaukomieli, se encaminó al lugar donde nadaba el cisne, donde jugaba el largo cuello, junto al río de Tuoni el de las negras ondas.
    Avanzaba con firme paso, el rápido arco colgado al hombro y la aljaba llena de flechas a la espalda.
    El viejo pastor de mortecinos ojos, esperaba a la orilla del río de Tuoni, junto a la catarata sagrada, mirando en torno suyo y espiando la llegada de Lemmi¬kainen.
    Pronto lo vio acercarse. Entonces sacó del fondo de las aguas una monstruosa serpiente y la lanzó al co¬razón del héroe atravesándole desde la axila izquierda hasta el hombro derecho.
    El bullicioso Lemmikainen se sintió mortalmente herido, y clamó: “Desdichado de mí, que olvidé pedir a mi madre, a la que me llevó en su seno, dos o tres palabras siquiera para los grandes peligros. ¡Oh madre mía, si supieras donde se halla ahora tu infortunado hijo, seguro que correrías en mi ayuda; vendrías a arrancarme a la muerte, a impedirme morir, tan mozo aún, en este funesto viaje!”
    El anciano de Pohjola, el pastor de los mortecinos ojos, precipitó al hijo de Kálevala en los abismos del río de Tuoni el de las negras ondas, en el más letal torbellino de la catarata. Y el alegre Lemmikainen rodó al fondo con estrépito, en medio de las olas espu¬mantes, hasta las profundidades insondables. Entonces el sangriento hijo de Tuoni hirió al héroe con su espa¬da de acerada punta y fulgurante hoja, y dividió su cuerpo en cinco, en ocho trozos, y los diseminó entre las fúnebres ondas de Manala , diciendo: “Anda aho¬ra, flota para siempre jamás en estas aguas, con tu arco y tus flechas, y atrévete a disparar contra los cisnes de mi río, las aves que se hospedan en mis orillas”.
    Así acabó el jovial Lemmikainen; así terminó la aventura del temerario pretendiente, en el negro río de Tuoni, en los abismos de Manala.

    La madre del bullicioso Lemmikainen medita y se pregunta sin cesar, en su casa: “¿Adonde habrá ido Lemmikainen? ¿dónde habrá desaparecido Kaukomie¬li, ya que nadie sabe si ha retornado de su viaje por el vasto mundo?”
    La pobre madre, la nodriza infortunada, ignoraba por dónde erraba su propia carne, su propia sangre: si entre las colinas cubiertas de yemas, las landas eri¬zadas de brezos, las olas del espumoso mar, o en el seno de las batallas, de los feroces combates, donde la sangre salta al golpe de la espada y corre a chorros hasta las rodillas.
    La bella Kylliki, impaciente, escudriñaba todos los rincones en la casa del héroe aventurero. Noche y día contemplaba el peine del esposo. Hasta que un día, una mañana, vio que destilaba sangre, que la sangre manaba por él en ríos rojos.
    La bella Kylliki exclamó: “¡Ay de mí! he perdido a mi esposo. Mi hermoso Kaukomieli ha desaparecido en los lejanos desiertos, en las rutas inhospitalarias, en los senderos desconocidos. El peine destila su san¬gre, su sangre que mana a borbotones”.
    Entonces la madre de Lemmikainen acudió a mirar el peine, y rompió a llorar amargamente diciendo: “¡Po¬bre de mí, infortunada en todos mis días, desdichada para toda mi vida! Mi pobre hijo ha sido herido por su cruel destino, mi desgraciado hijo ha muerto. ¡Sí, muerto está Lemmikainen, puesto que su peine destila sangre; puesto que la sangre corre por él en rojos borbotones!”
    Y arrollando al brazo los pliegues de sus vestidu¬ras, se puso inmediatamente en camino con impetuoso ardor. Las colinas se allanan y los valles se llenan a su paso. Así llegó a las tierras de Pohjola, y preguntó decidida por su hijo: “Dime, madre Louhi, ¿qué has hecho de mi hijo? ¿dónde ha sido hallado muerto Lem¬mikainen?”
    Madre Louhi, el ama de casa, respondió: “Nada sé de tu hijo. Ignoro adonde fue y dónde se perdió. Yo lo dejé en su trineo, un trineo arrastrado por un fogoso caballo. Tal vez se haya ahogado bajo una avalancha de nieve o haya muerto de frío entre los hielos del mar. Tal vez ha ido a caer en las fauces del lobo o bajo la terrible dentellada del oso”.
    La madre de Lemmikainen dijo: “¡Mientes con toda tu alma! Ni el lobo es capaz de devorar a mi hijo, ni el oso se atrevería a tocar a Lemmikainen; sus dedos, sus manos, le sobran para dominarlos. Si te niegas a decirme qué has hecho de mi hijo, yo descuajaré las puertas del granero donde secas tu cebada, yo haré pedazos las visagras de tu Sampo”.
    Madre Louhi, el ama de casa, dijo: “No hagas tal, yo te diré la verdad: le he ordenado buscar el cisne, apoderarse del ave sagrada. Y no sé qué habrá sido de él, porque ni yo le he vuelto a ver ni él ha vuelto a reclamar a su prometida”.
    La madre de Lemmikainen se entregó a la busca del hijo muy amado, del hijo desaparecido. Corre como el lobo a través de los inmensos marjales, como el oso a través de las tundras; como la nutria, bucea en las aguas hondas; cruza los campos como el jabalí, los ribazos como la liebre, los escarpados promontorios como el puerco-espín. Avenía las piedras a su paso, aparta los troncos de los árboles y las espesas malezas, doblega con el pie los retallos de abeto. Y busca y bus¬ca siempre sin hallar.
    Se dirige a los árboles preguntándoles por su hijo desaparecido. Y los árboles alzan su voz, los abetos sus¬piran, las encinas responden sabiamente: “Bastante tenemos nosotros con nuestros propios males, sin cui¬darnos de tu hijo. Hemos sido creados por un destino cruel, traídos a una desdichada vida. Se nos tala, se nos corta en pedazos para alimentar la lumbre de la chi¬menea, para calentar la estufa; se nos prende fuego para despejar la tierra que ocupamos”.
    La madre de Lemmikainen busca y busca siempre sin hallar. Y habla al camino que se abre a sus pies: “Oh, tú, camino trazado por Dios: ¿has visto tú a mi hijo, a mi manzana de oro, a mi báculo de plata?”
    El camino le respondió sabiamente: “Bastante ten¬go yo con mis males para pensar en tu hijo. Mi destino es cruel, tristes mis días. He nacido para ser pisotea¬do por los perros, triturado por las ruedas de las carre¬tas, machacado por las groseras botas, hollado por los pesados talones”.
    La madre de Lemmikainen busca y busca siempre sin hallar. Ve aparecer la luna y se prosterna ante ella: “Oh bienhechora luna, hija de Jumala, ¿has visto tú a mi hijo, a mi manzana de oro, a mi báculo de plata?”
    La luna le responde sabiamente: “Bastante tengo yo con mis males para cuidarme de tu hijo. Mi destino es cruel, duros mis días. He nacido para vagar solitaria en el seno de la noche, para arder entre los rigurosos fríos, para velar sin descanso en los inacabables invier¬nos, para desaparecer en cuanto el estío asoma”.
    La madre de Lemmikainen busca y busca siempre sin hallar. El sol sale a su encuentro, y se arrodilla ante él: “Oh sol creado por Dios ¿has visto tú a mi hijo, a mi manzana de oro, a mi báculo de plata?”
    Y el sol, que algo sabe, le responde con dulzura: “Tu hijo, tu pobre hijo, está muerto y enterrado en el ne¬gro río de Tuoni, en las ondas eternas de Manala. Ha rodado por los espumosos torbellinos, hasta lo más profundo de los abismos”.
    La madre de Lemmikainen derramó amargas lágri¬mas. Y regresó a la fragua del herrero: “¡Oh Ilmarinen, tú que forjabas antaño, que forjabas ayer y que aun hoy sigues forjando: hazme un rastrillo de mango de cobre y dientes de hierro; de dientes de cien brazas de largo, de mango de quinientas brazas!”
    Ilmarinen, el inmortal forjador, forjó un rastrillo de mango de cobre y dientes de hierro; de dientes de cien brazas, de mango de quinientas brazas.
    Y la madre de Lemmikainen empuñó el rastrillo y se encaminó al río de Tuoni. Sumergió su rastrillo en la brama del torrente, rastreando entre las agitadas ondas, pero sin lograr su propósito. Entonces se inter¬nó ella misma en las profundas aguas, en el caudaloso río, hasta las rodillas, hasta la cintura.
    El rastrillo recorre todo el río de Tuoni. Lo retiró una vez, lo retiró dos veces, y a la tercera vez sacó la cota de hierro, y las calzas y la gorra del infortunado héroe, pobres objetos que renuevan su dolor amargo.
    Penetró más aún, hasta los últimos abismos de Ma¬nala. Allí, después de haber arrastrado tres veces su largo rastrillo, después de haber rastrillado a lo largo y a lo ancho y de través, sintió que un haz de espigas se había enganchado a los dientes de hierro.
    Pero no era un haz de espigas: era el alegre Lemmi¬kainen, el hermoso aventurero, enganchado al rastrillo por el dedo sin nombre de la mano y el dedo mayor del pie izquierdo.
    Y el bullicioso Lemmikainen, el hijo de Kálevala, remontó a la superficie del agua. Pero no estaba entero: le faltaba una mano, su cabeza estaba rota, su cuer¬po agujereado, y sin vida.
    La pobre madre lo contempló llorando y dijo: “¿Será posible rehacer con estos pedazos un hombre, hacer nacer de nuevo un verdadero héroe?”
    Un cuervo escuchó sus palabras y le contestó: “¡No! No puede salir un hombre de lo que ya no existe, de lo que tan cruelmente ha sido destrozado. La trucha le ha devorado los ojos, el sollo le ha roído los hombros. Arroja de nuevo a tu hijo al agua, al río de Tuoni; acaso se convierta en una fuerte morsa, en una ballena gigantesca”.
    La madre de Lemmikainen, lejos de arrojar nueva¬mente a su hijo en las aguas de Tuoni, volvió a intro¬ducir en ellas su rastrillo, explorando en todas direc¬ciones, hasta que consiguió sacar los trozos de la mano y la cabeza, una vértebra rota, una costilla, y cien pe¬queños restos más. Y ensambló todos los pedazos, y rehizo el cuerpo de su hijo muy amado, del alegre Lem¬mikainen. Soldó la carne a la carne, los huesos a los huesos, las articulaciones a las articulaciones, las venas a las venas.
    De este modo la madre de Lemmikainen creó de nue¬vo al hombre, salvó al héroe devolviéndole su primiti¬va vida, su antigua forma, y dijo: “Levántate ya y acaba de soñar en este lugar cruel, morada de desdi¬chas”.
    El héroe se despertó de su sueño; se irguió, su len¬gua cobró vida, y dijo: “Mucho tiempo he dormido, largo tiempo he descansado, mísero de mí, enterrado en un dulce sueño, en un pesado reposo”.
    La madre de Lemmikainen dijo: “Y mucho más ha¬brías permanecido ahí, si tu madre, si la desdichada que te trajo al mundo, no hubiera venido en tu auxilio. Dime ahora, pobre hijo mío, dime ahora: ¿quién te arrojó al Manala, quién te precipitó en el río de Tuoni?”
    El bullicioso Lemmikainen dijo: “El viejo pastor de los mortecinos ojos, ése fue quien me empujó al Ma¬nala, quien me arrojó al río de Tuoni. Lanzó contra mí una monstruosa serpiente del agua, y yo ¡pobre de mí! no pude sustraerme a mi destino, porque ignoraba las pérfidas mafias de la serpiente, la fatal mordedura de la alimaña venenosa”.
    La madre de Lemmikainen dijo: “Insensato de ti, que creíste poder hechizar a los hechiceros, embrujar a los lapones, cuando ni siquiera conocías las pérfidas mañas de la serpiente, la fatal mordedura de la alima¬ña venenosa”.
    Y Ja madre meció y acarició en su regazo al hijo muy amado, hasta que hubo recobrado todas sus fuerzas y su antiguo aspecto. Después le preguntó si le faltaba algo todavía.
    El bullicioso Lemmikainen dijo: “;Oh, sí! todavía me falta lo mejor. Mi pobre corazón no está en mi pe¬cho; anda errante con mis pensamientos y mis anhelos, tras las doncellas de Pohjola, las de hermosas cabelle¬ras. La anciana de Pohjola, la de la nariz purulenta, no me entregará a su hija si no mato al cisne del río de Tuoni, si no lo robo al torbellino del torrente sagrado”.
    La madre de Lemmikainen dijo: “¡Deja a esos maldi¬tos cisnes en las negras aguas de Tuoni, en el torrente que muge! Vuelve a casa con tu tierna madre. Aprecia, al fin, dónde está la felicidad. Y da gracias al Dios reve¬lado, que te ha socorrido eficazmente, que te ha de¬vuelto la vida. ¡Nada hubiera podido lograr yo, sin la ayuda de Jumala, sin la intervención del verdadero creador!”
    Entonces el bullicioso Lemmikainen volvió a tomar el camino de su casa, con su madre muy amada, la que lo amamantó a sus pechos.

    VIII
    WAINAMOINEN Y EL GIGANTE WIPUNEN

    El viejo, el impasible Wainamoinen, el runoya in¬mortal, hallábase ocupado en construir un navío, un navío nuevo, en la punta del promontorio nebuloso, de la isla rica en umbrías. Y cantaba, cantaba un canto mágico a cada parte que construía  .
    Pero cuando llegó el momento de ensamblar las planchas, de tajar la proa y redondear la popa, tres palabras le faltaron de repente.
    El viejo, el impasible Wainamoinen, el sabio sin edad, exclamó: “¡Ah, desdichado de mí! ¡Mi navío no podrá sostenerse a flote, mi nueva barca no podrá na¬vegar en el agua!”
    Se puso a reflexionar profundamente preguntándose dónde encontraría las palabras, las ocultas palabras mágicas.
    Un pastor salió a su encuentro y le dijo: “Encontra¬rás cien palabras, mil sagradas runas, en la boca de Antero Wipunen, en el vientre del prodigioso gigante. A él debes dirigirte. El camino para llegar allá no es muy bueno, pero tampoco es de los peores. Hay que recorrer el primer tramo sobre la punta de las agujas de las mujeres; el segundo tramo sobre la punta de las espadas de los hombres; y en fin, el tercer tramo, sobre el filo de las hachas de los héroes”.
    El viejo, el impasible Wainamoinen, pese a las difi¬cultades de la empresa, no vaciló en intentarla. Se dirigió a la fragua de Ilmarinen y le dijo: “Oh herrero Ilmarinen, hazme unas suelas de hierro, unos guante¬letes de hierro, una cota de hierro; y fórjame además, por lo que pidas, un estoque de hierro con medula de acero. Parto a arrancar las mágicas palabras, las sa¬gradas runas, del vientre del prodigioso gigante, de la boca de Antero Wipunen”.
    Ilmarinen contestó: “Wipunen ha muerto hace mu¬cho tiempo; hace mucho que Antero ha dejado de ar¬mar sus trampas de caza, de tender sus redes de pesca. Ni una palabra sacarás de él, ni la mitad de una pa¬labra”.
    El viejo, el impasible Wainamoinen, a pesar de tal advertencia, se puso en camino. El primer día cruzó sobre la punta de las agujas de las mujeres; el segun¬do día, sobre la punta de las espadas de los hombres; el tercer día, sobre el filo de las hachas de los héroes.
    Wipunen, el poderoso runoya, el gigante de prodi¬giosas fuerzas, hallábase acostado bajo tierra con sus cantos; yacía tendido con sus mágicas palabras. Crecía el chopo sobre sus hombros, el abedul sobre sus sie¬nes, el álamo sobre sus mejillas, el sauce sobre su barba, el abeto sobre su frente, y el pino silvestre entre sus dientes.
    El viejo Wainamoinen llegó. Desenvainó su espada, su hoja de acero, de la vaina de cuero; y taló el chopo de los hombros de Wipunen, el abedul de sus sienes, los álamos tupidos de sus mejillas, el sauce de su bar¬ba, el abeto de su frente y el silvestre pino de entre sus dientes. Después hundió su estoque guarnecido de hierro en la garganta del gigante, entre sus anchas mandíbulas, entre sus mugientes encías, y dijo: “¡Le¬vántate de tu subterráneo lecho, oh esclavo del hom¬bre, despierta de tu largo sueño!”
    Wipunen, el poderoso runoya, se despertó en el acto de su sueño. Sintió el duro golpe del estoque y un agudo dolor que le desgarraba. Mordió el estoque, pero su dentellada no alcanzó más que a la superficie; no logró hacer presa en el acero, en el tuétano de acero.
    El viejo Wainamoinen se acercó más al gigante, y de repente saltó y se deslizó en su boca. Entonces Antero Wipunen, abrió las anchurosas fauces y se tra¬gó al héroe y a su espada, diciendo: “Muchas cosas he comido: he devorado cabras y ovejas, y bueyes y jabalíes, pero nunca había probado un manjar seme¬jante”.
    El viejo Wainamoinen dijo: “¡He aquí llegada mi hora fatal!”
    Y se puso a pensar, a reflexionar profundamente, preguntándose cómo se las arreglaría ahora para exis¬tir, para poder seguir viviendo.
    Wainamoinen llevaba colgado a la cintura su en¬cantado cuchillo de mango de madera. Y se sirvió de él hábilmente para construir una pequeña barca, que lanzó bogando, intestino adelante, explorando todos los entresijos, todas las guaridas del vientre.
    Wipunen, el viejo gigante, el poderoso runoya, no pareció desconcertarse por semejante prueba. Enton¬ces Wainamoinen se transformó en herrero. De su cota de hierro se hizo una fragua; de sus mangas y su ca¬pote, un fuelle; de sus calzas, un cañón de chimenea; de su rodilla, un yunque; de su codo, un martillo. Y comenzó a martillar con redoblados golpes, haciendo resonar su yunque noche y día, sin tregua ni reposo, en el vientre del prodigioso gigante, en el seno del hombre fuerte.
    Wipunen, el poderoso runoya, dijo: “¿Qué hombre eres tú, pues entre los hombres, qué héroe entre los héroes? ¡Cien hombres he devorado, mil héroes he matado, pero jamás he comido nada semejante a ti! ¡Los carbones encendidos suben hasta mi boca, los tizones queman mi lengua, las escorias del hierro desgarran mi garganta!”
    “Si no te apresuras a salir de ahí, oh perro sin ma¬dre, yo pediré sus garras al águila, su lanceta a la sanguijuela, la uña corva al halcón, los espolones al buitre, para dar tormento al maldito, para castigar al sacrílego, hasta que su cabeza quede inerte y falte el aliento a su pecho. ¿No saldrás de ahí, oh monstruo? ¿no me veré libre de ti, oh perro vagabundo?”
    El viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: “Me encuentro bien aquí; mis horas transcurren agradables.
    Tu hígado reemplaza bien a mi pan, y tu grasa a mi carne. El pulmón cuece bien, la grasa no es mal alimento.
    “Hundiré más todavía mi yunque en la carne de tu corazón, instalaré más profundamente mi fragua, de suerte que en todos tus días puedas escapárteme sin revelarme antes las mágicas palabras, sin enseñarme las ocultas runas que forman el canto universal. No pueden las palabras permanecer escondidas, las fórmu¬las mágicas no pueden quedar enterradas en las en¬trañas de las rocas, muertas para siempre en el hon¬dón de la tierra. ¡Pueden desaparecer los poderosos, pero no el poder!”
    Entonces Wipunen, el dueño de! canto, el héroe so¬berbio de los días antiguos, cuya boca está llena de sabiduría, cuyo pecho es la morada de la infinita fuer¬za, abrió el cofre lleno de palabras, el cofre lleno de cantos, para cantar las palabras eficaces, para dar rienda suelta a los mejores cantos. A esas palabras profundas de los orígenes, a esos mágicos cantos de la creación de los tiempos, que todas las criaturas juntas no serían capaces de repetir, que ningún héroe sería capaz de comprender en esta triste vida, en este mun¬do perecedero.
    Cantó las palabras originales, las runas de la sa¬biduría.
    Cantó sin cesar a la luz del día y en una larga suce¬sión de noches. El sol se detuvo a escucharle. La luna de oro se detuvo a escucharle. Las olas de los estre¬chos, las ondas de los golfos, las aguas de los ríos apagaron su tormentoso murmullo.
    Entonces el viejo Wainamoinen, después de haber escuchado las palabras, después de haber aprendido los cantos mágicos tan ardientemente deseados, se dispuso a salir de la boca de Antero Wipunen, de las entrañas del hombre poderoso y fuerte. Y dijo: “Oh Antero Wipunen, abre ahora tu anchurosa boca, dilata tus vastas mandíbulas, para que yo salga de tu vientre y vuelva a mi casa”.
    Wipunen, el gran runoya, dijo: “Muchas cosas he comido y he bebido; mil diferentes materias. Pero jamás había comido ni bebido nada semejante al viejo Wainamoinen. Si bien has hecho en venir, mejor harás en irte”.
    Y Wipunen, el gran runoya, abrió su ancha boca, dilató sus mandíbulas, y el viejo Wainamoinen se lanzó fuera, desde el fondo de las entrañas del gigante. Saltó como una ardilla de oro, como una marta de dorado pecho.
    Y regresó a la fragua del herrero. Ilmarinen le pre¬guntó: “¿Has escuchado las palabras, has recogido los cantos mágicos, los cantos necesarios para terminar tu navío?”
    El viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: “Cien palabras he aprendido, mil objetos de canto. He sacado a las runas de su fosa, he arrancado a los can¬tos mágicos de su caverna”.
    Y se dirigió hacia su navío, al lugar donde sabia¬mente trabajaba. Y pronto el navío fue terminado sin auxilio de la hacha. El barco fue “creado” sin que la hacha soltase una sola chispa.

    IX
    LOS DOS RIVALES

    El viejo, el impasible Wainamoinen, se puso a pen¬sar, a reflexionar profundamente. Y resolvió ir a soli¬citar la mano de la doncella, la de hermosos cabellos, la orgullosa prometida de Pohjola.
    Revistió su navío de “vadmel”  , empurpuró sus bordas, tachonó de oro y plata las planchas. Y un día, una mañana, deslizó sobre los pulidos rodillos el es¬quife trabado con cien vigas, y lo botó al agua.
    Plantó el mástil y enarboló las velas: una vela roja y una vela azul. Después se sentó al timón y se hizo a la mar.
    Anniki, la del celebrado nombre, Anniki, la hija de la noche, la virgen del crepúsculo, que siempre se levantaba antes del alba, lavaba sus vestidos, tendía su ropa blanca en la extremidad del promontorio ne¬buloso, de la isla rica en umbrías.
    Volvióse y miró en torno suyo en todas direcciones; levantó la mirada al cielo, la tendió a las orillas. Sobre su cabeza brillaba el sol; ante sus ojos chispeaban las olas.
    Volvió sus ojos al lado del mediodía y divisó un resplandor, una estela azul en la superficie del mar.
    Anniki, la celebrada virgen, conoció que era un bar¬co, un barco formado por cien vigas bien labradas, que flotaba en el mar, y dijo: “Si eres el barco de mi hermano o la barca de mí padre, pon rumbo a nuestra casa. ¡Si eres un navío extraño, enfila la alta mar y vete a atracar a otras orillas!”
    Pero aquel barco no era el de su familia ni tampoco el de un desconocido extranjero; era el barco de Wai¬namoinen, el barco del inmortal runoya. Se acercó al alcance de la voz.
    Anniki, la hija de la noche, la virgen del crepúsculo, dijo: “¿A dónde te encaminas, Wainamoinen, a dónde vas, favorito de las ondas? ¿a dónde te diriges tan brillantemente vestido, gala de la tierra?”
    El viejo Wainamoinen respondió desde la borda de su navío: “Me he propuesto ir a pescar el salmón; quiero ver cómo juegan los peces en el río de Tuoni, en el profundo abismo”.
    Anniki, la celebrada virgen, dijo: “Ahórrate inútiles mentiras. También yo conozco las artes de la pesca; mi viejo padre tenía costumbre en otro tiempo de salir a la pesca del salmón, pero iba equipado de muy dis¬tinta manera; su barco iba cargado de toda clase de aparejos: nasas, horcas, redes y arpones. ¿A dónde vas, Wainamoinen, a dónde te diriges?”
    El viejo Wainamoinen, respondió: “Ven a mi barco, oh doncella. Aquí te diré toda la verdad”.
    Anniki, la doncella adornada con una fíbula de es¬taño, dijo con acento burlón: “¡Que la tempestad se desate sobre tu barco, que los vientos se desencadenen contra él! Yo lo haré naufragar, yo lo echaré a pique si no pones fin a tus mentiras, si no me confiesas con franqueza y verdad hacia dónde te encaminas”.
    El viejo Wainamoinen, respondió: “Si hasta aquí he fingido, ahora te diré toda la verdad. Me he puesto en camino para ir a pretender la mano de una doncella a la sombría Pohjola, a ese país donde los hombres son devorados, donde se precipita a los héroes en el mar”.
    Anniki, la hija de la noche, la virgen del crepúsculo, comprendió que esta vez Wainamoinen había renun¬ciado a la mentira, y que le había confesado la verdad. Entonces dejó a un lado las ropas que había venido a lavar, y levantando entre sus manos los pliegues del vestido, echó a correr a casa de Ilmarinen; llegó y entró en la fragua.
    El herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, hallábase ocupado en fabricar un escabel de hierro; lo fabri¬caba con hierro y plata ligados. Su cabeza aparecía cubierta por una vara de escoria, sus hombros por una brasa de hollín.
    Anniki, la celebrada virgen, le dijo: “Oh herrero Ilmarinen, hermano mío ¿sueñas todavía en tomar por esposa a aquella cuya mano pediste tiempo ha, aque¬lla con quien contabas por compañera?
    “Tú machacas el hierro, tú forjas sin cesar; has pa¬sado todo el invierno y todo el estío herrando tu ca¬ballo; has consagrado tus días y tus noches a fabricarte un trineo, un magnífico trineo para ir a Pohjola a buscar a tu esposa. Y he aquí que uno más astuto y más ilustre que tú se te ha adelantado; va a robarte lo que es tuyo, va a apoderarse de tu amada, de aque¬lla por quien has suspirado durante dos años, de aquella que hace tres años te fue prometida. Wainamoinen boga sobre el mar azul, en su barco de proa de oro, de timón de cobre. Y se dirige a la sombría Pohjola”.
    El herrero fue presa de una punzante angustia, el forjador quedó abrumado un largo espacio; las tenazas resbalaron de entre sus dedos, el martillo se le cayó de las manos.
    Y dijo: “Anniki, mi querida hermana, yo te forjaré una lanzadera, yo te forjaré lindos anillos, dos o tres pares de arracadas, cinco o seis cinturones de metal. Pero, por tu parte, prepárame un baño dulce como la miel; hazme calentar una agradable lumbre con ramas menudas de árbol, con pequeñas astillas; procúrame además un poco de agua de lejía, un poco de jabón esponjoso, para lavar mi cabeza, para purificar mi cuerpo del hollín que lo cubre desde el otoño, de las escorias que lo manchan desde el invierno”.
    Anniki, la celebrada virgen, hizo calentar secreta¬mente la lumbre. Después hizo agua de lejía con leche agria, preparó jabón con tuétano de huesos, un jabón espumoso para lavar la cabeza del prometido, para blanquear y purificar su cuerpo.
    El herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, se dirigió al baño. Y se bañó cuidadosamente; lavó y embelleció su rostro, acicaló sus cejas, dejó su cuello tan blanco como un huevo de gallina, purificó todo su cuerpo. Después entró en su cámara completamente transformado, resplandeciente el rostro, y ligeramente rosadas las mejillas.
    Y dijo: “Anniki, mi hermana querida, tráeme ahora una camisa de lino, tráeme hermosos vestidos, para que me vista y me engalane como conviene a un desposado”.
    Anniki, la celebrada virgen, trajo una camisa de lino para el cuerpo ungido de Ilmarinen, y vestiduras he¬chas por su propia madre, para sus caderas libres de hollín, para sus caderas donde no se acusaba ningún hueso.
    Y el herrero se cubrió con aquellos vestidos, y cuan¬do estuvo dispuesto llamó a su esclavo, diciendo: “En¬gancha mi fogoso caballo a mi trineo, pues ha llegado mi hora de partir, de trasladarme a Pohjola”.
    El esclavo enganchó el corcel, el hermoso corcel, al trineo. Y puso en él seis cuclillos cantores, siete pájaros azules, para cantar sobre las colleras, para gorjear en el pescante; y una piel de oso para el asiento de su señor, y una piel de nutria para cubrir el trineo.
    Entonces Ilmarinen, el inmortal forjador, invocó a Ukko, rogó al dios del trueno: “¡Oh Ukko, haz caer una fina nevada, haz destilar una delgada lluvia de nieve para que el trineo pueda resbalar, para que el hermoso trineo pueda volar velozmente!”
    Ukko hizo caer una fina nevada, una delgada lluvia de nieve, que cubrió los tallos del brezo y se elevó sobre los tallos de las bayas, en toda la extensión del campo.
    Y el herrero Ilmarinen montó en el trineo de acero; tomó las riendas en una mano, empuñó el látigo con la otra, y azotó los flancos del caballo diciendo: “En marcha, mi corcel, mi bello corcel de crin de lino ¡al galope!”
    Ilmarinen lanza su trineo a toda velocidad. Camina un día, camina dos días, camina casi tres días. Al¬canza a Wainamoinen y le dice: “¡Oh viejo Wainamoinen, hagamos un pacto de paz, aunque sigamos como dos rivales el camino de bodas, aunque vayamos como rivales en busca de la misma esposa: juremos no apoderarnos de ella por la violencia, no conducirla contra su voluntad a la casa del hombre!”
    El viejo Wainamoinen, respondió: “Consiento en hacer contigo el pacto de paz; yo me comprometo a no apoderarme de la doncella por la fuerza, a no conducirla contra su voluntad a la casa del hombre. La doncella debe ser para aquel a quien elija su cora¬zón, sin que por ello guardemos uno contra el otro el largo odio, la eterna enemistad”.
    Y los dos héroes siguieron cada cual su camino: cuando la barca surca las olas, la orilla se estremece; cuando el caballo galopa, tiembla la tierra.
    Poco tiempo transcurrió. En seguida el perro gris se puso a ladrar, el centinela lanzó el grito de alarma en la sombría Pohjola. Primero fue un débil murmullo, después un ladrido más fuerte, y entrecortando sus aullidos golpeaba sonoramente el suelo con su cola.
    El padre de familia de Pohjola, dijo: “Nuestro perro gris no ladra en vano, no da la voz de alarma el viejo, no gruñe sin razón a los abetos del bosque”.
    Y salió en persona de la casa a ver lo que ocurría en el último límite del campo, hacia los lejanos caminos.
    Un barco de púrpura se acercaba, bogando en el golfo; un soberbio trineo se deslizaba por el camino.
    El ama de casa de Pohjola y la doncella de Pohjola se apresuran a asomarse al corral, volviendo los ojos hacia el golfo, bajo los rayos del sol; y ven avanzar al navío, al navío de cien planchas. Relumbra el barco de vadmel; brillan sus costados de púrpura; un hom¬bre de arrogante presencia se yergue a popa mane¬jando el timón de cobre, y ven también un caballo al galope y un rojo trineo, un trineo de mil colores, lanzado a toda velocidad por el camino: seis cucos de oro cantan en las colleras, siete pájaros azules can¬tan en el pescante; un hombre arrogante se yergue en el trineo, un verdadero héroe maneja las riendas.
    El ama de casa de Pohjola, dijo: “¿A cuál de los dos preferirás entregarte, cuando vengan a pedirte por eterna compañera, por arrulladora paloma de su soledad?
    “El que llega en el barco es el viejo Wainamoinen; trae un cargamento de grano, una carga de tesoros. El que conduce el trineo de mil colores es el herrero Ilmarinen; sólo trae engaños; su trineo viene cargado de mágicas runas.
    “Cuando hayamos entrado en la casa toma una es¬cudilla de hidromiel y ofrécela al que hayas elegido. Ofrécesela al viejo Wainamoinen, que trae cosas útiles en su navío, que trae el barco cargado de tesoros”.
    La doncella de Pohjola era discreta y respondió así: “Oh madre mía, tú que me has llevado en tu seno, tú que me has criado en mi niñez; no quiero entregarme al poderoso en riqueza y en sabiduría. Me entregaré al que es bello en su rostro y fuerte en todo su cuerpo. Ninguna doncella se ha vendido jamás por un carga¬mento de grano. Mejor será entregarla desinteresada¬mente al herrero Ilmarinen, al que ha forjado el Sampo, al que ha labrado a golpe de martillo las relu¬cientes aspas”.
    La madre de Pohjola, dijo: “¡Ah, inocente y simple mozuela! ¿Vas a entregarte al herrero Ilmarinen para enjugar su frente espumante de sudor, para hacer la colada de sus miserables harapos, para lavar su ca¬beza?”
    La doncella respondió: “No aceptaré en modo algu¬no a Wainamoinen, no seré el báculo del anciano de¬crépito. Incómoda y enojosa es la vejez”.
    El viejo Wainamoinen llegó el primero. Hizo atra¬car su rojo barco y lo sacó a tierra sobre rodillos de hierro, sobre troncos de cobre. Después se dirigió pre¬surosamente a la casa, entró bajo su techo, y en el umbral, bajo la dintelada viga de la puerta, habló así: “¿Vendrás conmigo, oh doncella, para ser mi eterna compañera, para ser la esposa de mi vida, la paloma que arrullará mi soledad?”
    La doncella respondió sin vacilar: “¿Has fabricado ya el barco prometido? ¿has construido el alto navío con las astillas de mi huso, con los trozos de mi lanzadera?”
    El viejo Wainamoinen, dijo: “Sí, he construido el barco, he fabricado un navío sin par, firme en la tem¬pestad; un navío que, bajo las ráfagas del huracán, surca serenamente las olas y franquea los estrechos; se eleva como una burbuja y nada como una hoja de nenúfar en el mar de Pohjola, entre las olas de borbollantes crestas”.
    La hermosa doncella de Pohjola, dijo: “No hay que hacer mucho caso de los hombres de mar, de los héroes que surcan las olas: el viento les trastorna la cabeza, la tempestad les nubla el cerebro. Por eso no puedo seguirte, no puedo entregarme a ti para ser tu eterna compañera, para ser el arrullo de tu soledad, para pre¬parar tu lecho y mullir la almohada de tu cabeza”.

    Ilmarinen el herrero, el inmortal forjador, se apre¬suró a su vez a entrar en la casa, traspasando el umbral.
    Una copa de hidromiel, una copa llena del azucarado jugo, fue presentada al héroe. Y cuando él la tuvo entre sus manos, dijo: “Jamás, mientras dure esta vida, mientras la luna espléndida brille, beberé este licor antes de haber contemplado a aquella que me pertenece. ¿Está dispuesta aquella por quien me he desvelado, aquella a quien he velado?”
    El ama de casa de Pohjola, respondió: “No está dis¬puesta, graves impedimentos tiene aquella por quien te desvelaste, aquella a quien has velado. Uno de sus pies aun está descalzo y el otro sólo calzado a medias. Sólo estará dispuesta, aquella por quien te desvelaste, la que legalmente debías desposar, una vez que hayas labrado el campo lleno de víboras, roturado de arriba a abajo el campo lleno de serpientes, sin necesidad de yunta, sin que tu reja tiemble”.
    El herrero Ilmarinen se presentó en la cámara de la doncella y le dijo: “Oh virgen de la noche, hija de las tinieblas ¿te acuerdas de cuando yo construía el Sampo, cuando forjaba las brillantes aspas; y de cómo, entonces, juraste con juramento eterno, ante el Dios revelado, a la faz del Todopoderoso, prometiendo en¬tregarte a mí, al bravo héroe, para ser la compañera de toda mi vida, la arrulladora paloma de mi soledad? Pues bien: tu madre se niega ahora a entregarme a su hija, mientras no haya labrado el campo lleno de víboras, roturado de arriba a abajo el campo colmado de serpientes”.
    La joven prometida acudió en su ayuda con este consejo: “Oh herrero Ilmarinen, oh inmortal forjador: fragua un arado de oro, un arado de plata. Con él labrarás el campo de víboras, roturarás de arriba a abajo el campo lleno de serpientes”.
    El herrero Ilmarinen arrojó oro en su fragua, llenó de plata la hornilla, y forjó un arado. Después se hizo unos zapatos de hierro, se ajustó brazales de acero a los muslos; se revistió con una cota de mallas metá¬licas, ciñó a su cuerpo un cinturón de acero, codal de hierro y manopla de piedra; y unció al arado su ca¬ballo flamígero, su buen corcel.
    Así Ilmarinen labró el campo de víboras, llenó de surcos el campo de serpientes. Después regresó y dijo: “Ya he labrado el campo de víboras, ya he roturado de arriba a abajo el campo lleno de serpientes ¿me será entregada ahora la doncella, me llevaré conmigo a mi bien amada?”
    El ama de casa de Pohjola, respondió: “La doncella te será entregada, el ánsar azul estará pronto a se¬guirte, cuando hayas pescado el sollo lleno de escamas, el pez de las rápidas aletas, en el río de Tuoni, en las profundidades del abismo de Manala, sin ayuda de una red, ni siquiera de una red de mano. Cien hombres han intentado esa pesca, pero ninguno ha logrado regresar”.
    Ilmarinen comenzó a sentirse inquieto; la prueba le parecía arriesgada. Acudió nuevamente a la cámara de la doncella y le dijo: “Una nueva empresa me ha sido impuesta; tengo que pescar el sollo cubierto de escamas, sin servirme de nasa ni red, ni de ningún otro utensilio”.
    La joven prometida le prestó ayuda con este conse¬jo: “No tengas ninguna inquietud, oh Ilmarinen: fór¬jate un halcón deslumbrante, un poderoso pájaro de blanco plumaje. Con él podrás pescar el sollo, el enor¬me pez de las rápidas aletas, en el negro río de Tuoni, en los abismos profundos de Manala”.
    El herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, se forjó un halcón poderoso, de deslumbrante plumaje blanco. Le hizo espolones de hierro, garras de acero; le labró las alas con las planchas de un navío. Después cabalgó a su lomo, entre las largas puntas de sus alas.
    Y comenzó a guiar con sus consejos al poderoso pájaro: “Oh halcón mío, mi buen halcón: tiende tu vuelo y dirígete, te lo suplico, al río de Tuoni, a las profundidades de Manala. Y una vez allí, lánzate sobre el escamoso sollo, sobre el enorme pez de las rápidas aletas”.
    El halcón, el ave majestuosa, batiendo el aire con sus alas, tendió el vuelo y se dirigió en busca del sollo, del pez armado de terribles dientes, hacia el río de Tuoni, hacia los abismos de Manala. Con un ala roza el agua, con la otra acaricia el cielo; sus garras aran el mar, su pico golpea las rocas.
    Ilmarinen sondea el río de Tuoni; el halcón vigila a su lado. Entonces aparece el sollo de Tuoni, el terrible perro de las aguas: su lengua es larga como dos man¬gos de hacha; sus dientes, como un mango de rastrillo; su boca es ancha como tres cataratas; su lomo, largo como siete barcas. Trata de atacar a Ilmarinen, de tragarse al herrero.
    Pero el halcón de garras de hierro arrebató al sollo escamoso hasta la copa de una encina, hasta la fron¬dosa copa de un pino. Y allí se puso a devorar la carne del pez; abriéndole el vientre, desgarrándole el pecho, separándole violentamente la cabeza del cuerpo.
    Entonces el herrero Ilmarinen cogió la cabeza del sollo y se la llevó como presente a su suegra, diciéndole: “¿Está dispuesta al fin aquella por quien me desvelé, aquella por quien he velado?”
    La madre dijo: “Sí, dispuesta está al fin aquella por quien te desvelaste, aquella a quien has velado. Mi hija, mi polluela, debe ser entregada al herrero Ilmarinen para ser la eterna compañera de su vida, la arrulladora paloma de su soledad”.
    Un niño acostado en la cocina, un pequeñuelo de dos semanas, habló y dijo: “Fácil es esconder un caballa, ocultar a ojos ajenos un corcel de bellas crines; pero es difícil guardar a una doncella, ocultar a ojos ajenos una virgen de hermosa cabellera. Inútilmente harías construir un castillo de piedra en medio de los escollos del mar, para guardar en él a tus hijas, para criar en él tus palomas; tus hijas no serían guardadas, no crecerían las vírgenes, sin que lograsen penetrar hasta su retiro los pretendientes del país, la muchedumbre de mancebos, y los hombres de soberbio casco en sus herrados caballos” .
    El viejo Wainamoinen, triste y con la cabeza gacha, emprendió el regreso a su país, diciendo: “¡Pobre y desdichado de mí, que no me ocupé de bodas en mi juventud, que no busqué esposa en los mejores días de mi vida! Todo debería ser motivo de angustia y arrepentimiento, para el que ha de lamentar no haber¬se casado a tiempo, no haber engendrado hijos en su juventud, no haberse hecho una familia en la flor de sus años”.
    Después el viejo Wainamoinen exhortó a los hom¬bres viejos a no pretender doncellas, a no solicitar mano de moza. Les disuadió de nadar por bravata, de remar por apuesta, y de rivalizar con los jóvenes en el cortejo de una virgen.

    X
    LA TERRIBLE CÓLERA DE LEMMIKAINEN

    Athi Lemmikainen, el habitante de la isla, el habi¬tante del promontorio de Kauko, hallábase ocupado en labrar su campo, en trazar surcos en sus tierras; Athi el de la aguda oreja, el del oído fino y sutil.
    Y oyó un gran ruido hacia la parte de la aldea, un rumor sordo del otro lado de los pantanos, fuertes pisadas en el hielo y un estruendo de trineos a través de las landas. Entonces una idea vino a su cabeza, un presentimiento se deslizó en su cerebro: Pohjola está hoy de bodas, Pohjola celebra un festín en secreto.
    Torció la boca, meneó la cabeza, sacudió su negra cabellera; y la sangre desapareció de su rostro, y sus mejillas palidecieron. De repente suspendió su tarea, dejó el surco empezado, montó a caballo y llegó de una galopada a casa de su madre siempre querida, la que lo alimentó a sus pechos.
    Tomó la palabra al llegar y dijo: “Oh madre, mi anciana madre; vete al aitta de la colina y tráeme mis finas camisas, mis mejores vestiduras, para vestirme de fiesta y engalanar mi cuerpo”.
    La anciana preguntó: “¿A dónde vas, pues, hijo mío? ¿vas a la caza de la nutria o de la ardilla?
    El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, respondió: “No, madre mía, no voy a la caza de la nutria ni del alce ni de la ardilla; voy a las bodas de Pohjola, al festín que allá celebran en secreto. Tráeme mis camisas de lino, mis vestidos mejores; quiero vestir de fiesta para la boda, quiero engalanarme para el festín”.
    La madre se esfuerza en disuadir al hijo de su pro¬yecto; la esposa trata de retener al esposo.
    Dice la madre: “Guárdate, hijo mío, mi hijo muy amado, guárdate de asistir a las bodas de Pohjola pues¬to que no se te ha invitado; nadie te ha mandado a decir que eras esperado allí”.
    El jovial Lemmikainen, respondió: “¡Los pobres dia¬blos son los que solamente acuden a las fiestas adonde han sido invitados; los audaces no necesitan invita¬ción. Yo tengo una perpetua invitación, un mensaje siempre sonoro, en el acero de mi afilada espada, en la punta de su hoja fulgurante!”
    Trajeron a Lemmikainen su cota de mallas, su vieja armadura de guerra; tomó en sus manos la inmortal espada, la compañera de combate de su viejo padre, y apoyó fuertemente la punta contra las vigas del suelo. La espada se cimbreó bajo su mano como la fresca corona del cerezo, como la rama del verde enebro; y con una voz henchida de amenazas, dijo el héroe: “¡No, no habrá nadie en toda Pohjola que se atreva a afron¬tar esta espada, que ose mirar fijamente esta resplan¬deciente hoja!”
    Y descolgó su arco, su arco poderoso, del muro donde estaba suspendido, y levantó la voz diciendo: “Llama¬ría yo hombre y tendría por héroe a aquel de Pohjola que fuese capaz de tender este arco, de plegar este tallo de acero”.
    Después el bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, se puso su cota de mallas, su vieja armadura de guerra, y llamando a su esclavo, le dijo: “Oh es¬clavo comprado, esclavo pagado a peso de plata, apre¬súrate a enjaezar mi caballo de batalla, y enganchar¬lo al trineo, pues quiero acudir a las bodas de Pohjola”. El humilde, el dócil esclavo, obedeció en el acto; enjaezó el caballo de guerra, el flamígero corcel, y lo enganchó al trineo; después volvió junto a su amo y dijo: “Ya está hecho lo que mandaste; el caballo está enjaezado, el relumbrante corcel está enganchado al trineo”. Lemmikainen tomó asiento en su trineo, fustigó al caballo con su látigo guarnecido de perlas, y el caballo se lanzó al galope, devorando el espacio.
    Pronto llegó a la mansión de Pohjola, ante una em¬palizada de acero, una barrera forjada de hierro, que se hundía en la tierra a una profundidad de cien bra¬zas, que se elevaba al cielo hasta una altura de mil brazas. Las estacas estaban formadas de largas ser¬pientes, ensortijadas de negras culebras, entrelazadas de lagartos. Colgaban las monstruosas colas, agitában¬se sin tregua las chatas cabezas, silbaban las híspidas lenguas. Las colas caían hacia dentro, las cabezas hacia fuera.
    Lemmikainen no se inquietó poco ni mucho ante tal obstáculo. Desenvainó su cuchillo, su cuchillo de terri¬ble hoja, y comenzó a segar en el seto, hasta abrir una brecha en el cerco de hierro, en la empalizada de ser¬pientes, entre seis postes, entre siete postes; después lanzó por ella su trineo y llegó a la puerta de Pohjola.
    Una serpiente estaba tendida en el umbral; era larga como una viga del techo, gruesa como un pilar de la puerta; tenía cien ojos y mil dientes; ojos grandes co¬mo cedazos, dientes largos como un mango de chuzo, como un mango de rastrillo; y lomos anchos como siete barcas.
    Lemmikainen se detuvo; no se atrevió a pasar sobre la serpiente de cien ojos, sobre el monstruo de mil lenguas.
    Entonces recordó las antiguas palabras, las miste¬riosas fórmulas que antaño había aprendido de su madre, que la que le amamantó a sus pechos le había enseñado. Y el jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli dijo: “Oh negro reptil de las profundidades de la tierra, larva teñida con los colores de la muerte, tú que llevas en tu piel los colores de los brezales y de la tierra desnuda, los colores todos del arco iris ¡apártate del camino del viajero, deja libre el paso al héroe, deja a Lemmikainen seguir su marcha hasta las bodas de Pohjola, hasta el festín de la inmensa mu¬chedumbre!”
    Y a estas palabras la serpiente comenzó a desen¬rollar sus anillos, el monstruo de cien ojos, el gigan¬tesco reptil, se deslizó fuera del umbral, dejando libre el paso al viajero, dejando a Lemmikainen continuar su camino hacia las bodas de Pohjola, hacia el miste¬rioso festín de la inmensa muchedumbre.

    Cuando el bullicioso Lemmikainen, el mancebo albo¬rotado y jovial, hizo su aparición en el interior de la casa de Pohjola, el suelo de maderas de tilo tembló, las paredes de madera de abeto oscilaron.
    Y alzó su voz y dijo: “¡Salud a todos vosotros a quienes visito, y salud al que os saluda! Dime, padre de familia: ¿tienes en casa cebada para mi caballo? ¿tienes cerveza para el héroe?”
    El padre de familia de Pohjola, sentado a la cabe¬cera de la larga mesa, respondió: “Tal vez haya aloja¬miento conveniente para tu caballo, y tal vez no rehu¬saríamos recibirte a ti mismo, si nos prometes per¬manecer tranquilo, si te conformas con quedar a la puerta, bajo la viga del umbral”  .
    El bullicioso Lemmikainen sacudió su cabellera ne¬gra como un carbón, y dijo: “Ni mi padre ni mi abuelo han aceptado jamás semejante sitio. Siempre encontra¬ron una buena ,cuadra para su caballo, una cámara limpia y cómoda para ellos, y muros guarnecidos de clavos para colgar sus guantes y manoplas, para sus¬pender su espada. ¿Por qué no había de ser tratado yo como lo fue mi padre?”
    Y Lemmikainen avanzó hasta el centro de la estan¬cia, se dirigió a la cabecera de la mesa y se sentó en el extremo del escaño. El escaño tembló a su contacto, el asiento de abeto se estremeció.
    El bullicioso Lemmikainen, dijo: “Bien veo que no soy un huésped grato ya que nadie ofrece cerveza al extraño. Esto quiere decir que la cena ha terminado, las bodas han sido celebradas, acabó el festín, la cer¬veza se ha consumido; el hidromiel se agotó, las copas y escudillas amontonadas ante los invitados están vacías.
    “Oh madre de Pohjola, oh anciana de largos dientes: has invitado a los pobres y a los miserables, has invitado a los tullidos, a los vagabundos, a los rústicos, a los astrosos jornaleros; has invitado a todo el mun¬do. Sólo yo he sido excluido.
    “No, no sería yo quien soy, ni me llamaría Lemmikainen, ni me consideraría digno de estimación, si no se me sirve cerveza, si no se pone la olla al fuego con una buena tajada de cerdo, para que yo coma y beba, ya que he llegado al término de mi viaje”.
    El ama de casa, llamó a la sirvienta y dijo: “Mucha¬cha, pon la olla a la lumbre, echa la carne a cocer, y sirve cerveza a nuestro huésped”.
    La sirvienta echó en la olla espinas y cabezas de pescado, hojas secas de nabo, mendrugos de pan duro; después ofreció a Lemmikainen un cuenco de cerveza podrida para apagar su sed, diciéndole: “¿Serás capaz de beber esta cerveza, de vaciar este cuenco?”
    Lemmikainen, el astuto mancebo, lo examinó aten¬tamente: un gusano se arrastraba en el fondo, vene¬nosos reptiles cubrían las paredes del vaso, hormi¬gueaban serpientes por los bordes, bullían lagartos en la cerveza.
    Entonces buscó en sus bolsillos, registró en su bolsa. Sacó un anzuelo de hierro y lo metió en el vaso de cerveza paseándolo por el interior del líquido. Los reptiles venenosos se adhirieron al garfio, las serpien¬tes se enredaron en sus dientes de hierro, y el héroe extrajo del fondo del vaso cien ranas, mil lagartos negros, que arrojó al suelo juntamente con los reptiles y las serpientes. Después empuñó su cuchillo de afila¬da hoja, de aguzada punta, y cortó la cabeza a todos los monstruos.
    Hecho esto, bebió el negro líquido, vació con satis¬facción el cuenco de cerveza, y dijo: “No me conside¬raría yo un huésped de buen grado acogido si no se me ofrece una cerveza mejor, si no se me ofrece con más generosa mano y en un vaso mayor; si no se mata en mi honor un carnero, un buey, un toro de poderosas ancas, por el buen nombre de esta casa”.
    El padre de familia, dijo: “¿A qué has venido aquí? ¿quién te ha invitado al banquete de bodas?”
    El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, respondió: “Si orgulloso es el huésped invitado, más orgulloso lo es aún el que no lo ha sido. ¡Escucha, señor de esta casa: yo pagaré tu cerveza, yo compraré a peso de oro mi derecho a beber!”
    El padre de familia de Pohjola al oír esto fue presa de una violenta cólera, de un sin igual furor, y con palabras mágicas invoco un río, un río que vino a des¬bordar sobre el suelo de la casa a los pies mismos de Lemmikainen. Entonces tomó la palabra y dijo: “¡Bé¬bete ese río, trágate ese lago!”
    Lemmikainen no se dejó desconcertar. Tomó la pa¬labra y dijo: “No soy una vaca, yo no soy un buey de largo rabo, para beber este río, para tragar este lago”. Y echando mano a su vez de sus encantamientos, hizo aparecer un buey, un enorme buey de cuernos de oro. Y el buey se tragó el lago, se bebió entero el río. El padre de familia de Pohjola, dijo: “No será agra¬dable el festín si el número de invitados no disminuye. ¡Retírate, pues, de estos lugares, huye lejos de la mu¬chedumbre de los hombres, miserable; vuélvete a tu país, huésped inmundo!”
    El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, respondió: “Un hombre, aunque sea el último de los nacidos, no abandona el sitio que ha ocupado ante el temor de simples conjuros”.
    El padre de familia de Pohjola alcanzó su espada del muro donde estaba colgada, su espada de afilada hoja, de hoja fulgurante, y dijo: “¡Oh Athi, oh hermoso Kaukomieli, midamos nuestras espadas y veamos cuál de los dos es el mejor!”
    El bullicioso Lemmikainen respondió: “¿Para qué puede servir mi espada que ya ha sido rota contra los huesos, que ya se ha mellado contra los cráneos? Sin embargo, si no hay aquí fiesta más brillante, consiento en medirla con la tuya para ver cuál de nosotros es el mejor. Antaño mi padre no retrocedía ante los due¬los de espada. ¿Por qué habría de ser menos su hijo? ¿por qué no habría yo de haber heredado su valor?”
    Y Lemmikainen sacó su acero fulgurante, de la vai¬na de espeso cuero, y los dos héroes midieron sus es¬padas. La del padre de familia de Pohjola era un poco más larga que la de Lemmikainen, como el negro de una uña, como la mitad de una articulación del dedo. Athi Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: “Tu espada es más larga ciertamente. A ti te corres¬ponde, por lo tanto, el primer golpe!”
    El padre de familia bl

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    XI
    LEMMIKAINEN EN LA ISLA LEJANA

    El bullicioso Lemmikainen, esquivando las miradas de todos, se apresuró a huir de la sombría Pohjola. Salió de la estancia como un huracán, se escapó como una nube de humo, tratando de disimular su crimen, de ocultar su maldad.
    Y cuando estuvo en el corral, miró en torno suyo buscando su caballo, pero no lo halló; sólo vio en el lindero del campo un bloque de piedra, una rama de mimbre tronchada.
    Un ruido empieza a oírse bramar por la aldea; un ruido sordo en las estancias más próximas, un murmu¬llo siniestro en las más lejanas.
    El bullicioso Lemmikainen hubo de revestir una forma distinta, y se lanzó al espacio transformado en águila. Pronto llegó a la casa materna; traía demu¬dada la faz y el alma sombría.
    La madre del héroe salió a su encuentro y se apre¬suró a preguntarle: “Oh tú, el más joven de mis hijos, el más fuerte de ellos, ¿por qué traes ese aire tan cons¬ternado al regresar de Pohjola? ¿Acaso te han insul¬tado en el banquete ofreciéndote una copa indigna de ti? Si es así, aquí encontrarás una copa mejor; la que tu padre trajo de la guerra, la que conquistó en la hora sangrienta de las batallas”.
    El bullicioso Lemmikainen respondió: “Oh madre que me llevaste en tu entraña, si me hubieran insul¬tado ofreciéndome una copa indigna de mí, yo a mí vez los hubiera insultado a ellos; a cien hombres ha¬bría provocado, habría desafiado a mil guerreros”.
    La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: “¿Qué es lo que te ha sucedido, entonces, hijo mío? Si no has tenido ninguna funesta aventura mientras estuviste en Pohjola ¿no será que te hayas acostado después de comer demasiado, después de beber demasiado, y que los malos sueños hayan venido a turbar tu reposo?
    El bullicioso Lemmikainen respondió: “¡Sólo las vie¬jas se inquietan por lo que se les aparece en sueños! Recuerdo mis sueños de la noche, pero recuerdo aun mejor mis ensueños del día. Madre mía, mi venerable madre: prepárame mi zurrón de viaje, lléname de ha¬rina un saquillo de paño; lléname de sal un saquillo de lienzo. Tu hijo va a partir; va a abandonar ¡ay! este país, esta casa muy amada, este hermoso solar. ¡Porque los hombres aguzan sus cuchillas, los héroes afilan sus lanzas!”
    La madre de Lemmikainen, la que con dolor lo pa¬rió, le interrogó ansiosamente: “¿Para qué aguzan esas cuchillas, para qué afilan esas lanzas?”.
    El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, respondió:  “¡Aguzan las cuchillas y afilan las lanzas para derribar mi pobre cabeza, para volverlas contra mi cuello! ¡Un suceso siniestro ha ocurrido en Pohjola: he matado al señor de la casa; y todo el pueblo se ha levantado dispuesto a una terrible guerra; todos se han levantado contra mí, desdichado, contra mí solo!” La madre, la anciana madre de Lemmikainen, dijo a su hijo: “Ya te había prevenido ya, ya te había prodi¬gado mis consejos. Siempre he querido disuadirte de ese viaje a Pohjola. Si me hubieras escuchado, si hu¬bieras permanecido en casa de tu madre, bajo mi dul¬ce protección, ninguna guerra habría estallado, ni ha¬bría que temer ningún combate.
    “¿Dónde vas a ir ahora, hijo mío, mi pobre hijo, pa¬ra ocultar tu crimen, para esconder tu inicua acción? ¿dónde hallarás un refugio para salvar tu cabeza, para poner a resguardo tu tierno cuello, para evitar que tus cabellos, tus finos cabellos, sean arrancados y disper¬sados en el polvo?”
    El bullicioso Lemmikainen respondió: “Ignoro dón¬de podré ir a refugiarme y ocultar mi crimen. Oh madre, tú que me llevaste en tu vientre, dime tú a dónde debo huir”.
    La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: “Yo podría indicarte un lugar seguro, un impenetrable lugar dón¬de tu crimen permanecería ignorado, donde encontra¬rías un refugio contra el destino que te amenaza. Sí; yo recuerdo un pequeño rincón de la tierra cuyo suelo no ha sido jamás mordido, jamás herido, jamás holla¬do por las armas de los hombres. Pero antes has de prometerme, en juramento eterno, en juramento in¬violable, que no irás a la guerra durante diez estíos, aun cuando sólo te impulsara a ella el deseo del oro, la sed de riquezas”.
    El bullicioso Lemmikainen dijo: “Yo te prometo, en juramento inviolable, que no acudiré ni en este estío ni en los estíos venideros, a las terribles batallas, a los bárbaros encuentros de las espadas. Mis heridas de los últimos combates están frescas aún, mi pecho está surcado de ellas todavía”.
    La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: “Toma el viejo navío de tu padre, y apresúrate a huir más allá de nueve mares y de la mitad del décimo, hasta una isla situada en mitad de las olas. Allí se ocultó tu padre antaño, allí encontró un refugio durante los largos años de guerra, durante los años de ásperos combates. Allí vivió en una dulce tranquilidad, allí transcurrieron sus días gratamente. Permanece en esa isla un año, dos años. Y al año tercero tornarás bajo el techo bien amado de los tuyos, a casa de quienes te dieron la vida”.

    El jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, lle¬nó de viandas su zurrón de viaje; puso manteca para el primer año y carne de cerdo para el segundo; y se apresuró a borrar su huella con la huida. Se puso precipitadamente en marcha, y dijo: “Parto para tres estíos, por cinco años cabales. Quédense estos campos para alimento de los gusanos; quédense estos bosques para reposo de los linces; quédense estas planicies para el galope de los renos, y los espacios recién talados para paseo de los gansos.
    “¡Adiós, pues, madre mía! Cuando el pueblo de Pohjola se presente a exigir mi cabeza, diles que he parti¬do, que he abandonado estos parajes después de haber talado el bosque fresco de siembras”.
    Y Lemmikainen hizo deslizar el navío sobre los ro¬dillos de hierro, lo soltó de las argollas de cobre que lo ataban a la orilla, y lo botó al agua. Después izó la vela en el mástil, la desplegó en las jarcias, se sentó al timón, y empuñando la barra de madera de abedul, alzó la voz diciendo: “¡Sopla, oh viento, en las velas, empuja al navío, hazle galopar sobre las olas hasta la isla desconocida, hasta el promontorio sin nombre!”
    El viento meció el navío, las olas lo empujaron, por espacio de dos meses, por espacio de casi tres meses, a través de los múltiples estrechos, de las anchas y pro¬fundas aguas.
    Las muchachas de la isla, las doncellas de Saari, ha¬llábanse a orillas del mar azul, lanzando a lo lejos sus miradas sobre la húmeda superficie. La una esperaba a su hermano, la otra a su padre; pero la más obsti¬nada e impaciente era la que esperaba a su prometido.
    Pronto el navío de Lemmikainen apareció en el ho¬rizonte, entre el cielo y el agua, como un leve copo de nubes. El viento henchía las velas, las olas aceleraban su carrera. Unos instantes más, y el bullicioso Lemmi¬kainen tocaba los bordes de la isla, la punta extrema del, promontorio.
    Entonces alzó la voz y dijo: “¿Hay lugar en esta isla para que yo pueda atracar y varar mi barco en la ribera?”
    Las doncellas del promontorio, las vírgenes de la isla respondieron: “Sin duda hay lugar en esta isla para que puedas atracar y varar tu barco en la ribera. También lo habría si hubieras llegado con cien barcos, con mil barcos”.
    El jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, di¬jo: “¿Y hay lugar en la isla para que yo pueda cantar mis canciones, desplegar aquí la larga cadena de mis cantos? Las palabras hormiguean en mi boca, germi¬nan entre mis encías”.
    Las doncellas de la isla, las jóvenes vírgenes del pro¬montorio, respondieron: “Sin duda hay lugar en esta isla para tus cantos, para que aquí modules tus cantos más bellos. Y también hallarás sotos para retozar, pra¬deras en que danzar”.
    Entonces el joven Lemmikainen entonó sus cánti¬cos; y de repente, por efecto de sus mágicas virtudes, surgieron encinas bordeando los caminos; y tupidos ramajes coronando las encinas; y en cada rama una poma; y sobre cada poma, una bola de oro; y sobre cada bola de oro, un cuco. Cuando el cuco canta, el oro mana de su lengua, el cobre de su pico, y la plata inun¬da las doradas colinas.
    Las muchachas de Saari, las vírgenes del promon¬torio, escuchaban con admiración los cánticos de Lem¬mikainen, extasiadas ante el mágico poder del héroe.
    El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: “Todavía entonaría más seductores cánticos, cán¬ticos más deslumbrantes, si me hallase bajo techado, sentado a la cabecera de una larga mesa. Pero si nin¬guna casa se abre para mí, si ningún piso de tabla acoge mis pasos, volcaré mi cantar entre las malezas, lo sembraré en los bosques”.
    Las doncellas de la isla, las jóvenes vírgenes del pro¬montorio respondieron: “Casas sobradas tenemos para recibirte, amplios cercados para albergarte. Allí po¬drás guardar tu cantar al abrigo del frío, a resguardo de las inclemencias del aire”.
    Una vez que el joven Lemmikainen fue albergado bajo techumbre, hizo aparecer sobre la mesa una pe¬regrina copa venida de lejanas regiones. Y por virtud de sus cantos llenó la copa de cerveza, colmó los cuen¬cos de hidromiel, y los platos hasta los bordes. Después bebió cuanto quiso, apurando con delicia la cerveza.
    Después el bullicioso Lemmikainen corrió de aldea en aldea, frecuentando los corrillos de las vírgenes de la isla, las alegres reuniones de las mozas. Donde quiera que volvía su cabeza recibía un beso; donde quiera que tendía su mano sentía un dulce apretón.
    Durante la noche, a la hora de las tinieblas, salía a caza de aventuras. No había aldea en la isla donde no hubiera por lo menos diez casas; ni una casa donde no hubiera por lo menos diez doncellas. Y entre tantas doncellas no quedó una sola cuyo lecho no compartiese, cuyos brazos no fatigase.
    Sedujo a mil desposadas, durmió con cien viudas. No podrían contarse dos de cada diez, tres de cada cien, a las que no hubiera gozado, a las que no hubiera hecho suyas.
    Así pasó el bullicioso Lemmikainen tres años de su vida, voluptuosamente, en las aldeas de Saari. Cauti¬vando a todas, solteras y viudas. Una sola fue olvi¬dada; una pobre moza, ya madura, del más lejano rin¬cón de la isla, de la última aldea.
    Ya el héroe se disponía a partir, a regresar a su patria. La moza salió a su encuentro y le dijo: “Que¬rido Lemmikainen, seductor galán, si no te dignas acordarte de mí, yo haré de suerte que, al hacerte a la mar, tu navío se estrelle contra las rocas”.
    Lemmikainen se entregó aquella noche a un profun¬do sueño, y no se despertó hasta el canto del gallo, cuando ya era demasiado tarde para acudir a casa de la moza, a dar satisfacción al ruego de la desdichada virgen. Entonces decidió esperar a la nueva noche, proponiéndose abandonar el lecho más temprano, an¬tes que los demás hombres, antes del canto del gallo.
    Y antes aún de la hora propuesta se puso en marcha, atravesando la isla, para ir a llevar alegría a la moza, placer a la pobre soltera.
    Pero mientras caminaba a solas en la noche, a tra¬vés de la isla, hacia la última aldea en el extremo del promontorio, no vio una sola casa donde no hubiera tres habitaciones, ni una sola habitación donde no hubiera tres guerreros, ni uno solo de aquellos guerreros que no afilase la espada y el hacha destinadas contra su cabeza.
    Preciso era dejarse de mozas y abrazos. Lemmikai¬nen se dirigió a su navío; el navío había sido incen¬diado, no quedaban de él sino tizones y cenizas.
    Entonces comprendió que la desgracia le acechaba, que su último día había llegado. Y se puso a construir otro navío.
    Pero para tal obra le faltaban vigas y tablas; no tenía más que una cantidad insignificante: cinco trozos de un viejo huso, seis astillas de una vieja rueca.
    Hubo de construir el barco con el auxilio de fórmu¬las mágicas; y en un instante lo acabó de arriba a abajo.
    Lemmikainen lo lanzó al mar, y alzó la voz diciéndole: “¡Navega, oh barco mío, sobre las ondas como una ligera hoja, boga sobre las olas como una hoja de nenúfar! ¡Y tú, águila, dame tres de tus plumas; y tú, cuervo, dame dos para servir de apoyo al débil esqui¬fe, para dotar de alas sus costados!”.
    Después subió a su navío y puso rumbo a alta mar. El viento sopló precipitando su marcha, las olas la arrastraron sobre la superficie azul, sobre el espacio inmenso y profundo.
    Y entre tanto, las tristes doncellas, las desoladas vírgenes, permanecían deshechas en llanto y en sú¬plicas, en la pedregosa playa.
    Lloraron las doncellas de la isla, las vírgenes del promontorio se lamentaron mientras el mástil y el ti¬món estuvieron al alcance de sus ojos. Pero no llora¬ban por el mástil, no lloraban por el timón; lloraban por aquél que se erguía en el navío, por el que a tra¬vés de las olas lo conducía.
    Lemmikainen lloraba a su vez; lloró y se lamentó tanto tiempo como la isla y sus montañas fueron visi¬bles a sus ojos. Pero no lloraba por la isla, no lloraba por las montañas; lloraba por las gráciles palomas del promontorio, las vírgenes de Saari.

    Al abordar las playas de su infancia, el travieso Lem¬mikainen, iba reconociendo uno a uno todos los para¬jes: reconoció las riberas, los islotes, el golfo, el puerto donde amarraba su barca, todos los lugares que había frecuentado. Reconoció las montañas de pinares, las colinas de abetos; pero no reconoció el lugar donde se hallaba su casa. Un bosquecillo de cerezos silvestres murmuraba donde antes se alzaban sus muros, un boscaje de pinos en la colina, un seto de enebros en el ca¬mino de los pozos.
    El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: “He ahí el bosquecillo donde yo jugaba, he ahí las rocas donde yo trepaba, he ahí los campos y las praderas donde me solazaba. Pero entonces ¿quién ha arrebatado de aquí mi casa bien amada, quien ha destruido mi hermosa casa? ¡El fuego la ha devorado y el viento ha dispersado sus cenizas!”.
    Y el héroe rompió a llorar. Lloró un día, lloró dos días. Pero no lloraba por la casa, no lloraba por el aitta; lloraba por su madre, la que habitaba la casa, la que cuidaba el aitta.
    Después fijó sus ojos por los alrededores y echó de ver ligeras huellas de pisadas sobre la yerba, vesti¬gios a medio borrar entre las malezas. Trató de reco¬nocerlos y los siguió; conducían al fondo de un bos¬que, de un bosque deshabitado.
    Cuando hubo caminado cierto tiempo por aquellos incultos parajes, divisó en el fondo de un intrincado macizo, una guarida secreta, una humilde cabaña em¬paredada entre dos rocas, sombreada por tres pinos. Y allí descubrió a su madre, la dulce mujer que lo ama¬mantó a sus pechos.
    Lemmikainen se sintió arrebatado por una inmensa alegría; alzó la voz y dijo: “¡Oh madre mía, mi madre bien amada, la que me llevó en su vientre y me dio su leche! Te encuentro viva y salva; y sin embargo, había llegado a pensar que habías muerto, que habías su¬cumbido al golpe de la espada o degollada bajo el ha¬cha. ¡Cansados de llorar están mis ojos y pálidos los colores de mi rostro!”
    La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: “Sólo hu¬yendo he podido salvar la vida, ocultándome en este salvaje desierto, en este sombrío refugio del bosque. El pueblo de Pohjola se había armado contra ti, pobre infortunado; y ha saqueado nuestra casa, reduciéndo¬la a cenizas”.
    El bullicioso Lemmikainen dijo: “¡Oh madre mía, tú que me trajiste al mundo, aparta de ti esa pena que te desgarra! Levantaremos una nueva casa mejor que la primera. Y presentaremos batalla al pueblo de Pohjo¬la, hasta exterminar esa raza maldita”.
    La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: “¡Mucho tiempo has tardado, hijo mío, mucho tiempo has vivido en tierra extraña, en esas apartadas regiones, en la isla desconocida, en el promontorio sin nombre!”
    El jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: “Grata me ha sido allí la vida, dulcemente han trans¬currido mis días. Los árboles brillan allá con esplendo¬res de púrpura, los campos copian el azul del cielo, las ramas de los pinos son otras tantas guirnaldas de pla¬ta; las flores del brezo, otras tantas flores de oro; corren arroyos como la miel; los huevos de ave ruedan de las montañas; los abetos secos manan hidromiel; los otros, los que cubre el verdín, manan leche; la man¬teca se recoge en las junturas de las empalizadas, y las estacas de las empalizadas destilan cerveza.
    “Sí, grata me era allí la vida, dulces han transcurri¬do mis días. Un solo obstáculo turbaba mis placeres. Los padres allá tienen mucho miedo por sus hijas, por esas estúpidas y feas criaturas; tenían miedo que yo se las pervirtiese, amándolas con exceso. Y por causa de las jóvenes vírgenes, por miedo a esas mujeres hi¬jas de mujer, tenía yo que esconderme… ¡Como se es¬conde el lobo, por miedo a la liebre, como se esconde el buitre, por miedo a las gallinas del corral!”

    XII
    HISTORIA DE KULLERVO, EL MANCEBO DE LAS CALZAS AZULES

    Una madre criaba una nidada de palomas y cuidaba un bando de tres cisnes. A las palomas las dejó en el corral y a los cisnes los condujo a la orilla del río. Vino un águila, y los arrebató a las nubes. Vino un gavilán y los dispersó: al primero lo llevó a Kadelia; al segundo lo llevó a Rusia; y en cuanto al tercero, lo devolvió a la casa paterna  .
    El que fue transportado a Rusia se convirtió en un hábil mercader; el transportado a Karelia fue el céle¬bre Kalervo; el devuelto a la casa paterna fue el som¬brío Untamo, azote de su padre, desesperación de su madre.
    Una vez Untamo tendió su red en el estanque de Kalervo; Kalervo encontró la red y se apoderó de to¬dos los peces que halló entre sus mallas. Entonces el malvado Untamo se puso furioso; lo arañó con las uñas, le atacó con los puños, disputándole una raspa de pescado, unas huevas de pértiga.
    Así lucharon Untamo y Kalervo, pero ninguno salió vencedor; si uno encajaba un buen golpe, el otro se lo devolvía en el acto.
    Pocos días después de esta querella Kalervo sembró su avena detrás de la casa de Untamo. La voraz oveja de Untamo se comió la avena de Kalervo; el hura¬ño perro de Kalervo devoró la oveja de Untamo.
    Untamo volvió a enfurecerse y vociferó amenazas de muerte contra Kalervo, contra su propio hermano. Juró derribar su casa, degollar y exterminar a todos sus habitantes, grandes y pequeños, e incendiarla has¬ta reducirla a cenizas.
    Y armó a sus hombres: con espadas a los fuertes, con venablos a los débiles y a los muchachos. Y decla¬ró una guerra sangrienta, una guerra sin cuartel con¬tra el hijo de su madre.
    La suegra de Kalervo estaba sentada a la ventana contemplando la llanura. Abrió la boca y dijo: “¿Qué es lo que se levanta allá lejos, del otro lado del campo, a la entrada del camino nuevo? ¿es una humareda es¬pesa o es una sombría nube?”
    Pero no era una humareda espesa ni una nube som¬bría; eran los guerreros de Untamo precipitándose al combate.
    Ya llegan. Las espadas brillan a sus costados. Ani¬quilan a las tropas de Kalervo, degüellan la ilustre raza, prenden fuego a su casa, sin dejar piedra sobre piedra, a ras del árido suelo.
    Una sola mujer escapó al desastre, una mujer que llevaba a un hijo en el seno. Los guerreros de Untamo la llevaron consigo para emplearla en ordenar su casa, en barrer la basura.
    Y transcurrido algún tiempo la desdichada mujer trajo un hijo al mundo, al cual puso por nombre Kullervo.
    El recién nacido, el pobre huérfano, fue acostado en una cuna, y mecido un día y otro día. Al tercer día, el niño sacudió de repente sus pies y se levantó de golpe: se puso de pie en la manta, desgarró sus pa¬ñales, hizo trizas su cuna de madera de tilo y rompió en tiras sus mantillas.
    Así demostró su vigor y que una poderosa savia hervía en sus venas. Untamo concibió la esperanza de que llegaría a ser un hombre de gran sabiduría, un héroe indomable y altivo, un esclavo más valioso que cien, más valioso que mil esclavos.
    Pero al cabo de dos meses, al cabo de tres meses, cuando no era todavía más alto que una rodilla, el niño empezó a pensar en sí mismo, diciéndose: “¡Si yo fuera un poco mayor, si mi cuerpo cobrara un poco más de fuerza, yo vengaría los dolores de mi padre, las angustias de mi madre!”
    Untamo escuchó estas palabras y dijo: “Este niño será el azote de mi raza; Kalervo revive en él”.
    Y hombres y mujeres se reunieron en consejo, pre¬guntándose adonde podrían transportar al niño, dónde podrían exponerlo a una muerte segura.
    Se le encerró en un tonel, y el tonel fue arrojado al mar, en medio de las procelosas aguas.
    Dos noches, tres noches transcurrieron. Y Untamo fue a ver si el niño se había ahogado, si estaba muerto en su tonel.
    Pero el niño no se había ahogado, no estaba muerto en su tonel. Escapado de su encierro, se mecía tran¬quilamente sobre las olas, teniendo entre sus manos una caña de pescar, con empuñadura de cobre, con hilo de seda.
    Untamo se dijo de nuevo: “¿Adonde habrá que llevar a este niño? ¿dónde encontrará su perdición segura? ¿dónde hallará el golpe mortal?”
    Y ordenó a sus esclavos hacinar una gran cantidad de abedules altos y fuertes, de tupidos abetos, de viejos pinos resinosos, para quemar al niño, para exterminar a Kullervo.
    La pira ardió por espacio de un día, por espacio de dos días; ardió hasta tres días enteros. Entonces Un¬tamo se acercó a ver qué había sido de Kullervo, y lo encontró de rodillas, en medio de las brasas, jugando con los tizones y atizándolos con un gancho de hierro. El fuego no había rozado siquiera la punta de sus ca¬bellos, había respetado hasta el más ligero bozo de su carne.
    Untamo, furioso, se dijo otra vez: “¿Adonde, pues, habrá, que llevar a este niño? ¿dónde encontrará su perdición segura, dónde hallará el golpe mortal?”
    Entonces hizo colgar a Kullervo de un árbol, izán¬dolo hasta la copa de una encina.
    Dos noches, tres noches transcurrieron, y otros tan¬tos días. Untamo reflexionó profundamente: “Hora es ya de saber si Kullervo ha sucumbido, si ha encon¬trado la muerte en la horca”.
    Y Untamo envió a un esclavo para asegurarse. El es¬clavo volvió con esta noticia: “Kullervo no ha sucum¬bido, Kullervo no ha encontrado la muerte en la horca. Allá está, con una gubia en la mano, grabando en la corteza del árbol toda suerte de figuras: guerreros, lanzas, venablos, cubren la encina de arriba abajo”.
    Entonces Untamo se convenció de su impotencia. Hastiado, fatigado de buscar el medio de desembara¬zarse de él, hubo de resignarse a guardar al niño en su casa, a tratar al esclavo como a un miembro de la familia.
    Y le habló en estos términos: “Si prometes condu¬cirte bien, si prometes vivir con prudencia y sosiego, puedes quedarte en mi casa y trabajar en ella. Más adelante acordaremos cuál ha de ser tu soldada. Te recompensaré según merezcas: o un buen cinturón para tu talle o un buen torniscón en las orejas”.
    Cuando Kullervo hubo crecido se le asignó un tra¬bajo. Se le confió el cuidado de un niño, de una cria¬tura de delicados dedos: “Ten cuidado de este pequeñuelo, dale de comer a menudo y según su hambre. Lava sus pañales en el río y ten siempre limpios sus vestidos”.
    Kullervo tomó al niño a su cargo. El primer día le rompió un brazo; el segundo día le sacó los ojos; el tercer día lo dejó morir. Después arrojó los pañales al río y prendió fuego a la cuna.
    Untamo se entregó a profundas reflexiones: “Este muchacho no sirve para cuidar criaturas, para mecer carnes delicadas. ¿En qué lo emplearíamos, pues? ¿qué trabajo confiarle? Quizá tenga mejores condiciones para derribar árboles y talar el bosque”.
    Y Untamo envió a Kullervo al bosque a talar árboles. Kullervo, hijo de Kalervo, se dirigió al bosque, pene¬trando en los incultos parajes sin fin, entre los altos abedules y las enramadas gigantescas.
    Allí blandió su hacha. De un golpe fuerte derriba los troncos más corpulentos, de un simple roce los retallos más tiernos. Cinco árboles, ocho árboles, caen a la vez. Después vociferó con una voz de trueno: “¡Que ninguna planta germine, que no crezca ningún tallo, mientras los siglos continúen su curso, mientras la luna expanda su luz, en el bosque talado por el hijo de Kalervo, en la nueva tierra roturada por el héroe!”.
    Untamo, el hombre cruel, quiso ver lo que el hijo de Kalervo había hecho. El bosque, derribado en montón, no se parecía en nada a una tierra roturada y dispues¬ta para la sementera. No era aquello la obra de un muchacho.
    Untamo se dijo en su interior: “No sirve este mozo para un trabajo semejante; ha cortado los troncos más sólidos, ha destruido los mejores abedules. ¿En qué ocuparlo, pues? ¿qué obra confiarle? ¿Tal vez tenga mejores condiciones para construir un cercado?”
    Y Untamo encargó a Kullervo construir una cerca. Kullervo abatió los pinos más corpulentos, los más altos abetos. Después los plantó en filas apretadas, liándolos fuertemente unos a otros con largas varas de serbal. Así hizo su cerca: sin puerta ni abertura alguna.
    Kullervo dijo: “¡Aquél que no tenga alas de pájaro, que no intente franquear la, cerca del hijo de Kalervo!”
    Untamo fue a ver lo que Kullervo había hecho. Y vio una cerca sin puertas ni abertura alguna, sóli¬damente clavada en tierra y elevándose hasta las nubes del cielo.
    Y s« dijo: “No sirve este mozo para un trabajo se¬mejante. La cerca que ha construido es impracticable; imposible entrar ni atravesarla. ¿En qué ocuparlo, pues? ¿qué obra confiarle? Quizá sirva mejor para moler el centeno”.
    Y Untamo envió a Kullervo a moler el centeno. Ku¬llervo, hijo de Kalervo, se puso ardorosamente a mo¬ler el centeno, hasta pulverizar el grano, hasta reducir a salvado la espiga.
    Untamo llegó a ver su obra; encontró pulverizado el grano, reducida a salvado la espiga. Y tuvo un arre¬bato de cólera: “¡Así, pues, este mozo no sirve para nada! En todo, lo que le he mandado sólo ha hecho locuras. ¿Lo enviaré a Rusia, o lo haré llevar a Karelia para venderlo al herrero Ilmarinen, para someterlo al aprendizaje del martillo?”
    Untamo envió al hijo de Kalervo a Karelia y lo ven¬dió al gran Ilmarinen, al diestro forjador de hierro.
    ¿Qué precio pagó Ilmarinen por el esclavo? Un alto precio: dos viejos calderos abollados, tres garabatos rotos, cinco hoces melladas y seis rastrillos de desecho. Tal fue el precio pagado por el miserable, por el es¬clavo inútil.

    Kullervo, hijo de Kalervo; Kullervo, el mancebo de las calzas azules, el de la blonda cabellera y los lindos zapatos, pidió al herrero Ilmarinen trabajo para la noche, y a la mujer del herrero trabajo para la mañana.
    La mujer del herrero pensó para sus adentros en qué podría emplearse útilmente al esclavo, al hom¬bre comprado. Y resolvió hacerle guarda de rebaños.
    Y la traviesa criatura preparó una gran hogaza. La amasó con buen trigo candeal por arriba y con avena por abajo. Pero en medio metió una piedra.
    Después la empapó con nata de leche, la untó de manteca, y dándosela a Kullervo le dijo: “No has de tocar este pan hasta que no hayas conducido el rebaño al bosque”.
    Kullervo, hijo de Kalervo, se echó sus provisiones al zurrón y aguijó las vacas de Ilmarinen entre los marjales y las ásperas malezas. Caminaba solitario, diciéndose: “¡Maldición sobre mí, pobre mozo! ¡mal¬dición sobre mí, infortunado! ¡Adonde he venido a parar, miserable de mí! Buena tarea de holgazán la que me han impuesto. ¡Tener que apacentar estas mal¬ditas vacas, estos estúpidos terneros! ¡tener que vagar a través de estos marjales sin fin, de estas landas ás¬peras y escarpadas!”
    Se sentó al sol, sobre un altozano, y se puso a can¬tar con voz sonora: “¡Derrama tu luz, oh divino sol, derrama tu calor, oh globo de Jumala, sobre el pas¬tor de la fragua, sobre el pobre mancebo de los pasti¬zales, pero no sobre la casa de Ilmarinen, ni mucho menos sobre su nueva amante! Dulce es la vida para esa mujer: se sirve rebanadas de pan candeal, se ali¬menta con tortas bien untadas de manteca. El pastor, en cambio, ha de roer pan duro, secos mendrugos; y hasta ha de contentarse muchas veces con tortas de cebada mezclada con salvado, con paja o con harina de corteza de abedul. ¡Y si tiene sed, tendrá que sacar agua del légamo del marjal o del húmedo césped de las praderas!”
    Y mientras el pastor se lamentaba, mientras el hijo de Kalervo entonaba su triste canción, la mujer de Ilmarinen ya había gustado la deliciosa manteca, co¬mido el pan tierno, saboreado las tortas aún calientes; y preparaba para el pastor un potaje frío de coles, cuya grasa habían lamido los perros.
    Kullervo, hijo de Kalervo, miraba alargarse la som¬bra de la tarde. Tomó la palabra y dijo: “Hora es ya de comer, de dar comienzo al almuerzo y ver qué nos han puesto en el zurrón”.
    Y condujo su ganado al brezal para que allí pudiera reposar. Después se sentó sobre una mata de fresca yerba; descolgó de sus hombros el zurrón y sacó la hogaza que la mujer del herrero había metido dentro.
    Y desenvainó su cuchillo para cortar el pan. El cu¬chillo tropezó violentamente contra la piedra, y la agu¬da hoja se quebró y saltó en pedazos por el aire.
    Kullervo, hijo de Kalervo, contempló tristemente la hoja rota y derramó amargo llanto: “Este cuchillo era mi único hermano, su hoja mi único amor. ¡Y helo aquí roto, quebrado contra la piedra que mi pér¬fida y miserable ama había ocultado dentro de la ho¬gaza! ¡Aguarda, mujerzuela, aguarda! ¡Si yo lloro por mi cuchillo, también tú llorarás por tus vacas cuando quieras ordeñarlas!”
    Y cortó una rama en los arbustos, una rama de ene¬bro; y espantó a las vacas de corvas patas haciéndolas hundirse en las ciénagas; y dispersó a los toros a tra¬vés del bosque. La mitad de ellos quedó entregada a la voracidad de los lobos, la otra mitad a la voracidad de los osos. Después convirtió al ganado en osos y lo¬bos, haciéndose de este modo un nuevo rebaño.
    Declinaba el sol a occidente, la noche se acercaba coronando de sombra las copas de los pinos, y aproxi¬mando la hora de ordeñar las vacas.
    Kullervo, hijo de Kalervo, el rudo y miserable pas¬tor, se encaminó a casa de Ilmarinen con su rebaño de lobos, con su rebaño de osos. Y durante el camino iba instruyéndoles en lo que debían hacer: “Os arro¬jaréis sobre mi ama y le devoraréis un muslo, le arrancaréis media pierna, en cuanto llegue a veros, en cuan¬to se agache para ordeñaros”.
    Se fabricó un cuerno de pastor con un hueso de vaca, con una asta de toro; y sopló con fuerza aquel instrumento, sacándole alegres sonidos en cuanto es¬tuvo a tres pasos, a seis pasos de la colina donde es¬taba edificada la casa de su amo.
    La mujer de Ilmarinen, la bella mujer del herrero, suspiraba impaciente pensando en la leche fresca, en la manteca dorada, cuando oyó resonar al fondo del marjal, a la orilla de la lejana pradera, el alegre cuer¬no del pastor. Alzó la voz y dijo: “¡Bendito sea Dios! ya suena el cuerno, ya llega el pastor”.
    Kullervo, hijo de Kalervo, respondió: “Ya se acerca el rebaño. Enciende la lumbre en seguida y ven a or¬deñar tus vacas”.
    La mujer de Ilmarinen encendió la lumbre y bajó al establo a ordeñar sus vacas. Lanzó una ojeada so¬bre el rebaño, lo examinó atentamente y dijo: “Her¬moso de ver está el ganado: suave es su pelo como el del lince, fino su vellón como el de la oveja silvestre; sus ubres están henchidas y ricas de leche”.
    Y se agachó para la ordeña; una vez hizo saltar el chorro de leche, dos veces lo hizo saltar; pero en el momento en que iba a hacerlo por tercera vez, el lobo se precipitó sobre ella, el oso la asaltó violentamente; el lobo le arrancó una mandíbula, el oso le devoró media pierna y le arrancó el talón.
    Así Kullervo, hijo de Kalervo, se vengó del des¬precio de la mujer de Ilmarinen; así castigó Kullervo la maldad de su pérfida ama.
    La mujer de Ilmarinen clamó: “¡Oh Ukko, dios su¬premo entre todos los dioses, acude a mí con tu arco sin igual! ¡Pon en él un dardo ligero como el relám¬pago, un dardo de oscuro cobre con la punta de acero, y dispáralo contra el hijo de Kalervo; atraviésale la dura carne del costado, derríbalo en tierra, mata al miserable!”.
    Kullervo, hijo de Kalervo, dijo: “Oh Ukko, dios su¬premo entre todos los dioses, no es contra mí contra quien debes disparar sino contra la mujer de Ilmari¬nen. ¡Abate a esa malvada mujer, de modo tal que quede eternamente inmóvil!”
    Y la mujer de Ilmarinen, la orgullosa esposa del herrero, cayó muerta; cayó como una banasta de ba¬sura ante el umbral de su mezquina casa.
    Tal fue el momento supremo de la moza, tal fue el fin de la bella esposa, de aquella a quien Ilmarinen había buscado durante tanto tiempo, y con tanto ardor, de aquella a quien el célebre herrero había implora¬do durante seis años para que fuese de por vida la alegría de sus días, la más alta gloria de su nombre.

    Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, el de los lindos zapatos, el de la ru¬bia cabellera, se apresuró a alejarse de casa de Ilma¬rinen antes que la noticia de la muerte de la esposa llegase a oídos del herrero. Ante tal noticia, el dolor desgarraría su alma y su cólera estallaría terrible.
    Triunfante se aleja, atravesando los bosques descua¬jados por el fuego, atravesando las malezas, haciendo resonar el aire al son de su cuerno. Y las ciénagas se escalofrían, y la tierra tiembla y los ecos se estreme¬cen, mientras Kullervo sopla su cuerno, mientras el malhechor se regocija.
    El son del cuerno llegó hasta la fragua de Ilmarinen. El herrero suspendió su trabajo, y salió a escuchar, a ver quién tocaba de tal modo en la colina, quién es¬tremecía con tales resonancias las intrincadas malezas.
    Un lúgubre espectáculo, una realidad siniestra se ofreció a sus ojos. Encontró a su mujer muerta, a su hermosa compañera que yacía inanimada en el corral, sobre el verde césped.
    Largo tiempo permaneció ante ella con el corazón destrozado; lloró lágrimas amargas, lloró toda la no¬che. Negra está su alma como la pez; su corazón, co¬mo el hollín.
    Kullervo, entretanto, prosigue su camino, errando acá y allá durante el día, vagando entre las malezas, hundiéndose en los espesos boscajes; pero al llegar la noche, se acuesta sobre un lecho de yerba.
    Allí el huérfano, el abandonado, piensa y medita: “¿Quién me habrá traído al mundo, quién habrá en¬gendrado a un miserable como yo, para vagar así, a la intemperie siempre, bajo el cielo azul?
    “Todos tienen una casa a donde ir, un hogar donde refugiarse. Mi casa es el desierto; mi hogar la landa estéril; el viento del norte es mi lumbre, la lluvia mi único baño.
    “Y sin embargo la luz brilla para la golondrina, el día alumbra para los pájaros; pero mientras el cielo sonríe a sus pájaros, mi herencia son las tinieblas. Ja¬más una alegría se ha asomado a mi vida”.
    Entonces, en el ánimo de Kullervo surgió la idea de dirigirse hacia el país de Untamo, para vengar el dolor de su padre, los tormentos de su madre, los du¬ros tratos que él mismo había sufrido. Tomó la pala¬bra y dijo: “¡Aguarda Untamo, aguarda verdugo de mi familia! ¡Con sólo que yo marche contra ti, tus ca¬sas serán reducidas a cenizas, tu hogar a escombros encendidos!”
    Una anciana del bosque, la vieja del manto azul, salió a su encuentro. Y alzó la voz diciendo: “¿Adon¬de va Kullervo? ¿adonde dirige sus pasos el hijo de Kalervo?”
    Kullervo, hijo de Kalervo, respondió: “Me ha venido a la mente trasladarme a otras regiones, ir a casa de Untamo para castigar al verdugo de mi familia, para vengar el dolor de mi padre, los tormentos de mi ma¬dre; a reducir a ceniza sus casas, a convertirlas en centellas de fuego”.
    La mujer dijo: “Tu familia no ha sido extinguida, Kalervo no ha muerto; todavía tienes un padre en es¬ta vida, una madre afortunadamente salvada, en el mundo.
    “Hallarás a tu padre y a la que te amamantó a sus pechos cerca de las fronteras de Laponia, a la orilla de un lago colmado de peces.
    “Fácil te será llegar allá. El camino que debes se¬guir se encuentra a la vuelta de un bosque pantano¬so, a la orilla de un río. Camina un día y otro día y hasta tres días; luego tomarás la dirección del noroes¬te hasta que encuentres una montaña; faldéala a la izquierda y no tardarás en hallar, a mano derecha, un caudaloso río cuya orilla seguirás, hasta pasar las tres cataratas; y entonces alcanzarás la cima de un promontorio, de una roca donde rompen las mugientes olas. En lo alto de ese promontorio se levanta una cabaña de pescadores. Y en esa cabaña encontrarás a tu padre y a tu madre; y a tus dos lindas hermanas”.
    Kullervo, hijo de Kalervo, se puso en camino. An¬duvo un día y otro día y hasta tres días. Al fin, llegó a la cima del promontorio, del escollo donde las mugidoras olas se estrellan; y en lo alto divisó la cabaña del pescador.
    Entró en la casa pero nadie le reconoció. “¿Quién es este extranjero que llega? ¿de qué país es el cami¬nante?”
    “¿No reconocéis a vuestro hijo, no os acordáis de aquel niño que robaron los guerreros de Untamo, cuan¬do no era mayor que la palma de la mano de su pudre, que el huso de su madre?”
    Entonces la madre de Kullervo exclamó en un arre¬bato: “¡Ah hijo mío, mi pobre hijo, mi cintillo de oro! ¡Todavía vuelvo a hallarte en este mundo, lleno da vida y salud! ¡Y yo que te había llorado tanto, que tanto te echaba de menos, dándote por muerto y desaparecido para siempre!
    “Yo tenía dos hijos y dos hijas, dos hermosas vír¬genes; pero los dos mayores me fueron arrebatados: el hijo por la guerra, la hija por un ignorado destino. ¡Ahora vuelvo a encontrar al hijo, pero la hija tal vez no vuelva jamás!”
    Kullervo, hijo de Kalervo, dijo: “¿Dónde se perdió la hija? ¿Adonde fue a parar mi pobre hermana?”
    La madre respondió: “Había ido a buscar bayas al bosque, fresas a la colina; allí desapareció mi hermo¬sa paloma, allí murió mi gracioso pajarillo, pero de una muerte que nadie conoce, de la que nadie sabría decir el nombre.
    “Yo me he internado como el oso en el intrincado bosque; como la nutria a través de las desiertas landas. Y he buscado un día y otro día, y hasta tres días. Y cuando el tercer día había expirado, cuando apenas había transcurrido una semana, he remontado la alta colina llamando desde allí a mi hija, a mi pobre hija desaparecida: ¿dónde estás, hija querida? ¡Vuelve, vuel¬ve a tu casa!
    “Las colinas respondieron a mis gritos, los pantanos respondieron a mi llanto: ¡No llames más a tu hija, cesa de turbar el aire con el rumor de tus voces! ¡Tu hija no renacerá a la vida; nunca más volverá a la casa de su madre, al hogar de su anciano padre!”

    Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, comenzó a vivir una vida ordenada bajo la tutela de su padre y de su madre. Pero su espíritu permaneció torpe, su inteligencia rebelde; de tal modo habían sido viciados y pervertidos por los malos tratos de su primera infancia.
    Se entregó con ardor al trabajo; tomó una barca de pesca para ir mar adentro a tender las redes pro¬fundas, y dijo empuñando los remos: “¿Será preciso remar con todas mis fuerzas, con todo el vigor de mis brazos, o bastará con moderación, solamente lo necesario?”
    El timonel erguido a popa respondió: “Rema con todas tus fuerzas, con todo el vigor de tus brazos, pe¬ro ten cuidado no rompas la barca, no hagas saltar su quilla hecha pedazos”.
    Kullervo, hijo de Kalervo, remó con todas sus fuer¬zas, con todo el vigor de sus brazos. Y rompió la bar¬ca, dislocó las planchas de enebro, hizo volar en asti¬llas la hermosa quilla de chopo.
    Kalervo fue a ver lo que había hecho su hijo, y le dijo: “No sirves para remar; has destrozado la barca. Ve a golpear el agua para atraer los peces a la red; tal vez te resulte mejor esa ocupación”.
    Kullervo fue a batir el agua y dijo: “¿Debo golpear el agua con todas mis fuerzas, con todo el vigor de mis brazos, o bastará con moderación, solamente lo nece¬sario?”
    El pescador que tendía la red le contestó: “Poco conoce el oficio el que no golpea el agua con todas sus fuerzas, con todo el vigor de sus brazos”.
    Kullervo molió el agua con todas sus fuerzas, con todo el vigor de sus brazos; la molió hasta convertirla en un espeso légamo, hasta reducir las redes a estopa, hasta reducir los peces a una pasta viscosa.
    Kalervo acudió a ver lo que había hecho su hijo, y le dijo: “No sirves para moler el agua; has reducido las redes a estopa, has destrozado el aparejo y todo lo has hecho trizas. Paga tu impuesto  y vete a co¬rrer mundo. Será lo mejor”.
    Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, el de los lindos zapatos, el de la cabellera de oro, pagó su impuesto; después montó en su trineo y partió para un largo viaje.
    Caminaba con un fragor de trueno, atravesando las extensas landas, los bosques talados de antiguo por el fuego. El caballo devoraba el espacio, y pronto llevó el crujiente trineo hasta las desiertas llanuras de Pohjola, más allá de las fronteras de Laponia.
    Una joven doncella, con el pecho adornado por una fíbula de estaño, salió a su encuentro.
    Kullervo, hijo de Kalervo, paró en seco su fogoso caballo, llamó a la doncella y le dijo con jocoso acento: “Ven, oh joven virgen, a mi trineo; ven a abrigarte con mis pieles, a comer mis manzanas, a cascar mis nue¬ces”.
    La joven doncella le respondió airadamente: “¡Escu¬pir en tu trineo es lo que yo haría, estúpido burlón! Hace frío bajo tus pieles, hiela en tu brillante trineo”.
    Kullervo, el mancebo de las calzas azules, se apo¬deró de la virgen y la arrojó a la fuerza en su trineo, en su brillante trineo.
    La doncella enfurecida, la bella de la fíbula de es¬taño, dijo: “¡Líbrame de este tormento, devuélveme mi libertad; evítame, desvergonzado, tus insolentes re¬querimientos, o si no yo desfondaré de un puntapié tu trineo, desgarraré la alfombra que lo cubre, y haré pedazos tu miserable bagaje!”
    Kullervo abrió la arquilla que encerraba sus teso¬ros y dejó al descubierto galas soberbias, espléndidos vestidos, medias bordadas en oro, cinturones y fíbu¬las de plata.
    La vista de los vestidos hizo perder la cabeza a la doncella, las galas la aturdieron. La plata es un astuto encantador; el oro ejerce una atracción irresistible.
    Y Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, empezó a acariciar amorosamente a la hermosa doncella, murmurándole galantes palabras. Con una mano sostiene las riendas del caballo, con la otra acaricia los senos de la casta niña.
    Y en el interior del trineo, sobre los mullidos cojines, la violó brutalmente, cubriéndola de oprobio.
    Ya el Creador ha hecho nacer una nueva aurora, ya el gran Jumala ha hecho brillar un nuevo día. Enton¬ces la muchacha tomó la palabra y dijo: “¿De qué cu¬na desciendes tú, oh mancebo lleno de audacia, de qué sangre naciste, ¿Eres acaso de una alta estirpe; eres hijo, por ventura, de un padre ilustre?”
    Kullervo, hijo de Kalervo, respondió: “Yo no des¬ciendo de una estirpe alta ni baja, sino de una estirpe mediana. Soy el desdichado hijo de Kalervo; un triste, y miserable rapaz, una pobre cabeza sin sentido, un ser maldito nacido para el infortunio. Pero cuéntame, a tu vez, cuál es tu familia, dime si desciendes de una alta estirpe, si eres hija de un ilustre padre”.
    La doncella respondió con franqueza: “No desciendo de una estirpe alta ni baja; desciendo de una estirpe media. Soy la desdichada hija de Kalervo, una pobre y miserable criatura nacida para el dolor.
    “Antaño, cuando vivía junto a mi madre, salí una mañana a coger bayas en el bosque, fresas en la coli¬na. Durante dos días seguidos recogí fresas y bayas sin descanso, y durante la noche dormía sobre la yerba. Pero, al tercer día, no pude volver a hallar el camino de casa; unas falsas huellas me condujeron a lo profundo del bosque y me extraviaron en el desierto.
    “¡Ah, si hubiera muerto entonces, tal vez al año siguiente, tal vez al tercer estío, habría verdecido co¬mo una mata de tierno césped, me habría abierto como una hermosa flor, habría madurado como una baya silvestre, como una fresa roja y delicada; y no habría quedado expuesta a esta peregrina aventura, no habría tenido que sufrir este terrible tormento!”
    Y apenas había acabado estas palabras, la doncella se lanzó fuera del trineo y se arrojó al bramador to¬rrente, entre las espumosas cataratas. Así terminó sus días, así abrazó a la pálida muerte.
    Kullervo, hijo de Kalervo, se lanzó a su vez del trineo, y se puso a llora amargamente, haciendo re¬tumbar el aire con sus lamentos: “¡Maldición sobre todos mis días, maldición sobre mis bárbaras acciones! ¡He violado a mi propia hermana, he deshonrado a la hija de mi madre!”
    Y con su cuchillo cortó violentamente las correas que ataban su caballo al trineo, cabalgó sobre el cor¬cel veloz, el de la erguida testa, y galopó a través de los bosques, a través de las llanuras, hasta alcanzar la casa de su padre, bajo los verdes tilos.
    Su madre estaba de pie en el umbral. “Oh madre mía, mi desdichada madre, tú que me amamantaste a tus pechos: ¿por qué, en la aurora de mi vida, cuando sólo tenía dos noches, por qué no llenaste tu cuarto de una humareda espesa, y echaste el cerrojo de la puer¬ta y me encerraste dentro envuelto en mis mantillas, para ahogarme? ¿Por qué no arrojaste mi cuna entre las brasas, entre los ardientes tizones?”
    La madre de Kullervo dijo: “¿Qué es lo que por ti pasa, hijo mío? Algo extraordinario te ha sucedido”. Kullervo, el hijo de Kalervo, respondió: “Oh sí, cosas extraordinarias han ocurrido, un cruel destino se ha levantado en contra mía. Una doncella me salió al paso en el camino. He dormido con ella; la he violado. Y luego resultó ser mi propia hermana, la hija de mi madre.
    “Pero ya ha lanzado su último suspiro, ya ha hecho su viaje hacia la pálida muerte, en medio de las sal¬vajes olas de la catarata, bajo el torrente de espumas. En cuanto a mí, ignoro todavía adonde iré a buscar la muerte, a poner fin a mi vida miserable: tal vez entre las fauces del lobo que aúlla, tal vez entre las mandíbulas del oso que ruge, o en el inmenso vientre de la ballena, bajo los afilados dientes del sollo”.
    La madre de Kullervo dijo: “No, hijo mío, no hay que pensar en las fauces del lobo que aúlla, ni en la boca del oso que ruge, ni en el vientre de la ballena ni en los afilados dientes del sollo. Tú conoces las fron¬teras desiertas y sin fin de Savo: allí puede el hombre ocultar su crimen y enrojecer en secreto por sus vergonzosas acciones. Gana ese refugio y permanece en él cinco años, seis años, nueve años, hasta que el tiempo te haya calmado, hasta que haya aligerado el fardo de tu dolor”.
    Kullervo, hijo de Kalervo, respondió: “No, nada de ir a ocultarse; no quiero esconder mis miserias a la luz del día. Me iré a los campos de batalla, a mezclar¬me en los bárbaros combates de los hombres. Untamo camina todavía con la cabeza erguida; el monstruo infame no ha sido aniquilado aún, no ha pagado el dolor de mi padre, los crueles tormentos de mi madre. Y aún tengo que recordar otros dolores y tormentos; tengo que recordar los tratos que yo mismo recibí”.

    Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, se prepara para entrar en campaña, se arma para el combate vengador. Por espacio de una hora saca filo a su espada; por espacio de otra hora afila su punta.
    Después se dispuso a partir, y dijo a su anciano padre: “Ahora, adiós, padre querido. ¿Llorarás por mí cuando sepas que he muerto, que he desaparecido de entre los vivos, que ya no formo parte de tu familia?” El padre respondió: “No, en verdad, no lloraré por ti cuando sepa que has muerto. Tal vez me nacerá otro hijo, un hijo menor y con más sentido que tú”.
    Kullervo, hijo de Kalervo, dijo: “Tampoco yo lloraré por ti si sé que has muerto. No me costará gran trabajo hallar un padre como tú: un padre de cabeza de piedra, labios de arcilla, ojos de charca, barba de paja seca, pies de sauce y carne de troncos de árbol podridos”. Y a la madre le dijo: “Oh dulce madre mía, la que me amamantó a sus pechos, mi protectora bien amada, ¿llorarás por mí cuando sepas que he muerto?”
    La madre respondió: “¡Poco conoces el alma, poco conoces lo que es un corazón de madre! Cuando yo se¬pa tu muerte, lloraré ríos de lágrimas en mi alcoba, ríos que inundarán la casa. Sí, lloraré en silencio en la escalera, sollozaré a gritos en el establo. La nieve se fundirá en los helados caminos, los caminos mismos se borrarán. Pero el césped germinará con mi llanto, y sobre el césped cantarán los arroyos”.
    Entonces Kullervo, hijo de Kalervo, partió a la gue¬rra, a la sangrienta milicia de las batallas. Atravesó las landas y marjales, los brezales desnudos y los campos de verdura, soplando su cuerno de pastor y despertando todos los ecos al resonante rumor de sus notas.
    Pero un mensajero corrió a su alcance, un mensajero murmuró a su oído: “Tu padre acaba de morir, tu buen padre duerme ya su último sueño. Vuelve in¬mediatamente sobre tus pasos, y ven a ocuparte tú mismo de su entierro”.
    Kullervo respondió indiferente: “Poco me importa que haya muerto. Fácil será hallar en la casa un ca¬ballo que lo arrastre a la tumba”.
    Y volvió a hacer sonar su cuerno, y prosiguió su camino a través de los marjales y las verdes praderas.
    Otro mensajero corrió a su alcance y le murmuró al oído: “Tu madre acaba de morir, la que te amamantó a sus pechos duerme ya su último sueño. Vuelve en seguida sobre tus pasos y ven a ocuparte tú mismo de su entierro”.
    Kullervo, hijo de Kalervo, dijo: “¡Malhaya de mí, desdichado, malhaya de mí, hijo descastado! ¡Muerta es mi madre! ¡Muerta está la que mullía mi lecho, la que me dormía bajo las mantas, la que hilaba mis abri¬gados vestidos; muerta está y mis ojos no la han visto en su última hora, no han visto volar su alma!
    “¡Que su cuerpo sea lavado amorosamente, ungido con los más delicados perfumes; que se la envuelva en telas de seda, en los más finos lienzos; y que sea lle¬vada después a la tenebrosa tumba entre cánticos de duelo y lamentaciones fúnebres! ¡Yo no puedo ahora regresar a casa, porque todavía no he tomado ven¬ganza de Untamo; todavía está en pie el malvado; to¬davía no ha sido exterminado el infame monstruo!”
    Y Kullervo hizo sonar su cuerno otra vez, y prosi¬guió su marcha hacia el campo de batalla, hacia la morada de Untamo, clamando: “¡Oh Ukko, Dios su¬premo entre todos los dioses! ¡si quisieras darme una espada reluciente entre todas, una espada bastante poderosa para luchar contra una multitud, para me¬dirme contra cien hombres!”
    Kullervo recibió la espada que había pedido. Y la empuñó en su mano vengadora, y destruyó a Untamo y toda su generación. Después prendió fuego a sus casas y las redujo a cenizas, sin dejar más rastro que las desnudas piedras del hogar y un enramado serbal que se alzaba en el cercado.
    Kullervo, hijo de Kalervo, tomó entonces el camino de la casa paterna. La encontró desierta y abandona¬da; nadie acudió a saludarle, nadie acudió a estrechar su mano en señal de bienvenida.
    Entonces rompió a llorar. Lloró un día, lloró dos días. Después dijo: “Oh madre mía, mi dulce madre, ¿qué has dejado a tu hijo antes de abandonar este mundo? Pero ¡ay! que ya no puedes escucharme y en vano piso esta tierra sobre tus cejas , en vano lloro sobre tus sienes y vierto mi dolor sobre tu fren¬te!”
    Y Kullervo, hijo de Kalervo, se internó en las pro¬fundidades de los bosques incultos, hacia los sombríos desiertos. Cuando hubo caminado una jornada, se en¬contró en el mismo lugar en que había violado a la doncella, en que había deshonrado a la hija de su madre.
    Todo en aquel paraje lloraba por la casta niña: el dulce césped, el tierno follaje, las yerbas humildes y los tristes brezos. El césped no había vuelto a verde¬cer, los brezos no florecían, las hojas y las plantas se inclinaban, secas, sobre el lugar fatal donde la virgen había sido violada, donde el hermano había deshon¬rado a la hermana.
    Kullervo, hijo de Kalervo, desenvainó su espada de agudos filos, la contempló un largo espacio dándole vueltas entre sus manos, y le preguntó si no tendría placer en comer la carne del hombre cargado de infa¬mia, en beber la sangre del criminal.
    La espada comprendió la pregunta, presintió el des¬tino del hombre, y respondió: “¿Por qué no había yo de comer de buena gana la carne del hombre cargado de infamia? ¿por qué no había de beber con placer la sangre del criminal? ¡Tantas veces he comido carne de inocente! ¡tantas veces he bebido la sangre de hombres sin culpa!”
    Entonces Kullervo, hijo de Kalervo, el mancebo de las calzas azules, clavó en tierra su espada por la empuñadura, y se arrojó sobre ella enterrándola profun¬damente en su pecho.
    Tal fue el momento supremo. Tal fue el cruel des¬tino de Kullervo; la muerte del hijo de la Desdicha.

    XIII
    LA NOVIA DE ORO Y DE PLATA

    El herrero Ilmarinen lloró amargamente a su espo¬sa noche y día. La lloró durante el día sin tomar ali¬mento, durante la noche sin conciliar el sueño. Y en¬terró a la hermosa en la roca; después, por espacio de un mes entero, dejó inactivo su martillo, y un lúgubre silencio reinó en la fragua.
    El herrero Ilmarinen decía: “¡Malhaya de mí, infor¬tunado! ¿Cómo podré vivir ahora? ¿Pasaré mis noches de pie o acostado? Ay, que la noche es larga, y mi es¬píritu se ha nublado, mi fuerza se ha deshecho en el dolor.
    “Largas son también para mí las horas de la tarde y amargas las de la mañana; y más amargas y más tris¬tes aún las veladas nocturnas. Pero no lloro por mis auroras y mis veladas; lloro por mi bella compañera, amargamente recuerdo a mi bien amada, mi esposa la de las negras pestañas.
    “¡Cien veces, en medio de mi dolor, en mis turbados sueños, tiendo las manos en torno mío; pero no en¬cuentro más que el vacío, sólo abrazo la nada!”
    Así pasaba el herrero los días de su viudez. Por es¬pacio de dos meses, por espacio de tres meses, lloró a su esposa muerta. Pero al cuarto mes sacó de sus tesoros un montón grande como una oveja de otoño, como una liebre de invierno, y lo arrojó en el hornillo de la fragua. Y ordenó a sus esclavos, a sus asalariados criados, soplar.
    Los esclavos soplaron con fuerza, desnudas las ma¬nos, desnudas las cabezas. Ilmarinen en persona puso mano a la obra; quería forjarse una mujer de oro, una novia de plata.
    Pero he aquí que los esclavos, los mozos asalariados, empezaron a desfallecer, a soplar indolentes. Ilmari¬nen se apoderó del fuelle; y sopló una vez, sopló dos veces, sopló hasta tres veces. Después se inclinó so¬bre la fragua, a ver lo que había producido el fuego, lo que la ardiente hornilla había parido.
    Una doncella había surgido de entre las brasas; una doncella con la cabeza de plata, con las cabellos de oro, con un cuerpo maravilloso. Otros se hubieran es¬pantado; Ilmarinen, no.
    Martilleó la estatua de oro, la martilleó día y no¬che, sin descanso. Dio forma a sus pies, dio forma a sus manos. Pero sus pies permanecían como clavados al suelo, sus manos no se tendían para abrazar.
    Le modeló las orejas, pero sus orejas permanecían sordas. Le modeló una linda boca y unos- hermosos ojos; pero su boca no pronunció una sola palabra, sus ojos no alumbraron una sola mirada.
    La llevó a su mullido lecho, sobre los blandos almo¬hadones bordados de seda, y se acostó a su lado, bajo el dosel de acero, en la casa de hierro.
    Pero desde la primera noche hubo de pedir mantas, dos, tres pieles de oso, cinco, seis camisas de lana, para poder permanecer junto a su nueva esposa, junto a su estatua de oro.
    Del lado de las mantas tenía bastante calor, sin du¬da; pero del otro lado, junto a la doncella, junto a la estatua de oro, sentía un terrible frío, se sentía con¬vertirse en nieve, en un carámbano del agua; se sen¬tía endurecer como la roca.
    El herrero Ilmarinen dijo: “No me sirve esta don¬cella. ¡Acaso sea mejor llevársela a Wainamoinen, pa¬ra que sea el sostén de sus días, su compañera eterna, la paloma destinada a sus brazos!”
    Y llevó la doncella a Wainamoinen, y cuando estuvo a su lado le dijo: “Oh viejo Wainamoinen, aquí te traigo una doncella, una joven virgen. Hermosa es a los ojos; su boca no es demasiado grande, ni sus man¬díbulas son anchas”.
    El viejo, el impasible Wainamoinen, lanzó una mi¬rada a la estatua, fijó sus ojos en el oro y dijo: “¿Para qué me traes esta criatura, este fantasma de oro?”
    El herrero Ilmarinen respondió: “¿Para qué había de ser sino para tu bien? Será tu eterna compañera, la paloma que ha de descansar en tus brazos”.
    El viejo Wainamoinen dijo: “¡Oh herrero, caro her¬mano mío! vuelve a arrojar otra vez tu virgen en la fragua y haz de ella lo que quieras. O bien, envíala a Rusia o a Germania, para que los ricos e ilustres pre¬tendientes se la disputen. No sería bien para los de mi estirpe, no sería bien para mí, buscar por esposa a una mujer de oro, correr tras una novia de plata”.
    Y el viejo Wainamoinen, el amigo de las ondas, ex¬hortó a los jóvenes a no inclinarse ante el oro, a no prosternarse ante la riqueza: “Jamás, hijos míos, oh héroes llenos de juventud, seáis ricos o pobres, ja¬más mientras dure esta vida, mientras la luna ex¬panda su luz, habéis de buscar por esposa a una mujer de oro, correr tras una novia de plata. ¡El es¬plendor del oro no calienta! ¡la plata brilla, pero es fría!”

    El herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, abandonó su estatua de oro, su virgen de plata, y enganchó su caballo alazán al trineo, a su hermoso trineo. Después se puso en marcha hacia Pohjola, para solicitar la ma¬no de otra doncella.
    Un día caminó, dos días caminó. Al tercer día llegó al término de su viaje.
    Madre Louhi, el ama de casa de Pohjola, salió a su encuentro al patio de la casa, y le preguntó por la salud de su hija; le preguntó que tal se hallaba en casa de su suegro, en casa del esposo.
    Triste, baja la cabeza y la gorra derribada a un la¬do, Ilmarinen respondió: “¡Oh mi querida suegra, no me hagas semejantes preguntas, no me interrogues so¬bre la vida y la salud de tu hija, sobre la estancia de la bien amada en mi casa! La muerte se la ha tragado ya; un destino cruel la ha herido; mi linda flor yace en el seno de la tierra, mi dulce y amable esposa, la de las negras pestañas, yace bajo el césped. He venido aquí para pedirte a tu otra hija, la más pequeña. Sí, mi suegra querida, dame a tu segunda hija para que ocupe el lugar de su hermana”.
    Madre Louhi, el ama de casa de Pohjola, respondió: “¡Qué mal he hecho, desdichada de mí! He cometido una injusta acción al prometerte y entregarte a mi hija, para que se apagase en el esplendor de su juven¬tud, para que se marchitase en la flor de su belleza. ¡La he arrojado en tus brazos como en las fauces del lobo, como en la rugiente boca del oso!
    “Pero no te entregaré a la otra, no te la entregaré para que limpie tu hollín, para que barra las escorias de tu fragua. ¡Antes, mil veces, prefiero arrojarla al torrente que brama, al espumoso torbellino!”
    El herrero Ilmarinen crispó los labios, irguió la ca¬beza sacudiendo su negra cabellera; después entró en la casa, y dijo alzando la voz: “¡Ven conmigo, oh don¬cella, ven a ocupar el sitio de tu hermana, de mi anti¬gua esposa; a fabricar la cerveza y amasar las tortas de miel!”
    La muchacha respondió al herrero: “No, jamás iré contigo; no me gustan las almas feroces. Tú has matado a mi hermana; igual me matarías, igual me asesina¬rías a mí. Yo espero un esposo mejor y más hermoso que tú; aspiro a tener un trineo más brillante; nece¬sito mayores riquezas y más vastos dominios que la simple casa llena de carbón de un herrero, que el ho¬gar de un hombre vulgar”.
    El herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, crispó la boca, irguió la cabeza, sacudiendo su negra cabe¬llera; al mismo tiempo arrebató a la muchacha entre sus brazos, se precipitó como un vendaval fuera de la casa, subió a su trineo, y se puso rápidamente en mar¬cha. Con una mano sostiene las riendas del caballo; con la otra acaricia los senos de la bella.
    La doncella rompió a llorar y a lamentarse diciendo: “¡Yo había salido al campo a coger flores entre el musgo, y he aquí que desaparezco, pobre paloma, he aquí que muero, herida por una mano extraña!
    “¡Escucha, oh herrero Ilmarinen: si no me dejas par¬tir, de un golpe de mi rodilla destrozaré tu trineo, haré saltar hecho trizas tu hermoso trineo!”
    El herrero Ilmarinen replicó: “Mi trineo es de hie¬rro; puede desafiar tus golpes”.
    Una parte, una pequeña parte del camino había si¬do recorrida, y ya el caballo comenzaba a cubrirse de espuma, caídas las orejas, anegado en sudor.
    La doncella levantó la cabeza, vio huellas de pisa¬das en la nieve, y dijo: “¿Quién habrá galopado por esta senda?”
    El herrero Ilmarinen respondió: “El lobo es el que ha galopado por esta senda”.
    La pobre niña se echó a llorar otra vez. Se lamentó, suspiró hondamente, y dijo: “¡Malhaya de mí, infor¬tunada! Mucho mejor fuera para mí encontrarme al alcance del feroz lobo, el de largo hocico, que en el trineo y entre los cojines de este pretendiente de ru¬goso rostro; la piel del lobo es más bella, la boca del lobo es más amable”.
    El herrero Ilmarinen se mordió los labios, sacudió la cabeza y lanzó su trineo a toda marcha, con un re¬tumbar de trueno; así caminó hasta la noche, y llegó a una aldea.
    Fatigado de la jornada cayó en un profundo sueño; y mientras dormía un extraño prodigó sus caricias a su compañera. A la mañana siguiente, al saber esto, el herrero Ilmarinen crispó los labios, irguió la cabeza sacudiendo su negra cabellera, y dijo: “¿Desplegaré mis ensalmos para enviar a tal mujer al bosque, con¬vertida en bestia salvaje, o la enviaré al mar, conver¬tida en pez de las aguas?
    “No, no la enviaré ni al bosque ni al mar, porque todos los árboles y todos los peces le tendrían horror. Mejor será matarla con mi espada, exterminarla con mi hoja de acero”.
    La espada comprendió estas palabras, adivinó lo que el héroe se proponía, y dijo: “No he sido hecha yo pa¬ra exterminar mujeres, para herir a débiles criaturas”. Entonces el herrero comenzó a entonar sus ensalmos con desesperada voz, y convirtió a la mujer en una gaviota, y la condenó a vivir en un islote, sobre un escollo solitario, en lo alto de un promontorio, para gritar allí, para lanzar su estridente chillido en medio de las tormentas. Después montó de nuevo en su trineo y se dirigió en rápida carrera, con el corazón triste y gacha la ca¬beza, hacia su país natal, a su patria bien amada.
    El viejo, el impasible Wainamoinen salió al camino a su encuentro y le dijo: “¡Oh Ilmarinen, caro herma¬no mío! ¿por qué traes triste el corazón, por qué traes tan gacha la cabeza al regresar de Pohjola?”
    El herrero Ilmarinen respondió: “¿Quién puede creer que la miseria exista en Pohjola? Allá se encuentra el Sampo que siempre muele, las brillantes aspas eter¬namente en movimiento. Un día muele el grano para comer; otro día muele el grano para vender; el tercer día muele la harina de oro que ha de guardarse entre los tesoros de la casa.
    “Sí, yo lo afirmo y lo repito ¿quién puede pensar que la miseria reine en Pohjola, si allá está el Sampo? ¡Del Sampo nacen el laboreo y la siembra de los cam¬pos, la germinación de toda planta; del Sampo mana la eterna prosperidad!”
    El viejo Wainamoinen dijo: “Oh herrero Ilmarinen, caro hermano mío ¿dónde has dejado a la doncella, dónde has dejado a tu prometida, la de ilustre apellido, pues veo que regresas solo sin que mujer alguna te acompañe?”
    El herrero Ilmarinen respondió: “He transformado a la miserable criatura en gaviota y la he condenado a vivir en un islote. Ahora grita en la roca anclada en¬tre las aguas, lanza su chillido estridente en un escollo del mar”.

    XIV
    EL  KANTELE 

    El