EL VIEJO QUE HACIA FLORECER LOS ÁRBOLES (cuento japones)

EL VIEJO QUE HACIA FLORECER LOS ÁRBOLES
ANÓNIMO
Hace muchos, muchos años, un viejo leñador que vivía en una pequeña aldea a la orilla de un gran bosque salió por la mañana, como era su costumbre diaria, a cortar unos árboles para el señor de la provincia. Cuando estaba a medio camino observó a un pequeño perro blanco que estaba tumbado a la vera del sendero. El animal estaba muy delgado y no tardaría mucho tiempo en morir de hambre y de frío. El sufrimiento de la criatura movió la piedad del leñador quien lo cogió en sus manos, lo puso tiernamente en el regazo de su quimono 1 y se volvió a casa. Su esposa vino corriendo hacia él sorprendida de que volviera tan pronto, y le preguntó qué había pasado. Como respuesta, el hombre descubrió al pequeño perro y se lo mostró a su mujer.
—¡Pobre perrito! —exclamó ella enternecida—. ¿Quién ha podido ser tan cruel contigo? ¡Y qué inteligente pareces ser con tus claros y brillantes ojos y tus orejas vivas y alertas! Unos viejos como nosotros te tendrán a gusto en su casa.
—En efecto, así es —murmuró el anciano que estaba deseando tenerlo como mascota.
Llevaron adentro al perro, lo colocaron en el suelo de paja y se pusieron enseguida a atender su enfermedad.
Con estos cariñosos cuidados el pequeño perro se puso bien y fuerte. Sus ojos brillantes resplandecían, sus orejas se enderezaban al más mínimo ruido, su hocico estaba siempre moviéndose de un lado para otro, curioseándolo todo, y su pelo se cubrió de tal blancura que la anciana pareja le llamaba Shiro, que significa blanco. Como quiera que los ancianos no tenían hijos, Shiro fue tan querido para ellos como un hijo y el animal seguía a los viejos adonde quiera que iban.
Un día de invierno el anciano cogió el azadón, lo echó sobre su hombro y marchó al huerto a coger unas verduras. Shiro, a quien siempre le alegraban enormemente estas ocasiones, saltó y brincó alrededor de su amo haciendo grandes círculos; luego pegó varias carreras hacia las zanjas y los matorrales.
Cuando llegaron al campo echó a correr tan locamente como siempre y ladró de placer al arrojarse sobre la maleza.
De repente se detuvo. Sus orejas se alzaron y se pusieron rectas y todo su cuerpo se tensó. Con el hocico en la tierra echó a andar lentamente hacia la empalizada que había cerca de una de las esquinas del huerto. Su hocico se movía rápidamente, olfateando en un montoncito de tierra. De pronto, empezó a escarbar intensamente: apartaba la tierra y la echaba para atrás con sus patas. Sus fuertes y excitados ladridos atrajeron la atención del anciano que se hallaba en la otra puerta del campo. Se dio cuenta que Shiro tenía que haber descubierto algo muy extraordinario para que se comportase de aquella manera. Echó a correr hacia donde estaba el animal para ver qué era aquello.
El hombre cogió su azadón y empezó a cavar en el agujero que había abierto Shiro y, apenas había pegado dos golpes con la herramienta, cuando una lluvia de monedas de oro empezó a manar como si fuera de un manantial invisible y a llenar el aire. El anciano se echó para atrás sorprendido y volvió corriendo a su casa para que su mujer viera el milagro.
Sin embargo su vecino, un hombre avaricioso y de mal genio que también había sido atraído por los ladridos de Shiro, había presenciado esta maravilla increíble desde la otra parte de la cerca de bambú que separaba sus campos. Sus ojos resplandecieron de codicia y casi no pudo controlar sus crispadas manos. Muy astutamente adoptó una voz amigable y rogó a los ancianos que le prestaran el perro durante el día. Corteses y bondadosos como eran, y siempre dispuestos a prestar servicios, el anciano levantó a Shiro, le dijo que se portara como un buen perro y se lo entregó al vecino por encima de la empalizada.
Al notar la mala naturaleza del hombre, Shiro se negó a seguir a su amo temporal. Se echó al suelo temblándole el cuerpo de miedo. El vecino lo acarició y le gritó, le gritó y lo acarició, pero sólo para conseguir que el temor de Shiro aumentase más. Cada vez más colérico por su parte, el hombre ató una cuerda alrededor del cuello de Shiro y lo llevó arrastrando hasta un rincón de su huerto. Allí, lo ató a un árbol, dejándolo muy apretado y con tan poca cuerda para moverse con libertad, que la pobre criatura se vio forzada a estar echada en una postura agonizante. Su garganta estaba tan apretada por la cuerda que ni su verdadero amo podía oír sus débiles ladridos.
—Ahora —dijo el malvado vecino—, ¿dónde está enterrado? ¿Dónde está enterrado? Búscamelo o te mataré, despreciable sabueso.
Furioso, golpeó la tierra ante el hocico de Shiro. La hoja del azadón se hundió en la tierra y chocó contra algún objeto metálico. El arisco hombre se enderezó tenso. Sus ojos se ampliaron en ávida expectación. En un instante estaba arañando la tierra con ambas manos en medio de un frenesí de avaricia. Sin embargo, cuando no pudo desenterrar más que viejos andrajos, zuecos de madera y tejas rotas, su furia se hizo incontrolable. Agarró el azadón otra vez y golpeó salvajemente a Shiro, que en aquel instante se quejaba y se ponía a cubierto aterrorizado al pie del árbol. El golpe hirió cruelmente al animal, pero también cortó la cuerda que le sujetaba, por lo que el perro echó a correr en angustiados círculos, herido por el tajo y aullando de dolor. Su verdadero amo, atraído ahora por sus ladridos, corrió hacia la cerca, y al ver lo que estaba ocurriendo se llenó de pena. Shiro atravesó la cerca y su amo lo cogió cariñosamente en sus manos.
—Shiro, mi pobre Shiro, ¡qué cosa tan terrible te ha ocurrido! ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme mi cruel error? —lloriqueó el anciano.
Pero Shiro se apretaba temblando contra él.
El hombre, muy triste, regresó con Shiro a su casa. Allí le bañó y curó su herida y le dio de comer su comida preferida. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, el azadón de su infame vecino le había herido tan gravemente que el animal murió aquella misma noche.
Los ancianos quedaron traspasados con su pérdida. Aquella noche no pudieron dormir y por la mañana temprano, con gran dolor y tristeza, enterraron a su pequeña mascota en el rincón del huerto donde había ocurrido el milagro de Shiro. Sobre su tumba el anciano puso una pequeña lápida y junto a ella plantó un pino joven. Todos los días la anciana pareja iba a la tumba y de pie, con las cabezas inclinadas, lamentaban la pérdida de su amigo.
El árbol creció con una rapidez increíble. En una semana sus ramas daban sombra a la tumba de Shiro; a los quince días ya se necesitaban dos personas con los brazos extendidos para poder rodear su tronco; y al cabo del mes las hojas de su copa parecían barrer el cielo, tan grande estaba ya. Todos los días el anciano se asombraba ante esta nueva maravilla y decía:
—Mujer, esto es sin duda otro milagro. Nuestro pequeño Shiro ha muerto, pero su espíritu ha penetrado en este árbol. Su esplendidez y exuberancia no pueden morir. Se ha convertido en la savia de este magnífico árbol y está brincando alegremente en sus hojas y ramas. Estoy seguro de que es así.
Y miraban al árbol con renovado asombro.
Las noticias del rápido desarrollo del árbol se extendieron enseguida. Desde los lejanos valles y montañas acudían diariamente gentes con el propósito de contemplarlo. Doblaban el cuello hacía atrás y forzaban los ojos para ver sus ramas más altas. Movían sus cabezas y se susurraban unos a otros que no podía ser, pero luego volvían a levantar las cabezas para mirar otra vez y no podían dudar de lo que estaban viendo sus ojos.
Un día de invierno la anciana dijo a su marido:
— Marido, ¿te acuerdas de cuánto le gustaban a nuestro pequeño Shiro los pastelillos de arroz? ¿No crees que sería una buena idea confeccionar un buen mortero del tronco del árbol de Shiro y hacer pastelillos de arroz para ofrecerlos en su tumba?
—¡Es una idea excelente, fantástica! —replicó excitado el marido—. Lo haremos como tú dices. E inmediatamente empezó a afilar su enorme hacha.
Durante la mañana y la tarde siguiente estuvo trabajando, cortando lentamente el enorme tronco. Al fin, con una última y poderosa oscilación, el majestuoso árbol crujió y cayó a tierra con un rugido tan poderoso que se tuvo que oír en los rincones más apartados del Japón. De las hábiles manos del anciano salía poco después un bonito y elegante mortero que pronto estuvo dispuesto para recibir y moler el resplandeciente y blanco arroz.
Con los corazones llenos de amor y cariño hacia la memoria de su pequeño amigo, la anciana pareja empezó a machacar el arroz en el almirez , con el fin de convertirlo en harina antes de cocerlo. Pero apenas habían machacado poco más que una cazuela llena de granos de arroz, cuando ante sus asombrados ojos, todo el puñado de grano se convirtió en un resplandeciente montón de monedas de oro.
¡Cómo se maravillaron! ¡Y con cuánta vehemencia hablaron de su buena fortuna a sus vecinos quienes se alegraron muchísimo de que a los ancianos les hubiesen caído tales riquezas. Bueno, todos los vecinos se alegraron menos uno, claro, el hombre irascible que tan cruelmente había matado al pequeño Shiro. Apenas podía contener su avaricia, al oír la historia del mortero mágico. Al día siguiente fue a la casa de la anciana pareja» los aduló, los lisonjeó y fingió gran pena al decir:
—Desde la muerte de vuestro pequeño perro estoy lleno de un gran remordimiento. Un gran remordimiento, buenos vecinos, porque siento que tuve yo la culpa. De noche y de día pienso que si sólo existiera una manera de demostraros lo que siento y de probaros de alguna forma lo arrepentido que estoy, lo haría contento. Hoy, con toda humildad, he venido a pediros perdón. Me agradaría muchísimo hacer pastelillos de arroz para ofrecerlos en la tumba del pequeño Shiro. Pero ¡ay! mi mortero es demasiado viejo, y yo demasiado pobre para comprar uno nuevo. ¿No me prestaríais vosotros, bondadosos amigos, vuestro mortero por un rato para que yo pueda hacer mi pequeña ofrenda a nuestro amiguito?
El afecto y la credulidad de los ancianos quedaron conmovidos profundamente ante las mentirosas palabras de su vecino, y creyendo que estaba sinceramente arrepentido, permitieron al sutil bribón que se llevara consigo el mortero.
Al llegar a su casa no perdió tiempo en monsergas y se puso a preparar las tortas. Junto a su esposa, igualmente avariciosa, echó el arroz en el mortero y los dos se pusieron a machacarlo. Siguieron y siguieron machacando pero el oro no apareció y los dos gritaron furiosamente;
—¡Miserables granos, transformaos en oro, transformaos en oro!
Y  machacaron más vigorosamente que antes. «Don—don, don—don» decían sus manos en el almirez, y los granos volaban en todas direcciones pero de ellos no salía ni una sola moneda de oro. Sus fuerzas estaban ya a punto de sucumbir cuando de repente el arroz molido empezó a moverse y a transformarse.
— ¡Está cambiando! —aulló el viejo pícaro.
— ¡Seremos ricos! —gritó su esposa.
Y  se pusieron a bailar de placer alrededor del mortero. Pero en lugar de aparecer un brillante montón de oro, vieron con horror que no salían sino viejos andrajos, zuecos de madera y tejas rotas, exactamente igual a lo que habían desenterrado en el campo. Tanta rabia le dio al hombre que agarró su destral  y de un solo golpe partió en dos el mortero. Su esposa cogió otro destral y frenéticamente convirtieron en pedacitos las dos mitades del mortero. Encendieron un fuego después, arrojaron en él los trozos y se pusieron a contemplar cómo se convertían en cenizas.
Al día siguiente el anciano fue a pedirles el mortero, pero el vecino le dio una respuesta muy grosera.
—El mortero se rompió y quedó inservible. Al primer golpe de mi mano, el almirez se partió por la mitad, así que lo hice leña y lo eché al fuego hasta que se convirtió en cenizas. Si éstas te sirven de algo, cógelas. Están en el horno.
Con estas ásperas palabras el vecino le volvió la espalda y se negó a decir nada más.
El anciano estaba desolado. Primero miró a su vecino y luego al horno. No había cólera en su corazón, sólo una honda tristeza.
—Primero mi querido Shiro, ahora mi maravilloso y nuevo mortero —se lamentó para sí—. ¡Hombre insensible y sin sentimientos!, pero ¿qué se le va a hacer? Nada, no, nada puede devolvérmelos. Sólo quedan las cenizas. Pero son las cenizas de mi pequeño perro; porque ciertamente el mortero estaba hecho con su divino y maravilloso espíritu. Las cogeré y las enterraré junto a él. Sin duda se alegrará de saber que su espíritu vuelve a él.
El anciano recogió las cenizas en una talega de arroz y se volvió lentamente a su casa preguntándose lo que diría su mujer acerca de este nuevo desastre. Apenas había andado la mitad del camino cuando de un pinar cercano se levantó una suave brisa que danzó momentáneamente entre los árboles. Después empezó a dar vueltas alrededor del talego de arroz, lo levantó y expandió las cenizas en el aire. La brisa murió con tanta rapidez como se había levantado y las cenizas flotaron como copos de nieve sobre las frías y desnudas ramas de los árboles invernales.
Pero sucedió otra cosa maravillosa: allá donde se posaban las cenizas, en las ramas desnudas nacían una profusión de hojas y flores. Enseguida, por todos los alrededores del anciano, la tristeza del invierno se había transformado en la alegría de la primavera y el aire se llenaba del perfume de las flores que se abrían. El anciano se volvió lentamente para presenciar este nuevo milagro. Alargó su mano para tocar las hojas y los pétalos y asegurarse de su realidad. Lentamente, empezó a dar vueltas, con los ojos sumergidos en el tierno verdor y su olfato lleno de la fragancia de mayo. De repente, echó a correr excitado hacia su aldea.
—¡Mirad, mirad! ¡El viejo jardinero puede hacer florecer los árboles! ¡El viejo jardinero puede hacer florecer los árboles! ¡Mirad, mirad! —gritaba, mientras que seguía cogiendo cenizas y poniéndolas sobre cada árbol y arbusto y viendo cómo éstos abrían sus capullos donde caía la ceniza.
Y sucedió que el señor de la provincia, acompañado de sus ayudantes, estaba haciendo un viaje de inspección. Atraído por los gritos del viejo y por la multitud que rodeaba a éste, el señor detuvo su caballo y mandó a uno de sus criados que fuese a enterarse de lo que pasaba.
Mientras tanto el anciano, cuya alegría se había desatado con el nuevo y maravilloso poder que poseía, se había subido a un cerezo y al tiempo que cantaba arrojaba la ceniza en cada rama para que las flores rojas y blancas mostrasen ante ellos toda su esplendidez.
El criado del señor lo llamó. El anciano descendió del árbol y fue llevado a presencia del señor. Humilde y simplemente relató su historia, y cuando demostró el milagro de la ceniza el señor se llenó de gran contento y dijo:
—¡Maravilloso! ¡Verdaderamente maravilloso! Un hombre que hace que las flores le sigan como una sombra. ¿Dónde habrá otro que posea un don de tanta belleza? Anciano, te voy a recompensar.
Y el señor descendió del caballo.
Un ayudante trajo una mesa y sobre ella colocó una rara bolsa de brocado llena de monedas de oro. El mismo señor se la ofreció al anciano quien, inclinándose primero hasta el suelo, la tomó con humilde reverencia.
Como apenas podía esperar más para irse a su casa y contarle a su esposa el milagro de las cenizas y el honor que le había dispensado el señor de la provincia, echó a correr llevando fuertemente asida la bolsa, lleno de alegría y riendo de placer.
Pero el codicioso vecino que había sido testigo de todo el suceso, se llenó de amargura y resentimiento. Volvió corriendo a su casa y abrió la puerta del horno. Sin duda, pensó, que dentro habrían quedado rastros de las cenizas y quizás también en el suelo. Llamó a su esposa y juntos recogieron en una talega todo lo que había quedado. Con la talega bajo el brazo echó a correr y esperó a la orilla del camino por el que habían de pasar el señor y su séquito. El sonido de los cascos de los caballos le advirtió que la comitiva se estaba aproximando. El hombre se subió rápidamente al árbol más cercano y empezó a canturrear para sí y a gritar:
—¡El viejo jardinero puede hacer florecer los árboles, el viejo jardinero puede hacer florecer los árboles! ¡Mirad, mirad!
O sea, exactamente igual que había hecho antes el anciano.
El señor llegó con su caballo hasta el árbol y mirando hacia arriba, dijo:
—¡Qué! ¿Así que tenemos otro milagrero en esta aldea? Este no es ciertamente el mismo viejo que he visto antes. ¡Eh, tú! ¿Eres otro que puede hacer florecer los árboles? Si es así, demuestra tus poderes inmediatamente.
—Sí, mi señor, lo haré enseguida —replicó el malvado vecino.
Rápidamente empezó a dispersar las cenizas sobre las ramas. Pero en vez de producir y hacer brotar flores, las cenizas se dispersaron en todas las direcciones y envolvieron al señor y a sus criados en una sofocante nube de polvo que penetró en sus ojos y se los inflamó, hizo asustarse al caballo del señor y el animal se desbocó.
El señor se indignó muchísimo y sus ayudantes arrastraron furiosos al estúpido desde el árbol y le pusieron de rodillas ante su señor. El hombre se arrastró miserablemente y se golpeó la frente contra el suelo llorando amargamente.
—¡He sido malo y ruin! —gritó desesperado—. En un arrebato de ira maté al perro de mi vecino y destruí su bonito mortero. No ha habido sino envidia y avaricia en mi corazón y debido a eso he causado muchísimo daño a mi buen vecino. Ahora he insultado a mi señor. ¡Perdonadme! ¡Perdonadme! Si accedéis a perdonarme, desde este momento enmendaré mis caminos y mis malos pensamientos. Lo único que os pido es que me deis otra oportunidad.
El señor estaba aún muy disgustado. Reprendió severamente al hombre de mal carácter, pero al final le perdonó con la condición de que, si no cambiaba su modo de ser aquel mismo día, sería severamente castigado.
A medida que pasaban las semanas y los meses la anciana pareja se serenaba más y era más feliz, y su buena fortuna iba también en aumento. Su vecino y la esposa de éste fueron cambiando lentamente su carácter y sus caminos. Su envidia dejó sitio a la bondad; su mal genio a la docilidad; y su grosería con los vecinos a una amistad afectuosa. En cada fiesta y aniversario los cuatro iban juntos al templo y a la tumba de Shiro para ofrecer oraciones y pastelillos de arroz para la imperecedera paz de su espíritu, y el resto de sus días lo gastaron en generosa y buena voluntad los unos con los otros y con todo el pueblo de la aldea.
Este cuento pertenece a la tradición oral japonesa y es de autor anónimo. Su lenguaje, cuidado y elegante, es una de las características de toda las manifestaciones literarias: novela, cuentos, poesía y teatro.