un relato con tambor siberiano

un relato con tambor siberiano
Ya que seguimos con este interesante tema, os pongo un relato de curación con tambores contenido en el libro “El círculo de los chamanes”, de la psiquiatra rusa Olga Kharitidi.
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(…) Un ovalado tambor de mano hecho con la piel de algún animal reposaba contra la pared blanca. Estaba vuelto hacia la pared, y yo sólo podía ver la parte inferior descubierta.
El mango se componía de dos piezas de madera talladas, dispuestas en cruz y unidas por el centro. La talla representaba la figura estilizada de un hombre. La pieza más larga formaba el cuerpo, de tal manera que la cabeza sostenia el borde superior del tambor y los pies se apoyaban en el fondo. La otra pieza representaba los brazos y manos del hombre, con nueve anillos metálicos en los dedos de cada mano. El tambor era grande, de unos noventa centímetros en la diagonal mayor del óvalo. En medio del parche de piel, visible incluso desde el interior, había lo que parecia ser un corte hecho intencionadamente. Me imaginé con qué potencia debía de sonar el instrumento antes de que lo rompieran. Mientras me imaginaba su ritmo, tuve la impresión de que el tambor se aproximaba a mi, cada vez más cerca hasta que su oscura silueta pareció llenar todo mi campo de visión y ya no supe si estaba despierta o soñaba.
Debí de quedarme dormida de inmediato, y dormí muy profundamente. Más tarde recordé un sueño extraño. En él, me encontraba junto a una pesada puerta de madera que brillaba de tan pulida que estaba. La puerta estaba cerrada. Extendi la mano para tocarla y, cuando la posé sobre ella, la mano empezó a volverse cada vez más real para mí. Cuanto más la movía más plenamente consciente me sentía de mí misma y de mis otros sentidos.
Me di cuenta de que aún estaba durmiendo y de que me hallaba dentro de un sueño, pero al mismo tiempo tenía plena conciencia de lo que ocurría y conservaba mi libre albedrio. Sabía que tenía el poder de utilizar mi mano para abrir la puerta y entrar en el espacio del otro lado. Sentía una dulce sensación de gozo en mi corazón y quería que el sueño continuara. De pronto, percibí que en mi sueño había alguien más, alguien que me esperaba detrás de la puerta cerrada, y que quienquiera que fuese podía verme con el mismo grado de conciencia que yo. Eso me asustó. Dejé de mover la mano y todo se disolvió.

Despertamos al amanecer en el silencio absoluto de la pacífica aldea. El sol de la mañana brillaba resplandeciente en nuestra pequeña ventana. Sin embargo, la extraña casa del chamán muerto no perdió su inquietante atmósfera ni siquiera a la luz del día. Eso me hizo recordar el relato que Nicolai me había contado en el hospital sobre la muerte de su tío, en aquella misma casa. Era evidente que un sitio así podía inducir profundas perturbaciones psíquicas en las personas cuya naturaleza se inclinaba hacia tales cosas, y Nicolai pertenecía a este grupo. De pie en la casa del chamán, mientras esperaba a que llegara Nicolai y se nos llevara de allí lo antes posible, comprendí mucho mejor su relato.
Por suerte, Nicolai llegó poco después de que nos hubiéramos levantado y nos invitó a desayunar en casa de su madre. Antes de salir, le pregunté por el tambor. A la luz de la mañana, aún me impresionaba más que en la oscuridad. Incluso estando roto parecía fuerte, poderoso y vivo.

– Era el tambor de mi tío. Sólo se lo vi usar una vez. Cuando murió, vinieron algunos ancianos y le explicaron a mi madre las cosas que se deben hacer tras la muerte de un chamán. Una de ellas era romper su tambor. Es una ley no escrita. Le dijeron que el tambor sólo debía ser utilizado por un chamán; a su muerte, debe hacerse marchar el espíritu del tambor a través de una abertura practicada por un pariente. Yeso hizo mi madre. Hoy iremos a ver a Umai, la chamán de Kubia, una aldea cercana. Ella podrá decirte mucho más sobre este rito de pasaje, si quieres preguntárselo.

Nos alegramos de salir de la casa de Mamush, que incluso a la luz del día parecta amenazadora. La atmósfera de la acogedora casita de Marta, que en aquellos momentos estaba atareada disponiendo el desayuno, ofrecía un contraste tranquilizador. Marta preparó unos huevos, calentó unas rebanadas de pan integral y sirvió leche auténtica con una capa de nata por encima, para ofrecernos una copiosa comida matutina que nos diera fuerzas para el viaje de aquel día.

(…)
Tras la brillante claridad del día, al principio la casa donde se iba a hacer la curación de la mujer me pareció sumida en una oscuridad casi absoluta. Cuando los ojos se acomodaron, vi que sólo había una gran habitación en apariencia completamente vacía, exceptuando las dos mujeres que la ocupaban.
Un “Hola” se escapó de mi boca antes de que Nicolai se apresurara a indicarme por señas que debía guardar silencio y sentarme en el suelo en un rincón. Una de las mujeres estaba tendida en el suelo boca abajo, en el centro de la habitación. Tenía la espalda desnuda, con restos de tierra y hierbas.
La otra mujer parecía mayor. Era de escasa estatura, con un cuerpo sano y robusto. Las prendas que vestía no me eran familiares: una falda larga confeccionada con gruesos paños de invierno de distintos colores y con unas cuantas muñecas pequeñas cosidas en la parte de atrás. La mujer tenía una cabellera oscura, casi cubierta del todo por un chal azul, y un envejecido rostro mongol lleno de arrugas. Yo le habría calculado unos setenta años.

No me prestó ninguna atención. Parecía muy atareada, y estaba colocando con gran concentración un objeto extraño al lado de la mujer tendida. Se trataba de un tosco triángulo hecho con tres palos, de poco menos de un metro cada uno. La madera recién cortada aún conservaba el color claro e incluso la fragancia aromática del pino que procedía. En las superficies planas de los tres lados había talladas imágenes de peces.
Comprendí que aquella mujer mayor que se inclinaba sobre la otra debía de ser la chamana Umai, y que estaba realizando la curación. Umai depositó el triángulo de los peces al lado derecho de la otra mujer, separándolas a ambas de una gran piel de ciervo extendida al otro lado del triángulo.

Umai recogió del suelo un pequeño tambor y empezó a percutirlo con suavidad. Al principio el ritmo era débil e irregular, como inseguro; después, Umai empezó a cantar en su lengua nativa. Las palabras del cántico tenían un tono suplicante, y ella se movia con gracia alrededor del cuerpo inmóvil tendido a sus pies.
La mujer que yacía en el suelo no había emitido ningún sonido y parecía dormida. Aunque en el interior de la casa la temperatura era apenas unos grados más alta que en el exterior, su cuerpo parecía caliente y relajado. Umai daba vueltas a su alrededor, agachándose a veces para tocar el tambor justo encima de la espalda de la mujer. El ritmo de la canción se había vuelto más definido, y el canto más vigoroso. Umai se movía cada vez más deprisa.
Mientras contemplaba la veloz energía de su danza, pensé que debía de ser más joven de lo que me había figurado al principio. La potencia del tambor aumentó tanto que parecía imposible que un instrumento tan pequeño pudiera sonar tan fuerte. La voz de Umai adquirió un tono increíblemente grave y vigoroso. Me resultaba dificil reconocer en ella a la persona que había iniciado la danza. Parecía más alta, más robusta, más agresiva y masculina, casi como un guerrero trabado en duelo a muerte con un poderoso enemigo. Umai saltaba y hacía girar el cuerpo con increíble rapidez y energía. Su canto se había transformado en un grito de guerra. Respiraba hondo y con rapidez, y un fulgor victorioso le iluminaba los ojos. Entonces, cogió a la mujer por los hombros, con brusquedad, y le gritó en el idioma de Altai.

La mujer se puso de rodillas. El cabello le colgaba enmarañado. Aún tenía los ojos cerrados y parecía hallarse en un profundo trance. Se movió a gatas hacia el triángulo de madera. La abertura del triángulo tenía el tamaño exacto para que pasara a través de él una persona, y la mujer se internó en él.
Umai le gritó con más fuerza aún. Arrojó el tambor a un lado y empujó a la mujer con las manos desnudas para hacerla pasar por el triángulo. Sus gritos se convirtieron en una melopea quejumbrosa. A la mujer le costaba pasar por el triángulo. Su cuerpo desnudo se debatía y se contraía al rozar dolorosamente los cantos sin desbastar de la madera recién aserrada. Umai procuraba que le resultara aún más doloroso, moviendo el triángulo de un lado a otro para que raspara contínuamente el cuerpo de la mujer mientras ella lo empujaba poco a poco hacia el otro lado.

Yo estaba absorta por completo en la escena que se desarrollaba ante mi. De repente, los peces tallados en la madera cobraron vida para mi y empezaron a nadar de izquierda a derecha por los costados del triángulo. Umai seguía cantando mientras la mujer se aproximaba al final de su lucha por pasar a través del triángulo. Cuando ya casi lo habia conseguido, Umai saltó al otro lado y alzó la piel de ciervo. La mujer se metió a rastras bajo ella y pronto quedó cubierta por completo.

Entonces Umai se puso aún más furiosa y agresiva. Entre gritos y gestos amenazadores, cogió el triángulo de madera y lo rompió. Lo hizo con una expresión de intenso odio, como si en el interior del triángulo se ocultaran legiones de enemigos. Lo pisoteó y después lo golpeó con las manos. A juzgar por su entonación, parecía que estuviera lanzando groseras imprecaciones en su idioma. Cuando sólo quedaron los restos del triángulo esparcidos por el suelo, Umai hizo lo mismo con el tambor. Al poco rato, sólo había astillas y trozos de madera alrededor de la mujer, que seguía cubiena por la piel de ciervo.

Umai se volvió hacia Nicolai y dijo una breve frase en su idioma. No sé cómo, pero comprendí que le pedía que ayudara a la mujer oculta bajo la piel. Umai volvía a parecer una mujer del lugar, menuda y entrada en años, pero ahora yo sabia que en su interior encerraba un tremendo poder. Se sentó en el suelo, sacó una pipa de un bolsillo oculto entre los pliegues de su vestido y se puso a fumar, contemplando tranquilamente cómo Nicolai ayudaba a la mujer a levantarse ya ponerse el resto de su ropa. (…)