Entrevista a una antropologa que estuvo en siberia

“Cuando pasan junto a un árbol, lo saludan”
Tengo 44 años. Nací en Toledo y vivo en Sant Just (Barcelona), pero realizo dos expediciones anuales a Siberia. Me licencié en Geografía e Historia y soy fundadora y directora del centro de investigación de los pueblos indígenas siberianos. Estoy casada y tengo tres hijos. Para mí, la política es el conocimiento de los otros. Soy agnóstica.
(Entrevista realizada por IMA SANCHÍS para LA VANGUARDIA – 04/02/2004)

-Pasa usted mucho tiempo con los indígenas siberianos…

–Sí, desde hace ocho años realizo dos expediciones anuales de dos o tres meses.

–¿Está enganchada?

–La verdad: sí. Tengo allí un pequeño centro de investigación. El entorno es increíble, la atmósfera está limpísima, sin luz eléctrica ni coches. Hay una paz y una energía indescriptibles.

–¿Cuántas etnias hay en Siberia?

–Treinta poblaciones con su propia cultura y su propia lengua.

–¿Qué es lo que más le llama la atención de esos pueblos?

–Su solidaridad absoluta y espontánea. Tienen unas normas muy civilizadas.

–Creía que los civilizados éramos nosotros.

–No lo dirá en serio.

–No.

–Allí, negarle la ayuda a alguien es un deshonor. Es impensable que una anciana le pida a un joven que le corte leña para el invierno y éste le diga que está ocupado. O ponerse a comer y no compartirlo. Es una inteligente estrategia de supervivencia.

–¿Son nómadas?

–No, pero tienen gran movilidad. Son los que siempre se escapan de la Administración rusa, del servicio militar y de las cárceles.

–¿Van a su aire?

–Absolutamente. Rusia ha intentado controlarlos, pero es difícil llegar hasta ellos. Eso les ha permitido mantener sus creencias chamanísticas. Le contaré una cosa curiosa.

–Gracias.

–Los que se encargan de la sanidad de los chorses, un pueblo de la taiga siberiana, aseguran que no hay ni un solo caso de violencia doméstica. Las sociedades cazadoras recolectoras son las más igualitarias del mundo.

–¿Por qué?

–Porque no acumulan, no guardan para mañana, viven al día. Allí la mujer y el hombre son socios, comparten el trabajo duro, los mismos problemas. Se necesitan mutuamente. No tienen tan mitificada la sexualidad como nosotros y no la entienden como una propiedad de uno sobre otro.

–¿Cómo la entienden?

–Cada cual se casa con quien quiere sin ningún tipo de presión familiar, y practican una cierta permisividad sexual. Tanto el hombre como la mujer pueden tener algún episodio de infidelidad sin que nadie se escandalice por ello. Y la mujer es muy independiente: en verano coge su caballo y se va a ver a sus parientes a otros pueblos durante varios días.

–¿Cómo viven?

–De y con la naturaleza. Son cazadores, pescadores y recolectores, y todas las familias tienen una vaca o un caballo. Este mes me voy al punto más frío de la Tierra, a Yakurtia, que puede llegar a los a 80º bajo cero. Allí habitan los evenkos, que son pastores de renos; los montan como a los caballos.

–¿En qué creen estas etnias siberianas?

–En lo mismo que defiende la física quántica, que cada uno de nosotros somos una parte del todo. Para ellos, las plantas, los animales, las piedras, las montañas, los ríos… no son ajenos a nosotros, por eso son tan humildes y respetuosos con la naturaleza.

–¿El hombre no es el amo?

–Dicen que no somos ni más ni menos que los otros seres. Para ellos, las plantas y los animales tienen espíritu, es decir, energía, alma, un sentir al que podemos apelar. Cuando hacen ritos de sacrificio, le piden primero permiso al animal, que puede aceptar o no.

–Dígame, señora antropóloga, ¿sus chamanes son poderosos?

–Sí, sí, claro. En Siberia del sur no toman ningún tipo de alucinógeno, entran en el estado modificado de conciencia a través de la música del tambor. De esa forma se comunican con los espíritus de la naturaleza para obtener ayuda, curar o adivinar.

–¿Usted se ha beneficiado de sus poderes?

–Sí, pero quiero mantener la cabeza fría.

–¿Le cobraron?

–No piden nada a cambio. Una vez llegué a un poblado en busca de una chamana, pero se había ido unos días a recoger el heno. Yo, con mi mentalidad occidental, me quejé. “No se preocupe”, me dijo un chaval.

–¿Y fue a buscarla?

–Sí. Al anochecer vi llegar al chaval con la chamana toda sudada y acalorada: “¿Necesita ayuda?”, me preguntó. Me dio una vergüenza horrible, yo sólo quería hacerle unas preguntas. En otra ocasión contraté a un chico y un par de caballos para visitar una población lejana. Teníamos que partir al amanecer, pero el chico no llegó hasta la tarde. Lo vi venir con una sonrisa de oreja a oreja.

–Se enfadó, claro.

–Sí, y el chico, apenado, me respondió: “Debería saber que si no he venido es porque no he podido”. Es otra filosofía.

–¿Cuál es su conclusión acerca de ellos?

–Son libres, el chamanismo no necesita templos y es muy respetuoso. Llama la atención ver cómo esa gente habla con la naturaleza. Cuando pasan junto a un árbol lo saludan, y cuando hacen un fuego le agradecen su calor con unas gotas de leche, té o vodka. Ven la vida en todo lo vivo y lo respetan.

–No todo debe de ser tan maravilloso.

–No. La mayoría de esas poblaciones tiene problemas de alcoholismo. Creo que es una forma de suicidio de los indígenas.

–¿Pero no eran tan felices?

–Están muy frustrados. La globalización les está alcanzando y creen que lo suyo no vale nada, tienen complejo de inferioridad. Los niños a los 10 años ingresan en internados en las ciudades, y allí se pasan el día delante del televisor y sus promesas.