LA LEYENDA DE LA RISA DEL HORNERO Y EL ORIGEN DEL FUEGO

LA LEYENDA DE LA RISA DEL HORNERO Y EL ORIGEN DEL FUEGO

Aunque el hornero era muy trabajador, le gustaba mucho reírse. Construía su casa, vivía allí un tiempo y luego la vendía.

Los otros animales hacían fiestas y no invitaban al hornero porque creían que se iba a reír de ellos. Estos animales eran la tortuga, el quirquincho, el pichi, el suri o ñandú, la chuña, el conejo, el coy y la abuelita araña. Todos iban a comer a lo del Itoj Pajla, el Hombre de Fuego.

Un día el hornero los alcanzó. Pero la avispa le pidío que por favor no se fuera a reír porque el Hombre de Fuego se enojaría.

El Itoj Pajla estaba sentado y cada uno de los animales le pasaba su olla. Él las ponía de a una sobre sus rodillas y de este modo el agua de la olla no tardaba en hervir.

El hornero estaba alrededor del Hombre de Fuego junto con los otros animales. El suri abrió sus alas y el Hornero, temeroso de que riera, aunque el hornero le había asegurado que no lo haría.

Había un gran silencio en el lugar. El hornero vio que el Hombre de Fuego tenía todo el cuerpo cubierto de fuego. Cuando vio los testículos con fuego, no pudo contener la risa.

-¿Quién se ríe de mí? -quiso saber el Itoj Pajla.

lo-Ahora se va a quemar todo el mundo.

Y comenzó a largar fuego mientras todos huían. El fuego se extendió por todas partes, persiguiendo a los animales. La tortuga alcanzó a meterse en el agua y el fuego le pasó por encima. Los demás corrían hacia el mar. El suri y la chuña fueron los primeros en llegar. Parecía que el fuego ya alcanzaba a los otros, pero también llegaron a tiempo y pasaron al otro lado del mar.

El hornero tenía la culpa de eso, pero hasta hoy sigue riéndose.

La tortuga se quedó en el agua, convirtiéndose en tortuga de agua.

Antes la gente no tenía fuego. Sólo Itoj Pajla lo tenía. Pero luego del incendio el fuego quedó en los árboles. Si el hornero no se hubiera reído no tendríamos fuego. (*)

(*) Fuente: El ciclo de Tokjuaj y otros mitos de los wichis (compilación, prólogo y notas de Buenaventura Terán), Biblioteca de Cultura Popular, Ediciones del sol, pp-33-34. La fuerte oral de la historia es el wichi Carlos Ortiz.

El mito mataco de la creacion

Los matacos habitan en la Región del Chaco, en el norte de Argentina. Su principal actividad de subsistencia era la caza y la pesca. Con la consquista del Chaco por el hombre blanco, muchos matacos fueron explotados en el trabajo de tala de quebrachos colorados y en ingenios de azúcar o plantaciones de algodón. Aunque sus dominadores lo ignoraran, los matacos poseían, y aún conservan, una rica mitología. He aquí uno de sus cristales, su mito de la creación:

Hubo un tiempo en que la tierra estaba arriba y el cielo abajo. Tanto era la suciedad que caía que el cielo se quejó y pidió la inversión de los planos. Desde entonces el cielo está arriba y la tierra abajo. Entre ambos está el territorio de los vientos y las nubes. Bajo la superficie (ríos, lagunas, bañados, campos, bosques) están el bajo tierra y el bajo agua. Cada estrato tiene sus seres. Todo está rodeado por líquido y aire y a lo lejos está el fuego.

Hubo otro tiempo en que un gran árbol unía los diversos mundos. El de la copa, el de arriba, era el de la abundancia. Los hombres de la faz de la tierra iban allí a proveerse, subiendo y bajando por este árbol/vínculo de la vida. Mas un día no cumplieron con sus tradiciones solidarias, no entregaron lo mejor y más tierno a quienes no podían andar arriba-abajo, no dieron nada. Los ancianos se quejaron. Llegó el Gran Fuego y ardió todo. El joven Luna fue eclipsado por el jaguar celeste y sus trozos cayeron en tierra incendiándola. Algunos quedaron en el mundo de arriba cuando se quemó el Gran Arbol. Son los abuelos, Dapitchí, los antepasados (estrellas, constelaciones) que cazan por el sendero de los ñanduces (la Vía Láctea). Sólo unos pocos, honestos y respetuosos se salvaron metiéndose bajo la tierra, pero desde entonces todo hubo que conseguirlo aquí.

Los seres humanos varones pertenecen a la tierra, surgieron de ella por el agujero del escarabajo. Procreaban eyaculando juntos en un cántaro de calabaza. En una ocasión notaron que parte de lo que cazaban o pescaban les era robado. Dada la reiteración dejaron como observadores al ratón de campo y al loro, el primero no percibió nada y al segundo le ennegrecieron la lengua. Por fin, el Gavilán, Halcón o Carancho, avisó: extranos seres escapaban como rañas al cielo mientras iban tejiendo sus cuerdas de fibra vegetal. Con la ayuda de los picotazos de Carancho y una lluvia de flechas algunos seres celestes cayeron incrustándosc en la tierra. Tatú o el Armadillo los sacó con sus uñas. Tenían dos bocas dentadas, una en medio dc la cara, la otra en medio del cuerpo, por ambas devoraban la comida robada. El Zorro pretendió efectuar una cópula, perdió su pene y le tuvo que ser reemplazado por un huesito. El frío hizo que se acercaran al fuego encendido por los hombres. Cuando abrieron las piernas al sentarse, Aguilucho les arrojó una piedra que hizo caer todos los dientes de la boca inferior menos una que resultó ser el clítoris pues se trataba de mujeres y desde entonces es que nacen niños y niñas, de hombres y mujeres. Lástima que algunas o son hermosas porque la mayoría de éstas escaparon al cielo. Como mujeres son de origen celeste, tienen parte de ese poder, los hombres detentan el poder terrenal.

Igual que en los mundos procedentes, todo comenzó a corromperse, se quebró el equilibrio y cuando el Arco iris se ofendió por el accionar no tradicional de las mujeres menstruantes, comenzó la inundación. La Gran Agua, ahogó todo y hubo de comenzarse un mundo nuevo. Fue Paloma quien picoteando una semilla hizo brotar un Algarrobo y a su parir recomenzó la naturaleza, los seres de la tierra. Sin embargo, la periódica corrupción de la humanidad les encadenó un nuevo cataclismo.

Sol, sobrino de Luna, que es mujer y vieja y gorda en verano y joven y delgada en invierno. Hombres y mujeres habían comenzado a eliminar o devorar sus hijos. Sol, sobrina de Luna, que es mujer vieja y gorda en verano, joven y delgada en invierno, se quedó quieta, se negó a seguir su camino. Durante la Gran Noche todo sc congeló y cubrió de hielo. Cuando ya había muerto todo lo contaminado, un muchacho, dotado de poder por su calidad humana soñó con el Día. Su canto acompañado con sonajas hizo que Sol volviera a salir y recomenzara la vida. Esta quinta humanidad es la de los “Toba”, “Pilagá”, “Mocobí”, pero también de los Europeos y otros pueblos. (*)

(*) Fuente: Orígenes, Argentina, de Miguel Biazzi y Guillermo Magrassi, ed. Corregidor, pp-43-44.

LA LEYENDA DE LA PIEDRA EL CENTINELA, EN TANDIL, ARGENTINA.

LA LEYENDA DE LA PIEDRA EL CENTINELA, EN TANDIL, ARGENTINA.

Una piedra. Piedra que es en realidad un indio que espera en lo alto de una colina el regreso de la mujer amada. Este es el centro de la leyenda argentina que ahora le presentamos. Legendaria historia fundida con la dureza de la roca que nos hace recordar otra piedra y su respectiva leyenda, la piedra de Tandil, también ofrecida aquí, en Temakel.

Eran los primeros tiempos del Fuerte Independencia, que había incrustada su avanzada civilizadora entre los ricos valles y serranías de la hoy floreciente TANDIL. Algunos soldados que se aventuraban, en vespertinas cacerías hacia los inexplorados rincones de las serranías, habían traído la noticia o la leyenda de una extraña jovencita, de piel blanca, de hermoso porte. Que como una gacela sorprendida, desaparecía con habilidad en cuanto se apercibía de ser observada, siendo inútil después cuanto se hiciera para volver a encontrarla. AMAIKE era una extraña flor de la región. Su madre, india, había muerto cuando ella era muy niña. Vivía junto al cariño de su padre, un hombre ciertamente curioso en su aspecto y que, por otra parte, denunciaba su ascendencia extranjera, y puede ello admitirse, que era hijo de la cautiva de un gran Cacique. AMAIKE había heredado la fortaleza de la raza aborigen y una belleza asiática que contrastaba con la rusticidad de las hijas del lugar. Su vida natural, en constante ejercicio y a plena luz y sol, había dado a su cuerpo de moza una esbeltez y flexibilidad que unidas al tinte claro de su piel y a la extraña belleza de su rostro y de sus ojos, la habían convertido en una especie de diosa del paraje.

Los aborígenes respetaban a AMAIKE como cosa sagrada.

Los sencillos pero valientes pobladores de los valles y del llano, crueles con sus declarados enemigos, pero en el fondo blandos y susceptibles a la superstición, encontraban algo de divino en aquella criatura un tanto misteriosa, de belleza no común, cuya mirada serena, pero profunda, los hacía mantener distancia, en respetuosa contemplación.

Al principio la miraba como a una diosa, encandilado y cauto, a la distancia. Más adelante, saltaba a su encuentro en cuanto la divisaba, ganando a poco, con su destreza y su arrogancia, la confianza de AMAIKE hasta inspirarle el mismo sano y dulce amor que por ella había nacido. Él, vigilante, todas las tardes se situaba en su natural mirador de la colina, como un centinela y paciente esperaba las cada vez más frecuentes salidas de la hermosa muchacha. El amor los iba atando firmemente y en sus lazos, ambos jóvenes se entregaban con la ilusión de sus vidas en flor.

En una oportunidad, dos soldados que hicieron una entusiasta descripción de la muchacha mientras bebían en el bodegón del naciente pueblo de Tandil, juraron traer prisionera a la “endiablada” y blanca indiecita, a fin de justificar su narración. Alguna base tenían para arriesgar ese juramento. Unos de los soldados había sospechado del periódico encuentro de la jovencita serrana con el indio valiente que desde una colina lejana permanecía firme y desafiante. Así es que a fuerza de vigilar, apostados en los senderos, lograron sorprender a la escurridiza muchacha. Esta, que nunca había sabido de violencias, luchó desesperadamente y se defendió con coraje y decisión para no perder la libertad que la alejaba de sus prados y de su amor… Pero nada pudo hacer… Ya en plena noche, los tenaces soldados regresaban complacidos, y al franquear la entrada del fuerte, vióse con ellos a la más hermosa de las prisioneras.

Al día siguiente, con las primeras luces de la madrugada, se tuvo la certeza de que AMAIKE había sido hecha prisionera por el hombre blanco. Entre los indios, su recuerdo no tardó en apagarse y su existencia fue atribuida únicamente a la leyenda. Pero, en lo alto de la colina, por los días y los días, el atlético indio que aguardaba siguió firme en su mirador, con la esperanza ya vana, de volverla a ver. Quienes visitan el lugar, creen adivinar a través de los contornos de la erguida piedra, la figura imperturbable de quien espera todavía fiel a su amor, a la que nunca más volverá. (*)

(*) Aquí presentamos una versión modificada de la leyenda ofrecida en la página web de la ciudad de Tandil.

EL NACIMIENTO DE KAÁ-GUASÚ: LA YERBA MATE

EL NACIMIENTO DE KAÁ-GUASÚ: LA YERBA MATE

El mate es una infusión sumamente popular en la República Argentina y en Uruguay. La yerba mate es un arbusto del género de las Aquifoleaceas cuyas hojas contienen
una apreciable cantidad de un alcaloide denominado teína, (similar a la
cafeína), de considerable acción estimulante. Aquí reproduciremos una versión de la leyenda guaraní sobre el origen de kaá-guasú: la yerba mate.

Y así habitaba en el cielo. Todas las noches se pasea por las alturas, alumbrando las copas de los árboles y la superficie de los esteros. Y, un buen día, se dio cuenta de que todo
lo que conocía de la selva eran lo que veía desde arriba: los ríos, las
cascadas, el colchón verde de los árboles… pero que no sabía nada de lo que
pasaba en el suelo. Así que quiso ver por sí misma las maravillas de las que
le habían hablado el sol, la lluvia y el rocío: los coatíes cazando al
atardecer, las arañas tejiendo sus telas, los pájaros empollando sus huevos…
en fin, todas esas maravillas de la naturaleza que los hombres estamos tan
acostumbrados a ver, que ya no les prestamos atención.
Hasta que un día se decidió; la invitó a Araí, la nube, y juntas se fueron a
pedirle autorización a Kuarajhí, el Dios Sol, para que las dejara bajar a la Tierra.
-Está bien -les contestó el Dios Sol-; yo les doy permiso, pero desde ya les
digo que cuando lleguen allá tendrán las mismas debilidades que los seres
humanos, y estarán expuestas a los mismos peligros, aunque ellos no puedan
verlas a ustedes.
-A la mañana siguiente -reinició don Ante, después de cambiar la cebadura-,
tempranito nomas, ya estaban las dos muchachas recorriendo la selva, paseando
entre los timbó y los quebrachos, jugando con los caí-carayá, los monos aulladores, charlando con pájaros guacamayos, y con los
metalizados mbaé-í-humbí, un picaflor amazónico, y riéndose de las patas chuecas de los aba-caé u osos hormigueros.
Caminaron durante horas entre gigantescos lapachos y urundays, abriéndose paso
entre los bejucos y las lianas y tejiendo collares y coronas de orquídeas y
mburucuyás, las flores pasionarias. Así, hasta que llegó el mediodía y, como si hasta ese momento no lo hubieran notado, llegó hasta ellas el rumor sordo e ininterrumpido del
monte, entretejido por el parloteo estridente de los loros, el graznido de los
halcones, el martilleo del pájaro carpintero y todos esos otros sonidos que no
se pueden definir con precisión, pero que forman parte de esa vida bullente y
siempre renovada de la selva.
Todo aquel bullicio, sumado a su inexperiencia, hizo imposible que escucharan
los sigilosos pasos del yaguareté, famélico después de una larga noche
o de una infructuosa cacería. La bestia rugió furioso en el momento del ataque, mientras las diosas cerraban sus ojos, esperando los zarpazos que acabarían con su frágil vida humana. En lugar de ello, oyeron un silbido y un golpe sordo, tras el cual el salvaje bramido se
tornó en gemido cuando una flecha, disparada por un joven cazador guaraní que
pasaba accidentalmente por el lugar, se clavó profundamente en el flanco
expuesto del animal.
Enfurecida de dolor, la fiera se revolvió contra el cazador, abriendo sus
fauces aterradoras y sangrando por el costado, pero una nueva flecha acabó con
su agresión. En medio del fragor de la lucha, el joven cazador de la tribu cypoyai
creyó entrever la silueta de dos mujeres que huían despavoridas, pero luego,
al revisar los rastros, no vio más que la sangre derramada del yaguareté y los
arañazos de sus zarpas en la hierba, y creyó haberse equivocado.
El cypoyai, orgulloso frente a su primer jaguar, sacó su cuchillo, lo desolló
cuidadosamente y luego se acostó a la sombra de un ceibo. Agotado por la
excitación de la caza, durmió profundamente y, mientras lo hacía, soñó que dos
hermosas mujeres, de piel blanca como la espuma del río y rubias cabelleras
como nunca había visto, se acercaban a él y, llamándolo por su nombre, una de
ellas le dijo:
-Yo soy Yasí, y ella es mi amiga Araí; volvimos para agradecerte el habernos
salvado la vida. Fuiste muy valiente al enfrentarte al yaguareté para
defendernos, y por eso voy a entregarte un premio que te envía Kuarajhí, el Dios Sol. Más
tarde, cuando llegues de vuelta a tu maloka (casa), encontrarás junto a la
entrada una planta que no reconocerás; la llamarás caa, y con sus hojas podrás
preparar una bebida que acerca los corazones solitarios y ahuyenta la
nostalgia y la tristeza. Es mi regalo para tí, para tus hijos y para los hijos
de tus hijos…
Luego, en su sueño el joven cazador creyó ver que las dos muchachas se
alejaban entre los árboles, seguidas por una bandada de mariposas blancas, y
enseguida fueron solamente un resplandor entre los arbustos. Pero al
atardecer, al llegar a su tavá (pueblo) él y los miembros de su familia vieron un
nuevo arbusto de hojas ovaladas y brillantes que brotaba por doquier. Ante el
asombro de todos, el joven cypoyai siguió las instrucciones de Yasí: picó
cuidadosamente las hojas, las colocó dentro de una pequeña calabacita seca, y la llenó con agua fresca del arroyo. Luego buscó una caña fina, la introdujo en el mate y probó la
nueva bebida. Al comprobar que calmaba rápidamente su sed, y saborear su
agradable dejo amargo, invitó a sus familiares y, no contento con ello,
abandonó la maloka y llamó a sus vecinos, para hacerles probar su nuevo
hallazgo. Pronto el recipiente fue pasando de mano en mano, y en poco tiempo
toda la tribu había adoptado la nueva infusión: ¡había nacido el mate! (*)

(*) Fuente: Cuentos y leyendas argentinos, Selección y prólogo de Roberto Rosaspini Reynolds, Buenos Aires, Ediciones Continente.

LEYENDA CALCHAQUÍ DE EL CARDENAL

LEYENDA CALCHAQUÍ DE EL CARDENAL

Los calchaquíes pertenecieron al grupo de los diaguitas, grupo étnico que habitó en valles y quebradas del noroeste de la Argentina. La cultura diaguita fue la que desarrolló la cultura indígena más compleja en territorio argentino. El arte diaguita relumbró en la cerámica y la metalurgia. Antes de la dominación española, hacia el 1480, durante el reinado del Inca Tupac Yupanqui ( el hijo de Pachacutec) los incas se adentraron en territorio argentino. Esto explica los elementos incaicos que influyen en esta leyenda que ahora le presentamos en Temakel: la leyenda calchaquí de el cardenal.

El cardenal es un pájaro de tamaño mediano y de agradable aspecto que nidifica en los montes. De plumaje compacto, tiene el lomo de color gris acero; el pecho y el abdomen, blanco ceniciento; la garganta y la cabeza, rojo vivo, lo mismo que el penacho de suaves plumitas en que ésta termina. Una línea blanca separa el rojo de la cabeza del gris del lomo.

Las alas son estrechas y puntiagudas y la cola, larga y cuadrada.
Movedizo, ágil y vivaz, es muy cantor. Su canto, en forma de gorjeos o silbidos, es fuerte y muy agradable, y se asemeja a los sonidos que brotan de una flauta.
El nido, de paja, plumas y cerda, muy liviano, lo construye en los árboles y arbustos.

Los guaraníes lo llaman acá pitá (cabeza roja). En la leyenda calchaquí, el cardenal surgirá como metamorfosis de una pareja humana desventurada…

LEYENDA CALCHAQUÍ DE EL CARDENAL

Cuando el añil y el rojo, el amarillo y el anaranjado, tiñeron el cielo y el cerro con los colores del crepúsculo, pintando con tonos de incendio las talas, los mistoles, las jarillas, los algarrobos y los guayacanes, los guerreros de Pusquillo, el valiente cacique calchaquí, descendían por los senderos de la montaña abrupta.
Un deseo los animaba: llegar cuanto antes a su pueblecito del valle de donde salieran hacía ya cuatro lunas.
Marchaban callados. Sólo se oían sus voces cuando alguno de ellos, advertido de algún peligro, daba el alerta a los demás.
Al frente iba Ancali, el hijo mayor de Pusquillo, valiente como él y como él querido y respetado por su pueblo.
Llegaron a un claro del bosque. Ancali se detuvo de improviso, indicando a los demás, con un gesto, que suspendieran la marcha. Su mirada sorprendida estaba fija en una figura extraña que su sagacidad había descubierto.
Se acercó a ella con toda precaución temiendo que se desvaneciera, y pudo comprobar que era real. Una hermosa joven, recostada contra un corpulento pacará, dormía plácidamente. Un rayo de luna iluminaba su rostro pálido, y arrancaba destellos de plata de la túnica con que cubría su esbelto cuerpo.
Rumores de admiración de sus compañeros escuchó Ancali. Se acercó sigiloso para no despertar a la niña y, cuando se hallaba cerca, no pudo reprimir su entusiasmo:
-¡Acchachay! -exclamó muy bajo.
Como al conjuro de una orden misteriosa, despertó la joven y al verse rodeada por desconocidos, los miró azorada. Se levantó con presteza y su mirada sorprendida se fijó en Ancali, alto, fornido, de rostro recio y expresión cordial que en ese momento con voz afable le preguntaba:
-¿Quién eres y qué haces en los dominios de Pusquillo?
-Soy Vilca, hija de Chasca y de Mama Quilla. Mi madre me envía a la tierra para que siembre bondad entre los hombres -respondió la niña con dulce voz y expresión humilde.
Era tanta su belleza, tanta sumisión había en el tono y tanta ternura en las palabras, que Ancali se sintió atraído por la desconocida. Siguiendo un impulso generoso le ofreció:
-Ven a la tribu de mi padre donde serás bien recibida. Ven con nosotros…
Un rayo de luna dio de lleno en el rostro de Vilca. Ella, entonces, creyendo ver en el hecho una demostración de la conformidad de Mama Quilla, su madre, aceptó agradecida.
Se unió a los guerreros y al frente del grupo, al lado de Ancali, marchó por el sendero del bosque entre lianas y plantas trepadoras que caían desde las ramas de los árboles semejando cascadas de verdura.
A la mañana siguiente, Ancali y sus guerreros, junto con Vilca, arribaron a los tolderías de la tribu.

Ancali y sus compañeros fueron recibidos con alborozo.
Los cazadores se despojaron de armas y flechas entregando a sus familiares el producto de tantos días dedicados a la caza: venados, guanacos, suris, plumas vistosas de raro colorido, pieles de jaguar…
Vilca, mientras tanto, permanecía ignorada. Nadie había reparado en ella. Junto a un arrayán florecido era muda espectadora de la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
De improviso oyó, a su lado, una voz que le preguntaba:
-¿Quién es la imilla que con asombro asiste a la llegada de nuestros cazadores?
Dióse vuelta la niña y vio, junto a ella, a un hombre de cierta edad, de tez cobriza, cabello lacio y mirada penetrante. Llevaba en su cabeza una toca redonda que caía hacia la espalda en un pliegue de forma triangular. Era la tanga usada por los hechiceros.
Segura, por este hecho, de que se hallaba ante uno de ellos, iba a responderle, cuando oyó al desconocido que, al tiempo que clavaba su vista penetrante en ella, sonriendo volvía a preguntarle:
-¿Quién eres, extranjera? ¿De dónde vienes?
-Soy Vilca -respondió medrosa-. Soy la hija de Quilla y de su reinado vengo.
-¿Cómo llegaste hasta los dominios del gran cacique Pusquillo? -inquirió curioso el hombre.
-Los cazadores me encontraron en el bosque y con ellos he venido…
En ese instante, del grupo de cazadores se separó uno de ellos. Era Ancali, que con un precioso manojo de plumas de ave del paraíso se dirigía hacia donde se hallaba la extranjera.
Asombrados miraron todos al hijo del cacique, y su sorpresa fue mayor cuando distinguieron a la desconocida que conversaba con Suri, el hechicero.
Llegó Ancali hasta ella y ofreciendo a Vilca las hermosas plumas, la invitó:
-Toma, Vilca… Adorna tus cabellos y acompáñame. Mi padre, el cacique Pusquillo, quiere verte. Ven.
Obedeció la niña y pocos momentos después se hallaba ante el cacique quien, ganado por su simpatía y por su hermosura, la recibió afable y cariñoso considerando de buen augurio que Quilla, la reina de la noche, se hubiera dignado enviarles una hija suya.
Mientras tanto Suri, el hechicero, despechado por lo que él consideró un desprecio, al no ser llamado para la presentación de la extranjera al curaca de la tribu, sintió por ella, que absorbía la atención de todos, una envidia sin límites. Sus sentimientos mezquinos lo incitaron a cometer una injusticia, sintiendo desde entonces una marcada aversión por la dulce Vilca, ajena por completo a tal sentimiento. La odió y se prometió hacerle imposible la vida en la tribu hasta conseguir que la abandonara.
Ignorando tan bajos propósitos y sintiéndose, en cambio, querida por todos, Vilca era feliz, muy feliz en los dominios de Pusquillo.
Suave y delicada por naturaleza, se granjeó de inmediato la simpatía y el cariño de la tribu. Participó de las tareas de las mujeres y se adiestró en el tejido del algodón que cosechaban en las extensas plantaciones de la región, constituyendo una de sus principales riquezas. Aprendió a hilar la lana y a tejerla.

Una mañana, el curaca Pusquillo, el jefe de la tribu, el padre de Ancali, mandó llamar por su hijo.
-Te he llamado, Ancali. Tú has de sucederme en el poder y no quiero morir sin que hayas elegido a la compañera de tu vida-manifestó el curaca Pusquillo-. Elige entre nuestras doncellas… Que sea buena y justa como tu madre lo fue… Sólo así te hará feliz y hará la felicidad de tu pueblo. Y yo moriré tranquilo…
-Padre, mi elección está hecha y sólo aspiro a tu aprobación -respondió Ancali-. Quiero a Vilca, padre, y si no me he animado antes a confesártelo, es que, por tratarse de una extranjera, temí tu desaprobación. Pero ahora sé que la quieres y que aprecias sus condiciones. ¿Conscientes, padre, en que ella y no otra sea mi compañera? Es buena, justa y humilde. Es la única capaz de hacerme feliz. ¿Lo consientes padre?
-No sólo lo consiento, sino que lo apruebo, hijo mío. Vilca es buena y afable y es hija de Quilla. Debemos sentirnos orgullosos de que nos haya entregado a su hija. Los dioses han querido favorecernos. Estoy muy contento con tu elección, hijo… Ve a buscar a Vilca… Quiero que conozca mi aprobación… Será necesario que la ceremonia se lleve a cabo cuanto antes… -terminó el curaca, desfallecido.
-No será tan pronto, padre. Antes quiero ir al Nevado de Pisca Cruz en busca de la raspadura de piedra de la cumbre, del lugar donde caen los rayos, que curará tus males. Vilca te cuidará durante mi ausencia y a mi vuelta, cuando te halles completamente restablecido, me uniré a ella para siempre. Mama Quilla nos protegerá desde el cielo. Voy en busca de mi novia, padre.
Al salir de la casa, Ancali se cruzó con Suri que llegaba, como todas las tardes, con una poción destinada a su padre.
En el horizonte, encendido en fulgores de incendio, el sol escondía sus últimos rayos.
Corrió Ancali en busca de su prometida. Cuando volvió con ella, feliz al poder realizar su mayor deseo, la presentó a su padre.
El anciano se hallaba tendido en el lecho, con los ojos cerrados, respirando con dificultad.
Desde un rincón en sombras, observaba Suri. Ancali tuvo un sobresalto. Su padre estaba peor que cuando él lo dejara hacía unos instantes. Vilca frotó la frente del anciano con hierbas aromáticas y el viejo cacique abrió los ojos. Después, con dificultad, levantó una mano y con voz desfallecida balbuceó:
-Que seáis felices, hijos míos. Que nuestros dioses os protejan…
Cerró los ojos nuevamente y recostó pesadamente la cabeza.
Vilca y Ancali se miraron consternados.
El hijo tomó una resolución:
-Quédate con él, Vilca. No te separes de su lado. Yo corro al Nevado de Pisca Cruz a buscar la piedra que cura…
Al oír estas palabras Suri, el machi, el hechicero, salió de la sombra y encarándose con los jóvenes, profetizó:
-Los dioses no están contentos, por eso quieren la muerte del curaca. Hay en la tribu alguien que provoca la ira de nuestros antepasados. Alguien a quien debe haber enviado Zupay… ¡Ten cuidado, Ancali!
Con paso mesurado y una significativa mirada cargada de odio dirigida a Vilca, salió el hechicero.
-¿Qué ha querido decir el machi, Ancali? ¿Por qué me miró con encono? ¿Por qué sospecha que soy enviada de Zupay?
-Nada puedo explicarme -repuso consternado el joven-. Pero en cambio desconfío… Desconfío de Suri. Sus pócimas empeoran a mi padre. Creo que en lugar de buscar la salvación de su vida, trata de darle muerte. Y mi padre, en cambio, ¡confía en él! ¡Con qué fe sigue sus consejos y toma los brebajes preparados por él! Yo, por mi parte, he creído comprender que Suri nos odia… Pero, ¿por qué? -terminó ansioso.
-Ancali… escucha… Nunca quise hablarte de esto porque no hallé razón para hacerlo. Pero ahora es necesario que sepas… A quien odia el machi es a mí… Me lo dijo hace tiempo… para convencerme de que abandonara la tribu… Y me amenazó con males irreparables… de los que habría de sentirme culpable… No lo creí. Sin duda ha llevado la venganza contra tu padre por haberme admitido en sus dominios…
-¡Cómo es posible! -le interrumpió Ancali indignado-. ¿Qué razón puede tener?
-Supone que yo, hija de Quilla, poseo facultades superiores a las suyas y desea arrojarme de aquí. El no ve con buenos ojos nuestro matrimonio. Cree que es la oportunidad que busco para ejercer luego mis poderes contra él y quiere vengarse en ti para que me arrojes de tu lado. ¡No permitas que continúe atendiendo al cacique!
-Tú confirmas mis sospechas… No abandones a mi padre mientras dure mi ausencia. Correré tan rápido como el venado y dentro de dos días, cuando Inti, el Sol, envíe sus rayos más cálidos a la tierra, estaré de vuelta con la piedra milagrosa que salvará a mi padre…
Se despidió Ancali y desde ese momento Vilca no se separó del anciano curaca. Este, agobiado por la fiebre yacía inconsciente, mientras de sus labios brotaban palabras entrecortadas pronunciadas en el delirio.
La noche fue terrible. Entre estertores y gemidos pasó el enfermo sus horas.
Vilca, con el cariño y la suavidad que le eran propios, cubría la frente ardorosa con hierbas aromáticas.
Un rayo de luna penetraba por la abertura de la entrada.
A la madrugada creyeron que el enfermo reaccionaba. Su lucidez era completa y aunque se expresaba con dificultad, sus ideas eran claras. Llamó a la futura esposa de su hijo para decirle:
-Vilca, hija… ya puedo llamarte así porque te considero hija mía… Voy a morir… Lo presiento… Nuestros antepasados me llaman a su lado y mi hora llega. Haz feliz a Ancali y dile, cuando llegue, que espero que su gobierno sea justo… que no descanse hasta lograr la mayor felicidad y el completo bienestar de su pueblo… Ahora, hija mía, llama a Llamta. Es el más adicto de mis guerreros. Quiero morir mirando el cielo… Quiero que me lleven bajo los árboles…
Los deseos de Pusquillo se cumplieron. Entre varios fornidos guerreros lo transportaron fuera, colocándolo bajo la sombra de un añoso y corpulento chañar cuyas flores amarillas caían como lluvia de oro sobre el cuerpo del cacique.
Rodearon el lecho del enfermo con flechas clavadas en el suelo para evitar que la muerte pasara.
Luego, el machi, presidiendo las ceremonias para rogar por la salud del curaca, invocó a Yastay, diciendo con voz monótona y dolorida:

Yastago, abuelo viejo,
perdone si le han hecho mal,
¡padrecito viejo, kusiya!

De inmediato, con tutusca y maíz amasaron una figura de guanaco, lo bañaron en chicha y lo cubrieron con hojas de coca.
Una vez así preparado, pasaron el pequeño guanaco por el cuerpo del enfermo haciéndolo con especial cuidado sobre la cabeza. Limpiaron la grasitud dejada sobre la piel del curaca por la figura del animalito, y una vez cumplido este rito, enterraron al pequeño guanaco en un lugar cercano a donde se hallaba el cacique moribundo, y lo rociaron con abundante chicha. Mientras tanto, grandes orgías acompañadas por cantos y súplicas se realizaban en las proximidades de este sitio, ofrecidas a los dioses para que tomaran a su cargo la salvación del enfermo.
Al lado de éste se encontraba Vilca, que, como lo prometiera, no abandonó un instante al padre de su novio.
En el cielo temblaban las estrellas…
La respiración del viejo curaca era penosa y entrecortada. De vez en cuando un rictus de dolor se dibujaba en su rostro. Sus manos se crispaban sobre la manta que lo cubría, y sus labios resecos balbuceaban apenas:
-Agua…
Vilca, entonces, con suma dificultad lo incorporaba y le daba de beber.
Así pasó la noche.
Al amanecer, cuando el cielo comenzaba a trocar los oscuros tintes por los celestes grisáceos de la aurora; cuando la vida volvía a renacer, el alma del anciano cacique voló a la región de lo desconocido. Al aparecer los primeros rayos del sol, abriéndose camino en las tinieblas, Pusquillo murió.
Desde lejos, con expresión maliciosa, Suri observaba complacido. Una parte de su venganza se había cumplido: el veneno, suministrado diariamente al cacique en pequeñas dosis, había surtido el efecto esperado.
Dos días después regresó Ancali. Llegaba triunfante, después de haber arrancado a la cumbre mágica de la montaña el remedio maravilloso capaz de devolver a su padre la salud perdida.
Poco duró la expresión alegre de su rostro. Al acercarse a los alrededores de su pueblo, fácil le fue adivinar la tragedia ocurrida durante su ausencia y convencerse de la inmensa desgracia que lo había alcanzado. Su padre había muerto. No tenía necesidad de preguntarlo. Lo leía en los rostros amigos que lo miraban con compasión, en las bocas cerradas de la tribu que no se animaban a darle la fatal noticia.
Ancali corrió al lugar donde yacía su padre muerto. Ya no le quedó ninguna duda.
Con sus cuerpos envueltos en mantas de colores, un coro de mujeres relataba con cantos y sollozos las hazañas y glorias del difunto, mientras el resto de los presentes, incansables, seguía acompañando la ceremonia con danzas, saltos y alaridos de dolor.
Frente al sepulcro preparado, colocadas en palos, estaban las ovejas asadas de las que se valía el machi para conocer el destino del difunto en el “país de los muertos”.
Encontró a Vilca, tal como se lo prometiera, junto al curaca muerto.
Al llegar Ancali, cedió al hijo el puesto que le correspondía dirigiéndose ella a la orilla del arroyo que, con sus aguas, fertilizaba el valle. Se sentó en una piedra y quedó pensativa.
De su abstracción la sacó una voz conocida y repulsiva que le decía:
-¿Has venido a gozar de tu obra? ¿Tienes ya proyectos para el futuro?
Era Suri, que con todo cinismo acusaba a la inocente Vilca de la muerte de Pusquillo.
-¿Mi obra, has dicho? -preguntó a su vez, iracunda, la doncella.
-Tu obra, ¡sí! En una oportunidad te dije que si no abandonabas la tribu, la desgracia caería sobre los que te quisieran, y he cumplido. Hoy vuelvo a decirte: Si no abandonas estos lugares, te juro que te arrepentirás y cuando lo hagas, ¡será tarde!
-Nada podrás en contra de mí… Muy pronto seré la esposa de Ancali y él, como jefe, sabrá dar cuenta de tu osadía -respondió Vilca indignada.
-Ya sabré impedir que tus planes prosperen -dijo con sorna el machi, y agregó: Yo indicaré quién ha de suceder al viejo curaca, y no será por cierto Ancali como tú mal supones -terminó el malvado hechicero con una mueca desdeñosa.
Suri era muy respetado en la tribu. Los poderes sobrenaturales que se le reconocían hacían considerarlo un ser superior enviado por los dioses tutelares. Su palabra se oía con interés y sus consejos eran seguidos sin discusión.
Valido de estas prerrogativas, el terrible hechicero, siguiendo un plan trazado de antemano, dejó a Vilca para dirigirse a la casa de Anca, el más anciano y más respetado de los que formaban el Consejo de Ancianos, que era el que debía designar al nuevo jefe de la tribu.
Con palabra persuasiva y acento terminante, como si se tratara de la más cierta de las revelaciones, le dijo:
-A tu gran sabiduría e inigualada experiencia, quiero librar el secreto que me han revelado los astros. Una gran desgracia se cierne sobre nuestra tribu… Horas amargas tendremos que pasar, pues estamos a merced de una impostora que miente, diciéndose hija de Quilla para ser admitida con confianza entre nosotros. Pero mi poder ha descubierto su superchería y yo puedo decirte, ¡oh gran Anca!, que la extranjera miente. ¡Es una enviada de Zupay llegada para labrar nuestra desgracia! Por lo tanto, debe ser condenada a morir. ¡Si así no lo hiciéramos, los mayores malos acabarán con nosotros como lo ha hecho con nuestro gran cacique!
Impresionado por tales palabras, apresuróse Anca a convocar al Consejo de Ancianos que de inmediato resolvió condenar a muerte a la infortunada Vilca.
Nada se le participó a Ancali, temerosos de que se opusiera al designio de los astros por salvar a su prometida, y esa noche, cuando todo era quietud y paz en la tribu, los que debían hacer cumplir la pena, amparados por la oscuridad de la noche sacaron a Vilca de la casa donde estaba descansando y la llevaron a la montaña en la cual le darían muerte, luego de cumplir ritos establecidos.
Una vez allí, buscaron una piedra alta y angosta a la cual la ataron.
De inmediato, a cierta distancia esparcieron hierbas olorosas y, mientras Suri hacía conjuros para alejar a Zupay, uno de los ancianos encendió las hierbas que desprendieron un humo denso de olor acre.
La infeliz Vilca gritaba su inocencia y lanzaba desesperados llamados a su prometido a quien pedía socorro.
La luna, desde el cielo, era mudo testigo de esta escena desgarradora.
Suri, por el contrario, se sentía muy feliz. Todo sucedía de acuerdo a sus más íntimos deseos y a sus bien trazados planes. ¡Por fin iba a lograr la desaparición de la intrusa!
Sin embargo, no contaba el malvado hechicero con el cariño y el respeto que sentían por Ancali sus subordinados.
Uno de ellos, joven audaz y valiente era Guasca. Volvía de acompañar hasta el límite de los dominios de Pusquillo al cacique de una tribu vecina venido para asistir a las ceremonias fúnebres del difunto curaca.
Al pasar cerca del lugar señalado para el sacrificio de Vilca, Guasca, favorecido por la luna que continuaba iluminando la escena, notó que algo insólito sucedía. Los angustiosos gritos de la doncella atrajeron su atención.
Se acercó cauteloso tratando de no ser visto y observó. Reconoció a Vilca, y al oír que se repetían sus desesperados llamados a Ancali abandonó el lugar, corriendo a avisar a su jefe.
Pronto estuvo ante él poniéndolo al tanto de lo que ocurría.
De inmediato partió Ancali al frente de varios guerreros que no lo abandonaban nunca.
Cuando llegó al lugar del sacrificio, los conjuros y las ceremonias continuaban. Vilca, desfalleciente, la cabeza caída sobre el pecho, lloraba su infortunio.
Corrió Ancali a librarla de las ligaduras y cuando ya la creyó salvada, una lluvia de flechas partió del grupo de verdugos de la hermosa y dulce Vilca.
Decididos, respondieron al ataque los jóvenes guerreros de Ancali y cuando descontaban la victoria, un grito angustioso de éste les indicó que su jefe había sido alcanzado por alguna flecha enemiga.
Así era en efecto. De la cabeza del intrépido muchacho manaba abundante sangre que Vilca trataba de restañar con sus manos cariñosas.
La vida huía por la herida abierta y Ancali comenzó a desfallecer.
Angustiada, un gemido brotó de la garganta de la infortunada doncella que se abrazó a su prometido como queriendo infundirle la energía que le faltaba.
Ese fue el momento que quiso aprovechar Suri para apoderarse de los jóvenes; pero cuando ya creyó tenerlos a su alcance, debió sufrir la más cruel de las derrotas.
Los cuerpos de Vilca y de Ancali se achicaron y perdieron su forma humana tomando, en cambio, las de dos hermosos pajaritos grises, cuyas cabecitas blancas estaban adornadas con un llamativo penacho rojo, tan rojo como la sangre que manaba de la herida que la flecha traicionera causó a Ancali.
Aun así, Suri quiso tomarlos, pero las dos avecillas, abriendo las alas echaron a volar hasta posarse, muy juntas, en la rama de un tarco para entonar desde allí una melodía muy dulce, conjunción de amor y libertad que pobló los aires con armonías de cristal.
No desesperó el malvado Suri, y tomando el arco y las flechas arrojó una a las avecillas. Pero la flecha arrojada se volvió contra el hechicero, incrustándose en su corazón y terminando con un ser tan perverso que sólo causó males entre los que le rodearon.
Mientras, desde la rama del tarco en flor, llegaba el canto alegre de las nuevas avecillas…
La luna continuaba enviando a la tierra sus rayos de plata.
En esta forma, dicen los calchaquíes, nacieron los cardenales, que así acrecentaron el número de las aves que regalan nuestra vista y deleitan nuestros oídos con las más exquisitas melodías.(*)

(*) Versión abreviada y modificada parcialmente de la versión procedente de la Biblioteca “Petaquita de Leyendas”, de Azucena Carranza y Leonor M. Lorda Perellón, Ed. Peuser, Bs. As. 1952 y de “Antología Folklórica Argentina”, del Consejo Nacional de Educación, Kraft, 1940.

LA LEYENDA DEL ALGARROBO

LA LEYENDA DEL ALGARROBO

El algarrobo es un árbol con fuerte presencia en Argentina. El ejemplar que aparece en la fotografía de arriba posee más de cinco siglos y se encuentra en la localidad de Purmamarca, en la Quebrada de Humahuaca, en la provincia argentina de Jujuy. Bajo sus ramas, en el siglo XVl, el cacique Viltipoco y otros jefes se conjuraron para resistir al español, conformando un ejército de 10000 guerreros. Una de las estrategias urdidas por el cacique fue simular una conversión al cristianismo para acercarse al enemigo y estudiarlo antes de atacar. Y fue también allí, bajo el árbol, que Viltipoco fue sorprendido mientras dormía, víctima de una traición. Así lo recuerda una placa al costado del tronco.

Pero en el imaginario de las leyendas el algarrobo puede vincularse con la vida y la fertilidad más que con la guerra. Este es el caso de la leyenda del algarrobo nacida en el norte argentino que le presentamos ahora en Temakel.

LA LEYENDA DEL ALGARROBO
Era en tiempos de los Incas.
Los quichuas adoraban con las principales honras a Viracocha, señor supremo del reino. También adoraban a Inti, a las estrellas, al trueno y a la tierra.
Conocían a esta última con el nombre de Pachamama, que es como decir “Madre Tierra” y a ella acudían para pedir abundantes cosechas, la feliz realización de una empresa, caza numerosa, protección para las enfermedades, para el granizo, para el viento helado, la niebla y para todo lo que podía ser causa de desgracia o sinsabor.
Levantaban en su honor altares o monumentos a lo largo de los caminos.
Los llamaban apachetas y consistían en una cantidad de piedras amontonadas unas encima de las otras, formando un pequeño montículo.
Allí se detenía el indio a orar, a encomendarse a la Pachamama, cuando pasaba por el camino al alejarse del lugar por tiempo indeterminado o simplemente cuando se dirigía al valle llevando sus animales a pastar.
Para ponerse bajo la protección de la Pachamama, depositaba en la apacheta, coca, o cualquier alimento que tuviera en gran estima, seguro de conseguir el pedido hecho a la divinidad.
Respetuoso de la tradición y de las costumbres, el pueblo quichua jamás había olvidado sus obligaciones hacia los dioses que regían sus vidas.
Pero llegó un tiempo de gran abundancia en que los campos sembrados de maíz eran vergeles maravillosos que daban copiosa cosecha, la tierra se prodigaba con exuberancia y la ociosidad fue apoderándose de ese pueblo laborioso que, olvidando sus obligaciones, abandonó poco a poco el trabajo para dedicarse a la holganza, al vicio y a la orgía.
Se desperdiciaba el alimento que tan poco costaba conseguir, y con las espigas de maíz, que las plantas entregaban sin tasa, fabricaban chicha con la que llenaban vasijas en cantidades nunca vistas.
Fue una época sin precedentes.
El vicio dominaba a hombres y mujeres. Ellos, en su inconsciencia, sólo pensaban en entregarse a los placeres bebiendo de continuo y con exceso, comiendo en la misma forma y danzando durante todo el tiempo que no dedicaban al sueño o al descanso.
Los depósitos repletos proveían del alimento necesario y nadie pensó que esa fuente, que les proporcionaba granos y frutos en abundancia, se agotaría alguna vez.
El desenfreno continuaba y nada había que llamara a ese pueblo a la reflexión y a la vida ordenada y normal.
Llegó la época en que se hacía imprescindible sembrar si se pretendía cosechar, pero nadie pensaba en ello.
Inti, entonces, al comprobar que el pueblo desagradecido olvidaba los favores brindados por la Pachamama, queriendo darles su merecido, resolvió castigarlos.
Con el calor de sus rayos, que envió a la tierra como dardos de fuego, secó los ríos y lagunas, los lagos y vertientes y, como consecuencia, la tierra se endureció, las plantas perdieron sus hojas verdes y sus flores, los tallos se doblaron y los troncos y las ramas de los árboles, resecos y polvorientos, parecían brazos retorcidos y sin vida.
En los géneros aún quedaban alimentos, y en los cántaros, chicha. ¿Qué importancia tenía, entonces, para esas gentes, que las plantas se secaran y que el río hubiera dejado de correr, y seco y sin vida, mostrara las paredes pedregosas de su lecho?
Mientras durara la chicha no podría desaparecer la felicidad ni la alegría.
Pero un día llegó en que, con asombro, comprobaron que los graneros no eran inagotables y que, para servirse de sus granos y de sus frutos, era necesario depositarlos primero. El alimento comenzó a escasear, y con ello las penurias, la miseria y el hambre hicieron su aparición.
Recapacitaron entonces los quichuas, decidiendo volver a trabajar los campos y a sembrarlos.
Pero el castigo de Inti no había terminado y la tierra, cada vez más reseca y dura, no se dejaba clavar los útiles con que pretendían labrarla, y así era imposible poner la semilla. La desolación y la miseria fueron soberanas de ese pueblo que, en un instante, olvidó las leyes de sus dioses y sus obligaciones con la vida.
Los animales, flacos, sin fuerzas, morían en cantidad y parecía mentira que esos campos, que al presente se asemejaban al más desolado de los páramos, hubieran podido ser, alguna vez, praderas alegres cubiertas de hierbas y de árboles o de extensas plantaciones de maíz, en las que los frutos se ofrecían generosos.
Los niños, pobres víctimas inocentes de los pecados y de la disipación de los mayores, débiles, flacos, con los rostros macilentos, los ojos grandes y desorbitados, verdaderos exponentes de miseria y de dolor, sólo abrían sus bocas resecas para pedir algo que comer. Los más débiles morían sin que nadie pudiera hacer algo por ellos.
El sol caía a plomo. De una de las casas de piedra que se hallaban en los alrededores de la población, una mujer salió, corriendo desesperada.
Era Urpila que, enloquecida porque sus hijos morían de hambre y de sed , arrepentida de las faltas cometidas en los últimos tiempos, demostrando a todos su vergüenza, su pecado y su olvido de Inti y de la Pachamama, corría a la primera apacheta del camino a pedir protección a la Madre Tierra y a depositar su ofrenda de coca y de llicta, últimas porciones que había podido conseguir.
Llegó a la apacheta y, casi sin fuerzas, comenzó a implorar:
Pachamama,
Madre Tierra,
Kusiya… Kusiya…
Lloró y se desesperó ante el altar de la diosa, prometiendo enmienda y sacrificios.
Extenuada, sin fuerzas para continuar, se sentó en el suelo, apoyando su cuerpo cansado en el tronco de un árbol que crecía a pocos pasos y cuyas ramas secas parecían retorcerse en el espacio.
Tan grande era su fatiga, tanta su debilidad, que, vencida, bajó la cabeza y no tardó en quedarse profundamente dormida.
Tuvo sueños felices. La Pachamama, valorando su arrepentimiento, llenó su alma de visiones de esperanza y acercándose a ella, con toda la grandeza que como diosa le concernía, le habló generosa:
No te desesperes, mujer. El castigo ha dado sus frutos y el pueblo, arrepentido como tú misma de su ocio y desenfreno, retornará a su existencia anterior, que es la justa, la verdadera. La vida renacerá sobre la tierra que volverá a brindar sus frutos y su belleza.
Cuando despiertes, y antes de irte, abre tus brazos y recibe las vainas que ha de regalarte este “Arbol”, desde hoy sabrás. Que las coman tus hijos y los hijos de otras madres, que con ellas calmarán su hambre y apagarán su sed. Tu humildad y tu arrepentimiento han hecho posible este milagro que Inti realiza para ti.
Cuando Urpila despertó, creyó morir, tal era su decepción. El aspecto de la tierra en nada había variado y la visión había desaparecido.
Se convenció de que su sueño había sido sólo eso: un sueño. Pero, recapacitando, volvieron a su mente las palabras de la Pachamama y recordó al “Arbol”.
Levantó entonces sus ojos hacia las ramas que parecían secas, y tal como la diosa lo anunciara, las vainas doradas se ofrecían a su desesperación como una esperanza de vida.
Cambió en un instante su estado de ánimo dándole fuerzas extraordinarias. Se levantó ansiosa y cortó… cortó los frutos generosos hasta que entre sus brazos no cupieron más.
Entonces corrió al pueblo, hizo conocer la nueva y todos se lanzaron a buscar las milagrosas vainas color castaño, mientras ella repartía entre sus hijos el tesoro que encerraban sus brazos de madre y que le había concedido la Pachamama.
El pueblo volvió a la vida y veneró desde entonces al “Arbol Sagrado” que fue su salvación y que ha partir de ese día les brinda pan y bebida que ellos reciben como un don.
Ese árbol venerado es el algarrobo, que tiene la virtud, además de las nombradas, de ser, en tiempos grandes sequías, el único alimento de los animales. (*)
(* ) Leyenda recopilada por Leonor Lorda Perellón.

LA LEYENDA DEL YAGUARETE

LA LEYENDA DEL YAGUARETE

En la imaginacion infantil de los indios, el tigre, con su ferocidad, su cautela, sus ataques imprevistos y los estragos que su hambre causa, debió producir fenónemos curiosos de pensamiento.

El terror que infunde este terrible carnicero y las múltiples formas en que se presentan sus fechorías, siempre bajo variadas sorpresas, la mayor parte de las veces con seguro éxito de victimas mas o menos indefensas, como consecuencia lógica el suponerle condiciones intelectualidad superior entre los demás animales.

Y como sus actos de tigre son muy semejantes a los indios ejecutan en sus lides sangrientas, ya de caza o de guerra, nada más natural que lo comparadsen, dándole por esta razón un origen humano en sus mitos y leyendas.

Los antiguos peruanos, al decir de Zárate (Agustín de Zárate, Historia del descubrimiento y conquista del Perú, libro I, capítulo X), creían que Pachacama Pachacamac), cuando apareció por el lado del mediodía, transformó los habitantes de que estaba poblada la tierra creados anteriormente por Con, en pájaros, monos, patos, osos, leones, loros y diversas clases de pájaros que hoy viven allí, con el objeto seguramente de dar lugar a nuevos habitantes que esta deidad creó seguramente por su voluntad.

Aunque este autor no lo diga, es de suponer que también los hubiera transformado en tigres, desde el momento en que cita a los dos felinos: el gato y el león, y además otro animal carnívoro como lo es el oso.

Si tomamos a Garcilaso (Historia de los Incas del Perú), encontraremos, en cambio, muchos indios que se creían, a su vez, descendientes de los tigres y otros amimales, etcétera, como puede verse en el siguiente párrafo que se halla en su libro I, capítulo VIII:

“Y ciertamente, no hay indio que no se jacte con tan poco honor, que no se diga ser descendiente de la primera cosa que se le ocurra en su fantasía, como ser, por ejemplo: de una fuente, de un río, de un lago, de la mar, de los animales más feroces, como son los leones y los tigres, etcétera”.

En esta creencia, como puede verse fácilmente, se da a dichos animales, como a los demás, un rol de procreadores, que supone la idea de la leyenda citada por Zárate.
Es fácil que, o Garcilaso, en su fanatismo cristiano oyera mal, o que, con los años y las nuevas doctrinas, esta leyenda hubiera comenzado a evolucionar o a dispersarse contusamente en los que la refirieron, como sucede muy frecuentemente en muchas otras.

De cualquier modo, aquí también tenemos la metamorfosis del tigre en hombre, fácilmente reducible a la Zárate, más vieja: del hombre en tigre.

En los valles calchaquíes de la provincia de Catamarca y aun de Salta, los tigres infunden un terror supersticioso, no tanto por su ferocidad sino porque existe la creencia de que los uturuncos, como allí se los llama, son personas transtormadas en estos carniceros, y como prueba de ello citaré los siguientes párrafos del distinguido americanista Samuel A. Lafone Quevedo, maestro en estas materias (“Londres y Catamarca”, cartas a la Nación 1883-84-85, pp. 255 y 256, Imprenta y Librería de Mayo), al hablar de la fiesta del Chiqui: “Aquí me permito sugerir una razón porque el surí (avestruz) no contribuyese con su cabeza al sacrificio del Chiqui. Aquellos indios creían que tenían la facultad de tomar la forma de animales; sería por eso que respetaban al avestruz, surí o xurí, recelosos de que alguno de su gente pudiese hallarse a la sazón revestido del ave aquella.

“Hasta el día de hoy el pueblo bajo de todos aquellos lugares cree que muchos de los tigres (urturuncos) son hombres transformados y para ellos el que los caza tiene algo de non sancto; cuando la fiera llega a marcar como dicen, a su cazador, parece que causa cierto placer a los que oyen o comentan el lance”.

Como puede verse, aquí háblase también de la metamorfosis del hombre en tigre, bien terminantemente explicada. Si abandonados la región occidental quichua-calchaquí y nos dirigimos hacia la oriental, guaraní, veremos con sorpresa campear las mismas creencias con respecto a estas curiosas metamorfosis que se producen en la superstición y en la leyenda de idéntico modo.

Los cainguá del Alto Paraná, cuando ven algún tigre cerca de una tumba, creen que no es más que el alma del muerto que se ha reecarnado en dicho animal, y no faltan viejas que con sus gritos y exorcismos tratan de alejarlos.

Los guayanás de Villa Azara creen también en la metamorfosis en vida de algunas personas, y más de una vez han creído, al encontrarse con uno de esos felinos, que no era otro que mi buen amigo don Pedro de Anzoategui, antiguo vecino de allí a quien respetaban mucho y por el cual tienen un cierto terror supersticioso hasta el punto de llamarlo Tata Aujá, es decir: “el que come fuego”.

Si a esto pudiera ohservarse que no es un dato rigurosamente etnológico, puesto que quizás hubieran mediado circunstancias especiales ajenas a sus creencias, como ser sugestiones, etcétera, no hay que olvidar que los guayanás o guaraníes y que la herencia de sus supersticiones no ha hecho otra cosa que revivir en este caso, como se verá, por lo que sc refiere de las mismas más adelante.
En la provincia dc Entre Ríos, habitada antiguamente por la nación minuana, que creo haya sido guaraní, se conserva también una leyenda que se pudo recoger sobre la reencarnación del alma de un hombre en tigre negro.

Naturalmentc, con el transcurso del tiempo esta leyenda se ha modificado mucho, pero en el fondo de ella, se ve que es del más puro origen indio.
“Cuentan los viejos que sobre la costa del río Gualcguay vivía un hombre muy bueno.
“Cierta noche fue avanzado por una partida de malhechores que sin piedad lo asesinaron para robarle.
“Poco tiempo después, entre los pajonales del río, un enorme tigre negro salió al encuentro de uno de los malhechores que iba acompañado de otros vecinos, y dirigiéndose a él lo mató de un zarpazo, sin herir a los otros.

“Este tigre negro, con el tiempo, concluyó por matar a todos los asesinos del finado, entresacándolos siempre de entre muchas otras personas, sin equivocarse, lo que dio lugar a que se creyera que el tigre negro no era sino la primera victima que así se transformó para vengarse de ellos.

Pero, la leyenda más curiosa es la del Yaguareté-abá, exactamente igual a la de los hechiceros uturuncos, citada por el señor Lafone Quevedo.
En Misiones, Corrientes y Paraguay es fácil oír hablar de los Yaguaretés-abás, los que creen sean indios viejos, bautizados, que de noche se vuelven tigres a fin de comerse a los compañeros con quienes viven o cualesquiera otras personas.

La infiltración cristiana dentro de esta leyenda se nota no sólo en lo de bautizado sino también en el procedimiento que emplean para operar la metamorfosis.
Para esto, el indio que tan malas intenciones tiene se separa de los demás, y entre la oscuridad de la noche y al abrigo de algún matorral, se empieza a revolcar de izquierda a derecha, rezando al mismo tiempo un credo al revés, mientras cambia de aspecto poco a poco.
Para retornar a su forma primitiva hace la misma operacion en sentido contrario.
El Yaguarcté-abá tiene el aspecto de un tigre, con la cola corta, casi rabón, y como signo distintivo presenta la frente desprovista de pelos.
Su resistencia a la vida es muy grande y la lucha con él es peligrosa. Entre los innumerables cuentos que he oído, referire el siguiente:

En una picada, ccrca del pueblo Yuti (República del Paraguay), hace muchos años existía un feroz Yaguarete-abá que había causado innumerables víctimas.
No faltó un joven valeroso que resolvió concluir con él, y después de haber hecho sus promesas y cumplido con ciertos deberes religiosos, se armó de coraje y salió en su busca.

Algo tarde sc encontró con el terrible animal a quien atropelló de improviso hundiéndole una cuchillada.
El Yaguareté-abá disparó velozmente, siguiéndole nuestro caballero matador de monstruos, por el rastro de la sangre, basta dar con él en la entrada de una gruta llena de calaveras y huesos humanos roídos.
Allí se renovó la lucha y, puñalada tras puñalada, se debatían de un modo encarnizado, sin llevar ventaja. Ya le había dado catorce, por cuyas anchas heridas manaba abundante sangre, cuando se acordó de que sólo degollándolo podría acabar con él.
Con bastante tral ijo consiguio separarle la cabeza del cuerpo, de conformidad con el consejo que le habían dado, y sólo entonces pudo saborear su triunfo definitivo.

Estas dos leyendas: la de los hechiccros uturuncos de Catamarca y la del Yaguareté-abá del Paraguav, tan iguales y a tanta distancia una de la otra y creídas por gentes de tan diverso origen, hacen una vez más creer, y con razón, en la existencia de invasiones prehistóricas seguramente hacia el oeste, por el pueblo guaraní, que por lo demás casi está probado fue el introductor del sistema de enterrar en urnas funerarias en esa parte de la República, como también se ve en lo que dice Montesinos, que hordas guaraníticas (mejor dicho brasileras) invadieron la región Perú-Andina.

Revisando la obra de Wiener, mucho más me han llamado la atención los tres cántaros representando cabezas humanas con aspecto feroz y lo más curioso es que todas poseen caninos de tigre bien pronunciados; además, las figuras en la pan inferior del adorno colocado sobre las orejas muestra unas cabezas apenas bosquejadas, pero con boca triangular, que les da semejanza a la de los tigres. Estos accesorios felinos en la figura humana, no habrían tenido algo que hacer con la idea de los hechiceros uturuncos?

Esto no tendría nada de extraño si se tiene en cuenta que el culto del tigre en las provincias peruanas no escaseaba, según los dat que trae Garcilaso en la obra citada, y que son:

“El culto del tigre se hallaba en auge en la región de la provincia de Mauta y Puerto Viejo; en este último punto no sólo adoraban a estos animales sino que no dejaban de prosternarse de rodillas cuando se encontraban con ellos y se dejaban matar miserablemente porque los creían dioses” ( libro I, capítulo IX).

Los feroces, bárbaros y guerreros habitantes del Churcupí (libro IX, capítulo VIII) y entre los anti (libro IV, capítulo XVII) también lo adoraban.

En la isla de Puna (libro IX, capítulo IV), en Tumpiz o Tumbez (libro IX, capítulo II) y en la provincia de Karanque (libro VIII, capítulo VII), y en la época de los conquistadores del inca Huayna Capac, les hacían sacrificios humanos.

En el valle de Calchaquí no es extraño que en una época del culto del tigre ocupara un lugar importante en su religión y para afirmar esto no solo me atengo a las leyendas que aun hoy subsisten sino también a la cantidad de objetos de alfarería representado a este animal, que se exhumaron en estos valles.

Además, en el hecho de que en una de las grutas pintadas el grupo de Carahuasi bailamos muchas figuras representando tigres.

Estas representaciones de tigres en las piedras, grutas y objetos de alfarería no es difícil que sean una prueba de ese culto.

La metempsicosis del alma del hombre al tigre, y viceversa, es común entre las diversas tribus americanas.

El señor Julio Kosbowski, “Algunos datos sobre los indios bororós” (Revista del Museo de La Plata, tomo VI, pp. 375 y siguientes) del Alto Paraguay, trae los siguientes datos sobre las supersticiones en estos indios que se refieren al tigre:

Según él los bororós tienen una danza especial que llanan del tigre.

Uno de ellos, adornada la cabeza con plumas de guacamayo coloradas, cubierta la cara con una máscara hecha con las hojas tiernas del cogollo de la palmera, que la oculta completamente, y tambien el cuerpo y los miembros con dichas franjas de manera que no se vea lo que cracteriza al cuerpo humano, con collares de dientes de tigre en el pecho y con cascabeles en los pies, de ciervos y pecarís, y llevando sobre las espaldas un cuero de tigre abierto como una plancha, con el pelo afuera y su interior pintado con algunas figuras geométricas, representa el alma del tigre furioso, muerto por el mismo que se le había metido adentro y cuya presencia se manifiesta por saltos y movimientos furiosos en el cuerpo del hombre, los que procura conjurar otro bororó, el médico de la aldea, secundado por algunos ancianos.
La danza consiste en que hombres y mujeres se pongan en hilera detrás del indio, saltando con las manos levantadas y los brazos abiertos y llevados a la altura del hombro, las piernas algo encorvadas, saltando siempre de un lado al otro con el cuerpo también encorvado al son del canto en voz baja del médico, con acompañamiento de calabazas o porongos de baile.
Estos mismos indios, cuando se preparan para la caza, empiezan por observar ciertas ceremonias que consisten principalmente en no dormir con sus mujeres cuatro días antes de salir a la caza del felino. En este intervalo comienzan por pintarse la cara con urucú y preparan sus flechas al calor del fuego para endurecer las fibras de la tacuara.
En ninguna circunstancia les es permitido a las mujeres tocar las puntas de las flechas, pues el indio cree que con su contacto pierden su fuerza de penetración y que les traería desgracias.
Cuando vuelven de la caza con un jaguar, tiene lugar esa noche el baile del tigre, que se diferencia del ya desripto en que las mujeres lamentan y lloran con gran excitación para conjurar y reconciliar el alma del tigre; de otro modo no lo apaciguarían, lo que causaría la muerte del cazador.

El jaguar está representado en el baile por el mismo indio que le ha dado muerte, haciendo el papel del tigre furioso y reclamando venganza.

Además, el medico y otros viejos bororós tratan de conjurar el alma del animal con cantos monótonos, que producen una sensación penosa al que los escucha; al mismo tiempo que bailan formando medio círculo frente al cazador, llevando en sus manos porongos de baile que hacen sonar al terminar cada período.

Con pequeños descansos continúan el baile durante largas horas hasta que quedan rendidos, terminado lo creen ya reconciliada el alma y quedan tranquilos respecto del porvenir.

Lo más curioso es que estas mismas costumbres son propias de los guaraníes del tiempo de la conquista española, como me parece haberlas hallado en los siguientes datos:

El padre Guevara, en la primera parte del libro I, al hablar de las supersticiones de los guaraníes dice que sus hechiceros se preciaban de ser visionarios diciendo que habían visto al demonio en traje de negrillo y con apariencia y figura de tigre o león, y adelantaban que él les comunicaba arcanos ya ominosos y terribles, ya prósperos y felices.

Más tarde describe las ceremonias de estos hechiceros con estas palabras:
“Estos hechiceros tienen por lo común dos o tres familiares complices de sus iniquidades, terceros de sus artificios y diestros de las voces y bramidos de los animales. Ligados con el sacramento del sigilo, no descubren la verdad, so pena de privación de oficio y de malograr el estipendio y gajes de la mesa capitular. Cuando llega el caso en que el hechicero ha de consultar al diablo, como ellos dicen, sus familiares, que hacen el oficio de sacristanes y sacerdotes, se ocultan en algún monte, en cuya ceja se percibe alguna chozuela, que hace las veces de trípode, y el oficio de locutorio.
“Para el día prevenido se junta el pueblo pero no se le permite acercarse para que no descubra el engaño y quede conformado en su vano error y ciega presunción.
“El hechicero, bien bebido, y alegre con los espíritus ardientes de la chicha, saltando y brincando junto a la chozuela, invoca al diablo para que venga a visitar al pueblo y revelarle los arcanos futuros. Cuando todos están en espectación aguardando la venida del demonio, resuenan por el monte los sacristanes y sacerdotes disfrazados con pieles, simulando los bramidos del tigre y voces de los animales. En este traje que el pueblo no discierne, por estar algo retirado, entran en la chozuela, y aquí del diablo y sus sacristanes.

“Éstos, en grandes confusión y vocerío infernal, imitando siempre las expresiones de animales, empiezan a erutar profesías y sacar vaticinios sobre el asunto que desean los circunstantes.
“De la boca de ellos pasa a la del hechicero, y éste con grandes gestos, arqueando las cejas con espantosos visajes, propala al pueblo los pronósticos y vaticinios. El pueblo vulgar, incapaz de reflexión ni examen, arrebatado de ciega persuasión, los admite como oráculos del diablo, quedando en error casi invencible, de que el diablo es quien habla al hechicero y que éste es fiel relator de sus predicaciones.

“Este es el origen admitido entre los indios, y abrazados entre los escritores, de las operaciones diabólicas y de los fingidos hechiceros. Este es el fundamento de aquel terror pánico que tienen los indios al acercarse a la chozuela y trípode, recelando insultos feroces y despiadadas acometidas del tigre, cuyos bramidos imitan los sacristanes, sus familiares, para persuadir al vulgo que es el demonio transfigurado en infernal bestia el que les habla”.
¿No habrá descripto en esto el buen padre Guevara alguna ceremonia parecida al baile del tigre de los boróes, que hemos tornado del trabajo de Koswlosky y que en su celo cristiano la haya interpretado según su modo de ver?

De cualquier modo, con esta descripción de Guevara tenemos también la creencia de la metamorfosis o de una forma de metempsicosis del tigre al hombre, fácilmente también reducible a la del hombre al tigre.
Si deseamos saber a qué época correspondió esta leyenda entre los calchaquíes, tenemos forzosamente que referirnos a muy remotos tiempos y es posible que haya sido introducida en estas regiones por hordas guaraníticas, como las que menciona Montesinos, las cuales seguramente traían sus hechiceros, como los citados por el padre Guevara y Koswlosky, que con sus ceremonias inculcaron en la mente de ese pueblo la idea de los humanos uturuncos. Tanto más, en la región central y norte de la República, existe otra leyenda que llena satisfactoriamente la laguna que hasta ahora se habrá notado en la región quichua-calchaquí y guaraní.
Esta leyenda es un verdadero trait d’union entre ambas, pues conserva, como intermediario, algunos datos de inapreciable valor.
Me refiero a la leyenda del tigre capiango, que me había sido referida por el distinguido poeta argentino Leopoldo Lugones, y que es común en el norte de Córdoba, en Tucumán y Santiago del Estero.
Refiere la tradición qu dos hermanos vivían en el bosque, en un ranchito, ocupándose de las faenas propias del mismo. Por aquella época apareció en las inmediaciones un tigre cebado en carne humana, que hacía muchas víctimas, al cual no podía rnatarse pues, cuando se le disparaban tiros, erizaba los pelos y balas resbalaban sobre ellos.
Uno de los hermanos observó con sorpresa que las apariciones del felino coincidían exactamente con las desapariciones del otro hermano y, naturalmente, esto lo puso en cuidado, resolviendo observarlo con sigilo.

En una de las salidas, éste lo siguió y pudo ver que, llegando su hermano a cierta parte del monte, descolgaba de un árbol un gran bulto que contenía un frasco de sal y un cuero de tigre que extendía en el suelo.

Luego, tomando tres ranos del frasco los comía y en seguida, revolcándose sobre la piel, se transformaba en terrible fiera.
Temiendo lo desconociese, se retiró; pero, al siguiente día, se fue al monte y tomando el bulto, con el trasco y la piel, los echó al fuego para que su hermano no pudiese continuar en sus felinas andadas.

Vuelto a la casa encontró a su hermano muy enfermo, casi agonizando, quejándosele de su acción y diciéndole que a causa de ella se moría, pero que si quería salvarlo aún, le trajese del monte un pedacito del cuero del tigre, pues ese sería su único remedio.

Al oír esto, el hermano compadecido volvió al monte y, recogiendo el fragmento pedido, tornó presuroso a su casa, pero en cuanto se la entregó, el enfermo, echándose sobre la espalda el resto del cuero, se transformó repentinamente otra vez en tigre y, dando un salto prodigioso, se perdió en el bosque hasta ahora.

La función que en esa metamorfosis desempeña la piel de tigre es tan importante que nos hace ver con claridad el origen puramente guaraní de la leyenda, y si no tómese el origen natural de los datos aquí recopilados y veremos que los sacerdotes guaraníes al ejercer sus prácticas con pieles de tigres sobre sus espaldas han ido dejando, al pasar por las regiones invadidas por las hordas a que han pertenecido, un recuerdo cada vez más confuso de ellas, pero que impresionando vivamente la imaginación popular de las tribus subyugadas, adquirieron una forma de creencia real en la metamorfosis posible del hombre al tigre, cuando en su origen no se trata más quc de simples ceremonias de carácter fetichista.
Éste, como otros datos, nos prueban una vez más la invasión guaraní en la región quichua-calchaquí.
Terminado este trabajo, se me ocurre una sospecha: la voz quechua yaguar-sangre, ¿no tendrá algo que ver con el guaraní yaguá tigre, que se ha transformado en castellano en jaguar?
A propósito de esto no está de más transcribir lo que dice el señor Vicente F. López en sus Razas arianas del Perú (pág. 404, apéndice II) al hablar del Inca XCVI de la cronología Montesinos:
XCVI- Inca Yaguar Huakkak. Se ha traducido este nombre como llorón de sangre o llora sangre; pero significa también tigre llorón o el llorón sanguinario. Para explicar la primera etimología se ha dicho que tenía una enfermedad a los ojos.

“Esta sería una explicación como cualquier otra, pero tiene la apariencia de haber sido hecha premeditadamente. Tenemos que observar que, en general, las razas felinas de América y sobre todo los jaguares, cuando se ven arrinconados o acosados, dejan escapar de sus ojos un líquido parecido a lágrimas: de aquí la creencia popular de que lloran hipocresía, buscando conmover al cazador, excitando una compasión que jamás sienten hacia sus víctimas. De esto viene que llaman tigres llorones (yahuar huakkak) a los grandes hipócritas que engañan para matar.

“La historia de la captura de Pyrhuá que lleva este nombre, los llantos que derramó hasta su liberación y la venganza que ejerció con sus enemigos, me deciden a presentar esta conjetura: huakkani no significa sólo llorar, sino llorar sangre” (*)

(*) Fuente: Juan B. Ambrosetti. “La leyenda del Yaguarté-Aba”, en Supersticiones y leyendas, Buenos Aires, Emece, pp.68-81.

EL PUENTE DEL INCA Y SU LEYENDA

EL PUENTE DEL INCA Y SU LEYENDA

El Puente del Inca se halla en la Cordillera de los Andes, en la provincia de Mendoza, en la República Argentina. Su longitud es de 47 metros, su ancho de 28 mts. Se extiende sobre el Río Las Cuevas. Este muy conocido puente natural de piedra se llama “del inca” porque se cree que la realeza inca descendía con frecuencia hasta a él, para beneficiarse con sus medicinales aguas termales. Debajo del puente, se encuentra una pileta donde fluyen las tibias y terapéuticas aguas. En las proximidades, se halla el Cerro Los Penitentes, llamado así porque sus paredones de piedra, observado desde lejos, se parecen a enormes monjes en procesión. Antiguamente las fuentes termales eran muy concurridas, especialmente durante la temporada que se prolongaba desde el 10 de noviembre hasta el 30 de abril. Un hotel cercano, fue destruido por un gigantesco alud de nieve al promediar la década de los años ’60. Desde el puente, se despliegan cortinas de hielos, y otras composiciones minerales, que componen superficies jaspeadas por diversos colores. Entre las variadas tonalidades emergen también estalacticas. Algunas mañanas, el puente se baña con tonalidades doradas. Su luz reflejada en la nieve y el agua esculpe etéricos arcos iris. La tierra emana entonces visos de fantasía. Esta geografía motivó así su sacralización por los indios. La imaginación indígena concibió que el puente debía tener un origen divino. De esta manera surge la Leyenda del Puente del Inca que ahora compartimos con ustedes aquí, en este momento de Temakel.

LA LEYENDA DEL PUENTE DEL INCA

Estaba ya próximo el fin del Inca del Imperio, y su sucesor, su único hijo, se encontraba gravemente enfermo. El pueblo, que sentía adoración por el futuro monarca, elevaba sus ruegos al dios Inti (Sol), a Mama-Quilla (la Luna) y a todos los dioses, haciendo sacrificios en su honor por la salud del enfermo. Pero ni los médicos del imperio ni las súplicas del pueblo devolvían la salud al inteligente y bondadoso príncipe. Si éste llegaba a morir, desaparecía con él uno de los más poderosos Incas del Imperio, que habría de gobernarlos con verdadera sabiduría y justicia. El temor de su muerte llenó de tristeza al pueblo, que no cesaba de interrogar a los dioses cuál era el remedio eficaz para salvar la vida al futuro monarca. Al fin consultaron a los Amautas (filósofos), y ellos dijeron que el príncipe recuperaría la salud, si se bañaba en unas aguas de maravilloso poder que existían en regiones del continente muy apartados. En efecto: sabían que en unos lugares lejanos, en dirección al sur, entre las rocas de los cerros de la cordillera, brotaba el agua buena que curaba a los enfermos de todos sus males. También aseguraron que para llegar a esas fuentes, había que recorrer largas distancias, atravesar desiertos y escalar montañas. Los sacerdotes, los sabios y los médicos decidieron el viaje del príncipe a tan lejanas regiones, y sin pérdida de tiempo comenzaron los preparativos para realizarlo. En una mañana de sol, luminosa y clara, partió del Cuzco, en dirección al sur, la larga caravana de viajeros que había de conducirlo hasta las fuentes de las que brotaba el agua salvadora. Acompañaban al príncipe, los nobles, sabios, sacerdotes y médicos. Los seguía una recua de llamas cargadas con víveres todo lo necesario para tan largo viaje. Muchas lunas duró la travesía. Montañas abruptas, valles tranquilos, campos desiertos, verdes praderas, ríos, arroyos pasaron ante los ojos de la larga caravana que, llena de asombro, admiraba cuadros maravillosos en los que la Naturaleza parecía haber reunido toda su grandeza y esplendor. Durante la noche veían las montañas como si fueran espectros gigantescos, y oían salir de las montañas como si fueran espectros gigantescos, y oían salir de las entrañas de la tierra y de los precipicios, roncos acentos que el eco repetía como voces misteriosas en la inmensidad del espacio. Llegados a cierto lugar, se quedaron los indios maravillados ante la imponente majestad de uno de los colosos de la cordillera y exclamaron asombrados: ¡ Acon-Cahua! Esto, traducido de su idioma, el quichua, significa: “vigía o centinela de piedra”. Se encontraron ante nuestro grandioso Aconcagua, el pico más alto de nuestra cordillera y uno de los más elevados del globo. A poco andar, llegaron al fin, en los últimas horas de la tarde, a una quebrada en cuyo fondo corría encajonado un río torrentoso que bramaba entre las piedras de su profundo lecho. Se detuvieron; y el sonido estridente de la quepa (clarín) anunció que allí se encontraban las fuentes del agua salvadora. Pero esas fuentes estaban en el lado opuesto de la quebrada; la distancia que los separaba de ellas era demasiado grande y el camino inaccesible.

¡Creyeron desfallecer ante el obstáculo insalvable que se les presentaba! Pasaron allí la noche cavilando en el modo de llegar a las fuentes, mas al amanecer del día siguiente, les fue dado presenciar el hecho más maravilloso que imaginar podían. Cuando las primeras claridades de la aurora comenzaron a colorear la nieve de los montes vecinos, hubo un momento indescriptible en que, ante el asombro de los aborígenes, los picos helados parecieron inclinarse hacia la quebrada. Inmensos peñascos caían desde colosales alturas, al mismo tiempo que grandes trozos de hielo se desprendían de las cimas. Unidos unos y otros formaron un puente magnífico por el que podía llegarse sin dificultad a las fuentes del agua maravillosa. De este modo, el poder sobrenatural de los dioses acercó al príncipe de los Incas a las fuentes de las aguas buenas, las que le dieron la salud y la vida; y a su pueblo, la alegría y la calma. Así fue como la larga caravana que viajó desde el Cuzco regresó jubilosa, llevando en sus ojos la visión encantada de la grandeza sublime de nuestras montañas y el poder sobrehumano de sus dioses buenos. Los indios llamaron al puente maravilloso, el Puente del Inca. Cuentan que al acercarse la noche, cuando los cerros que la rodean se esfuman como envueltos en velos de suaves colores, una larga caravana de figuras extrañas parece cruzar de unos montes a otros, mientras que el cantar del agua de las cascadas rompe gozoso el misterioso silencio de las montañas inmensas. (*)

(*) Versión de la leyenda en página web sobre Puente del Inca.

El mito azteca de la creacion

Por los caracteres y escrituras y por relaciones de los viejos y de los que en tiempo de su infidelidad eran sacerdotes y papas, por lo que dijeron los señores principales a quienes se criaba en los templos y enseñaba la ley para que la difundiesen; juntos ante mí, con sus libros y figuras antiguas, muchas de ellas, untadas con sangre humana, relataron el inicio. Parece que tenían a Tonacatecuhtli, quien tuvo por mujer a Tonacacihuatl (conocida también como Xochiquetzal). Ellos fueron señor y señora de nuestra carne y se criaron en el decimotercer cielo, de cuyo principio no se supo jamás. Engendraron a cuatro hijos. El mayor, Tezcatlipoca rojo, nombrado así porque nació colorado. Los Uexotzinco y Tlaxcala, lo tenían por su dios principal y le llamaron Camaxtli. Al segundo hijo lo nombraron Tezcatlipoca negro, el peor de los tres porque fue el que más mandó y pudo porque nació negro en medio de todos los seres y cosas. Al tercero llamaron Quetzalcoatl, conocido también como “Noche y viento”., mientras que al último y más pequeño lo llamaron “Señor del Hueso” o “La culebra con dos Cabezas”, a quien los mexicanos tuvieron como su dios principal y denominaron Huitzilopochtli.De los cuatros hijos de la primera pareja (Tonacatecuhtli y Tonacacíhuatl), Tezcatlipoca negro era omnipresente, conocía todos los pensamientos y los corazones; así es que lo llamaron Moyocoya, cuyo significado es el de todopoderoso. Su hermano menor, Huitzilopochtli (dios del pueblo mexicano) nació sin carne, con los huesos desnudos. Así se mantuvo durante los seiscientos años de quietud entre los dioses, etapa en la que nada hicieron.

Pasado el largo período, los cuatro hijos de Tonacatecuhtli se juntaron para ordenar lo que habrían de hacer y la ley que tendrían. Convinieron en nombrar a Quetzalcoatl y Huizilopochtli para que impartieran las órdenes. Entonces, por comisión y parecer de los otros dos, hicieron el fuego, después medio sol que como no estaba entero alumbraba poco y luego hicieron al hombre -Oxomoco- y a la mujer llamada Cipactónal. Les dieron la orden de que no holgaran, sino que trabajaran siempre. A él lo mandaron a labrar la tierra mientras ella hilaba y tejía. De esta primera pareja humana nacieron los macehuales. Cipactónal recibió el don de la curación a través de ciertos granos de maíz que le fueron entregados por los dioses para la cura, las adivinanzas y hechicerías como acostumbran a hacer hoy día las mujeres.

Terminada su tarea con los primeros hombres, los dioses hicieron los trescientos sesenta días del año que dividieron en dieciocho meses de veinte días cada uno. Luego crearon a los dioses que habitaron el infierno: al “Señor del Inframundo” y a su señora, la “Señora del Inframundo”.Les llegó la hora de crear los cielos y comenzaron por el más alto, desde el decimotercero para abajo para continuar con la creación del agua en la que criaron a un pez grande que llamaron Cipactli, parecido al caimán. Se juntaron los cuatro hermanos (hijos de la primera pareja) y crearon a Tláloc y a Chalchiutlicue, quienes fueron dioses del agua, a los que se les pedía cuando tenían de ella necesidad. Como estaban los cuatro juntos, hicieron del pez Cipactli la tierra, a la cual llamaron Tlaltecuhtli, portándola como deidad, sostenida por el pescado que la había engendrado. Otros dijeron que la tierra fue creada por los dioses Quetzalcoalt y Tezcatlipoca, quienes bajaron a tierra a la diosa del cielo. Ella tenía las articulaciones completamente cubiertas de ojos y bocas con las que mordía como una bestia salvaje. Antes de que la bajaran había agua (que nadie sabe quién creó) sobre la cual la diosa caminaba. Cuando vieron esto, los dioses se dijeron: “Es necesario hacer la tierra”, y diciendo esto se convirtieron los dos en grandes serpientes. Transformados, una de las serpientes agarró a la diosa de la mano derecha y el pie izquierdo y la otra de la mano izquierda y el pie derecho, jalaron tanto que la partieron por la mitad. Con la parte de atrás de los hombros hicieron la tierra, y la otra mitad la llevaron al cielo.

Los otros dioses se enteraron y se enojaron mucho, entonces para recompensar a la diosa de la tierra por el daño que le habían hecho, los dioses descendieron todos del cielo y ordenaron que de ella salieran los frutos necesarios para la vida de los hombres: de sus cabellos hicieron los árboles y flores, de su piel las pequeñas hierbas y flores, de los ojos hicieron los pozos, las fuentes y las pequeñas cavernas, de la boca los ríos y grandes cavernas mientras que de los agujeros de la nariz y de los hombros, los valles de las montañas y las montañas mismas respectivamente. La diosa lloró algunas veces durante las noches, incansablemente. Quería comer corazones de hombres y únicamente callaba cuando se los daban; y sólo llevaba fruta si estaba rociada con sangre humana. (*)
(*) Versión de Andrés Manrique de Mitos y leyendas de los aztecas, incas, mayas y Muiscas; compilado por Walter Krickeberg; ed. Fondo de Cultura Económica.

Los niños occiosos (cuento quechua)

Tomado del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios de América; F.C.E., México 1994 pág.186
Coordinador: Federico Navarrete Linares.
Adaptación: Gabriela Rábago.
Ilustrador: Felipe Dávalos.
Sucedió una vez, hace años y años. Una viuda tenía tres hijos y cuando llegó el tiempo en que había que barbechar la chacra les ordenó:

    Vayan a disponer la tierra y les dio alimento para cuando tuvieran hambre.

    Los ni˜os llegaron a la chacra, pero en lugar de trabajar pasaron el día jugando.

    Cuando regresaron a su casa, mintieron a su madre:

    -Hemos terminado el trabajo.

    Pasados algunos días, la viuda les dijo:

    De seguro el barbecho está lleno de terrones. Así que también hay que hacer ese trabajo: vayan a desterronar.

    Los ni˜os fueron a la chacra, pero en vez de romper los terrones, de nuevo pasaron el día jugando. Sólo detuvieron su diversión para comer lo que su madre les había preparado. Al atardecer regresaron a su casa.

    -Toda la chacra está desterronada -volvieron a mentir a su madre.

    Al llegar la época de la siembra, la viuda dijo:

    -Ahora vayan a sembrar la papa

    y les dio las papas que debían plantar y su fiambre para almorzar. En la chacra, los muchachos no sólo se pusieron a jugar como era su costumbre, sino que asaron parte de las papas que debían sembrar e hicieron watía. El res to de las papas las aventaron como piedras con su honda.

    -Todas las papas han quedado sembradas -le volvieron a mentir a su madre, mientras cenaban.

    Pasó el tiempo; la viuda imaginaba que la papa ya estaría crecida. “Las plantas deben estar necesitando que se les ponga m s tierra”, pensó. “También habría que desyerbar”. Y envió a sus hijos a la chacra con esos encargos; pero ellos, en lugar de aporcar y desyerbar, pasaron el día mir ando otras chacras. Por supuesto, comieron y jugaron. Al atardecer, estos ni˜os ociosos entraron en una chacra ajena y robaron algunas papas.

    -Te las hemos traído para que veas lo bien que está nuestra chacra -dijeron a su madre al mostrarle las papas robadas.

    La mujer estaba contenta, besó las papas y sirvió la cena a sus hijos. Unas semanas después, les dijo:

    -Ya casi no tenemos qué comer. Quisiera ir yo misma a sacar un poco de papa nueva, pero no sabría cómo distinguir nuestra chacra.

    -Es fácil, mamá -le dijeron-. Es la mejor de todas.

    Enga˜ada de esa manera, la mujer llegó a los sembradíos, miró las chacras y escogía la mejor. Y se puso a escarbar… Había ya cosechado un montón de papas cuando apareció un hombre y empez&oac ute; a darle empellones.

    -¿Con qué derecho escarbas en mi chacra? -decía el hombre.

    -Estás equivocado: ésta es la chacra que han sembrado mis hijos -respondió la viuda.

    -Así que tú eres la madre de esos muchachos ociosos y ladrones -dijo el hombre-. Entérate de que tus hijos no han sembrado ni una papa. Cada vez que han venido aquí, no han hecho más que jugar y jugar.

    La mujer regresó llorando a su casa. Estaba desesperada. Al ver a sus hijos los comenzó a castigar. Golpes iban, golpes venían. Les dio golpes tan fuertes que al hijo mayor le rompió una pierna, al mediano le hirió ; un ojo y al menor le arrancó los cabellos. Pero después, como sucede con todas las madres les tuvo compasión. Quiso darles algo de comer, sólo que ya no le quedaban papas, y les tuvo que dar de comer pedazos de su propia carn e.

    Pero a los hijos no se les pasó el rencor y no se quedaron con ella. Se fueron de la casa y se convirtieron en elementos da˜inos.

    -Yo seré la granizada -dijo el mayor.

    -Yo voy a ser la helada -dijo el mediano.

    -Yo seré el viento -dijo el menor.

    Y así ocurrió: iniciaron sus maldades sobre las chacras. Cayó una granizada desde el mediodía hasta la medianoche. Desde la medianoche hasta el amanecer cayó una helada terrible. Y pasado el amanecer, llegó el viento y sopló y sopló hasta que arrancó todo. Así en las chacras no quedó ni una sola papa y todo el pueblo pasó un hambre terrible.

    Los quechuas saben que se fue el origen de los enemigos de los sembradíos. Por eso dicen que la granizada es el hijo cojo que pisotea la tierra sin respetar nada; la helada es el hijo tuerto que cae donde sea, sin ver bien, hasta en lugares donde no hay sembradíos; el viento es el hijo menor, que sopla dondequiera sin temor a que se le enreden los cabellos, pues su madre se los arrancó.

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