Trampas en el camino: el miedo y la claridad

“Cuando me disponía a partir, decidí preguntarle una vez más por los enemigos de un hombre de conocimiento. Aduje que no podría regresar en algún tiempo y sería buena idea escribir lo que él dijese y meditar en ello mientras estaba fuera.
Titubeó un rato, pero luego comenzó a hablar.
-Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es deficiente; su intención es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de los trabajos que cuesta aprender.
‘Pero uno aprende así, poquito a poquito al comienzo, luego más y más. Y sus pensamientos se dan de topetazos y se hunden en la nada. Lo que se aprende no es nunca lo que uno creía. Y así se comienza a tener miedo. El conocimiento no es nunca lo que uno se espera. Cada paso del aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta empieza a crecer sin misericordia, sin ceder. Su propósito se convierte en un campo de batalla.
Y así ha tropezado con el primero de sus enemigos naturales: ¡el miedo! Un enemigo terrible: traicionero y enredado como los cardos. Se queda oculto en cada recodo del camino, acechando, esperando. Y si el hombre, aterrado en su presencia, echa a correr, su enemigo habrá puesto fin a su búsqueda.’
-¿Qué le pasa al hombre si corre por miedo?
-Nada le pasa, sólo que jamás aprenderá. Nunca llegará a ser hombre de conocimiento. Llegará a ser un maleante, o un cobarde cualquiera, un hombre inofensivo, asustado; de cualquier modo, será un hombre vencido. Su primer enemigo habrá puesto fin a sus ansias.
-¿Y qué puede hacer para superar el miedo?
-La respuesta es muy sencilla. No debe correr. Debe desafiar a su miedo, y pese a él debe dar el siguiente paso en su aprendizaje, y el siguiente, y el siguiente. Debe estar lleno de miedo, pero no debe detenerse. ¡Esa es la regla! Y llega un momento en que su primer enemigo se retira. El hombre empieza a sentirse seguro de si. Su propósito se fortalece. Aprender no es ya una tarea aterradora.
‘Cuando llega ese momento gozoso, el hombre puede decir sin duda que ha vencido a su primer enemigo natural.’
-¿Ocurre de golpe, don Juan, o poco a poco?
-Ocurre poco a poco, y sin embargo el miedo se conquista rápido y de repente.
-¿Pero no volverá el hombre a tener miedo si algo nuevo le pasa?
-No. Una vez que un hombre ha conquistado el miedo, está libre de él por el resto de su vida, porque a cambio del miedo ha adquirido la claridad: una claridad de mente que borra el miedo. Para entonces, un hombre conoce sus deseos; sabe cómo satisfacer esos deseos. Puede prever los nuevos pasos del aprendizaje, y una claridad nítida lo rodea todo. El hombre siente que nada está oculto,
‘Y así ha encontrado a su segundo enemigo: ¡la claridad! Esa claridad de mente, tan difícil de obtener, dispersa el miedo, pero también ciega.
‘Fuerza al hombre a no dudar nunca de sí. Le da la seguridad de que puede hacer cuanto se le antoje, porque todo lo que ve lo ve con claridad. Y tiene valor porque tiene claridad, y no se detiene en nada porque tiene claridad. Pero todo eso es un error; es como si viera algo claro pero incompleto. Si el hombre se rinde a esa ilusión. de poder, ha sucumbido a su segundo enemigo y será torpe para aprender. Se apurará cuando debía ser paciente, o será paciente cuando debería apurarse. Y tonteará con el aprendizaje, hasta que termine incapaz de aprender nada más.
-¿Qué pasa con un hombre derrotado en esa forma, don Juan? ¿Muere en consecuencia?
-No, no muere. Su segundo enemigo nomás ha parado en seco sus intentos de hacerse hombre de conocimiento; en vez de eso, el hombre puede volverse un guerrero impetuoso, o un payaso. Pero la claridad que tan caro ha pagado no volverá a transformarse en oscuridad y miedo. Será claro mientras viva, pero ya no aprenderá ni ansiará nada.
-Pero ¿qué tiene que hacer para evitar la derrota?
-Debe hacer lo que hizo con el miedo: debe desafiar su claridad y usarla sólo para ver, y esperar con paciencia y medir con tiento antes de dar otros pasos; debe pensar, sobre todo, que su claridad es casi un error. Y vendrá un momento en que comprenda que su claridad era sólo un punto delante de sus ojos. Y así habrá vencido a su segundo enemigo…..’ ”

(Las Enseñanzas de don Juan, C. Castaneda)

El camino del corazon

Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Por ahí yo recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo. Y por ahí yo recorro mirando, mirando, sin aliento.
(Las Enseñanzas de don Juan, C. Castaneda)

Nudos en la cuerda

Viernes, 23 de junio, 1961
-¿Me va usted a enseñar, don Juan?
-¿Por qué quieres emprender un aprendizaje así?
-Quiero, de veras que me enseñe usted lo que se hace con el peyote. ¿No es buena razón nada más que querer saber?
-¡No! Debes buscar en tu corazón y descubrir por qué un joven como tú quiere emprender tamaña tarea de aprendizaje.
-¿Por qué aprendió usted, don Juan?
-¿Por qué preguntas eso?
-Quizá los dos tenemos las mismas razones,
-Lo dudo. Yo soy indio. No andamos por los mismos caminos.
-Mi única razón es que quiero aprender, sólo por saber. Pero le aseguro, don Juan, que mis intenciones no son malas.
-Te creo. Te he fumado.
-¿Cómo dice?
-No importa ya. Conozco tus intenciones.
-¿Quiere usted decir que vio a través de mí?
-Puedes decirlo así.
-¿Entonces me enseñará?
-¡No!
-¿Porque no soy indio?
-No. Porque no conoces tu corazón. Lo importante es que sepas exactamente por qué quieres comprometerte.
(Las Enseñanzas de don Juan, C. Castaneda)

Encontrar tu sitio

Don Juan dijo que aprender por medio de la conversación era no sólo un desperdicio sino uno estupidez, porque el aprender era la tarea más difícil que un hombre podía echarse encima. Me pidió recordar la vez que traté de hallar mi sitio, y cómo quería yo encontrarlo sin trabajo porque esperaba que él me diese toda la información. Si lo hubiera hecho, dijo, yo jamás habría aprendido. Pero el saber cuán difícil era hallar mi sitio, y sobre todo el saber que existía, me darían un peculiar sentido de confianza. Dijo que mientras yo permaneciese enclavado en mi “sitio bueno” nada podría causarme daño corporal, porque yo tenía la seguridad de que en ese sitio específico me hallaba lo mejor posible. Tenía el poder de rechazar cuanto pudiera serme dañino. Pero si él me hubiese dicho dónde estaba el sitio, yo jamás habría tenido la confianza necesaria para considerar esto como verdadero saber. Así, saber era ciertamente poder.
Don Juan dijo entonces que, siempre que un hombre se propone aprender, debe laborar tan arduamente como yo lo hice para encontrar aquel sitio, y los límites de su aprendizaje están determinados por su propia naturaleza. Así, no veía objeto en hablar del conocimiento.
(Las Enseñanzas.., Castaneda)

Pensar en uno mismo

-¿A poco crees que conoces el mundo que te rodea? -preguntó don Juan.
-Conozco de todo -dije.
-Quiero decir, ¿sientes el mundo que te rodea?
-Siento el mundo que me rodea tanto como puedo.
-Eso no basta. Debes sentirlo todo; de otra manera el mundo pierde su sentido.
Formulé el clásico argumento de que no era necesario probar la sopa para conocer la receta, ni recibir un choque eléctrico para saber de la electricidad.
-Ya transformaste todo en una estupidez -dijo-. Ya veo que quieres agarrarte de tus razones a pesar de que no te dan nada; quieres seguir siendo el mismo aún a costa de tu bienestar.
-No sé de qué habla usted.
-Hablo del hecho de que no estás completo. No tienes paz.
La aserción me molestó. Me sentí ofendido. Pensé que don Juan no estaba calificado en modo alguno para juzgar mis actos ni mi personalidad.
-Estás lleno de problemas -dijo-. ¿Por qué?
-Sólo soy un hombre, don Juan -repuse malhumorado.
Hice la afirmación en la misma vena en que mi padre solía hacerla. Cada vez que decía ser sólo un hombre, implicaba que era débil e indefenso y su frase, como la mía, rebosaba un esencial sentido de desesperanza.
Don Juan me escudriñó como el día en que nos conocimos.
-Piensas demasiado en ti mismo -dijo sonriendo-. Y eso te da una fatiga extraña que te hace cerrarte al mundo que te rodea y agarrarte a tus razones. Por eso tienes solamente problemas. Yo también soy sólo un hombre, pero no lo digo como tu lo dices.
-¿Cómo lo dice usted?
-Yo me he salido de todos mis problemas. Qué lástima que mi vida sea tan corta y no me permita aferrarme de todas las cosas que quisiera. Pero eso no es un problema, ni punto de discusión; es sólo una lástima.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

Los niños mendigo

Durante el tiempo que permanecí en el hotel, descubrí que había un acuerdo entre los niños y el administrador del restaurante; a los muchachos se les permitía rondar el local para ganar algún dinero con los clientes, y asimismo comer las sobras, siempre y cuando no molestaran a nadie ni rompieran nada. Había once niños en total, y sus edades iban de cinco a doce años; sin embargo, al mayor se le mantenía a distancia del resto del grupo. Lo discriminaban deliberadamente, mofándose de él con una cantinela de que ya tenía vello púbico y era demasiado viejo para andar entre ellos.
Después de tres días de verlos lanzarse como buitres sobre las más escasas sobras, me deprimí verdaderamente, y salí de aquella ciudad sintiendo que no había esperanza para aquellos niños cuyo mundo ya estaba moldeado por su diaria pugna por migajas.
-¿Les tienes lástima? -exclamó don Juan en tono interrogante.
-Claro que sí -dije.
-¿Por qué?
-Porque me preocupa el bienestar de mis semejantes. Esos son niños y su mundo es feo y vulgar.
-¡Espera! ¡Espera! ¿Cómo puedes decir que su mundo es feo y vulgar? -dijo don Juan, remedándome con burla-. A lo mejor crees tú que estás mejor, ¿no?
Dije que eso creía, y me preguntó por qué, y le dije que, en comparación con el mundo de aquellos niños, el mío era infinitamente más variado, más rico en experiencias y en oportunidades para la satisfacción y el desarrollo personal. La risa de don Juan fue amistosa y sincera. Dijo que yo no me fijaba en lo que decía, que no tenía manera alguna de saber qué riqueza ni qué oportunidades había en el mundo de esos niños.
Pensé que don Juan se estaba poniendo terco. Creía realmente que sólo me contradecía por molestarme. Me parecía sinceramente que aquellos niños no tenían la menor oportunidad de ningún desarrollo intelectual.
Discutí mi punto de vista un rato más, y luego don Juan me preguntó abruptamente:
-¿No me dijiste una vez que, en tu opinión, lo más grande que alguien podía lograr era llegar a ser hombre de conocimiento?
Lo había dicho, y repetí de nuevo que, en mi opinión, convertirse en hombre de conocimiento era uno de los mayores triunfos intelectuales.
-¿Crees que tu riquísimo mundo podría ayudarte a llegar a ser un hombre de conocimiento? -preguntó don Juan con leve sarcasmo.
No respondí, y él entonces formuló la misma pregunta en otras palabras, algo que yo siempre le hago cuando creo que no entiende.
-En otras palabras -dijo, sonriendo con franqueza, obviamente al tanto de que yo tenía conciencia de su ardid-, ¿pueden tu libertad y tus oportunidades ayudarte a ser hombre de conocimiento?
-¡No! -dije enfáticamente.
-¿Entonces cómo pudiste tener lástima de esos niños? -dijo con seriedad-. Cualquiera de ellos podría llegar a ser un hombre de conocimiento. Todos los hombres de conocimiento que yo conozco fueron muchachos como ésos que tu viste comiendo sobras y lamiendo mesas.
El argumento de don Juan me produjo una sensación incómoda. Yo no había tenido lástima de aquellos niños subprivilegiados porque no tuvieran suficiente de comer, sino porque en mis términos su mundo ya los había condenado a la insuficiencia intelectual. Y sin embargo, en los términos de don Juan, cualquiera de ellos podía lograr lo que yo consideraba el pináculo de la hazaña intelectual humana: la meta de convertirse en hombre de conocimiento. Mi razón para compadecerlos era incongruente. Don Juan me había atrapado en forma impecable.
-Quizá tenga usted razón -dije-. ¿Pero cómo evitar el deseo de ayudar a nuestros semejantes?
-¿Cómo crees que podamos ayudarlos?
-Aliviando su carga. Lo menos que uno puede hacer por sus semejantes es tratar de cambiarlos. Usted mismo se ocupa de eso. ¿O no?
-No. No sé qué cosa quieres cambiar ni por qué cambiar cualquier cosa en mis semejantes.
-¿Y yo, don Juan? ¿No me estaba usted enseñando para que pudiera cambiar?
-No, no estoy tratando de cambiarte. Puede suceder que un día llegues a ser un hombre de conocimiento, no hay manera de saberlo, pero no te cambiará. Tal vez algún día puedas ver a los hombres de otro modo, y entonces te darás cuenta de que no hay manera de cambiarles nada.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

Aspirantes

-don Juan, estoy seguro de que habrá montones de gente que emprenderían con gusto la tarea de hacerse hombre de conocimiento.
-Sí, pero ésos no cuentan. Casi siempre están rajados. Son como guajes que por fuera se ven buenos, pero gotean al momento que uno les pone presión, al momento que uno los llena de agua.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

Desatino controlado

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.
Shabistari, El jardín secreto (siglo XIII)

-Acaso podría usted decirme más acerca de su desatino controlado -dije.
-¿Qué quieres saber de eso?
-Dígame por favor, don Juan, ¿qué es exactamente el desatino controlado?
Don Juan rió fuerte y produjo un sonido chasqueante golpeándose el muslo con la mano ahuecada.
-¡Esto es desatino controlado! -dijo, y nuevamente rió y golpeó su muslo.
-¿Qué quiere usted decir . . . ?
-Estoy feliz de que, al cabo de tantos años, finalmente me hayas preguntado por mi desatino controlado, y sin embargo no me hubiera importado en lo más mínimo si nunca hubieras preguntado. Pero he decidido sentirme feliz, como si me importara que preguntases, como si importara que me importara. ¡Eso es desatino controlado!

-¿Con quiénes practica usted el desatino controlado, don Juan? -pregunté tras un silencio largo.
El chasqueó la lengua.
-¡Con todos! -exclamó, sonriendo.
-Entonces, ¿cuándo decide usted practicarlo?
-Cada vez que actúo.
En ese punto sentí necesidad de recapitular, y le pregunté si desatino controlado significaba que sus actos no eran nunca sinceros, sino sólo los actos de un actor.
-Mis actos son sinceros -dijo-, pero sólo son los actos de un actor.
-¡Entonces todo lo que usted hace debe ser desatino controlado! -dije, verdaderamente sorprendido.
-Sí, todo -dijo él.
-Pero no puede ser cierto -protesté- que cada uno de sus actos sea únicamente eso.
-¿Por qué no? -replicó con una mirada misteriosa.
-Eso significaría que nada tiene caso para usted y que nada ni nadie le importan en verdad. Yo, por ejemplo. ¿Quiere usted decir que no le importa si yo me convierto o no en hombre de conocimiento, o si vivo, si muero, si hago cualquier cosa?
-¡Cierto! No me importa. Tú eres como Lucio, o como cualquier otro en mi vida, mi desatino controlado.
Experimenté una peculiar sensación de vacío. Obviamente no había en el mundo razón alguna para que yo hubiera de importarle a don Juan, pero a la vez yo tenía casi la certeza de que se preocupaba por mi en lo personal; pensaba que no podía ser de otro modo, pues siempre me había dedicado su atención completa durante cada momento que yo había pasado con él. Se me ocurrió que acaso don Juan sólo decía eso por estar molesto conmigo. Después de todo, yo abandoné sus enseñanzas.
-Siento que no estamos hablando de lo mismo -dije-. No debía haberme puesto como ejemplo. Lo que quise decir es que debe haber algo en el mundo que a usted le importe en una forma que no sea desatino controlado. No creo que sea posible seguir viviendo si nada nos importa en realidad.
-Eso se aplica a ti -dijo-. Las cosas te importan a ti. Tú me preguntaste por mi desatino controlado y yo te dije que todo cuanto hago en relación conmigo mismo y con mis semejantes es precisamente eso, porque nada importa.
-La cosa es, don Juan, que si nada le importa, ¿cómo puede usted seguir viviendo?
Rió, y tras una pausa momentánea, en la que pareció deliberar si responderme o no, se levantó y fue al traspatio de su casa. Lo seguí.
-Espere, espere, don Juan -dije-. De veras quiero saber; debe usted explicarme lo que quiere decir.
-A lo mejor no es posible explicar -dijo él-. Ciertas cosas de tu vida te importan porque son importantes; tus acciones son ciertamente importantes para ti, pero para mí, ni una sola cosa es importante ya, ni mis acciones ni las acciones de mis semejantes. Pero sigo viviendo porque tengo mi voluntad. Porque he templado mi voluntad a lo largo de toda mi vida, hasta hacerla impecable y completa, y ahora no me importa que nada importe. Mi voluntad controla el desatino de mi vida.
Se acuclilló y pasó los dedos sobre unas hierbas que había puesto a secar al sol en un gran trozo de arpillera.
Me hallaba desconcertado. Jamás habría podido anticipar la dirección que mi interrogatorio había tomado. Tras una larga pausa, pensé en un buen punto. Le dije que en mi opinión algunos actos de mis semejantes tenían importancia suprema. Señalé que una guerra nuclear era defini-tivamente el ejemplo más dramático de un acto así. Dije que, para mí, destruir la vida en toda la faz de la tierra era un acto de enormidad vertiginosa.
-Crees eso porque estás pensando. Estás pensando en la vida -dijo don Juan con un brillo en la mirada-. No estás viendo.
-¿Me sentiría distinto si pudiera ver? -pregunté.
-Una vez que un hombre aprende a ver, se halla solo en el mundo, sin nada más que desatino -dijo don Juan en tono críptico.
Hizo una pausa y me miró como queriendo juzgar el efecto de sus palabras.
-Tus acciones, así como las acciones de tus semejantes en general, te parecen importantes sólo porque has aprendido a pensar que son importantes.
Puso una inflexión tan peculiar en la palabra “aprendido” que me forzó a inquirir a qué se refería con ella.
-Aprendemos a pensar en todo -dijo-, y luego entrenamos nuestros ojos para mirar al mismo tiempo que pensamos de las cosas que miramos. Nos miramos a nosotros mismos pensando ya que somos importantes. ¡Y por supuesto tenemos que sentirnos importantes! Pero luego, cuando uno aprende a ver, se da cuenta de que ya no puede uno pensar en las cosas que mira, y si uno no puede pensar en lo que mira todo se vuelve sin importancia.
Don Juan debe haber notado mi expresión intrigada; repitió sus aseveraciones tres veces, como para hacerme comprenderlas. Lo que dijo me sonó al principio como un galimatías, pero al pensarlo cuidadosamente, sus palabras descollaron más bien como una declaración elaborada acerca de alguna faceta de la percepción.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.
Shabistari, El jardín secreto.

-Pero si nada importa, don Juan, ¿por qué va a importar que yo aprenda a ver?
-Una vez te dije que nuestra suerte como hombres es aprender, para bien o para mal -repuso-. Yo he aprendido a ver y te digo que nada importa en realidad; ahora te toca a ti; a lo mejor algún día verás y sabrás si las cosas importan o no. Para mí nada importa, pero capaz para ti importe todo. Ya deberías saber a estas alturas que un hombre de conocimiento vive de actuar, no de pensar en actuar, ni de pensar qué pensará cuando termine de actuar.
“Por eso un hombre de conocimiento elige un camino con corazón y lo sigue: y luego mira y se regocija y ríe; y luego ve y sabe. Sabe que su vida se acabará en un abrir y cerrar de ojos; sabe que él, así como todos los demás, no va a ninguna parte; sabe, porque ve, que nada es más importante que lo demás. En otras palabras, un hombre de conocimiento no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni tierra, sólo tiene vida que vivir, y en tal condición su única liga con sus semejantes es su desatino controlado. Así, un hombre de conocimiento se esfuerza, y suda, y resuella, y si uno lo mira es como cualquier hombre común, excepto que el desatino de su vida está bajo control. Como nada le importa más que nada, un hombre de conocimiento escoge cualquier acto, y lo actúa como si le importara. Su desatino controlado lo lleva a decir que lo que él hace importa y lo lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no importa; de modo que, cuando completa sus actos se retira en paz, sin pena ni cuidado de que sus actos fueran buenos o malos, o tuvieran efecto o no.
“Por otro lado, un hombre de conocimiento puede preferir quedarse totalmente impasible y no actuar jamás, y comportarse como si el ser impasible le importara de verdad; también en eso será genuino y justo, porque eso es también su desatino controlado”.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.

Le dije a don Juan que me preocupaba mi incapacidad de cambiar de dirección a mitad de la corriente; le expliqué que, junto con la confianza que le tenía, había aprendido también a respetar su forma de vivir y a considerarla intrínsecamente más racional, o al menos más funcional, que la mía. Dije que sus palabras me habían lanzado a un conflicto terrible porque involucraban la necesidad de cambiar mis sentimientos. Para ilustrar mi argumento, narré a don Juan la historia de un anciano de mi propia cultura: un abogado rico, conservador, que había vivido su vida convencido de sostener la verdad. En los primeros años del treinta, con el advenimiento de la política del presidente Roosevelt se vio envuelto apasionadamente en el drama político de aquella época. Poseía la seguridad categórica de que el cambio era perjudicial al país, y por devoción a su forma de vida y convicción de estar en lo justo, juró combatir lo que consideraba un mal político. Pero la marea de la época era demasiado fuerte; lo avasalló. Pugnó contra ella a lo largo de diez años, en la arena política y en el territorio de su vida personal; luego, la segunda guerra mundial selló sus esfuerzos con la derrota completa. Su caída política e ideológica dio por resultado una profunda amargura; se autoexiló durante veinticinco años. Cuando lo conocí, tenía ochenta y cuatro y había vuelto a su ciudad natal a pasar sus últimos días en un asilo de ancianos. Me parecía inconcebible que hubiese vivido tanto, teniendo en cuenta la forma en que había despilfarrado su vida en amargura y autocompasión. Por algún motivo mi compañía le resultaba amena, y solíamos conversar largamente.
La última vez que lo vi, concluyó nuestra conversación en la forma siguiente:
-He tenido tiempo de volver la cara y examinar mi vida. Los asuntos de mi tiempo no son hoy más que una historia, y ni siquiera una historia interesante. Acaso desperdicié años de mi vida persiguiendo algo que nunca existió. Últimamente he tenido el sentimiento de que creí en algo que era una farsa. No valía la pena. Creo que ahora lo sé. Y sin embargo no puedo recobrar los cuarenta años que he perdido.
Dije a don Juan que mi conflicto surgía de las dudas a que me habían arrojado sus palabras sobre el desatino controlado.
-Si nada importa en realidad -dije-, al convertirse en hombre de conocimiento uno se hallaría, forzosamente, tan vacío como mi amigo y no en mejor posición.
-No es así -dijo don Juan, cortante-. Tu amigo se siente solo porque morirá sin ver. Su vida sólo fue para hacerse viejo y ahora ha de sentirse más mal que nunca. Siente haber desperdiciado cuarenta años porque buscaba victorias y no halló sino derrotas. Jamás sabrá que ser victorioso y ser derrotado son iguales.
“Conque ahora me tienes miedo por haberte dicho que eres igual a todo lo demás. Te estás haciendo el necio. Nuestra suerte como hombres es aprender, y al conocimiento se va como a la guerra; te lo he dicho incontables veces. Al conocimiento o a la guerra se va con miedo, con respeto, sabiendo que se va a la guerra, y con absoluta confianza en sí mismo. Confía en ti, no en mí.
“Conque temes el vacío de la vida de tu amigo. Pero no hay vacío en la vida de un hombre de conocimiento: te lo digo yo. Todo está lleno hasta el borde.
Don Juan se puso en pie y extendió los brazos como palpando cosas en el aire.
-Todo está lleno hasta el borde -repitió-, y todo es igual. Yo no soy como tu amigo que nada más se hizo viejo. Cuando yo te digo que nada importa, no lo digo como él. Para él, su lucha no valió la pena porque salió derrotado; para mí no hay victoria, ni derrota, ni vacío. Todo está lleno hasta el borde y todo es igual y mi lucha valió la pena.
“Para convertirse en hombre de conocimiento hay que ser un guerrero, no un niño llorón. Hay que luchar sin entregarse, sin una queja, sin titubear, hasta que uno vea, y sólo entonces puede uno darse cuenta que nada importa.
Pregunté a don Juan si desatino controlado quería decir que un hombre de conocimiento ya no podía querer a nadie.
-Te importa demasiado querer a los otros o que te quieran a ti -dijo-. Un hombre de conocimiento quiere, eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, pero usa su desatino controlado para andar sin pena ni cuidado. Lo contrario de lo que tú haces ahora. Que los otros lo quieren o no lo quieran a uno no es todo lo que se puede hacer como hombre.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.
Shabistari, El jardín secreto (siglo XIII)

-Acaso podría usted decirme más acerca de su desatino controlado -dije.
-¿Qué quieres saber de eso?
-Dígame por favor, don Juan, ¿qué es exactamente el desatino controlado?
Don Juan rió fuerte y produjo un sonido chasqueante golpeándose el muslo con la mano ahuecada.
-¡Esto es desatino controlado! -dijo, y nuevamente rió y golpeó su muslo.
-¿Qué quiere usted decir . . . ?
-Estoy feliz de que, al cabo de tantos años, finalmente me hayas preguntado por mi desatino controlado, y sin embargo no me hubiera importado en lo más mínimo si nunca hubieras preguntado. Pero he decidido sentirme feliz, como si me importara que preguntases, como si importara que me importara. ¡Eso es desatino controlado!

-¿Con quiénes practica usted el desatino controlado, don Juan? -pregunté tras un silencio largo.
El chasqueó la lengua.
-¡Con todos! -exclamó, sonriendo.
-Entonces, ¿cuándo decide usted practicarlo?
-Cada vez que actúo.
En ese punto sentí necesidad de recapitular, y le pregunté si desatino controlado significaba que sus actos no eran nunca sinceros, sino sólo los actos de un actor.
-Mis actos son sinceros -dijo-, pero sólo son los actos de un actor.
-¡Entonces todo lo que usted hace debe ser desatino controlado! -dije, verdaderamente sorprendido.
-Sí, todo -dijo él.
-Pero no puede ser cierto -protesté- que cada uno de sus actos sea únicamente eso.
-¿Por qué no? -replicó con una mirada misteriosa.
-Eso significaría que nada tiene caso para usted y que nada ni nadie le importan en verdad. Yo, por ejemplo. ¿Quiere usted decir que no le importa si yo me convierto o no en hombre de conocimiento, o si vivo, si muero, si hago cualquier cosa?
-¡Cierto! No me importa. Tú eres como Lucio, o como cualquier otro en mi vida, mi desatino controlado.
Experimenté una peculiar sensación de vacío. Obviamente no había en el mundo razón alguna para que yo hubiera de importarle a don Juan, pero a la vez yo tenía casi la certeza de que se preocupaba por mi en lo personal; pensaba que no podía ser de otro modo, pues siempre me había dedicado su atención completa durante cada momento que yo había pasado con él. Se me ocurrió que acaso don Juan sólo decía eso por estar molesto conmigo. Después de todo, yo abandoné sus enseñanzas.
-Siento que no estamos hablando de lo mismo -dije-. No debía haberme puesto como ejemplo. Lo que quise decir es que debe haber algo en el mundo que a usted le importe en una forma que no sea desatino controlado. No creo que sea posible seguir viviendo si nada nos importa en realidad.
-Eso se aplica a ti -dijo-. Las cosas te importan a ti. Tú me preguntaste por mi desatino controlado y yo te dije que todo cuanto hago en relación conmigo mismo y con mis semejantes es precisamente eso, porque nada importa.
-La cosa es, don Juan, que si nada le importa, ¿cómo puede usted seguir viviendo?
Rió, y tras una pausa momentánea, en la que pareció deliberar si responderme o no, se levantó y fue al traspatio de su casa. Lo seguí.
-Espere, espere, don Juan -dije-. De veras quiero saber; debe usted explicarme lo que quiere decir.
-A lo mejor no es posible explicar -dijo él-. Ciertas cosas de tu vida te importan porque son importantes; tus acciones son ciertamente importantes para ti, pero para mí, ni una sola cosa es importante ya, ni mis acciones ni las acciones de mis semejantes. Pero sigo viviendo porque tengo mi voluntad. Porque he templado mi voluntad a lo largo de toda mi vida, hasta hacerla impecable y completa, y ahora no me importa que nada importe. Mi voluntad controla el desatino de mi vida.
Se acuclilló y pasó los dedos sobre unas hierbas que había puesto a secar al sol en un gran trozo de arpillera.
Me hallaba desconcertado. Jamás habría podido anticipar la dirección que mi interrogatorio había tomado. Tras una larga pausa, pensé en un buen punto. Le dije que en mi opinión algunos actos de mis semejantes tenían importancia suprema. Señalé que una guerra nuclear era defini-tivamente el ejemplo más dramático de un acto así. Dije que, para mí, destruir la vida en toda la faz de la tierra era un acto de enormidad vertiginosa.
-Crees eso porque estás pensando. Estás pensando en la vida -dijo don Juan con un brillo en la mirada-. No estás viendo.
-¿Me sentiría distinto si pudiera ver? -pregunté.
-Una vez que un hombre aprende a ver, se halla solo en el mundo, sin nada más que desatino -dijo don Juan en tono críptico.
Hizo una pausa y me miró como queriendo juzgar el efecto de sus palabras.
-Tus acciones, así como las acciones de tus semejantes en general, te parecen importantes sólo porque has aprendido a pensar que son importantes.
Puso una inflexión tan peculiar en la palabra “aprendido” que me forzó a inquirir a qué se refería con ella.
-Aprendemos a pensar en todo -dijo-, y luego entrenamos nuestros ojos para mirar al mismo tiempo que pensamos de las cosas que miramos. Nos miramos a nosotros mismos pensando ya que somos importantes. ¡Y por supuesto tenemos que sentirnos importantes! Pero luego, cuando uno aprende a ver, se da cuenta de que ya no puede uno pensar en las cosas que mira, y si uno no puede pensar en lo que mira todo se vuelve sin importancia.
Don Juan debe haber notado mi expresión intrigada; repitió sus aseveraciones tres veces, como para hacerme comprenderlas. Lo que dijo me sonó al principio como un galimatías, pero al pensarlo cuidadosamente, sus palabras descollaron más bien como una declaración elaborada acerca de alguna faceta de la percepción.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.
Shabistari, El jardín secreto.

-Pero si nada importa, don Juan, ¿por qué va a importar que yo aprenda a ver?
-Una vez te dije que nuestra suerte como hombres es aprender, para bien o para mal -repuso-. Yo he aprendido a ver y te digo que nada importa en realidad; ahora te toca a ti; a lo mejor algún día verás y sabrás si las cosas importan o no. Para mí nada importa, pero capaz para ti importe todo. Ya deberías saber a estas alturas que un hombre de conocimiento vive de actuar, no de pensar en actuar, ni de pensar qué pensará cuando termine de actuar.
“Por eso un hombre de conocimiento elige un camino con corazón y lo sigue: y luego mira y se regocija y ríe; y luego ve y sabe. Sabe que su vida se acabará en un abrir y cerrar de ojos; sabe que él, así como todos los demás, no va a ninguna parte; sabe, porque ve, que nada es más importante que lo demás. En otras palabras, un hombre de conocimiento no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni tierra, sólo tiene vida que vivir, y en tal condición su única liga con sus semejantes es su desatino controlado. Así, un hombre de conocimiento se esfuerza, y suda, y resuella, y si uno lo mira es como cualquier hombre común, excepto que el desatino de su vida está bajo control. Como nada le importa más que nada, un hombre de conocimiento escoge cualquier acto, y lo actúa como si le importara. Su desatino controlado lo lleva a decir que lo que él hace importa y lo lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no importa; de modo que, cuando completa sus actos se retira en paz, sin pena ni cuidado de que sus actos fueran buenos o malos, o tuvieran efecto o no.
“Por otro lado, un hombre de conocimiento puede preferir quedarse totalmente impasible y no actuar jamás, y comportarse como si el ser impasible le importara de verdad; también en eso será genuino y justo, porque eso es también su desatino controlado”.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

“El mundo no tiene ‘ser’ salvo como alegoría: del principio al fin es farsa y simulación”.

Le dije a don Juan que me preocupaba mi incapacidad de cambiar de dirección a mitad de la corriente; le expliqué que, junto con la confianza que le tenía, había aprendido también a respetar su forma de vivir y a considerarla intrínsecamente más racional, o al menos más funcional, que la mía. Dije que sus palabras me habían lanzado a un conflicto terrible porque involucraban la necesidad de cambiar mis sentimientos. Para ilustrar mi argumento, narré a don Juan la historia de un anciano de mi propia cultura: un abogado rico, conservador, que había vivido su vida convencido de sostener la verdad. En los primeros años del treinta, con el advenimiento de la política del presidente Roosevelt se vio envuelto apasionadamente en el drama político de aquella época. Poseía la seguridad categórica de que el cambio era perjudicial al país, y por devoción a su forma de vida y convicción de estar en lo justo, juró combatir lo que consideraba un mal político. Pero la marea de la época era demasiado fuerte; lo avasalló. Pugnó contra ella a lo largo de diez años, en la arena política y en el territorio de su vida personal; luego, la segunda guerra mundial selló sus esfuerzos con la derrota completa. Su caída política e ideológica dio por resultado una profunda amargura; se autoexiló durante veinticinco años. Cuando lo conocí, tenía ochenta y cuatro y había vuelto a su ciudad natal a pasar sus últimos días en un asilo de ancianos. Me parecía inconcebible que hubiese vivido tanto, teniendo en cuenta la forma en que había despilfarrado su vida en amargura y autocompasión. Por algún motivo mi compañía le resultaba amena, y solíamos conversar largamente.
La última vez que lo vi, concluyó nuestra conversación en la forma siguiente:
-He tenido tiempo de volver la cara y examinar mi vida. Los asuntos de mi tiempo no son hoy más que una historia, y ni siquiera una historia interesante. Acaso desperdicié años de mi vida persiguiendo algo que nunca existió. Últimamente he tenido el sentimiento de que creí en algo que era una farsa. No valía la pena. Creo que ahora lo sé. Y sin embargo no puedo recobrar los cuarenta años que he perdido.
Dije a don Juan que mi conflicto surgía de las dudas a que me habían arrojado sus palabras sobre el desatino controlado.
-Si nada importa en realidad -dije-, al convertirse en hombre de conocimiento uno se hallaría, forzosamente, tan vacío como mi amigo y no en mejor posición.
-No es así -dijo don Juan, cortante-. Tu amigo se siente solo porque morirá sin ver. Su vida sólo fue para hacerse viejo y ahora ha de sentirse más mal que nunca. Siente haber desperdiciado cuarenta años porque buscaba victorias y no halló sino derrotas. Jamás sabrá que ser victorioso y ser derrotado son iguales.
“Conque ahora me tienes miedo por haberte dicho que eres igual a todo lo demás. Te estás haciendo el necio. Nuestra suerte como hombres es aprender, y al conocimiento se va como a la guerra; te lo he dicho incontables veces. Al conocimiento o a la guerra se va con miedo, con respeto, sabiendo que se va a la guerra, y con absoluta confianza en sí mismo. Confía en ti, no en mí.
“Conque temes el vacío de la vida de tu amigo. Pero no hay vacío en la vida de un hombre de conocimiento: te lo digo yo. Todo está lleno hasta el borde.
Don Juan se puso en pie y extendió los brazos como palpando cosas en el aire.
-Todo está lleno hasta el borde -repitió-, y todo es igual. Yo no soy como tu amigo que nada más se hizo viejo. Cuando yo te digo que nada importa, no lo digo como él. Para él, su lucha no valió la pena porque salió derrotado; para mí no hay victoria, ni derrota, ni vacío. Todo está lleno hasta el borde y todo es igual y mi lucha valió la pena.
“Para convertirse en hombre de conocimiento hay que ser un guerrero, no un niño llorón. Hay que luchar sin entregarse, sin una queja, sin titubear, hasta que uno vea, y sólo entonces puede uno darse cuenta que nada importa.
Pregunté a don Juan si desatino controlado quería decir que un hombre de conocimiento ya no podía querer a nadie.
-Te importa demasiado querer a los otros o que te quieran a ti -dijo-. Un hombre de conocimiento quiere, eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, pero usa su desatino controlado para andar sin pena ni cuidado. Lo contrario de lo que tú haces ahora. Que los otros lo quieren o no lo quieran a uno no es todo lo que se puede hacer como hombre.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

Conciencia de la propia muerte

En cuanto a ese profesor del que me has hablado y que no encuentra el estado de presencia, dile que no mire ni hacia el pasado ni hacia el porvenir, que sea el ‘hijo del instante’, y que tenga a la muerte como blanco de sus ojos; entonces lo encontrará, si Dios quiere”.
(Sheij al-Arabi ad-Darqawi)

Ahora debes despegarte -dijo don Juan.
-¿De qué?
-Despégate de todo.
-Eso es imposible. No quiero ser un ermitaño.
-Ser ermitaño es una entrega y jamás me referí a eso. Un ermitaño no está despegado, pues se abandona voluntariamente a ser ermitaño.
“Sólo la idea de la muerte da al hombre el desapego suficiente para que sea incapaz de abandonarse a nada. Sólo la idea de la muerte da al hombre el desapego suficiente para que no pueda negarse nada. Pero un hombre de tal suerte no ansía, porque ha adquirido una lujuria callada por la vida y por todas las cosas de la vida. Sabe que su muerte lo anda cazando y que no le dará tiempo de adherirse a nada, así que prueba, sin ansias, todo de todo.
“Un hombre despegado, sabiendo que no tiene posibilidad de poner vallas a su muerte, sólo tiene una cosa que lo respalde: el poder de sus decisiones. Tiene que ser, por así decirlo, el amo de su elección. Debe comprender por completo que su preferencia es su responsabilidad, y una vez que hace su selección no queda tiempo para lamentos ni recriminaciones. Sus decisiones son definitivas, simplemente porque su muerte no le da tiempo de adherirse a nada.
“El conocimiento de su muerte lo guía y le da desapego y lujuria callada; el poder de sus decisiones definitivas le permite escoger sin lamentar, y lo que escoge es siempre estratégicamente lo mejor; así cumple con gusto y con eficiencia lujuriosa, todo cuanto tiene que hacer.
-La sola idea de despegarme de todo lo que conozco me da escalofríos -dije.
-¡Has de estar bromeando! Lo que debería darte escalofríos es no tener nada que esperar más que una vida de hacer lo que siempre has hecho. Piensa en el hombre que planta maíz año tras año hasta que está demasiado viejo y cansado para levantarse y se queda echado como un perro viejo. Sus pensamientos y sentimientos, lo mejor que tiene, vagan sin ton ni son y se fijan en lo único que ha hecho: plantar maíz. Para mí, ése es el desperdicio más aterrador que existe.
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

Sobre el dialogo interno

Don Juan, durante años he tratado realmente de vivir de acuerdo con sus enseñanzas -dije-. Por lo visto no he sabido hacerlo. ¿Cómo puedo mejorar ahora?
-Piensas y hablas demasiado. Debes dejar de hablar contigo mismo.
-¿Qué quiere usted decir?
-Hablas demasiado contigo mismo. No eres único en eso. Cada uno de nosotros lo hace. Sostenemos una conversación interna. Piensa en eso. ¿Qué es lo que siempre haces cuando estás solo?
-Hablo conmigo mismo.
-¿De qué te hablas?
-No sé; de cualquier cosa, supongo.
-Te voy a decir de qué nos hablamos. Nos hablamos de nuestro mundo. Es más, mantenemos nuestro mundo con nuestra conversación interna.
-¿Cómo es eso?
-Cuando terminamos de hablar con nosotros mismos, el mundo es siempre como debería ser. Lo renovamos, lo encendemos de vida, lo sostenemos con nuestra conversación interna. No sólo eso, sino que también escogemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De allí que repetimos las mismas preferencias una y otra vez hasta el día en que morimos, porque seguimos repitiendo la misma conversación interna una y otra vez hasta el día en que morimos.
-¿Cómo puedo dejar de hablar conmigo mismo?
-Antes que nada debes usar tus oídos a fin de quitar a tus ojos parte de la carga. Desde que nacimos hemos estado usando los ojos para juzgar el mundo. Hablamos a los demás, y nos hablamos a nosotros mismos, acerca de lo que vemos.
-El mundo es asi-y-así o así-y-asá sólo porque nos decimos a nosotros mismos que esa es su forma. Si dejamos de decirnos que el mundo es así-y-asá, el mundo deja de ser así-y-asá. En este momento no creo que estés listo para un golpe tan enorme; por eso debes empezar despacio a deshacer el mundo.
-¡Palabra que no le entiendo!
-Tu problema es que confundes el mundo con lo que la gente hace. Pero tampoco en eso eres el único. Todos lo hacemos. Las cosas que la gente hace son los resguardos contra las fuerzas que nos rodean; lo que hacemos como gente nos da consuelo y nos hace sentirnos seguros; lo que la gente hace es por cierto muy importante, pero sólo como resguardo. Nunca aprendemos que las cosas que hacemos como gente son sólo resguardos, y dejamos que dominen y derriben nuestras vidas. De hecho, podría decir que para la humanidad, lo que la gente hace es más grande y más importante que el mundo mismo.
-¿A qué llama usted el mundo?
-El mundo es todo lo que está encajado aquí -dijo, y pateó el suelo-. La vida, la muerte, la gente, los aliados y todo lo demás que nos rodea. El mundo es incomprensible. Jamás lo entenderemos; jamás desenredaremos sus secretos. Por eso, debemos tratarlo como lo que es: ¡un absoluto misterio!
“Pero un hombre corriente no hace esto. El mundo nunca es un misterio para él, y cuando llega a viejo está convencido de que no tiene nada más por qué vivir. Un viejo no ha agotado el mundo. Sólo ha agotado lo que la gente hace. Pero en su estúpida confusión cree que el mundo ya no tiene misterios para él. ¡Qué precio tan calamitoso pagamos por nuestros resguardos!
(Una realidad aparte, C. Castaneda)

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