Escrito Por Blas Malo Poyatos
Publicado Por Legolas Tharanduil
Amanece. Es invierno del 3441 S.E. Un invierno largo y duro se avecina para las tropas reunidas y acantonadas en torno a Barad-dûr. Han pasado ya siete años desde la victoria del Ejército de la Alianza en la Puerta Negra sobre las tropas del Señor Oscuro. Siete años desde su huida y refugio en la Torre Oscura. Siete años de espera sin esperanza. Siete años de fracasos en lograr quebrantar las defensas de la Torre y en poner fin a la larga guerra, una guerra que traerá la luz a los Pueblos Libres o someterá al mundo bajo el poder del Oscuro, del Aborrecible, Sauron el Señor de los Anillos.
En el campamento aliado, los hombres y elfos vuelven su mirada hacia el cielo. Negras nubes anuncian truenos y relámpagos, mientras que el Orodruin al Oeste retumba una vez más, tiñendo de sangre las nubes inferiores. Al Este Barad-dûr, la inconmensurable torre-prisión-horno, piedra sobre piedra, muralla sobre muralla, se hunde indemne en las alturas entre amenazas de tormenta.
Empieza a llover. Día sin luz, una vez más. Delante de las Puertas de la Torre cuatro líneas sucesivas vigilan noche y día, esperando el asalto final. Nada debe romper el cerco. El agua cae, estéril, debilitando en poco más la voluntad de los sitiadores.
“¿Podremos entrar alguna vez?”, piensan algunos. Está el Abismo, profundo, ígneo y mortal. En su fondo hierve el fuego procedente del Orodruin por profundos canales. Sólo puede ser cruzado por los Puentes. El principal, el Puente de Adamante, está férreamente vigilado desde niveles superiores de la Torre. Y por último están las Puertas de Barad-dûr. Ningún enemigo del Oscuro logró jamás aproximarse a ellas. El último asalto fue hace casi un año, cuando Anárion y su Guardia lograron cruzar tras rechazar un intento por romper el sitio. Muchos orcos murieron aquel día pero apenas Anárion rozó las Puertas pereció aplastado por bloques arrojados desde un nivel superior. Él y su Guardia, lo mejor de Gondor, cayeron al Abismo del Horror. Los fuegos del Orodruin rugieron alto aquel día.
El agua arrecia. Los hombres y elfos se envuelven más en sus capas. El frío seco ha dejado lugar a un viento glacial, húmedo y mortal. “¿Cuándo terminará la guerra?”, piensan mientras miran hacia el cuerpo principal del campamento, hacia la Tienda de Mando. Allí, Gil-galad y Elendil, y los grandes capitanes de la Alianza, llevan reunidos desde el amanecer.
Los sufridos soldados no lo saben, pero ya está en marcha el asalto final. Los Altos Reyes han decidido arriesgar a una baza desesperada, y la última: emplear los Anillos del Poder. Sólo ellos pueden tentar al Señor Oscuro a salir de la Torre. En ellos está la última esperanza de victoria, y un gran peligro, porque es lo que ha estado aguardando el Señor Oscuro durante tanto tiempo. Hace dos días al amanecer, al mando de Isildur y Celeborn, un nuevo ejército, reunido en secreto y con grandes sacrificios, inició el asalto sobre Minas Ithil, donde Cinco de los Nueve Nazgûl preparaban atacar Osgiliath una vez más. A mediodía, con la victoria pendiendo del delgado hilo del Destino, Galadriel empleó el Anillo del Agua, Nenya, obligando a los Nazgûl a permanecer retenidos en la Torre de la Ciudadela. Ahora, el nuevo ejército, a marchas forzadas, ha llegado al Campamento de la Alianza.
“- Con estos nuevos refuerzos”, dice Isildur a todos los presentes, “todo está preparado para realizar un nuevo intento para tomar Barad-dûr; y el último. Pues no hay más refuerzos en todo Gondor: tras esta batalla no habrá más lucha, si es ganada Sauron será destruido al fin, pero si es perdida no habrá lugar en la Tierra Media donde sobrevivir a la Oscuridad que se abatirá sobre toda Arda.”
Un trueno ensordecedor retumba en la tienda, a la vez que un fuerte golpe de viento abre la entrada, haciendo vacilar la hoguera central y las antorchas. Los guardias se apresuran a cerrar y asegurar la entrada. Isildur se sienta. La lluvia golpea las paredes con más fuerza.
Alrededor del fuego central, sentados en la mesa circular, todos los presentes, los grandes capitanes, guardan silencio sopesando las palabras:
Del lado de los Hombres, Euwavia, capitán de los Hombres de Rhovanion y representante de los Señores de los Caballos; Reijabar, por los Nórdicos allá en los lejanos pasos de las Montañas Nubladas; Isildur, Heredero de los Reinos en el Exilio, y su hijo Elendur, Príncipe de Ithilien.
Por los Enanos, Dárin del Pueblo de Durin, capitán curtido y tenaz.
Por los Eldar Thranduil del Bosqueverde, hijo de Oropher y nuevo Rey de los Elfos Silvanos; Inglorion y Glorfindel, capitanes del reducto de Imladris; Elrond, el Alto Capitán de Imladris, grande entre Hombres y Eldar; y Círdan, el Constructor de Barcos, Alto Capitán de los Elfos Grises en los lejanos Puertos al Oeste de Eriador.
Y por último, presidiendo el Consejo, el Heredero de los Señores de Andúnië en la hundida Númenor, Elendil El Alto, Rey de Arnor y Gondor, y, brillante la cota de malla, deslumbrante la lanza, con la fuerza y vigor de los Eldar, el más grande de las Tres Razas, Gil-galad, Alto Rey de los Noldor.
“- Que nadie se lleve a engaño”, dice Gil-galad, lentamente, “las palabras de Isildur son, ay, demasiado ciertas. Y sin embargo, aún ahora, todavía hay esperanzas de victoria, pues de momento todo marcha según lo planeado”.
“- Y sin embargo, no se nos ha dicho nada apenas de dichos planes”, habla con voz ronca Dárin. “¿Asalto definitivo? ¡Siete años!. Hasta mis enanos, robustos y tenaces, empiezan a estar abrumados”. Y con brillo malicioso en los ojos añadió escrutando al Alto Rey ,”me pregunto si en esos planes los Guardianes de los Tres no jugarán algún papel importante”.
Un relámpago. La brillante mirada del Rey Noldo se clava en el rostro severo y curtido del enano, mientras todos notan la tensión en el aire. Se oye el silbar del viento a través de la entrada, y el crepitar del fuego, pero es el enano el que aparta antes la mirada.
“- Aunque así fuera”, dice el Alto Rey, “los nombres de los Tres Guardianes no deben ser revelados. Aún con esperanza, la guerra no está ganada todavía”. Y mirando a Elendil y fijando la vista en Isildur añade “Quién sabe qué puede ocurrir en la última batalla”.
“- Pero una cosa es cierta”, y habla por fin Elendil, el Alto Rey. El más alto de entre los Hombres, de porte noble, pelo negro como ala de cuervo y ojos grises profundos como el Mar, y fríos como el acero, se levanta y se dirige al mapa del infame país de Mordor clavado en un panel vertical. Su coraza con damasquinados de plata relumbra bajo el manto plateado.
“Ya hemos hecho nuestro primer movimiento. Pronto Minas Ithil estará en nuestras manos. Pero, mucho antes, el Enemigo realizará su jugada aquí”, y señala Barad-dûr, “debemos reforzar las cuatro líneas de contención, los hombres traídos por Isildur mi hijo se distribuirán inmediatamente entre ellas, especialmente en la primera de ellas. Aquí y aquí se dispondrán nuevos muros defensivos; de esto los enanos han sido siempre los maestros”.
“- Se hará lo que se pueda”, dice Dárin, “aunque mis enanos preferirían manejar hachas y martillos que picos y palas de nuevo”.
“- La caballería se dispondrá a lo largo de estos dos frentes, aquí y aquí; si hay algún intento de romper el cerco quiero que actúen como un martillo contra un yunque”, dice Elendil. “¿Comprendido, Euwavia?”.
“- Comprendido, Señor. Ojalá me quedaran más hombres, y más caballos. Pero nos tendremos que contentar con los que nos quedan, a mí y a Reijabar, y los que ha traído Isildur”.
“- Espero que basten”, suspira Reijabar, “son demasiado pocos. Lo único que ha aumentado desde que se inició el sitio han sido las bajas”.
“- Pues deberán bastar”, replica Isildur con el ceño fruncido, “porque no hay más disponibles en todo Gondor. Si esos malditos del Valle de Erech no nos hubieran traicionado tendríamos más.”
“- Aunque tuviéramos diez mil, no tenemos tantos jinetes”, comenta Inglorion, “y con este maldito tiempo que todo lo embarra serían más un estorbo que una ayuda.”
“- Por último” , prosigue Elendil, ” nuestros arqueros los quiero concentrados aquí y aquí , sobre todo en la retaguardia de la tercera línea. Inglorion, te ocuparás de asignar su sitio a los arqueros que han llegado con Isildur”.
“- Como desees.”, dice Inglorion. “¿No hay noticias nuevas, Thranduil?”.
Thranduil el Rey Silvano vuelve su cabeza hacia Inglorion, con los ojos grises envueltos en preocupación. “- No, no se sabe nada todavía. Envié mensajeros a reunir todos los arqueros de los que todavía pudiera prescindir en el Bosque, pero con las bandas orcas acechando cerca de Amon Lanc no sé cuánto podrán tardar”. Y dirigiéndose a Elendil dice: “Me temo que llegarán demasiado tarde”.
Elendil mira a Gil-galad y luego a los demás presentes. “- Bien, ya sabéis que hacer. Empezad los preparativos en cuanto salgáis de la tienda, porque el Enemigo puede mover sus piezas en cualquier momento”. Y añade: “Estos días serán los más duros, y los últimos. No os rindáis ahora y mantened la esperanza. Eso es todo. La Reunión ha terminado”.
Todos se levantan y empiezan a salir cuando Elendil exclama “Isildur, aguarda”, y Gil-galad dice “Elrond y Círdan, quedáos un momento. Guardias, que nadie entre en la tienda, bajo ningún pretexto, hasta que se os indique”. Los demás se paran un momento y por fin salen fuera. Los últimos en salir son Elendur, Inglorion y Glorfindel.
“- Ven, Elendur”, dice Glorfindel, “veamos qué hombres nos ha traído tu padre”, y arrebujándose en las capas por fin quedan fuera. Los soldados cierran la entrada y se apostan en ella.
Lentamente, Círdan y Elrond se sientan junto a Gil-galad, Isildur junto a Elendil.
“- El enano tiene una vista penetrante”, dice Gil-galad. “Se acerca el momento largamente temido, y no nos quedan más opciones”. Y añade dirigiéndose a Elendil e Isildur: “Círdan ha confirmado nuestras sospechas”.
Elendil, ahora severo, crispa las manos y reprime un gesto de rabia. Isildur lo mira, sorprendido. “-¿Qué ocurre, atarinya? ¿Hay algo que no se ha revelado en la reunión?”, dice dirigiéndose hacia Círdan.
“- Así es, Isildur”, dice Círdan.”Apenas horas antes de tu llegada, nuestros exploradores han confirmado que hay una gran actividad en los Puertos de Umbar”.
“-¡Esos renegados!”, exclama furioso Elendil, levántandose de pronto encendido de ira, y derribando con su ímpetu la silla. “Mientras tú, sonya, juntabas nuevas fuerzas en Gondor, han preparado una poderosa flota aquí en Umbar y en el Profundo Adrilot”, señalando en el mapa con energía.
“- Ya sabíamos que corríamos ese riesgo, atarinya, antes de enviarme a reclutar este nuevo ejército que te he traído. ¿Tan poderosa es esa flota?”, pregunta dirigiéndose a Gil-galad.
“- Así es”, dice Gil-galad.
“- Más de cincuenta grandes barcos de guerra han contado nuestros espías, sólo en los Puertos de Umbar”, dice Círdan, “y al menos otras cincuenta naves menores en las pequeñas bahías a lo largo de los Acantilados Rojos de Haradwaith, hasta Harondor.”
“- Entonces no podemos demorarnos más”, dice Elrond. “¿Con cuántos días contamos, Círdan?¿Está esa flota preparada para hacerse a la mar?”.
“- Sí, lo está. Contamos con diez días, quizás menos”.
“- Diez días”, repite Elendil mientras recoge la silla y se sienta de nuevo,” eso nos deja poco margen. Si se consideran cinco, quizás seis días para organizar el ejército y llegar desde Mordor a los feudos del sur, debemos realizar nuestro siguiente movimiento a lo sumo en un par de días”.
“- En Linhir y Pelargir y en los Puertos del Harlond hay barcos suficientes, atarinya”, dice Isildur, “pero no hombres. Nuestra preocupación debe estar en llegar a ellos a tiempo”.
“- Ojalá hubiera podido traer más barcos grises”, suspira Círdan, “pero el invierno azota con fuerza, y la ruta desde los Puertos ya no es segura”.
“- No es hora de lamentarse, sino de actuar”, dice Gil-galad. Un relámpago y luego un trueno ensordecedor agitan el aire. Todos miran cómo se lleva la mano a una fina cadena de mithril colgada al cuello, y en ella un anillo con un zafiro: Vilya, el Anillo del Aire. “Está cambiando”, continúa, “desde hace dos días lo noto más pesado, y tentador. Sauron ya sabe que Nenya ha sido empleado en Minas Ithil, aunque aún desconoce por quién. No puede disponer de los Nueve, pero Galadriel no podrá resistir por mucho más tiempo. Y mientras, los Númenóreanos de Umbar se disponen a llevar la ruina a todo Gondor, siguiendo sin duda las instrucciones de sus Señor y Maestro, Sauron de Mordor. Nos obliga a actuar ya. Esperar ahora será nuestra derrota. Debemos estar preparados para antes de dos días. Y entonces, usaré a Vilya, desafiaré a Sauron y cumpliré mi Destino.”
“- Y yo te acompañaré”, dice Círdan, llevando la mano a una cadena de oro colgada al cuello de donde pende un anillo y en él un rubí: Narya, el Anillo del Fuego, “y Sauron saldrá, pues no podrá resistirse a conseguir dos de los Grandes Anillos del Poder. Y así cumpliré yo también mi Destino”.
“- Y yo os seguiré”, exclama Elendil, “y le miraré cara a cara, y pagará por todo mal y ruina que ha traído a los Dúnedain, y así la sangre de Anárion será vengada”.
Un trueno, furioso, desgarra al aire, azotando las antorchas y apagando varias de ellas.
“- Está decidido entonces”, dice Gil-galad mientras Círdan y él ocultan de nuevo los Anillos. Y dirigiéndose a Isildur, Elrond y Círdan añade: “Id y organizad los preparativos. La hora final se acerca.”
Los tres salen fuera. El agua cae, embarrando el suelo y haciendo vacilar los fuegos. El negro y espeso palio de nubes apenas deja pasar una luz opaca y mortecina. El viento hace ondear con fuerza allá en lo alto de la tienda los emblemas de Gil-galad por los Eldar, y de Elendil por los Hombres.
“-Este frío no es normal. Afecta tanto a Hombres como a Elfos”, dice Elrond mientras se ciñe la capa y la capucha con fuerza.
“-Con frío o sin él, hemos de apresurarnos”, dice Círdan. “En marcha”.
Y despidiéndose de Isildur se dirigen a sus campamentos, al Norte. Isildur, tras ajustarse bien la capa y ceñirse la capucha se dirige hacia los guardias. Estos le traen su caballo, monta en él y se encamina a su campamento, al sur de Barad-dûr. El Orodruin retumba inquieto una vez más.
A lo largo del camino la lluvia no cesa. Los robustos enanos, insensibles a la lluvia, ya están empezando a montar los nuevos paramentos defensivos, mientras que compañías de hombres se afanan por llevarles bloques de piedra tallados a toda prisa. Miríadas de antorchas son visibles junto a las tiendas a lo largo de todo el campamento aliado. Los hombres de Euwavia y Reijabar se dirigen a situarse a sus nuevas posiciones, formando filas ordenadas.
Al fin llega a su destino. El nuevo ejército ya está levantando sus tiendas para guarecerse del agua que cae, inclemente. Cientos de carros se afanan por salir de la trampa del barro en que se ha convertido la tierra negra de Gorgoroth. En el centro, en su tienda, Elendur le sale al encuentro. Isildur detiene al caballo.
“-Atarinya, hemos empezado a colocar a los nuevos hombres. Inglorion y Glorfindel han dispuesto ya qué compañías se unirán a las primeras líneas”.
“- Muy bien, Elendur. Que dos compañías más se unan a los hombres de Euwavia. reúne a cincuenta hombres que sepan luchar a caballo y envíaselos a Reijabar. Voy a inspeccionar el resto del campamento.”
“-Muy bien, atarinya”.
Y espoleando al caballo, Isildur sigue avanzando. Las tiendas y establos se suceden a su paso. Todos los centinelas están en su sitio. Ya Barad-dûr, ominosa, se sitúa casi a su espalda. “Apenas treinta mil soldados”, se dice para sí Isildur, mientras frunce el ceño.”¡Malditos del Valle de Erech!. Que los Valar nos ayuden como fracasemos en nuestros planes.”
Al fin se detiene. Ha llegado al pabellón de los heridos. Dos guardias custodian la entrada. Gritos de dolor mortifican aún más la sombría mañana. Isildur, impávido ante la lluvia, descabalga. Los guardias le saludan y le permiten la entrada. Otro relámpago.
El olor a sangre y a desinfectantes golpea al que entra al pabellón. Numerosos camastros se encuentran dispuestos en filas; en un extremo las sanadoras preparan sin cesar nuevas recetas y ungüentos en unas marmitas al fuego. Un enorme armario herbolario se encuentra a un lado, casi vacío. En el otro extremo, separados del resto del pabellón por unos cortinajes, se escucha a los sanadores “no hay solución, hay que amputar”, unos gritos de desesperación, unas sombras, luego nada, y el siniestro cantar del serrucho una vez más. Hay pocos dúnedáin en el pabellón. la mayoría son hombres corrientes del Lamedón y de Belfalas de Gondor, de los lejanos valles del Norte y de Rhovanion. Muchos regresarán tullidos; otros ya no volverán.
Los enfermos, resignados, observan a Isildur cuando pasa junto a ellos. Un Sanador, de sangre dúnedáin, de rostro curtido y pelo ya encanecido, y profundos ojos grises, le ve acerarse; termina de atender a su paciente y se dirige hacia él. Su delantal está manchado de sangre.
“-Señor”, empieza el Sanador, “me alegro de teneros de vuelta sano y salvo”. Su sonrisa es breve, los ojos grises se apagan pronto.
“- Yo también me alegro de verte aún con vida, Curunir.¿Cuántos enfermos tienes a tu cargo?”.
“- En este pabellón, casi a cien”, dice Curunir, “pero hay más pabellones. No han dejado de aumentar desde que partísteis. Nuestros herbolarios están casi exhaustos y la primavera aún queda lejos”.
“-Necesito saber con cuántos hombres de los que hay aquí puedo contar en dos días”.
Curunir lo mira, estupefacto.
“-Con ninguno, mi señor. Casi todos tienen neumonía, muchos otros están tullidos o apenas pueden moverse. Nos faltan sanadores y ya casi no tenemos plantas medicinales. Muchos no sobrevivirán al invierno”.
En ese momento se oyen carretas avanzar y gritos y alaridos humanos de terror que la lluvia no logra acallar. Uno de los guardias entra precipitadamente, “¡Mi señor sanador, venid pronto!”, exclama horrorizado.
Curunir y otros sanadores y sanadoras corren a la entrada. Isildur les sigue.
“-¿Lo véis, mi señor?¡Cada día, más!¡Ioreth!¡Preparad aquellas camas del rincón, rápido!”
Afuera, el espectáculo es dantesco: sobre dos carretas, una veintena de heridos, todos hombres. Casi todos con neumonía, tiritando. Casi todos. Entre ellos, cinco destacan desoladoramente sobre los demás, que los observan horrorizados, y con profunda pena y dolor.
Porque encogidos en grotescas posturas en uno de los carros, perdido todo rastro de humanidad en los ojos, no cesan de gesticular y gritar a algún enemigo que no alcanzan a ver, más allá de toda curación.
“-Los ojos”, acierta a decir uno de los guardias, “miradles los ojos…”
Un trueno y un relámpago. El tiempo parece haberse detenido.
Porque no es la primera vez que Isildur contempla tal tragedia. Porque hace siete años ese mismo mal asoló a gran parte del ejercito. Porque también lo ha conocido en Minas Ithil.
El Soplo Negro, el Mal de los Nazgûl.
“-¡Hacía mucho tiempo que no tratábamos con este mal de nuevo, mi señor!”, dice Curunir mientras él y otros sanadores se afanan por inmovilizar a los desgraciados para poder meterlos en el pabellón. “¡Ioreth, trae más cuerdas!”
“-¡Guardias, rápido!¿Dónde los habéis recogido?”, pregunta Isildur.
“- Cerca del Puente Este, mi señor, formaban parte de la segunda línea”
“-Sentimos una horrible presencia, mi señor”, dice uno de los enfermos, “que nos miraba. Parecía que alguien se reía o burlaba, con una risa cruel que helaba hasta el alma. Estos no resistieron”.
“-¡Mala señal!¡Mi caballo, rápido!”, exige Isildur; otro de los guardias se lo trae apresuradamente.”¡Y no serán los últimos, Curunir!”, y espoleando al caballo marcha hacia el Oeste.
La lluvia empieza a debilitarse. Nuevas brumas surgen del Orodruin ocultando definitivamente la presencia del Sol. Los bramidos del Monte del Destino, largos y profundos, perturban todo Gorgoroth.
“-¡Los Espectros del Anillo van a actuar una vez más!¡He de avisar a mi padre y a Gil-galad!”, piensa Isildur mientras cabalga, con la mirada fija en el Orodruin.
Porque los minutos caen ahora inexorables. Apenas llueve ya. El aire, frío y denso, está enrarecido con un halo de muerte y oscuridad. El cono volcánico se alza a lo lejos como un monstruoso ser de las entrañas de la tierra. Los fuegos del Orodruin se vislumbran como un faro hacia la destrucción, tiñendo de rojo carmesí el nuevo palio de sombras que se alza sobre el volcán.
Dicen los Sabios que en el Orodruin está la clave del poder de Sauron. Creación remanente del Enemigo Negro, algunos eruditos piensan que conecta directamente con el interior de Endor, donde sospechan se oculta la impía Llama de Ûdun, poder de Morgoth y sostén del infame Señor de los Anillos.
Una brusca sacudida sísmica despierta a Isildur de sus cavilaciones. El caballo, aterrorizado, cae al suelo y con él su jinete. Rápidamente consigue ponerse en pie y sujetar las riendas.
Los temblores siguen y de repente una explosión. Isildur mira el Orodruin. De las profundidades de Endor, con una incontenible fuerza destructora, indómita, terrorífica en su poder, se alza hasta alcanzar el palio de nubes una columna flamígera de lava incandescente al fuego blanco, derribando parte del flanco sur del cono y acompañada de una fuerte sacudida sísmica.
Y entonces, mientras se protegía los ojos con la mano, con el caballo encabritado sujeto férreamente por las riendas, la verdad le fue revelada.
Las Puertas se habían abierto. Las Puertas se habían abierto, y Sauron había salido.
“¡El Enemigo ha salido!”, exclama por fin Gil-galad. Se levanta del suelo. El temblor ha derribado el mobiliario de la tienda de mando. Elendil se levanta lentamente. Los guardias entran apresuradamente.
-” ¡Mi señor, el enemigo ha salido!”, exclaman entrecortadamente.
-” ¡Lo sabemos!”, dice Elendil. Su mirada ahora es fría como el acero. “¡Que todo el mundo se dirija a sus posiciones! ¡Que las trompetas llamen a combate!¡El día final ha llegado!”.Y acto seguido desenvaina su espada, Narsil, que brilla con un azul encegador. “Ya no volverás a la vaina, hasta que el día acabe o yo muera”.
Los guardias marchan apresurados a cumplir órdenes. Elendil y Gil-galad salen afuera, y ven acercándose a caballo a Elrond, con un bulto bajo el brazo y una lanza enuelta en terciopelo azul.
-“¡Aquí viene mi heraldo, con mis armas!”, exclama Gil-galad.
Elrond baja del caballo. Desenvuelve el terciopelo, y entrega la lanza Aiglos, resplandeciente, a Gil-galad. Muestra el bulto, es un cofre de acero con guarniciones de mithril.Lo abre. De él saca Gil-galad una corona de hojas de laurel, de mithril con esmeraldas engarzadas: la Corona de los Puertos de Lindon. En cuanto se la coloca en la cabeza sobre los largos y rubios cabellos un halo de luz y esperanza parece irradiar del rey noldo.
-“¡Vuelve al Campamento Norte y espera nuestra llamada!¡Contened al enemigo!”
-“¡Que los Valar nos ayuden, mi rey!”, exclama Elrond, y desenvainando una espada larga de hoja brillante se aleja al galope hacia el fragor del combate.
-“¡Vamos!”, dice Elendil a Gil-galad mientras se coloca su yelmo alado de mithril, símbolo de la majestad de los Reyes del Oeste, “¡Lucharemos juntos y ya no nos separaremos más!”.
-“¡Trompetas!”, exclama Gil-galad, “¡A combate!”.
Y tras montar en sus caballos, suenan las trompetas. Todos los hombres les siguen hacia el fragor de la batalla, que ya se cierne ya sobre ellos como una mano asfixiante y mortal.
Todas las Puertas de Barad-dûr se habían abierto. De ellas un caudal incontenible de enemigos se había esparcido por todo el campamento aliado. A duras penas las defensas gondorianas habían resistido el primer embate cuando el Señor Oscuro apareció por la Puerta Oeste. Precedido por sus más fieles sirvientes los Nazgûl, avanzó incontenible como la Muerte a través de las cuatro líneas hacia el Orodruin sin encontrar resistencia.
A su paso sólo queda la desolación. Los poderosos muros enanos habían literalmente saltado por los aires. La mayor parte de los defensores cayeron muertos de terror. Los supervivientes perecieron bajo las cimitarras de la Guardia Negra de Barad-dûr. Miembros desgarrados, escudos y armaduras fundidos por su furia, cuerpos destrozados, sangre, caos y muerte.
Mientras prosigue su avance, los Nazgûl, dirigiendo los ataques a los flancos y a la retaguardia, se disponen a someter a una dura prueba a las fuerzas sitiadoras. Al sonido de las trompetas, elfos, enanos y hombres se apresuran a presentar batalla.