ESCATOLOGIA UNIVERSAL

ESCATOLOGIA UNIVERSAL

FRITHJOF SCHUON

La escatología forma parte de la cosmología, y ésta prolonga la metafísica, la cual se identifica esencialmente con la sophia perennis. Cabe preguntarse con qué derecho la escatología puede formar parte de esta sophia, dado que, epistemológicamente hablando, la pura intelección no parece revelar nuestros destinos de ultratumba, mientras que nos revela los principios universales; pero, en realidad, el conocimiento de estos destinos es accesible gracias al conocimiento de los principios, o gracias a su justa aplicación. en efecto, comprendiendo la naturaleza profunda de la subjetividad, y no exclusivamente por esta vía exterior que es la Revelación (1), es como podemos conocer la inmortalidad del alma, pues quien dice subjetividad total o central –y no parcial y periférica como la de los animales– dice por lo mismo capacidad de objetividad, intuición de absoluto e inmortalidad (2). Y decir que somos inmortales significa que hemos existido antes de nuestro nacimiento humano –pues lo que no tiene fin no podría tener un comienzo–, y, por lo demás, que estamos sometidos a ciclos; la vida es un ciclo, y nuestra existencia anterior debía ser también un ciclo en una cadena de ciclos, es decir, está condenada a ello si no hemos podido realizar la razón de ser del estado humano, que, siendo central, permite precisamente escapar a la «rueda de las existencias».

La condición humana es, en efecto, la puerta hacia el Paraíso: hacia el Centro cósmico que, aun formando parte del Universo manifestado, se sitúa, sin embargo –gracias a la proximidad magnética del Sol divino–, más allá de la rotación de los mundos y de los destinos, y, por ello, más allá de la «transmigración». Y por eso «el nacimiento humano es difícil de conseguir», según un texto hindú; para convencerse de ello basta considerar la inconmensurabilidad entre el punto central y los innumerables puntos de la periferia.

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Hay almas que, plena o suficientemente conformes a la vocación humana, entran directamente al Paraíso: son, ya los santos, ya los santificados. En el primer caso, son las grandes almas iluminadas por el Sol divino y dispensadoras de rayos bienhechores; en el segundo caso, son las almas que, no teniendo ni defectos de carácter ni tendencias mundanas, están libres –o liberadas– de pecados mortales y están santificadas por la acción sobrenatural de los medios de gracia de los que han hecho su viático. Entre los santos y los santificados hay sin duda posibilidades intermedias, pero sólo Dios es juez de su posición y su jerarquía.

Sin embargo, entre los santificados –los salvados por santificación a la vez natural y sobrenatural (3)–, hay algunos que no son bastante perfectos para poder entrar directamente al Paraíso; esperarán, pues, su madurez en un lugar que algunos teólogos han calificado de «prisión honorable», pero que en opinión de los amidistas es más que esto, puesto que, dicen ellos, este lugar se sitúa en el Paraíso mismo; lo comparan a un capullo de loto dorado, que se abre cuando el alma está madura. Este estado corresponde al «limbo de los padres» (limbus = borde) de la doctrina católica: los justos de la «Antigua Alianza», según esta perspectiva muy particular, se encontraban en él antes del «descenso a los infiernos» de Cristo-Salvador; (4) concepción ante todo simbólica, y muy simplificadora, pero perfectamente adecuada en cuanto al principio, e incluso literalmente verdadera en casos que no tenemos que definir aquí, dada la complejidad del problema.

Después del «loto» debemos considerar el «purgatorio» propiamente dicho: el alma fiel a su vocación humana, es decir, sincera y perseverante en sus deberes morales y espirituales, no puede caer en el infierno, pero puede pasar, ante de acceder al Paraíso, por ese estado intermedio y doloroso que la doctrina católica llama el «purgatorio»: debe pasar por él si tiene defectos de carácter, o si tiene tendencias mundanas, o si se ha cargado con un pecado que no ha podido compensar con su actitud moral y espiritual ni por la gracia de un medio sacramental. Según la doctrina islámica, el «purgatorio» es una estancia pasajera en el infierno: Dios salva del fuego «a quien Él quiere», es decir, Él es el único juez de los imponderables de nuestra naturaleza; o, dicho de otro modo, Él es el único en saber cuál es nuestra posibilidad fundamental o nuestra substancia. Si hay confesiones cristianas que niegan el Purgatorio, es en el fondo por la misma razón: porque las almas de los que no se han condenado, y que ipso facto están destinadas a la salvación, se hallan en manos de Dios y no le conciernen más que a Él.

Por lo que toca al Paraíso, hay que dar cuenta aquí de sus regiones «horizontales», así como de sus grados «verticales»: las primeras corresponden a sectores circulares, y los segundos a círculos concéntricos. Las primeras separan los diversos mundos religiosos o confesionales, y los segundos, los diversos grados en cada uno de estos mundos: por una parte, el Brahma-loka de los hindúes, por ejemplo, que es un lugar de salvación como el Cielo de los cristianos, no coincide, sin embargo, con este último; (5) y, por otra parte, en un mismo Paraíso, el lugar de Beatitud de los santos modestos o del «santificados» no es el mismo que le de los grandes santos. «Hay muchas moradas en la casa de mi Padre» (6), sin que haya, no obstante, una separación absoluta entre los diversos grados, pues la «comunión de los santos» forma parte de la Beatitud (7); y tampoco hay motivo para admitir que no hay ninguna comunicación posible entre los diversos sectores religiosos, en el plano esotérico en el que puede tener un sentido. (8)

Antes de ir más lejos, y en lo que concierne a la escatología en general, quisiéramos hacer la observación siguientes: se ha esgrimido a menudo que ni el Confucianismo ni el Shintoismo admiten expresamente las ideas del más allá y de la inmortalidad, lo cual no significa nada puesto que tienen el culto a los antepasados; si no hubiera supervivencia, este culto no tendría ningún sentido, y no habría ningún motivo para que un emperador del Japón fuera a informar solemnemente a las almas de los emperadores difuntos de tal o cual acontecimiento. Se sabe, por lo demás, que una de las características de las tradiciones de tipo chamanista es la parquedad –no la ausencia total– de las informaciones escatológicas.

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Hemos de dar cuenta ahora, por una parte, de la posibilidad infernal que mantiene al alma en el estado humano y, por otra parte, de las posibilidades de «transmigración», que, por el contrario, la hacen salir de él. Hablando en rigor, también el infierno es, a fin de cuentas, una fase de la transmigración, pero antes de liberar al alma hacia otras fases u otros estados la encarcela «perpetuamente», pero no «eternamente»; la eternidad sólo pertenece a Dios, y en cierto modo al Paraíso, en virtud de un misterio de participación en la Inmutabilidad divina. El infierno cristaliza una caída vertical; es «invencible» porque dura hasta el agotamiento de un cierto ciclo cuya extensión sólo Dios conoce. Entran en el infierno, no los que han pecado accidentalmente, con su «corteza» por así decirlo, sino los que han pecado substancialmente o con su «núcleo», y ésta es una distinción que puede no ser perceptible desde fuera; son, en todo caso, los orgullosos, los malvados, los hipócritas, o sea todos los que son lo contrario de los santos y los santificados.

Exotéricamente hablando, el hombre se condena porque no acepta una determinada Revelación, una determinada Verdad, y no obedece a una determinada Ley; esotéricamente, se condena él mismo porque no acepta su propia Naturaleza fundamental y primordial, la cual le dicta un determinado conocimiento y un determinado comportamiento (9). La Revelación no es sino la manifestación objetiva y simbólica de la Luz que el hombre lleva en sí mismo, en el fondo de su ser; no hace sino recordarle lo que él es, y lo que debería ser puesto que ha olvidado lo que es. Si todas las almas humanas, antes de su creación, deben testimoniar que Dios es su Señor –según el Corán (10)– , es porque saben «preexistencialmente» lo que es la Norma; existir es, para la criatura humana, saber «visceralmente» lo que es el Ser, la Verdad y la Ley; el pecado esencial es un suicidio del alma.

Nos falta hablar de otra posibilidad de supervivencia, a saber, la «transmigración», (11) la cual permanece totalmente fuera de la «esfera de interés» del Monoteísmo semítico, que es una especie de «nacionalismo de la condición humana» y por esta razón no considera más que lo que concierne al ser humano como tal. Fuera del estado humano, y sin hablar de los ángeles y los demonios, (12) para esta perspectiva sólo hay una especie de nada; ser excluido de la condición humana equivale, para el Monoteísmo, a la condenación. Hay, sin embargo, entre esta manera de ver y la de los transmigracionistas –hindúes y budistas sobre todo– un punto de unión, y es la noción católica del «limbo de los niños», donde se considera que permanecen, sin sufrir, los niños muertos sin bautismo; pues bien, este lugar, o esta condición, no es otro que la transmigración, en mundos distintos del nuestro y, por consiguiente, a través de estados no-humanos, inferiores o superiores según los casos (13). «Pues ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la perdición, y numerosos son los que lo recorren»: como, por una parte, Cristo no puede querer decir que la mayoría de los hombres van al infierno, y como, por otra parte, la «perdición» en lenguaje monoteísta y semítico significa también la salida del estado humano, hay que concluir que la frase citada concierne, de hecho, a la masa de los tibios y los mundanos, que ignoran el amor a Dios –incluidos aquellos incrédulos que se benefician de circunstancias atenuantes–, y que merecen, si no el infierno, al menos la expulsión de este estado privilegiado que es el hombre; privilegiado porque da inmediatamente acceso a la Inmortalidad paradisíaca. Por lo demás, los «paganismos» no ofrecían el acceso a los Campos Elíseos o a las Islas de los Bienaventurados más que a los iniciados en los Misterios, no a la masa de los profanos; y el caso de las religiones «transmigracionistas» es más o menos similar. El hecho de que la transmigración a partir del estado humano comience casi siempre con una especie de purgatorio, refuerza evidentemente la imagen de una «perdición», es decir, de una desgracia definitiva desde el punto de vista humano.

El bautismo de los recién nacidos tiene por objeto –aparte de su finalidad intrínseca– salvarlos de esta desgracia, y tiene, de facto, por efecto el mantenerlos, en caso de fallecimiento, en el estado humano, que en su caso será un estado paradisíaco, de modo que el resultado práctico –buscado por el «nacionalismo del estado humano»– coincide con la finalidad que persigue el sacramento para los adultos; y con la misma motivación los musulmanes pronuncian en el oído de los recién nacidos el Testimonio de Fe, lo que, por lo demás, evoca todo el misterio del poder sacramental del Mantra. La intención es inversa en el caso muy particular de la transmigración voluntaria de los bodhisattvas, que sólo pasa por estados «centrales», luego análogos al estado humano; pues el bodhisattva no desea mantenerse en la «prisión dorada» del Paraíso humano, sino que quiere poder irradiar en mundos no-humanos hasta el fin del gran ciclo cósmico. Se trata de una posibilidad que la perspectiva monoteísta excluye y que es incluso característica del Budismo Mahâyana, sin no obstante imponerse a todos los mahayanistas, aunque fueran santos; los amidistas, particularmente, no aspiran más que al Paraíso de Amitâbha, que equivale prácticamente al Brahma-loka hindú y al Paraíso de las religiones monoteístas, y que es considerado, no como un «callejón sin salida celestial», si se puede decir así, sino, bien al contrario, como una virtualidad del Nirvâna.

No podemos silenciar aquí otro aspecto del problema de los destinos de ultratumba, y es el siguiente: la teología –islámica así como cristiana– enseña que los animales están comprendidos en la «resurrección de la carne» (14): pero mientras que los hombres son enviados, bien al Paraíso, bien al infierno, los animales serán reducidos al estado de polvo, pues se considera que no tienen «alma inmortal»; esta opinión se basa en el hecho de que el intelecto no se encuentra actualizado en los animales, de dónde la ausencia de la facultad racional y del lenguaje. En realidad, la situación infrahumana de los animales no puede significar que carezcan de subjetividad sometida a la ley del karma y comprometida en la «rueda de los nacimientos y las muertes», (15) y esto concierne también, no a tal o cual planta aislada sin duda, sino a las especies vegetales, cada una de las cuales corresponde a una individualidad, sin que se pueda discernir cuáles son los límites de la especie y que grupos constituyen simplemente modos de ella.

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Hemos distinguido cinco salidas póstumas de la vida humana terrenal: el Paraíso, el limbo-loto, el purgatorio, el limbo-transmigración y el infierno. Las tres primeras salidas mantienen el estado humano, la cuarta hace salir de él; la quinta lo mantiene para finalmente hacer salir de él. El Paraíso y el loto están más allá del sufrimiento; el purgatorio y el infierno son estado de sufrimiento en diversos grados; la transmigración no es necesariamente sufriente en el caso de los bodhisattvas, pero está mezclada de placer y dolor en los demás casos: hay dos esperas del Paraíso, una dulce y otra rigurosa, a saber, el loto y el purgatorio; y hay dos exclusiones del Paraíso, igualmente una dulce y una rigurosa, a saber, la transmigración y el infierno; en estos dos casos hay pérdida de la condición humana, ya sea inmediatamente en el caso de la transmigración, ya sea, a fin de cuentas, en el del infierno. En cuanto al Paraíso, es la cumbre bienaventurada del estado de hombre, y no tiene un contrario simétrico propiamente hablando, a pesar de las esquematizaciones simplificadoras don intención moral; (16) pues el Absoluto, al que pertenece «por adopción» el Mundo celestial no tiene opuestos, salvo en apariencia.

La eternidad no pertenece más que a Dios solo, hemos dicho; pero hemos evocado también, por alusión, el hecho de que lo que se denomina «eternidad» en el caso del infierno no puede coincidir con lo que se puede llamar así en el caso del Paraíso, pues no hay simetría entre estos dos órdenes, uno de los cuales se nutre de la ilusión cósmica, y el otro de la Proximidad divina. La perennidad paradisíaca es, sin embargo, relativa forzosamente; lo es en el sentido de que desemboca en la Apocatástasis, por la cual todos los fenómenos positivos retornan a sus Arquetipos in divinis; en lo que no podría haber ninguna pérdida ni ninguna privación, primero porque Dios nunca cumple menos de lo que promete o nunca promete más de lo que cumple, y después –o más bien ante todo– a causa de la Plenitud divina, que no puede carecer de nada.

Considerado en este aspecto, el Paraíso es realmente eterno; (17) el fin del mundo «manifestado» y «extra-principial» sólo es una cesación desde el punto de vista de las limitaciones manifestantes, pero no desde el de la Realidad intrínseca y total, la cual, por el contrario, permite a los seres volver a ser «infinitamente» lo que son en sus Arquetipos y en su Esencia una.

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Todas nuestras consideraciones precedentes, podrían parecer arbitrarias e imaginativas en el más alto grado a quien se atiene a esa inmensa simplificación que es la perspectiva cientifista, pero se vuelven, por el contrario, plausibles cuando, por una parte, se reconoce la autoridad de los diversos datos tradicionales –y no tenemos que volver aquí sobre la legitimidad de esta autoridad, que coincide con la naturaleza misma de este fenómeno «naturalmente sobrenatural» que es la Tradición en todas sus formas– y, por otra, se saben sacar de la subjetividad humana todas las consecuencias próximas y lejanas que ella implica. Es precisamente esta subjetividad –misterio deslumbrante de evidencia– lo que los filósofos modernos, incluidos los psicólogos más pretenciosos, nunca han comprendido ni querido comprender, y no hay en eso nada de sorprendente puesto que ella ofrece la clave para las verdades metafísicas así como para las experiencia místicas, las cuales, tanto unas como otras, exigen todo lo que somos.

«Conócete a ti mismo», decía la inscripción del templo de Delfos; (18) es también lo que expresa este hadîth: «Quien conoce su alma, conoce a su Señor»; e igualmente el Veda: «Tú eres Esto»; a saber, Atmâ, el Sí a la vez transcendente e inmanente, el cual se proyecta en miríadas de subjetividades relativas, que están sometidas a ciclos, así como a localizaciones, y que se extienden desde la más pequeña flor hasta esa manifestación divina directa que es el Avatâra.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––-

1.- Aunque ésta constituye siempre la causa ocasional, o la condición inicial, de la intelección correspondiente.

2.- Como lo hemos demostrado en otras ocasiones, sobre todo en nuestro libro De lo Divino a lo Humano, capítulo Consecuencias que se desprenden del misterio de la subjetividad.

3.- Esto no es una contradicción, pues la naturaleza específica del hombre contiene, por definición, elementos disponibles de sobrenaturalidad.

4.- Es en este lugar donde Dante sitúa, de facto –todo bien mirado– , a los sabios y los héroes de la Antigüedad, aunque los asocie con el Inferno por razones de teología, puesto que fueron «paganos».

5.- Los Paraísos hindúes de los que se es expulsado después de agotar el «buen karma» no son lugares de salvación, sino de recompensa pasajera; lugares «periféricos» no «centrales», y situados fuera del estado humano, puesto que pertenecen a la transmigración.

6.- Esta frase incluye asimismo e implícitamente, una referencia esotérica a los sectores celestiales de las diversas religiones.

7.- Y especifiquemos que, si en los Paraísos hay grados, hay también ritmos, lo que el Corán expresa diciendo que los bienaventurados tendrán su alimento «mañana y noche». No hay mundo, por lo demás, sin niveles jerárquicos ni ciclos, es decir, sin «espacio» ni «tiempo».

8.- Esta posibilidad de comunicación interreligiosa también tiene, evidentemente, un sentido cuando un mismo personaje a la vez histórico y celestial aparece en religiones diferentes, como es el caso de los Profetas bíblicos; aunque sus funciones sean entonces distintas según la religión en la que se manifiestan.

9.- «Dios no hace daño a los hombres, sino que los hombres se hacen daño a sí mismo» (Corán, Sura Yûnus, 44)

10.- «Y cuando tu Señor sacó una descendencia de los riñones de los hijos de Adán, y les hizo testimoniar contra ellos mismos: ¿No soy Yo vuestro Señor?, ellos dijeron: Sí, lo atestiguamos. (Y esto) a fin de que no digáis, en el Día de la Resurrección: Hemos sido inconscientes de esto. O para que no digáis: Nuestros antepasados dieron en otro tiempo asociados (a Dios); (ahora bien) nosotros somos sus descendientes…» (Sura, Las Elevaciones, 172 y 173). Estas criaturas preexistenciales son las posibilidades individuales contenidas necesariamente en la Omniposibilidad, y llamadas a la Existencia –no producidas por una Voluntad moral– por la Irradiación existenciante.

11.- Que no hay que confundir con la metempsicosis, en la que elementos psíquicos, en principio perecederos, de un muerto se incorporan al alma de un vivo, lo que puede dar la ilusión de una «reencarnación». El fenómeno es benéfico o maléfico, según se trate de un psiquismo bueno o malo; de un santo o un pecador.

12.- El Islam admite igualmente los jînn, los «espíritus», tales como los genios de los elementos –gnomos, ondinas, silfos, salamandras– y también otras criaturas inmateriales, vinculadas a veces a montañas, cavernas, árboles, a veces a santuarios; intervienen en la magia blanca o negra, es decir, bien en el chamanismo terapéutico, bien en la hechicería.

13.- Sea «periféricos», sea «centrales»: análogos al estado de los animales en el primer caso, y al de los hombres en el segundo; el hecho de que haya algo de absoluto en el estado humano –como hay algo de absoluto en el punto geométrico– excluye, por lo demás, la hipótesis evolucionista y transformista. Como las criaturas terrenales, los ángeles son también ya «periféricos», ya «centrales»: ya sea que personifiquen tal o cual Cualidad divina, que les confiere a la vez una determinada proyección y una determinada limitación, ya sea que reflejen el Ser divino mismo, y entonces no constituyen más que uno en el fondo: es el «Espíritu de Dios», el Logos celestial, que se polariza en Arcángeles y que inspira a los Profetas.

14.- La muerte corporal y la separación subsiguiente del cuerpo y el alma son la consecuencia de la caída de la primera pareja humana; situación provisional que será reparada al final de este ciclo cósmico, salvo para algunos seres privilegiados –como Enoc, Elías, Cristo, la Virgen– que han subido al Cielo con su cuerpo entonces «transfigurado».

15.- En el Sufismo, se admite «inoficialmente» que tal o cual animal particularmente bendito haya podido seguir a su dueño al Paraíso, lleno como estaba de una barakah de fuerza mayor; lo cual, a fin de cuentas, no tiene nada de inverosímil. En cuanto a la cuestión de saber si hay animales en el Cielo, no podríamos negarlo, y esto porque el mundo animal, como el mundo vegetal, que constituye el «Jardín» (Jannah) celestial, forma parte del ambiente humano natural; pero los animales paradisíacos, como tampoco las plantas del «Jardín», no tienen por qué venir del mundo terrestre. Según los teólogos musulmanes, las plantas y los animales del Cielo han sido creados in situ y para los elegidos, lo que equivale a decir que son de substancia cuasi angélica; «y Dios es más sabio».

16.- El «frente por frente» cósmico inverso del Paraíso no es el infierno solamente, sino también la transmigración, lo que ilustra la transcendencia y la independencia del primero. Añadamos que hay ahâdîth que atestiguan la desaparición –o la vacuidad final– del infierno; «crecerá en él el berro», parece que dijo el Profeta, y también, que Dios perdonará al último de los pecadores.

17.- Lo que indica, por lo demás, en el Sufismo, la expresión de «Jardín de la Esencia», Jannata adh-Dhât; el cual trasciende divinamente los «Jardines de las Cualidades», Jannât as-Sifât.

18.- Formulada por Tales, y después comentada por Sócrates.

SOBRE LOS ESTADOS POSTUMOS

SOBRE LOS ESTADOS POSTUMOS

FRITHJOF SCHUON

El punto de vista propio de las religiones de origen semítico se caracteriza, entre otras cosas, por su tendencia a negar todo lo que no interesa al hombre como tal: negará por lo tanto la inmortalidad del alma animal, y también, lo que viene a ser lo mismo de alguna manera, la transmigración del alma a través de las existencias no humanas; no obstante, no se puede hablar aquí de negación sino de una manera muy exterior y muy relativa, ya que no hay errores en las Revelaciones y se trata en el caso presente más bien de una concepción muy sintética y simplificada de los estados póstumos, cuya totalidad se encuentra reducida a dos estados “eternos” (1), el cielo y el infierno (2). Si en esta concepción el alma animal es negada, es porque, no siendo humana, no puede participar directamente (3) en los medios de salvación y no puede pues salvarse a partir de su propio estado; de una manera análoga, todo estado póstumo no correspondiendo al estado humano se asimilará, implícita si no explícitamente, a los estados infernales o a los “limbos”, según los casos. Ni que decir tiene que, si los estados no humanos –no hablamos por supuesto de los estados angélicos– pueden ser asimilados al infierno porque ellos constituyen la salvación, se puede por otra parte, con no menos razón, asimilar estos mismos estados a los limbos ya que ellos no constituyen la condenación (4); por lo tanto, cuando “paganos” y “herejes” son declarados excluidos de la salvación –y en la medida en que esto es así– eso no podría significar, esotéricamente hablando, que ellos deban entrar en los ámbitos infernales. Por otro lado, la asimilación de los estados no humanos –o infrahumanos si se prefiere– a los estados infernales se justifica todavía por el hecho de que la transmigración implica sufrimiento, o más exactamente la alternancia de estados felices e infelices, algo de lo cual el ser no está liberado más que en el Paraíso; pero este argumento es obviamente reversible y puede muy bien servir para poner de manifiesto que la transmigración, en tanto que sus sufrimientos son efímeros no es infernal en el sentido absoluto que da a esta palabra el punto de vista teológico.

Nos parece inevitable responder aquí a una objeción demasiado a menudo formulada, y que pone por otra parte crudamente a la luz lo que el punto de vista específicamente teológico tiene, por su antropomorfismo mismo, de provisional y por tanto de vulnerable: es la objeción –ampliamente explotada por los ateos, pero inevitablemente mal refutada por el exoterismo– de que no hay ninguna común medida entre un acto, tan malo como sea, y un castigo sin final, o en otros términos, que una causa limitada no puede tener un efecto ilimitado; esta objeción comporta una verdad innegable, y muestra incluso que el cielo y el infierno no podrían ser «eternos» en el sentido literal de la palabra (5); sin embargo, si la objeción es verdadera en sí, no lo es sin embargo en absoluto en detrimento de lo que la Revelación religiosa tiene realmente en vista, ya que además de que es perfectamente legítimo, en lenguaje humano, decir que una acción es «recompensada» o «castigada» por Dios, no es tal acción la que se castiga, sino tal actitud o tendencia fundamental y por consiguiente irremediable (6); la acción pecadora no representa pues más que una manifestación o un símbolo de esta actitud o tendencia. Dicho de otra manera, solo van en infierno aquellos que, si Dios los sacara, harían todo por volver a entrar; la perpetuidad del infierno está pues menos en el rigor del Juicio que en la naturaleza de los condenados. Dios no esta en absoluto sometido al tiempo y, para El, el «castigo» –como también la «recompensa»– marca un aspecto esencial de tal ser, al mismo título que las acciones o actitudes que, desde el punto de vista humano, parecen haber causado bien el castigo, o la retribución. El individuo es aquello que debe ser según su posibilidad, es decir que él es una expresión necesaria de la Omni-Posibilidad; las posibilidades particulares no tienen otra explicación que la infinitud de la Posibilidad universal, y no se podría explicarlas por consideraciones morales.

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Según una expresión hindú, «la condición humana es difícil de obtener»; lo que significa que, para el ser en transmigración, las oportunidades de entrar en un estado central como el estado humano precisamente, –o de mantenerse ahí, tras la muerte, si se encuentra en ese estado– son inconmensurablemente menores que las de caer en un estado periférico, como el de los animales, de los vegetales o incluso de los minerales. Esta desproporción se expresa lo más claramente posible en el simbolismo geométrico al cual acabamos de pedir prestados nuestros términos: incluso reemplazando el punto geométrico por un punto visible, –por tanto, por una circunferencia lo más reducida posible, esto es, hasta el límite de la visibilidad,– la extensión de este centro será siempre insignificante comparada con la de la circunferencia. Representémonos una lluvia que riega un terreno cuyo centro está marcado por un guijarro: habrá infinitamente más probabilidades para las gotas de agua de caer en el terreno que sobre la piedra; y esta imagen, convenientemente traspuesta, permite entrever no sólo porqué la condición humana es «difícil de obtener», sino también porqué esta condición –o en cualquier otro mundo la condición análoga– representa a Dios «sobre tierra»; es en efecto a partir de esta sola condición que el ser puede realizar a Dios y salir por lo tanto de la transmigración (el samsâra). La razón suficiente del estado humano, su ley existencial (dharma), es ser un puente entre la tierra y el cielo, por lo tanto de «realizar a Dios» en un grado cualquiera (7), –o lo que viene a ser lo mismo, de salir del cosmos, por lo menos del cosmos formal (8); esto explica por otra parte porqué toda moral sagrada hace hincapié en la importancia de la procreación en el matrimonio y no ve en éste otro fin: la procreación, en efecto, permite a las almas errantes en los estados periféricos y pasivos –análogos, pero no idénticos, a las especies animales, vegetales y minerales de nuestro mundo terrestre– entrar en un estado central, activo, libre, –el estado humano– y obtener allí la salvación o la liberación; la mujer, si puede garantizar a sus hijos, como es el caso en las civilizaciones tradicionales, los medios de salvación, realiza pues una obra infinitamente caritativa por su función maternal; la madre es así una puerta sagrada hacia la liberación. No hay ninguna contradicción en el hecho de que la moral cristiana quiera simultáneamente la procreación y la castidad, e incluso esta última antes que nada, ya que estas dos funciones no tienen igualmente sentido más que con vistas a Dios: la castidad de una manera directa, interior, «vertical», mística, y la procreación de una manera indirecta, exterior, «horizontal», social; en otros términos, una es cualitativa y otra cuantitativa, en un cierto sentido al menos. La castidad, lejos contradecir la función de la procreación, corresponde por tanto –no en si misma, sino en virtud del papel efectivo que tiene en tal vía espiritual– a lo que hace la razón suficiente del estado humano; sin la castidad, se dirá según esta perspectiva, la vida no tiene sentido; pero sin la procreación, no hay nadie para ser casto; es necesario pues adoptar una opinión que reconcilie estas dos exigencias. El hombre que procrea debe en efecto realizar la castidad según los modos apropiados; y del mismo modo, pero en sentido inverso, el hombre casto debe procrear según los modos que exige su función: es decir, el hombre casado debe ser casto, en primer lugar respecto a las mujeres distintas de la que le permite la ley religiosa, a continuación hasta cierto punto también respecto a la suya, y finalmente hacia su alma cuya posición, con relación al espíritu, es femenina; en cuanto al hombre que hace voto de castidad, debe procrear a su vez, pero espiritualmente, y lo hará por una parte por la transmisión de las verdades y gracias espirituales, y por otra parte por la irradiación de su santidad. Lo que acabamos de decir implica que la castidad según la carne no constituye en absoluto una exigencia absoluta, puesto que es en si misma una actitud estrictamente humana; en cuanto a la castidad espiritual, de la que la castidad carnal no es más que un apoyo entre otros igualmente posibles, se impone de una manera incondicional, ya que sin ella no hay salida del mundo ilusorio de las formas; pero esta castidad espiritual podrá tomar distintos nombres según las vías: es así que en el Islam se convierte en «pobreza», de modo que las funciones de procreación y castidad pueden unirse, aquí, incluso en el plano carnal.

Pero volvamos de nuevo después de esta digresión a la cuestión de la posibilidad que ofrece el estado humano –y en otros mundos los estados análogos– de salir de la indefinida ronda cósmica: el hombre, con el fin de poder realizar esta liberación, debe ya poseer una cierta libertad eminentemente superior (9) en su naturaleza misma, y esta libertad, es el libre albedrío que eleva al hombre por encima de los seres pasivos como los animales; pero es también lo que, por una trágica paradoja, –inherente por lo demás a la creación como tal,– permite al hombre no tener en cuenta en absoluto su ley existencial o innata, o digamos del sentido de su vida; en este caso, solo será hombre accidentalmente o de alguna manera por casualidad (10), y para nada necesariamente o por definición esencial (11).

Se desprende de lo que acabamos de exponer que la razón suficiente de toda forma de Revelación consiste en realizar, de la manera más amplia posible, lo que constituye la razón de ser de nuestra existencia misma; queremos decir que la religión debe dirigirse a todas las aptitudes, incluso las más modestas, usando, como lo hacen los ángeles, diferentes lenguajes espirituales, pero siempre conformes a la Idea fundamental; la religión proporcionará pues, a aquel que responde por su naturaleza a la definición de «hombre», los medios de realizar su fin último, –ser perfectamente hombre es «llegar a ser Dios» (12), – y por otra parte, a aquellos que son hombres de alguna manera a pesar suyo, el medio, no en primer lugar de ir a Dios, sino de querer dirigirse hacia El, y por lo tanto de llegar a ser antes que nada, plenamente hombres (13).

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––––

(1) La «eternidad» es una cualidad absoluta –aquella cuya ausencia relativa hace precisamente al tiempo– y no puede por lo tanto asignarse sino a Dios, a menos de un lenguaje totalmente simbólico.

(2) El hecho de que ni la Iglesia Ortodoxa ni el Islam admitan explícitamente el purgatorio no significa de ninguna manera que niegan la cosa, como lo muestra por ejemplo esta enseñanza del Profeta: «Aquellos que hayan merecido el paraíso entrarán en el; los rechazados irán en infierno. Dios dirá entonces: ¡Que se haga salir del infierno a aquellos que tienen en el corazón aunque solo sea el peso de un grano de mostaza de fe! Entonces se los hará salir, aunque ya estén calcinados; luego se los lanzará al río de agua de lluvia (la lluvia que significa la Gracia) –o en al río de la vida (es decir de la Beatitud que, estando más allá del sufrimiento y de la muerte, se identifica con la Vída pura)– e inmediatamente renacerán.»

(3) Esta reserva se impone porque, en los ritos sacrificiales tal como existen en el Judaísmo y el Islam, el alma del animal sacrificado se beneficia también del rito, quizás renaciendo en un estado central o libre como el nuestro.

(4) Si no fuera así, los animales por ejemplo estarían en el infierno. Es cierto que el estado de las especies inferiores puede a menudo hacer pensar en el estado infernal, y eso tanto más como que, según toda verosimilitud, es la especie entera la que constituye aquí un individuo, de modo que un tal estado no finalizaría mas que con la extinción misma de la especie, lo que simbolizaría muy bien la perpetuidad del infierno; es quizás este aspecto múltiple de un individuo lo que tiene en vista la Ley de Manu cuando habla de un gran número de renacimientos en el cuerpo de un animal inferior. Lo inverso tiene lugar en los ángeles donde cada «individuo», si se puede decir, equivale él solo a una especie entera.

– No hay que perder vista que la «cualidad» cósmica es más o menos independiente del «grado» cósmico, en caso contrario no habría ni hombres viles, ni animales nobles; es decir que el animal, con relación al hombre, no es inevitablemente un individuo inferior, y que puede incluso ser todo lo contrario, según los casos; pero su estado cósmico no dejará de ser inferior con relación al estado humano; es necesario pues distinguir «individuo» y «estado».

– Por lo que se refiere a los ángeles, es necesario distinguir por una parte aquellos que son los más elevados de los seres periféricos o pasivos, y por otra parte aquellos que son los aspectos o funciones del «Espíritu» y que, por ello, son los estados centrales y activos por excelencia; ellos constituyen los aspectos «creados» del «Espíritu Santo», por lo tanto de Dios, lo cual la teología ordinaria no puede obviamente admitir bajo esta forma. En la doctrina hindú, estos ángeles son los Dévas, de la Trimúrti ; la doctrina islámica, enseña que el «Espíritu» (Er-Rûh, en sánscrito Buddhi) –cuyos aspectos o funciones constituyen precisamente los «ángeles supremos» (El-Mala’ el-a’ la o El-Mala’ ikat el-kiram)– no debió prosternarse como los otros ángeles ante Adán, y que, según un simbolismo espacial, él supera en inmensidad a todos los ángeles ordinarios tomados juntos, lo que vuelve de nuevo a decir que en el orden universal, en virtud de la analogía opuesta, el centro es «mayor» que la periferia.

(5) Esta «eternidad» no puede ser sino un «perpetuidad», por lo tanto una duración indefinida; por otro lado, ni la expresión cristiana in saecula saeculorum ni las palabras coránicas khalada, khalid. khuld (refiriéndose a la perpetuidad o inmortalidad) significan la eternidad. Según Santo Tomás de Aquino, «el infierno solo es llamado eterno a causa de su invencibilidad». Es por eso que no hay verdadera eternidad en el infierno, sino más bien tiempo… ». El cielo y el infierno son «eternos» porque son relativamente inmutables con relación a nuestra vida terrestre, y eso en grados diferentes.»

– Importa señalar aquí que la teología ordinaria no podría constituir un sistema cerrado frente a la metafísica pura, y que no puede impunemente plantearse como tal; eso aparece muy claramente en ciertas proposiciones teológicas de las que lo menos que se puede decir es que son fragmentarias y no saben compensar su aparente ininteligibilidad mas que por medio de vagas referencias a una Sabiduría divina «insondable». Pensamos aquí sobre todo en la teoría relativa a la «Infinita Bondad» y la «infinita Justicia» y explicando el creación del hombre por aquella y su condenación por ésta, o también a la idea del «castigo eterna» merecido por una ofensa cuasi-infinita de la dignidad de Dios, idea que implica la de la ausencia de compasión en los elegidos con respecto a los condenados; todas estas proposiciones tienen obviamente un sentido y son por lo tanto justificables, pero solamente por la metafísica, no por razonamientos antropomórficos. Por lo tanto, resulta del exoterismo mismo que él no podría estar realmente completo sin el esoterismo, y que presenta, al contrario, grietas que solamente la ciencia sagrada puede llenar, sin lo cual las tinieblas se introducen ahí. Solo el esoterismo posee las luces suficientes para afrontar todas las objeciones posibles y para explicar positivamente la religión; pero esto supone que explique de una sola vez toda la religión, y, por lo mismo, toda religión; en una palabra, o bien se mantiene, contra la «sabiduría según la carne», el exoterismo y el esoterismo a la vez, –la forma y la esencia,– o bien no se mantiene nada en absoluto.

(6) Según la doctrina islámica, esta condenado el que lleva el «rechazo de la Verdad» (kufr) en su esencia (dhat) misma, y no el que solo la lleva en sus atributos (cifat), estando concebidos estos últimos como accidentes.

– Un hadith dice que un hombre entró al Paraíso por haber dado a beber a un perro; está claro que esta acción sola no podía por si misma tener tal efecto, pero todo se vuelve comprensible cuando se la concibe como una manifestación especialmente característica –culminante de alguna manera–, de la tendencia fundamental, y fundamentalmente buena, del alma de que se trata.

(7) Los Hindúes expresan esta verdad de la siguiente manera: así como el dharma del agua es fluir y el del fuego es quemar, o el del pájaro volar y el del pez nadar, así mismo es el dharma del hombre realizar Brahma, y por lo tanto liberarse de samsâra .

– En el mismo sentido aún, la teología cristiana enseña que el hombre se creó para conocer a Dios, amarlo, servirlo y, por este medio, adquirir la Vida eterna.

(8) El cosmos formal constituye la periferia cósmica, siendo el centro cósmico el Paraíso en sentido ordinario de la palabra. Esta reserva es útil porque el Paraíso significa a menudo, en las doctrinas esotéricas, lo que se podría llamar, a falta de un mejor término, el «Estado divino», por lo tanto la realización de Dios.

– Si hablamos aquí de Paraíso en singular, no es, por supuesto, para excluir la pluralidad de los Paraísos, testificada por todas las Revelaciones, sino porque esta palabra puede designar en realidad el conjunto de los mundos paradisíacos, o también, en Dios El-mismo, el conjunto de sus Nombres.

(9) Es evidente que los animales y los vegetales reflejan ellos también la Libertad divina, y que por este hecho son necesariamente libres, al menos sobre un determinado aspecto, precisamente el de su participación en la Libertad de Dios; pero esta participación es, en un grado eminente, menos directa que la del hombre, de modo que es perfectamente legítimo, desde el punto de vista humano, negar la libertad animal, así como es legítimo desde el «punto de vista divino» negar la libertad humana.

(10) Hablando rigurosamente, no hay en absoluto casualidad; si empleamos sin embargo aquí esta palabra, es de una manera muy relativa y provisional, con el fin de señalar una determinada ausencia de necesidad.

(11) Es lo que el lenguaje hindú expresa simbólicamente diciendo que el hombre infiel a su propia razón suficiente –al dharma humano– es shúdra o incluso «fuera de casta» y no «dos veces nacido» (dwija), es decir consagrado o iniciado. El bautismo cristiano tiene también el sentido de una integración del ser accidentalmente humano en el estado esencialmente humano, en el sentido de que confiere la virtualidad del estado primordial o edénico.

– La casta está basada en la herencia psíquica, y esta es un hecho innegable, aunque haya aquí, como por todas partes en el orden cósmico, «excepciones que confirman la regla»: el sistema hindú tiene plenamente en cuenta estas excepciones, puesto que nadie preguntará a un ermitaño errante (parivrájaka) cual fue su casta anteriormente; las diferencias humanas se borran en la santidad, e incluso simplemente en el estado social –o más bien extrasocial– que le corresponde.

(12) Según San Basilio, «el hombre es una criatura que ha recibido la orden de llegar a ser Dios»; en el mismo sentido, San Cirilo de Alejandría dijo: «Si Dios ha devenido hombre, el hombre ha devenido Dios.»

– La doctrina hindú dirá que hay que «llegar a ser Eso que nosotros somos», a saber Aquello que solamente «es».

(13) Son estas verdades las que el materialismo quiere ignorar a todo precio; por la lógica de las cosas, él desemboca en el igualitarismo, por lo tanto en todo lo que es lo más contrario a la naturaleza humana. En efecto, si somos todos iguales en la materia, es decir en las necesidades materiales y las leyes físicas, eso no tiene absolutamente nada que ver con nuestra calidad de hombres; ahora bien ésta es nuestra razón de ser, o en otros términos, es lo único que nos distingue de los animales. El materialismo equivale pues a una reducción del hombre al animal, e incluso al animal más inferior, puesto que éste es el más colectivo; eso explica el odio de los materialistas hacia todo lo que es supra-terrestre, trascendente, espiritual, ya que es precisamente por lo espiritual por lo que el hombre no es animal. Quién reniega de lo espiritual reniega de lo humano: la distinción moral y legal entre el hombre y el animal se vuelve entonces puramente arbitraria, a la manera de una tiranía cualquiera; es decir que el hombre pierde, por su abdicación, todos sus derechos sobre la vida de los animales que, ellos, tienen los mismos derechos que el hombre, puesto que tienen las mismas necesidades materiales; se puede obviamente hacer valer el derecho del más fuerte, pero entonces ya no es cuestión de igualdad, y este derecho valdrá también para los hombres entre ellos. Por último, hay todavía una cosa que los materialistas no tienen en absoluto en cuenta, y es el hecho de que el hombre normal sufre por estar en la carne: la vergüenza que él experimenta por su existencia fisiológica es un indicio suficiente del hecho de que él es, en la materia, un extranjero y un exiliado; la transfiguración eventual de la carne por la belleza humana no cambia en nada las leyes humillantes de la existencia física.

PERLAS DE SABIDURÍA

PERLAS DE SABIDURÍA

FRITHJOF SCHUON

La función esencial de la inteligencia humana es el discernimiento entre lo Real y lo ilusorio, o entre lo Permanente y lo impermanente; y la función esencial de la voluntad es el apego a lo Permanente o a lo Real. Este discernimiento y este apego son la quintaesencia de toda espiritualidad; y llevados a su grado más elevado, o reducidos a su substancia más pura, constituyen, en todo gran patrimonio espiritual de la humanidad, la universalidad subyacente, o lo que podríamos denominar la religio perennis; es a ésta a la que se adhieren los sabios, al tiempo que se fundan necesariamente en elementos de institución divina.

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Una de las claves para la comprensión de nuestra verdadera naturaleza y de nuestro destino último es el hecho de que las cosas terrenas nunca están proporcionadas a la extensión real de nuestra inteligencia. Esta, o está hecha para lo Absoluto, o no es; sólo lo Absoluto permite a nuestra inteligencia poder enteramente lo que ella puede, y ser enteramente lo que es. Lo mismo para la voluntad, que, por lo demás, no es sino una prolongación, o un complemento, de la inteligencia: los objetos que ella se propone más de ordinario, o que la vida le impone, no alcanzan su envergadura «total»; sólo la «dimensión divina» puede satisfacer la sed de plenitud de nuestro querer o de nuestro amor.

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La Vía hacia Dios implica siempre una inversión: de la exterioridad hay que pasar a la interioridad, de la multiplicidad a la unidad, de la dispersión a la concentración, del egoísmo al desapego, de la pasión a la serenidad.

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Para ser feliz, el hombre debe tener un centro; ahora bien, este centro es ante todo la certeza del Uno. La mayor calamidad es la pérdida del centro y el abandono del alma a los caprichos de la periferia. Ser hombre es estar en el centro; es ser centro.

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El alma debe sustraerse a la dispersión del mundo; es la cualidad de interioridad. Después la voluntad debe vencer a la pasividad de la vida; es la cualidad de actualidad. Por último, el espíritu debe trascender la inconsciencia del ego; es la cualidad de simplicidad. Percibir intelectualmente la Substancia, más allá del estrépito de los accidentes, es realizar la simplicidad. Ser uno es ser simple; pues la simplicidad es al Uno lo que la interioridad es al centro y lo que la actualidad es al presente.

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En lugar de amar el mundo hay que estar enamorado de lo interior, que está más allá de las cosas, más allá de lo múltiple, más allá de la existencia. Asimismo, hay que estar enamorado del puro Ser, que está más allá de la acción y más allá del pensamiento.

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El amor de Dios es en primer lugar la adhesión de la inteligencia a la Verdad, después la adhesión de la voluntad al Bien, y por último la adhesión del alma a la Paz que dan el Verdad y el Bien.

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La percepción de la belleza, que es una adecuación rigurosa y no una ilusión subjetiva, implica esencialmente, por una parte, una satisfacción de la inteligencia y, por otra, un sentimiento a la vez de seguridad, de infinidad y de amor. De seguridad: porque la belleza es unitiva y excluye, con una suerte de evidencia musical, las fisuras de la duda y de la inquietud; de infinidad: porque la belleza, por su propia musicalidad, hace que se fundan los endurecimientos y los límites y libera; así, al ama de sus estrecheces; de amor: porque la belleza llama al amor, es decir, invita a la unión y por lo tanto a la extinción unitiva.

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La virtud es la conformidad del alma al Modelo divino y a la obra espiritual; conformidad o participación. La esencia de las virtudes es el vacío ante Dios, el cual permite a las Cualidades divinas entrar en el corazón e irradiar en el alma. La virtud es la exteriorización del corazón puro.

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Esforzarse hacia la perfección: no porque queremos ser perfectos para nuestra gloria, sino porque la perfección es bella y la imperfección es fea; o porque la virtud es evidente, es decir, conforme a lo Real.

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La virtud separada de Dios se convierte en orgullo, como la belleza separada de Dios se convierte en ídolo; y la virtud vinculada a Dios se convierte en santidad, como la belleza vinculada a Dios se convierte en sacramento.

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Cuando Dios está ausente, el orgullo llena el vacío.

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El fundamento de la ascensión espiritual es que Dios es puro Espíritu y que el hombre se le asemeja fundamentalmente por la inteligencia; el hombre va hacia Dios mediante lo que, en él, es más conforme a Dios, a saber, el intelecto, que es a la vez penetración y contemplación y cuyo contenido (sobrenaturalmente natural) es lo Absoluto, que ilumina y libera.

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La consciencia del Ser, o de la divina Substancia, nos libera de la estrechez, de la agitación, del estrépito y de la mezquindad; es dilatación, calma, silencio y grandeza. Todo hombre ama en su fuero interno el puro Ser, la inviolable Substancia, pero este amor está oculto bajo una capa de hielo. Todo amor es en el fondo una tendencia del accidente hacia la Substancia y, por ello mismo, un deseo de extinción.

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La función cósmica, y más particularmente terrestre, de la belleza es actualizar en la criatura inteligente el recuerdo de las esencias, y abrir así la vía hacia la noche luminosa de la Esencia una e infinita.

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La belleza es un reflejo de la beatitud divina; y como Dios es verdad, el reflejo de su beatitud será esta mezcla de felicidad y verdad que encontramos en toda belleza.

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La belleza de lo sagrado es un símbolo o una anticipación, y a veces un medio, del gozo que solo Dios procura.

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El arte sagrado ayuda al hombre a encontrar su propio centro, ese núcleo que ama a Dios por naturaleza.

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Lo sagrado es la presencia del centro en la periferia, de lo inmutable en el movimiento; la dignidad es esencialmente una expresión de ello, pues también en la dignidad el centro se manifiesta en el exterior; el corazón se trasparenta en los gestos. Lo sagrado introduce en las relatividades una cualidad de absoluto, confiere a cosas perecederas una textura de eternidad.

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La razón suficiente de la inteligencia humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: el conocimiento del Bien Supremo y, por consiguiente, de todo lo que se refiere a él directa o indirectamente. Así mismo, la razón suficiente de la voluntad humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: la elección del Bien Supremo y, por consiguiente, la práctica de todo lo que lleva a él. Y también, la razón suficiente del amor humano es aquello de lo que sólo él es capaz, a saber: el amor del Bien Supremo y de todo lo que testimonia de él.

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El hombre no puede sustraerse al deber de hacer el bien, incluso le es imposible, en las condiciones normales, no hacerlo; pero es importante que sepa que es Dios quien actúa. La obra meritoria es de Dios, pero nosotros participamos en ella; nuestras obras son buenas –o mejores– en la medida en que estamos penetrados de esta consciencia.

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El sueño habitual del hombre ordinario vive del pasado y del porvenir; el corazón está como suspendido en el pasado y al mismo tiempo es como arrastrado por el futuro, en vez de reposar en el Ser. Dios es Ser, en el sentido absoluto, El es inmutable y omnisciente; El ama lo que es conforme al Ser.

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Todo está ya dicho, e incluso bien dicho; pero siempre es necesario recordarlo de nuevo, y al recordarlo, hacer lo que siempre se ha hecho: actualizar en el pensamiento las certidumbres contenidas, no en el ego pensante, sino en la substancia transpersonal de la inteligencia humana. Humana, la inteligencia es total, luego esencialmente capaz de absoluto y, por eso mismo, del sentido de lo relativo; concebir lo absoluto es también concebir lo relativo como tal, y es, a continuación, percibir en lo absoluto las raíces de lo relativo y, en éste, los reflejos de lo absoluto.

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La vía es simple; es el hombre el que es complicado. Hay que combatir esta complicación del alma, o las dificultades que el alma experimenta o que ella crea, de tres maneras. En primer lugar, por la inteligencia: el hombre toma consciencia de la relatividad –y, por lo tanto, de la nada– de las cosas en función de la absolutidad de Dios. En segundo lugar, por la voluntad: el hombre pone el recuerdo de Dios –luego la consciencia de lo Real– en el lugar del mundo, o del ego, o de determinada dificultad del mundo o del ego. En tercer lugar, por la virtud: el hombre escapa al ego y a sus miserias retirándose en su Centro, en relación con el cual el ego es exterior como el mundo. Estas son las tres perfecciones o las tres normas. Perfección de la inteligencia; perfección de la voluntad; perfección del alma.

Cuando el alma ha reconocido que su ser verdadero está más allá de este núcleo fenoménico que es el ego empírico y se mantiene de buen grado en el Centro –y ésta es la virtud principal, la pobreza, o la autoanulación, o la humildad–, el ego ordinario se le aparece como exterior a su propia prolongación; tanto más cuanto que se siente en todas partes en la Mano de Dios.

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El fundamento de la vida espiritual, y por lo tanto la razón de ser de la vida sin más, es, por una parte, la verdad, o sea la certeza de lo Real supremo, que es el sumo Bien, y, por otra parte, la vía, o sea el deseo de la salvación, que es la felicidad suprema.

A estos dos imperativos se unen necesariamente dos cualidades o actitudes; la resignación a la voluntad de Dios y la confianza en la bondad de Dios. Estas cualidades, a su vez, implican otras dos virtudes: la gratitud y la generosidad. La gratitud hacia Dios es que apreciemos el valor de lo que Dios nos da, y de lo que nos ha dado desde que nacimos.

La gratitud hacia los hombres es que apreciemos el valor de lo que los demás nos dan, incluido lo que nos da la naturaleza que nos rodea; y estos dones coinciden en el fondo con los dones de Dios.

La generosidad hacia Dios –si se puede decir así– es que nos demos a Dios, y la quintaesencia de este don es la oración sincera y perseverante.

La generosidad hacia los hombres es que nos demos a los demás, por la caridad en todas sus formas.

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El deseo de vencer defectos porque soy «yo» quien los tiene es inoperante porque es del mismo orden que estos defectos. Todo defecto es, efectivamente, una forma de egoísmo, y hasta de orgullo.

Debemos tender hacia la perfección porque la comprendemos y, por consiguiente, la amamos, y no porque deseemos que nuestro «yo» sea perfecto. En otros términos: hay que amar y realizar un virtud porque es verdadera y bella, y no porque nos embellecería si la poseyéramos; y hay que detestar y combatir un defecto porque es falso y feo, y no porque es nuestro y nos afea. Es necesario que el cariz del esfuerzo esté determinado por el objeto del esfuerzo.

Hay que realizar las virtudes para que sean, y no para que sean «mías».

Uno puede entristecerse porque desagrada a Dios, pero no porque no es santo mientras que otros lo son.

Comprender una virtud es saber como realizarla; comprender un defecto es saber como vencerlo. Entristecerse porque uno no sabe como vencer un defecto es no comprender la naturaleza de la virtud correspondiente y es aspirar a ella por egoísmo. Ahora bien, la verdad está por encima del interés.

Tener una virtud es ante todo no tener el defecto que le es contrario, pues Dios nos ha creado virtuosos. Nos ha creado a su imagen; los defectos son sobreañadidos. Por lo demás, no somos nosotros quienes poseemos la virtud, es la virtud la que nos posee.

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La pobreza es no apegarse, en la existencia, ni al sujeto ni al objeto.

Se habla mucho de las ilusiones sutiles y de las seducciones que apartan al peregrino espiritual de la vía recta y provocan su caída. Pues bien, estas ilusiones no pueden seducir más que a aquel que desea algún provecho para sí mismo, tal como poderes o dignidades o gloria, o que desea goces interiores o visiones celestiales o voces, y así sucesivamente, o un conocimiento tangible de misterios divinos.

Pero aquel que en la oración no busca nada terrenal, de modo que le es indiferente el ser olvidado por el mundo, y que además no busca ninguna sensación, de modo que le indiferente no recibir nada sensible, aquél tiene la verdadera pobreza y no se le puede seducir.

En la verdadera pobreza no queda más que la existencia pura y simple, y ésta es en su esencia Ser, Consciencia y Beatitud. En la pobreza no le queda al hombre más que lo que es, luego todo lo que es.

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Son menos las mezquindades del mundo las que nos envenenan que el hecho de pensar demasiado en ellas. Nunca deberíamos perder consciencia de la luminosa y calma grandeza del Bien Supremo, la cual disuelve todos los nudos de este mundo.

El hecho de que determinado fenómeno que nos preocupa carezca de belleza no nos obliga a carecer de ella nosotros mismos; discernimiento no es mimetismo. Sin duda, debemos tomar nota de las disonancias de este mundo, pero debemos hacerlo teniendo en cuenta sus proporciones siempre relativas y sin perder contacto con la serenidad del Ser necesario. Esto, con toda evidencia, no tiene nada que ver con un falso desapego que descansa orgullosa e hipócritamente en errores e injusticias, olvidando que no hay derecho superior al de la verdad.

En espiritualidad, más que en cualquier otro terreno, es importante comprender que el carácter de una persona forma parte de su inteligencia: sin un buen carácter –un carácter normal, y por consiguiente noble– la inteligencia, aun metafísica, es en gran parte ineficaz. El carácter es, en primer lugar, lo que queremos, y en segundo lugar, lo que amamos; la inteligencia es sí es lo que conocemos, o lo que somos capaces de conocer. Y el conocimiento de lo que está fuera de nosotros va acompañado del conocimiento de nosotros mismos.

Por eso una calificación espiritual implica una calificación moral; la voluntad y el sentimiento son prolongaciones de la inteligencia, que es esencialmente la facultad de adecuación. La voluntad, en el plano espiritual, es la tendencia a la realización; el sentimiento es –en el mismo plano– la tendencia a amar lo que es objetivamente digno de amor: lo verdadero, lo santo, lo bello, lo noble.

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Para unos, sólo el olvido de lo bello –de la «carne» según ellos– nos acerca a Dios, lo que evidentemente es un punto de vista válido, en la práctica menos; según otros –y esta perspectiva es más profunda– la belleza sensible también acerca a Dios, con la doble condición de una contemplatividad que presiente los arquetipos a través de las formas y de una actividad espiritual interiorizante que elimina las formas con miras a la Esencia.

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El sentido de la belleza actualizado por la percepción visual o auditiva de lo bello, o por la manifestación corporal, ya sea estática o dinámica, de la belleza, equivale a un «recuerdo de Dios» si se encuentra en equilibrio con el «recuerdo de Dios» propiamente dicho, el cual, por el contrario, exige la extinción de lo perceptible. A la percepción sensible de lo bello debe responder, pues, la retirada hacia la fuente suprasensible de la belleza; la percepción de la teofanía sensible exige la interiorización unitiva.

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A nuestro alrededor está el mundo del estrépito y de la incertidumbre; y hay encuentros súbitos con lo sorprendente, lo incomprensible, lo absurdo, lo decepcionante. Pero estas cosas no tienen derecho a ser un problema para nosotros, aunque sólo fuera porque todo fenómeno tiene una causas, las conozcamos o no.

Sean cuales sean los fenómenos y sean cuales sean sus causas, siempre está Lo que es, y Lo que es se sitúa más allá del mundo del estrépito, de las contradicciones y de las decepciones. Esto no puede ser alterado ni disminuido por nada, y Esto es Verdad, Paz y Belleza. Nada lo puede empañar, y nadie puede quitárnoslo.

Sean cuales sean los ruidos del mundo o del alma, la Verdad será siempre la Verdad, la Paz será siempre la Paz y la Belleza será siempre la Belleza. Estas realidades son tangibles, están siempre a nuestro alcance inmediato; basta mirar hacia ellas y sumergirse en ellas. Son inherentes a la propia existencia; los accidentes pasan, la substancia permanece.

Deja al mundo ser lo que es y toma tu refugio en la Verdad, la Paz y la Belleza, en las cuales no hay ninguna duda ni ninguna tara.

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El hombre tiene derecho a no aceptar una injusticia, importante o menor, de parte de los hombres, pero no tiene derecho a no aceptarla como una prueba de parte de Dios. Tiene derecho –pues es humano– a sufrir por una injusticia en la medida en que no consiga situarse por encima de ella, pero tiene que hacer un esfuerzo para conseguirlo; en ningún caso tiene derecho a hundirse en un abismo de amargura, pues semejante actitud conduce al infierno.

El hombre no tiene interés en primer lugar en vencer una injusticia; tiene interés en primer lugar en salvar su alma y en ganar el Cielo. Por esto sería un mal negocio obtener justicia a costa de nuestros intereses últimos, ganar por el lado de lo temporal y perder por el lado de lo eterno; a lo que el hombre se arriesga gravemente cuando la preocupación por su derecho deteriora su carácter o refuerza sus defectos.

En caso de encuentro con el mal –y debemos a Dios y a nosotros mismos el mantenernos en la paz– podemos utilizar los argumentos siguientes.

En primer lugar, ningún mal puede invalidar el Bien Supremo ni debe perturbar nuestra relación con Dios; nunca debemos perder de vista, en contacto con el absurdo, los valores absolutos.

En segundo lugar, debemos tener consciencia de la necesidad metafísica del mal.

En tercer lugar, no perdamos nunca de vista los límites del mal ni su relatividad –vincit omnia veritas–.

En cuarto lugar, hay que resignarse, con toda evidencia, a la voluntad de Dios, es decir, a nuestro destino; el destino, por definición, es aquello a lo que no podemos escapar.

En quinto lugar –y esto resulta del argumento anterior–, Dios quiere probar nuestra fe, y por tanto también nuestra sinceridad, nuestra confianza y nuestra paciencia; por esto se habla de las «pruebas de la vida».

En sexto lugar, Dios no nos pedirá cuentas por lo que hacen los demás, ni por lo que nos ocurre sin que seamos responsables de ello; sólo nos pedirá cuentas por lo que hacemos nosotros mismos.

En séptimo lugar, por último, la felicidad no es par esta vida, sino para la otra; la perfección no es de este mundo, y la última palabra la tiene la Beatitud.

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Los dos grandes escollos de la vida terrestre son la exterioridad y la materia; o, más precisamente, la exterioridad desproporcionada y la materia corruptible. La exterioridad es la falta de equilibrio entre nuestra tendencia hacia las cosas exteriores y nuestra tendencia hacia lo interior; y la materia es la substancia inferior –inferior con respecto a nuestra naturaleza espiritual– en la que estamos encerrados en la tierra (en el cielo nuestra materia será transubstanciada).

Lo que se impone no es rechazar lo exterior sin admitir más que lo interior, sino realizar una relación hacia lo interior –una interioridad espiritual, precisamente– que prive a la exterioridad de su tiranía a la vez dispersante y compresiva y que, por el contrario, nos permita «ver a Dios en todas partes»; es decir, percibir en las cosas los símbolos y los arquetipos, integrar, en suma, lo exterior en lo interior y hacer de él un soporte de interioridad. La belleza, percibida por un alma espiritualmente interiorizada, es interiorizante.

En cuanto a la materia, lo que se impone no es negarla –si ello fuera posible–, sino sustraerse a su tiranía seductora; distinguir en ella lo que es arquetípico y puro de lo que es accidental e impuro; tratarla con nobleza y sobriedad.

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La vida no es, como creen los niños y los mundanos, una suerte de espacio lleno de posibilidades que se ofrecen a nuestro capricho; es un camino que se va estrechando desde el momento presente hasta la muerte. Al final de este camino está la muerte y el encuentro con Dios, y después la eternidad. Ahora bien, todas estas cualidades están ya presentes en la oración, en la actualidad intemporal de la Presencia divina.

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Cada vez que el hombre se encuentra ante Dios con un corazón íntegro –es decir, pobre y sin hinchazón–, se encuentra en el terreno de la absoluta certeza, la de su salvación condicional así como la de Dios. Y por esto Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéramos estar ante El, como en el estado primordial, y como siempre y en todas partes; o como en la eternidad.

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Hay un hombre exterior y un hombre interior; el primero vive en el mundo y experimenta su influencia, mientras que el segundo mira hacia Dios y vive de la oración. Ahora bien, es necesario que el primero no se afirme en detrimento del segundo; es lo inverso lo que debe tener lugar. En vez de hinchar al hombre exterior y dejar morir al hombre interior, hay que dejar expandirse al hombre interior y confiar los cuidados del exterior a Dios.

Quien dice hombre exterior dice preocupaciones del mundo, o incluso mundanalidad; existe, en efecto, en todo hombre la tendencia a apegarse demasiado a tal o cual elemento de la vida pasajera, o de preocuparse demasiado por él, y el adversario se aprovecha de ello para causarnos perturbaciones. Existe también el deseo de ser más feliz de lo que se es, o el deseo de no sufrir injusticias incluso anodinas, o el deseo de comprenderlo todo siempre, o el deseo de no sufrir nunca una decepción; todo esto es mundanalidad sutil, a la que hay que responder con el desapego sereno, con la certidumbre principial e inicial de Lo único que importa, y después con la paciencia y la confianza. Cuando no viene ninguna ayuda del Cielo es porque se trata de una dificultad que podemos y debemos resolver con los medios que el Cielo ha puesto a nuestra disposición. De una manera absoluta, hay que encontrar la felicidad en la oración, es decir, hay que encontrar en ella suficiente felicidad como para no dejarnos turbar en exceso por las cosas del mundo, tanto más cuanto que las disonancias no pueden dejar de ser, siendo el mundo lo que es.

Existe el deseo de no sufrir injusticias o incluso, simplemente, de no ser perjudicado. Ahora bien, una de dos: o bien las injusticias resultan de nuestras faltas pasadas, y entonces nuestras pruebas agotan esta masa causal; o bien las injusticias resultan de nuestro carácter, y entonces nuestras pruebas lo manifiestan; en ambos casos hay que dar gracias a Dios e invocarlo con tanto más fervor, sin preocuparnos de la paja mundana. Hay que decirse también que la gracia de la oración compensa infinitamente todas las disonancias de las que podemos sufrir y que, en comparación con esta gracia, la desigualdad de los favores terrenos es una pura nada. No olvidemos nunca que una gracia infinita nos obliga a una gratitud infinita, y que la primera etapa de la gratitud es el sentido de las proporciones.

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Cada vez que el hombre se encuentra ante Dios con un corazón íntegro –es decir, pobre y sin hinchazón–, se encuentra en el terreno de la absoluta certeza, la de su salvación condicional así como la de Dios. Y por esto Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéremos estar ante El, como en el estado primordial, y como siempre y en todas partes; o como en la eternidad.

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La oración –en el sentido más amplio– triunfa sobre los cuatro accidentes de nuestra existencia: el mundo, la vida, el cuerpo, el alma; podríamos decir también: el espacio, el tiempo, la materia, el deseo. Se sitúa en la existencia como un refugio, como un islote. Sólo en ella somos perfectamente nosotros mismos, porque nos pone en presencia de Dios. Es como un diamante que nada puede empañar y al que nada se resiste.

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¿Qué es el mundo sino un flujo de formas, y qué es la vida sino una copa que, aparentemente, se vacía entre dos noches? ¿Y qué es la oración sino el único punto estable –hecho de paz y de luz– en este universo de sueño, y la puerta estrecha hacia todo lo que el mundo y la vida han buscado en vano?

En la vida de un hombre estas cuatro certezas lo son todo: el momento presente, la muerte, el encuentro con Dios, la eternidad. La muerte es una salida, un mundo que se cierra; el encuentro con Dios es como una abertura hacia una infinitud fulgurante e inmutable; la eternidad es una plenitud de ser en la pura luz; y el momento presente es, en nuestra duración, un lugar casi inasible en el que somos ya eternos –una gota de eternidad en el vaivén de las formas y las melodías–. La oración da al instante terrestre todo su peso de eternidad y su valor divino; es la santa barca que conduce, a través de la vida y de la muerte, hacia la otra orilla, hacia el silencio de luz, pero no es ella, en el fondo, quien atraviesa el tiempo repitiéndose, es el tiempo el que se detiene, por decirlo así, ante su unicidad ya celestial.

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El hombre reza, y la oración forma al hombre. El santo se ha convertido él mismo en oración, lugar de encuentro entre la tierra y el Cielo; él contiene, por ello, el universo, y el universo reza con él. Está en todas partes donde reza la naturaleza, reza con ella y en ella: en las cimas que tocan el vacío y la eternidad, en una flor que se abre, o en el canto perdido de un pájaro. Quién vive en la oración no ha vivido en vano.

Estos son algunos fragmentos extraídos del libro LAS PERLAS DEL PEREGRINO, Frithjof Schuon, editorial OLAÑETA (Apartado 296-07080 Palma de Mallorca) I.S.B.N. 84-85354-27-2

MAHASHAKTI

MAHASHAKTI

FRITHJOF SCHUON

El término shakti significa fundamentalmente la energía eficiente del Principio supremo considerado en sí mismo o en cierto nivel ontológico. Pues el Principio, o digamos el Orden metacósmico, comporta niveles y modos en virtud de la Relatividad universal, Maya, en la cual reverbera.

En el plano de la vida espiritual, este término de shakti significa la energía celestial que permite al hombre entrar en contacto con la Divinidad, por medio de ritos apropiados y sobre la base de un sistema tradicional. Esencialmente, esta divina Shakti socorre y atrae: socorre como «Madre», y atrae como «Virgen»; su socorro desciende del Cielo sobre nosotros, mientras que su atracción nos eleva hacia el Cielo. Es decir que la Shakti, como ponlifex, por un lado confiere el segundo nacimiento y por otro lado ofrece las gracias liberadoras.

Dentro de lo Absoluto, la Shakti es el aspecto de la Infinitud, que coincide con la Todo-Posibilidad y engendra a Maya, la Shakti universal y eficiente. La Infinitud es la «Beatitud», Ananda, la cual se combina en Atma con Sat, el «Ser» o el «Poder» (1), y con Chit, la «Conciencia» o el «Conocimiento». También podríamos decir que el polo Ananda es función de los polos Sat y Chit, como la unión o la experiencia es función de los polos objeto y sujeto; es de esta resultante de donde surge el Desarrollo universal, la Maya creadora con sus innumerables posibilidades hechas efectivas.

Tal vez en este punto debamos prevenir ciertas objeciones: en efecto, se podría argumentar que Maya no tiene causa porque Brahma o Alma no puede ser la causa de nada; pero esta independencia trascendente no impide de ningún modo que, bajo otro aspecto o desde otro punto de vista, Maya sea el efecto de la Infinitud de Alma, sin la cual ella sería un segundo Absoluto. Asimismo se podría objetar que el Principio supremo no tiene partes y que los tres aspectos mencionados no pueden constituirlo, lo cual es verdad, pero también es una forma de jugar con las palabras; en realidad, cada uno de los tres aspectos de Atma es lo Absoluto y cada uno contiene de una manera indistinta y en cierto modo potencial a los otros dos; aquí nos encontramos en el límite de lo expresable.

Hemos dicho que shakti equivale a energía; tal vez no sea avanzar demasiado agregar que la energía comporta esencialmente dos polos o funciones –y aquí pensamos a priori en la energía física–, que son la explosividad y la atractividad, y que todos los otros modos, tales como la rotación de un cuerpo alrededor de su eje o la revolución de un cuerpo alrededor de otro, son sólo efectos de los dos poderes fundamentales mencionados; por otra parte tanto uno como otro comportan tres modos, que son la potencialidad, la virtualidad y la efectividad, lo cual se relaciona con la explosividad de una manera más fácil de captar que la atractividad. De una forma análoga –mutatis mutandis– Maya «respira» o «danza» o «teje» el Universo; no el mundo físico solamente sino el conjunto de las «envolturas» de Atma. Todo en el movimiento del macrocosmos, así como de los microcosmos, es a priori proyección y atracción; cada uno de los dos principios puede ser concebido en sentido manifestante o en sentido reintegrante. Dios es un «centro» desde el punto de vista de su absoluto, y un «espacio» desde el de su infinitud; de modo similar, el mundo en un «centro» desde el punto de vista de su «gravedad» existencial, y un «espacio» por su indefinidad.

Con respecto al movimiento de los cuerpos celestes se observan dos enigmas –a los cuales ya hemos hecho alusión–, que son la rotación de un cuerpo alrededor de su eje y la revolución de ese mismo cuerpo alrededor de otro cuerpo; simbólicamente hablando, la rotación puede referirse al corazón y por lo tanto al Sí-mismo inmanente –a Atma «contenido» en jivatma– mientras que la revolución se referirá al Ser, por lo tanto al Principio trascendente, a Atma o Ishwara considerado en sí mismo. Es decir que el eje del planeta corresponde, en el microscosmos humano, al Corazón-Intelecto, y el sol, en el macroscosmos, al Principio divino; esta analogía no puede dejar de manifestar una causalidad ontológica, dado que un símbolo directo o intrínseco prolonga a su manera concretamente lo que simboliza. y quien dice movimiento dice energía, y en consecuencia Shakti.

La Shakti, como poder liberador inmanente y latente –o como potencialidad de liberación– se denomina Kundalini, «serpentina», a causa de que se la compara con una serpiente dormida; el despertar se produce, en el microscosmos humano, gracias a las prácticas yóguicas del tantrismo. Ello significa, desde el punto de vista de la naturaleza de las cosas o de la espiritualidad universal, que la energía cósmica que nos libera forma parte de nuestro mismo ser, pese a las gracias que la Shakti nos confiere, por misericordia, «desde fuera», y sin las cuales no hay Sendero. Por lo demás, así como Mahashakti o Parashakti –la «Energía productora suprema»– equivale al aspecto femenino de Brahma o de Atma, de igual modo la Kundalini da lugar a una divinización que la hace equivalente a la Maya creadora.

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La tradición hindú nos enseña que en la cima de la Manifestación cósmica, y por lo tanto en su sector aún divino (2), la Femineidad-Principio es la trinidad Saraswati–Lakshmi–Parvati, frente a la trinidad masculina Brahma–Visnú–Siva. Saraswati es el genio de la Sabiduría; Lakshmi el de la Bondad, de la Belleza y de la Felicidad; y Parvati, al menos bajo su aspecto terrible –y entonces es Durga o Kali–, el genio del Rigor, por lo tanto del castigo divino (3). Para captar bien el sentido de este misterio es importante no perder de vista la estructuración ontológica cuyo esquema es éste:

La Todo-Posibilidad implica no sólo la Beatitud, la Plenitud y la Riqueza inagotable, sino también el Desbordamiento o la Proyección y, en función de ésta, el Alejamiento y el Empobrecimiento. A medida que el Desbordamiento manifiesto o cosmogónico se aleja de su Fuente divina, sufre la suerte de toda irradiación, en el sentido de que los rayos, al alejarse, se debilitan, y entonces interviene el misterio del mal: el rayo cosmogónico tiende a pervertirse a fin de cuentas, es decir que se hace luciférico y tiende a hacerse Dios; ello provoca esa reacción divina que es la Shakti terrible y vengadora, Kali la «Negra» (4): Es necesario recordar la doctrina de las tres gunas, las tres tendencias cósmicas que resultan de la Sustancia universal, Prakriti (5). Ellas son, en primer lugar sattva, la tendencia que es luminosa y ascendente; en segundo término rajas, la que es ígnea, horizontal y expansiva; y en tercer lugar lamas, la que es oscura y descendente. Ahora bien, la Shakti terrible, Durga o Kali, corresponde a tamas, no porque sea mala en sí misma –la santa cólera es en sí misma un bien–, sino porque es la reacción divina a lo que es malo, es decir al luciferismo del mundo; tal como Siva, su esposo, ella es el genio de la transformación y de la destrucción, Q más bien participa en esta función de una manera eficiente. También se podría decir que Durga preside con Siva la condición temporal y la evanescencia de las cosas, mientras que Visnú–Lakshmi preside la condición espacial y la conservación.

Resumamos: el Principio, al proyectarse en Maya, se manifiesta, pero al mismo tiempo, en virtud del alejamiento cosmogónico, tiende a convertirse en «otro distinto de sí mismo», de donde surge el mal en el mundo y en consecuencia la intervención de la Shakti terrible. Todo ello es así porque la Todo-Posibilidad no puede excluir la aparente negación del Ser necesario; dicho de otra manera, no puede excluir la posibilidad –a la fuerza ilusoria pero ilusoriamente realizable– de su propia imposibilidad, si se nos permite expresarnos de esta manera. En pocas palabras, la perversión del rayo manifestado resulta de la Todo-Posibilidad en tanto que, por definición, ella implica necesariamente la posibilidad de lo inexistente haciéndose existente, o de la nada haciéndose ser; Eva no podía dejar de llevar a Adan al fondo de la aventura cosmogónica a la espera de María, energía ascendente y puerta del paraíso celeste, ya que vincit omnia Veritas.

El luciferismo que llama a la cólera de Kâlî no está solamente en las almas de los hombres, está en la naturaleza entera por el hecho de que esta, desde la perdida del Paraíso terrestre –simbólicamente hablando– se encuentra en un estado a la vez de «endurecimiento» y de «dispersión» que parece querer imitar, al revés, la Absoluteidad y la Infinitud del Principio divino.

Especifiquemos incluso que la Shakti bienhechora puede ejercer el rigor, y ella lo hace rechazando su gracia al ingrato, como una mujer puede rechazar a un hombre sin hacerle violencia; es en ese sentido que Pârvatî, que en si misma es acogedora (6), asume un rigor activo en tanto que Dûrga. De igual modo en el universo cristiano: la Santa Virgen es «Nuestra Señora del Perpétuo Socorro», pero no es ella incapaz de rigor, como lo prueba el Magníficat, tan próximo al cántico marcial de la profetisa Déborah.

A priori, Lakshmi es la diosa de la belleza y de la felicidad; en tanto que Mahalakshmi, la Lakshmi Suprema, es la fuente de todas las bendiciones; ella obliga a Visnú a perdonar a los hombres sus debilidades y sus pecados, tal como atestigua esta fórmula: «Como Padre, Visnú es el Justiciero; como Madre (Lakshmi) El es Aquel que perdona» (7). Según los advaitistas es solamente por la gracia de Mahashakti –la Shakti Suprema– que el hombre puede superar la Maya cósmica y lograr así que se haga realidad el «Uno sin segundo» (el no-dualismo), precisamente el Advaita (8).

De acuerdo con todas las evidencias, el shaktismo tiene un alcance universal; lo que es la Shakti mediadora para los hindúes lo fue Isis para los egipcios. Apuleyo recuerda esta oración egipcia: «En verdad, Tú eres la salvadora santa y eterna del género humano, siempre dispuesta a ayudar a los mortales; y Tú aportas el dulce amor de una madre a las pruebas de los infortunados.» y un santuario de Isis en Roma lleva esta inscripción: «Tú, Isis, Tú eres la salvación de tus adoradores.»

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Por razones evidentes, existe cierta relación entre la idea de Shakti y el tantrismo; con respecto a este último es importante destacar que, lejos de ser un hedonismo gratuito, tiene por el contrario exigencias sin las cuales no podría constituir un método espiritual. En primer lugar, el tantrismo presupone la intuición de la transparencia metafísica de los fenómenos y en consecuencia el sentido de las realidades arquetípicas; sobre esta base, puede producir la integración de los placeres naturales y normales, y por lo tanto legítimos, en el camino hacia los arquetipos y el Bien Soberano. Actúa esencialmente con la belleza, que es objetiva, y el goce, que es subjetivo: belleza visual, auditiva o mental, es decir formas, sonidos y palabras; y goce del olor, del gusto y del tacto, pues incluso la experiencia de un trago de agua fresca puede evocar una anaogía cósmica y celestial, lo que equivale a decir que no sólo la privación puede tener un valor espiritual, aunque ello disguste a los partidarios del ascetismo exclusivo. Una vez mas, la integración de lo agradable en la espiritualidad no es gratuita y no puede serlo: por un lado, la experiencia interiorizadora de la belleza presupone la nobleza del alma, lo cual no es poco decir, y por otro lado la experiencia análoga al placer sensorial exige la temperancia, y por lo tanto un carácter sobrio que no admite ningún exceso. En el caso de la belleza, la condición moral complementaria es análoga al contenido, pues sólo un alma bella tiene derecho a una experiencia bella; mientras que en el caso del placer, la condición moral es opuesta al contenido, pues sólo puede gozar legítimamente aquel que sabe sacrificarse. No hay camino fuera de la verdad y de la virtud, independientemente de cuáles puedan ser las apariencias desde el punto de vista de un moralismo formalista y convencional; lo que hay que destacar aquí es que la perspectiva tántrica o sháktica se basa no sobre reglas dictadas por tal oportunidad social, sino sobre la naturaleza de las cosas. Esta naturaleza es de sustancia divina y sólo se revela a aquel que sabe ver las cosas en su aspecto divino, con la mirada del hombre primordial (9).

En este punto se imponen algunas aclaraciones con respecto al amoralismo tántrico o sháktico. La idea fundamental, que no es responsable de tales desviaciones subsecuentes, es que solamente la acción interior o interiorizadora es perfecta, y no la acción incluso buena que se sitúa en el exterior sin poder salir de él; por ello se produce la sustitución aparentemente inmoral de la alternativa «interioridad o exterioridad» a la alternativa moral «bien o ma1». Pero no es suficiente que el acto sea interior, además es necesario que esté objetivamente dirigido hacia lo Absoluto y subjetivamente libre de toda motivación egoísta; debe combinar la trascendencia y la inmanencia, pues dentro de la perfecta interioridad, en el «fondo del corazón» que es el «reino de Dios», tanto el sujeto como el objeto superan el orden creado, y por lo tanto el mundo y el yo respectivamente. Todo ello permite comprender ciertas sentencias sufis como las siguientes: «Todo está maldito en el mundo, excepto el recuerdo de Dios»; y «Las buenas acciones de los profanos (awwam) son las malas acciones de los sabios (arifun)». Es por ello que los sufis aprecian, no a priori la acción religiosa realizada con miras a la salvación personal, sino la acción que coincide con una toma de conciencia desinteresada, pero liberadora, de la Realidad suprema; dentro de este conntexto las acciones religiosas solo desempeñan la función de adyuvantes, en realidad indispensables en la mayoría de los casos (10). Sea como sea, se comprenderá en qué sentido la doctrina islámica puede enseñar que los profetas –y se pensará ante todo en David, en Salomón y en Mahoma– están exentos de pecados; pero no de errores intrínsecos y accidentales y por lo tanto puramente «exteriores».

Todas estas consideraciones no significan en absoluto que el ascetismo no constituya un método plenamente valedero; el caso es que hay que comprender que, desde el punto de vista de la verdad total, el ascetismo exclusivo no es el único camino posible y también que el camino de la «abstracción» o de la eliminación puede combinarse con el de la «analogía» o de la sublimación. Desde el punto de vista de esta segunda perspectiva, nos agradaría destacar la siguiente dimensión: en la espiritualidad hindú hay una topografia simbolista de los cuerpos divinos; así es como Shankaracharya, que sin embargo fue un asceta –pero sin estrechez de espíritu–, se expresa en estos términos: «¡Oh Madre! ¡Que podamos ser aliviados de todos nuestros pesares por tus senos, de los cuales siempre brota leche y que succionan a la vez Skanda y Ganesha, tus hijos!». Ahora bien, el primero de éstos es el dios de la guerra y el segundo el de la ciencia, lo cual significa que Mahashakti ofrece alimento espiritual tanto a los kshatriyas como a los brahmanes (11).

Tal vez deberíamos mencionar aquí –en relación con el misterio de interioridad del que hemos hablado antes– el poder del mantra, de la palabra en su esencia «increada», por lo tanto interior o cardíaca a priori, e interiorizadora desde el punto de vista del ego exterior. El mantra es un sustituto revelado del sonido primordial; purificador y salvador es una manifestación de la Shakti en su carácter de poder de unión.

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En el budismo del Norte, el principio sháktico se manifiesta por la diosa Kwan-Yin (12) así como por la Tara. Kwan-Yin –la Kannon del budismo japonés– ha derivado del bodhisattwa Avalokiteshwara, genio supremo de la Misericordia; esta cualidad o esta función explica la feminización de la hipóstasis. En cuanto a la Tara, surgió de Prajnaparamita, la «Sabiduría trascendente»; es la «Madre de todos los Budas» y la «Salvadora», por lo tanto, la Shakti. Del mismo modo a María se la calificó de «Madre de todos los Profetas» y de «Corredentora»; sin olvidar el epíteto –a decir verdad muy elíptico– de «Madre de Dios».

Este último ejemplo nos muestra que la Shakti puede ser un ser humano, una mujer terrenal, y a posteriori, celestial; otros ejemplos, que surgen del mundo hindú, son Sita y Radha, a las que se invoca a veces junto a Rama ya Krishna, de donde surgen los nombres Sitaram y Radhakrishna. En el budismo hay que mencionar, aparte de los bodhisattwas, a la gran figura de Maya, la madre de Buda, a la cual el Buda-Karita de Ashvagosha describió de la siguiente manera: «El (el rey Sakya) tenía una reina llamada Maya, como para decir que fue liberada de toda ilusión (maya), un esplendor procedente de su esplendor, como la magnificencia del sol liberado de toda influencia oscurecedora; una reina suprema en la reunión de todas las reinas. Ella fue como una madre para sus súbditos (…) y fue la más eminente de las diosas para el mundo entero. Pero habiendo contemplado la gran gloria de su recién nacido (Buda) (…) la reina Maya no pudo soportar la alegría que él le dio; y para no morir por ella, subió al Cielo». De este modo la Madre de Buda, tal como la Madre de Cristo, tiene un doble mensaje: su propia naturaleza y su hijo, y los dos prodigios son poderes de ascensión y de liberación. El primero de estos mensajes es múltiple y perpetuo, es una lluvia inagotable de gracias; el segundo es único e histórico: se trata de la maternidad divina (13).

Podríamos preguntarnos si existen personificaciones humanas de la Shakti en todas las religiones; ello se puede afirmar con respecto a manifestaciones más o menos secundarias, pero no con respecto a manifestaciones supremas como las que acabamos de mencionar. En el mundo cristiano, un ejemplo de los más relevantes correspondiente al nivel secundario es el de santa María Magdalena, que combina los principios de Eva y María, lo cual implica para su personalidad cierta dimensión de misterio cósmico; también son espiritualmente características la soledad, la desnudez y la levitación por los ángeles.

En el Corán, el Islam reconoce una preponderancia suprema a María; el Chiísmo también parece atribuírsela a Fátima –hija del Profeta y madre de todos los jerifes– o incluso a ella sola por razones que surgen de una soteriología muy particular. Sea como sea, no hay nada sorprendente en que el Islam, dada su perspectiva monoteísta muy rigurosa, se encuentre poco inclinado a creer en una «divinidad humana», si bien lo hace de una manera indirecta o implícita.

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Según el Corán, los nombres Allah y Rahman son casi equivalentes: «Llamadlo Allah o llamadlo Rahman, para él son los nombres más hermosos»; lo cual indica el carácter por así decirlo sháktico del nombre Rahman. El nombre Rahim, «Misericordioso», prolonga en cierto modo el nombre Rahman, «Clemente»; lo prolonga con respecto a las criaturas, y es en ese sentido que se enseña que Allah, que es Rahman en su sustancia, es Rahim en función de la creación, o «a partir» de ésta. La gran Shakti, en el Islam, es la Rahmah: es la Bondad, la Belleza y la Beatitud de Dios (14).

Asimismo, existen formas más particulares de la Shakti, tales como la Sakinah, el «apaciguamiento» o la «dulzura», y la Barakah, la: «bendición» o la «irradiación de santidad», o también la «energía protectora»; numerosas imágenes de la Femineidad celestial, de la Shakti bienhechora y salvadora.

Desde otro punto de vista, se puede decir que la perspectiva sháktica se manifiesta en el Islam por la promoción sacramental de la sexualidad (15); esta característica pone al Islam en oposición consciente y abrupta con la perspectiva exclusivamente sacrificial y ascética del cristianismo, pero lo acerca al shaktismo y al tantrismo, por lo menos desde el punto de vista que estamos considerando (16). Según un hadilh, «el casamiento es la mitad de la religión»; es decir –por analogía– que la Shakti es la «prolongación» del Principio divino; Maya «prolonga» a Atma. Conocer a la mujer –Ibn Arabi insiste en ello– es conocerse a sí mismo; y «quien conoce su alma conoce a su Señor». Por supuesto, el alma humana es una, pero la polaridad sexual la escinde en cierto grado; ahora bien, el conocimiento de lo Absoluto exige la totalidad primordial del alma, aquello de lo cual la unión sexual es en principio la base natural e inmediata, si bien evidentemente esta totalidad puede lograrse fuera de la perspectiva erótica, pues cada uno de los sexos comporta la potencialidad del otro; pues el alma humana es precisamente una.

Según Ibn Arabi, Hiya, «Ella», es un Nombre divino como Hua, «El»; pero ello no quiere decir que la palabra Hua sea limitada, pues Dios es indivisible, y quien dice «El» también dice «Ella». Sin embargo es cierto que Dhal, la divina «Esencia», es una palabra femenina, lo cual puede referirse –tal como la palabra Haqiqah– al aspecto superior de la femineidad: de acuerdo con este punto de vista, que es precisamente el del shaktismo hindú, la femineidad es lo que supera lo formal, lo finito, lo exterior; es sinónimo de indeterminación, de ilimitación, de misterio, y también evoca al «Espíritu que vivifica» en relación con la «letra que mata». Ello equivale a decir que la femineidad en el sentido superior comporta un poder disolvente, interiorizador y liberador: libera de los endurecimientos estériles, de la exterioridad dispersante y de las formas limitativas y comprimidoras. Por un lado, se puede oponer el sentimentalismo femenino al racionalismo masculino –en promedio y sin olvidar la relatividad de las cosas–, pero por otro lado también se opone al razonamiento de los hombres la intuición de las mujeres; no obstante es ese don de la intuición, sobre todo entre las mujeres superiores, el que explica y justifica en gran parte la promoción mística del elemento femenino; en consecuencia también es en este sentido que la Haqiqah, el Conocimiento esotérico, puede aparecer como femenino (17).

El Profeta dijo de sí mismo: «La Ley (Shari’ah) es lo que yo digo; el Sendero (Tariqah) es lo que yo hago; y el Conocimiento (Haqiqah) es lo que yo soy». Ahora bien, este tercer elemento, este «ser», evoca un misterio de femineidad en el sentido de que el «ser» supera al «pensamiento», representado aquél por la masculinidad mientras que éste se puede concebir como lunar; la mujer ofrece una felicidad, no por su filosofía sino por su ser. La luna creciente esta por así decirlo «sedienta» de plenitud, si bien a ésta se la concibe como solar; asimismo la feminización de la plenitud espiritual se explica en parte por el hecho de que la metafísica está naturalmente en manos de hombres (18). Pero hay más: el carácter femenino que se puede discernir en la Sabiduría resulta igualmente del hecho de que el conocimiento concreto de Dios coincide con el amor de Dios; este amor, que en la medida de su sinceridad implica las virtudes, es como el criterio del conocimiento real. Y en este sentido la Shakti salvadora se identifica a la vez con el Amor y con la Gnosis, con la Mahabbah y con la Haqiqah.

En sus Fusus el-Hikam –en el capítulo sobre Mahoma– Ibn Arabi desarrolla una doctrina al fin y al cabo sháktica y tántrica, tomando como punto de partida al famoso hadith sobre las mujeres, los perfumes y la oración: las «tres cosas que se han hecho amables» para el Profeta por Dios. Este simbolismo significa en primer lugar que entre los objetos del amor, para el hombre, la mujer ocupa el centro (19), mientras que todas las otras cosas naturalmente dignas de amor –como un jardín, una pieza musical, una copa de vino– se sitúan en la periferia, que está indicada por los «perfumes»; la oración representa el elemento quintaesencial –la relación con el Bien Soberano– que da sentido a todo el resto. Ahora bien, según Ibn Arabi, el hombre, el varón, ama a la mujer como Dios ama al hombre, al ser humano; pues el todo ama a su parte, y el prototipo ama a su imagen; ello implica metafísica y místicamente el movimiento inverso, que va de la criatura al Creador y de la mujer al hombre. Quien dice amor dice deseo de unión, y la unión es una relación de reciprocidad, ya sea entre los sexos o entre el hombre y Dios.

Al amar a la mujer, el hombre tiende inconscientemente hacia lo Infinito, e ipso facto debe aprender a tender hacia él conscientemente, interiorizando y sublimando el objeto inmediato de su amor; asimismo la mujer, al amar al hombre, tiende en realidad hacia lo Absoluto, con las mismas virtualidades transpersonales.

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En el mundo espiritualmente lejano de los Indios de América –aunque éste es al fin y al cabo el del chamanismo mongol–, una personificación característica de la Shakti es la «Mujer-Bisonte-Blanco» que llevó la Pipa a la tribu de los Indios Lakota (20). En su substancia celestial, ella es la diosa Wohpé, que es equivalente a Lakshmi; en su aparición terrenal se llama Pté-San-Win, la «Bisonte-Blanca» precisamente. Hace tal vez varios siglos –nadie conoce la época ni el lugar– ella apareció en la Tierra vestida de blanco o de rojo, o totalmente desnuda según otra tradición; el color blanco, como la desnudez, se refiere a la primordialidad, y el color rojo corresponde a la vida, al éxito ya la felicidad. Y es la diosa Wohpé la que lleva al Cielo el humo de la Pipa, esa nube que contiene las ofrendas y las oraciones de los hombres; las ofrendas porque el tabaco sagrado está hecho de diversos ingredientes que simbolizan a los elementos del Universo, pues la oración del individuo debe ser implícitamente la de la colectividad e incluso la del mundo entero.

El rito de la Pipa evoca el simbolismo del humo sacrificial, el que sube de los altares: todo humo ritual es un Soporte de la gracia ascendente ofrecida por la Shakti misericordiosa; lo mismo sucede Con el incienso que lleva nuestras alabanzas hacia el Cielo. Entre los Pieles Rojas el incienso –en realidad la hierba aromática de la pradera– tiene una función purificadora: se purifica con humo todo objeto sacramental antes de su empleo, incluyendo al cuerpo humano antes de un rito como la Danza del Sol. El humo es la materia sacramental que utiliza la Mediadora celestial; el incienso es como un velo que a la vez envuelve y manifiesta al cuerpo invisible de la diosa.

El humo es una imagen del soplo vital; si el humo ritual es sagrado, nuestro soplo también lo es a fortiori desde el momento que transporta el Recuerdo de Dios. Y asimismo existe una relación entre el humo y el perfume; en el incienso –incluido el de los Indios– los dos simbolismos se combinan. El perfume expresa lo que en árabe se denomina la barakah la cual no otra cosa que el perfume celeste o espiritual; este emana no solamente de los santos y de las cosas sagradas, sino también de todo lo que resulta agradable a Dios, como las buenas acciones o las actitudes virtuosas.

Las flores agradan por su perfume tanto como por su belleza; ahora bien, estas dos cualidades corresponden a la femineidad y en consecuencia a la Shakti; la belleza regocija el corazón y lo apacigua, y el perfume hace respirar, evoca la ilimitación y la pureza del aire; la dilatación del pecho», como se diría en mística sufi.

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Para los hindúes, toda mujer virtuosa o hermosa es a su manera una manifestación de la Shakti; y si se puede decir que la virtud es una belleza moral, también se puede decir que la belleza es una virtud física. El mérito de esa virtud remite al Creador, y por participación también a la criatura si ésta está moral y espiritualmente a la altura de ese don; es decir que la belleza y la virtud por un lado pertenecen a priori a Dios y por otro lado, y por ello mismo, exigen una valorización espiritual de parte de la criatura.

La cualidad de Shakti en la mujer presupone la cualidad de Deva en el hombre; éste es por su naturaleza creador y amo, a menos que esté pervertido, pero incluso entonces conserva las sombras de sus cualidades naturales. Por otra parte no es necesario agregar que cada sexo participa –o puede participar– del sexo opuesto (21); la cualidad humana es una y prevalece sobre el sexo, sin suprimir en absoluto sus capacidades, sus funciones, sus deberes y sus derechos.

Las características de Deva y de Shakti indican que el ser humano, por definición, es una teofanía y no tiene la posibilidad de elegir no serlo, así como no tiene la posibilidad de elegir no ser homo sapiens. La vocación humana es hacer realidad lo que constituye la razón de ser, del hombre: una proyección de Dios y, por ello mismo, un puente entre la Tierra y el Cielo; o un punto de vista que permite a Dios verse a partir de otro diferente de él, si bien este otro, en última instancia, no es más que él mismo, pues no se conoce a Dios si no es por Dios.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––––––––––-

1.- El «Ser» y por lo mismo la «Existencia», es «Potencia» por definición: en el orden síquico, la masa implica la energía; toda materia comporta una fuerza potencial.

2.- Divino porque es «celestial» y no «terrenal»; o podemos decir: más allá del samsara, de la «transmigración», aunque comprendido dentro de la creación.

3.- Parvati comporta dos aspectos opuestos, como Siva que personifica a la vez el ascetismo y el erotismo; una paradoja cuya clase podría ser la antigua mitología dravidiana.

4.- Al cual algunos shaktas dedicaban antiguamente un culto sanguinario con el fin de aplacarlo, o de agotar las posibilidades reparadoras que exige.

5.- La Shakti de Purusha, el intelecto divino creador; Purusha y Prakriti son los dos polos de Ishwara, del Ser creador, revelador, remunerador y justiciero; por lo tanto del Dios personal.

6.- Es acogedora sobre todo bajo la forma de Umâ, la diosa «dorada» de la luz, de los perfumes y del sonido primordial; también de la iluminación sapiencial.

7.- Shankaracharya: «Yo te imploro (oh Lakshmi) que me mires con tus ojos de gracia, como al pasar, y ello me bastará para obtener tu ola de favores, oh m Madre». Agregemos que el culto de la Shakti fue instituido por Shankara en sus monasterios, lo cual es tanto más notable cuanto que el Advaita-Vedanta procede por eliminación, y el método sháktico, en cambio, por sublimación.

8.- Mencionemos a la Shakti como dakini: las diversas dakinis representan todos los aspectos posibles de Maya, desde los celestiales hasta los infernales; siempre desnudas y danzantes pueden ser furias maléficas y sanguinarias así como ángeles protectores. La Dakini suprema coincide con la Bodhi, la «Iluminación», a la cual el adepto debe unirse casi «sexualmente» –es decir existencialmente, con el corazón– para salvarse de la ronda de las existencias.

9.- La alternativa cristiana entre la «carne» y el «espíritu» nos permite recordar aquí que la corporeidad no es algo malo en sí misma, a pesar de una característica negativa que se adhirió a ella a causa de la «caída». Según una enseñanza de la cábala –obtenida por el teósofo Oetinger y retomada por Schelling– el estado corporal es el objetivo de la autorrevelación progresiva de Dios; de este modo es una perfección y no una imperfección. Cabe observar que la décima y última Sephirah, en este proceso, es una hipóstasis femenina, la «Hija»; por lo tanto es un aspecto de Mahashakti, tal com es también –en el judaismo– la Schekhina, la Presencia divina.

10.- Nada es más absurdo que pretender que la búsqueda de la salvación es “egoísmo»; a priori, incluso es un deber para el hombre, pero desde el punto de vista de la conciencia metafísica de nuestra naturaleza, tampoco es una limitación, por lo menos en la medida en que es exclusiva. Vivekananda pretendía que las personas sólo se interesaran en la salvación de los demás, lo cual no tiene sentido pues sólo puede salvar a los demás quien se salva a sí mismo; y salvar a los demás es mostrarles cómo salvarse a sí mismo, Deo Juvante.

11.- Otros ejemplos tomados del mismo himno –titulado «Inundación del Esplendor divino» (Saundarya Lahari)– son los siguientes: “¡Oh Bandera y Victoria del Rey de la Montaña (Siva) ! ¡No tenemos ni la sombra de una duda de que tus dos senos son cántaros hechos de rubí y llenos de amrita, de la bebida de la inmortalidad…! ¡Oh Hija de la Montaña! indescriptible y única es la gloria de tu ombligo, el cual en verdad es un remolino en la superficie del río Ganges… y el cual es la cavidad donde arde el fuego invencible de Kama Deva, el dios del amor que arroja flechas hechas de flores!» -El Srimad-Bhagavatam contiene simbolismos análogos que describen el cuerpo de Visnú.

12.- Empleamos aquí el término «diosa» de un modo simbólico y aproximativo, práctico si se quiere, dado que el budismo excluye la idea de una divinidad personal. En cuanto a los bodhisattwas, éstos corresponden por un lado a los arcángeles y por otro –más comúnmente y a priori– a los grandes santos que salvan las almas y que luego entran en la «iconostasia» celestial.

13.- En el budismo mahayánico hallamos además la «Tara blanca» y la «Tara verde», ambas princesas casadas con el rey tibetano que introdujo el budismo en su país; ellas encarnan dos modos muy diferentes y complementarios de favores celestiales.

14.- Cabe destacar que en árabe –y lo mismo sucede en hebreo– la palabra rahmah deriva de la raíz rahim, palabra que significa «matriz», lo cual corrobora la interpretación de la Rahmah como Femineidad divina, y por lo tanto como Mahashakti.

15.- Lo cual indica además, y paradójicamente, el velamiento de la mujer, el cual sugiere un misterio y una sacralización.

16.- Ello no quiere decir que el cristianismo no comportara además una dimensión casi tántrica, como era la caballería, que se caracterizaba por el culto de la «dama» y asimismo por una devoción particular a la Virgen.

17.- Es posible hallar ecos de esta perspectiva en la Biblia, en especial en el Libro de la Sabiduría y en el Eclesiástico; por lo tanto bajo la insignia de Salomón, lo cual no está desprovisto de significado, por lo menos desde el punto de vista de los cabalistas.

18.- En alemán la palabra «sol» –die Sonne– es femenina, y la palabra «luna» –der Mond– es masculina; ello evoca la perspectiva del matriarcado, del sacerdocio femenino, de las mujeres-profetas, y evidentemente del shaktismo. Tácito manifiesta el gran respeto que los alemanes tenían por las mujeres. y recordemos aquí la función beatífica de las walkirias, así como esta sentencia casi tántrica de Goethe:

«El Eterno Femenino nos atrae hacia lo alto» (Das Ewig-Veibliche zieht uns hinan).

19.- Cabe observar que en la mística sufi la Presencia divina, o el mismo Dios como objeto de amor o de nostalgia, se presenta a menudo como una mujer. Citemos el Diwan del Shaykh El-Allawi: «Yo me acercaba a la morada de Layla, oyendo su llamado. ¡Oh que esta voz tan dulce no pueda callar jamás! Ella (Layla) me otorgó su favor, me atrajo hacia ella y me introdujo dentro de su cerco; luego me dirigió palabras llenas de intimidad. Me hizo sentar del arte cristiano, y asimismo, en cierto sentido, en el encuentro nocturno entre Cristo y Nicodemo.

20.- Sin duda entre los autores indios es posible hallar relatos análogos, cuando no se trata del mismo relato. En todo caso el simbolismo general prevalece sobre el «mito» particular.

21.- Ello es lo que muestra gráficamente ese símbolo fundamental que es el Yin-Yang chino, que en todas sus aplicaciones expresa el principio de la reciprocidad compensatoria.

(Extraído de: RAICES DE LA CONDICION HUMANA, Frithjof Schuon, Grupo Libro, Colección Paraísos Perdidos)

ESQUEMA DEL MENSAJE CRISTICO

ESQUEMA DEL MENSAJE CRISTICO

FRITHJOF SCHUON

Si partimos de la idea indiscutible de que la esencia de toda religión es la verdad de lo Absoluto con sus consecuencias humanas, tanto místicas como sociales, podemos plantear la cuestión de establecer de qué modo la religión cristiana satisface esta definición; pues su contenido central parece ser, no Dios como tal, sino Cristo; es decir no tanto la naturaleza del Ser divino sino su manifestación humana. Asimismo una voz patrística proclamó con justicia: “Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios”, lo cual es la forma cristiana de decir que “Brahma es real, el mundo es apariencia”. El cristianismo, en lugar de yuxtaponer simplemente lo Absoluto y lo contingente, lo Real y lo ilusorio, propone directamente la reciprocidad entre uno y otro: ve lo Absoluto a priori con relación al hombre, y define a éste –correlativamente- de acuerdo con esa reciprocidad, no sólo metafísica sino también dinámica, voluntaria y escatológica. Es cierto que el judaísmo procede de una manera análoga, pero en un grado menor: no define a Dios en función del drama humano, es decir partiendo de la contingencia, sino que establece la relación casi absoluta entre Dios y su pueblo: Dios es “Dios de Israel”, la simbiosis es inmutable; ello no impide que Dios siga siendo Dios y que el hombre siga siendo el hombre; no hay un “Dios humano” ni un “hombre divino”.

Sea como sea, la reciprocidad que plantea el cristianismo es metafísicamente transparente, y lo es necesariamente, so pena de convertirse en un error; sin duda, desde el momento que comprobamos la existencia de la contingencia o de la relatividad, debemos saber que lo Absoluto se encuentra incluido en ella de un modo o de otro, es decir que, en principio, la contingencia debe encontrarse prefigurada dentro de lo Absoluto, y que, luego, éste debe reflejarse en la contingencia; tal es el esquema ontológico de los misterios de la Encarnación y de la Redención. El resto es cuestión de modalidad: el cristianismo propone por un lado la oposición abrupta entre la “carne” y el “espíritu”, y por otro lado –y éste es su lado esotérico- su opción por la “interioridad” contra la exterioridad de las prescripciones legales y contra la “letra que mata”. Además, actúa con ese sacramento central y profundamente característico que es la Eucaristía: Dios no se limita a promulgar una Ley, Él desciende a la tierra y se convierte en Pan de vida y Bebida de inmortalidad.

Con relación al judaísmo, el cristianismo comporta un aspecto de esoterismo por tres elementos: la interioridad, la caridad casi incondicional y los sacramentos. El primer elemento consiste en desdeñar más o menos las prácticas exteriores y en acentuar la actitud interior, se trata de adorar a Dios “en espíritu y en verdad”; el segundo elemento corresponde a la ahimsa hindú, la “no-violencia”, que puede llevarnos hasta a renunciar a nuestro derecho, y por lo tanto a salir deliberadamente del engranaje de los intereses humanos y de la justicia social; consiste en ofrecer la mejilla izquierda a aquel que nos ha abofeteado la derecha, y en dar siempre más de lo debido. El Islam marca un retorno al “realismo” mosaico, integrando a Jesús en su perspectiva a título de profeta de la “pobreza” sufí; sea como sea, con el fin de poder asumir la función de una religión mundial, el cristianismo mismo ha debido atenuar su rigor original y presentarse como un legalismo socialmente realista, al menos en cierto grado.

* * *

Si “Dios se hizo hombre”, o si lo Absoluto se hizo contingencia, o si el Ser necesario se hizo ser posible, entonces se puede concebir la significación de un Dios que se hizo pan y vino y que hizo de la comunión una condición sine qua non para la salvación; por supuesto no la única condición, pues la comunión exige la práctica casi permanente de la oración, que Cristo ordena en su parábola del juicio inicuo y cuya importancia destaca san Pablo al ordenar a los fieles que “recen sin fatigarse”. Se puede concebir que un hombre, aunque sea vea impedido de comulgar, se salve por la oración, pero no se puede concebir que un hombre no pueda rezar y se salve solamente con la comunión; de hecho, algunos de los más grandes santos, al principio del cristianismo, vivían en la soledad sin poder comulgar, al menos durante algunos años. Ello se explica por el hecho de que la oración prevalece ante todo, que por lo tanto contiene a su manera la comunión, y necesariamente, puesto que en principio nosotros llevamos en nosotros mismos todo lo que podemos obtener de fuera; “El reino de Dios está dentro de vosotros”. Los medios son relativos; nuestra relación profunda con lo Absoluto no puede serlo.

Con respecto al rito eucarístico, nos sentimos autorizados a formular la precisión siguiente: el pan parece significar que “Dios entra en nosotros”, y el vino que “nosotros entramos en Dios”; presencia de gracia por un lado, y extinción unitiva por el otro. Dios es el Sujeto absoluto y perfecto que, o bien entra en el sujeto contingente e imperfecto, o bien se asimila a éste liberándolo de las trabas de la subjetividad objetivada y exteriorizada, y por ello mismo hecha paradójicamente múltiple. También se podría decir que el pan se refiere más particularmente a la salvación y el vino a la unión, lo cual evoca la distinción antigua entre los pequeños y los grandes misterios (1).

En la Eucaristía, lo Absoluto –o el Sí-mismo divino (2)- se convierte en Alimento; en otros casos, se convierte en Imagen o Icono, y en otros casos también en Palabra o Fórmula; éste es todo el misterio de la asimilación concreta de la Divinidad que utiliza como medio un símbolo propiamente sacramental: visual, auditivo o de otro tipo. Uno de estos símbolos, incluso el más central, es el Nombre mismo de Dios, quintaesencia de toda oración, ya se trate de un Nombre de Dios en sí mismo o de un Nombre de Dios hecho hombre (3). Los hesicastas consideran que “el corazón bebe el Nombre para que el Nombre beba el corazón”; por lo tanto se trata del corazón “licuificado” que, por el efecto de la “caída”, se había “endurecido”, y de ello surge la comparación frecuente del corazón profano con una piedra. “Es a causa de la dureza de vuestro corazón que él (Moisés) ha escrito para vosotros este precepto”; Cristo consideraba que creaba un hombre nuevo, poniendo como intermediario su cuerpo sacrificial de Hombre-Dios y a partir de una antropología moral particular. Cabe señalar que la posibilidad de salvación no se manifiesta porque sea necesariamente mejor que otra sino porque, siendo posible precisamente, no puede dejar de manifestarse; tal como dijo Platón, y después de él san Agustín, está dentro de la naturaleza del Bien el querer comunicarse.

No sin relación con el misterio de la Eucaristía se encuentra el misterio del Icono; también en este caso se trata de una materialización de lo celestial y por lo tanto de una asimilación sensible de lo espiritual. Quintaesencialmente, el cristianismo comporta dos Iconos, el Santo Rostro y la Virgen con el Niño, el prototipo del primer icono es el Santo Sudario y el del segundo es el retrato de donde brotan, simbólicamente hablando, todas las otras imágenes sagradas, para llegar a esas cristalizaciones litúrgicas que son la iconostasia bizantina y el retablo gótico; asimismo debemos mencionar el crucifijo –pintado o esculpido- en el cual un símbolo primordial se combina con una imagen más tardía. Agreguemos que la estatuaria –ajena a la Iglesia del Oriente- está más cerca de la arquitectura que de la iconografía propiamente dicha (4).

* * *

“Dios hecho hombre”: éste es el misterio de Jesús, pero también es, y por ello mismo, el de María; pues humanamente Jesús no tiene nada que no haya heredado de su Madre, a quien llamó con justa razón “Corredentora” y “la divina María”. Asimismo el Nombre de María es como una prolongación del de Jesús; por supuesto, la realidad espiritual de María está contenida en Jesús –la inversa también es válida–, pero la distinción de los dos aspectos tiene su razón de ser; la síntesis no excluye el análisis. Así como Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”, la Santa Virgen, que está hecha de la misma sustancia, posee gracias que facilitan el acceso a esos misterios, y es ella a quien se aplican en primer término estas palabras de Cristo: “Mi yugo es dulce, y mi carga ligera”.

Se podría decir que el cristianismo no es a priori tal verdad metafísica, sino que es Cristo; y es la participación en Cristo por medio de los sacramentos y de la santidad. En ese caso, no se escapa a la Realidad divina quintaesencial: tanto en el cristianismo como en toda religión, hay que tomar en cuenta fundamentalmente dos cosas, abstracta y concretamente: lo Absoluto, o lo absolutamente Real, que es el Bien Soberano y que da un sentido a todo; y nuestra conciencia de lo Absoluto, que debe convertirse para nosotros en una segunda naturaleza, y que nos libera de los meandros, de los callejones sin salida y de los abismos de la contingencia. El resto es asunto de adaptación a las necesidades de tales almas y de tales sociedades; pero las formas también tienen su valor intrínseco, pues la Verdad quiere a la Belleza, tanto en los velamientos como en la última Beatitud.

* * *

La metafísica intrínsecamente cristiana, no helenizada, se expresa por las sentencias iniciales del Evangelio según san Juan. “En el comienzo era el Verbo”: evidentemente se trata no de un origen temporal sino de una prioridad de principios, la del Orden divino, al cual pertenece el Intelecto universal –el Verbo- al surgir de la Manifestación cósmica, de la cual es el centro a la vez trascendente e inmanente. “Y el Verbo era junto a Dios”: precisamente bajo el aspecto de la Manifestación, el Logos se distingue del Principio; la distinción entre las dos naturalezas de Cristo refleja la inevitable ambigüedad de la relación Atma-Maya. “Por Él todo fue hecho”: no hay nada de lo creado que no haya sido concebido y prefigurado en el Intelecto divino. “Y la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron”: está en la naturaleza de Atma penetrar en Maya, y está en la naturaleza de cierta Maya resistirse (5), y sin ello el mundo dejaría de ser el mundo; y “el escándalo debe llegar”. La victoria de Cristo sobre el mundo y la muerte retrasa o anticipa la victoria en sí misma intemporal del Bien sobre el Mal, o de Ormuz sobre Arriman; victoria ontológicamente necesaria porque resulta de la naturaleza misma del Ser, a pesar de las apariencias iniciales contrarias. Las tinieblas, aun ganando, pierden; y la luz, aun perdiendo, gana; Pasión, Resurrección, Redención.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––-

1.- En un sentido más general, diremos que los sacramentos cristianos son exotéricos para los exoteristas y esotéricos o iniciáticos para los esoteristas; en el primer caso apuntan hacia la salvación, y en el segundo hacia la unión mística.

2.- El Principio Supremo, desde que se hace interlocutor hacia el hombre, entra en la relatividad cósmica a causa de su personificación; ya no sigue siendo lo Absoluto en relación al hombre, excepto desde el punto de vista del Intelecto puro.

3.- Citemos a san Bernardino de Siena, gran promotor –hoy olvidado– de la invocación del Nombre de Jesús: «Introducid el Nombre de Jesús en vuestras casas, en vuestras habitaciones, y conservadlo en vuestros corazones». «La mejor inscripción del Nombre de Jesús es en el corazón, luego en la palabra y por último en el símbolo pintado o esculpido». «Todo lo que Dios ha creado para la salvación del mundo está oculto dentro del Nombre de Jesús: toda la Biblia, desde el Génesis hasta el último Libro. La razón es que el Nombre es origen sin origen… El Nombre de Jesús es tan digno de alabanza como el mismo Dios».

4.- El judaismo y el islamismo, que proscriben las imágenes, las reemplazan en cierto modo por la caligrafía, expresión visual del discurso divino. Una página iluminada del Corán, una pequeña plegaria adornada con arabescos, son «Iconos abstractos».

5.- Aquí se trata de la dimensión negativa propia de la Maya infracelestial, hecha de oscuridad en tanto que se aleja del Principio, y de luz en tanto que manifiesta aspectos de éste. Es el dominio de la imperfección y de la impermanencia, pero también del teomorfismo potencialmente liberador, mientras que la Maya celestial es el dominio de los arquetipos y de las hipóstasis.

( Frithjof Schuon, extracto de “Raíces de la Condición Humana”, ed. Grupo Libro

DE LA UNIDAD TRANSCENDENTE

DE LA UNIDAD TRANSCENDENTE
DE LAS RELIGIONES

Prefacio del libro

FRITHJOF SCHUON

Las consideraciones de este libro proceden de una doctrina que no es en absoluto filosófica, sino propiamente metafísica. Esta distinción puede parecer ilegítima a quienes tienen la costumbre de englobar la metafísica en la filosofía, pero, si se encuentra ya una tal asimilación en Aristóteles y en sus continuadores escolásticos, esto prueba precisamente que toda filosofía tiene limitaciones que, inclusive en los casos más favorables, toda filosofía tiene limitaciones que, inclusive en los casos más favorables, como los que acabamos de citar, excluyen una apreciación perfectamente adecuada a la metafísica. En realidad, ésta posee un carácter trascendente que la hace independiente de un pensamiento puramente humano, cualquiera que sea. Para definir bien la diferencia que existe entre uno y otro modo de pensamiento, diremos que la filosofía procede de la razón, facultad enteramente individual, mientras que la metafísica surge exclusivamente del Intelecto. Este último era definido de la siguiente manera, con pleno conocimiento de causa, por el maestro Eckhart: “En el alma hay algo que es increado e increable, y esto es el Intelecto”. En el esoterismo musulmán se encuentra una definición análoga, aunque más concisa aún y más rica en valor simbólico: “El Sufí (es decir, el hombre identificado con el Intelecto) no es creado.”

Si el conocimiento puramente intelectual sobrepasa por definición al individuo; si, por consiguiente, es de esencia supraindividual, universal o divina y procede de la Inteligencia pura, es decir, directa y no discursiva, hay que decir que este conocimiento no sólo va más lejos que el razonamiento, sino inclusive más lejos que la fe en el sentido ordinario de este término. Dicho de otro modo: el conocimiento intelectual sobrepasa igualmente el punto de vista específicamente religioso que, por su parte, es, sin embargo, incomparablemente superior al punto de vista filosófico, o, más precisamente, racionalista, puesto que, como el conocimiento metafísico, emana de Dios y no del hombre. Pero en tanto que la metafísica procede completamente de la intuición intelectual, la religión procede de la Revelación. Ésta, la Revelación, es la Palabra de Dios en tanto en cuanto Él se dirige a sus criaturas, mientras que la intuición intelectual es una participación directa y activa en el Conocimiento divino, y no una participación indirecta y pasiva como es la fe. En otros términos: en la intuición intelectual no es el individuo en tanto tal quien conoce, sino en tanto que, en su esencia profunda, él no es distinto de su Principio divino; también la certidumbre metafísica es absoluta en razón de la identidad entre el conocedor y lo conocido en el Intelecto. Si está permitido poner un ejemplo de orden sensible para ilustrar la diferencia entre los conocimientos metafísico y teológico, podemos decir que el primero, que llamaremos “esotérico” cuando se manifieste mediante un simbolismo religioso, tiene conciencia de la esencia incolora de la luz y de su carácter de pura luminosidad; tal creencia religiosa, por el contrario, admitirá que la luz es roja y no verde, mientras que otra creencia afirmará lo contrario. Las dos tendrán razón en tanto ambas distinguen la luz de la oscuridad, pero no la tendrán en tanto la identifican con tal o cual color. Mediante este ejemplo tan rudimentario, queremos mostrar que el punto de vista teológico o dogmático, por el hecho de que se funda, en el espíritu de los creyentes, sobre una revelación y no sobre un conocimiento accesible a cada uno –cosa, por otro lado, irrealizable para una gran parte de la colectividad humana- confunde necesariamente el símbolo o la forma con la Verdad desnuda y supraformal, mientras que la metafísica, que no se puede asimilar a un “punto de vista” más que de una manera enteramente provisional, podrá servirse del mismo símbolo o de la misma forma a título de medio de expresión, pero sin ignorar su relatividad. Es por esto por lo que cada una de las grandes religiones intrínsecamente ortodoxas, por sus dogmas, sus ritos y sus demás símbolos, puede servir de medio de expresión a toda verdad conocida directamente por el ojo del Intelecto, órgano espiritual que el esoterismo musulmán denomina “el ojo del corazón”.

Acabamos de decir que la religión traduce las verdades metafísicas o universales en lenguaje dogmático; ahora bien, si el dogma no es accesible a todos en su Verdad intrínseca, que sólo el Intelecto puede alcanzar directamente, el mismo dogma no es menos accesible por la fe, único modo de participación posible, para la gran mayoría de los hombres, en las verdades divinas. En cuanto al conocimiento intelectual que, lo hemos visto, no procede de una creencia ni de un razonamiento, sobrepasa el dogma en el sentido de que, sin contradecirlo jamás, lo penetra en su “dimensión interna”, que es la verdad infinita que domina todas las formas.

A fin de ser absolutamente claros, insistiremos todavía sobre que el modo racional de conocimiento no sobrepasa el dominio de las generalidades ni alcanza por sí solo ninguna verdad trascendente; puede, sin embargo, servir de modo de expresión a un conocimiento suprarracional –es el caso de la ontología aristotélica y escolástico-, pero esto será siempre en detrimento de la integridad intelectual de la doctrina. Algunos objetarán quizá que la metafísica más pura se distingue a veces muy poco de la filosofía; que ella utiliza, como ésta, argumentaciones y, como ésta, parece llegar a conclusiones; pero esta semejanza se debe al hecho de que toda concepción, en cuanto se expresa, se reviste forzosamente de los modos el pensamiento humano, que es racional y dialéctico; lo que distingue aquí esencialmente la proposición metafísica de la proposición filosófica es que la primera es simbólica y descriptiva, en el sentido de que ella se sirve de los modos racionales como de símbolos para describir o traducir conocimientos que comportan más certidumbre que cualquier conocimiento de orden sensible, mientras que la filosofía –que por algo ha sido llamada ancilla theologiae- nunca es más que lo que ella expresa; cuando razona para resolver una duda, esto prueba precisamente que su punto de partida es una duda que quiere llegar a remontar, en tanto que, como hemos dicho ya, el punto de partida de la enunciación metafísica es siempre esencialmente una evidencia o una certidumbre, que se tratará de comunicar a aquellos que sean capaces de recibirla, por medios simbólicos o dialécticos adecuados para actualizar en ellos el conocimiento latente que portan inconscientemente, diremos también “eternamente”, en sí mismos.

Tomemos, a título de ejemplo de los tres modos de pensamiento que hemos considerado, la idea de Dios. El punto de vista filosófico, cuando no niega a Dios pura y simplemente -lo que no hará sino dando a esta palabra un sentido que no tiene- intenta “probar” a Dios mediante toda clase de argumentaciones; en otros términos, este punto de vista trata de “probar” ya sea la “existencia”, ya la “inexistencia” de Dios, como si la razón, que no es más que un intermediario y en modo alguno una fuente de conocimiento trascendente, pudiera “probar” cualquier cosa; por otra parte, esta pretensión de autonomía de la razón en dominios donde sólo la intuición intelectual, de una parte, y la revelación, por otra, pueden comunicar conocimientos, caracteriza el punto de vista filosófico y revela su insuficiencia. En cuanto al punto de vista teológico, no se preocupa de probar a Dios –él permite inclusive admitir que ello es imposible- sino que se funda sobre la creencia; añadamos que la fe no se reduce en absoluto a la simple creencia porque, de ser así, Cristo no hubiese hablado de la “fe que mueve montañas”, pues ni qué decir tiene que la creencia religiosa no posee esta virtud. Metafísicamente, en fin, no se tratará ya ni de una “prueba” ni de “creencia”, sino exclusivamente de evidencia directa, de evidencia intelectual que implica certidumbre absoluta, pero que, en el estado actual de la humanidad, no es accesible más que a una élite espiritual cada vez más restringida; ahora bien, la religión, por su naturaleza e independientemente de las veleidades de sus representantes, que pueden no tener conciencia de ellas, contiene y transmite, bajo el velo de sus símbolos dogmáticos y rituales, el Conocimiento puramente intelectual, como hemos hecho notar anteriormente.

Sin embargo, tendría uno perfecto derecho a preguntarse por qué razones humanas y cósmicas, determinadas verdades, que podemos calificar de “esotéricas” en un sentido muy general, son expuestas y explicitadas precisamente en nuestra época tan poco inclinada a las especulaciones; hay en esto, efectivamente, algo de anormal; no en el hecho de exponer estas verdades, sino en las condiciones generales de nuestra época que, marcando el fin de un gran período cíclico de la humanidad terrestre –el fin de un maha-yuga, según la terminología hindú- debe recapitular o remanifestar de una u otra manera todo lo que se encuentra incluido en el ciclo entero, de acuerdo con el adagio que dice que “los extremos se tocan”, de suerte que cosas que son anormales en sí mismas pueden hacerse necesarias en razón de las condiciones apuntadas. Desde un punto de vista más individual, el de la simple oportunidad, hay que convenir que la confusión espiritual de nuestra época ha alcanzado un grado tal que los inconvenientes que, en principio, pueden resultar para algunos del contacto con las verdades de que se trata, se encuentran compensados por las ventajas que otros obtendrán de dichas verdades; por otro lado, el término “esoterismo” es muy a menudo usurpado para enmascarar ideas tan poco espirituales y tan peligrosas como es posible, y lo que se conoce de las doctrinas esotéricas es tan a menudo plagiado y deformado –aparte de que la incompatibilidad exterior y voluntariamente amplificada de las diferentes formas tradicionales arroja el más grande descrédito, en el espíritu de un gran número de nuestros contemporáneos, sobre toda tradición, sea religiosa o de cualquier otra índole- que no hay solamente ventaja, sino inclusive obligación de hacer entrever, de una parte, lo que es el esoterismo verdadero y lo que no lo es y, de otra parte, lo que constituye la solidaridad profunda y eterna de todas las formas del espíritu.

Para volver al tema principal que nos hemos propuesto tratar en este libro, insistiremos en que la unidad de las religiones no solamente no es realizable en el plano exterior, en el plano de las formas, sino que no debe siquiera ser realizada, suponiendo que fuese posible, sobre este plano, sin que las formas reveladas fuesen desprovistas de razón suficiente; y decir que son reveladas es como decir que son queridas por el Verbo divino. Al hablar de “unidad trascendente” queremos decir que la unidad de las formas religiosas debe ser realizada de una manera puramente interior y espiritual, sin ser traicionada por ninguna forma particular. Los antagonismos de estas formas no perjudican más a la Verdad una y universal que los antagonismos entre los colores opuestos o a la transmisión de la luz una e incolora, por utilizar la misma imagen que antes; y de la misma manera que todo color, por su negación de la oscuridad y su afirmación de la luz, permite encontrar el rayo que la hace visible y remontar este rayo hasta su fuente luminosa, de la misma manera toda forma, todo símbolo, toda religión, todo dogma, por su negación del error y afirmación de la Verdad, permite remontar el rayo de la Revelación, que no es otro que el del Intelecto, hasta su Manantial divino.

( Prefacio del libro del mismo título, traducido por Manuel García Yiñó, Ed. Heliodoro )

EL SENTIDO DE LO SAGRADO

EL SENTIDO DE LO SAGRADO

FRITHJOF SCHUON

EL JARDIN

Un hombre ve un jardín florido, pero él sabe: él no verá siempre esas flores y esos arbustos porque él morirá un día; y él sabe también: ese jardín no estará siempre ahí, porque el mundo desaparecerá en su momento. Y él sabe igualmente: esa relación con ese bello jardín ha sido dada por el destino, porque si el hombre se encontrase en medio del desierto, no vería el jardín, él lo ve solamente porque el destino le ha colocado a él, al hombre, aquí y no en otro lugar.

Pero en la región más interior de nuestra alma reside el Espíritu, y en él el jardín está contenido como un germen; y si nosotros amamos ese jardín -¿y como no podríamos amarlo puesto que es de una belleza paradisíaca?- haremos bien en buscarlo ahí donde siempre ha estado y donde estará siempre, a saber en el Espíritu; manténte en el Espíritu, en tu propio centro, y tendrás el jardín y por añadidura todos los jardines posibles. Y por lo mismo: en el Espíritu no hay muerte, porque aquí tú eres inmortal; y en el Espíritu la relación entre contemplante y lo contemplado no es solamente una frágil posibilidad, sino que reside por el contrario en la naturaleza misma del Espíritu y es eterna como él.

El Espíritu es consciencia y voluntad: Consciencia de si-mismo y voluntad hacia si-mismo. Manténte en el Espíritu por la consciencia, y aproxímate al Espíritu por la voluntad o el amor, y ni la muerte ni el fin del mundo no pueden quitarte el jardín ni aniquilar tu visión. Lo que tu eres ahora en el Espíritu, tu lo serás después de la muerte; y lo que tu posees ahora en el Espíritu, tu lo poseerás tras la muerte. Ante Dios, no hay ni ser ni propiedad mas que en el Espíritu; lo que era exterior debe llegar a ser interior, y lo que era interior será exterior: busca el jardín en ti mismo, en tu indestructible Substancia divina, entonces esta te dará un jardín nuevo e imperecedero.

LA PRUEBA

Hay un momento en la vida en el cual el hombre toma la decisión de aproximarse a Dios; de realizar una relación permanente con su Creador; de llegar a ser aquello que él debía ser – por la vocación innata del estado humano- a partir de la edad de la razón; en una palabra, de llegar a la inocencia primordial y de gozar de la proximidad del Soberano Bien; poco importa si nosotros llamamos a ese privilegio “Salvación” o “Unión”.

Está en la naturaleza de las cosas que el hombre tenga consciencia de la felicidad que implica su elección y que al comienzo de la Vía está lleno de entusiasmo; en numerosos casos, el aspirante ignora que tendrá que atravesar dificultades que él mismo lleva en si y que el contacto con un elemento celeste despierta y muestra. Estas posibilidades síquicas inferiores -de toda evidencia incompatibles con la perfección- deben ser consumidas y disueltas; esto es a lo que se ha llamado la “prueba iniciática”, la “bajada a los infiernos”, la “tentación de los héroes” o la “gran guerra santa”. Estos elementos síquicos pueden ser o bien hereditarios, o bien personales; además, podemos nosotros ser responsables de ellos o por el contrario estar afectados por ellos bajo la presión de un ambiente; pueden tomar la forma de un desánimo, de una duda, de una revuelta, y lo que importa mas que nunca es no escuchar la voz del ego profano abriéndose así a la influencia del demonio y enganchándose en la pendiente bien de la desesperación, bien de la subversión. Por tanto la condición sine que non de la salvación espiritual y de la ascensión es un implacable discernimiento hacia uno mismo, además de esa cualidad fundamental que es el respeto de lo Divino, y por lo tanto del sentido de lo sagrado, del sentido de las proporciones, y también -se debe comprender- del sentido de la grandeza y de la belleza.

Según un simbolismo hindú y budista, la situación del hombre terrestre es la de una tortuga nadando en el océano, en cuya superficie flota un anillo de madera; entonces la tortuga debe intentar pasar la cabeza a través de ese anillo, y es así como el hombre debe buscar y encontrar la Vía liberadora; la inmensidad del océano es la del universo, del samsara, de nuestro espacio existencial. “¡Dichoso el hombre que a vencido la prueba!”

CERTEZAS

Yo se con certeza que hay fenómenos, y que yo mismo soy uno de esos fenómenos.

Yo se con certeza que hay en el fondo de los fenómenos, o mas allá de ellos, la Esencia una, que los fenómenos no hacen mas que manifestar en función de una cualidad de esa Esencia, la de Infinitud, y por tanto de Irradiación.

Yo se con certeza que la Esencia es buena, y que toda bondad o belleza en los fenómenos manifiesta esa bondad.

Yo se con certeza que los fenómenos retornan a la Esencia, de la cual no están realmente separados puesto que, en el fondo, no existe nada más que ella; que ellos retornaran allí porque nada es absoluto ni por consecuencia eterno; que la Manifestación está necesariamente sometida a un ritmo como está sometida necesariamente a una jerarquía.

Yo se con certeza que el alma es inmortal, porque la indestructibilidad resulta necesariamente de la naturaleza misma de la inteligencia.

Yo se con certeza que en el fondo de las consciencias diversas no hay mas que un solo Sujeto: el Sí a la vez transcendente e inmanente; accesible a través del Intelecto, sede u órgano de la religión del Corazón; porque las consciencias diversas se excluyen y se contradicen mutuamente, mientras que el Sí incluye todo y no es contradicho por nadie.

Yo se con certeza que la Esencia, Dios, se afirma en los fenómenos, el mundo, como Potencia de Atracción y Voluntad de Equilibrio; que nosotros estamos hechos para seguir, verticalmente, esa Atracción, algo que no podemos hacer sin adecuarnos, horizontalmente, al Equilibrio, del cuál dan cuenta las Leyes sagradas y naturales.

DE LA SANTIDAD

La Santidad, es el sueño del ego y la vigilia del alma inmortal. La superficie móvil de nuestro ser debe dormir y en consecuencia retirarse de las imágenes y de los instintos, mientras que el fondo de nuestro ser debe velar en la consciencia de lo Divino e iluminar así, como una llama inmóvil, el silencio del santo sueño.

Este sueño implica esencialmente el reposo en la Voluntad Divina, y este reposo equivale al retorno a la raíz de nuestra existencia, de nuestro ser querido por Dios. El reposo en el Ser es la conformidad mas profunda con la voluntad celeste; ahora bien este Ser es a la vez Consciencia y Bondad, y no es mas que en la consciencia de lo Absoluto y en la bondad -o la belleza- del alma que nosotros podemos esperar el Ser, Deo volente.

El sueño habitual del hombre vive del pasado y del futuro, el corazón está como encadenado por el futuro, en lugar de reposar en el “Ahora” del Ser; en este Eterno Presente que es Paz, Consciencia de Si e Irradiación de Vida.

GRATITUD

Hay arquetipos, que son eternos puesto que están contenidos en el Intelecto Divino, y existen también sus reflejos terrestres, que son temporales y efímeros puesto que están proyectados en esa substancia móvil que es la relatividad o la contingencia. La sabiduría es, no solamente desligarse de los reflejos, sino igualmente saber y sentir que los arquetipos se encuentran en nosotros mismos y son accesibles en el fondo de nuestros corazones; nosotros poseemos lo que amamos, en la medida en la que eso que amamos es digno de ser amado.

En lugar de tener siempre los ojos fijados en las imperfecciones del mundo y las vicisitudes de la vida, el hombre nunca debería perder de vista la bondad de haber nacido en el estado humano, el cual es la vía de acceso hacia el Cielo. Se alaba a Dios, no solamente por que El es el Soberano Bien, sino también porque El nos ha hecho nacer en la puerta del Paraíso; es decir que el hombre está hecho para todo lo que lleva ahí: para la Verdad, para la Vía y para la Virtud.

EL SENTIDO DE LO SAGRADO

El sentido de lo sagrado, o el amor de las cosas santas -tanto si se trata de símbolos como de modos de Presencia divina- es una condición sine qua non del Conocimiento, la cual compromete no solamente a la inteligencia, sino a todas las potencias del alma; porque el Todo divino exige el todo humano.

El sentido de lo sagrado -que no es otro que la predisposición casi natural al amor de Dios y la sensibilidad para las manifestaciones teofánicas o para los perfumes celestes- este sentido de lo sagrado implica esencialmente el sentido de la belleza y la tendencia a la virtud; la belleza siendo por decirlo así la virtud exterior, y la virtud, la belleza interior. Este sentido implica igualmente el sentido de la transparencia metafísica de los fenómenos, es decir la capacidad de captar el principio en lo manifestado, lo increado en lo creado; o de percibir el rayo vertical, mensajero del Arquetipo, independientemente del plano de refracción horizontal, el cual determina el grado existencial pero no el contenido divino.

EL PRECIO DEL YO

Quien dice individuo, dice destino. Si yo soy yo, debo necesariamente vivir en tal época, en tal momento, en tal mundo, en tal lugar; debo vivir tal experiencia y tal felicidad; no tengo plenamente acceso a la Felicidad como tal.

El individuo está por definición, suspendido entre tal forma de felicidad y la Felicidad en si; él puede sentir lo que hay de arbitrario en la particularidad terrestre, pero no puede escapar a esta particularidad, así como no puede escapar a su individualidad. Hay aquí una especie de “ilogismo” que puede turbarle, pero debe resignarse a ello, y mas aún; debe atenuarlo, o incluso sobrepasarlo acercándose al Arquetipo, al En-Si celeste y divino; no de tal bien, sino del Bien como tal.

Se podría objetar aquí que en el Cielo la individualidad subsiste, y que por consecuencia no se escapa a la antinomia de la que tratamos aquí; lo cual es a la vez verdadero y falso. Es verdadero en el sentido en que la felicidad paradisiaca vivida por tal individuo es a la fuerza tal felicidad; pero eso es falso en el sentido de que toda felicidad paradisiaca es transparente en dirección a Dios, es decir que esa felicidad está tan penetrada de la Felicidad como tal, que no subsiste ya más en ella ninguna ambigüedad. Por una parte, “hay muchas moradas en la Casa de mi padre”; por otra parte, la Beatitud es una porque la Salvación es una, y porque Dios es uno.

(Frithjof Schuon. LA TRANSFIGURATION DE L’HOMME. Ed. L´Âge d’Homme)

MARIA Y EL MISTERIO MARIAL

MARIA Y EL MISTERIO MARIAL

FRITHJOF SCHUON

La Santa Virgen personifica la Substancia universal; personifica también la Virtud global e indiferenciada: el alma identificada al amor de Dios, a la Contemplatividad.

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La Santa Virgen es inseparable del Verbo encarnado, como el Loto es inseparable de Buda, y como el corazón es la sede predestinada de la sabiduría inmanente. Hay, en el Budismo, toda una mística del Loto, la cual comunica una imagen celeste de una belleza y de una elocuencia insuperables; una belleza análoga a la custodia conteniendo la Presencia real, y análoga sobretodo a esa encarnación de la Feminidad divina que es la Virgen María. La Virgen, Rosa mystica, es como la personificación del Loto celeste; en un cierto sentido, ella personifica el sentido de lo sagrado, el cual es la introducción indispensable a la recepción del sacramento.

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María personifica la Esencia informal de todos los Mensajes, ella es en consecuencia la “Madre de todos los Profetas”; ella se identifica a la Sabiduría primordial y universal, la Religio Perennis.

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Una palabra presupone el silencio; no se puede escuchar en medio de un alboroto. El silencio debe de ser perfecto en la medida que la palabra es noble.

Cuando hay extinción del alma, hay virtud. El alma es virtuosa cuando ella es como Dios la ha creado; los vicios o son privaciones o son defectos superpuestos. El alma primordial, iluminada, silenciosa, es el “loto” (padma) que contiene la “joya” (mani); es este loto el que personifica la Santa Virgen. Ella es la “Paz” que vehicula la “Bendición”. O ella es el “Santo Silencio” que contiene la divina Palabra (logos).

Pero este silencio, en realidad, es vida: “Soy negra, pero hermosa”. Que el alma caída calle -vacare Deo- y las Cualidades divinas se miran en ella; estas Cualidades divinas de las cuales ella lleva las guías en su substancia misma.

La verdad y la belleza son vías hacia el santo silencio: ellas efectúan el recuerdo de nuestra substancia paradisíaca. Porque el silencio está hecho de verdad y de belleza; es un vacío que en realidad es plenitud.

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La Santidad en si, coincide con la Plenitud de Gracia (gratia plena), la cual llama a la Presencia de Dios (Dominus tecum)

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Los recipientes sagrados deben de ser nobles; por ejemplo el cáliz eucarístico debe de ser dorado en el interior para poder recibir el vino consagrado; la Virgen llevando al Niño divino no podría ser una mujer ordinaria; un templo debe de ser digno de la Presencia divina conforme a la irradiación espiritual.

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La figuración en las imágenes de los Nacimientos, del buey, animal dócil, la mula, animal obstinado, son susceptibles de la interpretación siguiente: el buey, que además era sagrado en los antiguos Semitas, está armado de cornamenta y une en él la suavidad y la fuerza; representa al «guardián del santuario»; es el espíritu de sumisión, de fidelidad, de perseverancia; la mula, animal «profano» cuyo relincho ha sido llamado «la invocación de Satán», es el espíritu de insumisión y de disipación.

En esta misma figuración, la Virgen se identifica con el alma en estado de oración; San José, padre adoptivo de Cristo, representa la presencia del maestro espiritual; los visitantes, resumidos de alguna manera en los Reyes Magos, representan lo que se podría llamar “el homenaje cósmico” que afluye hacia el hombre santificado, y del cual hablan las escrituras hindúes diciendo que «los Cielos resplandecen por la gloria de un Mukta (liberado)»; finalmente, la noche que envuelve la escena de la Natividad, pero que está iluminada por la estrella, el testimonio divino, representa la muerte iniciática o la soledad, o también la extinción de lo mental.

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La Virgen negra de Czestochowa. El color oscuro de algunas Vírgenes (por el cual la Virgen negra se asemeja, así como por su maternidad, al simbolismo hindú de Kali “la Madre”), se refiere a la No-Manifestación divina, de la cual la Virgen es el soporte en su calidad de Madre del Verbo; Este es el “descendimiento” o la encarnación, o la manifestación de eso No-manifestado.

La Virgen madre representa la condición substancial de la manifestación hipostática, es decir su base que, debiendo soportar “lo Unico”, no debe de ser manchada por “lo múltiple”, identificado simbólicamente por “la carne” que en efecto es el ámbito de la cantidad, de la diferenciación y del hecho bruto.

El alma del contemplativo que, por su acto espiritual y por el soporte ritual de este, realiza en nacimiento universal del Verbo en su corazón, debe de ser “virgen” y “pura”, o en otros términos; “pobre” y “vacía”, con el fin de poder servir de soporte al nacimiento de la “Presencia real”; el alma debe por lo tanto llevar, como la imagen sacra de la Virgen, la huella de la divina No-Manifestación, es decir la oscuridad. Esta huella es por una parte, a título transitorio y secundario, la nox profunda y el “descenso a los infiernos”, en otras palabras, la muerte iniciática en la cual se opera el fiat lux, y por otra parte, a título permanente, lo indiferenciado o la extinción con relación al mundo, de la ilusión o de la corriente de las formas; este estado de muerte es idéntico a la pobreza en el espíritu y a la humildad. El color sombrío de la Virgen negra (como el de ciertas pratîkas hindúes, la de Kâlî particularmente, o incluso como la negrura de la piedra encerrada en la Kaabah) significa así el silencio o la ausencia de manifestaciones en el alma del contemplativo, mientras que en el Niño Jesús de la misma imagen, ese color significa la Indeterminación divina.

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Como todo ser celeste, María manifiesta el Velo universal en su función de transmisión: ella es Velo porque es forma, pero es Esencia por su contenido y en consecuencia por su mensaje. María está a la vez cerrada y abierta, inviolable y generosa; ella está “vestida de sol” porque está vestida por la Belleza, “esplendor de lo Verdadero”, y ella es “negra pero hermosa” porque el Velo está a la vez cerrado y transparente, o porque, tras haber estado cerrado en virtud de la inviolabilidad, se abre en virtud de la misericordia.

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En los simbolismos tradicionales más diversos, el complemento del héroe es la Mujer celeste. La vía espiritual tiene un aspecto de heroísmo -es la mayor Guerra Santa- puesto que se trata de vencer al dragón del “alma incitando al mal” es decir el mundo y el ego.

María indica la Vía y personifica al mismo tiempo la Beatitud final, la Recompensa suprema.

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La Virgen Madre personifica la Sabiduría supra-formal, todos los Profetas han bebido de su leche; desde este punto de vista, ella es más que el Hijo, que representa entonces la sabiduría formal, es decir la revelación particular. Al lado del Jesús adulto, por el contrario, María es, no la esencia informal y primordial, sino la prolongación femenina, la shakti: ella es entonces, no el Logos bajo su aspecto femenino y maternal, sino el complemento virginal y pasivo del Logos masculino y activo, su espejo hecho de pureza y de misericordia.

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María es Virgen, Madre, Esposa: Belleza, Bondad, Amor; siendo su suma la Beatitud. María es Virgen con relación a José, el Hombre; Madre con relación a Jesús, el Hombre-Dios; Esposa con relación al Espíritu Santo, Dios. José personifica la humanidad; María encarna, o bien el Espíritu visto bajo su aspecto de feminidad, o bien el complemento femenino del Espíritu.

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El misterio de la encarnación tiene dos aspectos: el Verbo por una parte y su receptáculo humano por otra; Cristo y la Virgen-Madre. Con el fin de poder realizar en ella misma este misterio, el alma debe de ser como la Virgen, ya que por lo mismo que el sol no puede reflejarse en el agua más que cuando está en calma, por lo mismo el alma no puede recibir al Cristo más que en la pureza virginal, en la simplicidad original, y no en el pecado, que es perturbación y desequilibrio.

Por «misterio» no entendemos algo incomprensible en principio -a menos que no lo sea en el plano puramente racional- sino algo que desemboca en el Infinito, o que es visto en relación con ello, de manera que la inteligibilidad se vuelve ilimitada y humanamente inagotable. Un misterio es siempre «algo de Dios».

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Las perfecciones virginales son la pureza, la belleza, la bondad y la humildad; son estas cualidades las que debe de tener el alma en busca de Dios.

La pureza: el alma está vacía de todo deseo. Todo movimiento natural que se afirma en ella es entonces considerado con relación de su cualidad pasional, bajo su aspecto de concupiscencia, de seducción. Esta perfección es fría, dura y transparente como el diamante. Es la inmortalidad que excluye toda corrupción.

La belleza: la belleza de la Virgen expresa la divina Paz. Es en el perfecto equilibrio de sus posibilidades que la Substancia universal realiza su belleza. En esta perfección, el alma deja toda disipación para descansar en su propia perfección substancial, primordial y ontológica. Hemos dicho más arriba que el alma debe de ser como un agua perfectamente calma; todo movimiento natural del alma aparecerá entonces como una agitación, una disipación, una crispación, por lo tanto una dejadez.

La bondad: la misericordia de la Substancia cósmica consiste en aquello que, virgen con relación a sus producciones, ella conlleva una potencia inagotable de equilibrio, de rectificación, de curación, de absorción del mal y de manifestación del bien, y que, maternal hacia los seres que se dirigen a ella, ella no les niega su asistencia. Igualmente, el alma debe desviar su amor del ego endurecido, para dirigirlo hacia el prójimo y la creación entera; la distinción entre el «yo» y el «otro» es como abolida, el «yo» se vuelve «otro» y el «otro» se vuelve «yo». La distinción pasional entre el «yo» y el «tu» es una muerte, comparable a la separación entre el alma y Dios.

La humildad: la Virgen, a pesar de su santidad suprema, permanece mujer y no aspira a ningún otro papel; y el alma humilde tiene consciencia de su rango y se desdibuja ante lo que la sobrepasa. Es así que la Materia Prima del Universo permanece en su nivel y no tiende nunca a apropiarse de la transcendencia del Principio.

Los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos de María son otros tantos aspectos de la realidad cósmica de una parte, y de la vida mística de otra.

Como María -y como la Substancia universal- el alma santificada es «virgen», «esposa» y «madre».

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La Oración dominical es la plegaria más excelente de todas, puesto que ella tiene como autor a Cristo; ella es, por consiguiente, más excelente en tanto que oración, que el Ave, y es por esto que ella es la primera plegaria del Rosario. Pero el Ave es más excelente que la Oración dominical en tanto que contiene el Nombre de Cristo, que se identifica misteriosamente con Cristo mismo, ya que «Dios y su Nombre son idénticos»; ahora bien Cristo es más que la Oración que él ha enseñado, el Ave, conteniendo a Cristo por su Nombre, será entonces más que esta Oración; es por esta razón que las recitaciones del Ave son mucho más numerosas que las del Pater, y que el Ave constituye, con el Nombre del Verbo que ella contiene, la substancia misma del Rosario. Lo que acabamos de enunciar viene a decir que la plegaria del «servidor» dirigida al «Señor» corresponde a los «Pequeños Misterios», -y recordamos que estos conciernen a la realización del estado edénico o primordial, y por lo tanto a la plenitud del estado humano,- mientras que el Nombre mismo de Dios corresponde a los «Grandes Misterios», cuya finalidad está más allá de todo estado individual.

Desde el punto de vista microcósmico, «María» es el alma en estado de «gracia santificante», cualificada para recibir la «Presencia real»; «Jesús» es el germen divino, la «Presencia real» que debe operar la transmutación del alma, a saber la universalización de ésta, o su reintegración en lo Eterno. «María» -como el «Loto»- es «superficie» o también «horizontal»; «Jesús» – como la «Joya»- es «centro» y «vertical». «Jesús» es Dios en nosotros, Dios que nos penetra y nos transfigura.

Entre las meditaciones del Rosario, los «Misterios gozosos» conciernen al punto de vista en el que nosotros nos situamos, y en conexión con las oraciones jaculatorias, la «Presencia real» de lo Divino en lo humano; en cuanto a los «Misterios dolorosos», ellos describen el «encarcelamiento» redentor de lo Divino en lo humano, la profanación inevitable de la «Presencia real» por las limitaciones humanas; los «Misterios gloriosos» finalmente se relacionan con la victoria de lo Divino sobre lo humano, con la liberación del alma por el Espíritu.

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Uno de los nombres que la letanía de Lorette atribuye a la Santa Virgen es Sedes Sapientiae, «Trono de la Sabiduría»; en efecto, como san Pedro Damian (siglo XI) lo ha señalado, la Santa Virgen «es ella misma ese Trono admirable del que trata el libro de los Reyes», a saber, el Trono de Salomon; este Rey-Profeta que según la Biblia y las tradiciones rabínicas fue el sabio por excelencia. Si María es Sedes Sapientiae, es antes que nada porque ella es la Madre de Cristo, que siendo el «Verbo» es la «Sabiduría de Dios», pero evidentemente lo es también a causa de su propia naturaleza, la cual resulta de su cualidad de «Esposa del Espíritu Santo» y de «Corredentora»; es decir que ella misma es un aspecto del Espíritu Santo, su complemento femenino si se quiere, o su aspecto de feminidad, de ahí la feminización del divino Pneuma para los gnosticos. Siendo el «Trono de la Sabiduría» -el «Trono animado del Todopoderoso» según un himno bizantino- María se identifica ipso facto con la divina Sophia, como lo atestigua la interpretación marial del elogio bíblico de la Sabiduría. (Proverbios VII 22-24 ). María no habría podido ser el lugar de la Encarnación si ella no tuviera en su naturaleza misma la Sabiduría a encarnar.

La sabiduría de Salomon -conviene recordarlo aquí- es a la vez enciclopédica, cosmológica, metafísica y simplemente práctica; bajo este último aspecto es política tanto como moral y escatológica, siendo al mismo tiempo bastante más que eso (…).

En cuanto a la sabiduría de la «Divina María», es menos diversa que la de Salomon porque no engloba ciertos ordenes contingentes: su sabiduría no podría ser ni enciclopédica ni «aristotélica», por así decirlo. La Santa Virgen no conoce, y no quiere conocer, más que aquello que concierne a la naturaleza de Dios y la condición del hombre; su ciencia es necesariamente metafísica, mística y escatológica, y por ese hecho mismo contiene virtualmente toda ciencia posible, como la luz una e incolora contiene las luces diversificadas y coloreadas del arco iris (…)

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«Temor», «amor» y «conocimiento», o rigor, dulzura y substancia; por lo tanto perfecciones «activa» y «pasiva», o dinámica y estática; está ahí, lo hemos visto, el mensaje espiritual elemental del numero-principio seis. Este esquema expresa, no solamente las modalidades de la ascensión humana, sino también, e incluso antes que nada, las modalidades del Descendimiento divino: es por los seis pies del Trono que la Gracia salvadora desciende hacia el hombre, como es por estos seis pies como el hombre sube hacia la Gracia. La Sabiduría, es prácticamente el «arte» de salir de la ilusión que seduce y encadena, de salir de ahí en primer lugar por la inteligencia y a continuación por la voluntad, por vía de consecuencia, la adaptación de la voluntad a este conocimiento; las dos cosas siendo inseparables de la Gracia.

La divina Mâya -la Feminidad in divinis- no es solamente aquello que proyecta y crea, ella es también aquello que atrae y libera. La Santa Virgen en tanto que Sedes Sapientiae personifica esta Sabiduría misericordiosa que desciende sobre nosotros, y que nosotros, lo sepamos o no, llevamos en nuestra propia esencia; y es precisamente en virtud de esta potencialidad o de esta virtualidad que la Sabiduría desciende sobre nosotros. La sede inmanente de la Sabiduría es el corazón del hombre.

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Ave Maria gratia plena, dominus tecum; benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus venris tui, Jesus.

AVE MARIA – María es la pureza, la belleza, la bondad y la humildad de la Substancia eterna; el reflejo microcósmico de esta Substancia es el alma en estado de gracia. El alma en el estado de gracia bautismal corresponde a la Virgen María; la bendición de la Virgen se posa en aquel que purifica su alma por Dios. Esta pureza -el estado marial- es la condición esencial, no solamente para la recepción sacramental, sino también para la actualización espiritual de la Presencia real del Verbo. Por la palabra ave, el alma expresa que, adecuándose a la perfección de la Substancia Eterna, se pone al mismo tiempo en relación con ella, además lo hace implorando la ayuda de la Virgen María que personifica esta perfección.

GRATIA PLENA – La Substancia primordial, en razón de su pureza, su bondad y su belleza, está colmada de la Presencia divina. Ella es pura, porque ella no contiene otra cosa que Dios; ella es buena porque compensa y absorbe todos los desequilibrios cósmicos, ella que es la totalidad y por lo tanto el equilibrio; ella es bella, porque está totalmente sometida a Dios. Es así como el alma, su reflejo microcósmico -corrompido por la caída- debe de volverse pura, buena y bella.

DOMINUS TECUM – Esta Substancia está, no solamente colmada de la Presencia divina de una manera ontológica o existencial, en el sentido de que ella está colmada por definición, es decir por su naturaleza misma, sino que ella está también constantemente en comunicación con el Verbo en tanto que tal. Por lo tanto, si gratia plena quiere decir que el Misterio divino es inmanente a la Substancia como tal, Dominus tecum significará que Dios, en su transcendencia metacósmica, se revela a la Substancia, lo mismo que el ojo, que está lleno de luz, ve al sol como tal. El alma colmada de gracia verá a Dios.

BENEDICTA TU IN MULIERIBUS – Comparada con todas las substancias secundarias, solo la Substancia tal es perfecta, y totalmente bajo la Gracia divina. Todas las substancias derivan de ella por ruptura de equilibrio; por lo mismo, todas las almas caídas derivan del alma primordial por la caída. El alma en estado de gracia, el alma pura, buena y bella, reencuentra la perfección primordial; ella es por eso «bendita entre todas» las substancias microcósmicas.

ET BENEDICTUS FRUCTUS VENTRIS TUI – Aquello que en principio es Dominus tecum, se vuelve en la manifestación, fructus ventris tui, Jesus; es decir que el Verbo que comunica con la Substancia siempre virgen de la Creación total, se refleja en sentido inverso hacia el interior de esta Creación: él aparecerá ahí como el fruto, el resultado, no como la raíz, la causa. Y por lo mismo: el alma sumisa a Dios por su pureza, su bondad, y su belleza, parece dar nacimiento a Dios, según las apariencias; ahora bien, este Dios naciendo en ella la transmutará y la absorberá, como Cristo transmuta y absorbe su cuerpo místico, la Iglesia, que de militante y sufriente llega a ser triunfante. Pero en realidad, el Verbo no nace en la Substancia, ya que él es inmutable; es la Substancia la que muere en el Verbo. Por lo mismo, cuando Dios parece germinar en el alma, es en realidad el alma la que muere en Dios. Benedictus: el Verbo que se encarna es él mismo la Bendición, sin embargo, como él es, según las apariencias, manifestación como la Substancia, como el alma, él es llamado bendito; porque él es visto entonces, no con relación a su transcendencia -que volvería a la Substancia irreal- sino bajo su apariencia, su Encarnación: fructus.

JESUS – es el Verbo que determina la Substancia, que se revela a ella. Macrocósmicamente, es el Verbo que se manifiesta en el Universo como Espíritu divino; microcósmicamente, es la Presencia real que se afirma en el centro del alma, se extiende ahí y finalmente la transmuta y la absorbe.

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Entendemos por «Doctrina Virginal» la enseñanza de la Santa Virgen tal como aparece, no solo en el Magníficat, sino también en diversos pasajes del Corán; esto quiere decir que no consideramos aquí a María únicamente en su aspecto cristiano, sino también en cuanto Profetisa (1) de toda la descendencia abrahámica.

El Magníficat (Lucas I, 46-55) contiene las enseñanzas siguientes: el santo gozo en Dios; la humildad -la «pobreza» o la «infancia»- como condición de la Gracia; la santidad del Nombre divino; la Misericordia que no se agota y su relación con el temor; la Justicia inmanente y universal; el auxilio misericordioso concedido a Israel, nombre que se debe extender a la Iglesia puesto que, según san Pablo, ella es la prolongación supra-racial del Pueblo Elegido (2); este nombre debe extenderse igualmente, en virtud del mismo principio, a la Comunidad islámica, ya que ésta pertenece asimismo al linaje abrahamico. Pues el Magnificat habla del favor otorgado a «Abraham y a su raza», y no a Isaac y a su raza exclusivamente, luego también más allá de las razas corporales.

La relación -enunciada por el Magníficat- entre el temor y la Misericordia es de una importancia capital; esta doctrina corta de golpe la ilusión de una religiosidad superficial y fácil -muy en boga entre los «creyentes» de hoy- que confunde la Bondad divina con las flaquezas del humanismo y del psicologismo, y hasta de la democracia, lo que entra de lleno en la línea del narcisismo moderno y de la desacralización que resulta de él. Es muy significativo que en las doctrinas tradicionales que más insisten en la Misericordia -el Amidismo, por ejemplo- el punto de partida es la convicción de merecer el infierno y de ser salvado sólo por la Bondad del Cielo; la vía no consiste entonces en salvarse por los propios méritos, puesto que es algo considerado imposible, sino en conformarse moral, intelectual y ritualmente a las exigencias de una Misericordia, que desea salvarnos y a la que sólo tenemos que abrirnos. El cántico de María está todo él impregnado de elementos de Misericordia y elementos de Cólera, y ser refiere así tanto al amor como al temor; impide por siempre jamás engañarse sobre las leyes de la Bondad divina. La dulzura de la Virgen se acompaña de una pureza implacable, hay en ella algo de poderoso que recuerda los cantos triunfales de las profetisas Miryam y Débora; de hecho, el Magnificat canta una gran victoria del Cielo y un desbordamiento de «Israel» más allá de las antiguas fronteras.

Las severidades del cántico mariano con respecto a los orgullosos, los potentados y los ricos, y las consolaciones dirigidas a los humildes, los oprimidos y los pobres, se refieren -aparte de su sentido literal- al poder equilibrador del más allá; y esta insistencia en las alternancias cósmicas se explica fácilmente si recordamos que la propia Virgen personifica el Equilibrio, puesto que se identifica con la Substancia cósmica a la vez maternal y virginal, Substancia de Armonía y Belleza, pero por ello mismo opuesta a los desequilibrios. Estos desequilibrios son esencialmente, en la enseñanza mariana, el orgullo, la injusticia y el apego a las riquezas (3); podríamos precisar: el amor a sí mismo, el desprecio del prójimo, y el deseo de poseer, el cual comprende la insaciabilidad y la avaricia.

En cuanto al gozo del que habla el cántico de la Virgen, corre parejo con la humildad -la conciencia de nuestra nada ontológica frente al Absoluto- o más exactamente: con la respuesta divina a esta humildad; lo que está vacío por Dios, por ello mismo será colmado, como lo explica el Maestro Eckhart utilizando el ejemplo de la mano bajada y abierta hacia arriba. Y el mensaje virginal según el Corán, ya lo veremos, es un mensaje de generosidad divina.

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Escuchamos a veces plantear la cuestión de saber como la aparición sensible o la actividad en la tierra de un ser que posee la santidad suprema -la Santa Virgen por ejemplo- es compatible con su estado póstumo que, siendo divino, está por lo tanto más allá de toda determinación individual y por consiguiente más allá de toda forma; a esto es necesario responder ante todo que la santidad es el eclipsamiento en un Prototipo universal: la Virgen, puesto que es santa, no puede dejar de identificarse a un Modelo divino del que ella será como el reflejo en la tierra. Este Modelo divino es antes que nada un aspecto o un Nombre de Dios, y se puede decir por lo tanto que la Virgen es, en su realidad o su conocimiento supremo, este aspecto divino mismo; pero este aspecto tiene forzosamente un primer reflejo en el orden cósmico o creado: es el «Espíritu», el Metatron de la cábala, Er-Rûh o los ángeles supremos en la doctrina islámica, y también la Trimûrti hindú, o más particularmente, puesto que se trata de la Virgen, el aspecto femenino y benéfico de la Trimûrti, es decir Lakshmî que es, en la cumbre de todos los mundos, la huella inmediata de la Bondad y Belleza divinas; de esta huella derivan todas las bellezas y bondades creadas, o en otros términos, es a través de esta huella como Dios comunica al mundo su Belleza y su Bondad.

La Virgen María es por lo tanto -en lo que podríamos llamar, refiriéndonos a su existencia humana, su estado póstumo- creada e increada a la vez, cualesquiera que puedan ser las limitaciones que la teología exotérica debe imponerse a si misma aquí por razones de oportunidad, y las cuales limitaciones no podemos tener en cuenta aquí puesto que nuestro punto de vista es esotérico; sea como sea, cuando el exoterismo no puede reconocer, sin entrar en contradicciones insolubles, la realidad divina de María, -y el exoterismo la reconoce al menos implícitamente, por ejemplo cuando define a la Virgen como «Corredentora», «Madre de Dios», «Esposa del Espíritu Santo»- le es al menos posible, sin correr el riesgo de formulaciones malsonantes, reconocer que la Virgen ha sido creada antes de la Creación, lo que lleva de nuevo a identificarla al Espíritu universal visto más particularmente en su función femenina, maternal, benéfica.

Esta huella divina en la manifestación supra-formal o luminosa conlleva además, por repercusión cósmica, una huella síquica, -o más bien sico-física, puesto que lo corporal puede siempre surgir y reabsorberse en lo síquico de lo cual no es, en último análisis, más que un modo- y es esta huella síquica lo que es María en su forma humana; es por eso que los Prototipos universales, cuando se manifiestan en la parte de la humanidad para la cual María a vivido en la tierra, lo harán a través de la forma síquica (4), y por tanto individual y humana, de la Virgen; esta forma puede siempre reabsorberse en sus Prototipos (5), como el cuerpo puede reabsorberse en el alma, y como el Prototipo creado -el «Espíritu» en su función de misericordia- puede reabsorberse en el Prototipo increado, que es la infinita Belleza, Beatitud y Misericordia de Dios.

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Las Escrituras mantienen secreta la Soberanía de la Virgen; porque del Hijo solo querían loar la grandeza.

María dice: «Ya no les queda vino». Así habló el Espíritu Santo, la irradiación del Altísimo.

El espíritu, decimos, penetró en su cuerpo; ambos devinieron Uno. Y es maravilloso: de todo el Universo, Maria es la Madre. La irradiación de lo Divino que fue en el comienzo.

Vacare Deo: ella es luminosa y pura, y además colmada de la presencia de Dios. En ella se encuentra la perfección de la nieve combinada con la beatitud solar.

La Santa Virgen es el Recuerdo de Dios; es por eso que el Angel dice: «Llena de Gracia». El Nombre de Dios, que regocija el corazón: ese es el Vino que ella quiso ofrecernos; y no su palabra únicamente –que vosotros conocéis– su belleza también, sacramento irradiante.

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«Ya no tienen más vino» ¿Cómo pudo la Santa Virgen decir tal cosa, si ella no fuera favorable al vino ni al matrimonio?. Ella vio la profundidad de las cosas, maravillosa.

La naturaleza de las cosas, el divino En-Si-Mismo, no el rebajamiento humano de los placeres; es necesario vivir lo Bello en vuestro interior, es necesario evitar la vana superficialidad.

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NOTAS __________________________

(1) – Profetisa no legisladora y fundadora, sino iluminadora. Entre los musulmanes existe una divergencia de opiniones sobre la cuestión de saber si María -Sayyidatnâ Maryam- fue Profetisa (nabiyah) o simplemente santa (waliyah); la primera opinión se basa en la eminencia espiritual de la Virgen, es decir, en su categoría dentro de la jerarquía de las eminencias espirituales, mientras que la segunda opinión, nacida de una teología puntillosa y temerosa, sólo tiene en cuenta el hecho de que María no tenía función legisladora, punto de vista «administrativo» que pasa por alto la naturaleza de las cosas.

(2) – «Israel, su servidor», dice el Cántico de la Virgen, precisando así que la servidumbre sagrada entra en la definición misma de Israel, de modo que un Israel sin esta servidumbre deja de ser el Pueblo Elegido y que, inversamente, una comunidad monoteísta de espíritu abrahámico se identifica con Israel -«en espíritu y en verdad»- por el hecho de que realiza la servidumbre para con Dios.

(3) – Y no el solo hecho de ser rico, pues una situación exterior no es nada en sí misma; un monarca es forzosamente rico, y ha habido santos monarcas. El condenar a los «ricos» se justifica, no obstante, por el hecho de que el común de los poseedores se apegan a lo que poseen; inversamente solo es «pobre» el que se contenta con poco.

(4) – En otras partes de la humanidad terrestre, el mismo Prototipo -divino y angélico a la vez- tomará las formas apropiadas al ambiente respectivo; aparecerá lo más a menudo con los rasgos de una bella mujer, como es el caso de las apariciones de la Shekhînah en el Judaísmo, de Durgâ «la Madre», en el Hinduismo, de Kwan-Yin o de Tara en Extremo Oriente; de la misma manera, en las tradiciones de los Indios Siux, el Calumet -instrumento sagrado por excelencia- fue traído del Cielo por Ptesan-Win, una joven celeste maravillosamente bella, y vestida de blanco.

Pero el Principio misericordioso puede tomar también -cuando hay analogía inversa, no paralela- una forma masculina, por ejemplo la de Krishna, o la del Bodhisattwa Avalokitêshwara, –asimilado además a Kwan-Yin, «Diosa de la Gracia», en el Budismo chino– o también, en el Islam, la forma del Profeta del que uno de los Nombres es precisamente «Misericordia» (Rahmah).

No nos olvidemos de añadir que estas manifestaciones de la Misericordia tienen a veces también un aspecto terrible, conexo del de pureza.

Para volver a la Santa Virgen, podemos decir esto: ella está coeternamente en Dios, de otra manera existirían en el mundo perfecciones que faltarían al Creador; ella está aquí de dos maneras: primeramente en tanto que «Substancia existencial» o Materia Prima (la divina Prakriti de la doctrina hindú), y en segundo lugar en tanto que «Cualidad divina» (el aspecto de Purusha, principio masculino del acto creador) o de «Nombre divino»; es así la Belleza, la Pureza, la Misericordia de Dios; pero ella está también, por lo mismo y a fortiori, presente en el Espíritu divino manifestado o creado, del cual es la Belleza misericordiosa, pero también la Pureza severa; en fin, ella está encarnada en María -y en otras formas humanas, lo Unico volviéndose forzosamente múltiple desde el momento que se manifiesta en el plano formal, sin lo cual aniquilaría este plano- y puede aparecer, gracias a su forma individual y síquica, incluso en el plano corporal.

(5) – Lo ponemos en plural porque toda perfección deriva de los dos principales Prototipos, uno, cósmico o angélico, y otro, divino.

APARICIONES SENSIBLES

APARICIONES SENSIBLES

FRITHJOF SCHUON

Escuchamos a veces plantear la cuestión de saber como la aparición sensible o la actividad en la tierra de un ser que posee la santidad suprema –la Santa Virgen por ejemplo– es compatible con su estado póstumo que, siendo divino, está por lo tanto más allá de toda determinación individual y por consiguiente más allá de toda forma; a esto es necesario responder ante todo que la santidad es el eclipsamiento en un Prototipo universal: la Virgen, puesto que es santa, no puede dejar de identificarse a un Modelo divino del que ella será como el reflejo en la tierra. Este Modelo divino es antes que nada un aspecto o un Nombre de Dios, y se puede decir por lo tanto que la Virgen es, en su realidad o su conocimiento supremo, este aspecto divino mismo; pero este aspecto tiene forzosamente un primer reflejo en el orden cósmico o creado: es el «Espíritu», el Metatron de la cábala, Er-Rûh o los ángeles supremos en la doctrina islámica, y también la Trimûrti hindú, o más particularmente, puesto que se trata de la Virgen, el aspecto femenino y benéfico de la Trimûrti, es decir Lakshmî que es, en la cumbre de todos los mundos, la huella inmediata de la Bondad y Belleza divinas; de esta huella derivan todas las bellezas y bondades creadas, o en otros términos, es a través de esta huella como Dios comunica al mundo su Belleza y su Bondad.

La Virgen María es por lo tanto –en lo que podríamos llamar, refiriéndonos a su existencia humana, su estado póstumo– creada e increada a la vez, cualesquiera que puedan ser las limitaciones que la teología exotérica debe imponerse a si misma aquí por razones de oportunidad, y las cuales limitaciones no podemos tener en cuenta aquí puesto que nuestro punto de vista es esotérico; sea como sea, cuando el exoterismo no puede reconocer, sin entrar en contradicciones insolubles, la realidad divina de María, –y el exoterismo la reconoce al menos implícitamente, por ejemplo cuando define a la Virgen como «Corredentora», «Madre de Dios», «Esposa del Espíritu Santo»– le es al menos posible, sin correr el riesgo de formulaciones malsonantes, reconocer que la Virgen ha sido creada antes de la Creación, lo que lleva de nuevo a identificarla al Espíritu universal visto más particularmente en su función femenina, maternal, benéfica.

Esta huella divina en la manifestación supra-formal o luminosa conlleva además, por repercusión cósmica, una huella síquica, –o más bien sico-física, puesto que lo corporal puede siempre surgir y reabsorberse en lo síquico de lo cual no es, en último análisis, más que un modo– y es esta huella síquica lo que es María en su forma humana; es por eso que los Prototipos universales, cuando se manifiestan en la parte de la humanidad para la cual María a vivido en la tierra, lo harán a través de la forma síquica (1), y por tanto individual y humana, de la Virgen; esta forma puede siempre reabsorberse en sus Prototipos (2), como el cuerpo puede reabsorberse en el alma, y como el Prototipo creado –el «Espíritu» en su función de Misericordia– puede reabsorberse en el Prototipo increado, que es la infinita Belleza, Beatitud y Misericordia de Dios.

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(1) – En otras partes de la humanidad terrestre, el mismo Prototipo –divino y angélico a la vez– tomará las formas apropiadas al ambiente respectivo; aparecerá lo más a menudo con los rasgos de una bella mujer, como es el caso de las apariciones de la Shekhînah en el Judaísmo, de Durgâ «la Madre», en el Hinduismo, de Kwan Yin o de Tara en Extremo Oriente; de la misma manera, en las tradiciones de los Indios Siux, el Calumet –instrumento sagrado por excelencia– fue traído del Cielo por Ptesan-Win, una joven celeste maravillosamente bella, y vestida de blanco.

Pero el Principio misericordioso puede tomar también –cuando hay analogía inversa, no paralela– una forma masculina, por ejemplo la de Krishna, o la del Bodhisattwa Avalokitêshwara, –asimilado además a Kwan-Yin, «Diosa de la Gracia», en el Budismo chino– o también, en el Islam, la forma del Profeta del que uno de los Nombres es precisamente «Misericordia» (Rahmah).

No nos olvidemos de añadir que estas manifestaciones de la Misericordia tienen a veces también un aspecto terrible, conexo del de pureza.

Para volver a la Santa Virgen, podemos decir esto: ella está coeternamente en Dios, de otra manera existirían en el mundo perfecciones que faltarían al Creador; ella está aquí de dos maneras: primeramente en tanto que «Substancia existencial» o Materia Prima (la divina Prakriti de la doctrina hindú), y en segundo lugar en tanto que «Cualidad divina» (el aspecto de Purusha, Principio masculino del acto creador) o de «Nombre divino»; ella es así la Belleza, la Pureza, la Misericordia de Dios; pero ella está también, por lo mismo y a fortiori, presente en el Espíritu divino manifestado o creado, del cual es la Belleza misericordiosa, pero también la Pureza severa; en fin, ella está encarnada en María –y en otras formas humanas, lo Unico volviéndose forzosamente múltiple desde el momento que se manifiesta en el plano formal, sin lo cual aniquilaría este plano– y puede aparecer, gracias a su forma individual y síquica, incluso en el plano corporal.

(2) – Lo ponemos en plural porque toda perfección deriva de los dos principales Prototipos, uno, cósmico o angélico, y otro, divino

CRITERIOLOGIA ELEMENTAL

CRITERIOLOGIA ELEMENTAL
DE LAS APARICIONES CELESTIALES

FRITHJOF SCHUON

Según un hadith, el diablo no puede adoptar la apariencia del Profeta; esto es en sí perfectamente plausible, pero cabe sin embargo preguntarse cuál es la utilidad de esta información, dado que después de la desaparición de los Compañeros, no había ya, y no hay, testigos de esta apariencia. El alcance práctico del hadith es el siguiente: si el diablo tomase la apariencia de un hombre deificado o de un ángel, se traicionaría necesariamente por algún detalle disonante; esto pasaría sin duda inadvertido para aquellos cuya intención carece de desinterés y de virtud y que, poniendo sus deseos por encima de la verdad, desean en el fondo ser engañados, pero no para aquellos cuya inteligencia es serena y cuya intención es pura. El demonio no puede objetivamente tomar la apariencia perfectamente adecuada de un «ángel de luz», pero lo puede subjetivamente, halagando, luego corrompiendo, al espectador abierto a la ilusión; esto explica por qué en un clima de mística individualista y pasional, se rechaza a veces toda aparición celestial, medida de prudencia que no tendría ningún sentido fuera de tal clima y que en sí misma es por lo menos excesiva y problemática.

La mejor actitud ante una aparición –u otro tipo de gracia– que Dios no impone con una certeza irresistible, es una deferente neutralidad; eventualmente, una piadosa expectativa. Pero incluso cuando una gracia presenta un carácter de certidumbre, es importante no fundarse exclusivamente en ella, por miedo a caer en el error que han cometido muchos falsos místicos al principio de su carrera; porque el fundamento decisivo de la vía espiritual es siempre un valor objetivo, sin el cual no se trataría de una «vía» en el sentido propio del término. Esto equivale a decir que, ante gracias o visiones, no hay que ser ni descortés ni crédulo, y que basta con fundarse en los elementos inconmovibles de la vía, a saber, los elementos de Doctrina y de Método cuya certidumbre es absoluta a priori y que no serán jamás contradichos por las gracias auténticas (1).

Los ilusionados ignoran, y quieren ignorar, que el diablo puede suministrarles inspiraciones justas con el solo objeto de ganar su confianza, a fin de poder hacerles caer, a fin de cuentas, en el error; que puede decirles nueve veces la verdad para poder engañarles tanto más fácilmente la décima vez; y que engaña ante todo a quienes esperan la confirmación o el cumplimiento de las ilusiones a las que están aferrados (2). Esto concierne tanto a las visiones como a las audiciones o a otro tipo de mensajes.

Un género particular de gracia es el éxtasis. También aquí conviene distinguir entre lo verdadero y lo falso, o entre lo sobrenatural y lo mórbido, e incluso lo demoníaco. Una excepción muy rara, al mismo tiempo que muy paradójica, es el éxtasis accidental, que no podemos silenciar en este contexto: sucede que una persona completamente profana pasa por una verdadera experiencia de éxtasis, sin saber por qué ni cómo; dicha experiencia es inolvidable e influye más o menos profundamente sobre el carácter de la persona. Se trata de un accidente cósmico cuya causa es muy lejana, es decir, que está en el destino del individuo, o en el karma –los méritos pasados anteterrenales–, como dirían los hindúes y los budistas ; pero sería una grave ilusión ver en una tal experiencia una adquisición espiritual de carácter consciente y activo, mientras que el sentido del acontecimiento no puede ser más que una llamada a una vía auténtica en la cual se empezará a partir de cero; quaerite et invenietis.

Nada de esto tiene relación directa con las apariciones celestiales, pero el éxtasis no deja de ser una forma de «ver a Dios», a través de un velo, sea tejido de símbolos, sea hecho de luz inefable; el éxtasis puede por lo demás coincidir con una visión, y en este caso será la condición subjetiva de un modo de percepción objetiva sobrenatural –como puede serlo el sueño–, es decir , que será el lugar de encuentro, ya celestial, con vistas a un contacto entre la tierra y el Cielo.

Entre las gracias reales o aparentes se encuentran igualmente los «poderes», por ejemplo de curación, de previsión, de sugestión, de telepatía, de adivinación, de prodigios menores; estos poderes pueden, sin duda, ser dones directos del Cielo, pero en tal caso dependen de un grado de santidad, si no son simplemente naturales, aunque raros y extraordinarios. Ahora bien, según la opinión de todas las autoridades espirituales, conviene desconfiar y no prestarles atención, tanto más cuanto que el diablo puede entremezclarse y tiene incluso interés en hacerlo. Los poderes gratuitos, si a priori pueden ser indicios de una elección por parte de Dios, pueden causar la perdición de los que se apegan a ellos en detrimento de la ascesis purgativa que exige toda espiritualidad; muchos herejes o falsos maestros han comenzado por ser víctimas de algún poder del que la naturaleza los había dotado. Para el verdadero espiritual, el poder se presenta en principio como una tentación no como un favor; no se detendrá en él, y ello por la simple razón de que ningún santo hará un axioma de su santidad. El hombre no dispone de las medidas de Dios –salvo de una manera abstracta o por una gracia perteneciente a una dignidad ya profética–, porque nadie puede ser juez y parte en su propia causa.

Es pues evidente que los poderes pueden ser tan aleatorios como las visiones, y tan auténticos como éstas, según la predisposición del hombre y la voluntad de Dios. El criterio del poder sobrenatural está en el carácter del hombre, y la nobleza del carácter es al mismo tiempo, y esencialmente, uno de los criterios de la santidad; lo que equivale a decir que los poderes no pueden ser por sí solos criterios de elección espiritual (3).

Según un principio bien conocido, los ángeles hablan siempre el lenguaje doctrinal o místico de aquéllos a quienes se dirigen, si este lenguaje es intrínsecamente ortodoxo: ahora bien, hay dos elementos de contradicción posible, a saber, las diferencias de religión y las diferencias de nivel. Por consiguiente, un ser celestial puede manifestarse en función, no solamente de una determinada religión o confesión, sino también de un determinado grado de universalidad; y de la misma manera que el esoterismo por una parte prolonga y por otra contradice al exoterismo –refiriéndose la primera actitud a la verdad salvadora y la segunda al formalismo limitativo–, de la misma manera las manifestaciones celestiales pueden en principio contradecirse en el marco de una misma religión, según den cuenta de este cosmos particular o, por el contrario, de la Verdad una y universal.

Dicho esto, es importante saber que los portavoces del cielo no dan nunca lecciones de erudición universalista; en un clima semítico, no hablarán nunca ni de Vedánta ni de Zen, como tampoco hablarán de mística española o de hesicasmo en un clima hindú o budista. Pero no hay nada de anormal, repetimos, en que el Cielo favorezca mediante signos sobrenaturales tal o cual perspectiva espiritual a la vez que favorece de la misma manera tal o cual otra que la supera, si las dos perspectivas son intrínsecamente legítimas y aunque se sitúen ambas en el mismo cosmos religioso.

La cuestión de la aparición de un hombre deificado –de un Avatára, si se quiere- evoca otro problema: el de la diferencia entre un ensueño y un sueño ordinario. Los seres celestiales se manifiestan siempre en los ensueños no en los sueños, lo que no significa que toda aparición celestial en un sueño sea diabólica, puesto que puede ser simplemente natural, de la misma manera que podemos soñar con una cosa cualquiera que nos preocupa y de la misma manera, también, que podemos soñar inocentemente con un santo, sin que la ausencia de una causa sobrenatural implique una causa maléfica. El caso es completamente diferente cuando la aparición es contradictoria en sí misma, o cuando el contexto es disonante, porque entonces se mezcla con la causa simplemente natural un elemento satánico, a menos que éste sea la causa propiamente dicha del engaño; si ello es así, el sueño puede incluso presentar la apariencia de un ensueño, pero su contenido revelará precisamente su procedencia.

Contrariamente a lo que ocurre en los sueños, los ensueños son absolutamente homogéneos y de una precisión cristalina; al despertar dejan una impresión de frescor, de luminosidad, de dicha, a menos que su contenido sea divinamente amenazante, y no consolador o animador como sucede la mayoría de las veces. Conforme a su carácter sobrenatural, los ensueños son más o menos raros, porque el Cielo no es prolijo y tampoco hay razones para que el hombre reciba frecuencia mensajes celestiales (4.)

Aquí se imponen algunas consideraciones sobre la relación entre estado de sueño y el estado de vigilia, porque algunos pondrán duda que la visión del sueño concierna al ego del estado de vigilia. Ciertos vedantistas modernos sostienen en efecto que los dos estados de que se trata no tienen ninguna relación el uno con el otro, que el ego del sueño no es enteramente el ego de la vigilia, que los dos sistemas constituyen sistemas cerrados y que resulta abusivo tomar la conciencia despierta como punto de referencia en relación con la conciencia onírica (5); y que, por consiguiente, ésta no es en modo alguno inferior o menos real que aquélla (6).

Esta opinión extravagante y pseudometafísica se contradice, en primer lugar, por el hecho de que, al despertarnos, nos acordamos de nuestro sueño y no del sueño de otra persona; en segundo lugar, por el hecho de que el carácter inconsistente y fluido de los sueños por una parte prueba su subjetividad, su pasividad y su accidentalidad; en tercer lugar, por el hecho de que podemos darnos perfectamente cuenta, en el sueño, de que soñamos y de que somos nosotros quienes soñamos y no otra persona. La prueba de esto es que ocurre que nos despertamos por nuestra propia voluntad cuando el desarrollo del sueño nos inquieta; por el contrario, a nadie se le ocurrirá hacer un esfuerzo para salir del estado de vigilia –por desagradable que sea la situación– para despertarse en un estado paradisíaco en que uno se persuadiría de que ha salido de un accidente de la imaginación personal, mientras que en realidad el mundo terrenal continúa siendo lo que es. El universo es una especie de ilusión en relación con el Principio, ciertamente, pero en el plano de la relatividad el mundo objetivo no es una ilusión en relación con una determinada subjetividad (7).

«He aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños diciendo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María. .. Despierto de su sueño, José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado.» E igualmente: «He aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños a José, diciendo: levántate, toma al niño ya su madre y huye a Egipto. ..El, pues, se levantó, tomó al niño ya su madre durante la noche y huyó a Egipto.» Estos pasajes del Evangelio muestran con toda claridad la continuidad –de por sí evidente– entre el estado de sueño y el de vigilia o entre el ego del durmiente y el ego del hombre despierto; que aquí se trate de un ensueño, luego de un fenómeno intrínsecamente objetivo, y no de un simple sueño, no quita nada al argumento, desde el momento en que el marco del fenómeno es la conciencia onírica y no la con- ciencia despierta. El ángel, en lugar de hacerse físicamente visible, se introduce, por decirlo así, en la sustancia psíquica del durmiente; esto es precisamente lo que caracteriza a los ensueños, que combinan de este modo un fenómeno objetivo con un estado de conciencia eminentemente subjetivo, es decir, separado del mundo externo (8); lo real objetivo se introduce aquí en el mundo del sueño, bien sin velo, bien adoptando un simbolismo.

La cuestión de saber qué detalle es contrario a la autenticidad de una aparición celestial depende, bien de la naturaleza de las cosas, bien de determinada perspectiva religiosa o de determinado nivel de esa perspectiva. Es decir, que hay elementos que por sí mismos, y desde cualquier punto de vista religioso o espiritual, son incompatibles con las apariencias celestiales, mientras que hay otros que lo son en el marco de talo cual perspectiva o desde talo cual punto de vista espiritual; por ejemplo, según la criteriología católica, la desnudez total está excluida para los mensajeros del Cielo (9), mientras que en el hinduismo tiene un carácter, bien indiferente, bien positivo. La razón de la actitud católica es que el Cielo no puede querer ni excitar la concupiscencia ni atentar contra el pudor –aunque hay, incluso en el ambiente cristiano, un cierto margen– mientras que la actitud hindú se explica por el carácter sacral de la desnudez, fundada en el teomorfismo del cuerpo, luego en cierta medida en su «humana divinidad» ; la transparencia metafísica compensa aquí la ambigüedad carnal, la cual es por otra parte considerada, tanto por los hindúes como por los musulmanes, como algo natural y no pecaminoso(10). En cuanto a las disonancias intrínsecas incompatibles con una manifestación celestial, están primeramente –y con toda evidencia– los elementos de fealdad y los detalles grotescos, y esto no solamente en la forma de la aparición, sino también en sus movimientos e incluso simplemente en el ambiente; están después los discursos desde el doble punto de vista del contenido y del estilo, porque el Cielo no miente ni parlotea (11). «Dios es bello y ama la belleza» dijo el Profeta; al amar la belleza, Dios ama igualmente la dignidad, El, que combina la belleza (jamâl) con la majestad (jalâl). «Dios es amor», y el amor excluye, si no la santa cólera, al menos ciertamente la fealdad y la mezquindad.

Un criterio decisivo de autenticidad es, sobre la base de los criterios extrínsecos necesarios, la eficacia espiritual o milagrosa de la aparición: si de la visión no resulta nada espiritualmente positivo, es dudosa en la misma medida en que el visionario es imperfecto, sin ser forzosamente falsa aun en este caso, porque los motivos del Cielo pueden escapar a los hombres; si, por el contrario, el visionario extrae de la visión una gracia permanente hasta el punto de hacerse mejor (12), o si la visión es fuente de milagros sin ir acompañada de ninguna disonancia, no hay duda de que se trata de una verdadera visión celestial. A fructibus eorum cognoscetis eos.

Nuestra actitud con respecto a las manifestaciones celestiales depende sobre todo de nuestra comprensión de la relación entre la trascendencia y la inmanencia, y también entre la necesidad y la contingencia, lo que nos lleva al misterio del Velo. Por una parte, al percibir el signo celestial, no debemos perder de vista que, aun siendo luminoso, es un velo; por otra parte, sabiendo que es un velo, no debemos olvidar, a fortiori, que su razón de ser es una transmisión de verdad y de presencia, y que en este aspecto el signo está como transubstanciado, que él mismo es pues verdad y presencia. Por una parte, la Virgen personifica y manifiesta la Misericordia de Dios; por otra, la divina Misericordia se personifica en la Virgen y se manifiesta a través de ella; no en el sentido de que todo fenómeno positivo manifiesta necesariamente a Dios porque en realidad no hay más que El, sino en el sentido de que Dios se manifiesta de una manera eminentemente directa en medio de sus manifestaciones indirectas u ordinarias, las cuales proceden de lo natural y no de lo sobrenatural.

Percibiendo el símbolo o el soporte, se puede ver a Dios, sea después, sea antes de la forma: después, porque la forma evoca a Dios; antes, porque Dios se ha hecho forma. El misterio del Velo es todo el misterio de la hipóstasis, y es por lo mismo el de la teofanía.

NOTAS ––––––––––––––––––––––––––––––––––––––

1.- En el mismo orden de ideas está el problema de la cuestión planteada ritualmente a Dios, el istikhârah de los musulmanes. Para que este procedimiento sea válido, es preciso que la intención sea pura y, después, que la interpretación sea justa, lo que depende de varias condiciones tanto subjetivas como objetivas. Por ejemplo, no se puede preguntar al Cielo si tal dogma es verdadero, o si el maestro espiritual tiene razón o no, porque en estos casos se trataría de actitudes ya de incredulidad, ya de insubordinación, en contradicción con el principio credo ut intelligam, que se aplica precisamente en casos semejantes.

2.- El origen satánico de un mensaje es indiferente cuando resulta beneficioso, pero el diablo no dará un mensaje semejante más que a aquéllos a quienes cree poder engañar después, sin lo cual no tendría ningún interés en hacerlo, por decir lo menos. Recordemos igualmente, en este contexto general, que, según máximas antiguas bien conocidas, «la herejía reside en la voluntad y no en la inteligencia», y «equivocarse es humano, pero perseverar en el error es diabólico».

3.- Los dos pilares del carácter virtuoso son la humildad y la caridad; podríamos decir también la paciencia y la generosidad o el desapegó y la bondad. dad. Según el testimonio de un santo, el diablo habría dicho que él lo puede todo salvo humillarse. Se sobreentiende: todo lo que es exterior, porque lo interior es precisamente la humildad o la sinceridad.

4.- Hay que hacer una excepción para el «mensaje-río», que toma la forma de un diálogo habitual entre la personalidad celestial y el alma privilegiada, como fue el caso de la hermana Consolata; pero entonces no hay más que discurso interior y no aparición visible.

5.- Como Kant, un Siddheswarananda parece creer que sus propias experiencias limitan las de los otros.

6.- Algunos han llegado hasta a pretender que el sueño es superior a la vigilia, puesto que incluye posibilidades que el mundo físico excluye, como si estas posibilidades no fueran puramente pasivas, y como si la realidad objetiva, y decisiva, del estado de vigilia no compensara infinitamente la posibilidad onírica de elevarse por los aires; o aún, como si no se pudiera soñar igualmente que uno está privado de movimiento.

7.- Shankarâchârya, tan mal interpretado por algunos, no piensa de otra forma cuando especifica, en sus comentarios de los Vedanta-Sutras, que «el mundo que pertenece al estado intermedio (el sueño) no es real en el mismo sentido en que lo es el mundo hecho de éter y de otros elementos»; igualmente declara que «las visiones de un sueño son actos de recuerdo, mientras que las visiones del estado de vigilia son estados de conciencia inmediata (de percepción); y la distinción entre el recuerdo y la conciencia inmediata está reconocida por todo el mundo como fundada en la ausencia o la presencia del objeto». Y, por último: «Esta fluctuación (del sueño), que sólo se funda en las impresiones mentales (vásaná), no es real.» Por supuesto, todo esto concierne a los sueños ordinarios, no a los ensueños, cuya realidad objetiva es evidente, dada su causa sobrenatural.

8.- Es cierto que todo conocimiento, conciencia o percepción es subjetivo por definición, pero es la causa objetiva directa, no el fenómeno subjetivo como tal, lo que cuenta cuando se trata de distinguir una experiencia real de una experiencia imaginaria.

9.- Para las mujeres probablemente incluso la desnudez parcial, exceptuados los casos de la lactatio, como lo indica la visión de San Bernardo y como lo muestran ciertos iconos.

10.- Se objetará sin duda que lo mismo ocurre entre los cristianos, lo que es cierto en teoría, pero no en la práctica, dado que el sentimiento colectivo no siempre está al nivel de los distingos teológicos. La opinión de los modernistas no guarda relación alguna con la sensibilidad cristiana auténtica.

11.- Lo que deja fuera a toda una serie de apariciones o de «mensajes» de los que se oye hablar en esta segunda mitad del siglo XX.

12.- Ya sea que modifique su comportamiento habitual, o que cambie su carácter, siendo el primer resultado extrínseco y el segundo intrínseco; por lo demás, el uno no va en absoluto sin el otro.

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